EL TRIO - Cuenteros, Verseros y Poetas

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El trío
L
a oportuna mañana primaveral de tres enamorados, el tiempo
templado, con un cálido aire que esparcía los perfumes despedidos
de los rosales que yacían en los alrededores de los caminos que
iban penetrando con tupidos árboles del bello bosque; que al ser atravesado
por los lugareños, se encontraban con una gran mansión: la del Sr. Hernán
Pérez, un buen ciudadano de prestigio. De los alrededores, de contextura
refinada, muy adinerado, que se había enamorado de una singular mujer,
vecina a su mansión, de nombre Claudia; con su tez blanca como la
hermosa nieve de los extensos inviernos y despiadados temporales.
Pero en esa época de primavera, todo era tornado según la estación del
año, El caballero con su mayordomo daba extensos paseos por los caminos
de los alrededores, con su admirable vehículo, pero un día se detuvieron a la
orilla del hermoso brazo del río.
El Sr. Hernán descendió de su auto y se recostó sobre un árbol a
contemplar la rivera, con su vista hacia el amplio horizonte, observó la
belleza escultural de esa mujer, sin que ésta lograra verlo, por la maleza del
lugar, era casualidad pero indebido, entonces reflexionó. Él deseaba
descansar en el sensual lecho de esa hermosa dama.
Y no hallaba forma de entablar ni siquiera una conversación, pero en un
episodio infortunado vio como un joven conversaba en un sentido
apasionado. Sorprendido y enfadado por esa situación, ordenó a su
acompañante que rápidamente se aproximó con el coche, sin mediar
palabras lo abordó, con su rostro transfigurado por el desencanto o tal vez
odio.
Al llegar a la Posada del Turco le ordenó al chofer que se detuviera, al
ingresar se sentó junto a la ventana, ordenó una ginebra, luego otra y a la
tercera hizo dejar la botella. El comentario del mozo pasó desapercibido.
Su mirada extraviada. Empezó a preguntarse cómo uno se podía sentir
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importante en ese pueblo de mala muerte, extraviado en la llanura, pero
comprendió que ese era su mundo.
Luego su corazón dio un vuelco, hacia los recuerdos y melancolías de sus
antepasados; con un ademán se despidió de los parroquianos y se marchó.
Al llegar a su morada la orden fue averiguar todo acerca de ése plebeyo,
expresando: –esa “señorita” necesita otra clase de compañía. –El hombre de
su máxima confianza, encargado de esa misión, fue Alfredo; que no opuso
objeción alguna; al otro día ya por la tarde, sabía de quien se trataba con
varias especificaciones.
Recibió la noticia con gran interés y sorpresa; por su par que la emitía,
ya que era su hombre de confianza quien una vez más cumplía sus órdenes.
Pero el asombro fue cuando le dijo que el muchacho que acompañaba a ésa
dama, era nada más ni nada menos que su hermano mayor.
– Bueno tendré que ganar su amistad, así podré acercarme a ella.
Al llegar Claudia a su casa, se encerró en su dormitorio, y cayendo en el
abismo de sus pensamiento hacia el amor.
Junto a su prima Beatriz le dice:
– Nos cuesta aceptar que la vida es distinta y no logramos llegar a la
felicidad, pero no es fácil aceptar que la vida se nos va.
–Es verdad, – le contesta Claudia, entre “caricias y besos”, se interrumpe
unos instantes y expresa:
–Pero ya llegó o ha pasado la gran sorpresa de la vida, hacia los
apasionados caminos del amor, mira como nos encontramos.
–Las dos juntas amándonos, –respondieron ambas, Beatriz fogosa y
apasionada.
Mientras que en otro determinado sitio el Sr. Perez planeaba su
maquiavélico propósito para conquistar a Claudia, en la mañana siguiente
todo estaba listo, para su afán, realizó en los alrededores de la residencia,
una gran difusión que consistía en una gran fiesta por el festejo del
“aniversario de la aldea”, la gente sorprendida, por lo que estaba
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aconteciendo y lo que iba a realizarse el fin de semana.
Que al llegar el día tan esperado por los lugareños y sobretodo, por el
gran señor Pérez, al atardecer todo estaba listo, para que la velada fuese
sorprendente, llegado el momento los invitados comenzarían a asistir en
forma pausada.
Al despertar entrada el alba del día siguiente, salió de su casa muy
temprano, pero no dejó de pasar por la casa de su vecina y desistir un sobre
perfumado y lacrado por debajo de la puerta, el contenido de dicho referente,
era mucho más que una invitación, pero solo él lo sabía; la aceptación
produciría mucho más satisfacción, lo tomaría como un amor declarado. El
día llegó.
