Al borde del mundo habitable. De cabañas y trazas de ausencia. “Por culpa de las nubes es imposible ver si el sol está ya sobre el monte o todavía no & estoy casi enfermo de nostalgia por verlo de una vez. (Me gustaría discutir con Dios.) L. Wittgenstein, 17-3-1937. Escrito en la cabaña de Skjolden. “Mi vida ha sido el poema que habría escrito, Pero no podía vivirlo y pronunciarlo.” H. D. Thoreau. En carta de finales de junio de 1883, Nietzsche le cuenta a Carl von Gersdorff, desde Sils Maria, en la Alta Engadina suiza: “¡Ay, cuántas cosas están aún escondidas dentro de mí y quieren convertirse en palabra y forma! ¡No hay en torno a mí silencio, altitud y soledad suficientes para que yo pueda percibir mis voces más íntimas! Me gustaría tener dinero suficiente como para poder construirme aquí una especie de cabaña ideal: esto es, una casa de madera con dos habitaciones; y para ser más precisos, en una península que se adentra en el lago de Sils, donde antaño se erigía una fortificación romana. Pues a la larga me resulta imposible vivir, como he hecho hasta ahora, en estas casas de campesinos: las habitaciones son bajas y estrechas, y siempre hay jaleo.”1 Niezsche muestra aquí – en una declaración que compendia toda la fenomenología afectiva del hombre en la cabaña: soledad, altitud, silencio, esencialidad, procura de lo íntimo por germinar- una clara disposición anacorética que nunca le abandonó. Por mucho que conozcamos sus anatemas contra lo que él mismo llamara los ideales ascéticos; tal vez escritos precisamente al modo de descargas o exorcismos frente a sus propias inclinaciones. De hecho, ya nos avisa en el Tratado Tercero de La Genealogía de la moral que los filósofos siempre han sentido una “auténtica predilección” por el ideal ascético “en su totalidad”. Razón por la cual – o frente a la cual- no cabe, pues, en este tema hacerse ilusiones2. También alcanza a entender perfectamente los objetivos finales de la tensión de extrañamiento ascético: no precisamente la mera huida del mundo, o el atolondrado abandono de la casa común y paternal, ni desde luego la desaparición; sino más bien el rasurado de todo ruido, perturbación o impedimento que se interpongan en el camino del pensador “hacia el más poderoso hacer”. Hacia la acción, diríamos, esencial: la concentración de la extrema potencia en uno mismo y para uno mismo. La ascesis no implica tanto una renuncia como el modo de lograr algo. Ello es lo que en esta toma de decisión extrema – acción que conlleva un alto índice de negatividad, como si el poder fuese antes que nada la capacidad de negar o de decir no3- sin duda se pone en juego. La tesis nietzscheana, en este punto, no puede ser más clara: “En el ideal ascético están insinuados tantos puentes hacia la independencia, que un filósofo no puede dejar de sentir júbilo y aplaudir en su interior al escuchar la historia de todos aquellos hombres decididos que un día dijeron no a toda sujeción y se marcharon a un desierto cualquiera: aun dando por supuesto que no fueran más que asnos fuertes y todo lo contrario de un espíritu fuerte. ¿Qué significa, pues, el ideal ascético en un filósofo? Mi respuesta – hace tiempo que se la habrá adivinado- es: al 1 F. Nietzsche, Correspondencia. Volumen IV, enero 1880-diciembre 1884, Ed. Trotta, Madrid, 2010, trad. Marco Parmeggiani, p. 366. 2 Cfr. F. Nietzsche, La genealogía de la moral, Tratado Tercero: ¿Qué significan los ideales ascéticos?, Alianza Editorial, Madrid, 1972, 200120, trad. de Andrés Sánchez Pascual, p. 139. 3 Nótese la ironía: serán precisamente aquéllos que se han perdido el mundo, o para el mundo, los que se dispongan a decir lo que el mundo sea, o lo que debe ser, en definitiva. contemplarlo el filósofo sonríe a un optimum de condiciones de la más alta y osada espiritualidad, - con ello no niega ‘la existencia’, antes bien, en ello afirma su existencia y sólo su existencia, y esto acaso hasta el punto de no andarle lejos este deseo criminal: pereat mundus, fiat philosophia, fiat philosophus, fiam!...