Principio del libro

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Soledad Puértolas
Mi amor en vano
EDITORIAL ANAGRAMA
BARCELONA
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Diseño de la colección: Julio Vivas y Estudio A
Ilustración: foto © Kobi Israel / Millenium Images UK
Primera edición: septiembre 2012
© Soledad Puértolas, 2012
© EDITORIAL ANAGRAMA, S. A., 2012
Pedró de la Creu, 58
08034 Barcelona
ISBN: 978-84-339-9751-7
Depósito Legal: B. 18222-2012
Printed in Spain
Reinbook Imprès, sl, av. Barcelona, 260 - Polígon El Pla
08750 Molins de Rei
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A Polo
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La primera vez que Violeta se detuvo en medio de las
escaleras, yo subía y ella bajaba. Se apartó un momento para
dejarme pasar, siguió con los ojos los movimientos de mis
muletas, como asegurándose de que no me iba a caer, y finalmente me dijo que vivía en el quinto izquierda. No le
gustaba tener que esperar a que el ascensor llegara hasta su
piso, siempre había alguien que se lo quitaba en el camino
y eso la ponía nerviosa, así que se lanzaba escaleras abajo al
menor inconveniente. Violeta me dio esas informaciones y
siguió hacia abajo.
Cada vez que coincidía con ella por las escaleras, se
detenía un momento y me contaba algo. Cosas de su familia, como si yo le hubiera pedido que lo hiciera o como si
creyera que, en mi condición de nuevo vecino de la casa, yo
tuviera necesidad de recabar datos sobre los otros, los vecinos
de siempre y todos los que habían llegado antes que yo.
¿Será así, después de todo?, me pregunté más tarde,
¿habré venido a caer en este edificio de viviendas que he
escogido medio a boleo –aunque reunía las cualidades que
necesitaba–, entre los pisos que mi padre me había ofrecido,
para conocer a estas personas que de otro modo jamás hu9
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biera conocido? Porque aunque mi tendencia a buscarle
sentido a todas las cosas, aun a las más insignificantes, parecía haberse quebrado después del accidente, todavía aleteaba en el fondo de mi ser el deseo de unidad, de conexión.
Violeta no sólo fue la primera persona de la vecindad
con quien crucé unas palabras, sino que no tardamos en
hacernos amigos. Me asombró la velocidad con la que se
instaló entre nosotros esa confianza que tantas veces había
buscado en vano en mis viejos amigos. Pero enseguida me
di cuenta de que se trataba de un caso raro, de una excepción.
Una mañana entré en El Mercurio, el bar del barrio, para
tomar un café y la vi, apoyada en la barra y absorta en la
lectura del periódico. Aunque durante un segundo dudé si
le parecería bien que me sentara a su lado, decidí acercarme.
Algo me decía que, de lo contrario, saldría perdiendo. Dentro de la naturalidad con la que ella, desde el primer momento, me había tratado, se presentía la existencia de un
raro don. En ese instante, Violeta desvió los ojos del periódico y me saludó, en absoluto extrañada de verme.
Hasta mi llegada, no tenía amigos en el edificio, me
confesó algo más tarde, en otro de los encuentros casuales
de El Mercurio, que poco a poco se hicieron rutinarios,
como si fueran premeditados. Nunca del todo. Simplemente nos despedíamos con un «Hasta mañana» que dejaba en
el aire la promesa de una cita.
La conversación de Violeta solía referirse a sus propios
asuntos, el trabajo que tenía entre manos, sus múltiples
proyectos o la historia de su familia. Hacía arreglos de ropa,
y siempre andaba cargada de las bolsas de los encargos que
se traía de la tienda para la que trabajaba y que, en opinión
de su madre, dijo, eran casi una excentricidad, porque le
pagaban poquísimo, pero ella alegaba que le gustaba coser
y que tenía muchas ideas al respecto y que, además, se lle10
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vaba muy bien con la dueña. También hacía collares, pulseras y pendientes, y siempre andaba pensado en cómo venderlos, estaba considerando abrir su propia tienda en
Internet, no sólo para vender bisutería sino incluso ropa de
su creación. Entre la descripción de esas ocupaciones y el
relato errático y lógicamente fragmentado de la vida de sus
padres, que aún eran jóvenes –eso le dije yo–, a Violeta
nunca le faltaba conversación. El pasado de los padres fascinaba a la hija. Habían sido luchadores antifranquistas,
decía con orgullo, ácratas. Verdaderos ácratas, subrayaba.
