Reina de Corazones Mr. Media Celebridad: fama, renombre. Conjunto de ceremonias, festejos y otras cosas, con que se celebra una fiesta o suceso. Persona famosa, notable, digna de atención. Pero, ¿y qué ocurre con la celebridad en un mundo globalizado, mass-mediático, con aproximadamente mil millones de receptores de televisión distribuidos a lo largo y ancho de los continentes, con CNN e información instantánea? Pues, nada, como dicen los españoles. Sólo que ahí el ceremonial es el de las imágenes; la fama de los ídolos; la pompa electrónica y el fasto un acto de masas mundial. Parece cierto, entonces, que la televisión --en sus expresiones más altas, transnacionalizadas, exitosas-- instala una nueva comunicación, una retórica universal, en medio de las sociedades. Tal sucedió durante los días de la muerte y resurrección al Olimpo medial de nuestra señora Di. Princesa del pueblo, dijo el laborista Tony Blair. La mujer más fotografiada del mundo. El Presidente de los Estados Unidos interrumpió brevemente sus vacaciones en la Viña de Marta para acompañar el duelo imperial. La primera y única princesa que ha dado su mano a un enfermo de SIDA. Sólo comparable a sor Teresa de Calcuta espetó un comentarista. La princesa progresista, en lucha contra las minas anti-personales, agregaron a coro los populistas de todo el mundo. Princesa sufriente, con el corazón quebrado. Innovadora de la monarquía, señaló el experto británico en realezas. La aristócrata anticonvencional, divorciada y liberal, agregaron ciertas feministas. Li Peng, desde Beijing, se declaró consternado. Aquí nace un mito, se apresuró en agregar el comentarista local y, con buen juicio, inscribió a la nueva estrella en el cielo de la fama junto con Marilin Monroe y Jackie Kennedy. Producto de la televisión, la Princesa murió escapando en loca carrera de su propia imagen. Entregada en vida a su audiencia, terminó devorada por ella. No faltará quien diga: fue la primera mártir en la lucha por proteger la intimidad contra los poderes intrusivos de los medios de comunicación. En todas partes del mundo los especialistas se pusieron a hablar de los límites entre lo público y lo privado; de la relación entre prensa y alcoba; del mercado de los paparazzis y el derecho a guardar para sí la imagen de uno mismo. La filosofía del tocador. Mas, ¿qué es entonces la celebridad contemporánea, la fama hertziana, la notoriedad de masas, el renombre ante la opinión pública si no un constante proceso de expropiación y difusión de la imagen transformada en mensaje? Al ídolo no se lo mide por sus obras; se lo erige como tal por la emoción que provoca su imagen; por el valor que tiene para la industria de símbolos; por la capacidad que posee de llenar páginas, horas peak de programación, eventos mediales; de crear modas; de proyectar sueños; de identificarse con el inconsciente de las masas más allá de cualquiera diferencia cultural. Que es, precisamente, lo que sucedió con Lady Di. Hasta su nombre fue un invento de los medios. Su muerte no podía ser menos. La princesa británica fallecida trágicamente bajo el Puente del Alma, en tierra francesa, por amor a un pretendiente egipcio, en medio de los retorcidos fierros de su vehículo alemán. La televisión se encargó de los demás; de escenificar adecuadamente los elementos de esta moderna tragedia. Los testigos del suceso fueron interrogados en cámara; médicos y policías franceses llegaron convocados a dar su testimonio; la empresa fabricante del automóvil aprovechó para explicar la seguridad del carro; los expertos de tránsito y transporte analizaron la estructura del túnel donde se produjo el fatal accidente; médicos de renombre expusieron los efectos del alcohol sobre la química del cerebro del conductor; los fotógrafos que comercian con imágenes de los famosos fueron puestos en el banquillo de los acusados; los dirigentes políticos aprovecharon para ponerse del lado de la humanidad; algunos connotados modistos alabaron el buen vestir de la Princesa; la televisión revivió sus pasadas entrevistas; las embajadas del Reino Unido alrededor del mundo se vieron sorprendidas por el fervor y un sentimiento popular de tristeza y adhesión. Globalmente, gracias a la CNN, el mundo vivió uno de esos pocos momentos de unidad del género humano que aún permite a los filósofos hablar de la humanidad. Gracias a Lady Di se proyectaron en la pantalla, por un instante, los mejores valores y emociones de la especie: su solidaridad en las imágenes, su compasión más allá de los abismos de clase y nación, su pluralismo de culturas y lenguajes, su nobleza en la defensa de lo íntimo, del amor sin barreras. ¡Ciudadanos, por un momento, de Alicia en el país de las maravillas! La celebridad de nuestra señora de las imágenes nos congregó así en torno a los ritos y celebraciones del imaginario global. La tribu universal se vio conmovida. McLuhan volvió por sus fueros y su sonrisa irónica es lo único que permanecerá en la pantalla, como la del gato de Cheshire, mientras todo lo demás desaparece tragado por el suave paisaje inglés.