Primer capitulo

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Todavía me alucinaban los Rolling Stones a mediados de los años
sesenta. Los Beatles eran más ricos y vendían más discos. Pero habían comprometido su integridad con sus pelos bien cortados y sus
actuaciones ante la realeza. Los Stones eran los nuevos potentados
de Londres. Sus cortes de pelo, su actitud, su ropa, eran imitados por
todo joven que aspirara a ir a la moda: desde elegantes aristócratas
ociosos a estudiantes que apenas acababan de dejar atrás los pantalones cortos. Resulta difícil recordar ahora la gran influencia, aunque
efímera, que llegaron a ejercer. Ningún otro músico antes que ellos
había ejercido tal poder en aras de una revolución social.
En el centro de todo ello se encontraba Brian Jones. Era el Stone con talento musical, el que podía coger cualquier instrumento
—desde un saxofón a un sitar— y aprender a tocarlo en menos de
media hora. El que se ganaba la vida interpretando rhythm and blues,
puro y trepidante, cuando Mick Jagger no era más que un estudiante
mediocre en la London School of Economics y Keith Richards otro
mugriento delincuente y estudiante de arte que se creía Chuck Berry porque podía arrancar tres acordes a su guitarra desafinada.
Brian personificaba la actitud hedonista y arrogante, el principal
atractivo de los Rolling Stones. Había abandonado a seis hijos ilegítimos, todos chicos y todos de distinta madre. Fue el que se dejó el
pelo más largo. El primero en vestir ropas escandalosamente andróginas —blusas de chifón, sombreros de Ascot y maquillaje— y, sin
embargo, le rodeaba tal halo de agresividad guerrillera que nadie
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hubiera osado sugerirle a la cara que no tenía un aspecto demasiado masculino. Brian era el líder y los otros Stones le seguían detrás
cojeando.
Las cosas habían cambiado últimamente. Entre quienes trabajaban con los Stones se rumoreaba que, involuntariamente, Mick y
Keith estaban subyugando a Brian, quebrantado su voluntad, destruyéndolo. Egocéntricos, obsesionados con llegar a ser estrellas del
rock, no podían perdonarle a Brian Jones que al principio les hubiese
doblegado, musical y visualmente, a su voluntad. Tales rumores son
algo habitual en el turbulento y malicioso mundillo de la música
rock, y nunca me los tomé en serio… hasta ahora.
Eran las dos de la mañana y estaba saboreando un whisky escocés
con hielo en un oscuro club nocturno londinense llamado Speakeasy,
esperando a que apareciera mi amiga, que era bailarina en la discoteca. El club estaba abarrotado de chicas y chicos guapos que habían
convertido momentáneamente a Londres en la capital de moda del
mundo occidental. Quizá el Swinging London no sea ahora más que
un viejo cliché. Pero entonces era una realidad y todos trabajábamos
duro para perpetuarla.
En clubs como el Speakeasy, todos intentaban parecer súper cool
pero en realidad se pasaban el rato mirando alrededor en busca de
alguna cara famosa. Es fácil adivinar que ha llegado una estrella
porque todo el mundo —incluidas las bailarinas— comienza a abrir
hueco. Cuando sucedió esta vez, levanté la vista, y ahí, tambaleándose hacia mí, estaba Brian Jones.
No era el Brian que había conocido doce meses atrás. Entonces,
su pelo dorado brillaba como el sol, estaba moreno, era ágil y guapo.
Ahora el pelo le colgaba lacio y grasiento alrededor de la cara, pálida
como la muerte; tenía los ojos inyectados en sangre y las sombras
que se extendían por su rostro eran las de alguien que no había dormido en mucho tiempo.
—Eh, Tony, ¿cómo va todo, tío?
Sonrió, le pedí un whisky y me sentí halagado, no solo de que el
guitarrista principal de los Rolling Stones se hubiese acordado de mi
nombre sino de que además me hubiera escogido a mí, de entre todas las personas que conocía en un club de moda como el Speakeasy.
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Hablamos un rato sobre discos y sobre las últimas pelis de estreno; luego dejó caer, como por casualidad, la pregunta que había estado esperando:
—¿Sabes dónde puedo pillar, Tony?
