LA INVASIÓN YANQUI Y LOS NIÑOS HÉROES

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LA INVASIÓN YANQUI
Y LOS NIÑOS HÉROES
Una de las páginas más heroicas, aunque trágica, de la
Historia de México, es la que escribieron con su sangre los Niños
Héroes de Chapultepec. Es inconcebible que en algunas escuelas, de
todos los niveles, algunos profesores, se atrevan a negar la existencia
de aquellos mártires de la Patria, que cayeron abatidos por las balas del
invasor yanqui, dejando un enorme vacío, tanto en la historia de nuestra
patria, como en la mente y el alma inocente de sus alumnos.
Por otra parte, un gran escándalo han desatado unos dizque
artistas, que se han atrevido a profanar la memoria de estos grandes
héroes, en aras de sus prácticas estériles, supuestamente artísticas.
Son dignos de recibir el apoyo del payaso de la tele, que vive y lucra del
escándalo, sin mantener su dignidad ni su palabra.
Es comprensible que el actual imperio mundial, los EEUU,
con su presidente a la cabeza, festejen la Batalla de Puebla, el 5 de
Mayo,
cuando
los
mexicanos
lucharon
y
derrotaron
a
los
intervencionistas franceses, pero ocultan la injusta, ilegal y bárbara
invasión que hicieran a México ellos, los yanquis, en su afán
imperialista y expansionista, por la cual despojaron a México de la mitad
de su territorio.
Lo que es incomprensible, pues, es que algunos individuos
mexicanos actúen de acuerdo a las consignas de este moderno imperio
y oculten, minimicen o hasta nieguen la epopeya de los Niños Héroes
de Chapultepec. Sea, pues, este ensayo, un homenaje a la memoria de
tan grandes héroes.
Además, entre los personajes de la historia oficial, pocos
son los que merecen el honor de ser llamados héroes, y que sus
nombres sean escritos con letras de oro en los recintos oficiales. Entre
ese escaso y selecto grupo de mexicanos merecen un lugar destacado
Los Niños Héroes de Chapultepec.
Entre 1846 y 1848, el gobierno y el ejército gringos
invadieron injustamente a México y lo despojaron de más de la mitad de
su territorio. Los mexicanos defendieron de manera heroica y libraron
muchas batallas contra el invasor, tanto en el norte del país, como en
sus costas, principalmente en Veracruz, y finalmente en la capital de la
República.
Entre estas batallas, nos ocupa la de Chapultepec.
Chapultepec sobresale ante la planicie del Valle de México,
y por la naturaleza de su topografía, era un punto que tenía su
importancia en la organización general de la defensa de la ciudad. Una
tradición militar consideraba a Chapultepec como la llave de la ciudad.
Y era cierto que venía a ser, a su modo, y con la menguada técnica de
que se disponía, un baluarte que era necesario forzar para que el cerco
en torno de la ciudad quedase estrechado.
No era una fortaleza inexpugnable. Tampoco un punto
insignificante que los invasores yanquis desdeñasen antes de entrar en
la Capital. El ejército defensor levantó varias fortificaciones, parapetos
alrededor del alcázar, que disponía de dos obuses de montaña y de
ocho cañones de variado calibre.
El Gral. Nicolás Bravo era el comandante del lugar, teniendo
por segundo al Gral. Mariano Monterde, que fungía como director del
Colegio Militar. La tropa disponible, entre soldados regulares y cadetes,
era de ochocientos treinta y dos hombres, según parte rendida al final
por el propio Gral. Bravo, distribuidos al pie del cerro, en las
inmediaciones del bosque y en los distintos puntos de la eminencia.
Desde el amanecer del día 12 de septiembre de 1847,
comenzó el cañoneo yanqui. Cumplía su misión el fuego de la artillería
gringa, no sólo causando estragos, sino provocando también la
respuesta mexicana, que a su vez se constituía en objetivo.
