tica en dos siglos de vida argentina

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(Este trabajo es un borrador preliminar)
La cultura de la inestabilidad y las capacidades transformadoras de la política
Al menos hasta aquí, no ha habido mucho debate que digamos sobre el Bicentenario. No
porque no haya diferencias y cuestiones a discutir. Tal vez el hecho de que estas hayan
quedado un poco en sordina en los últimos tiempos se deba a que la gran mayoría está un
poco harta de la discordia política y asocia, un poco exageradamente, el debate de ideas con
esa mala costumbre argentina que ya preocupaba hace cien años a Joaquín V. González.
Pero tal vez la poca discusión se explique en mayor medida por el hecho de que los grupos
de opinión y facciones en pugna están en términos generales conformes con su versión de
las cosas y han ido desapareciendo los espacios (universitarios, mediáticos, institucionales)
en que podrían cruzarse con los adversarios. Cierto es que esta Argentina facciosa en que
vivimos no debe ser con la que soñaron los hombres de Mayo, ni los del Centenario.
Curiosamente, una de las pocas cuestiones que sí se han puesto en discusión no refiere
realmente al bicentenario sino a lo que podemos llamar el “segundo centenario”. Muchos
de quienes proclaman en estos días inspirarse en el modelo económico vigente en 1910 y
celebran los indudables logros que entonces el país podía mostrar a sus habitantes y al
mundo, se han referido a la centuria transcurrida desde entonces como “los cien años
perdidos”. Desde el revisionismo (que en verdad, en los años treinta fue el que inventó esa
visión decadentista sobre el extravío argentino, hoy ya nacionalizada y a la que en estos
días recurre con más frecuencia el liberalismo conservador) y el discurso oficial se ha
tendido a responder que el centenario no fue la maravilla que se cuenta, que dominaba
entonces una pequeña oligarquía que había creado un país para pocos. Se recrea así una
discusión que viene de largo: para los conservadores y liberales, Argentina perdió el rumbo
cuando irrumpió el populismo, y abandonó las políticas de apertura al mundo, economía de
mercado y control de la movilización política de las masas que hasta entonces tan buenos
resultados habían dado; para los populistas en cambio, el problema fue la reacción
conservadora y oligárquica ante el incontenible avance de los sectores populares en su
aspiración de compartir los frutos del desarrollo ampliando sus derechos políticos y
sociales.
No es el objetivo de este trabajo explorar los aciertos o errores de una y otra postura, sino
más bien analizar aquello que ambas dan por obvio, que al país no le fue todo lo bien que
hubiera podido irle, y la posibilidad de que hayan intervenido en ello algunos factores que
no se tienen en cuenta, pero que podrían ser parte de las dos perspectivas en pugna. Entre
estos factores hay uno que naturalmente se destaca: la inestabilidad.
Que Argentina es un país que se ha caracterizado, durante el último siglo y hasta el
presente, por el alto grado de inestabilidad es algo bien sabido. No por ello deja de ser
pertinente reflexionar sobre las dificultades que ello ha acarreado a lo largo de la historia, y
sobre el modo en que condiciona nuestra actual vida política: ¿de qué tipo de inestabilidad
se trata?, ¿cuáles son las causas de este fenómeno?, y tal vez lo más importante, ¿la
inestabilidad debe ser considerada una fuente de oportunidades o de problemas? ¿es un
síntoma de la apertura al cambio, de una realidad en transformación, o es más bien indicio
de la frustración recurrente de proyectos de cambio, de la dificultad para estabilizar un
orden compartido dentro del cual sea posible procesar cambios duraderos?
Empecemos por lo primero. A una mirada más detenida, se puede advertir que, en verdad, a
lo largo del tiempo se hacen presentes varias “inestabilidades” distintas y combinadas: hay
una de naturaleza económica, que se expresa en ciclos pronunciados de auge y caída de las
variables macroeconómicas (nivel de actividad, tipo de cambio, inflación, ingresos, etc.);
junto a ella, hay una inestabilidad propia de las instituciones (regímenes políticos y reglas
de juego muy distintos que se sustituyen unos a otros cada pocos años); por último, una que
afecta a los proyectos políticos y los consensos (mayorías que promueven fines muy
distintos: el mercado o el estado, alineamiento con EEUU o antinorteamericanismo, el
industrialismo subsidiado o las ventajas comparativas, distribucionismo social o
disciplinamiento de las masas, garantismo normativo o mano dura, por poner sólo algunos
ejemplos). Cabe preguntarse, entonces, si hay una relación causal entre estas distintas
formas de la inestabilidad: ¿es acaso la inestabilidad económica la causa de las otras, y por
tanto la que hay que resolver para alcanzar la estabilidad política? O al revés, ¿es preciso
cambiar las instituciones de un modo irreversible, o formar de una buena vez un consenso
estable en torno a un “proyecto de país”, para detener esos ciclos económicos tan breves
como pronunciados?
