teología y magisterio. un «modelo» salido del vaticano i

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JOSEPH HOFFMANN
TEOLOGÍA Y MAGISTERIO. UN «MODELO»
SALIDO DEL VATICANO I
Las sanciones y los procesos entablados contra algunos teólogos suscitan, entre otras
cuestiones, la de la concepción que se hacen teólogos y «magisterio» del trabajo
teológico y de sus relaciones mutuas. El caso de H. Küng es a este respecto
particularmente significativo. El autor, situándose en un punto de vista histórico, se
pregunta sobre el trasfondo teológico de la concepción que el magisterio (¡y no sólo
él!) se hace de su relación con los teólogos y lo que el mismo trabajo teológico debe a
las definiciones del Vaticano I y, con este hecho, a la coyuntura histórica y eclesial en
la que este mismo concilio se inscribe.
Théologie et magistère. Un «modèle» issu de Vatican I, Les quatre fleuves, 12 (1980)
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Como se ha resaltado a menudo: "Las relaciones entre la fe del creyente y la autoridad
del magisterio eclesiástico estuvieron en el centro de las reflexiones del Vaticano I. El
problema no puede estar aislado del contexto global que es el de la confrontación del
cristianismo tradicional con la cultura racionalista y burguesa. El catolicismo
contemporáneo está fuertemente marcado por las consecuencias de esta confrontación y
por las opciones del Vaticano I. La concepción de la fe, de la teología y de la Iglesia que
ha salido triunfante de la crisis ha determinado la evolución de estas tres realidades
durante la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. Las opciones del concilio
de Pío IX han tenido repercusiones sobre la crisis del modernismo y de lo que se llama
la "nueva teología", y no estuvieron ausentes de los debates que precedieron al Vaticano
II" (J. Gomes-Heras). Destacar estas opciones y reinscribirlas en la historia es, al mismo
tiempo, interrogarse sobre la posibilidad de otros "modelos" de relación entre teólogos y
magisterio.
De hecho una reflexión crítica sobre este modelo, a la vez teórico y práctico, que ha
tomado cuerpo a partir del Vaticano I, deberá tomar en cuenta no sólo la Constitución
Pastor Aeternus, que definió el primado y la infalibilidad, sino igualmente la
Constitución Dei Filius "de fide catholica" que, por lo demás, pretende dirigirse más a
los teólogos que al pueblo creyente. Inscribiéndose en un mismo contexto y
participando de un mismo clima, estos dos documentos coinciden en una común
afirmación de la autoridad como elemento decisivo de la relación religiosa. La
definición del "magisterio infalible del romano pontífice" presupone la teología de la fe
desarrollada en Dei Filius y la concepción del trabajo teológico que ésta implica, al
mismo tiempo que representa la personalización extrema de la autoridad de la Iglesia en
materia de fe, ya puesta fuertemente de relieve en Dei Filius.
I. LA INFALIBILIDAD
El Vaticano I, y muy particularmente el dogma de la infalibilidad, ha dado lugar a
innumerables estudios teológicos e históricos y suscitado intensos debates, a menudo
fecundos, como el del libro de Küng en 1970. Más recientemente ha sido relanzada la
discusión por un estudio de A.B. Hasler. Se trata de un trabajo de historiador, que se
apoya en una información considerable, en parte inédita, que tiende a volver a poner en
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cuestión las interpretaciones que llegaron a ser "clásicas" de este concilio, y con una
tesis cuyo carácter provocador indica el subtítulo del libro: "dogmatización y éxito de
una ideología". Este libro ha dado lugar a un animado debate.
Reducida a lo esencial, la argumentación de Hasler puede resumirse así: 1) La
definición de la infalibilidad no se explica más que por la presión y las ma niobras del
Papa y de la Curia. 2) En el mismo concilio se impidió todo debate verdadero y se
asistió a lo que es preciso considerar como una manipulación de la historia, es decir del
dato de la Escritura y de la tradición. 3) La sumisión de la minoría, una vez conseguida
la definición, no se explica más que por las presiones romanas y el temor del cisma, y
no fue realmente sincera, como lo revelan los esfuerzos hechos para interpretar el
dogma en un sentido aceptable. 4) La historiografía católica del Vaticano I es, de ahora
en adelante, prisionera de este dogma, de suerte que no ha podido o querido hasta hoy
revelar todo lo que allí pasó.