No soy camello, pero de joven había trabajado en el Soho, primero como portero de discoteca, luego como crupier, así que sabía
exactamente adónde ir para conseguir cualquier cosa, ya fuera una
bolsa de hierba o una metralleta Thompson. Por consiguiente, la
gente del mundillo del rock había pasado a utilizarme como reacio
intermediario en sus flirteos con el submundo londinense. Aunque
tenía miedo de que este papel acabara por causarme problemas, era
lo suficientemente joven y alucinaba tanto con los famosos como
para llegar a la conclusión de que merecía la penar correr el riesgo
si era el precio que tenía que pagar para ser amigo de gente como
Brian Jones.
—¿Qué quieres? —le pregunté a Brian, a pesar de que me moría
de ganas de cambiar de tema.
Me agarró del brazo y dijo, casi gritando:
—Cualquier cosa, consígueme lo que sea. No me importa una
mierda, tráeme algo ya.
Recuerdo sus ojos, tristes y perdidos. Brian Jones, la más célebre,
extravagante y exuberante estrella del rock, era ahora un tipo patético. Me zafé de su brazo y me acerqué a un tío negro que conocía y
que sabía que a veces pasaba droga para sacarse algo de pasta.
—¿Qué buscas? —susurró—, tengo de todo, tío: coca, tripis, hierba...
—Un momento.
Volví a preguntarle a Brian qué se le antojaba.
Brian no lo pensó ni medio segundo.
—Píllame de todo, Tony —me pidió—. Todo lo que tenga. No me
importa lo que cueste.
El precio era 250 libras. Prometí al tío de color que tendría el dinero en sus manos al día siguiente y, como me conocía y confiaba
en mí, me pasó todo el alijo en una pequeña bolsa de papel. Cuando
regresé a nuestra mesa en mitad de la sala, al lado de la pista de baile,
Brian se estaba comportando de un modo tan extraño que temí que
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fuera a meterse toda la droga allí mismo, delante de todo el mundo.
Antes de entregarle la bolsa, le advertí que tenía que ir al lavabo si
quería tomar algo mientras estuviese en el Speakeasy.
Sin darme tiempo a terminar lo que estaba diciendo, agarró la
bolsa, igual que un niño coge un chupa-chups, y se largó corriendo
al baño. Parecía relajado cuando volvió, y sonreía mientras me pasaba la bolsa y me pedía que me ocupara de ella en caso de que le
registrara la policía. Yo había empezado a consumir cierta cantidad
de cocaína así que, cuando Brian me invitó a coger lo que me apeteciera de la bolsa de chucherías, acepté agradecido. No pude creer
lo que veían mis ojos cuando me encerré en el baño y abrí la bolsa.
Brian no solo se había metido más de medio gramo de coca, sino
que al parecer se había tragado un buen puñado de estimulantes y
de tranquilizantes. Volví a la mesa armándome de valor y dispuesto
a encontrarme a Brian inconsciente en la pista de baile; sin embargo,
allí estaba, sonriendo y bromeando con una amiga mientras sorbía
su quinto whisky de la noche.
Nos quedamos una hora más, e incluso después de haberse to-
Rocky, una amiga, Brian Jones y Keith Moon.
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mado otros dos whiskys, Brian aparentaba estar solo ligeramente
colocado. Me llevó algunas semanas darme cuenta de que Brian pertenecía a esa clase de alcohólicos que se pasea por ahí en una zona
gris permanente: nunca demasiado borracho, pero tampoco demasiado sobrio.
Lo llevé en mi Alfa Romeo blanco hasta su piso en Courtfield
Road, en Earls Court. La noche era cálida y había una luna llena
enorme, así que fuimos rápido, muy rápido, con la capota bajada.
Brian parecía disfrutar de la velocidad y del viento, que hacía que el
pelo se le metiera en los ojos, pues podía oírle mascullar, «Vamos,
querido, vamos… más rápido, querido, más rápido».
Me invitó a su piso situado en la segunda planta del gran edificio
de ladrillos rojos a fumar un «petardo» —así llamaba Brian a los porros—, y acepté. Mientras lidiaba torpemente con las llaves de su
casa, le pregunté de pasada:
—¿Tío, qué es eso que he oído decir de que Anita está saliendo
con Keith?
