Almas de violeta - Biblioteca Virtual Universal

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José María Martínez Cachero
El juego de las dedicatorias y el empleo de
las mayúsculas en «Ninfeas» y «Almas de
violeta»
2003 - Reservados todos los derechos
Permitido el uso sin fines comerciales
José María Martínez Cachero
El juego de las dedicatorias y el empleo de
las mayúsculas en «Ninfeas» y «Almas de
violeta»
Entre marzo de 1899 y marzo de 1900 se publicaron en el semanario madrileño «Vida
nueva» las colaboraciones en verso y en prosa enviadas desde la provincia natal por Juan
Ramón (que entonces firmaba Juan R. Jiménez). Ciertamente no pasarían desapercibidas
para algunos colegas que le escribirían llamándole a Madrid «[...] recibí -recuerda el
interesado- la postal de Villaespesa, firmada también por Rubén Darío [...], llamándome».
En la mañana del Viernes Santo de 1900 llegaba el jovencísimo poeta a la capital de España
y era recibido en la estación de Atocha -«caras ya vistas en fotografía unas, absurdamente
nuevas otras»- por Salvador Rueda, Francisco Villaespesa, Julio Pellicer y Bernardo de
Candamo, entre otros.
Durante la estancia madrileña, aposentado Juan Ramón en Mayor, 16, en el piso de una
«amable familia granadina», su principal ocupación debió de ser la suerte inmediata de
Nubes, el conjunto de poemas que había traído consigo para publicar en Madrid -«[...] mi
profuso libro Nubes, sentimental, colorista, anarquista y modernista, de todo un poco ¡ay!
mucho»-. Entre el autor y algunos de sus amigos (parece que Rubén Darío, Villaespesa y
Valle Inclán fueron los más influyentes) cambian el título y reparten el contenido: serán ya
dos libros, que van a la imprenta simultáneamente. Uno de ellos, Ninfeas, impreso en tinta
verde y con un «atrio» (prólogo en terminología modernista) de Rubén, aparecerá como
volumen de la colección «Lux», con tirada de quinientos ejemplares y al precio de cinco
pesetas; el otro, Almas de violeta, en tinta violeta y con un «atrio» en prosa de Villaespesa,
costaba dos pesetas y cincuenta céntimos el ejemplar.
Juan Ramón llegó a cansarse de Madrid, en donde ya no estaba el deslumbrante Rubén,
jefe indisputado de la tropa modernista; le cansaba sin duda el ajetreo de visitas, paseatas,
conversaciones y lecturas a que le tenía sometido el desbordante Villaespesa, a quien
abandonó finalmente la tarea de rematar la impresión de esos dos libros, ambos aparecidos
en septiembre de 1900. Por eso pudo Villaespesa dedicar a su gusto y capricho buena parte
de los poemas de uno y otro volumen; quedarse con casi toda la tirada y mandarla a
América, o deshacerse de los ejemplares a bajo precio.
El juego de las dedicatorias
Ninfeas consta de 35 poemas y todos, excepto tres, están dedicados; de los 20 poemas de
Almas..., lo están dieciocho; añádase que ni en uno ni en otro existe una dedicatoria general
del libro. Semejante hecho dedicatorio era costumbre entonces y aún después, como lo
prueban no pocos libros modernistas.
Fue Villaespesa, si atendemos a lo declarado más de una vez por Juan Ramón, quien
decidió buena parte de esas dedicatorias: «Cuando recibí la edición [de esos sus dos
primeros libros] me encontré que Villaespesa había dedicado todos mis poemas a sus
amigos y corresponsales hispanoamericanos, portugueses o filipinos, o yo no sé de dónde,
pues a muchos de ellos yo no los conocía más que de oídas de Villaespesa»; y añade: «Mis
dedicatorias eran sólo a personas, Rubén Darío, Reina, Rueda, Valle-Inclán, etc., a quienes
yo conocía». Tratemos de precisar a este respecto cuanto sea posible, estableciendo de
entrada cinco grupos con los poemas dedicados.
En total 55 poemas entre ambos libros menos cinco que están sin dedicatoria, hacen para
nuestra pesquisa un total de cincuenta. Hay poemas que Juan Ramón reservó para sí mismo
-primer grupo- y que dedica «a la memoria de una Ilusión» (Otoñal, de Ninfeas), «para mi
Alma» (hasta tres veces: Y las sombras, de Ninfeas, Azul y Roja, de Almas...) y Mi
Ofrenda «en el Día de Difuntos» (de Ninfeas), que constituye un homenaje entre fúnebre y
sentimental a una anónima amada ya muerta: «Igual que otro tiempo en tu queja». No cabe
duda de que tales cinco poemas fueron así dedicados por su autor.