Para Hasler, y es su conclusión al mismo tiempo que el núcleo de su tesis: lo que ha
pasado es "el ejemplo-tipo de la dogmatización y del éxito de una ideología", siendo la
ideología definida como "doctrina que no tiene fundamento en la realidad, y a cuya
existencia, difusión y mantenimiento están unidos intereses sociales". Que se tratase
realmente de una ideología no lo pone en duda desde el momento que se considera la
contradicción que existe entre la doctrina de la infalibilidad y la realidad de los hechos
históricos, la manera con la que este dogma ha sido impuesto y se mantiene, así como el
papel práctico que representa en la vida de la Iglesia: da certeza y seguridad. Por otra
parte esta interpretación se confirmaría por el hecho de que se pueden volver a encontrar
a propósito de este dogma todos los rasgos característicos de la ideología: la pretensión
de la verdad total, el ocultamiento de la realidad empírica, mecanismos de pensamiento
no puesto al día, procedimientos de inmunización contra la crítica.
En realidad se trataría incluso de una "meta- ideología": de la ideologización de una
ideología. "La teoría de la infalibilidad del magisterio papal es, con la infalibilidad por
otra parte nunca definida de la Iglesia, de algún modo el principio formal del
catolicismo. El creyente reconoce la infalibilidad en sus puntos esenciales, no ya en tal o
cual doctrina, sino en el conjunto del edificio doctrinal. La infalibilidad papal llega a ser
la última piedra del sistema doctrinal. El cerrojazo es perfecto".
Cualesquiera que sean las críticas de las que puede ser objeto esta "contra-historia" del
Vaticano I, como la definición de la ideología que él establece, Hasler ha tenido el
mérito, aunque no sea el primero, de mostrar que la teología no puede dispensarse de
interrogarse sobre las condiciones históricas de una definición dogmática y de plantear
la cuestión del papel y funcionamiento de un dogma en la vida de la Iglesia. La empresa
es tanto o más necesaria cuanto que se trata, en este caso, de un dogma que tiene un sitio
muy particular en el seno del "sistema" dogmático católico (puesto que lo que se
encuentra definido como verdad, es la competencia particular de una autoridad eclesial
de decir la verdad y de imponerla como verdad), y cuanto que a partir de las
definiciones del Vaticano I y en referencia a ellas se ha impuesto la concepción que se
hizo "oficial" del trabajo teológico y de las relaciones entre teólogos y magisterio.
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II. EL CLIMA DE UN TIEMPO
Aunque es verdad que antes del siglo XIX los papas reivindicaron y ejercieron ya, con
diversa suerte, una autoridad particular en materia de doctrina y disciplina, se puede
decir que la promoción repentina de la idea de infalibilidad, y luego su definición,
representan un "hecho nuevo del siglo XIX". Y no se puede comprender el hecho de
esta definición más que en referencia a su entorno teológico, filosófico, político y
cultural.
Sería, pues, preciso mostrar cómo los movimientos nacidos de la Revolución sirvieron
de impulso al papado, y analizar este fenómeno tan amplio y tan complejo del
ultramontanismo que se ha desarrollado a partir de la mitad del siglo XIX: sus
fundamentos filosóficos y culturales, los grupos sociales y fuerzas políticas en los que
se apoya, los resortes, en particular de lo imaginario, puestos en práctica, los elementos
de su corpus ideológico, al mismo tiempo que su carácter indiscutiblemente popular.
Al comenzar la crisis, interior y exterior, en la que la Iglesia se precipitó, especialmente
en Europa, a continuación de la Revolución, ésta arrastró el hundimiento de la Iglesia
galicana y de la Reichskirche (iglesia del imperio) alemana, con su conc iencia muy viva
de la estructura episcopal de la Iglesia. A la pérdida de poder económico y político, que
representa para ellas la secularización de sus bienes, se añade la desaparición de las
instancias intermediarias que caracterizaban la estructura de la Iglesia bajo el Antiguo
Régimen con una dependencia acrecentada del "bajo clero" con respecto a los obispos,
así como con el desarrollo de un gobierno episcopal calcado del modelo administrativo.
De ahí la tendencia, de parte de este clero y también de los fieles, a buscar un
contrapeso y un apoyo en Roma, y eso tanto más cuanto que el episcopado podía
parecer demasiado sumiso al poder político.