Era de todos sabido que Anita Pallenberg, a la que conocía bastante bien, había dejado a Brian por Keith Richards. Brian se estremeció
como si le hubieran asestado una puñalada.
—No vuelvas a mencionar el nombre de esa tía delante de mí
—dijo. Pero sus palabras no podían ocultar el dolor que le corroía
por dentro y que le estaba destruyendo. Cuando Keith sedujo a Anita, le arrebató el único punto de apoyo que sostenía a Brian, condenándolo a una vida de la que Brian solo ansiaba olvidarse.
Esto fue aún más patente cuando entramos en el piso y fuimos
recibidos por Nikki y Tina, dos bellas lesbianas que hacía semanas
que vivían con Brian. Este dejó bien claro que los tres compartían su
cama extra grande. Lo que era casi tan evidente como que ninguno
de los tres soportaba a los otros dos.
Mientras me liaba un porro de la bolsa de papel de Brian, este
metió la mano y sacó un trocito de papel secante impregnado con
LSD. Después de todo lo que había bebido, de la cocaína y de los
estimulantes y tranquilizantes que había tomado, me preocupaba
cómo podía afectarle; pero como parecía saber lo que estaba haciendo mantuve la boca cerrada.
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Era increíble, pero Brian todavía aparentaba estar razonablemente
en plenitud de sus facultades mentales; aunque yo para entonces ya
no estaba lo que se dice sobrio, supongo que tampoco era la persona
más indicada para juzgarlo. De repente, se le metió en la cabeza poner unas cintas con música que había compuesto. Su cerebro debía
estar dando volteretas dentro del cráneo. Mientras intentaba poner la
cinta en el reproductor, esta se desenrolló por todas partes; y cuanto
más intentaba Brian arreglar el desastre, más lo empeoraba. Al final,
acabó sentado en el suelo, llorando, con cientos de metros de cinta magnetofónica enredada a su alrededor. Luego, cuando conseguí
que parase, comenzó a hacer trizas la cinta —fruto de semanas de
trabajo— con unas tijeras. Entonces cortó unos dos metros para que
pudiera escuchar un trozo de algo sin sentido y que sonaba como si
hubiera sido parte de una canción buenísima. Nadie sabrá nunca si lo
era o no.
Después comenzó a unir la cinta haciendo nudos porque, en su
ofuscación, creía que era la única forma de repararla. Luego empezó a poner un pedazo de cinta de atrás hacia delante, sin dejar de
repetir, «¡Qué bueno! ¡Qué bueno!». Yo ya había probado el LSD y lo
entendí: hacía que todo sonara genial.
El estado de Brian fue empeorando a medida que avanzaba la noche. Se liaba un porro enorme cada veinte minutos o se tomaba un
par más de pastillas y se desmayaba en el suelo. Entonces me miró
con malicia y gruñó:
—Voy a matarte, Mick —pero entonces se dio cuenta de que era
yo—. Lo siento mucho, Tony. ¿Te llamas Tony, no?
Mientras duró todo aquello, las chicas se limitaron a dar caladas a
los porros, impertérritas.
—Siempre es así —fue todo lo que comentaron con una risita tonta cuando les pregunté si debíamos encerrarlo en la habitación.
Entonces Brian empezó a llorar, sentado con la cabeza en las manos, como un animal herido. Ver a ese hombre de impresionante
talento y belleza, envidiado e idolatrado por millones de personas,
tan consumido por el dolor me dolió más que cualquier cosa que
hubiera visto antes.
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Brian Jones de tripi.
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El sol brillaba a través de las ventanas mientras parpadeaba, me
frotaba los ojos y me preguntaba dónde coño estaba. Se me había
dormido la pierna, tenía el cuello rígido y parecía que un equipo
de fútbol hubiera utilizado mi cabeza como pelota para entrenar.
Brian dormía con la cabeza apoyada sobre el magnetofón. Las chicas
—considerablemente menos exóticas a la cruda luz del día— se acunaban abrazadas en una de las carísimas alfombras persas de Brian.
