Política británica en el Río de la Plata PROLOGO La economía es un método de auscultación de los pueblos. Ella nos da palabras específicas, experiencias anteriores resumidas, normas de orientación y procedimientos para palpar los órganos de esa entidad viva que se llama sociedad humana. En puridad, la economía se refiere exclusivamente a las cosas materiales de la vida: pesa y mide la producción de alimentos y de materia prima, tasa las posibilidades adquisitivas, coteja los niveles de vida y la capacidad productiva, enumera y determina los cauces de los intercambios y, en momentos de fatuidad, pretende pronosticar las alternativas futuras de la actividad humana. Pero la economía bien entendida es algo más. En sus síntesis numéricas laten, perfectamente presentes, las influencias más sutiles: las confluentes étnicas, las configuraciones geográficas, las variaciones climatéricas, las características psicológicas y hasta esa casi inasible pulsación que los pueblos tienen en su esperanza cuando menos. El alma de los pueblos brota de entre sus materialidades, así como el espíritu del hombre se enciende entre las inmundicias de sus visceras. No hay posibilidad de un espíritu humano incorpóreo. Tampoco hay posibilidad de un espíritu nacional en una colectividad de hombres cuyos lazos económicos no están trenzados en un destino común. Todo hombre humano es el punto final de un fragmento de historia que termina en él, pero es al mismo tiempo una molécula inseparable del organismo económico de que forma parte. Y así enfocada, la economía se confunde con la realidad misma. Temas para extraviar son todos los de la realidad americana. Esa realidad nos contiene, su calidad condiciona la nuestra. Somos un instante de su tiempo, un segmento de su espacio histórico. Ella delimita constantemente la posibilidad del esfuerzo individual. No podemos ser más inteligentes que nuestro medio sin ser perjudiciales a los que quisiéramos servir y a nosotros mismos. Valemos cuanto vale la realidad que nos circunda. La realidad se anecdoriza incesantemente en nuestros actos y en nuestros pensamientos sin que la inteligencia americana se preocupe de consignarlos. Solemos referirnos a los pasados de América que se anotaron con trascendencia histórica, solemos hilvanar imaginerías sobre su porvenir, pero el instante vivo en que la historia se confecciona, sólo ha merecido desdén de la inteligencia americana que podía haberlos descrito. Y ésa es una de las grandes traiciones que la inteligencia americana cometió con América. Cuatro siglos hacen ya que la sangre europea fue injertada en tierra americana. Tres siglos, por lo menos, que hay inteligencias americanas nacidas en América y alimentadas con sentimientos americanos, pero los documentos que narran la intimidad de la vida que esos hombres convivieron no se encontrarán, sino ocasionalmente, por ninguna parte. Razas enteras fueron exterminadas, las praderas se poblaron. Las selvas vírgenes se exploraron y muchas se talaron criminalmente para siempre. La llamada civilización entró a sangre y fuego o en lentas tropas de carretas cantoras. El aborigen fue sustituido por inmigrantes. Estos eran hechos enormes, objetivos, claros. La inteligencia americana nada vio, nada oyó, nada supo. Los americanos con facultades escribían tragedias al modo griego o disputaban sobre los exactos términos de las últimas doctrinas europeas. El hecho americano pasaba ignorado para todos. No tenía relatores, menos aún podía tener intérpretes y todavía menos conductores instruidos en los problemas que debían encarar. Sin un contenido vital, las palabras que en Europa determinan una realidad, en América fueron una entelequia, cuando no una traición. El conocimiento preciso de la realidad fue suplantado por cuerpos de doctrina, parcialmente sabidos, que no habían nacido en nuestro suelo y dentro de los cuales nuestro medio no calzaba, ni por aptitudes, ni por posibilidades, ni por voluntad. La deliberación de las conveniencias prácticas fue reemplazada por antagonismos tan sin sentido que más parecían antagonismos religiosos que políticos o intelectuales. En