Desgraciadamente, la concentración de soldados en la parte
superior del cerro y en el edificio, dio por resultado que muchos
perecieran sin haber tenido la oportunidad de combatir. La artillería de
Chapultepec contestó el fuego con mucha precisión y acierto. Los
ingenieros trabajaban incansablemente en reparar los estragos de los
proyectiles enemigos. El jefe de la sección de ingenieros era Don Juan
Cano y el comandante de artillería Don Manuel Gamboa.
El bombardeo fue terrible. Comenzó poco después de las
cinco de la mañana y no cesó hasta las siete de la tarde.
Amaneció el nefasto día 13 de septiembre. Desde que
apareció la primera luz, el bombardeo comenzó con más vigor que el
día anterior, pues las baterías enemigas se habían reforzado con
algunos cañones más. Poco después de que principió el cañoneo, se
escucharon los ruidosos “hurras” de las fuerzas invasoras, y las
columnas de ataque comenzaron a moverse con el mayor orden,
siguiendo las directrices de sus jefes.
Durante la noche anterior, el General Santa Anna, que había
venido con un fuerte número de tropas, estableció 1,500 hombres
dentro del bosque guarneciendo la gran barda que va hacia el camino
de Tacubaya; con 500 hombres, un hornabeque que se había
construido en el puente de Chapultepec; puso una columna de 400
hombres fuera del bosque al costado izquierdo de Chapultepec, dando
su frente en la dirección de Casa Mata, y apoyando la cabeza en un
fuerte parapeto que con anticipación se había construido.
El resto de las tropas desplegadas en batalla con la derecha
frente a la puerta de Chapultepec y el frente hacia el sudeste, se
extendía hacia la garita de Belén paralelamente al acueducto. Pero ni a
lo que impropiamente llamaban los americanos castillo, ni a las obras
accesorias de defensa, mandó un solo soldado de refuerzo.
Las tropas americanas procedentes de Molino del Rey,
conducidas personalmente por el General Pillow y cubiertas por un
batallón de cazadores desplegados en tiradores, penetraron en el
bosque y atacaron desde luego por el lugar menos protegido, y que sólo
era defendido por 80 hombres. Al mismo tiempo la brigada Cadwalader
avanzaba por fuera del bosque en la dirección de la calzada de la
Verónica. La resistencia fue tenaz, mas después de un cuarto de hora
de combate, los soldados mexicanos se vieron obligados a retroceder, y
lejos de replegarse hacia la cúspide del cerro como se les había
prevenido, se dispersaron por todo el bosque, aunque sin dejar de
hacer fuego sobre sus contrarios.
La cortadura fue tomada a costa de algunos hombres, y los
americanos prosiguieron su ataque dirigiéndose al pie del cerro; a
media falda de este se encontraba alguna tropa mexicana, que con
mayor bizarría y denuedo trabó combate. La fuerza que guarnecía la
obra levantada en el ángulo de las dos rampas, lo rompió igualmente,
con tan buen éxito, que las columnas de ataque se vieron obligadas a
detenerse, desplegaron y rompieron un fuego mortífero, pero sin lograr
que retrocedieran los defensores. El campo se cubrió de cadáveres;
hombres heridos caían por todas partes, y el mismo General Pillow
recibió dos balas que lo pusieron instantáneamente fuera de combate.
El General Pillow, aunque herido gravemente, se hacía
conducir en hombros
a la cabeza de sus tropas, haciendo
desesperados esfuerzos para impulsarlas nuevamente al ataque. No
pudiendo conseguirlo y comprendiendo lo crítico de su situación,
despidió a todos sus ayudantes, uno tras otro, hacia el cuartel general
en solicitud de refuerzos, porque habiendo hecho entrar en línea todas
sus tropas, carecía de la reserva necesaria para dar un nuevo impulso
al combate.