Otro tanto puede afirmarse de dos poemas -grupo segundo- dedicados a personas de la
familia: su hermano Eustaquio (El alma de la luna, Ninfeas) y su cuñado José H.[ernández]
Pinzón (¡Silencio!, Almas...).
Siguiendo con las personas cercanas al poeta, han de pensarse iniciativa suya las
dedicatorias a gentes radicadas en Huelva y Sevilla, a las que tuvo ocasión de conocer por
motivos acaso literarios. Tal ocurre -grupo tercero: seis poemas- con Timoteo Orbe
(Spoliarivm, Ninfeas), Alfredo Murga (Sarcástica, Ninfeas), Julio del Mazo (Alma de
bruma, Ninfeas), Tomás D.[omínguez] Ortiz (Cantares, Almas...), José Lamarque de Novoa
(Nubes, Almas...) y Salvador Clemente (¡Solo!, Almas...). Amigos, de su edad o más
viejos, todos ellos le habían ayudado o aconsejado y no resultaba inconveniente rendirles
este sencillo tributo de gratitud.
Puede hacerse un cuarto grupo con los nombres hispano-americanos: once en total
(Ninfeas; ninguno en Almas...). No especulemos acerca de los ausentes -José Asunción
Silva, Amado Nervo, vgr.-, que acaso quisiéramos presentes en esta lista de elegidos que
incluye junto a figuras como Rubén Darío, Ricardo Jaimes Freyre, Manuel Díaz Rodríguez,
Guillermo Valencia, Leopoldo Díaz, Francisco A. de Icaza, Enrique Gómez Carrillo y José
Juan Tablada a gentes de bastante menor relieve: el argentino Luis Berisso y los
venezolanos Pedro César Dominici y Miguel Eduardo Pardo. Aparte lecturas ocasionales
hechas por Juan Ramón antes de su viaje a Madrid, parece lo más cierto que vía Rubén y
Villaespesa, ambos bien al tanto de la literatura hispano-americana, supo nuestro poeta de
sus autores y libros. Por lo mismo, en este grupo de dedicatorias cabe sospechar una
considerable intervención ajena.
Llegamos así al quinto y último grupo: veinticuatro dedicatorias en total, veintidós
escritores españoles (quedan descontados los del grupo tercero) más y menos próximos al
Modernismo.
Empezaremos por el conjunto que forman algunos andaluces radicados a la sazón en su
provincia respectiva, un total de siete: dos almerienses, un cordobés, un granadino y tres
malagueños. Los almerienses Francisco Aquino Cabrera y José Durbán Orozco, nombres
harto modestos, cuya obra podía haber leído Juan Ramón pero a cuyos autores creo no
conocía personalmente, acaso sean una doble mención atribuible a su coterráneo
Villaespesa. El cordobés Manuel Reina (1856-1905) era sobradamente conocido y
respetado como poeta parnasiano y colorista que a su modo, con no escasas ataduras
respecto de la poesía post-romántica, había iniciado un intento de renovación. Acaso la
lectura de Tristeza andaluza, libro que el granadino Nicolás María López publicó en 1899,
y la afinidad en el entendimiento de esa tierra y de sus naturales, motivaron la dedicatoria
juanramoniana de Salvadoras (las penas del poeta) del libro Almas...
Miembros del núcleo literario que hubo en Málaga en las postrimerías del XIX y
primeros años del XX son los tres escritores a quienes Juan Ramón dedica poemas en sus
dos libros iniciales. Manuel Martínez Barrionuevo, nacido en 1857, debió de ser por edad y
obra un guía no sé si reconocido por sus colegas veintiañeros; a este poeta becqueriano y
naturalista a un tiempo, que dejó la poesía por el cultivo de la novela, había dedicado Juan
Ramón uno de los poemas de «Vida Nueva» (¡Dichoso!) y repitió con el poema Triste (de
Almas...). Salvador González-Anaya (nacido en 1879), que había de hacerse un nombre
como novelista-costumbrista, comenzó su carrera literaria como poeta y sus dos primeros y
únicos libros de verso -Cantos sin eco y Medallones- vieron la luz, respectivamente, en
1899 y 1900 y pudieron llegar a conocimiento de Juan Ramón, quien le dedicó el soneto
Éxtasis (de Ninfeas). Entre José Sánchez Rodríguez (nacido en 1875) y Juan Ramón
Jiménez debió de existir una relación amistosa bastante entrañable aunque no se conocían
personalmente. El primero sacó en 1900 el libro Alma andaluza, cuyo poema La copla triste
está dedicado al moguereño, autor a su vez del poema Epilogal que, efectivamente, sirve de
epílogo al libro de Sánchez Rodríguez; por parte de Juan Ramón hay, además, la inclusión
de tal poema (con dedicatoria) en Ninfeas y la del poema Tristeza primaveral en Almas...
