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Amalia Iglesias Serna
Ángela Figuera y la lucha con el Ángel
“Todo ángel es terrible”, habia escrito R.M. Rilke en 1923. En España sus
Elegías de Duino se dieron a conocer en 1927, a través de la Revista de
Occidente. Todo parece indicar que estos ángeles terribles dejaran alguna huella en la poesía española de esos años: el Juan Larrea de Versión celeste y el
Rafael Alberti de Sobre los ángeles resultan dos casos evidentes.
Ángela Figuera
Blas de Otero, Ángela Figuera y Gabriel Celaya, el llamado “triunvirato vasco
de la poesía social comparten una curiosidad “angélica” que parece excesiva
coincidencia para responder sólo a la casualidad. Gabriel Celaya, funda en 1947,
en San Sebastián, la colección Norte de poesía y entre los primeros títulos que
publica en ella en esos años está, precisamente, Elegías de Duino de R. M.
Rilke, traducido por el propio Celaya. Poco tiempo después, en 1950, verán la
luz los libros Ángel fieramente humano de Blas de Otero (que toma su título de
un verso de Góngora) y Vencida por el ángel, de Ángela Figuera. ¿Se puede
pensar que estos libros están dialogando con ese ángel terrible de Rilke? En primera instancia pudiera pensarse que se sitúan en polos opuestos: Rilke catalogado en la esfera de la metafísica y en el territorio de lo sagrado (escribe en una
carta de 1925 “El ángel de las Elegías es ese ser que garantiza reconocer en lo
invisible un rango más elevado de la realidad”); Blas de Otero y Ángela Figuera
y Gabriel Celaya tocando tierra con los versos (“poniendo la belleza a ras de arcilla”), a ras de carne y ser, marcados por el horror de la contienda y de la posguerra española y por el terror que sobrevuela Europa, reivindicando una poesía humanista, de compromiso civil, un verso que se pone al servicio de los desprotegidos y denuncia sus condiciones de vida, mejor dicho sus condiciones de
dolor y muerte. Un humanismo con el que Sartre daba vueltas por entonces (para
concluir que “el verdadero humanismo sólo podía ser existencialista, es decir,
“ateo”).
En 1950 se publica también el libro de Martin Heidegger Caminos de bosque, que recoge su famosa conferencia de 1946 dedicada a Rilke “¿Y para qué
poetas?” (donde resuena el verso de Hólderlin “para qué poetas en tiempos de
penuria”): Heidegger llega a la conclusión de que esos poetas son “los más arriesgados que experimentan en la falta de salvación la desprotección y en las tinieblas de la noche del mundo llevan a los mortales la huella de los dioses huidos”.
Esos dioses huidos atraviesan también los versos de los poetas vascos.
Contundente en este sentido es el Blas de Otero de Ángel fieramente humano donde llama a Dios y escucha su silencio como vemos en el poema
“Hombre” de Blas de Otero: “…al borde del abismo/ estoy clamando a Dios. Y
su silencio retumbando,…” con ese impresionante final “Esto es ser hombre:
horror a manos llenas/ ser –y no ser- eternos, fugitivos/ ¡Ángel con grandes alas
de cadenas!” .
Y lo mismo sucede en la Ángela Figuera de Vencida por el ángel preocupada por la presencia de Dios: “Fuera, el rostro de Dios, oscurecido/ por infinitas alas desprendidas/ de arcángeles sin hiel, asesinados” y aunque a veces parece sentir la cercanía de Dios, más evidente en el poema “Presencia de Dios” de
Los días duros (1953), será el rastro del Dios huido el que se hace más evidente como vemos en El grito inútil:”¿Qué puedo yo perdida en el silencio/ de
Dios, desconectada de los hombres,/ preñada ya tan sólo de mi muerte, edificando terca mis poemas…?” . Incluso se dirigirá a él en el poema “Me explico
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ante Dios”, para justificarse: “Señor, si no te canto, no te enojes./ Ya ves, no
tengo tiempo para nada./ Hay que vivir, andar, estar con gente…”. Parece ser
que ambos poetas fueron perdiendo la fe progresivamente ante tanto silencio de
Dios y optaron definitivamente por escribir para el hombre.
Ángela Figuera irá tomando conciencia paulatinamente de su condición de
“mujer de barro, vencida por el ángel en los días duros”, hasta desembocar en
“la belleza cruel” y “el grito inútil”. Su obra que venía del intimismo más personalizado, se pluraliza no para “pedir la palabra”, como haría Blas de Otero,
ni para “defender la casa del padre”, como postula Aresti, ni para esgrimir
“un arma cargada de futuro”, como en el caso de Celaya, sino para “dar voz
a los que no la tienen”. Hasta tal punto da la voz que se queda sin ella. Es ese
desprenderse de sus exigencias estéticas para defender su postura cívica, uno
de los factores decisivos que la conducirá hacia el silencio. Porque aunque sí
produce algunos libros posteriormente, ya no será la misma voz. A partir de
Toco la tierra (1962) cierra el círculo del barro y se va silenciando progresivamente. Apenas escribirá algunos poemas para niños (Cuentos tontos para
niños listos (1980) y el póstumo Canciones para todo el año, 1982)
Es interesante ver cómo en su propia poesía se establece unas cierta lucha
dialéctica entre ética y estética, Figuera, que en un momento dado pondrá su
obra al servicio de la causa de la poesía social, con todas las consecuencias, alzando la voz, tomando la palabra y alejándola del esteticismo para ejercer la denuncia, para dolerse con los más desfavorecidos, es sin embargo consciente de que,
en cierto sentido, está “devaluando” su discurso, renunciando a la estética, para
ser más clara y explícita. Se produce así una cierta resistencia, una autocrítica y
una justificación de su “compromiso”: “Se agriaron de improviso/ el pan, el vino,
el aire y los poemas” y en Belleza cruel escribe: “Quiero cantar a estilo de jilguero./ Quiero vivir y amar sin que me pese/ ese saber y oir y darme cuenta”.
Esa tentación de inclinarse hacia la belleza y cerrar los ojos a lo terrible será la
que la haga decir en ese mismo libro: “(Si se te cae la lengua de vergüenza/ te
cuelgas un cartel que diga “mudo”)”.
Su debate entre lo bello y lo terrible acentuado por el terror que recorre,
Europa, y luego Vietnam y el mundo entero, acabarán “poniendo la belleza a
flor de arcilla”. Todavía en 1950 exhorta a sus hermanas poetas a levantarse y
cantar el destino de su largo linaje”, pero en 1962, el desencanto se ha instalado en su poesía: “Sabemos todos, hijos, cómo marchan las cosas; / que ya no
baja el Ángel con su mensaje inútil”.
Figuera confiesa su sentimiento de culpa en esa lucha entre ética y estética.
La confesión es en la obra de Figuera “género literario” como diría María
Zambrano – quien, por cierto publica en ese mismo año de 1950 su libro fundamental Hacia un saber sobre el alma-. Confesión que es en Figuera transparencia de su ser y su sentir transportado a las palabras. Sinceridad del verso
que hace que su poesía pueda ser calificada de auténtica, nunca impostada, no
hay intención de simular la voz, no hay máscara. Así afirmará que toda su poética está en sus versos. Esa imposibilidad de simulación es la que la conduce también al silencio, ni censura ni autocensura.
Tal vez predestinada por su propio nombre, Ángela, sabía que en esos
tiempos de penuria ella misma acababa siendo ángel vencido: “Mi nombre (tan
celeste) ya lastrado / con siete oscuros plomos de pecado/ rompió y perdió sus
alas, suerte a suerte”
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