La situación del siglo XIX está, en efecto, igualmente caracterizada por la pretensión
creciente de los Estados a querer incluir los negocios de la Iglesia en el sistema
legislativo y administrativo que ellos desarrollan. El refuerzo del papado y de su
influencia llegará a ser uno de los temas principales de este movimiento que reivindica
la libertad de la Iglesia con respecto a la tutela de los Estados.
Estos desarrollos se inscriben en un contexto más amplio que les dará todo su alcance y
su fuerza: el de este mundo culturalmente nuevo que emerge de las revoluciones y que
es percibido por muchos como una amenaza. La dislocación de las estructuras
eclesiales, la pérdida por parte de la Iglesia de su impacto institucional sobre la
sociedad, la puesta en cuestión de las certezas y de los valores tradicionales por la
afirmación de la autoridad y de la razón, expresada a través de las múltiples formas de
este "liberalismo" en el cual se reconoce un mundo "burgués" que, en adelante, impone
sus valores y sus referencias, la rápida ascensión del socialismo: todo eso hace que los
católicos estén como a la expectativa de lo que de nuevo podrá simbolizar y asegurar su
identidad, su unidad, y fundar sus certezas: eso será el papa. "Tradicionalmente la
teología retiene cuatro notas para definir la Iglesia: una, santa, católica y apostólica. Con
Pío IX éstas se aplican también al papa. Su santidad personal es exaltada. El se define
como símbolo de unidad. Roma es el signo del catolicismo, el foco de donde parte el
resplandor misionero. El papa representa cada vez más a la Iglesia, la resume en su
persona. Mientras la existencia mis ma de esta Iglesia es contestada desde el exterior de
múltiples maneras, el catolicismo siente más o menos confusamente la necesidad de
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representarse del modo más visible lo que le especifica. De ahí la concentración de los
atributos de la Iglesia en la persona del papa".
Respecto al clima teológico en el que la idea de la infalibilidad va a tomar cuerpo,
estamos en un contexto de crisis, de polémica y de estar a la defensiva. Notemos desde
ahora dos rasgos: primeramente la convicción de que el dato de la fe puede y debe ser
formulado en proposiciones claras e incontrovertibles a las cuales el creyente estará
obligado a adherirse, después la presentación de estas proposiciones como
imponiéndose a la fe por el sólo hecho de ser enunciadas por la autoridad eclesial
competente que garantiza así la verdad y el carácter revelado. La Revelación tiende así a
ser comprendida en términos de verdades que han de ser conocidas y propuestas por vía
de autoridad, de modo que la fe consistirá principalmente en la obediencia con respecto
al magisterio, y el mismo magisterio aparecerá como el principal aspecto del ejercicio
de la autoridad pastoral en la Iglesia.
A medida que la Iglesia entra en conflicto con el Estado, se define ella misma, como él,
como Ksocietas perfecta", incluyendo esta perfección precisamente una soberanía
comprendida en términos de filosofía política: es soberano el que dispone del poder ad
intra y de la independencia ad extra, y puede imponerlos por los medios de derecho y
de poder de los que dispone. Con esta soberanía tiende el Estado a someter a la Iglesia,
pero es una soberanía muy parecida a la que la Iglesia reivindica para ella misma contra
el Estado. Ahora bien, también en términos de soberanía será pensada la autoridad en la
Iglesia, y particula rmente la infalibilidad: el magisterio pontificio será comprendido
como uno de los aspectos del poder de jurisdicción del papa, pero de un poder de
jurisdicción interpretado él mismo como poder soberano. Dicho de otro modo, la
infalibilidad tiende a ser presentada como un componente necesario del poder soberano
del papa: absoluto, solitario, incondicionado y sin apelación, como todo poder soberano.
III. EL DEBATE EN EL VATICANO I
La discusión conciliar se cristalizó esencialmente alrededor de dos cuestiones: 1) ¿Goza
el papa del privilegio de la infalibilidad? ¿en qué circunstancias y bajo qué condiciones?
Se trata de determinar la posición del papa en la Iglesia, poniendo unos el acento en los
derechos y privilegios del sucesor de Pedro, insistiendo otros en la necesaria referencia
del papa a la fe de la Iglesia, así como en el aspecto colegial de la autoridad y exigiendo
para esto que se pongan un cierto número de condiciones en la práctica de su magisterio
infalible. 2) ¿A qué verdades se extiende este privilegio? La discusión nos lleva aquí a
esa zona que se extiende más allá de lo que se llama las veritates per se revelatae,
deseando unos que esa zona sea lo más restringida posible, queriendo otros que sea
extendida muy ampliamente.