En la historia reciente pueden encontrarse claves también diversas para pensar sobre estas
cuestiones. Así como para situar de modo más preciso la actualidad del problema: porque
lo cierto es que, a pesar de que el fenómeno es persistente, la inestabilidad del régimen ya
parece haberse superado, se ha acotado sensiblemente la inestabilidad de las reglas de juego
desde la transición democrática hasta hoy, y, por otro lado, algunas formas de la
inestabilidad económica, entre ellas la inflación, pudieron ser contenidas durante algunos
años, si no en forma irreversible y absoluta, al menos en términos relativos.
Tomando en cuenta estos indicios de relativa estabilización, cabe preguntarse entonces
sobre lo que habría cambiado entre la etapa dominada por una “inestabilidad aguda” y la
actual. Y al respecto un dato salta a la vista: la Argentina que entre mediados del siglo XX
y los años setenta fue el “reino de la inestabilidad” fue también la Argentina de la
movilidad social asecendente, de un grado comparativamente muy alto de igualdad social y
de movilización social y política de los sectores populares. La estabilización cabría
asociarla, entonces, no sólo a una “conquista” sino a una “pérdida”: a una progresiva, y
cada vez más pronunciada, desigualación de condiciones. Así lo interpretan muchos
autores, entre ellos, Pablo Gerchunoff y Lucas Llach en Entre la equidad y el crecimiento
(texto de 2004): el “siglo de la igualdad” como denominan al segundo centenario, habría
sido un siglo inestable, entre otras cosas, debido a la presencia de fuerzas sociales que
resultaron ingobernables para el sistema político y el sistema económico.
¿Puede inferirse de ello que existió, y tal vez aún existe, una disyuntiva histórica que
enfrenta igualdad e inestabilidad, de un lado, a estabilización y desigualación creciente, del
otro? En cierta literatura crítica del proceso de democratización experimentado en las
últimas décadas, y en ciertos argumentos políticos “progresistas” actualmente en danza, se
postula esta asociación para justificar el rechazo o la desconfianza hacia la estabilidad, y la
tolerancia hacia variadas expresiones de la inestabilidad: inflación, ruptura de normas
constitucionales y procedimentales, etc. Incluso se justifica en estos términos el rechazo al
acuerdo y los consensos como medios para introducir cambios: una voluntad que
“desequilibre” en la puja entre intereses y valores, esto es, que introduzca una inestabilidad
creativa e innovadora, es necesaria para que la política haga efectiva su “capacidad
transformadora”. Por esta vía nos enfrentamos al tercer interrogante inicialmente planteado.
Y debemos considerar la tesis según la cual la inestabilidad no sería un problema a resolver,
sino el indicio de una “batalla en curso”, desde hace décadas indefinida, entre fuerzas del
cambio y el statu quo. Si esto es así, todavía sería necesario atravesar fases de inestabilidad
aguda, para poder llegar más adelante a una situación, además de estable, deseable en
términos de calidad democrática, igualdad social, respeto de derechos, etc.. Dar prioridad a
la estabilidad, según esta perspectiva, sería una forma de detener y frustrar cambios
posibles y necesarios. Estos argumentos, por tanto, legitiman lo que podemos llamar una
“cultura de la inestabilidad”, fortalecida en los últimos años a raíz de la desconfianza que la
crisis económica, social y política con que se inauguró el nuevo siglo generó respecto de la
capacidad transformadora de las instituciones del liberalismo y la república.
En este trabajo se intentará someter a crítica esta cultura, a partir de la hipótesis de que la
convivencia mantenida hasta mediados del siglo XX entre inestabilidad y movilidad social
(o igualación de condiciones) desde entonces fue sustituida por otra, entre inestabilidad y
desigualación, que justifica asociar los esfuerzos por recuperar grados de igualdad perdidos
a iniciativas estabilizadoras.