La relación amistosa entre ambos poetas tiene en Villaespesa un eficaz intermediario. ¿Un
ejemplo, pues, de dedicatoria (dos en este caso) influida por Villaespesa y gustosamente
consentida por el autor de ambos libros?
Extramuros del conjunto de siete andaluces en la patria chica quedan (en la suya
respectiva) el murciano Vicente Medina (1866-1937) (poema Elegíaca, de Almas...) y el
canario José Betancort (1874-1950) (poema Calma, de Ninfeas). Del primero, poeta no
modernista y muy apegado al terruño natal de cuyo dialecto se sirvió en ocasiones,
recordaría siempre Juan Ramón esa «maravillosa Cansera [que] me sabía yo de memoria»;
la razón de tal dedicatoria acaso no sea otra que rendir tributo de admiración a su autor. En
cuanto a Betancort, más conocido por el seudónimo de «Ángel Guerra», sólo es posible
apuntar que en un artículo publicado en «Las Efemérides» (periódico de Las Palmas,
número del 24-X-1900) manifestaba su parecer acerca del poeta Juan Ramón Jiménez -«es
un alma triste, un poeta del dolor [...] Yo le quiero, yo le admiro, pero le compadezco.
¡Debe sufrir! [...]»-, en cuanto autor de Ninfeas y Almas...
Entramos por último en el grupo de los radicados en Madrid, ciertamente el más nutrido,
pues lo integran trece personas, entre ellas quienes como Salvador Rueda, Villaespesa,
Julio Pellicer, Bernardo G. de Candamo habían ido a la estación de Atocha, más otros
colegas a los que fue conociendo en días posteriores -caso de Benavente, Pedro GonzálezBlanco, Tomás Orts Ramos, Ramón Godoy y Sola, Dionisio Pérez, Manuel Bueno,
Martínez Sierra y Valle Inclán-. Consta que en esta ocasión no pudo conocer a los
hermanos Machado, entonces residentes en París, pese a lo cual dedicó a Manuel el poema
Tropical (de Ninfeas).
En casa de algunos de ellos -la de Villaespesa, calle del Pez, 28; la de Rubén, calle del
marqués de Santa Ana; la de Julio Pellicer; su propia habitación de Mayor, 16-; en las
tertulias de los cafés y del Ateneo; paseando por las calles de Madrid; en algunas
redacciones, etc., Juan Ramón va conociendo ambientes, costumbres y personas, admirando
cada día más a Rubén y decepcionándose de Villaespesa, acendrando su poesía y
consolidando su vocación. El grupo de los colegas y amigos, no menos ilusionados y
entregados que lo estaba él, le sirve de ayuda. Aunque no están todos los que eran adictos al
Modernismo o de algún modo simpatizantes con este movimiento (faltan en este grupo de
dedicatorias nombres como los de Emilio Carrere, Eduardo Marquina y José Ortiz de
Pinedo, vgr.), lo cierto es que semejante lista equivale a la del Modernismo militante a la
sazón, muestra fehaciente de que existía en Madrid y en provincias aquello que Rubén
Darío afirmaba no haber entre nosotros, esto es: «[...] ninguna agrupación, en que el arte
puro [...] se cultive siguiendo el movimiento que en estos últimos tiempos ha sido tratado
con tanta dureza por unos, con tanto entusiasmo por otros».
Es un hecho notorio para el lector de Ninfeas y en menos proporción para el de Almas...,
el uso frecuente y abuso de las iniciales mayúsculas en cualquier momento y respecto de
casi cualquier palabra del poema. Puede llegar a hablarse de disloque o despropósito ante lo
que sucede en poemas de Ninfeas como La canción de los besos -142 versos y 29
mayúsculas, algunas varias veces repetidas; donde palabras como «lirio»: «un Lirio
morado», como «ayes» y «gemidos» son mayuscularizadas (valga el término)-, La canción
de la carne -116 versos y 28 mayúsculas, también con repeticiones; donde «sufrimientos»,
«desgracias» y «pesares», sin ninguna especial calificación, aparecen con inicial mayúscula
o donde la acción gozosa de la Carne hace que no duela una inventada Espina del Alma-, o
Epilogal -36 versos y 34 mayúsculas, con alguna repetición asimismo; donde hay nada
menos que un «desfile de blancos Atähúdes» (sic) para dar sepultura a «las blancas
Juventudes»-.