esas luchas personales o absurdamente doctrinarias se disipó la energía más viva y pura que hubiera podido animar a estas nacientes sociedades. Los revolucionarios de 1810, por ejemplo, con exclusión de Mariano Moreno, adoptaron sin análisis las doctrinas corrientes en Europa y se adscribieron a un libre cambio suicida. No percibieron siquiera, esta idea tan simple: si España, que era una nación poderosa, recurrió a medidas restrictivas para mantener el dominio comercial del continente, ¿cómo se defenderían de los riesgos de la excesiva libertad comercial estas inermes y balbuceantes repúblicas sudamericanas? Pero el manchesterismo estaba en auge y a su adopción ciega se le sacrificó todas las industrias locales. América no estaba aislada. Al contrario. Fuerzas terriblemente pujantes, astutas y codiciosas nos rodeaban. Ellas sabían amenazar y tentar. Intimidar y sobornar, simultáneamente. El imperialismo económico encontró aquí campo franco. Bajo su perniciosa influencia estamos en un marasmo que puede ser letal. Todo lo que nos rodea es falso o irreal. Es la historia que nos enseñaron. Falsas las creencias económicas con que nos imbuyeron. Falsas las perspectivas mundiales que nos presentan y las disyuntivas políticas que nos ofrecen. Irreales las libertades que nos aseguran. Este libro no es más que un ejemplo de algunas de esas falsías. Volver a la realidad es el imperativo inexcusable. Para ello es preciso exigirse una virginidad mental a toda costa y una resolución inquebrantable de querer saber exactamente cómo somos. Bajo espejismos tentadores y frases que acarician nuestra vanidad para adormecernos, se oculta la penosa realidad americana. Ella es a veces dolorosa, pero es el único cimiento incorruptible en que pueden fundarse pensamientos sólidos y esperanzas capaces de resistir a las más enervantes tentaciones. Desgraciadamente, es difícil aprehender con seguridad a nuestro país. Hay que darlo por presente en las meras palabras que lo denominan o en los símbolos que lo alegorizan. O ser extremadamente sutil para asir entre lo ajeno y lo corrompido esa materia finísima, impalpable casi e incorruptible que es nuestro espíritu, el espíritu de la muchedumbre argentina; venero único de nuestra probabilidad. Todo lo material, todo lo venal, trasmisible o reproductivo es extranjero o está sometido a la hegemonía financiera extranjera. Extranjeros son los medios de transportes y de movilidad. Extranjeras las organizaciones de comercialización y de industrialización de los productos del país. Extranjeros los productores de energía, las usinas de luz y gas. Bajo el dominio extranjero están los medios internos de cambio, la distribución del crédito, el régimen bancario. Extranjero es una gran parte del capital hipotecario y extranjeros son en increíble proporción los accionistas de las sociedades anónimas. Hay quienes dicen que es patriótico disimular esa lacra fundamental déla patria, que denunciar esa conformidad monstruosa es difundir el desaliento y corroer la ligazón espiritual de los argentinos, que para subsistir requiere el sostén del optimismo. Rechazamos ese optimismo como una complicidad más, tramada en contra del país. El disimulo de los males que nos asuelan es una puerta de escape que se abre a una vía que termina en la prevaricación, porque ese optimismo falaz oculta un descreimiento que es criminal en los hombres dirigentes: el descreimiento en las reservas intelectuales, morales y espirituales del pueblo argentino. No es un impulso moral el que anima estas palabras. Es un impulso político. Cuando los Estados Unidos de Norte América se erigieron en nación independiente, Inglaterra, vencida, parecía hundirse en la categoría oscura de una nación de segundo orden, y fue la energía ejemplar de William Pitt la salvadora de su prestigio y de su temple. Deda Pite «Examinemos lo que aún nos queda con un coraje viril y resoluto. Los quebrantos de los individuos y de los reinos quedan reparados en más de la mitad cuando se los enfrenta abiertamente y se los estudia con decidida verdad». Esa es la norma de este libro. RAÚL SCALABRINI ORTIZ