Nada de partidos, nada que ver con eso. Iban por su cuenta.
Aunque pareciera mentira, yo no me cansaba de escucharla. Me interesaba algo más la vida de sus padres que sus
ideas sobre la ropa que tuneaba, o sobre los collares que hacía
y deshacía, pero, por encima de todo, lo que me gustaba era
estar sentado a la barra de El Mercurio al lado de Violeta,
bebiendo cerveza o cocacola, y echar de vez en cuando una
ojeada al resto de la clientela, sentirme parte de ella. Mientras Violeta hablaba, yo sentía nacer en mi interior un casi
incontenible deseo de hablarle de mí mismo. Pero tenía la
impresión de que el interés que la vida de sus padres despertaba en Violeta se correspondía con una total indiferencia hacia las demás personas. Al resto del mundo nos miraba sin vernos del todo, aunque hubiera un fondo de piedad
en sus ojos, que prefería darnos sin más ni más, sin que le
pidiéramos nada.
Eso no significaba que no fuese selectiva, que tratara a
todo el mundo por igual. Observé que había vecinos a quienes no saludaba, seguramente porque no los veía o había
decidido no verlos, a otros les dirigía un saludo fugaz, con
otros, como conmigo, siempre se detenía a hablar un momento. Pareciera que su comportamiento respondiese a un
sistema, a una clasificación, y sentí un íntimo regocijo al
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comprobar que los vecinos a quienes ni siquiera saludaba,
a quienes en realidad ni miraba, eran precisamente los que
me resultaban más antipáticos, aunque no me hubieran dado
motivos para ese rechazo.
Me gustaba entrar en El Mercurio y ver a Violeta sentada a la barra. Enseguida me di cuenta de que, mientras
ella bebía lentamente su café, sumergida en una absorbente
lectura del periódico, el padre de Violeta, a quien llamaban
el Piloto, solía andar por allí. Pero Violeta nunca se sentaba
con él. El Piloto, que era periodista deportivo, tenía su
propio grupo de amigos. Padre e hija se saludaban de lejos,
y, podría decirse, hasta con manifiesta indiferencia, que bien
podía ser intencionada, para mantener cada uno, dentro del
territorio del bar, su propio espacio. En El Mercurio, Violeta saludaba con más convicción, pero tampoco allí había
hecho amigos, me dijo. Iba para leer el periódico sentada a
la barra, y cruzar dos frases con el camarero, que le caía bien.
Así la solía encontrar yo, enfrascada en la lectura de las
cartas al director, la sección que le interesaba más que ninguna y que leía de cabo a rabo.
Se me ocurrió que Violeta iba a El Mercurio para asegurarse de que su padre estaba allí. Puede que todos lo
pensáramos. Un día, algo después, ella misma me lo confirmó. Había sido un gran periodista, me dijo, periodista deportivo, especificó. Todavía lo era, pero había fumado y
bebido demasiado. Ya no fumaba –el médico había conseguido asustarle–, pero el alcohol no lo podía dejar. Sí, ella
había asumido la tarea de vigilar a su padre, y no le importaba que él se diera cuenta. Era, en el fondo, lo que quería.
Que su padre supiera que ella le vigilaba. Que no se habían
desentendido de él y que sabían –ella y su madre, puesto
que lo que Violeta sabía era inmediatamente conocido por
su madre– dónde se encontraba y qué hacía: en El Mercurio,
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jugando al póquer y bebiendo coñac. Así eran como concluían las tertulias del Piloto. No era lo mejor que podía
hacerse en el mundo, pero tampoco era lo peor.
Curiosamente, los ojos de Violeta pasaban muy deprisa
por encima de los artículos que escribía su padre. Le alegraba ver su nombre impreso, me dijo, eso significaba que, a
pesar de que parecía que no hacía otra cosa que beber, hablar
con sus amigos y jugar al póquer, trabajaba, seguía siendo
un excelente cronista deportivo. Sus artículos se destacaban.
¿No los lees?, le pregunté una vez. Sólo el primer párrafo,
me contestó, rotunda, como si eso fuera lo que hubiera que
hacer. Nada más.
