Recorré desde La Pedrera hasta el Chuy de la mano de la gente

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uruguay
Recorré desde La Pedrera hasta
el Chuy de la mano de la gente que
eligió las costas vecinas para encarar
su vida. Surf, mucho pescado y
naturaleza para donde mires.
texto Constanza Coll
fotos Juan Ulrich
En esta página: Casa con vista al mar junto al faro del Polonio.
En frente, como el reloj: Paseo por el Bosque de Ombúes en La Barra
Grande; vendedora en la feria de Cabo Polonio; siesta en la galería de la
Posada Nativos; guardavida en la Playa Norte de Cabo Polonio.
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uruguay
Atardece en La Pedrera,
el día en que Uruguay
legaliza la producción y
venta de marihuana.
V
iajar a Uruguay es como
ir a tomar el té a la casa de la
abuela, que te prepara las
masitas de siempre, te hace
mimos y te cuenta las mismas
historias desde que las tardes
eran para jugar en el jardín.
Uruguay queda “en la vuelta”,
como dicen ellos, y es como estar en familia, pero
sin ese desgaste de lo cotidiano, sin los roces del
día a día; es como estar en casa pero hace un par de
décadas, sin tanto tránsito, wifi ni escándalo en la
tele; fuera de carrera, pero con los valores y
prioridades de la abuela tatuados hasta las capas más
hondas. No es nuestro país, pero tampoco es Brasil.
Tiene playas anchas que nos gustan, atardeceres con
mate caliente, parrilla y campo; tiene brisa de mar,
códigos conocidos y el mismo idioma. Más allá de
Maldonado, cruzar la Laguna de Rocha asegura estas
condiciones. Manejamos por la Ruta 9 a través del
departamento y en cada pueblo, sea La Pedrera, Cabo
Polonio, Punta del Diablo y hasta el Chuy,
encontramos al menos un gran personaje, alguien que
habla del lugar en el relato de su historia, en la vida
que elige, tanto en la soledad del invierno como en la
corrida del verano, cuando a los pocos miles de
rochenses se suman todos los golondrinas que llegan
para cubrir la temporada y hay que trabajar
fuertemente entre las Fiestas y el Carnaval para tirar
el resto del año. Y aunque la meta de todos coincide
en “desestacionalizar” –que las puertas de los hoteles
y restaurantes queden abiertas más allá de marzo–,
entre líneas se lee cierta amenaza de que la cosa
cambie, de perder las horas de siesta, las playas
vacías, las noches largas y en silencio. Es un riesgo
que se corre cada verano, cuando el secreto sale
expulsado como un chorro para Brasil, Chile,
Argentina y algunos países de Europa, y devuelve a
unos pocos que se animan al cambio. Acá, Rocha
vista a través de las historias de sus personajes.
La Pedrera por Martín
“Llegaron un día muy especial
para nosotros: hoy se legalizó la
producción de marihuana en
Uruguay”, Martín Camou abre un
par de cervezas frías y brinda en el
aire. Su país es el primero del
mundo en permitir el cultivo y la
distribución de cannabis, y es en
este marco de ley, al 12 de
diciembre del año 2013, que las plantas tantas veces
discutidas asoman por los balcones y toman las
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uruguay
Arriba Un camión sale
del Polonio por la Playa
Sur. Abajo Desayuno
en el Parque Reserva
Punta Rubia.
huertas y jardines de las casas uruguayas. Martín, de
24 años y barba rubia, camisa a cuadros sobre remera
blanca y palabras medidas, vivió un par de años
haciendo distintas cosas en Europa, actualmente da
“talleres merenderos para barrios de contexto crítico”
en Montevideo y surfea en cada oportunidad, casi
todos los días. Martín pasa los meses de verano
trabajando en el Parque Reserva Punta Rubia, las
cabañas donde nos quedamos esta noche, a una
cuadra de la playa. “Siempre encuentro un rato para
escaparme al mar, arreglo con otro amigo que está en
la misma y salimos disparados para donde esté bueno
en ese momento”.