Con esta idea en mente en primer lugar argumentaremos que la inestabilidad económica,
política e institucional experimentada en forma aguda entre los años cincuenta y setenta del
siglo pasado no tuvo por causa la igualdad de condiciones heredada ni el “empate” de ella
resultante, sino fundamentalmente otros rasgos, sólo circunstancialmente asociados a ellos,
y que los sobrevivieron en el tiempo: la debilidad del estado, el espíritu refundacional
presente en casi todos los proyectos políticos y el comportamiento mayormente faccioso de
los actores sectoriales. En segundo lugar, y en relación a lo anterior, que la desigualdad
creciente a partir de los años setenta no ha estado tan asociada a la aplicación de “políticas
estabilizadoras” como a su frustración, y al imperio de relaciones de fuerza crecientemente
desiguales en un contexto persistentemente inestable. Y por último, que la capacidad
transformadora de la política no ha probado ser mayor, ni en nuestro caso ni en ningún otro,
en un ambiente inestable que en uno estable.
La inestabilidad que aún padecemos, y la cultura que la celebra, deben considerarse, en este
sentido, como remanentes estériles de fenómenos en su origen asociados efectivamente a la
juventud, la movilidad y la apertura al cambio, en un maridaje que caracterizó a la sociedad
y la política argentinas hasta mediados del siglo pasado, y más en particular a la vía
populista a través de la cual se canalizó hasta entonces la democratización y la igualación
social. Pero, en la imposibilidad de reeditar esa asociación, la inestabilidad, y con ella el
populismo, se han vuelto obstáculos más que alicientes o recursos para recuperar el
dinamismo y la integración social perdidos.
1.
La historia argentina del siglo XX ha sido descrita con justeza como el cementerio de una
impresionante cantidad y variedad de proyectos políticos. Prácticamente no ha habido
fenómeno de la política mundial que no haya tenido alguna expresión entre nosotros, que
no se haya intentado implementar, y en ocasiones haya llegado a disfrutar de su cuarto de
hora, en la forma de un régimen, o al menos de un gobierno, para al poco tiempo
descomponerse y esfumarse, dando paso al siguiente experimento, que habría de correr al
tiempo una suerte semejante. Esta sucesión de auges y crisis políticas fue acompañada,
seguida o antecedida, según los casos, por ciclos económicos igualmente pronunciados. El
fenómeno denominado stop and go alcanzó entre nosotros rasgos extremos en el último
tercio del siglo XX: la economía argentina se derrumbó y renació varias veces entre los
años setenta y la actualidad. Y ya se habían dado fenómenos de este tipo entre nosotros
antes de que la ciencia económica les diera ese nombre: ciclos muy marcados de auge y
recesión fueron frecuentes incluso durante la fase más exitosa de la expansión argentina, tal
como han mostrado estudios recientes sobre el final del siglo XIX. ¿Las recurrentes crisis
económicas fueron causa de la inestabilidad política? ¿O fue al revés? ¿O ambas fueron
causadas por un tercer fenómeno que habría aun que identificar?
Entre los posibles candidatos a considerar como factores causales se destacan dos que se
convirtieron en temas clásicos de la sociología argentina de los años sesenta, obsesionada
por las secuelas dejadas por el peronismo, temas que están fuertemente relacionados entre
sí: el carácter débil, disgregado o “ausentista”, de las clases dirigentes, y el poder desafiante
de sectores populares fuertemente integrados y movilizados. La literatura sobre la falta de
una clase dirigente unificada y homogénea, políticamente interesada en el gobierno del
país, refiere en ocasiones a la heterogeneidad estructural y espacial de las capas superiores
de la sociedad, y en otras alude a rasgos de su cultura y su ideología, que la habrían
inclinado a la abstinencia política y a la persecución de fines meramente coyunturales. Así,
en distintas variantes, estas tesis destacan la escasa capacidad de acción colectiva en el
vértice de la sociedad. Y, directa o indirectamente, llevan a identificar otro “problema”: que
esa capacidad “sobra” en el otro extremo de la estructura social. Esta sería la causa de un
“empate” al que se han referido en distintos términos autores como Guillermo O´Donnell y
Juan Carlos Portantiero, que en síntesis habría significado una crónica tensión entre las
clases y entre los intereses, haciendo a la sociedad argentina ingobernable, y crónicamente
inestable.
La temprana movilización política y sectorial de las clases subalternas, la presencia de
poderosos movimientos sociales y políticos que las tuvieron por principales protagonistas,
habría hallado escaso freno o contención en un contexto de debilidad de las capas
superiores. Ahora bien: anotemos que en las sociedades democráticas, “empates” como ese
suelen ser un factor de estabilidad, no de inestabilidad. ¿Por qué en nuestro caso habría
tenido el efecto inverso?