(perezca el mundo, hágase la filosofía, hágase el filósofo, hágame yo.)”4 Hay, pues, una tensión adánica – que se confunde más bien con el orgullo luciferino- en esta soberanía apocalíptica. Las turbias fantasías del solitario se cumplen en la extrema voluntad de penitencia – y punición de todo lo dado-, para imaginarse como un superviviente de la catástrofe, acaso tan proyectada cuanto deseada. El último hombre pasa a convertirse, por ello, en una suerte de Robinson, que –gracias al naufragio del todo- experimenta las sensaciones al fin como por primera vez. Esto es lo que ya le demandaba Van Gogh a la pintura, y lo que confirma Heidegger delante de los famosos zapatos de labriego del holandés: que la lengua que poetiza no es la de todos los días, la lengua común repetida y ya dicha desde siempre, sino una palabra que tiene el sabor de la primera vez. Así, la cosmoclastia anacorética funciona al modo de un rasurado radical que es un recomienzo y una preparación para un futuro incierto, como para poder resistir a lo que venga. En ese entrenamiento es fundamental la preocupación anticipada contra toda tendencia hacia una instalación positiva en el mundo. T. E. Lawrence, por ejemplo, lo perfila con claridad: “Mi plan es volver a mi cottage en Dorsetshire, y permanecer allí tanto tiempo como pueda resistir. No sé por cuánto tiempo. He acondicionado y amueblado el lugar como si Inglaterra fuese a hundirse bajo las olas, y yo quedase allí aislado: cottage de familia de robinsones; para ello necesito libros y discos y herramientas como para toda la vida. Sin comida, ni cama, ni cocina, ni agua, luz o energía. Tan solo un cottage de dos habitaciones y cinco acres de rododendros. He ahí la perfección, imagino.”5 Sería la despoblada perfección de un (micro)cosmos plenamente preciso, estricto, calculable y ordenado, una vez condenado el molesto mundo mismo: “Cuando yo have done with the world – escribe Wittgenstein-, habré creado una masa amorfa (transparente), y el mundo, con toda su complejidad, se quedará a un lado, como un cuarto trastero nada interesante. (O quizá sea mejor decir: todo el resultado de todo el trabajo es dejar a un lado al mundo. (El arrojar el mundo entero al cuarto trastero.)”6. O, tal como sugiere Sloterdijk, en conclusión igual de tremenda respecto a la actividad filosófica, “para poder determinar el mundo en sus rasgos básicos, hay que poseer ya la experiencia de su negabilidad”7. El poder filosófico como una fuerza de destrucción o, aún más: la aniquilación como motor del pensar. Si bien, ¿hablamos realmente de voluntad de negación o únicamente de la capacidad de mantener las distancias? El pensador o el artista ha de ser más bien un ser de fronteras, habitante del límite, por utilizar una expresión enraizada en nuestra tradición de pensamiento. El retraído, el apartado al margen es el que tiene el poder de mirar de lejos. El solitario en la cabaña se aparta, efectivamente, de la familiaridad y la experiencia del trato cotidiano, pero únicamente para poder observar desde la debida distancia las cosas y los hombres – las cosas de los hombres-. Desde esa perspectiva - que en sentido nietzscheano determina también poder- puede con su mirada abarcar una amplitud inmensa; también retenerla en su imagen con acrecentada 4 F. Nietzsche, La genealogía de la moral, ed. cit., p. 140. (Las cursivas pertenecen al original). Cfr. “T. E. Lawrence at Clouds Hill. Compiled from Lawrence’s correspondence by Jeremy Wilson”, in http://www.telawrencestudies.org/telawrencestudies/service_years/clouds_hill.htm (Consultado el 10 de abril de 2011. La traducción es nuestra). 6 Ludwig Wittgenstein, Aforismos. Cultura y valor, Espasa-Calpe, Madrid, trad. de Elsa Cecilia Frost, p. 44. 7 Peter Sloterdijk, Extrañamiento del mundo, Pre-textos, Valencia, 1998, trad. de E. Gil Bera, p. 224. 