Uruguay no tiene la fama surfer de Brasil, pero
viene asomando. En la Playa de los Botes, con fondo
de piedra y bien resguardada de los vientos del este,
hay un monumento a Vispo Rossi, el primer surfista
uruguayo, un loco del mar que montaba las olas sobre
puertas, colchones inflables y cualquier superficie
plana y flotante que tuviera a mano. La Paloma y
La Pedrera, balnearios vecinos, a nueve kilómetros de
distancia, se complementan y potencian como
destinos surfistas, con playas para todos los vientos
posibles, olas aptas para todo el público o más
exigentes, más grandes o más largas, con fondos de
arena o de piedra. Hablando de esto, Martín pierde lo
medido y se lanza a un monólogo ininterrumpido
sobre las condiciones de Aguada, Zanja Honda y
Corumbá, en La Paloma; y el Desplayado y la Playa
del Barco, en La Pedrera. Dice que no tiene una
preferida, pero habla de la última playa con el
entusiasmo de un gran recuerdo: “La Playa del Barco
tiene una excelente derecha, es una ola bien tubular,
algunos le dicen ‘el trueno’ por cómo suena cuando
rompe”. Los ojos le brillan. Los nuestros también.
Hoy se hizo historia en Uruguay.
Cabo Polonio
por Laura
El Polonio es Parque Nacional
desde el año 2009, un área de
reserva natural que protege las
dunas más grandes del país, lobos
y leones marinos, gran diversidad
de aves y la flora del monte nativo.
Pero también es un pueblo que
vive, mayormente, de su versión
balnearia, cuando el Polonio pasa
de alojar 40 personas a más de cuatro mil, cuando se
improvisa habitaciones compartidas y posadas en las
casitas de los pescadores, cuando el guardaparque
Alejandro Castillo hace las veces de inspector, guía y
policía. Trabaja cinco días por tres de descanso
durante todo el año, y asegura que prefiere la soledad
y el frío del invierno a tener que andar retando a los
turistas por ensuciar o quedarse a pasar la noche en
carpas, algo que está rotundamente prohibido. Cabo
Polonio es tierra discutida, un tira y afloje
permanente donde la extracción de pinos y acacias
(especies exóticas) encuentra su límite en los campos
privados, donde el cuidado del medio ambiente tiene
que considerar las rutinas de los pobladores y la
visita en masa de los turistas, donde no hay luz
eléctrica pero cada año hay más ruido de los
generadores particulares, donde en teoría no se
puede construir más pero cada año crece el número
de camas. “El paisaje cobra verdadero sentido
cuando el hombre ocupa su lugar en él”, reza un
folleto de la ONG Comunidad Cabo Polonio, y es en
este sentido que el Parque Nacional también se define
como “Paisaje Cultural Protegido”.
Caminamos de la Playa Sur a la Calavera
Como el reloj
En Cabo Polonio: es común
usar caballos como medio de
transporte; hay casas de todos
los colores; Laura y sus alumnos
vuelven a la escuela terminado el
recreo; el menú del día en Lo de
Dani; todo listo para ir a la playa;
vista del Faro; con vista al mar
y reparadas del viento;
patente charrúa.
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De arriba a abajo
Il Tanno, chef especialista
en cocina mediterránea;
panes calentitos en el
desayuno de Nativos;
esperando el almuerzo en
la Posada y Restó La Viuda
del Diablo; déco chic en
La Viuda del Diablo; más
uruguayo, imposible.
(separadas por unos 300 metros de piedra), donde se
encuentra el faro de fines del siglo XIX. Hay casas
más bien chicas, algunas blancas y azules con lindas
ventanas al mar, varios caballos y la única escuela del
Cabo, donde Laura Fontes, de 26 años, nacida en
Punta del Este, trabaja como maestra desde hace un
año. En el recreo, jugando entre las piedras a los pies
del faro, hay seis chicos de entre 4 y 11 años, porque
con 12 ya tienen que salir del Polonio y viajar hasta
Valizas para seguir estudiando. Lorenzo Calimares,
alias Pepito, el más grande del grupo, con manchas
de colores en el delantal y una gorra gacha hasta la
nariz, escucha nuestra charla acostado boca arriba
sobre una roca y mete bocados tímidos de tanto en
tanto. Cuando se le pregunta, asegura que va a vivir
para siempre en el Polonio, y que de grande va a ser
artista, como su mamá, o pescador, como su papá.