Una explicación habitualmente utilizada al respecto es la de la “reacción conservadora”: las
clases altas argentinas y sus expresiones políticas, por su propia debilidad, a diferencia de
las de las naciones desarrolladas que aceptaron o incluso promovieron el Estado de
Bienestar, no toleraron esa situación, ni mucho menos la igualación de condiciones que de
ella resultó, y respaldaron proyectos políticos disruptivos, impulsaron “reacciones” que no
alcanzaron a revertir la igualación, pero sí a volverla conflictiva, inestable.
Otra explicación que corre por carriles similares alude a la “sobrecarga de demandas”: ella
habría debilitado la autonomía y cohesión del estado y su capacidad por tanto de mediar y
resolver conflictos, volviéndolo arena de permanentes tensiones entre intereses,
rápidamente devenidas en conflictos políticos y sobre la legitimidad de las reglas de juego.
Una tercera variante de estas explicaciones es de índole económica: la distribución del
ingreso que habría resultado de (y a su vez reprodujo) este empate social no era compatible
con los niveles de productividad y el grado de desarrollo general de la economía, ni con los
recursos disponibles en el estado, por lo que habría provocado crónicos desequilibrios
económicos (inflación, crisis de la balanza de pagos, etc.) y socio-políticos (deslegitimación
del sistema institucional y de los instrumentos de regulación económica).
Estas explicaciones son, agreguemos, frecuentemente evocadas para dar cuenta tanto del
desarrollo del régimen peronista, como de su caída y del proceso político que le siguió. Lo
que no es casual pues el orden peronista puede considerarse el momento culminante del
“empate” entre clases, expresión y a su vez aliciente de la pérdida de cohesión y del
debilitamiento político de las clases altas vis a vis los sectores populares. En el peronismo,
desde entonces eje de nuestro sistema político, se habría reproducido así la tensión entre
una sociedad “demasiado” igualitaria y movilizada, y un sistema económico y político
crónicamente impotente para gobernarla.
Señalemos, sin embargo, que, aunque estos factores sin duda tuvieron su importancia en la
crisis del régimen peronista, y también en la dificultad posterior para estabilizar otro
régimen que lo reemplazara, a un análisis más detenido resultan más importantes que la
igualdad en sí misma y la “debilidad” relativa de las clases altas, los rasgos culturales y
políticos que las relaciones entre las clases y actores adquirieron. Si la igualdad y el
“empate” resultaron ingobernables, ello no se debió tanto a su “grado” como a su forma y
significado: no fue tanto que la Argentina peronista fuera “demasiado igualitaria” para sus
posibilidades institucionales, económicas y para la “tolerancia” de las clases altas”, como
que fue una sociedad que incorporó otros factores particularmente problemáticos. Factores
que, agreguemos, han sobrevivido a la paulatina extinción del rasgo igualitario que en
principio caracterizaba el medio en que operaban.
Dos datos pueden a este respecto destacarse. Por un lado, el carácter faccioso de los
intereses que se hacen presentes en el estado, que no tendría tanta relación con el relativo
equilibrio entre clases e intereses, como con las dificultades para establecer formas de
cooperación entre ellos y la consecuente reducción de los vínculos entre grupos y actores
particulares (no sólo entre obreros y capitalistas, sino al interior de esos grandes campos) a
juegos de suma cero.
Por otro, el modo en que la lucha política introdujo sus propios factores de inestabilidad, al
hacer de la redefinición de las identidades y alineamientos de los actores su finalidad más
importante e inmediata: la política se orientó así casi permanentemente, tanto durante como
después del régimen peronista, a la conformación de un “nosotros” (el “campo del pueblo”,
la identidad de la “nación”), y a la composición de proyectos refundacionales con ese
fundamento, orientados a lograr una recomposición amplia y definitiva del sistema de
partidos, y relativamente indiferentes a la resolución de problemas más pedestres e
inmediatos y a la formación de consensos específicos a ello dirigidos.