5 potencia. De hecho, de esta manera el mundo se ha vuelto para él convocada lejanía, tal vez incluso – casi- una quimera: he ahí el poder de la poesía, también él aniquilante: al citar la rosa mallarmeana, ésta ha desaparecido; tuvo que desvanecerse para que el verso se hiciese. “La mirada de la poesía – apunta Massimo Cacciari en la estela de Blanchot- mide siempre la ausencia de su objeto. La palabra del solitario es pues ficción, ya que expresa una realidad ausente, finge la presencia del ausente. O mejor, el ausente es el poeta, en la medida en que finge (plasma, construye, ritma) dicha ausencia.”8 Lo que la soledad del refugio en la cabaña acoge y congrega no es, pues, otra cosa que este amor último, o por lo último: amor de ausencia, amor a un vacío que desde ese fondo se revela apertura total. Porque un hombre que piensa o trabaja al cabo siempre está solo, como notara ya Thoreau9. Esa misma vocación de escribir, y no otra cosa, en definitiva, llevará al escritor americano a vivir en la cabaña al lado del lago de Walden. Y es lo que le permite concentrar allí todas sus energías. La escritura es una huida en que se busca el refugio de un pensamiento por encima del mundo, esto es: integrado en la única compañía, “dulce y beneficiosa”, de la naturaleza. “Mi casa- escribe Thoreau de su cabaña- tenía realmente su sitio en esa parte retirada del universo, pero siempre nueva y no profanada”10. En todo caso, la cabaña misma enfatiza, desde su tosquedad, su impenetrabilidad o su aislamiento, que ella es más que nada un espacio vital o existencial, antes que discursivo, o libresco. Habría que ponderar este fuerte compromiso existencial justamente en lo que tiene de resistencia al textualismo característicamente moderno (y todavía más: posmoderno) y a la neutralidad objetivista de la mayor parte de las corrientes hermenéuticas de nuestro tiempo, con el estructuralismo a la cabeza, pero no solo. Conviene siempre recordar aquello que Wittgenstein apuntara en una nota del año 46: la grandeza o pequeñez de una obra depende de donde esté quien la hizo. El mismo rigor arquitectónico del refugio es su sentido de principio: hay que tomar como orientación la necesidad lógica más rigurosa, más evidente, más sencilla. Lo superfluo oscurece y desorienta. La forma lógica debe ser un puro reflejo de la estructura de los hechos en su desnudez primitiva, rústica, originaria. La cabaña como manifestación primera y como esencia del verbo habitar. “La cabaña – ha sugerido Bachelard- es la soledad centrada”11. Es en la simplicidad más familiar donde habremos de ver el esplendor que nos maravilla. Al modo de los viejos pensadores de las escuelas de la antigüedad – de esto también es consciente Nietzsche-, el habitante en la cabaña trata de resituar su palabra o su discurso en una irreductible forma de vida que lo ha engendrado y cuidado. O, más bien: que lo engendrará y cuidará. Pues, como también notara Nietzsche, todo el poder ascético ha de concentrarse en la creación de las condiciones más favorables para alcanzar el objeto de deseo de ser (otro). Hay aquí una actividad que afecta al espacio, al cuerpo, al gesto mismo de la persona y su situación concreta. Sobre todo si asumimos, parafraseando a Wittgenstein, que el acto del pensamiento es, realmente, trabajar sobre uno mismo, al modo de lo que acontece en la arquitectura: trabajar sobre o a partir de la propia percepción, sobre la manera en que uno ve las cosas, y lo que uno demanda de ellas. Y, como el pensador vienés confesó a Maurice 8 Massimo Cacciari, Soledad acogedora. De Leopardi a Celan, Abada, Madrid, 2004, trad. de Carolinia del Olmo y César Rendueles, pp. 23-24. 9 Cfr. H. D. Thoreau, Walden, Cátedra, Madrid, 2005, ed. y trad. De Javier Alcoriza y Antonio Lastra, p. 180. 10 Ibid., p. 136. 