Laura no los pierde de vista, Pepito se queda cerca, el
resto va y viene con alguna cosa contaminante que
encuentra por ahí para que guarde su maestra, alguna
idea loca para ejecutar por la tarde o la receta de una
pizza para hacer al otro día. “Mis padres también
eran maestros rurales, más o menos sabía en lo que
me metía, pero el Polonio es como una isla, dependés
de los tres camiones que te sacan por día o a
caminar… pero son siete kilómetros por las dunas, y
a veces no llegás”. En Cabo Polonio hay una maestra
para todas las clases y edades, que también es
cocinera y que duerme de lunes a viernes dentro de la
escuela, sin luz ni agua corriente. Solo el año pasado,
los chicos cambiaron de maestra tres veces. Laura
resistió su primera crisis en abril, harta de calentar
agua en cacharros para poder bañarse, pero el año que
viene ya no sigue: “Voy a extrañar a estos gurises, son
los verdaderos tesoros de esta isla”.
Punta del Diablo
por Fabio
Es difícil imaginarse a Fabio
Gazzola vestido de traje, pero nos
jura que tuvo una época de
empresario, que exportaba e
importaba cosas, que llegó a tener
una fábrica de bicicletas. Nunca
más. Hace 25 años que cambió el
nudo de la corbata por el termo
bajo el brazo, las ojotas, la pesca y
el surf, aunque confiesa que cada vez le cuesta más
entrar al agua en invierno, y que viene cambiando la
tabla por el cuchillo: “Se podría decir que ahora
tengo brazo de tenista, con muy buen revés… ¡pero
de tanto cortar salamín!”, se ríe con una risa que
contagia; está en el salón de su restaurante, La Boyita,
donde no hay que andar de puntitas ni cuidar
demasiado las formas. En las paredes hay redes,
modelos de barcos, remos, pinturas de pescadores,
boyas, fotos surfistas y mapamundis, indicadores
todos de la especialidad de la casa: el mar. Fabio tiene
un favorito de la carta, el Bacalao Criollo, hecho con
carne de tiburón. Dice que este plato resume la
historia del pueblo: “Punta del Diablo nació con la
Segunda Guerra Mundial, porque acá hay mucho
tiburón y en ese entonces se lo buscaba por el aceite
del hígado, que tiene vitaminas A y D. Todavía no
uruguay
Bien temprano a la
mañana, camino a la
Playa de la Viuda,
Punta del Diablo.
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En esta página En el Parque Nacional Santa Teresa: el invernáculo y sus flores del mundo,
escultura en el sombráculo. En frente Otro rincón fotogénico del invernáculo; descanso
frente a la Laguna de Peña, paredón de la fortaleza Santa Teresa; playa en la Barra del Chuy.
había pescadores, eran puros gauchos, pero se las
ingeniaron para cazarlos con lazos y anzuelos. Solo
se usaba el hígado, el resto del bicho se devolvía al
mar. Eso, hasta que un día llegó un polaco con la
receta del bacalao”.
Antes de los platos, llega a la mesa un licorcito de
butiá, fruta típica de la región, y más tarde, con los
raviolones de siri y de bacalao, un par de botellas de
vino. Sentarse a comer en Rocha es una excusa para
charlar, en ninguna cena hasta el momento la
sobremesa duró menos de un par de horas. Y Fabio es
bueno para contar historias. “Vine a Punta del Diablo
para vivir en contacto con la naturaleza, con las olas,
las ballenas, para andar a caballo por cualquier lado y
aislarme un poco del mundo, esa es la verdad. No me
enteré de varias guerras estando acá, y no me
arrepiento, para nada. Además, tuvimos una época
de oro en lo que refiere a calidad humana, por decirlo
de alguna manera”. En este punto, Fabio habla sin
reservas de personajes que ya no están y sobre
quienes no queremos ahondar por no perturbar su
sueño eterno. Y tal vez por la hora, o por las sucesivas
copas de vino, la charla va derivando a terrenos más
bien místicos, en los que no faltan menciones a la
Laguna Negra y sus peces albinos, meteoritos que
podrían impactar en la Tierra y llamados directos
desde la NASA. Sin miedo a equivocarnos, Fabio es
uno de esos personajes que resisten desde la era
dorada de las playas diablas.