La trama de la discus ión aparece así en toda su complejidad. Se trata de la constitución
de la Iglesia y del poder respectivo del papa y de los obispos, pero también,
simultáneamente, de la determinación de lo que pertenece a esta verdad que la autoridad
pastoral tiene por función guardar y atestiguar. Pero de golpe aparece también que el
debate teológico sobre la estructura de la Iglesia, la revelación y la fe, revela y oculta a
la vez otro debate, cuya trama es sociopolítica y cultural, y que concierne a la presencia
de la Iglesia en este mundo nuevo del siglo XIX. Se ha podido decir que "en el fondo no
es tanto la posición frente al papado, sino frente al mundo lo que divide en dos campos
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a los obispos del concilio". Es verdad, en efecto, que la posición de la "minoría" no se
sostiene sólo de argumentos históricos o teológicos sobre la estructura episcopal de la
Iglesia y la forma conciliar del ejercicio tradicional del magisterio; se sostiene también
por el temor de que la infalibilidad, una vez definida, permita la condena de las ideas
liberales y la intervención autoritaria del papado en la vida política.
Lo que se juega así en esta segunda mitad del siglo XIX, es el nacimiento progresivo de
una figura nueva del catolicismo: el "catolicismo intransigente". Frente a una sociedad
moderna percibida como "anti-Iglesia", la Iglesia católica se constituye en
"antisociedad" tanto más cuidadosa de la totalidad cuanto las ideologías concurrentes
son también totalizantes, e intenta darse los medios (refuerzo del poder pontificio de
decir la verdad y de determinar las prácticas) al mismo tiempo que se da sus referencias
(Syllabus).
Hay que recordar que no se trata de una infalibilidad absoluta, que se extienda a todo
enunciado doctrinal del papa, y que incluya en su dominio las cuestiones políticas o
sociales, tal como lo consideraban los "zelanti". Son conocidas las condiciones
expuestas por el Vaticano I para el ejercicio del magisterio infalible: 1) El papa debe
expresarse en su cualidad de pastor supremo. 2) Debe de tratarse de cuestiones de fe y
de "costumbres". 3) Es preciso que haya voluntad expresa de obligar a los creyentes en
su fe.
De hecho, la mayoría y la minoría se pusieron más o menos de acuerdo sobre estas
condiciones. ¿Dónde estaba entonces el conflicto? La minoría pedía que el texto fuera
formulado de tal manera que fuera posible constatar y verificar que estas condiciones
fueran efectivamente satisfechas. Más precisamente: 1) Que se pueda asegurar que
efectivamente el papa se pronuncia en su cualidad de doctor supremo de la Iglesia, lo
que no puede hacer más que actuando como representante y portavoz del episcopado.
De ahí los esfuerzos de la minoría para introducir en la definición la necesidad de un
acuerdo antecedente o consecuente del episcopado, o de la recepción en el conjunto de
la Iglesia. 2) Que se puedan verificar las vías y los medios por los cuales el papa puede
tender a proponer una verdad como de fe. De ahí la demanda de que sean enumerados
los "auxilia" que se le piden al papa para que su pronunciamiento pueda realmente
presentarse como expresión de la Iglesia. La mayoría, como se sabe, se opuso a estas
peticiones. Ciertamente reconocía la legitimidad en cuanto al fondo de la preocupación
expresada por la minoría: el papa no puede ser separado de la Iglesia, y no puede definir
más que lo que es la fe de la Iglesia, tal como ella se expresa en sus fuentes (Escritura y
tradición); pero, y es el punto capital, rehúsa que estas condiciones aparezcan en la
definición bajo la forma de condiciones formalmente determinadas, eventualmente
opuestas a una definición promulgada por el papa.
Se ve así la oposición de dos aproximaciones irreconciliables por sus presupuestos y
lógicas respectivas, y que nos reenvían a ese contexto de conjunto ya evocado. La
mayoría piensa con categorías de poder soberano, lo que implica poder decidir de modo
inapelable e irreformable. Para el papa eso significa que debe ser reconocido como
doctor universal desde el momento en que decida que su enseñanza es la enseñanza
común de la Iglesia. Ciertamente se reconoce que él está unido en eso a la fe de la
Iglesia, pero la manera a la cual se refiere efectivamente y con la que esta referencia se
manifiesta depende de su voluntad. El está ligado moralmente, pero no obligado, a un
procedimiento determinado, y para bien de la Iglesia y de su unidad, sus decisiones
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deben ser consideradas como inapelables o irreformables. Por eso mismo también no
serán ya tanto criterios materiales (el contenido de un juicio y su correspondencia con la
fe de la Iglesia), cuanto criterios formales (la autoridad del magisterio mismo), lo que
legitimarán los enunciados del magisterio. La minoría, con una visión de la Iglesia
como comunión, más que como sociedad perfecta, rechaza que el ejercicio del
magisterio sea considerado como un aspecto del poder de jurisdicción, y que el
testimonio de la fe tome la forma de una decisión de tipo jurídico.
