La percepción del riesgo y el sentimiento de seguridad

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La percepción del riesgo y el sentimiento de seguridad
Gustavo Wilches-Chaux
consultor independiente, profesor universitario y escritor
Además de los factores “objetivos” de cuya interacción surge y depende la
seguridad integral que un territorio está en capacidad de ofrecerles a sus
habitantes (factores que resumimos en nuestro artículo anterior como:
seguridad y soberanía alimentaria, seguridad ecológica, seguridad social,
seguridad económica y seguridad jurídica e institucional), existen factores
“subjetivos” que determinan que un individuo o una comunidad se sepan y,
sobre todo, que se sientan “seguros” en ese territorio.
Estos últimos están estrechamente vinculados a la percepción que tiene la
gente de las amenazas y de los riesgos existentes o que puedan llegar a existir
en ese territorio, y a la actitud que asumen frente a los mismos.
Y esa percepción y esa actitud dependen, a su vez, de la conciencia que
tienen sobre su propia vulnerabilidad o debilidad frente a esas amenazas, o de
la capacidad para afrontarlas en caso de que se lleguen a materializar.
En inglés existe el concepto de “normalcy bias”, según el cual cuando una
persona está enfrentada a una amenaza y no puede hacer nada para evitarla o
para escapar a sus efectos nocivos, se predispone a “creer” cualquier
información que permita restarle gravedad a esa amenaza.
Como ignoro la traducción científica de ese concepto al castellano, desde
hace años lo interpreto como “el síndrome de queca”, que quiere decir: ¡Qué
carajo, aquí no va a pasar nada!
Cuando una comunidad convive con unas altas condiciones de riesgo, se suele
pensar que sus integrantes no poseen conciencia del mismo, lo cual, en la
mayoría de los casos, no es verdad.
Todos los estratos socioeconómicos -–de hecho: todos los seres vivos-- están
expuestos de una u otra manera, a distintas amenazas, generadoras de
múltiples riesgos, sobre los cuales existe algún grado de conciencia.
Normalmente (con notables excepciones) los grupos más pobres de los medios
urbanos ocupan los lugares menos aptos para habitar, tales como laderas
inestables, expuestas a la amenaza de deslizamiento, o rondas de ríos y
humedales, expuestas a inundación. Pero por supuesto (al contrario de lo que
sucede con integrantes de estratos socio-económicos altos que pueden elegir
dónde vivir), no han escogido esos lugares como resultado de una decisión
totalmente voluntaria, sino por ausencia de alternativas que les permitan
asentarse en lugares más adecuados desde el punto de vista de su estabilidad
y habitabilidad.
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O porque, existiendo esas alternativas, existen factores como la relativa
seguridad económica que se deriva de la cercanía de sus asentamientos a las
fuentes de ingresos, que los llevan a rechazar la posibilidad de reubicarse en
sitios geológica o ecológicamente más adecuados, pero alejados de los lugares
que les permiten emplearse, producir formalmente o rebuscar. En las
ciudades colombianas existen múltiples ejemplos de comunidades urbanas y
rurales que se niegan a trasladarse a lugares más seguros, aduciendo ese tipo
de razones. Una de las razones por las cuales personas y comunidades muy
vulnerables, sobreviven con relativo éxito a las múltiples amenazas que los
acechan, es porque logran construirse pequeños nichos de seguridad que
están dispuestas a defender. De allí, por ejemplo, que muchos cobijeros o
habitantes de la calle se muestren tan recelosos frente a los programas (para
ellos inciertos) tendientes a rescatarlos de la indigencia.
Muchas comunidades que se encuentran expuestas a amenazas de tipo
natural, tras un análisis de costo-beneficio, toman la decisión de que esas
amenazas (que en últimas dependen de la ocurrencia aleatoria de fenómenos
como el deslizamiento o la inundación) son más posibles de afrontar, que las
amenazas derivadas, por ejemplo, de la falta de ingresos. Para capotear las
primeras se acude, en primera instancia, al síndrome de queca: a la
autoconvicción (muchas veces en contra de toda evidencia “racional”) de que
allí nada malo puede suceder.