Esto permite entender que, prácticamente todos los programas de gobierno posteriores al
´55, aun los que buscaron preservar la igualdad de condiciones heredada del régimen
depuesto (como hicieron los gobiernos semidemocráticos de Frondizi e Illia), asumieran al
mismo tiempo la imperiosa necesidad de corregir la identidad política de las mayorías que
había resultado de esa situación. Y también permite entender que la progresiva
desigualación de condiciones que tendría lugar a partir de los años setenta, acompañada
ciertamente por el fortalecimiento y la homogeneización de los actores predominantes, no
resolviera el problema de inestabilidad, incluso lo agravara, sobre todo en lo que respecta
precisamente al aspecto económico: nunca la economía argentina fue tan inestable como
durante el proceso de desarticulación de los sectores populares que llevó adelante la última
dictadura y en el curso de las crisis sucesivas que golpearon sus ingresos y oportunidades
en los años que le siguieron.
2.
Historiadores como Halperín Donghi y estudiosos del estado como O´Donnell han aludido
a la debilidad de las instituciones públicas frente a una sociedad movilizada en claves
facciosas, y a la presencia de movimientos políticos con aspiraciones refundacionales, y por
tanto excluyentes, como los factores decisivos tanto para explicar los pronunciados ciclos
económicos, como las dificultades para que la vida política transcurriera por canales
estables en la segunda mitad del siglo pasado. La debilidad del estado, aclaremos, no es
asociada a su tamaño, sino a su falta de autonomía y cohesión: un aparato estatal como el
de los años cincuenta y sesenta, que intervenía en una cantidad de cuestiones, pero sin
capacidad efectiva de regularlas y resolver conflictos, era ya un estado débil. Y lo siguió
siendo bajo los experimentos autoritarios o semidemocráticos posteriores.
Lo característico del período de inestabilidad aguda sería, en esta perspectiva, que el estado
se volvió terreno privilegiado de disputas de todo tipo, y quedó progresivamente sumido en
conflictos que no podía resolver. Ello permitiría explicar, a su vez, que el proceso de
desigualación de condiciones no fuera acompañado de la imposición de un orden estable,
sino de una sucesión de ajustes, todos ellos más o menos caóticos, de los que no resultaron
nuevas instituciones y reglas de juego, sino apenas relaciones de fuerza cada vez más
desiguales, pero todavía precarias, por falta de legitimidad y acuerdos entre los principales
actores sociales y políticos.
Fue así que Argentina, mientras perdió progresivamente grados de igualdad e integración,
también fue dejando por el camino capacidad de acción colectiva, sobre todo en los
sectores bajos de la sociedad, aunque no sólo en ellos: la desagregación sectorial e
institucional terminaría afectando también a los partidos conservadores, la iglesia católica,
las asociaciones empresarias y las fuerzas armadas. Y no ganó en estabilidad, sino que en
gran medida conservó los rasgos de inestabilidad que desde antes la venían caracterizando,
e incluso en algunos aspectos, como en el de las relaciones económicas, incorporó algunos
nuevos. De allí también que las relaciones de poder resultantes entre las clases, y entre ellas
y el estado, no sólo deban considerarse problemáticas por su desigualdad, sino por su
precariedad. Y que no estemos solamente frente a un problema creciente de injusticia, sino
a uno simultáneo de desorden: ambas problemáticas, desorden e injusticia, tendieron a
alimentarse incluso entre sí.
Esta perspectiva nos lleva a revisar la premisa según la cual la economía, la política y las
instituciones argentinas son rígidas, “resistentes al cambio”, y la inestabilidad en ellas
responde a una prolongada y aun irresuelta batalla entre fuerzas “innovadoras” y las del
orden. La vida política y económica argentina ha dado prueba suficiente a lo largo de los
años de lo estéril de procesos de cambio que sacan circunstancial provecho de la labilidad
de la situación, hasta que ella se vuelve en su contra. Por regla general los proyectos de
cambio que logran consenso enfrentan su momento decisivo no cuando chocan contra
resistencias de un statu quo rígido y reactivo, sino a la hora de mantenerse en el tiempo,
proveerse de bases firmes en un escenario que muta rápidamente y diluye las novedades de
ayer por el influjo de otras de hoy, y así una y otra vez.
Con todo, cabe preguntarse si en este pantanoso escenario, que conspira contra los
esfuerzos encaminados a crear instituciones estables, no se reproducen también algunos
rasgos permanentes. ¿Qué es lo que perdura a lo largo de estos ciclos, y cómo lo logra?