La minoría piensa en términos de comunión, de tradición viva, de testimonio de la fe; la
mayoría en términos jurídicos, de soberanía y de determinación de la fe en forma de
juicio. Sin embargo el resorte profundo de estas dos actitudes es que la minoría
considera lo que se podría llamar la vida normal de la Iglesia, mientras que la mayoría
considera situaciones de conflicto y de crisis, exigiendo decisiones claras y la
afirmación de verdades ciertas (lo que a sus ojos no estaría asegurado si el ejercicio del
magisterio infalible, más necesario que nunca entonces, debiera estar sometido a
procedimientos complejos de consulta y de recepción).
IV. LA CONSTITUCIÓN "DEI FILIUS"
La Constitución Pastor Aeternus no puede comprenderse plenamente más que en el
último término de los desarrollos de la Dei Filius relativos a la fe que ella presupone. La
definición del "magisterio infalible del pontífice romano" no es más que la afirmación
llevada al extremo de la autoridad de "la Iglesia" en materia de fe que está ya puesta de
relieve en el primer documento del concilio. Se puede incluso decir que, aún más que la
definición de la infalibilidad, es la concepción de la fe y de la teología, desarrollada en
Dei Filius, la que "pesará" en el trabajo teológico y a la que se referirá en la crisis
modernista y en los decenios posteriores.
Las controversias teológicas del siglo XX
Tres temas más importantes retie nen la atención de los teólogos: los nuevos problemas
planteados a la apologética y a la exégesis por las nuevas corrientes filosóficas y el
desarrollo de las ciencias positivas; la cuestión del conocimiento religioso y de la fe;
finalmente la parte que debe corresponder, en el trabajo teológico, al método escolástico
y al método histórico. Por otra parte estos debates estarán caracterizados por la
constitución progresiva de dos grupos antagonistas centrados, uno, en la Universidad
Gregoriana, otro en las Facultades de Teología de los países germánicos.
Situado bajo el signo de la "restauración", después de la "defensa" religiosas, el siglo
XIX es ante todo el "gran siglo de la apologética". En gran parte, en efecto, el esfuerzo
teológico tiende a reafirmar el carácter sobrenatural del cristianismo frente a la crítica
"racionalista" y a sacar a la luz las razones para creer. En este contexto, después de un
período de tanteos, la "neoescolástica", que se desarrollará en la que se llamará la
Escuela romana, pero que tendrá partidarios en todos los países, llegará a ser "la
ideología oficial del catolicismo" (ortodoxia frente a racionalismo, autoridad papal y
curial, liquidación del galicanismo con el centralismo, restauración escolástica) con el
apoyo de los papas Gregorio XVI y Pío IX.
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Otra cuestión importante es la del conocimiento religioso y de las relaciones entre razón
y fe. Unos, cuestionando las capacidades naturales de la razón, se enrolan en la vía del
tradicionalismo o del fideísmo, renunciando por ello mismo a fundamentar el
asentimiento de la fe. Otros, en los países germánicos especialmente, tienen el cuidado
de volver la fe y los dogmas aceptables a los ojos de la razón, pudiendo llegar a
desconocer los limites de ésta y a racionalizar la misma fe.
A partir de la mitad de siglo, sin embargo, la controversia concierne más
particularmente al método teológico y al estatuto del sabio católico en relación a la
autoridad eclesial, tomando la forma de un conflicto entre la "ciencia alemana" y Roma.
El hecho más importante es que el magisterio interviene de ahora en adelante cada vez
más frecuentemente en los debates que dividen a los teólogos. Toda una serie de
documentos procedentes de la Curia testimonian el papel cada vez más activo de Roma.
El Syllabus de 1864 no será más que una recopilación de estas intervenciones. Hay que
subrayar que éstas no representan solamente una manifestación de hecho del papel
creciente que va a desempeñar de ahora en adelante el magisterio: se encuentra allí
igualmente la afirmación muy explícita del principio de la autoridad del magisterio
como criterio que rige la creencia y el trabajo teológico.