Como quiera que Juan Ramón no fue el único que por entonces mayusculizaba -(y ahí
está para probarlo el «atrio» que puso Villaespesa a Almas...)-, cabe decir que nos
encontramos ante un procedimiento modernista de índole tipográfica, empleado de manera
harto caprichosa -¿por qué no se aplica tal procedimiento, presuntamente realzador, a otras
palabras de no menos entidad significativa?-.
Ha de adscribirse, según creo, a la propensión verbalista o culto de la palabra por la
palabra misma que el joven Ortega reprochaba a los poetas modernistas en 1906: «[...]
piensan que el alma universal está contenida en cada palabra. Y no vaya a creerse que en
aquel humor de concepto, de idea que fluye y da jugo a cada palabra, sino en el material
físico del vocablo [...] Para los poetas nuevos la palabra es lo Absoluto, como para los
científicos la Verdad y para los moralistas el Bien». Por lo pronto, algunos censores antimodernistas lo denunciaron con burla: caso de Ramiro de Maeztu -cuando tras mencionar
otros procedimientos típicos, añade: «[...] póngase mayúsculas donde no debe haberlas [y
ejemplifica] Beso, Vida, Oro, Crepúsculo»-, caso de un tal Toscano Quesada, quien
mayusculiza en estrofas como la siguiente:
«¡Un Hijo del Desdén! Todo un Artista
Natural y Vecino del Ensueño...
Provincia de la Pálida Tristeza...
y Región del Mortífero Beleño...
(Derrocho esta Mayúscula Riqueza
según los ortográficos preceptos
de quienes son al Modernismo adeptos)».
Sin duda se trataba con esta mayusculización -ejemplo palmario de tipografía expresivade realzar no sólo determinadas palabras sino también los contenidos de las mismas, amén
de las connotaciones que pudieran añadírseles, lo que -teóricamente hablando- no parece
inconveniente pero su práctica abusiva en manos modernistas descalifica y convierte en
motivo de varapalo un tal procedimiento. Podría afirmarse que todos los sustantivos y todos
los adjetivos calificativos y participios son susceptibles de mayusculización, ya solos o
individuales, ya formando agrupaciones del tipo sustantivo-preposición-sustantivo
(«Crepúsculos de Invierno», «Mundo de los Hombres», «Fuente de Ternura») o del tipo
sustantivo-calificativo («Almas Encarnadas», «Carnes Animadas», «Amor Idëal»). En
cuanto a posibles gamas significativas, se dan con claro predominio una de coloración
sentimental, otra erótica y una tercera doliente, más o menos tétrica (el poema Las amantes
del miserable, de Ninfeas, ejemplifica cumplidamente esta última gama).
Por lo que se refiere a la gama de coloración erótica, resulta curioso advertir lo que
sucede con la palabra «virgen» en cuanto a su mayusculización, la cual se produce más de
una vez (poemas de Ninfeas) en plural pero nunca en singular, escrita entonces con
minúscula (ejemplos en el verso 22 del poema La canción de los besos -«del Amor Idëal de
una virgen»; verso 16 del poema Melancólica -«de una virgen henchida de amores», versos
65-66 del poema Quimérica -«yo soñé con una virgen;/ yo soñé con una virgen
desposada»). ¿Es que quiere evitar de este modo siquiera sea una sombra de confusión con
la Virgen María?
Hay solamente un poema sin mayúsculas en Ninfeas, -el soneto Marchita- frente a
nueve, de un total de veinte, en Almas... Es una nota, externa desde luego pero muy válida,
que supone cierta diferenciación entre esos dos libros primeros y primerizos. El proceso de
contención, convertido en proceso de eliminación, continuará en Rimas (1902), donde ni el
sol ni la luna, ni el amor ni el alma, ni los besos ni el placer, ni las penas ni los martirios -o
vocablos por este estilo- se presentan mayusculizados. El propio Juan Ramón lo aclararía
bastantes años después, al recordar a Villaespesa: «El Modernismo fue en él naturaleza y
desgracia [...] Los demás no fuimos sino accidente momentáneo».
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