Ante todo, perduran los ya mencionados factores causales de tal situación: la facciosidad de
los actores sectoriales, el refundacionismo político, y la debilidad de las instituciones
públicas. Si consideramos los años de experiencia democrática acumulados desde 1983, es
fácil advertir la eficacia persistente de los mismos. El primer gobierno democrático,
encabezado por Raúl Alfonsín, se propuso como meta, al menos inicialmente, utilizar la
legitimidad democrática conquistada para recuperar grados de igualdad social y económica
perdidos durante la década anterior. Su sucesor, Carlos Menem, en cambio, optó por el
camino inverso: aceptó la desigualdad económica como punto de partida para conformar un
nuevo orden de relaciones entre actores económicos y entre ellos y el estado. Lo que ambos
intentos tuvieron en común es que no pudieron poner remedio a la debilidad de las
instituciones públicas, ni al aprovechamiento faccioso de esa debilidad por parte de
intereses sectoriales, en particular, aunque no solamente, los predominantes. Por lo que
estos déficits se reprodujeron a lo largo del tiempo. La “estabilidad” de ciertos actores e
instituciones, que lograron reproducirse y conservar sus recursos y áreas de influencia en
medio del proceso de democratización, reprodujo también las condiciones de la
inestabilidad: dos buenos ejemplos de ello son el modelo sindical y el sistema de
distribución federal de impuestos. En ambos casos se trata de instituciones que fomentan
comportamientos poco colaborativos, juegos de suma cero en la distribución de recursos
públicos y en la negociación entre los actores económicos y entre ellos y el estado. Y en
ambos casos, podemos decir, se trata de “sobrevivientes” al proceso de reformas
democráticas y de mercado que el país atravesó en los años ochenta y noventa. Que han
tenido un papel relevante en la gestación de fórmulas de gobierno precarias en cuanto a su
legitimidad, y a la vez demasiado rígidas para enfrentar las coyunturas de crisis: la
informalización de buena parte de la fuerza de trabajo desde principios de los años ochenta
y la imposición extorsiva de arreglos fiscales federales a la larga inviables para las cuentas
nacionales, tanto en los ochenta como en los noventa, son dos buenos ejemplos de ello.
En resumidas cuentas, aun cuando algunas formas extremas de la inestabilidad, como el
choque entre distintos principios de legitimidad y la hiperinflación, pudieron ser
contenidos, ello no dio lugar a instituciones suficientemente sólidas para evitar que los
factores estructurales de desorden siguieran operando, y condujeran al sistema político y
económico a nuevas crisis agudas. Este es el cuadro de situación que las décadas de
democracia nos han legado.
Otro rasgo que tuvieron en común los proyectos políticos de la etapa democrática, entre sí y
con sus predecesores, fue la pretensión recurrente de refundar el sistema político, ahora a
través de un amplio realineamiento de actores que diera nueva vitalidad a las fuerzas
políticas, o redefiniera su identidad y los clivajes entre ellas. Esta pretensión es, en verdad,
tan antigua como los mismos partidos mayoritarios y tiene todavía hoy manifestaciones
muy potentes, una de las más habituales, la que se denomina “transversalidad”.
La transversalidad es la fórmula con que se promueve una coalición que atraviese a todas
las fuerzas políticas existentes, mayoritarias o minoritarias, antiguas o más recientes, y de
este modo las descomponga, para componer otras nuevas, que han de protagonizar una
nueva etapa de la vida política nacional, una “nueva política” tanto en sus estilos, como en
su agenda y programas. Antecedentes de ella pueden encontrarse en las etapas formativas
del radicalismo y el peronismo, así como en cada uno de sus ciclos de auge. Parte del
supuesto (que por cierto no carece de asidero), de que los intereses y las ideologías son mal
agrupados por los partidos existentes: los obreros están con los conservadores, las clases
medias acomodadas con los reformistas sociales, etc. Y que esa es una causa fundamental
de nuestra inestabilidad política. Para tener una mejor política, por tanto, hay que empezar
por “agruparlos bien”, esto es, agrupar en una misma coalición o fuerza a todos aquellos
que perteneciendo a distintos partidos, podrían compartir posiciones similares en los temas
prioritarios de la agenda.
