Los Judíos Deciden Matar a Pablo

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Capítulo 47
Los Judíos Deciden Matar a
Pablo
Cuando los principales sacerdotes y
gobernantes presenciaron el efecto que tenía el
relato de lo que había experimentado Pablo, se
sintieron movidos a odiarle. Vieron que predicaba
audazmente a Jesús y realizaba milagros en su
nombre; multitudes le escuchaban, se apartaban de
las tradiciones y consideraban a los dirigentes
judíos como matadores del Hijo de Dios. Se
encendió su ira y se reunieron para consultarse
acerca de lo que convenía hacer para aplacar la
excitación. Convinieron en que la única conducta
segura consistía en dar muerte a Pablo. Pero Dios
conocía su intención, y envió ángeles para que lo
guardasen, a fin de que pudiese vivir y cumplir su
misión.
Conducidos por Satanás, los judíos incrédulos
pusieron guardias que velasen a las puertas de
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Damasco día y noche, a fin de que cuando Pablo
pasase por ellas pudiesen matarlo inmediatamente.
Pero Pablo había sido informado de que los judíos
procuraban su vida, y los discípulos le bajaron
desde la muralla en una canasta, y de noche. Al no
poder así cumplir su propósito, los judíos se
avergonzaron e indignaron, y el propósito de
Satanás fue derrotado.
Después de esto, Pablo se fue a Jerusalén para
unirse a los discípulos; pero éstos le temían todos.
No podían creer que fuese discípulo. Los judíos de
Damasco habían procurado quitarle la vida, y sus
propios hermanos no querían recibirle; pero
Bernabé se hizo cargo de él y le llevó a los
apóstoles, declarándoles cómo había visto al Señor
en el camino y que en Damasco había predicado
valientemente en nombre de Jesús.
Pero Satanás estaba incitando a los judíos a
destruir a Pablo, y Jesús le ordenó que dejase a
Jerusalén. En compañía de Bernabé, fue a otras
ciudades predicando a Jesús y realizando milagros,
y muchos se convertían. Al ser sanado un hombre
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que había sido cojo de nacimiento, la gente que
adoraba a los ídolos estaba por ofrecer sacrificio a
los discípulos. Pablo se entristeció y les dijo que él
y su colaborador no eran sino hombres y que el
Dios que había hecho los cielos y la tierra, el mar y
todas las cosas que en ellos hay, era el único que
debía ser adorado. Así ensalzó Pablo a Dios delante
de la gente; pero a duras penas pudo refrenarla. En
la mente de esa gente se estaba formando el primer
concepto de la fe en el Dios verdadero, así como
del culto y honor que se le debe rendir; pero
mientras escuchaban a Pablo, Satanás estaba
incitando a los judíos incrédulos de otras ciudades
a que siguiesen a Pablo para destruir la buena obra
hecha por él.
Estos judíos excitaron a aquellos idólatras
mediante falsos informes contra Pablo. El asombro
y la admiración de la gente se transformó en odio,
y los que poco antes habían estado dispuestos a
adorar a los discípulos, apedrearon a Pablo y lo
sacaron de la ciudad como muerto. Pero mientras
los discípulos estaban de pie en derredor de Pablo,
llorándolo, con gozo lo vieron levantarse, y entró
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con ellos en la ciudad.
En otra ocasión, mientras Pablo y Silas
predicaban a Jesús, cierta mujer poseída de un
espíritu de adivinación, los seguía clamando:
"Estos hombres son siervos del Dios Altísimo,
quienes os anuncian el camino de salvación." Ella
siguió así a los discípulos durante muchos días.
Pero esto entristecía a Pablo; porque esos clamores
distraían de la verdad la atención de la gente. El
propósito de Satanás al inducirla a hacer eso era
crear en la gente un desagrado que destruyese la
influencia de los discípulos. El espíritu de Pablo se
conmovió dentro de sí, y dándose vuelta dijo al
espíritu: "Te mando en el nombre de Jesucristo,
que salgas de ella;" y el mal espíritu, así
reprendido, la dejó.
A sus amos les había agradado que clamase
detrás de los discípulos; pero cuando el mal
espíritu la dejó, y vieron en ella a una mansa
discípula de Cristo, se enfurecieron. Mediante las
adivinaciones de ella, ellos habían obtenido mucho
dinero, y ahora se desvanecía su esperanza de
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ganancias. El propósito de Satanás quedó
derrotado; pero sus siervos apresaron a Pablo y
Silas y llevándolos a la plaza los entregaron a los
magistrados diciendo: "Estos hombres, siendo
judíos, alborotan nuestra ciudad." Y la multitud se
levantó contra ellos; los magistrados les
desgarraron sus vestiduras y ordenaron que los
azotaran. Cuando los hubieron herido de muchos
azotes, los echaron en la cárcel, mandando al
carcelero que los guardase con diligencia. Este,
habiendo recibido tal encargo, los metió en la
cárcel de más adentro, y les apretó los pies en el
cepo. Pero los ángeles del Señor los acompañaron
en esa cárcel interior, e hicieron que su
encarcelamiento redundase para gloria de Dios y
demostrase a la gente que Dios impulsaba la obra y
acompañaba a sus siervos escogidos.
A la media noche, Pablo y Silas estaban orando
y cantando alabanzas a Dios, cuando de repente se
produjo un gran terremoto, de manera que los
fundamentos de la cárcel fueron sacudidos; y vi
que inmediatamente el ángel de Dios soltó las
ataduras de cada preso. El carcelero, al despertarse
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y ver abiertas las puertas de la cárcel, tuvo miedo.
Pensó que los presos habían escapado, y que él iba
a ser castigado con la muerte. Pero cuando estaba
por matarse, Pablo clamó con fuerte voz diciendo:
"No te hagas ningún mal, pues todos estamos
aquí."
El poder de Dios convenció al carcelero. Pidió
luz, entró y fue temblando para postrarse delante de
Pablo y Silas. Luego, sacándolos, dijo: "Señores,
¿qué debo hacer para ser salvo?" Y ellos dijeron:
"Cree en el Señor Jesucristo, y serás salvo, tú y tu
casa." El carcelero reunió entonces a todos los de
su casa, y Pablo les predicó a Jesús. Así quedó el
corazón del carcelero unido al de sus hermanos, y
lavó las heridas dejadas por los azotes, y él y toda
su casa fueron bautizados aquella noche. Puso
luego comida delante de ellos, y se regocijó
creyendo en Dios con toda su casa.
Las maravillosas nuevas de la manifestación
del poder de Dios que había abierto las puertas de
la cárcel, y había convertido al carcelero y su
familia, se difundieron pronto. Los magistrados las
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oyeron y temieron. Mandaron palabra al carcelero
para pedirle que liberase a Pablo y Silas. Pero
Pablo no quiso dejar la cárcel en forma privada; no
quería que se ocultase la manifestación del poder
de Dios. Dijo: "Después de azotarnos públicamente
sin sentencia judicial, siendo ciudadanos romanos,
nos echaron en la cárcel, ¿y ahora nos echan
encubiertamente? No, por cierto, sino vengan ellos
mismos a sacarnos." Cuando esas palabras fueron
repetidas a los magistrados, y se supo que los
apóstoles eran ciudadanos romanos, los
gobernantes se alarmaron por temor de que se
quejasen al emperador de haber sido tratados
ilícitamente. Así que ellos vinieron, les rogaron, y
los sacaron de la cárcel, deseosos de que saliesen
de la ciudad.
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