procesos cognoscitivos implicados en el conflicto

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CUADERNOS HISPANOAMERICANOS DE PSICOLOGÍA, Vol. 8 No. 1, 91-95
PROCESOS COGNOSCITIVOS IMPLICADOS EN EL CONFLICTO
Martha Consuelo Durán García1
Universidad El Bosque
Existen diferentes definiciones del término conflicto. Frecuentemente se emplea para designar una
situación problemática que requiere solución. Las
situaciones conflictivas se pueden definir, a grandes
rasgos, como desacuerdos entre personas. Si bien
esta definición no tiene connotaciones desfavorables, muchas sociedades han dado al concepto de
conflicto un sentido negativo. En consecuencia,
algunas personas sienten angustia cuando tienen que
enfrentarse a situaciones que pueden desembocar
en un conflicto.
Coser (1956, citado por Borisoff y Victor, 1991)
incluyó el concepto de conflicto en la sociología
norteamericana al definirlo como una lucha sobre
valores y aspiraciones a gozar de una posición, poder
y recursos, en la cual los objetivos de los oponentes
consisten en neutralizar, herir o eliminar a sus rivales.
Definido de esta manera y enfatizando en los objetivos
de los oponentes, son evidentes las implicaciones
negativas que acarrea involucrarse en un conflicto.
No obstante, es preciso reconocer los aspectos
positivos presentes en toda situación de conflicto;
en algunas investigaciones realizadas en ciencia
política, en psicología social y en sociología, desde la
perspectiva conflicto-poder-estatus, la cual entiende
el conflicto como el resultado de las diferencias en
poder o estatus, se ha encontrado que la expectativa
de cambio social puede actuar como fuerza impulsadora y motivadora de cambios en las dinámicas
de estatus y en la organización del poder (Lovaglia,
Mannix, Samuelson, Sell y Wilson, 2005). En otros
términos, Thomas (1976) considera el conflicto
como un proceso que se origina cuando una persona percibe que otra ha frustrado o está a punto
de frustrar alguno de sus objetivos o intereses. En
esta misma línea se encuentra Myers (2005), quien
define el conflicto como la incompatibilidad percibida de acciones y/o de objetivos. Muchas pugnas
contienen apenas un pequeño centro de objetivos
realmente incompatibles; el problema más grande
son las percepciones equivocadas de los motivos y
objetivos de la otra persona (Forgas y Smith, 2007).
Para Deutsh (1973), el conflicto puede ser intrapersonal, interpersonal, intragrupo, intergrupo e
internacional. El conflicto intrapersonal representa
“un estado al que accede un individuo cuando está
motivado para dar lugar a dos o más respuestas
mutuamente incompatibles” (Jones y Gerard, 1967,
p.709). Son muchos los ejemplos que hay de conflicto intrapersonal; de hecho, este conflicto surge
siempre que tomamos una decisión. Con respecto
al conflicto interpersonal, una definición genérica
del mismo hace referencia a la tensión resultante
de la incompatibilidad de dar respuestas reales o
deseadas, entre dos o más entidades sociales, sean
individuos, grupos u organizaciones mayores (Raven
y Kruglanski, 1970; Anderson y Huesmann, 2007).
La mayoría de los conflictos interpersonales no
Docente, Facultad de Psicología, Universidad El Bosque. Email: [email protected]
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Martha Consuelo Durán García
son de tipo cero, es decir, aquellos en los cuales la
ganancia de uno constituye exactamente la pérdida
del otro; de aquí que se use el término conflicto cero
o juegos de suma cero.
En realidad, la mayoría de los conflictos de la
vida real caen bajo la denominación de conflicto
total no cero o conflicto de motivos variados. Como
el nombre lo indica, estos conflictos presentan un
abanico de soluciones más allá de la alternativa
perder – ganar; en otras palabras, al cooperar,
ambas partes pueden ganar; al competir, ambas
pueden perder (Baron y Byrne, 1998). El adversario en este conflicto no sólo es la otra parte, sino
también nuestros propios motivos. En el conflicto
de motivos variados, existen partes enfrentadas
con la alternativa de intentar elevar al máximo la
propia ganancia, frente a trabajar a favor de la mejor
solución colectiva; es decir, cada juego mina los
intereses inmediatos de los individuos en contra
del bienestar del grupo. En este contexto, la desconfianza, la codicia y el miedo aparecen a medida
que las partes luchan con el conflicto.