Pocos instantes después penetraron en el bosque las
columnas pertenecientes a la división Quitman, y marchando a paso
veloz comenzaron a entrar en línea a la derecha de las fuerzas ya
empeñadas, extendiéndose hacia el interior del bosque por todo el
camino de cintura que rodea el cerro. Una parte de ella rompió
inmediatamente sus fuegos sobre los soldados mexicanos que
defendían la barda del sur, los que viéndose atacados por la espalda,
perdieron la moral y comenzaron a desbandarse a pesar de los
esfuerzos de sus valientes jefes y oficiales.
Con tan poderosos refuerzos, el ataque yanqui cobró nuevo
vigor, y los invasores prosiguieron su marcha ascensional hacia la
cúspide del cerro, arrollando cuantos obstáculos se les ponían, y no sin
dejar marcado su camino con numerosos muertos y heridos.
Los restos de la pequeña guarnición que cubría la obra del
ángulo de las rampas, se replegaban poco a poco y sin dejar de batirse,
hacia la cumbre del cerro, a la altura y en el mismo orden que lo hacían
las que ocupaban la falda occidental de la posición.
Al notar el General Santa Anna la multitud de dispersos que
se agrupaban hacia la puerta del bosque, y al escuchar que el
nutridísimo fuego de fusilería se iba acercando a la cima del cerro, se le
ocurrió mandar un batallón de menos de 400 plazas en auxilio de las
fuerzas nacionales que con tanta desventaja se estaban batiendo. Se
lanza, pues, en columna, a paso veloz, con el arma embrazada al
heroico batallón de San Blas con su bravo jefe a la cabeza, el Coronel
Santiago Felipe Xicoténcatl; sube a la primera rampa en medio de una
espesa lluvia de proyectiles; llega a la glorieta del ángulo y,
repentinamente se encuentra a medio tiro de pistola de las tropas
enemigas que en el acto rompen un fuego mortífero; al mismo tiempo
es recibido de igual manera por otras fuerzas que quedaban al flanco
izquierdo de su columna.
El bravo batallón no se desconcierta por eso, despliega en
batalla a su frente sus dos primeras compañías, las restantes forman en
batalla a la izquierda y todos rompen el fuego. Aquella heroica tropa no
llegaba en el momento de la victoria, sino en el del sacrificio por la
patria. En pocos minutos fue destruida, y su intrépido coronel cayó en
medio de los cadáveres de sus soldados, envuelto en los sangrientos
paños de su bandera.
Desde ese momento los invasores no encontraron obstáculo
alguno. La división Pillow por el oeste del cerro, y las tropas de Quitman
por el sur, prosiguieron su marcha hasta la cumbre, y cuando entre el
humo y el polvo del combate comenzaron a ser vistos por los heroicos
alumnos del Colegio Militar, rompieron estos también su fuego,
vitoriando a la Patria y vitoriando a su Colegio, y sin que en uno solo se
notara la más mínima muestra de vacilación, sino por el contrario, el
arrojo y la decisión de los más aguerridos veteranos.
Aquellos rostros juveniles, en los que pocos minutos antes
se veía todavía la atrayente y simpática sonrisa de la juventud, se
habían
transformado,
y
con
la
mirada
torva,
las
facciones
descompuestas por la ira y los labios ennegrecidos por la pólvora de
sus cartuchos, descargaban sus armas sobre los más espesos grupos
de sus adversarios. No pareciéndoles suficiente el daño que su certero
fuego producía en las filas contrarias, armaban la bayoneta dirigiendo
ansiosas miradas a sus oficiales, como solicitando la orden de marchar
de frente hasta cruzar el acero con los enemigos de la patria.
Ante el
alud de los invasores, cuya vanguardia estaba
formada por una compañía del Regimiento de Nueva York, el resto de
la tropa y los alumnos del Colegio Militar hicieron los últimos fuegos, en
defensa del pabellón mexicano.