Lo cierto es que, al pasar revista a nuestra historia reciente, puede advertirse que todos los
gobiernos y líderes de las últimas décadas destinaron buena parte de sus energías a llevar a
la práctica este tipo de realineamientos: lo hicieron los radicales frente al peronismo, los
peronistas con los radicales, los militares, la izquierda y la derecha con ambos. Y el
resultado fue siempre decepcionante. En ocasiones lograron debilitar los alineamientos
políticos heredados, pero recurrentemente fracasaron en su promesa de crear otros más
duraderos y productivos en términos programáticos, de intereses o identidad. La
expectativa de que reordenando el sistema de partidos se podría terminar con la “vieja
política” y crear nuevos actores más estables, con reglas de juego también más estables,
falló sistemáticamente. Tras casi tres décadas de vida democrática, el resultado ha sido más
bien un sistema que, pese a que gira en torno a dos grandes partidos, y en los últimos años
cada vez más en torno a una sola fuerza predominante, el peronismo, no cuenta con
ninguna de las características que definen a los sistemas consolidados: estas fuerzas son
poco más que conglomerados de líderes y agrupamientos que carecen de cohesión, reglas
de juego internas y se fragmentan y reagrupan según necesidades o conveniencias
circunstanciales.
3.
En la historia reciente existen unos cuantos ejemplos de innovaciones políticas, económicas
e institucionales que fueron posibles gracias a un contexto de relativa estabilización. Así
como otras muchas que se frustraron precisamente por la inestabilidad reinante. Entre las
primeras cabe destacar los acuerdos alcanzados en los años ochenta con países vecinos,
limítrofes en el caso de Chile, comerciales en el de Brasil; los acuerdos interpartidarios para
reformar las instituciones militares (a través de las leyes de Defensa y Seguridad) a fines de
esa misma década, las innovaciones que permitieron racionalizar la administración
financiera y el manejo presupuestario a partir de 1992, el Pacto de Olivos para la reforma
de la Constitución, o las reformas fiscales y monetarias que dieron inicio en 2002 a una
larga etapa de expansión económica. Por supuesto, estos cambios pueden considerarse más
bien excepciones, y como tales, fenómenos precarios y parciales en un medio dominado por
la instabilidad, que en alguna medida los esterilizó. Pero eso no quita que produjeran
algunos efectos de largo plazo, que incluso perduran hasta nuestros días.
Se trata además de cambios que en casi todos los casos tuvieron lugar en un segundo plano
de la lucha política, mientras en el centro de la escena se debatían otros asuntos, se llevaban
adelante iniciativas mucho más glamorosas y llamativas, en muchos casos presentadas
como parte de proyectos o batallas refundacionales, de alcance epocal, que habrían de
cambiar de una vez para siempre la vida política y económica nacional. Los acuerdos con
países vecinos y la ley de Defensa se concretaron mientras en la arena política se debatía
sobre el Plan Austral, los paros generales de la CGT y las rebeliones carapintadas; los
cambios en la administración presupuestaria y el Banco Central, mientras se
instrumentaban a toda velocidad las privatizaciones y otras medidas que concitaron mucho
más rechazo y también mucha más adhesión; y los acuerdos sobre la política de
reactivación de 2002, mientras la sociedad se movilizaba contra la elite política y los
banqueros, y el gobierno y el Congreso se debatían para lidiar con las secuelas del fin de la
Convertibilidad. Sin duda que estas otras decisiones “en la inestabilidad” significaron
también, según los casos, avances y retrocesos, costos y beneficios para un sector u otro y
para el propio estado. Pero a la larga demostrarían tener efectos más circunstanciales que
esas otras “cuestiones secundarias” que, con su gran repercusión, opacaron.
Ello ilustra el punto planteado al comienzo respecto a que la inestabilidad no suele ofrecer
un terreno más fecundo para la gestión del cambio que la estabilidad. Al menos en la
experiencia argentina desde mediados del siglo XX, es evidente que resultó serlo bastante
menos. No estamos diciendo nada que no hayan demostrado ya repetidas veces la moderna
teoría institucional. Ella ofrece algunos buenos argumentos generales como para desconfiar
de la cultura de la inestabilidad: cuando las relaciones de poder entre actores son muy
lábiles, todos ellos se vuelven impotentes para resolver problemas bastante básicos e
insoslayables de acción colectiva, más allá de que según las circunstancias puedan sacar
ventajas en algunos terrenos, o considerarse vencedores en ciertas disputas. Todos pueden
tener esperanzas en disfrutar de su “cuarto de hora”, pero se verán obligados a gastar
enormes recursos a la espera de esa oportunidad, y otro tanto una vez que ella haya pasado.