En el caso de las comunidades desplazadas por la violencia, resulta tan
inminente la certeza de que si permanecen en donde están los van a asesinar,
o de que sus hijos menores van a ser obligados a alistarse en grupos armados,
o de que pueden ser víctimas de peligros aún mayores y menos manejables,
que a sabiendas de que en sus nuevos hábitats deberán enfrentar otras
amenazas, la mayoría de ellas desconocidas, toman la decisión de abandonar
su territorio original. Es claro que saben que ese peligro que cada vez huelen
más cerca, proviene de una clara y expresa intención de causarles daño y de
obligarlos a salir. Llega un momento a partir del cual ya no hay lugar para el
síndrome de queca.
La pérdida de la seguridad jurídica e institucional, en este caso la
desaparición de las condiciones “institucionales” que garantizan ejercer el
derecho a la vida, conjuntamente con la pérdida de otros de los clavos de
donde pende el tejido de la seguridad territorial (seguridad social, seguridad
ecológica, incluso seguridad alimentaria, así el suelo no haya dejado de
producir), es total. Existe conciencia de que por grandes que sean las
amenazas que deban afrontar afuera, resulta más peligroso quedarse en ese
territorio que ya no les ofrece ninguna seguridad.
Evidentemente no sucede lo mismo cuando las amenazas no son el resultado
de la decisión conciente y expresa de algunos actores sociales de causarles
daños a otros, sino de fenómenos de origen natural, tales como la
probabilidad de que un volcán cercano entre en erupción.
Cuando comunidades como las que habitan las vecindades inmediatas del
volcán Galeras (o las del pueblo de Murillo, a 8 kilómetros del cráter Arenas
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del Nevado del Ruiz) se niegan a evacuar temporalmente y, por supuesto, a
reubicarse de manera permanente, aun cuando exista casi certeza de que el
volcán tarde o temprano va a entrar en erupción, el análisis conciente o
inconciente (o parcialmente conciente y parcialmente inconciente) de costobeneficio, las lleva a la conclusión de que el territorio en donde habitan y del
cual muchas familias han formado parte durante varias generaciones (al igual
que el volcán), está en condiciones de ofrecerles seguridad.
De alguna manera suponen que a pesar de que puedan perder su seguridad
ecológica como resultado de la actividad del volcán, las demás seguridades (la
alimentaria, la económica, la social) les permitirán resistir. Al igual que existe
la convicción de que al momento de trasladarse a un nuevo lugar en busca de
una mayor seguridad ecológica, van a perder esas otras seguridades de las
cuales depende en mayor o menor medida su calidad de vida y su estabilidad
individual y familiar. El síndrome de queca está sustentado además por la
creencia de que fuerzas superiores (Dios, la Virgen, el mismo volcán) no van a
permitir que les vaya a suceder algo malo.
Resulta interesante, para citar solamente ejemplos ligados a volcanes que en
este momento se ecuentran altamente activos o en plena erupción, que
mientras las comunidades vecinas al Galeras en Colombia, o las vecinas al
volcán Mayón en Filipinas, consideran que la reubicación constituye una
imposición, hasta hace algunos meses las comunidades vecinas al volcán
Ubinas, en el Perú, consideraban que la reubicación definitiva era un derecho
y una reivindicación, y las autoridades locales se enfrentaban al gobierno de
Alejandro Toledo, entonces Presidente del Perú, por no propiciar esa
reubicación.
Las comunidades vecinas al Ubinas ven en la reubicación la posibilidad de
acceder a mejores tierras y a mejores condiciones para la vida y la
producción. La erupción del volcán se considera un catalizador para acelerar
esas conquista.