El dilema del prisionero y la tragedia de los
comunes son casos de dilemas sociales que representan ejemplos clásicos del mencionado conflicto
de motivos variados. Ambos casos llevan a la gente
a justificar su propia conducta en función de la
situación y a explicar la conducta del oponente en
función de su temperamento como un rasgo estable.
Existe suficiente evidencia de la tendencia de los
observadores a ver las acciones de los otros como
motivadas por planes internos y estables, mientras
que perciben sus propias acciones como respuestas
a exigencias situacionales (Jones y Nisbett, 1972;
León et al., 1998; Myers, 2005). Por lo tanto, al
explicar el comportamiento de los oponentes en
función de sus rasgos estables y constantes, surgen
expectativas de no cambio en el comportamiento
del oponente y se torna inminente el conflicto (Anderson y Huesmann, 2007).
Esta tendencia, que representa un error atribucional conocido con el nombre de sesgo actor
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– observador e identificado por Jones y Nisbett
(1972), nos recuerda que las atribuciones no se
realizan únicamente a partir de la información que
tenemos, sino que están mediadas por nuestras actitudes y expectativas, así como por la perspectiva
que tenemos del hecho o conducta observada (León
et al., 1998; Goethals, 2007).
Dos razones parecen explicar este error atribucional: una de ellas enfatiza en el conocimiento
que tenemos de nuestra propia historia junto con el
desconocimiento de la historia del oponente; la otra
consiste en el foco de atención. Cuando observamos
la conducta de los otros, nuestra atención se centra
en ellos. Por lo tanto, nuestras explicaciones para
estos comportamientos incluyen a la persona. En
cambio, cuando actuamos, nuestra atención está
centrada en la situación, no en nosotros mismos;
es decir, nuestra explicación para nuestro comportamiento incluye factores situacionales.
Del conflicto interpersonal
al conflicto intergrupal
Por su condición social, el hombre a lo largo de su
vida pertenece a una gran variedad de grupos, que
lo identifican socialmente e influyen en sus comportamientos, pensamientos, motivaciones, expectativas, creencias, emociones, entre otros procesos
psicológicos. Como lo señalaba Newcomb (1950),
“muchas de las condiciones más importantes que
explican la conducta individual son condiciones
de grupo” (p. 763). Por lo tanto, el pertenecer a un
grupo afecta las percepciones y los comportamientos de los miembros de dicho grupo con respecto
a otros; es evidente que en muchas situaciones las
relaciones entre las personas se deterioran cuando
éstas se consideran parte de grupos distintos.
Todo lo que acontece cuando las personas pasan a formar parte de un grupo cabe dentro de lo
que comúnmente se conoce como fenómenos de
influencia. Estos, de acuerdo con Kelman (1982)
se entienden como un “cambio de comportamiento,
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el cual resulta de la inducción proveniente de otra
persona o grupo a quien consideramos el agente
de influencia” (p.384). A su vez, la inducción se
refiere a los procesos a través de los cuales, durante
las interacciones sociales directas o simbólicas,
los individuos y los grupos forman, mantienen,
difunden y modifican sus modos de pensamientos
y de acción (Pérez y Mugny, 1988). De hecho, el
grupo es el escenario primordial de la influencia;
la inclusión de ésta ha sido constante: unas veces
como marco para la conformidad, otras para incorporar la cooperación y la competición, o para
hablar de la obediencia (Blanco, Caballero y De
la Corte, 2005).
En varios estudios de laboratorio, Insko y Schopler
(1987) han encontrado que los individuos compiten más y cooperan menos cuando se relacionan
en un contexto en el que se destaca la pertenencia
a un grupo que cuando están más centrados en el
carácter personal de su trato. Este hallazgo ha sido
llamado efecto de discontinuidad entre la conducta interpersonal y la intergrupal. La avidez, el
egoísmo y los temores con respecto a los grupos
ajenos o exogrupos, constituyen algunas razones
del efecto de discontinuidad. La competencia, a su
vez, produce hostilidad, prejuicio y sesgo entre los
grupos, estereotipos negativos sobre el exogrupo,
etnocentrismo e incremento de la cohesión grupal,
todos los síntomas del conflicto intergrupal.
Tajfel y Turner (1989) afirman que parte de
nuestra identidad se basa en los grupos a los que
pertenecemos. Tendemos a formar parte del grupo
más positivo, dado que refuerza nuestra identidad
social, y a mejorar la posición del grupo propio
en relación con los grupos ajenos. En general,
otorgamos características positivas a los grupos
propios y cargamos con características negativas
a los ajenos, lo que va constituyendo el núcleo del
conflicto (Blanco et al., 2005).