Descontando que luego nos hiciéramos amigos, Violeta fue la primera persona de la vecindad que se dirigió a mí,
como dándome la bienvenida, pero lo cierto es que el resto
de los vecinos me daban continuamente muestras de amabilidad. Mi condición de inválido –más aún, de inválido
joven– era sin duda la causa de su actitud. Las pocas veces
que utilizaba el ascensor –para acceder a mi piso sólo debía
salvar un tramo de escaleras, exactamente siete escalones–,
siempre se apartaban a un lado, me abrían la puerta e incluso esbozaban una pequeña sonrisa, un amago de sonrisa, en
sus labios. Yo les saludaba y les daba las gracias en un murmullo. No podía dejar de saludarles, de agradecerles su
amabilidad, mi naturaleza tiende al saludo, al intercambio
de palabras, por breve que sea. Estos mínimos detalles siempre han sido esenciales para mí, como si formaran una
delgada pero apretada red cuyo objeto fuera sostenerme
sobre la nada, el temor a ser nada, a desaparecer.
De pronto, nadie me ignoraba, nadie me dirigía una
mala palabra. Ese descubrimiento era, quizá, lo que, sin
saberlo, había venido a buscar a la nueva vivienda. Todos
los matices de la vida que mi condición de inválido me
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imponía eran nuevos, estaban sin estrenar, todo resultaba
diferente ahora. Incluso si alguien me hubiera empujado o
no hubiese respondido a mi saludo o, quién sabe por qué,
me hubiera dicho algo en mal tono, todo eso habría tenido
un valor completamente distinto. Habría significado volver
a la normalidad. Hasta me podría hacer un poco de gracia.
Comparado con lo que acababa de padecer, ese golpe que
me había cambiado la vida y la había convertido en una
lucha constante, los desaires y pequeñas ofensas cotidianas
quedaban reducidos a cenizas.
Ahora que, curiosamente, estaba rodeado de amabilidad,
veía que la amabilidad tenía también muchos matices. Podía
ser espontánea o forzada, terriblemente falsa. No me importaba que fuera falsa, no podía reclamar espontaneidad,
claro que no, pero la falsedad resultaba muy reveladora. La
forma de la amabilidad era un indicador de la personalidad,
una ventana por la que asomarme al interior de los otros. A
veces me fastidiaba un poco, porque un inválido –más aún,
un inválido joven– no es alguien a quien haya que compadecer siempre, a quien haya que tratar siempre con exagerada consideración. En el aire flotaba la gran verdad, todos
la veíamos y nadie la debía mencionar: ellos, los no inválidos,
se encontraban en mejores condiciones que yo.
Había miradas terribles, miradas veladas por una suavidad heladora: se detenían en un punto de mi cuerpo –hacia la cintura– y ya no se permitían avanzar. ¡Qué horror les
producía la ignorancia, no conocer con exactitud mi invalidez! No querían saberlo, desde luego. La imperfección
siempre asusta. Eran, como todas las personas que se consideran normales, adictos a la normalidad, por eso me sonrían y apartaban enseguida la mirada de mí.
Más o menos, todos debían de saber quién era yo y qué
hacía entre ellos. Los rumores vuelan por las escaleras. Mi
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reputación era bastante buena a causa del coche, especialmente adaptado para mi invalidez, que se guardaba en el
garaje del edificio. El piso donde vivía –lo sabía el presidente de la comunidad de vecinos– pertenecía a mi padre. Todos
tranquilos.
Era muy consciente de mi categoría de nuevo vecino de
la casa. Me había mudado para eso: para hacer esos pequeños descubrimientos, para enredarme en una nueva cadena
de rutinas y sorpresas. Había estado a punto de morir. No
sabía qué sentido tenía esa supervivencia e intuía que era
mejor no preguntármelo. Todo lo que podía hacer era mirar,
estar muy atento, buscar. Me parecía bien, si ése era el trato. Así lo entendí en el hospital, cuando me enteré de que
la muerte me había rozado y, finalmente, me había apartado de un empujón. No muy fuerte, un leve empujón, pero
suficiente.
