Gonzalo Vial: epílogo José Joaquín Brunner∗ Dos páginas enteras ha dedicado ya el ex Ministro y columnista habitual de este diario, don Gonzalo Vial, a esquivar una simple y básica cuestión planteada por mí. Cual es, cómo garantizar una adecuada formación superior para aquellos alumnos que ingresan a universidades donde el único requisito de entrada es el pago del respectivo arancel de matrícula. Esquivar significa: evitar, rehusar, retraerse, excusarse. Precisamente lo que hace mi contradictor. En vez de responder a la cuestión de fondo, polemiza. Y polemizando se va por las ramas. Pareciera más interesado en el ruido de la disputa (¡cómo gritan sus letras mayúsculas!) que en la suerte de estos alumnos. Sobre las encrucijadas polémicas—“en las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza o una oreja menos”, según decía don Quijote—hay tres cosas que aclarar. Primero, insiste nuestro columnista en la necesidad de probar científicamente el aserto de que la mayoría de los alumnos con bajos puntajes en la PSU, que ingresan a la universidad, se inscriben en instituciones privadas. ¿Para qué tanto esfuerzo? Basta con mirar las tablas publicadas anualmente por I.N.D.I.C.E.S., o bien, en sentido contrario, observar como se distribuye el subsidio-AFI, que indica donde se matriculan los estudiantes con mejores puntajes. En realidad, es un asunto de mera lógica: mientras las universidades del Consejo de Rectores exigen un puntaje mínimo de ingreso, las demás universidades—salvo contadas excepciones o para carreras específicas—ofrecen su vacantes sin restricciones. El segundo asunto que agita el espíritu polémico de don Gonzalo es la desequilibrada repartición de los dineros fiscales entre las universidades del Consejo de Rectores y las instituciones privadas. Agitación sin destino, sin embargo, porque no va acompañada de alternativa alguna. Por mi parte, he venido proponiendo modificaciones a nuestro régimen de financiamiento de la educación superior desde hace ya tiempo, como quedó reflejado en un extenso reportaje de La Segunda del día 21 de enero pasado. Columnista que no lee el propio diario donde él escribe queda expuesto a este tipo de desaciertos. Por último, mi contradictor querría polemizar—sin encontrar contrincante en este punto—sobre la necesidad de fortalecer a las instituciones privadas que ofrecen carreras cortas directamente orientadas al campo laboral. Concordamos en este punto. En suma, tenemos frente a nosotros tres encrucijadas polémicas que, en realidad, no son tales. La primera se desvanece por ser ∗ Profesor Escuela de Gobierno, Universidad Adolfo Ibáñez; Director del Programa de Educación, Fundación Chile de suyo evidente que en este asunto el ex Ministro está mal informado. La siguiente por cuanto ha quedado polemizando consigo mismo, incómoda situación que pudo evitarse con solo hojear La Segunda. La tercera por estar ambos de acuerdo. En cambio, continuamos sin saber la posición del ex Ministro frente al asunto de fondo; esto es, como garantizar la calidad de la formación de aquellos alumnos que ingresan a instituciones con baja o ninguna selectividad académica. Yo he propuesto: más transparencia e información (por ejemplo, sobre el destino de los graduados y sus ingresos); pronta acreditación de estas instituciones y sus carreras; adecuación curricular y de los métodos de enseñanza para responder a las especiales necesidades formativas de estos alumnos; cursos de nivelación, compensatorios o remediales. ¿Qué responde don Gonzalo (y que Dios lo perdone por pensar mal)? Que yo sería “estatista” mientras él cree en la libertad de enseñanza. ¡Vaya! ¡Qué fácil sería la vida si todo pudiera ser clasificado así, en blanco y negro, malos y buenos, como en los cuentos infantiles! Pero si hablamos en serio, ¿cómo resolvería, entonces, el ex Ministro el desafío de la calidad formativa en el tipo de instituciones de que venimos hablando? Pues, fíjese usted, él mismo declara que “existen y se practican numerosas formas para abultar aquellos puntajes ‘promedios’ o ‘más bajos’” de los alumnos que son admitidos en las universidades. Llama a estas prácticas, con sorprendente benevolencia, “diabluras”. ¿Y por qué no suponer que estos ardides y engaños podrían extenderse a otros sectores de la gestión universitaria? ¿No podrían verse tentadas algunas instituciones a practicar otras numerosas formas de abultamiento en la calificación de exámenes, la promoción de sus alumnos, el cobro de matrículas y el otorgamiento de grados y títulos? Mercados con grandes asimetrías de información—como ocurre con el de la educación superior—son propensos a generar estas “diabluras”, en desmedro de la parte menos informada, los alumnos, que fácilmente pueden ser engañados—estafados, en el límite—por este tipo de maquinaciones. De allí nace también la necesidad de regular estos mercados, para proteger el interés público y el de quienes se hallan expuestos al riesgo de engaño. Preocupa a mi contradictor que las instituciones privadas tuvieran que asumir el costo de cumplir con las regulaciones y de atender a los derechos del consumidor (sus alumnos). ¿Pero acaso no es esto, justamente, lo que cabe esperar y deben hacer las empresas e instituciones en un país civilizado? ¿O acaso el negocio de la educación superior podría consistir en abaratar el servicio y sus costos hasta alcanzar el punto de equilibrio entre las “diabluras”, por un lado, y la desinformación de los que pagan (los alumnos y sus familias), por el otro? De ser así, como tan gráficamente dice nuestro columnista habitual, “sería el colmo absoluto del tupé, digámoslo más claramente, de la frescura más auténtica”. ¡No podría yo haberlo dicho mejor!