El propietario de la mansión estaba por bajar al recinto para recibir a los
invitados. En un momento dado la invitada se hizo presente en la velada,
colocó sus pies en el umbral de entrada; Hernán al levantar la vista, sus ojos
brillaron como dos cometas ardiendo en llamas, al acercarse para darle la
bienvenida un fuerte dolor en su pecho se hizo presente, trató de
disimularlo, a lo primero fue algo como una simple molestia y en segundos
se transformó como algo agudo; y conteniendo su mano, sus vías
respiratorias se obstruyeron, su mirada compalesiente. Ante la emoción de
su corazón que no resistió.
Los invitados corrieron para tratar de ayudar pero todo fue inútil, ya que
la muerte súbita se había adueñado de él.
Ella logró discernir lo que en esos instantes balbuceó el anfitrión, antes
de su deceso, y fue solo la palabra: “amor”.
En sí, Claudia se adueñó de esa palabra, sin poner objeción alguna. Su
hombre de confianza le pidió a la señorita, que por favor no se retirase de la
mansión, ella asintió con un gesto de consentimiento. Al llegar los médicos
personales del Sr. Hernán, los dos se retiraron al despacho, y Alfredo extrajo
un sobre, cuyo contenido era una declaración de amor, y en el interior del
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mismo otro más pequeño que él le dijo que no abriera, hasta la llegada de
los apoderados del Sr. Pérez.
Una vez confirmado lo acontecido; llegaron los facultados, ellos dos
ignoraban que estos mismos tuvieran una copia del implícito sobre; todo era
extraño, al organizar y dar comienzo a la reunión, con los testigos presentes,
que eran los empleados de la casa, se dio por comienzo a la lectura del
contenido que había en el referente pequeño. Uno de los apoderados del
difunto comenzó a redactar el memorando, que contenía la voluntad del Sr.
Hernán Pérez, consistía en que Claudia era la única heredera de la riqueza
del difunto.
Pero había condiciones de las cuales si ella violaba, todo quedaría
automáticamente en manos del Estado. Una de esas era que no podía
contraer matrimonio, ni tener hijos, de los cuales ninguno llevarían su
apellido, o distinto al del difunto. Desde ya parecía como un sueño casi
maquiavélico, porque a ella le encantaban los niños, pero nadie tenía en
cuenta que era bisexual y su pareja era su bella prima Beatriz.
Un determinado día Claudia se hallaba paseando por el parque extenso
que tenía la residencia; en un lugar determinado, ella se detuvo a la sombra
de los bellos rosedales para descansar, pero la invadió la pesadumbre de un
repentino sueño, sus ojos se cerraron suavemente, su respiración, se calmó
como agua de recipiente, su subconsciente empezó a despabilarse
repentinamente.
Las primeras imágenes fueron borrosas, luego se fueron aclarando cada
vez más, hasta lograr ver que esos cuadros eran los del difunto pretendiente,
se encontraban como Adán y Eva sudados por la intensidad y el placer del
amor a modo que si estuvieran en el mismo sitio y le expresaba: – volveré,
en lo que menos te esperas, – de repente se despertó sobresaltada, por lo
abrupto del sueño.
Rápidamente dirigió sus manos a la entrepierna y notó esa humedad
característica que produce el éxtasis de la pasión, recorrió el camino a la
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casa, allí la estaba esperando su pareja. Con una leve sonrisa cómplice ella
se acercó, la abrazó fuerte contra su cuerpo, y le contó su sueño. Beatriz le
dice:
– OH, mi dulce amada, no te preocupes, sólo fue un sueño. No te parece
raro que al faltar a escondidas a las cláusulas del testamento, aparezca este
repentino sueño –. Su prima le contesta: – no le des mayor importancia.
Al llegar la noche, con el sueño apoderado de ambas, se empezaron a
estremecer como si estuvieran entrando en un clima amoroso, pero a la vez
ése acto fue sobresaltado por la aparición del difunto que no venía a darles
nada sino a tomarles todo; era tarde, demasiado tarde para detenerse. En la
oscuridad, esa figura que las tomaba como si fuera de carne huesos, las
hacía extenuarse de placer, hasta dejarlas exhaustas en su lecho.
Al día siguiente Alfredo las encontró entrelazadas, consumidas como si
fueran dos hojas secas que van cayendo de los árboles en las tardes de
otoño.
Gustavo Alberto Rodríguez Carrizo
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