Para simplificar la complejidad social, ubicamos
a los demás, y a nosotros mismos, en categorías
o estereotipos, de tal suerte que la categorización
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es el proceso psicológico básico que subyace a la
formación de un grupo; por lo tanto, los grupos
se crean y habitan en nuestra mente antes de ser
producto del entorno.
Las diferencias de comportamiento entre las
personas categorizadas y las no categorizadas son
muy notables y fueron las que llevaron a Tajfel a
formular su idea del continuo interpersonal – intergrupal. Con ella, quería aludir a los diferentes
tipos de conducta que realizan las personas según
la situación en la que se encuentran. Una situación
fuertemente grupal produciría conducta intergrupal
estricta y, a la inversa, una situación en la que la
influencia del grupo no exista produciría conducta
puramente interpersonal. En medio de estos dos
polos extremos se ubicarían conductas intermedias,
en las que tendrían cabida, en proporciones diferentes, consideraciones grupales e interpersonales.
La categorización de personas en grupos ocasiona
consecuencias trascendentales, porque respondemos
a los demás según los estereotipos que tenemos
sobre los grupos a los que pertenecen. En otras
palabras, tener estereotipos le permite al individuo
encajar un gran número de personas en categorías
conceptuales simples, así como responder a estas
personas de un modo constante y uniforme (Mann
1995, citado por Worchel, Cooper, Goethals y Olson, 2002). Además, los estereotipos se mantienen a
través del procesamiento de información selectiva:
atención, percepción y memoria selectiva. Esto
perpetúa las creencias del individuo relativas a las
categorías sociales.
La atención selectiva no integra los aspectos
negativos de la situación ni los errores cometidos
por el grupo propio, y sí se orienta a la confirmación
de las creencias y prejuicios. La percepción selectiva o interpretación sesgada de la información se
caracteriza por codificar de forma más abstracta las
conductas negativas del grupo ajeno y justificar de
forma más concreta sus propios hechos negativos.
Además, la atención selectiva permite retransmitir
de forma más exacta los hechos de violencia come-
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tidos por los grupos ajenos y reconstruir su historia,
justificando sus propias acciones negativas.
Esta tendencia a clasificar a la gente en grupos
tiene diferentes efectos, como el favoritismo por
el grupo propio y la homogenización percibida del
grupo ajeno.
El favoritismo por nuestro grupo ocurre a través
de percepciones sesgadas y de discriminación de
los grupos ajenos: clasificar el contexto en grupos
propios y ajenos activa la motivación para competir
contra los grupos ajenos (Turner, 1987). A su vez,
se aumenta la competencia entre grupos (efecto de
discontinuidad) porque es claro que el oponente no
pertenece a nuestro grupo.
Park y Rothbart (1982) encontraron que las personas son más proclives a recordar la información
que distingue a los miembros de su propio grupo que
la información que diferencia a los integrantes de
los grupos ajenos. Este fenómeno conocido con el
nombre de efecto de homogeneidad del grupo ajeno
puede ser el resultado de contactos frecuentes con los
miembros del grupo propio que con los miembros
del grupo ajeno (Hollingshead et al., 2005)
A su vez, esta tendencia a ver los grupos de manera homogénea tiene importantes consecuencias
para las relaciones entre los miembros de grupos:
facilita la adquisición de estereotipos sobre los
grupos ajenos con base en muy poca información y
reduce las ganas de establecer relaciones con ellos,
así como las oportunidades de modificar las propias
impresiones y estereotipos.
Por lo tanto, la tendencia a considerar que los
grupos ajenos son homogéneos, aunada a la motivación por percibir los grupos propios de manera
más positiva, tiene extensas implicaciones para
el comportamiento entre grupos e incrementa las
probabilidades de conflictos. Así mismo, la polarización de actitudes y estereotipos constituye un
proceso clave que, además de las causas sociales
y/o políticas presentes, influye en el mantenimiento
del conflicto violento.
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En resumen, el estilo atribucional, la forma de
procesar la información, la necesidad de pertenecer a un grupo, son entre otros, algunos aspectos
relacionados con el surgimiento y mantenimiento
del conflicto. Por lo tanto, cualquier iniciativa de
solución del mismo debe incluir el dominio teórico
y conceptual de dichos procesos cognoscitivos.
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