Estas son las reglas de la “política de la inestabilidad” que tanto atrae nuestra atención y
ocupa toda o casi toda nuestra escena pública. Y que se corresponde con una exaltación del
papel que tiene la voluntad en los procesos de cambio: la voluntad, se supone, es por
definición la “fuerza del cambio”, es la que “hace la diferencia”, “inclina la balanza” en una
dirección u otra; y si no logramos concretar los cambios deseados, se puede suponer, es
porque “falta voluntad”. Contra esta idea también se han batido siglos de pensamiento
democrático y republicano: él nos enseña que el recurso decisivo para motorizar y sobre
todo para sostener cambios efectivos no está en el ánimo de los líderes ni de las masas, está
en la existencia de instituciones abiertas a la reforma. La existencia de este tipo particular
de instituciones, que son capaces de procesar el cambio en la sociedad, en el estado, y
también sobre ellas mismas, define a un orden democrático. Y según esa definición es que
habría que medir nuestra capacidad política, y la capacidad innovadora de nuestras
prácticas y nuestra cultura.
Esto nos lleva a la consideración de un último asunto: la forma en que la inestabilidad
económica y política se combinan en nuestros días. No son pocos los análisis económicos
que sostienen que los factores que estaban detrás de los ciclos stop and go (falta de
financiamiento externo y deterioro de los términos de intercambio, presiones distributivas y
sobre los precios relativos que afectaban la balanza comercial y forzaban a elegir entre
retraso cambiario o inflación) han tendido a desactivarse o al menos moderarse, tras la
hiperinflación de 1989-1990 y, en mayor medida aún, el ajuste que siguió a la salida de la
Convertibilidad. Si esto es así, cabe preguntarse en qué medida los factores políticos han
acompañado este cambio de contexto, y si no lo han hecho, por qué, y cuales son las vías a
recorrer para que lo hagan.
Si los factores políticos de la inestabilidad cumplen en nuestros días un rol determinante
sobre los ciclos económicos, entonces la resolución de algunos problemas en ese terreno,
que se arrastran desde hace décadas, en el sistema de partidos y la competencia electoral, en
el sistema federal y el sindicalismo, adquiere una nueva y más urgente significación. Uno
de estos problemas, es el de la asociación entre “cambio político y social” y populismo.
Dadas las características de la sociedad y la política argentinas de un siglo atrás, su
juventud, el peso de la inmigración, la heterogeneidad territorial, etc., el populismo
constituyó tal vez la única vía disponible para dar paso a la democracia y la igualdad en un
contexto de incertidumbre. En el largo ciclo de convulsión económica, política e ideológica
con que debió lidiar Argentina entre las dos grandes guerras, el populismo pudo ser a la vez
un motor del cambio y la respuesta necesaria a la carencia de orden, dado que el contexto
justificaba la desconfianza en que las instituciones de la república pudieran bastarse para
producir tanto una cosa como la otra. Pero desde que la estructura del estado y de la
sociedad cambiaran radicalmente, se debilitaran y al mismo tiempo volvieran mucho más
rígidas, él ya no parece ofrecer una solución para ninguno de los dos problemas. Apenas
pudo seguir siendo una justificación para la frustración: ha dejado de ser una fuerza eficaz
tanto para el orden como para el cambio, y apenas logra reproducir una cultura y una
política basada en el resentimiento. Los fracasos de las instituciones económicas y políticas
del liberalismo, condensados en el derrumbe de 2001, intensificaron la demanda social de
ese placebo. Pero ni la democracia ni la economía argentinas están hoy en la misma
necesidad de sus remedios que en el ciclo clásico del populismo: la democracia cruje pero
sigue siendo la única solución institucional posible, el mundo ofrece demasiadas
oportunidades como para que se justifique volverle la espalda.
Junto a estos desafíos políticos e institucionales, la rediscusión del problema del cambio y
la estabilidad nos confronta con un desafío propiamente intelectual: y es que como fruto del
ciclo de inestabilidad aguda, y aún reforzado en los años de la democracia, se ha tendido a
imponer una perspectiva coyuntural y politicista en las reflexiones sobre los problemas
nacionales. Esta tendencia sin duda tuvo razón de ser: ha sido en gran medida en el
despliegue del arte político que se han resuelto, en un sentido u otro, sucesivas y ya
incontables coyunturas dilemáticas a lo largo de las últimas décadas. Sin embargo, al
mismo tiempo, ella ha dificultado la puesta en perspectiva de más largo aliento de
cuestiones que, en tiempos de auge de la economía desarrollista, la sociología de la
modernización y la historia social solían denominarse “estructurales”. A la consideración
del cambio en esas estructuras el debate académico y público le debe hoy una mirada atenta
y renovada.
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