11 Gaston Bachelard, La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, México, 1965, trad. de Ernestina de Champourcin, p. 63. Drury, “no hay nada comparado con la dificultad de ser un buen arquitecto”12. Es una exigencia muy próxima a la que sugiere un Thoreau – si se nos permitewittgensteiniano13: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentarme solo a los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, y para no descubrir, cuando tuviera que morir, que no había vivido”14. El mero hecho de procurar vivir la vida de uno se convierte también en una cuestión de poder. Pues el anhelo de independencia a que responde la cabaña remite, sin duda, a una de las más importantes cuestiones que plantea la vida moderna – en el sentido, por ejemplo, en que lo pensara Simmel-. Deriva del intento del individuo precisamente por preservar su autonomía e individualidad frente a las fuerzas sociales que tratan de supeditar el sujeto a lo colectivo, a cualquier totalidad abstracta, a la cultura, la tradición, la técnica, el ajetreo (in)mediático15. El solitario en su morada, en su actitud contemplativa, se enfrenta a la triunfante sociedad de producción característicamente burguesa. La cabaña se erige así en la tensa dialéctica de la intimidad contra el universo. Lugar en cierto modo de confrontación heroica con la existencia, ámbito de la honestidad y la desconfianza frente a las representaciones. Por tanto: espacio en primer lugar de la lucha potencial con el lenguaje. Monólogo. Existe para el caso todo un despliegue de acciones ya pautado por la tradición estoico-platónica, que interesó – como sabemos- al último Foucault: el estudio, el examen en profundidad, la lectura, la escucha, la atención, el dominio de uno mismo – incluso, como apuntamos, la lucha contra uno mismo-, la indiferencia ante las cosas indiferentes, la terapia de las pasiones, el cumplimiento de los deberes más simples y cotidianos, la rememoración de cuanto es beneficioso. Se produce, de este modo, un incremento cualitativo de la afección y la sensibilidad. Singularmente de la capacidad de atención y de escucha, intensificadas por la continua vigilancia y alerta de la consciencia sobre uno mismo; de la constante tensión espiritual. Cada vez que contemplamos una cabaña sentimos en cierto modo la memoria de estas acciones. Ella es, propiamente, el recuerdo de una acción; tal vez – como decíamos- suprema. Su propia extranjería, la de una morada que es, por decir así, la última palabra de la soledad, la vincula con la voluntad de un pensamiento rememorante: “Lo cierto – escribe Massimo Cacciari- es que, apenas se comienza a padecer la soledad, la memoria entra en juego”16. Es posible, entonces, que los hombres habiten las cabañas para estar solos; pero ello también equivale a estar lleno de recuerdos: a no poder olvidar. Una cabaña, efectivamente, delimita la inmersión en un centro onírico, o legendario17. Verdaderamente un fondo de fuerzas. Ella es un proyector potentísimo de imágenes. Cabaña como estancia de lo inmemorial, como una gran cuna. En su regazo o arraigo la vida – en la época, justamente, del desarraigo técnico- se guarda protegida, encerrada. Cualquier niño lo sabe. También lo sabían los anacoretas, Flaubert, Strindberg o el Bosco: esta concentración de energía imaginativa puede llegar a constituir una condena, 12 Cfr. Rush Rhees (ed.), Ludwig Wittgenstein: Personal Recollections, Basil Blackwell, Oxford, 1981, pp. 121-122. 13 Se sabe que el vienés conocía y admiraba los diarios del ensayista norteamericano. Cfr. Paul Widjefeld, Ludwig Wittgenstein: Architect, Thames & Hudson, Londres, 1994. 14 Henry David Thoreau, op. cit, .p. 138. 15 En palabras de Heidegger: “Fuera, puede uno volverse una ‘celebridad’ en un abrir y cerrar de ojos mediante los periódicos y las revistas. Este es siempre el mejor camino para que el querer más propio caiga en una mala interpretación y vaya a parar rápida y completamente en el olvido” (cfr. “Paisaje creador: ¿por qué permanecemos en provincia”, en esta misma publicación). 