Allí cayeron gloriosamente Juan de la Barrera, Agustín
Melgar, Juan Escutia, Fernando Montes de Oca, Francisco Márquez y
Vicente Suárez, y muchos más cayeron heridos; pero aquellas bajas,
lejos de enfriar sus ánimos, acrecentaba su valor. En ese instante las
fuerzas yanquis se habían detenido, asombradas de tan tenaz
resistencia, y las minas que se les habían preparado estaban
materialmente cuajadas de soldados, los alumnos que esto observaban,
gritaban desesperadamente: “Las minas”, “¿Qué sucede con las
minas?” “¡Que les prendan fuego
a las minas!” Pero las minas
permanecieron mudas, nuevas tropas reforzaron el ataque y algunos
instantes después, vencedores y vencidos fluían por la parte norte del
cerro en medio de la más espantosa confusión, disparándose a
quemarropa unos con otros y blandiendo la bayoneta con terrible
actividad.
En medio de aquel desorden un grupo de yanquis seguían
de cerca a los alumnos Suárez y Márquez, y les exigían su rendición.
Los cadetes respondieron con un firme “no” y dispararon sus armas,
dejando en tierra a dos invasores. Una lluvia de balas cayó en el acto
sobre ellos.
Los alumnos, mezclados con algunos bravos soldados
mexicanos, bajaron rápidamente el cerro por su parte norte, penetraron
en el jardín botánico, y formando sus armas en pabellones, esperaron,
llenos de cólera, que se les hiciera prisioneros de guerra. No podían
salvarse ya, pues la puerta del bosque y todo su perímetro estaban en
poder del enemigo. En esos momentos la Bandera mexicana era
sustituida por el pabellón de las barras y estrellas en lo más alto del
edificio.
Tomado Chapultepec, el general Santa Anna, con el grueso
de sus tropas, entre las que la mayor parte no habían disparado un solo
tiro, se plegó a las garitas de Belén y San Cosme.
Los cadetes del Colegio Militar escribieron una página de
heroísmo y de limpieza que nada podrá borrar. Y todo buen mexicano,
no los ayancados, siente ante su memoria una emoción lúcida, en la
que se mezclan sentimientos, recuerdos y vivencias que nada las podrá
empañar.
Juan de la Barrera, era teniente
de
ingenieros
y,
habiendo
concluido ya su carrera, prestaba
sus servicios en el Batallón de
Zapadores.
Tenía
19
años
cuando murió en su puesto,
desempeñando la comisión del
servicio de fortificaciones. Cayó
en el hornabeque que era parte
de
la
fortificación
que
se
encontraba a la entrada de la
calzada que del Bosque va a
Juan de la Barrera nació en la ciudad de México por el año
de 1827, siendo sus padres el señor Ignacio María de la Barrera,
entonces Oficial 3º. De la Secretaría de Guerra y Marina, y su esposa la
señora Josefa Inzáurruga de la Barrera.
De su padre heredó un gran amor patrio, pues consta en
documentos oficiales que su padre fue un ardiente patriota y caluroso
panegirista del Plan de Iguala de Don Agustín de Iturbide, y su amor a
la independencia lo animó a gastar de su peculio, para comprar
manifiestos que repartió en los cuarteles de la capital, tratando de
convencer a las tropas de que debían seguir el camino de la libertad de
México. Esta arriesgada labor, a pesar de los peligros que acarreaba, la
pudo realizar con todo entusiasmo, inculcándole a su pequeño vástago,
el deseo de servir a la patria con desinterés y buena voluntad.
Y así, cuando su hijo Juan apenas tenía trece años de edad,
dio su consentimiento para que ingresara en el Colegio Militar y
abrazara la carrera de las armas.
El 15 de febrero de 1841, según consta en la lista de revista
correspondiente, el joven Juan de la Barrera fue dado de alta como
alumno de ese distinguido plantel, y por su acción decidida y servicial
que prestó en el movimiento llamado de la Regeneración Política, fue
ascendido a subteniente supernumerario de artillería, con fecha 18 de
diciembre de ese mismo año, pasando a prestar sus servicios, con su
nueva categoría, a la Primera Brigada del arma que radicaba en la
capital, y en la que por el cumplimiento esmerado de sus funciones y la
exactitud en su servicio, quedó como subteniente efectivo a partir del 13
de enero de 1843.