En el caso del Tungurahua, en el Ecuador, en días recientes se ha llevado a
cabo la reubicación de más de tres mil personas, en este caso ante el hecho
cumplido de una erupción volcánica cuyos efectos se han extendido a varias
provincias del país. Sin embargo, en poblaciones como Baños, situada en las
faldas del volcán, existen antecedentes de saqueos ocurridos en años
anteriores, llevados a cabo mientras la ciudad se encontraba evacuada
(también con motivo de una erupción), que obligan a que la gente espere
hasta el último momento antes de dejar sus casas y bienes de manera
voluntaria.
Entre las comunidades vecinas al volcán Colima (México), las autoridades
locales y las instituciones científicas encargadas de monitorear ese volcán,
existió durante mucho tiempo una perfecta sintonía, que permitía que,
cuando se declaraba alerta de erupción, la gente evacuara organizada y
voluntariamente el lugar. Y que, aunque finalmente no hubiera habido
erupción, la comunidad volviera a evacuar cuantas veces las instituciones
científicas emitieran la alerta correspondiente. Es decir, habían logrado
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invertir la moraleja del pastorsito mentiroso y comprender que aún los
instrumentos y los conocimientos científicos, aparentemente más precisos,
trabajan con un margen de error. Sin embargo parece que,
desafortunadamente, ya esa sintonía se perdió.
En las zonas rurales y pequeñas poblaciones de otro volcán mexicano, el
Popocatepetl, la gente acude a los “tiemperos”, sabedores tradicionales que
dialogan permamentemente con el volcán, para consultarles qué opina
“Gregorio” (nombre con que familiarmente se conoce al Popocatepetl) sobre
las alertas y ordenes de evacuación que emiten las autoridades.
Desastres desencadenados por fenómenos naturales motivaron la reubicación
de cerca de 2000 familias indígenas y mestizas de Tierradentro, en el
Departamento del Cauca, después del terremoto que en Junio de 1994
produjo más de 3000 deslizamientos y una avalancha que en algunos lugares
alcanzó 70 metros de altura, y desestabilizó gravemente 50.000 mil hectáreas
de suelos pertenecientes a la cuenca del Páez; o la reubicación de las más de
200 familias habitantes del casco urbano del municipio de San Cayetano en
Cundinamarca (con motivo de una reptación o flujo lento de masa que se
aceleró); o la reubicación parcial del casco urbano del municipio de Herrán,
en el departamento de Norte de Santander. Y por supuesto, las reubicaciones
llevadas a cabo como parte del proceso de reconstrucción del Eje Cafetero,
después del terremoto de 1999, con el objeto de alejar a las comunidades de
las zonas calificadas como de más alto riesgo. Estos son apenas algunos
ejemplos de las muchas reubicaciones que (con distintos grados de éxito,
dependiendo del punto de vista desde donde se miren) se han llevado a cabo
en el país.
Entre los factores que contribuyen a que las comunidades cubanas evacúen
sus lugares de vivienda de manera voluntaria cuando se acerca un huracán, es
que pueden llevarse consigo sus bienes muebles más preciados y sus animales,
además de que se toman medidas eficaces para evitar que las zonas
evacuadas vayan a ser objeto de saqueos.
No existen recetas ni fórmulas que determinen cómo lograr que una
evacuación temporal o que una reubicación permanente sean exitosas, pero sí
múltiples experiencias que pueden servir de orientación e inspiración sobre la
manera de propiciar y acompañar esos procesos. El reto es que las
comunidades que los protagonicen no solamente puedan llevarse consigo su
“telaraña de seguridades”, su tejido social, sino alcanzar una mayor seguridad
integral en los nuevos territorios que lleguen a ocupar.
A manera de reflexión final, digamos que cuando las condiciones de riesgo con
las cuales convive una comunidad, desde el punto de vista de ésta son real o
aparentemente manejables, más importante que buscar argumentos que las
convenzan de que deben reubicarse en otro lugar, es necesario generar
atractores (y/o atractivos) tangibles que les permitan reconocer que su
calidad de vida y su seguridad integral van a ser superiores en ese nuevo lugar
y que, en consecuencia, las succionen hacia él. Es decir, que el traslado se
reconozca como a conquista y no como imposición.
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