16 Massimo Cacciari, op. cit., p. 11. 17 Cfr. Gaston Bachelard, op. cit. , p. 61. pues la soledad alimenta, incuba, hace hervir peligrosamente la imaginación y las pasiones18. El propósito ascético, en palabras de Nietzsche, puede “producir perturbaciones espirituales de toda índole, ‘luces interiores’, (…), alucinaciones de sonidos y formas, voluptuosos desbordamientos y éxtasis de la sensualidad”19. Sólo que, como se nos dice, donde nace el peligro, crece también la salvación, sobre todo para un sujeto volcado en la actividad creativa, cuando todo el inconsciente se muestra excavado, turbado y crecido por ese baño de abismo imaginario. No es extraño que, a menudo, se busque la purificación de las aguas. El espejo limpio y tranquilo de una laguna vecina en que el paisaje ofrece su profunda serenidad imperturbable al contemplador. El lago actúa como un ojo interior que dibuja un cielo invertido para el sueño del reposo. Nada mejor que las aguas para remansar las caóticas pulsiones del inconsciente. En el lago, modelo de visión pura o absoluto del reflejo, la lejanía toda del mundo se recoge en su representación. A través de él el universo es, efectivamente, contemplado y, a su vez, comprendido: representado. Podría decirse que, en la superficie del lago, el mundo, al fin, culmina: es su representación20. Nietzsche, asimismo, sabe, pues lo desea desde su propia precariedad corporal, de las implicaciones evidentes e inmediatas que el ideal ascético tiene con respecto a la dimensión más orgánica de la naturaleza. Con él, a través de él, se promete una libertad que Rilke llamaría de lo abierto, o en lo abierto, y Thoreau lo salvaje. Del orden de un imaginario situado más allá incluso de las imágenes meramente humanas. En la amplitud de lo lejano, otra vez. Aquel espíritu claro, en el aire puro, libre, seco, que va – como quien dice- de vuelo. Danza y salto de los pensamientos de altura, en su altura. Libertad del animal, libertad animal que también Knut Hamsun identificaba con una suerte de estremecimiento de naturaleza pánica: “El bosque entero estremecíase en una vibración pánica: relinchos de brutos, sensuales llamadas de pájaros, indudables e incomprensibles signos de seres y cosas…”21. Pero lo abierto, bien lo sabe el Heidegger lector de Rilke, no es otra cosa que una inminencia en cierto modo inescrutable. Aquello respecto a lo cual no podemos hacer otra cosa que (des)esperar. Convertirnos en ávidos lectores de signos, perseguidores de todo tipo de revelaciones arbitrarias, inquietas o inesperadas, siempre ambiguas. Pues, para el habitante de la cabaña, gran codificador, “nunca faltan indicios: las mareas, la hierba, que casi se acuesta sobre el suelo a ciertas horas; el canto de los pájaros, las flores que se abren y cierran, el verde de las hojas, unas veces brillante y otras mate…”22. Lo abierto es – por seguir los términos heideggerianos- la contrada: lo que, con mayor o menor ímpetu, arriba o adviene a la contra. Pero aquello, en definitiva, con que nos comprometemos siempre que pensamos. Para alcanzar esto, a veces es necesario transformar drásticamente la vida en uno. Volverse –justamente- contra los hábitos de uno mismo. Escapar del peligro de la “inmersión hedonista y la empatía artificial” (Heidegger) por medio de un esfuerzo severo: “Sólo el trabajo abre el espacio para esta efectiva realidad de la montaña”, escribe el pensador de la Selva Negra. Buscar el desapego, la autodisciplina con 18 No hay más que ver el Trípitico de San Antonio, en el Museo Nacional de Arte Antiga de Lisboa, con el santo buscando protección en su cubil, y orando impotente – ante un Cristo por lo demás igual de indefenso y anémico- en medio del aquelarre que su propia imaginación ha despertado. 19 F Nietzsche, La genealogía de la moral, ed. cit., p. 170. 