1 Homilía de FLORENTINO VILLANUEVA, C. M. en la Misa

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Homilía de FLORENTINO VILLANUEVA, C. M. en la Misa-funeral
(Boletín Informativo de la Provincia de Madrid, Enero-Mayo 2003, Nº 266)
Q
ueridos hermanos de Comunidad, queridas hermanas María y Áurea y sobrinos
del P. José Avendaño Ramos, hermanos todos los que nos acompañáis hoy en
esta Eucaristía de funeral por el descanso eterno de nuestro hermano José, tan
conocido y querido en esta Parroquia-Basílica de la Virgen Milagrosa.
“Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si cae y
muere, da mucho fruto”. Estas palabras que acabamos de leer en el Evangelio, las
pronunció Jesús en Jerusalén cuatro días antes de morir en la cruz. Hijo de Dios como
era, por nosotros y por nuestra salvación bajó del cielo, se encarnó y nació de la Virgen
María y se hizo hombre. Para llevar a cabo la misión que le trajo a la tierra, anunció el
Reino de Dios, predicó el evangelio de la misericordia y del amor, eligió a los apóstoles
y los preparó para continuar su obra. En señal de su compasión redentora y de su
condición de Mesías, hizo numerosos milagros: curó a los enfermos, dio vista a los
ciegos, limpió a los leprosos. Y lo que es más, perdonó a los pecadores y liberó de
esclavitud a los poseídos del diablo. Resumiendo su vida en una sola frase, San Pedro
dirá el día de Pentecostés que “Jesús pasó por la tierra haciendo el bien”.
Jesús sabía, sin embargo, que para culminar su misión de salvar a la humanidad,
le era necesario pasar por el dolor y la muerte. Porque era humano y porque así estaba
profetizado. Por eso lo anunció con la metáfora que hemos oído: “Si el grano de trigo
no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si cae y muere, da mucho fruto”. Y así
fue, en efecto: crucificado, muerto y sepultado en la tierra como el grano de trigo,
Jesús surgió del sepulcro, como una espiga nueva, resucitado a la vida gloriosa por el
poder de Dios.
Estas palabras que Jesús dijo de sí mismo iluminan la vida y la muerte de todo
cristiano, porque, a continuación de su anuncio, añadió: “Al que me sirva, mi Padre le
premiará, y donde estoy yo, allí también estará mi servidor”.
En concreto, podemos aplicarlas a nuestro querido hermano José, sacerdote de
Cristo y misionero. A este propósito, lo mejor que de él podemos decir es que fue un
humilde, leal y fiel servidor de nuestro Señor Jesucristo. Unido a Él por el bautismo y
por una fe sincera, consagradas sus manos con el óleo santo de la confirmación y de la
ordenación sacerdotal, se mantuvo fiel a Cristo y a la Iglesia durante sus ochenta años
largos de su vida. Alimentaba su fe con la Eucaristía, mantenía su intimidad con Dios
Padre, con la Virgen María por medio de la oración personal; irradiaba su unión con
Cristo por la delicadeza y la amabilidad, la sencillez y la humildad con que trataba a
todos. Sin duda, lo más admirable para quienes le hemos conocido y amado, es la
paciencia y la conformidad con que ha llevado su enfermedad, pero, sobre todo, tenía
un don de almas en el sacramento de la Penitencia. Ha sido para muchas personas, la
expresión concreta y clara del Dios de la misericordia que ha derramado en contacto
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con las personas que venían a sus pies a pedirle el perdón y la gracia de este
sacramento admirable, expresión del Dios que nos ama y nos perdona.
Todo esto significa que, a lo largo de su vida, el P. José ha acumulado en su
corazón un cúmulo invisible de méritos delante de Dios; lo mismo que el grano de trigo
acumula bajo su frágil cascarilla el germen capaz de transformarse en espiga llena de
vida. Ahora bien, para que todo ese tesoro invisible de su fe cristiana y de sus obras
llegara a su plenitud, era necesario que también este misionero, como grano de trigo,
como Jesús nuestro Salvador, cayera en tierra y muriera. Y nos ha sorprendido su
muerte repentina, pero también es un don de Dios que, después de haber ofrecido la
Eucaristía en esa tarde, se presentara ante Dios con sus manos llenas de buenas obras,
con los ojos fijos en el Belén que acababa de decorar para la enfermería.
No hay duda que la tónica general que el P. José Avendaño ha ido derramando
en los diversos destinos como misionero, ha sido la servicialidad y la disponibilidad en
todo lo que se le pedía, sin poner ninguna dificultad. Su artística mano decoraba con
sus pinturas las casas donde era destinado. Desde La Orotava, en la Isla de Tenerife, su
primer destino, pasando por Baracaldo, Manzanares, Andújar, Burgos..., y en esta Casa
Central donde se ha hecho notar por su sonrisa, pero, sobre todo, por su sencillez y su
disposición en atender a todo el que a él acudía. En todos estos destinos se esforzó en
la formación de los jóvenes aspirantes a ser misioneros.
Dejando para otra ocasión que la Parroquia dedique otro día de oración, quiero
hacer sobresaltar, antes de terminar, la fidelidad a la vida de oración en la Comunidad,
dejando su ejemplo contagioso entre muchos jóvenes a los que dedicó la mayor parte
de su vida sacerdotal.
La confesión y la dedicación a los enfermos ha sido la tónica dominante durante
los últimos años que ha gastado en esta Parroquia-Basílica de la Virgen Milagrosa. Y
con la misma sencillez vivió su amor a la Santísima Virgen María en esta Basílica, bajo
la advocación de la Medalla Milagrosa. A esta Madre de todos los hombres le
encomendamos hoy a nuestro hermano José, fiel discípulo de su querido Hijo
Jesucristo.
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