El rutinario servicio del cuartel y de la plaza comenzó a
hacer tediosa la vida de este joven oficial, toda energía y toda acción, y
deseoso de mejorar su cultura y formar parte del Cuerpo de Ingenieros,
el 16 de noviembre de 1843 solicitó pasar, agregado al Colegio Militar,
para seguir los estudios facultativos. Se le contestó de conformidad el
día 20 de noviembre. El 1º. de diciembre siguiente tuvo su alta
nuevamente en el histórico plantel, como oficial en instrucción.
El aprovechamiento en sus estudios, que demostraba una
gran voluntad y un sincero deseo de progreso lo llevó a obtener la
distinción de subteniente alumno del Colegio, el 30 de enero de 1845.
Al año siguiente se inició la invasión yanqui a México,
ataque que llevó, probablemente al espíritu de este joven paladín, el
deseo irresistible de batirse contra los enemigos que hollaban el
territorio nacional. Pronto se vieron realizados sus deseos, pues el 11
de agosto de 1847 obtuvo la baja en el plantel, para pasar al
Regimiento de Ingenieros con el empleo de teniente, faltándole pocos
meses para terminar sus estudios facultativos en el arma de ingenieros.
No tuvo tiempo de incorporarse a su nuevo destino, pues
cuando recibió su oficio correspondiente, que fue en los últimos días de
agosto, ya estaba ocupado, por orden del general Monterde, Director
del Colegio Militar en los trabajos de la organización defensiva del punto
de Chapultepec, resultando así, más importante su permanencia en el
Colegio que en su corporación, la cual estaba destrozada casi en su
totalidad, debido a la terrible derrota sufrida en el campo de Padierna,
los días 19 y 20 de ese agosto.
Destinado a construir un hornabeque, en el punto donde se
unían las calzadas de Chapultepec y Tacubaya, precisamente para
cerrar esta última, trabajó en la creación de esa obra de fortificación con
una tenacidad digna de mejor suerte, y el 13 de septiembre de 1847,
después de batirse allí heroicamente, sufriendo el terrible bombardeo y
el vigoroso asalto de las tropas yanquis, murió en su puesto atravesado
por las balas enemigas.
Su amor a la patria y su deber de soldado le obligaron a
permanecer en su puesto y a resistir estoico las furiosas acometidas de
las columnas atacantes, encontrando una muerte gloriosa, aquel día
trágico, cuando apenas contaba con 20 años de vida.
Por su corta edad y por su comportamiento heroico, su
nombre ha quedado escrito con letras de oro en las páginas de la
historia del Cuerpo de Ingenieros Militares, y en las de la vida del
Colegio Militar como arquetipo de la gallardía y del honor militar.
Agustín Melgar contaba 18 años, y
se
le
tiene
por
originario
de
Chihuahua. No era ya alumno del
Colegio por haber sido dado de baja
al no asistir a una revista, el 4 de
mayo del propio años de 1847; no
pertenecía pues, al Colegio; pero
cuando supo que sus compañeros
estaban en peligro y su plantel iba a
ser atacado y ellos se aprestaban a
defender el alcázar, quiso ocupar su
viejo puesto. Se le dio uniforme, arma
y municiones.
Hizo frente a los invasores parapetado tras los colchones del
dormitorio, en la sala central, haciendo uso de su certero fusil, hasta
quedar inutilizado por los balazos y heridas de bayoneta que recibiera,
todas muy graves y de cuyas resultas, y en medio de los más
espantosos dolores, sucumbió dos días después en el hospital que en
el propio alcázar improvisaron los norteamericanos. La bravura de
Agustín Melgar despertó una viva simpatía y admiración en muchos
oficiales yanquis, que sabían respetar la gallardía de los opuestos.
Fernando Montes de
Oca, tenía 17 años. Fue
muerto cuando saltaba de una
ventana hacia las llanuras de
Anzures, a fin de reunirse con
los
demás
cadetes
que
habían bajado, al recibir la
orden en ese sentido. Su
cadáver permaneció insepulto
durante tres días.