20 Cfr. Gaston Bachelard, El agua y los sueños, Fondo de Cultura Económica, México, 1978, trad. de Ida Vitale, p. 59 y ss. Y también las hermosas consideraciones que detalla Thoreau, a la vista de la laguna Walden (Walden, ed. cit,, pp. 225-226). 21 Knut Hamsun, Pan, Aguilar, Madrid, 1972, trad. de Alfonso Hernández Catá, p.60. 22 Ibid., p. 65. violencia y severidad, hasta alcanzar tal vez –avisa Nietzsche- “la crueldad consigo mismos, la automortificación rica en invenciones”23. Así pues, la construcción de ese improbable yo puro, fuerte y liberado, exige también otra destrucción, entonces, más allá de la del mundo: la superación del yo más conocido y tratado, del más próximo y, por ende, más querido. Ludwig Wittgenstein, en su cabaña volcada sobre el fiordo de Skjolden, sabía de esta exigencia que afecta sin remedio a la vida. La vida concreta de uno mismo, continuamente puesta por él en entredicho. Y, al tiempo, de sus extremas complejidades; los sinuosos pliegues o los barrocos espejismos en que la simulación hace fuerza con la debilidad y las resistencias o argucias del ego. No hay más que leer los fragmentos de sus diarios allí escritos, en el año 1937. Por ejemplo cuando apunta, situándonos de nuevo ante un problema que es de relaciones de poder, y de perspectiva: “Está bien tener un ideal. Pero ¡qué difícil le resulta a uno no querer interpretar su propio ideal! ¡Sino verlo en la distancia en que está! Sí, ¿es eso siquiera posible, - o habría que volverse o bien bueno o bien loco por ello? Esa tensión, si el ser humano la captara plenamente, ¿no habría o bien de destruirlo o bien de llevarlo a todo?”24 La ácida reflexión sobre el examen de sí mismo se repite, en el pensador vienés, con una obstinación casi musical: “Nada es tan difícil como no engañarse”, registra en una nota de 1939. Hablamos aquí de una modificación que entraña una apuesta máxima, en que a veces se compromete y pone literalmente la vida. Una acción dirigida a transformar en uno mismo la manera de vivir y, por tanto, de ver el mundo. Pues la principal preocupación del autor en su cabaña no consiste tanto en elaborar un sistema filosófico, o una serie específica de imágenes, textos o sonidos, sino, antes que todo eso – en una anterioridad que es fenomenológica- , en producirse al producirlos. En organizar la vida entera, el cuerpo propio tanto como el espacio-tiempo circundante – circunstantecon el único objeto de que ello sea posible. No tanto informar - o informarse- como formarse. Como los viejos ejercicios espirituales, no es una nueva teoría lo que aquí está en juego, sino precisamente eso: ejercicios de (auto)conocimiento donde la búsqueda de la verdad transita, en sentido nietzscheano, hacia un crecimiento de potencia. Por medio de la filtración constante de las representaciones: examinarlas, controlarlas y seleccionarlas. Esto es: una práctica, una actividad, un trabajo en relación primeramente con uno mismo, sobre uno mismo: ascesis del yo, ética del (auto)dominio25. Otros lo llamaron arte de vivir. “Vivir con profundidad y absorber toda la médula de la vida, vivir de manera tan severa y espartana como para eliminar cuanto no fuera la vida” (Thoreau)26. O, en palabras foucaultianas, cultivo o técnicas del yo, el dominio y la inquietud: el examen continuo de uno mismo (le souci de soi) que articula una relación 23 F Nietzsche, La genealogía de la moral, ed. cit., p. 149. L. Wittgenstein, Movimientos del pensar. Diarios, en Diarios. Conferencias, Vol. II, Biblioteca de Grandes Autores, Gredos, Madrid, 2009, trad. de Isidoro Reguera, p. 266. (Los subrayados pertenecen al original.) 25 Cfr. sobre esto Pierre Hadot, Ejercicios espirituales y filosofía antigua, Ed. Siruela, Madrid, trad. de Javier Palacio, 2006; y también, del mismo autor, Goethe y la tradición de los ejercicios espirituales, Ed. Siruela, Madrid, trad. de María Cucurella Miquel, 2010. Como apunta Hadot: los ejercicios espirituales forman parte de nuestra experiencia; deben ser ‘experimentados’. En este sentido no son solo productos del pensamiento, sino, por decir así, de la totalidad psíquica del individuo, que englobaría tanto el pensar propiamente como la imaginación, la sensibilidad y la voluntad. El objetivo: ejercer uno mismo sobre sí un poder que nada limita ni amenaza. 