Buscando a tientas en la cocina, conseguí, no sé cómo, hacer cuatro
tazas de café solo cargado para espabilar a todo el mundo.
Lo bebimos lentamente. Entonces, Brian picó un poco de cocaína
en un trocito de cristal y la esnifamos con un billete enrollado. Sé
que mucha gente tiene una fe ciega en la eficacia de los huevos con
bacón, pero hay un montón de personas entre la gente del mundo
del rock a quienes les resultaría difícil empezar el día sin la adrenalina, sin la estimulante explosión de combustible para cohetes de una
raya de coca.
Brian se sintió tan feliz como un niño el primer día de vacaciones
de verano una vez que la cocaína comenzó a burbujear por su cuerpo. Nos informó de que iba a llevarnos a tomar un desayuno de los
de verdad al Antique Market, en Kings Road, Chelsea. Nos apiñamos
en su coche, un Rolls Royce Silver Cloud color plata metalizado con
las ventanas tintadas, y nos marchamos dando bandazos: Brian y yo
delante, las chicas detrás.
Desde el principio, tenía la sospecha de que Brian no estaba en
condiciones de caminar, ni qué hablar de conducir un Rolls, y en
menos de trescientos metros mi temor se vio justificado. Brian dio
un volantazo en la esquina de Fulham Road y se estrelló contra la
parte trasera de un coche aparcado. Cuando se puso a buscar a tientas la palanca de cambios para meter la marcha atrás, fue evidente
que quería largarse de allí. No obstante, el impacto había provocado
un ruido tremendo y estaba seguro de que varias personas habían
visto lo ocurrido. Salté rápidamente del coche y garabateé una nota
de disculpa que metí debajo del limpiaparabrisas del coche dañado.
—¿Por qué cojones has hecho eso? —le pregunté una vez subí de
nuevo al Rolls.
—Se interponía en mi camino —fue su única respuesta.
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Intenté convencerlo de que me dejara conducir a mí hasta Kings
Road, pero insistió en que era perfectamente capaz de manejar el
coche. Zigzagueamos en dirección a Chelsea, como una pandilla de
incompetentes policías de película muda.
Durante el recorrido me vi forzado una y otra vez a pasar la pierna
por encima de Brian y estampar el pie en el freno para evitar otro
choque. A lo largo de todo el trayecto, la gente no dejó de mirarnos:
una panda de estrellas del rock armándola en un Rolls fuera de control. Sorprendentemente, conseguimos llegar al Antique Market sin
chocar con nada más, pero como había un montón de coches estacionados sugerí que entrara con las chicas mientras yo aparcaba el Rolls.
—¿Qué crees que soy —estalló—, un imbécil, un idiota o algo así?
Soy perfectamente capaz de aparcar mi propio coche, muchísimas
gracias.
Así que, con un giro de volante, dirigió el cochazo al otro lado de
la calle, se metió recto en la acera y se estampó contra un muro de
ladrillos. El accidente pareció ocurrir a cámara lenta o como si se
tratase de la escena de una película. Brian no podría haber ofrecido
absolutamente ninguna excusa si la policía se hubiera presentado de
pronto.
Cuando me quise dar cuenta, Brian salió trepando del Rolls con
las chicas mientras me pedía, tranquilo y con una amplia sonrisa en
la cara, si podía aparcar el coche. De modo que subí al asiento del
conductor mientras docenas de personas miraban el enorme Rolls
con ventanas tintadas estampado, sin motivo aparente, contra un
muro de ladrillo. Logré dar marcha atrás y aparcar a la vuelta de la
esquina, y ese fue el final de aquel pequeño incidente. Desde ese día
he sido un gran admirador de los Rolls porque, aunque el muro quedó completamente hecho polvo, el único daño que sufrió el coche
fue una abolladura en el radiador.