Mientras escuchaba a Violeta, y su vida y la de sus padres
–esos míticos Dayana y Eugenio, el Piloto, a quienes por
entonces sólo conocía de vista o de unos saludos lanzados
al aire– se me iban acercando, poco a poco yo iba venciendo el deseo de hablar, de contarle a mi vecina cosas de mi
vida anterior, que ya no existía, y de hacerla partícipe de los
retos y descubrimientos a los que me aferraba ahora. No
sabía por qué ella había decidido convertirme en receptor
de sus fragmentarias crónicas familiares, quizá por la simple
razón de mi edad, que parecía próxima a la suya, y la ausencia en la vecindad de personas como nosotros. La mayoría
eran mucho mayores, a excepción de los niños, el otro grupo numeroso. Tal vez si ella me conociera un poco más, o
me hubiera conocido de antes, me decía yo, nunca me habría
hablado, quién sabe. No sabía nada de mí, sólo buscaba un
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interlocutor. Más adelante, me dijo que, en cuanto me vio,
sintió algo por dentro, una especie de señal. Yo era el amigo
que había deseado tener desde siempre. Lo llevaba mucho
tiempo esperando. Estaba segura de que un día aparecería.
Aunque se me venía a la cabeza la idea de hablarle a
Violeta de mi vida y de relatarle las circunstancias del accidente, me reprimía, no por temor a no ser entendido o incluso rechazado –Violeta no era persona que pareciera
­escandalizarse de nada–, sino porque, de hacerlo, probablemente sería yo quien me rechazaría a mí mismo. Sólo podrían
salir quejas de mi boca. Si hablara, hablaría del dolor. Y eso
era, precisamente, una de las cosas por las que luchaba más:
no ser un inválido que se queja.
Cada vez que me asaltaba la tentación de quejarme, me
acordaba de Fermín, mi compañero de colegio. Usaba muletas, tenía las piernas débiles y desiguales, y todos le compadecían, pero a él no le molestaba que le compadecieran,
parecía haber llegado a la conclusión de que ése era el camino que estaba más a su alcance, el más seguro para que le
prestaran atención. Sobre todo, las chicas. Las miraba con
ojos de bondad infinita, de indefensión total, y ellas se volcaban. Pero yo sabía que su corazón era frío como el hielo
y que todas las caricias que ellas le prodigaban no tenían
para él otro valor que el de los juguetes y caprichos menos
perdurables. Antes del accidente, yo también me había
apoyado algunas veces en mi propia debilidad y en mis limitaciones como si fueran ventajas. Ahora no podía caer en
esa tentación. El recuerdo de Fermín se convirtió en símbolo de todo lo que no había que hacer si quería mantener
dentro de mí algo que me diera fuerzas y seguridad.
No me habría gustado que Violeta me preguntara qué
era lo que había ocurrido para que me encontrara así, qué
había en el origen de mi invalidez, porque de eso era preci16
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samente de lo que no quería hablar, quería borrarlo de mi
memoria, como si mi verdadera vida empezara en ese momento y todo lo anterior hubiera sido un preámbulo sin
importancia alguna. Pero ¿echaba de menos que alguna vez
me preguntara, aunque fuese como mera fórmula, por mi
salud, por mi estado de ánimo? En cierto modo, siempre
estaba a la espera de que Violeta pronunciara unas simples
y casi protocolarias palabras, algo como «¿Qué tal estás?».
Pero ella sólo decía «Hola» y luego arrancaba a hablar. Tampoco –y esto fue lo que en nuestros primeros encuentros en
las escaleras me llamó más la atención, lo que me hizo mirarla con retraimiento y hasta con un poco de temor– sonreía nunca. Era una chica profundamente seria, como si
siempre anduviera absorta en sus cosas.
Desde el principio, tuve la impresión de que mi amistad
con ella me situaba un poco al margen de la vida de la vecindad, porque Violeta vivía dentro de un mundo que no
compartía con nadie. No se trataba de un mundo superior.
Los arreglos de ropa que siempre tenía entre manos y los
collares que nunca la dejaban satisfecha y que se colgaba al
cuello, uno o varios, siempre distintos cada día, como para
probar el efecto, no sugerían asuntos de gran trascendencia.
Sus padres eran populares en el barrio. El Piloto pasaba
muchas horas en El Mercurio. Dayana, una mujer muy
comunicativa y aún guapa, salía varias veces al día a sacar a
sus perras, dos labradoras grandes y afectuosas cuya máxima
ambición, a juzgar por el jaleo que metían cuando bajaban
las escaleras, era alcanzar la calle. Pero Violeta no era como
sus padres. Vivía instalada en una especie de reserva, aparentemente volcada en sus creaciones de joyas y ropa y sus
continuas ideas de rehacerlo todo. Conmigo había hecho
una excepción. Me lo había dicho, y poco a poco comprendí que era completamente cierto.
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