Vicente Suárez, nació en
la ciudad de Tacubaya, D. F., en
la casa número 32 de la calle de
la Santísima, y fue bautizado en
la parroquia de la Candelaria.
Era hijo de don Juan José
Suárez y de doña Gertrudis
María Flores. Se anota como
fecha de su nacimiento el 6 de
mayo de 1830, tenía 17 años
cuando murió.
El Ing. Ignacio Molina asegura que Suárez pertenecía a
la
segunda compañía, por su pequeña estatura, y que era de los más
niños del Colegio. Su inmolación tiene caracteres especiales, de
espartana grandeza militar. Estaba de centinela al pie de la escalera
principal del Colegio, cuando la avalancha yanqui se precipitó contra él.
La ordenanza le mandaba no ceder el punto, sino hasta ser relevado
del puesto; pero al cabo de cuarto, que era Miguel Miramón, en el fragor
de la lucha, se le olvidó la suerte del pequeño centinela, cuando se les
ordenó bajar al Jardín Botánico, y este no dio un paso atrás.
Abandonado, solo, replegados sus compañeros, sin más compañía que
su arma, vio llegar a decenas de enemigos disparando y con la
bayoneta calada, nada de lo cual lo inmutó.
Con su voz de adolescente marcó el obligado “¡Alto ahí!”,
que fue su última expresión articulada. Resuelto a todo, disparó su
arma contra el enemigo más cercano: un negro del regimiento de
Nueva York que cayó muerto. Otro negro fue atravesado por su
bayoneta, pero no pudo hacer más: la multitud le rodeaba y le acosaba,
y era imposible toda supervivencia. Su cuerpo, cubierto de heridas, se
desplomó a poco.
La lucha que sostuvo el cadete Vicente Suárez fue
presenciada por José T. Cuéllar cuando este iba saltando del Castillo al
cerro por el lado del mirador (oriente) para ir a reunirse en el Jardín
Botánico con sus demás compañeros.
Juan Escutia, En lo más
recio del ataque, cuando los
americanos
se
disponían
a
ascender por las rampas oeste y
sur del cerro, todos los alumnos
fueron
mandados
cuando
el
Capitán
formar,
y
Domingo
Alvarado, que estaba al frente de
las dos compañías formadas por
los
alumnos,
los
arengó,
exhortándolos a sacrificar sin
vacilación sus vidas en aras de
la Patria.
Cuando ya los alumnos se disponían a tomar el sitio que se les
había asignado, un coronel, ayudante del general en jefe, llegó
precipitadamente con una orden verbal para que los alumnos bajaran al
pie del cerro, por el lado oriente del mismo. Así lo hicieron todos,
inmediatamente, y sólo permanecieron ocho, con autorización del
propio Capitán Alvarado, defendiendo la parte del mirador, (al lado
oriente del edificio).
Al ir bajando Escutia por el lado oriente, que es el más
escarpado, fue muerto por las balas de los invasores. Su cuerpo fue
encontrado entre las peñas, acribillado, porque fue de los últimos
alumnos en bajar por el escarpado lado oriente.
Juan Escutia había nacido en Tepic, Nayarit, en el año de
1830. Fueron sus padres don Antonio Escutia (vizcaíno) y doña María
Martínez, (de Casas Grandes, Chihuahua).
Francisco Márquez, era
el más joven de los alumnos, tenía
apenas 15 años. Fue acribillado
también en el lado oriente. Se
supone que venía bajando, como lo
habían hecho ya sus compañeros, y
que al descubrirlo desde lo alto los
yanquis, que acababan de asaltar el
castillo, le tiraron con sus rifles
traspasándolo en diversas partes de
su cuerpo.
Aunque el gran historiados jalisciense Luis Páez Brotchie, no tuvo
la certeza de encontrar la fe de bautizo, no cabe duda de que Francisco
Márquez nació en Guadalajara, pues en su solicitud de ingreso en el
Colegio Militar, fechada el 14 de enero de 1847, expresó que no
enviaba su acta de bautismo por encontrarse “en la parroquia de la
ciudad de Guadalajara”.
