Yo soY migUeL LittÍN

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Cultura
¿Quién será Miguel
Littin?, pensó
Lucía Benavides
la primera vez que
escuchó hablar del
famoso cineasta
chileno. Su posterior
sorpresa originó esta
entretenida crónica.
Yo soy
Miguel Littín
Lucía Benavides
Corresponsal de ideele
Y
o no sabía quién era Miguel Littín. Lo más interesante de conocerlo fue que él sí lo sabía, a la
perfección. En una época de identidades subjetivas,
él está seguro de ser Miguel Littín, director de cine,
chileno, hijo de Cristina y Hernán. Por eso sus relatos
son tan auténticos, tan humanos, tan comprometidos,
y por eso es muy fácil ver el mundo a través de su
cámara o sus palabras. El cine, me dijo, no es más que
un sentimiento. Miguel Littín siente, y hace películas
que son ante todo sentimientos compartidos.
Después de investigar un poco, me enteré de que ese
director tan famoso que venía a presentar su trabajo en
mi universidad había nacido en Palmilla, Chile, y que sus
padres eran de ascendencia griega y palestina. Leí que su
primera película, El chacal de Nahualtoro, había sido muy
bien recibida por la crítica, que había sido exiliado por
Pinochet, y que Gabriel García Márquez había escrito un
libro sobre él. Sin embargo, mientras lo esperaba en el
lobby de un hotel de Newton, Massachussets, dudaba si
podría reconocer tras la neblina de los años al director
joven y sonriente que me había presentado la Internet.
Cuando vi a Miguel Littín —chileno, director de
cine— caminando hacia mí, no sabía bien cómo saludarlo. Después de tanto leer, ya le había otorgado un
estatus de gigante, y no podía creer que tenía frente
a mí a ese aventurero que describía García Marquez,
ese artista comprometido que burló la dictadura de
Pinochet filmando una película en el Chile de los
ochentas, metiéndose hasta en La Moneda cuando
su nombre figuraba entre los cinco mil exiliados no
bienvenidos. Pero Miguel Littín me saludó de beso, y
cuando le conté que era peruana me habló de Barranco
y del centro de Lima, y me preguntó qué estudiaba y
por qué, y de pronto me sentí muy cómoda con ese
hombre que había sido un extraño hace tan solo unos
minutos. Y es que eso es lo que hace tan grande a Littín:
lo genuino que es, el calor humano que caracteriza
todo lo que hace.
Cenamos en el Marriot con algunos profesores y otra
alumna. Sentado entre mil banderas universitarias de la
zona y frente a una vista panorámica del Charles River,
Littín se quedó perplejo frente a la langosta entera, muy
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nº 185 / 2008
New England, que le sirvió la mesera. Y allí, en uno de
los momentos más norteamericanos de mi vida universitaria, Littín habló de Latinoamérica, del cine de nuestra
región, de las clases que dicta en Chile. Los latinoamericanos, nos dijo, somos más cinéfilos que cineastas. Yo
respondí que sí, porque los fondos y el apoyo del arte...
No, dijo Littín, es que es complicado hacer cine sobre una
región que nos presenta una identidad tan difícil. ¿Cómo
hacer un cine que sea auténticamente latinoamericano
sin caer en el folclor? ¿Cómo presentar una región que no
se decide entre ser Europa, ser indígena o ser inmigrante
porque es todas y ninguna a la vez?
Después de la cena fuimos a la universidad a ver una de las
películas de Littín: La última Luna. El cineasta la presentó
como una historia de la Palestina de su abuelita, de cuando
en ese lugar los palestinos y los judíos usaban las piedras
para construir casas y no para pelear. En lugar de filmar la
que le causó el volver… pero noté que se le cortaba la
voz cuando describía lo difícil que fue tener que fingir
ser otro en su propia casa. De pronto pasó la aeromoza
por el pasillo, y yo me empecé a poner ansiosa porque
Littín se moría de nervios a mi costado mientras las
autoridades chilenas registraban su avión.
Yo, por mi parte —me decía entre dientes—, no
podía soportar ni un minuto más la ignominia de
vivir escondido dentro del otro. Sentí el impulso de
levantarme y recibir a gritos a los revisores: “Váyanse
todos al carajo, yo soy Miguel Littín, director de cine,
hijo de Cristina y Hernán, y ni ustedes ni nadie tienen
derecho a impedirme que viva en mi país con mi propio
nombre y mi propia cara”.
Me entraron unas ganas espantosas de gritarle a alguien,
de hacer eco de las palabras de Littín y añadir mi nombre
“Váyanse todos al carajo, yo soy Miguel
Littín, director de cine, hijo de Cristina
y Hernán, y ni ustedes ni nadie tienen
derecho a impedirme que viva en mi país
con mi propio nombre y mi propia cara”.
destrucción y la guerra actual, él reconstruyó los cuentos
que había escuchado en su infancia a partir de rincones
que todavía quedaban intactos en medio de tanto caos.
Denunció el crimen de la guerra describiendo una amistad,
llena de desacuerdos pero muy fuerte, entre un palestino
y un judío argentino que había inmigrado recientemente.
Y esta denuncia es especialmente fuerte porque se basa en
su historia, nace de un compromiso con su identidad, con
su infancia, y por eso es tan genuina, tan humana.
Me despedí de Littín fuera del edificio, pero la semana
siguiente el libro de García Márquez me acompañó en un
viaje a Nueva Orleáns. En el avión me crucé nuevamente
con el cineasta, quien, disfrazado de ejecutivo uruguayo,
regresaba a Montevideo tras filmar un documental clandestino en el Chile de Pinochet. Conversamos largo rato
sobre los peligros que tuvo que enfrentar y la nostalgia
y mi nacionalidad, y de hacerles saber que me da rabia
que en este país nadie entienda lo que significa ser
peruana. Pero cuando la rubia aeromoza me preguntó
si podía recoger mi vaso me comí mis palabras y le dije
que sí, thank you very much. Littín hizo lo mismo, y entregó solemnemente su boleto de avión al controlador
chileno. Cerré el libro con resignación.
Me gustó de Miguel Littín su autenticidad, que estaba
seguro de quién era, de que su identidad —aunque complicada— lo comprometía, y que de ahí nacía la fuerza
de su expresión artística. Quizá por eso se me hace tan
fácil compartir sentimientos con él, relacionarlos con
mis propias experiencias, vivirlos a mi manera. Quizá
por eso también, cuando regresé del viaje me encontré
en la biblioteca de mi universidad preguntando: Excuse
me, do you have any movies about Chile?
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