El conflicto estallará con ocasión de la Conferencia de Sabios católicos tenida en
Munich en 1863, y que dará lugar a una carta de Pío IX al arzobispo de Munich: deplora
que una asamblea de teólogos se haya reunido sin mandato de la jerarquía "a quien
pertenece dirigir y vigilar la teología", y precisa que la sumisión, a la cual el sabio
católico está obligado, no concierne solamente a los temas que el juicio infalible de la
Iglesia propone a todos los católicos para creer como dogma de fe, sino igualmente a las
decisiones del magisterio ordinario así como las de las Congregaciones romanas y la
enseñanza común de los teólogos. Añadamos que estas intervenciones de Roma serán
tanto peor aceptadas por los "sabios" encausados, cuanto que "canonizan", de hecho,
una escuela teológica con cuyos métodos y orientación no están de acuerdo, y traducen
la voluntad no sólo de regular, sino de orientar, incluso "de alinear" el conjunto del
trabajo teológico en el seno de la Iglesia católica.
Los conflictos a propósito del método teológico y del estatuto del teólogo nos conducen
así a ese gran debate que recorre todo el siglo XIX, en función del cual se produce la
división de los espíritus, y que concierne simultáneamente al juicio sobre los valores de
la modernidad y a la figura que hay que dar a la experiencia creyente y a la Iglesia en el
seno del mundo nuevo. De un lado, los teólogos y los hombres de Iglesia que pretenden
asumir los ideales y los valores de esta modernidad, reconciliar razón y fe, Iglesia y
libertad; por otro lado, los que no ven la defensa de la identidad cristiana más que en el
rechazo de estos valores, en el reagrupamiento de la Iglesia alrededor del papado, y en
el desarrollo de la teología desde una ortodoxia estrechamente controlada. Notemos, sin
embargo, que unos y otros tienen un mismo objetivo: volver a enraizar sólidamente a la
Iglesia en un mundo que se le había vuelto extraño; y que su trabajo teológico viene a
inscribirse en "estrategias" pastorales diferentes: los primeros se dirigen ante todo a las
élites sociales y a los "intelectuales", los segundos se preocupan más de organizar y
animar a las "masas católicas".
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Dei Filius
La Constitución Dei Filius, contrariamente a Pastor Aeternus, fue aprobada por
unanimidad de los votantes. Un Preámbulo enumera los errores contra los cuales deben
ser puestos en guardia los fieles (racionalismo, naturalismo, seducción por las "ideas
nuevas", dogmas comprendidos en un "sentido desviado del que mantiene y enseña la
Iglesia"), traduciendo así el hecho de que la Constitución se mantiene en la línea
polémica y defensiva de Quanta Cura y del Syllabus. Después de un primer capítulo
que proclama la existencia de un Dios personal y libre, y recuerda la doctrina sobre la
creación, el capítulo II trata de la Revelación: afirmando ante todo, contra el ateísmo y
el tradicionalismo, la posibilidad radical para el hombre de conocer la existencia de
Dios por la luz natural de la razón, define, contra el deísmo, el hecho de la Revelación,
su gratuidad al mismo tiempo que su necesidad en cuanto al conocimiento del orden
sobrenatural, y recuerda en referencia a Trento, las fuentes de la Revelación (Escritura y
"tradiciones no-escritas") así como las reglas de su interpretación: "Pertenece a la
Iglesia juzgar sobre el sentido e interpretación verdaderas de las Escrituras". Este último
punto apunta a la irrupción de los métodos y pretensiones de las cie ncias nuevas,
especialmente en el dominio de la exégesis.
Los capítulos siguientes interesan muy directamente a nuestro propósito. El capítulo III
trata del acto de fe, en función de los errores modernos. La definición de la fe se opone
al "racionalismo", acentuando la escucha y la obediencia debidas a la verdad revelada "a
causa de la autoridad misma de Dios que revela". Esta fe, sin embargo, es "razonable":
puede apoyarse sobre estos "motivos de credibilidad" que son los "hechos divinos", es
decir, los milagros y las profecías, pero igualmente la misma Iglesia católica "a causa de
su unidad católica y de su solidez invencible". Si se descarta por ahí todo fideísmo o
iluminismo, permanece sin embargo el peligro racionalista como blanco principal: de
ahí el recuerdo de que la fe es, a la vez, adhesión libre y don de gracia. Después, contra
los que reducen el objeto de fe a los únicos artículos formalmente indefinidos, se repite
la obligación de creer "de fe divina y católica" todas las verdades que "la Iglesia
propone para creer como divinamente revela das, sea por juicio solemne, sea por el
magisterio ordinario y universal". En fin, la Iglesia está presentada como la gran
manifestación de la verdad: "guardiana y maestra de la palabra revelada", ella presenta
las verdades para creer, al mismo tiempo que las garantiza por su origen divino.