Al caer Chapultepec en poder de los yanquis, los alumnos
fueron hechos prisioneros en la parte de abajo, en el Jardín Botánico,
que se encontraba al lado oriental del cerro. Poco después fueron
puestos en libertad. La lista de los alumnos prisioneros se conserva en
el archivo del Colegio:
“Director General graduado don José Mariano Monterde.
Contuso. Prof. de Mecánica, Capitán Francisco Jiménez. Capitán
Domingo Alvarado. Tenientes: Joaquín Argáis, José Espinosa y
Agustín Peza.
Tenientes de ingenieros: Miguel Alemán, Agustín y Luis Díaz.
Subtenientes de alumnos: Miguel Poncel, Amado Camacho, Luis
Manuet y Pignacio Peza.
Alumnos: Ignacio Molina, José Cuéllar, Agustín Romero (herido),
Manuel Covarrubias, Bartolomé Díaz León (herido), Andrés Mellado
(herido), Lorenzo P. Castro, Ignacio Camarena, Ignacio Ortiz, Esteban
Zamora, Manuel Arellano, Carlos Bejarano, Luciano Becerra, Carlos
Caballero, Andrés Melgar (herido), Ignacio Valle, Santiago Hernández,
Isidro Hernández, Francisco Hernández, Francisco Lazo, Pablo Banuet,
Antonio Sola, Sebastián Trejo, Luis Delgado, José Páez de León,
Feliciano Contreras, Luciano Montes de Oca, Adolfo Unda, Manuel
Díaz, Francisco Morel, Vicente Herrera, Onofre Capelo, Magdaleno Ita,
Miguel Miramón.
Total cuarenta y nueve
México 28 de septiembre de 1847. Mariano Andrade, rúbrica. Vo.
Bo. Mariano Monterde, rúbrica”
Parafraseando al General Sóstenes Rocha podemos
exclamar ante los modernos apátridas: ¡Gloria eterna a las valientes
tropas que sucumbieron en ese día nefasto! ¡Gloria a las valientes
tropas mexicanas que defendieron la libertad contra el injusto invasor
yanqui! ¡Y baldón para los ignorantes e irresolutos jefes que no
supieron conducirlas! ¡Y baldón para los muy modernistas que no
defienden la libertad de México y afrentan la memoria de los héroes!
Por: José Antonio Rolón Velázquez
LOS NIÑOS MÁRTIRES DE CHAPULTEPEC
Fragmento
Como renuevos cuyo aliños
un viento helado marchita en flor,
así cayeron los héroes niños
ante las balas del invasor.
allí fue. Los sabinos, la cimera
con sortijas de plata remecían;
cantaba nuestra eterna primavera
su himno al sol; era diáfana la esfera,
perfumaba la flor…¡y ellos morían!
Allí fue… Los volcanes en sus viejos
albornoces de nieve se envolvían;
perfilando sus moles a lo lejos;
era el valle una fiesta de reflejos,
de frescura, de luz…¡y ellos morían!
Allí fue… saludaba al mundo el cielo
y al divino saludo respondían
los árboles, la brisa, el arroyuelo,
las rosas con su olor…
y ellos morían!
Morían cuando apenas el enhiesto
botón daba sus pétalos precoces,
privilegiados por la suerte en esto:
que los que aman los dioses mueren presto
¡y ellos eran amados de los dioses!
¡Sí, los dioses, la linfa bullidora
cegaban de esos puros manantiales,
espejos de las hadas y de Flora,
y juntaban la noche con la aurora,
como pasa en los climas boreales!
Los dioses nos robaron el tesoro
de esas almas de niños que se abrían
a la vida y al bien cantando en coro!
………………………….
Allí fue… la mañana era de oro,
septiembre estaba en flor… ¡y ellos morían!
Amado Nervo
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