26 Walden, ed. cit., p. 138. Y también: “Hoy en día hay profesores de filosofía, pero no filósofos. Sin embargo, es admirable profesarla porque una vez fue admirable vivirla. Ser un filósofo no es sólo tener pensamientos sutiles, ni siquiera fundar una escuela, sino amar la sabiduría y vivir de acuerdo con sus dictados una vida de sencillez, independencia, magnanimidad y confianza. Es resolver ciertos problemas de la vida, no sólo en la teoría, sino en la práctica.” (H. D. Thoreau, op. cit., p. 71). 24 bien curiosa de uno mismo consigo: la de una cosa – exterior a sí- que está a la vez en posesión de uno y ante sus ojos, que es y no es uno mismo27. En este compromiso, que es el de la subjetivación, un pacto nunca saldado entre el sujeto de la enunciación y el sujeto de conducta, se enredan dos conceptos básicos en la construcción del pensar occidental: el concepto de verdad y el del propio sujeto: “El sujeto que habla se compromete, en el momento mismo en el que dice la verdad, a hacer lo que dice y a ser sujeto de una conducta que une punto por punto al sujeto con la verdad que formula”28. En este sentido, la actividad creativa o cognoscitiva que en el refugio se realiza no debe situarse solo en la dimensión del conocimiento, sino en la del yo y el ser, o aún más: en la de la conversión que afecta a la totalidad de la existencia; la que modifica el ser de aquellos que la llevan a cabo, para tratar de alcanzarse o poseerse a sí mismos, y convertirse en lo que verdaderamente habrán de ser y nunca han sido. Nietzsche lo vio claro: el sacerdote ascético es la encarnación del deseo de ser-de-otro-modo, y de estaren-otro-lugar. Es en verdad el grado sumo de ese deseo29. No un espíritu utópico, ciertamente, sino más bien alotópico. El ideal regulativo de esta experiencia sería aquello – demasiado hermoso para ser probable, demasiado idílico para ser creíble- que el mismo Hadot sugiere: el gran relato de salvación prometida por la senda ascética: pasar “de un estado inauténtico en el que la vida transcurre en la oscuridad de la inconsciencia, socavada por las preocupaciones, a un estado vital nuevo y auténtico, en el cual el hombre alcanza la consciencia de sí mismo, la visión exacta del mundo, una paz y libertad interiores.”30 He aquí todo eso que Nietzsche considerara el estado de hipnotización total en que desean sumirse aquellos que, cansados de la vida – demasiado cansados incluso para soñar-, no desean más que su propia aniquilación o vaciamiento. El hipnótico sentimiento de la nada sería la llamada que los rige, y a la que algunos llaman Dios. Este sería el acceso a un estado de felicidad. Y de descanso. Hamsun lo ha descrito, en alguna ocasión, con todo su fulgor y, al tiempo, sus sombras psicoanalíticas: “¡Benditos sean la vida, la tierra, el cielo y hasta mis enemigos! En todo cuanto hay de bueno en el paisaje y en el pensamiento se diluye mi alma, impulsada por un optimismo infinito que la mejora; si en este minuto de plenitud se llegase hasta mí el más enconado de mis adversarios, me arrodillaría sonriendo ante él y le anudaría los cordones de sus botas…”31. 27 Nos referimos, naturalmente, al último Foucault: Historia de la sexualidad. Vol. 3: la inquietud de sí, Siglo XXI, Madrid, 1987. Cfr., también, Michel Foucault, Hermenéutica del sujeto, Ediciones de la Piqueta, Madrid, 1994, trad. de Fernando Álvarez-Uría. 28 Michel Foucault, Hermenéutica del sujeto, ed. cit., p. 101. 29 F. Nietzsche, La genealogía de la moral, ed. cit., p. 156. 30 Pierre Hadot, Ejercicios espirituales y filosofía antigua, ed. cit., p. 25. 31 Knut Hamrun, Pan, ed. cit., p. 149.