Santa Teresa
por Miguel
Miguel Aristimuño atiende el
celular y recibe la noticia que
estaba esperando: desde esta
temporada y por tres años más es el
director de Santa Teresa. Entre
Cabo Polonio y Punta del Diablo,
este Parque Nacional de
1.400 hectáreas es administrado
por el Ejército, con su fuerte, sus
playas y cabañas de alquiler, zona de camping,
boliche, lagunas y jardines. Territorio estratégico si los
hay, Santa Teresa llega a alojar a 10.000 personas en
días de alta temporada. Miguel está contento, unos
minutos antes de recibir la buena nueva nos contaba
que, de todos los rincones del país donde lo han
asignado, disfrutó mucho más en aquellos donde era
jefe. De los uniformes del Ejército uruguayo, él usa el
tipo “administrativo”, que incluye traje verde con
corbata, birrete, insignias sobre los hombros y zapatos
negros. “Nosotros somos oficiales combatientes, pero
vamos aprendiendo a trabajar en esto del turismo. El
soldado acá sirve para todo, desde cortar el pasto hasta
atender al turista, cualquier cosa –Miguel enciende un
cigarrillo y sigue–. Pero en Santa Teresa también
tenemos nuestras maniobras, tácticas y estrategias, los
nombres son los mismos, sólo que aplicados al turismo”.
Miguel nos lleva a dar una vuelta por el parque en su
4x4 blanca. Recorremos las playas, inmensas, con
buenas olas en las más abiertas, ningún chiringuito a la
vista; visitamos la Fortaleza de Santa Teresa, construida
por primera vez en 1762 y varias veces conquistada por
españoles, portugueses y más tarde por brasileños;
conocemos los distintos alojamientos que ofrece el
parque, que van de cabañas equipadas con todo hasta un
hostel de habitaciones compartidas y parcelas para
camping con o sin luz; y dejamos lo mejor para lo último,
el invernáculo y el sombráculo, con plantas de todo el
mundo, sombra fresca, cascaditas, esculturas y cierto
aire de misterio. “No es fácil irse de Santa Teresa, yo creo
que es el mejor destino que tenemos los del Ejército”,
Miguel piensa en el ex director del parque, que
encomendaron a Tacuarembó, tierra adentro. A Miguel
todavía le quedan tres años, y contando: “Acá puede
haber algún conflicto entre vecinos de carpa y nos toca
trabajar con esto nuevo de la marihuana legal, que es otro
tema, pero lo cierto es que uno se la pasa bien”.
Barra de Chuy
por Sonia
“El Chuy es muy distinto a lo que vienen conociendo”,
nos advierte por el espejito retrovisor Sonia Morales,
morocha de flequillo y pelo lacio hasta la cintura, mamá,
esposa, empresaria de zapatillas. Con el pie firme en el
acelerador, nos lleva a conocer este pueblo en el límite con
Brasil, donde el arroyo Chuy dibuja una frontera blandita
entre uruguayos y brasileños, español y portugués, las
fiestas, las comidas, los estilos, la déco. Sonia y su marido
tienen un parque de aguas en la Barra de Chuy, con
toboganes que este año cumplen su segunda temporada,
muchísimo árbol, dormis y parcelas para hacer
campamento. “Hay gente que viene desde hace 25 años
seguidos, que ya son parte de la familia y como tal, uno los
quiere, pero a veces… son más exigentes que cualquier
otro cliente, y que ni se te ocurra cambiar algo de lugar”.
En invierno, el 80 por ciento de la población fija del Chuy
son ancianos, y el resto es mucha mezcla, con palestinos,
libaneses y jordanos incluidos. “Las fronteras tienen una
dinámica muy diferente, la población va y viene según sea
una época buena o mala, todos hablamos una mezcla entre
los dos idiomas, en Uruguay los 2 de febrero hacemos
ofrendas a Iemanjá, que en realidad es una costumbre más
brasileña, y en nuestras escuelas la mitad de los chicos
vive del otro lado de la frontera”, explica Sonia, parada en
un pedacito de tierra que asoma sobre el arroyo Chuy,
donde desemboca en el mar. En las playas de la Barra, de
arena firme, se juega al fútbol, a la paleta y se surfea con
olas que entran directo del Atlántico. La bajada más
popular es donde está “La Mano”, una escultura en
hierro y hormigón que talló Rubén Alberti, para señalar
dónde quedaba su casa a quienes llegaban por mar, pero
también, al ser una mano izquierda, como símbolo de
militancia contra la dictadura que gobernó el país entre
1973 y 1985 (al Chuy llegaban muchos para esconderse y
después salir vía Brasil). Sonia vivió toda su vida en
Chuy, y aunque dice que su gente es nómade, ella parece
nacida y entrenada para los gajes de frontera. Es el lugar
que ella elige, como tantos otros en Rocha, como Fabio o
Martín, que se animaron al cambio, a vivir junto al mar,
sin tanto intermediario hasta la naturaleza.
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