El último capítulo (IV) está consagrado a las relaciones entre razón y fe, así como a los
problemas debatidos respecto a la teología y sus métodos. Aun recordando que "incluso
transmitidos por la Revelación y recibidos por la fe" los misterios divinos, por su
naturaleza, "sobrepasan la inteligencia creada", se afirma, sin embargo, que la razón
puede tomar una parte legítima en la reflexión sobre los datos revelados. En esta
ocasión, en una fórmula que llegará a ser clásica, se indica los principios fundamentales
del método de trabajo teológico: "cuando la razón, iluminada por la fe, busca con
cuidado, piedad y moderación, llega, por el don de Dios, a una cierta inteligencia muy
fructífera de los misterios, sea gracias a la analogía con las cosas que conoce
naturalmente, sea gracias a los vínculos que unen los misterios entre ellos y con el fin
último del hombre". Fe y razón, precisa enseguida, no pueden contradecirse: cualquier
desacuerdo no puede venir más que de una comprensión falsa de los dogmas de fe o,
por el contrario, de un mal uso de la razón conducente a ideas falsas; aún más: ellas se
ayudan mutuamente.
JOSEPH HOFFMANN
La Constitución Dei Filius hace suyas, en gran parte, las orientaciones de los teólogos
de la Escuela romana, que por otra parte habían participado activamente en su
elaboración. De una manera más general es preciso notar que el Vaticano I registra,
cristaliza y "oficializa" de alguna manera, un cierto número de cambios en los acentos e
insistencias que, por una parte, se originan en la teología de la Contra-Reforma, y que
acentuará aún la interpretación del concilio que llegará a ser clásica a través de la
"teología de los manuales"; pero igualmente a través de la enseñanza de los papas,
especialmente después de la crisis modernista (la enseñanza de Pío XII representa en
este sentido una especie de punto culminante).
Primeramente la revelación será comprendida y presentada no tanto como la
manifestación del mismo Dios que, a través de una historia que culmina en la muerte y
resurrección de Cristo, se da a conocer e introduce a la comunión con El; cuanto como
la comunicación por Dios de verdades para creer y de mandamientos para observar.
Correlativamente la fe será comprend ida más como conjunto de artículos que hay que
afirmar como verdaderos, que como el acto mismo de la fe y como experiencia
creyente. La verdad evangélica, objeto de fe, no es tanto una "verdad de salvación",
reconocida, celebrada y practicada, sugerida pero nunca poseída, cuanto un cuerpo de
doctrinas claramente formuladas. El punto importante, sin embargo, es el lugar cada vez
más preeminente que se le da a la autoridad eclesial, no sólo en la "guarda" sino en la
misma determinación de la fe. Así, se distinguirá lo que se llama la "tradición pasiva",
es decir, el dato mismo de la fe recibida y transmitida, de la "tradición activa", es decir,
la autoridad docente de la Iglesia: el "magisterio"; y se le dará la prevalencia a esta
última sobre la primera.
Desde entonces el magisterio será considerado como la "regla próxima" de la fe, siendo
consideradas la Escritura y la Tradición como "regla remota": es la autoridad del
magisterio quien reglamenta la creencia, y la verdad para creer se impone al creyente en
razón de la autoridad que la enuncia. Se viene así a recargar indebidamente el poder de
la autoridad eclesial que enuncia la fe, con riesgo de olvidar que la única regla de fe de
la Iglesia es la Palabra misma y su Verdad.
Primer documento conciliar de la historia de la Iglesia que ha tratado con amplitud y por
ella misma la cuestión de la Revelación y de la fe, Dei Filius lleva, como Pastor
Aeternus, la marca de su tiempo: uno y otro texto se insertan en este movimiento de
"restauración" que hemos evocado y que, en su conflicto con el liberalismo político e
ideológico "no ve la salvación más que en un catolicismo autoritario". La manera con la
que Dei Filius comprende la teología (tanto, su estatuto teórico en referencia a la
Revelación, a la fe y al magisterio eclesial, como su orientación efectiva en la línea de la
Escuela romana) es ella misma tributaria de este contexto. El racionalismo o semiracionalismo es siempre visto en unión con el liberalismo, puesto que comparten el
mismo presupuesto de la autonomía de la razón. Contra el liberalismo se afirma el
principio de la autoridad y de la legitimidad de la tradición. Y como los que pretendían
un "aggiormamento" de la Iglesia se referían a los mismos valores que los liberales, sus
esfuerzos fueron asimilados a los conducidos por los enemigos de la Iglesia.
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V. MAGISTERIO Y TEÓLOGOS DESPUÉS DEL VATICANO I
Nos queda evocar el "modelo" de relación entre magisterio y teólogos que implican y al
que inducen los textos del Vaticano I, y también las tomas de postura anteriores de los
papas, y que se precisará progresivamente, tanto a través de la "teología de manuales",
como a través de los documentos romanos, para constituir lo que se podría llamar "una
teología romana de las relaciones del magisterio romano y de la teología". Situándose
en la línea del Vaticano I y de su insistencia en el papel regulador de la autoridad del
magisterio en materia de fe, y más precisamente del magisterio romano, ella irá hasta el
punto de no concebir la teología más que como un auxiliar y una prolongación de este
magisterio (esta concepción de una teología totalmente "domesticada" encuentra su
expresión más consecuente y coherente en la enseñanza de Pío XII).
El análisis de los documentos del magisterio que tratan explícitamente de las relaciones
entre teología y magisterio permite destacar los rasgos esenciales de este modelo. Para
comenzar, la afirmación de que la guarda del "depósito de la fe" y la función de
interpretarla auténticamente está confiada únicamente al magisterio, y más
particularmente al magisterio del pontífice romano. Más allá de lo que muy
inmediatamente se refiere a "la fe y las costumbres", este magisterio se extiende a todos
los dominios del conocimiento o de la praxis que, de una manera u otra, tocan al
dominio de la fe (encíclicas, discursos e intervenciones directas de los papas), y en
razón de la asistencia particular del Espíritu Santo que le es asegurada en el ejercicio de
su función, la voz del papa debe ser escuchada como si fuera, para su tiempo, la misma
voz de Cristo (cfr. Lc 10,16: "quien a vosotros escucha, me escucha... ").
En cuanto al trabajo teológico, resulta de ello, primeramente, la afirmación del derecho
de la Santa Sede a orientar y controlar la enseñanza y las publicaciones. Más
fundamentalmente el magisterio debe ser considerado como si fuera la norma interna, a
la vez material y formal, del trabajo teológico: el criterio de "la eclesialidad" de una
teología no será tanto la fe de la Iglesia como tal, cuanto la fidelidad a la enseñanza del
magisterio, reconocido como su fuente y su norma. Más concretamente la teología no
puede ser ejercida más que por "delegación": la autoridad jerárquica, y más
especialmente el papa, delega la función de enseñanza que le pertenece en propiedad, y
el teólogo, que siempre se supone que es un "clérigo" formando a otros clérigos,
enseñará en virtud de una "misión" recibida, y no en razón de una competencia
científica. El teólogo se convierte en simple auxiliar del magisterio.
Es fácil ver lo que la "domesticación" a la que ha sido sometida la teología debe a las
opciones del Vaticano I, y hasta qué punto es solidaria de esta figura de catolicismo que
ha tomado cuerpo a través de las confrontaciones ideológicas del siglo XIX. En
contraposición, esta figura misma, que ha llegado a ser para nosotros, por muchas
razones, lejana y extraña, aunque continúa presente de muchos modos, es difícil hoy
comprenderla y más aún "juzgarla". El teólogo podrá pensar que el lugar y la función
que han sido asignadas a la teología, han costado el precio de un desconocimiento de su
tarea, que debe ser reinterpretación creadora del mensaje cristiano, manifestando su
actualidad en medio de los problemas de los hombres. Desde una perspectiva histórica
no es fácil un juicio global y objetivo, ya que si este catolicismo aparece "antimoderno",
conservador, incluso reaccionario, su historia nos lo muestra también contestatario y
social, manifestando un indiscutible dinamismo misionero y de sorprendentes
capacidades de renovación y movilidad interna.
Tradujo y condensó: JOSE M.ª BERNAL
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