Después de tomar café y cruasanes, Brian me pidió que les diera
una vuelta en coche por Chelsea durante el resto del día. Le flipaba
bajar un poquito la ventanilla de atrás y asomarse para que algunos
fans pudieran reconocerle y corrieran hacia el Rolls para conseguir
un autógrafo. Cuando se cansó de este juego fumamos unos cuantos porros y luego Brian convenció a las chicas para que se besaran
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apasionadamente. Cuando me quise dar cuenta, estaba haciendo el
amor con una de ellas en el asiento de atrás mientras yo permanecía
sentado y atrapado en un atasco en Kings Road, intentando aparentar que no me enteraba de nada.
Brian se estaba granjeando una reputación legendaria como amante, y a medida que llegué a conocerlo a fondo, me di cuenta de que,
hasta cierto punto, era bien merecida. Cuando no iba demasiado colocado, no le daba importancia al hecho de hacer el amor con dos —o
incluso con tres— chicas diferentes en una sola noche. Pero otra cosa
que comprendí fue que para Brian el sexo no tenía absolutamente
nada que ver con el amor. Utilizaba el sexo como un arma para degradar y humillar a las mujeres que se sentían atraídas por él. Algunas veces se conformaba con el mero sadismo verbal, como burlarse
delante de mí de cómo se las apañaba una determinada mujer en la
cama en voz tan alta que resultaba imposible que ella no lo oyera.
En otras ocasiones su crueldad se manifestaba de formas aún más
peligrosas. Parecía disfrutar muchísimo pegando a las mujeres. Una
y otra vez me encontraba en su piso a chicas con los ojos morados
y los labios hinchados. Sin embargo, ninguna de ellas fue a la policía
ni causó ningún problema. Supuse que, aunque quizá no disfrutasen
de que las pegaran, estaban preparadas para tolerarlo si era el precio
que tenían que pagar por compartir la cama con un Rolling Stone.
Pero maltratar a las mujeres no parecía ser algo que Brian hiciera
para experimentar placer físico. Era como si cargara dentro de sí con
una pena terrible y lacerante, y como si el único modo en que obtenía cierto alivio pasajero fuese transmitiéndoselo a otras personas.
A veces, cuando no había ninguna mujer por allí, nos fumábamos
un porro y hablábamos hasta altas horas de la madrugada; progresivamente, comencé a entender el trauma que le estaba destrozando.
Se había criado en Cheltenham, una ciudad pretenciosa, sórdida y
un tanto anticuada. Sus padres se habían integrado bien en ella, su
madre daba clases de piano y su padre tenía un trabajo gris, típico de
Cheltenham. Brian escapó de su mundo claustrofóbico abandonándose a tres cosas: tocar el clarinete, escuchar discos de jazz y seducir
a toda jovencita que se cruzara en su camino.
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El jazz se convirtió en una religión para él, y me contó que había
pasado horas en su habitación intentando imitar al gran Charlie Parker. Tenía pocos amigos, de modo que encauzó toda su ira y frustraciones adolescentes en la música. A pesar de ser brillante, perdió
interés en sus tareas escolares y estuvo a punto de ser expulsado del
instituto.
Se unió a una banda local de jazz tradicional —entonces estaba
de moda el jazz tradicional—, pero el entusiasmo de tocar junto a
otros músicos se esfumó rápidamente; se cansó de tocar la clase de
música comercial que el público de los clubs quería escuchar, y lo
dejó. Acabó trabajando en la oficina de un arquitecto local, pero entonces, inevitablemente, una «amiga» se quedó embarazada y Brian
decidió huir de Gran Bretaña para escapar de la cólera de los padres
de ella, de la de los suyos y de la de sus jefes. Llevándose consigo sus
dos posesiones más preciadas, su saxofón y su guitarra, llegó a dedo
hasta Escandinavia porque había oído un montón de historias sobre
las rubias que vivían allí y que creían en el amor libre. Sobrevivió
tocando música en la calle. A menudo me explicaba que esos meses
habían sido los más libres y felices de toda su vida. Y, sí, al parecer las
rubias eran tan locas como las pintaban.
Al final se quedó sin dinero y volvió sin armar mucho ruido a casa
de sus padres. Desempeñó una serie de trabajos de oficina típicos de
Cheltenham y tocó con varias bandas de jazz locales, pero la vida
parecía no tener sentido.
—Entonces —me contó una noche Brian— descubrí a Elmore
James, y la tierra pareció temblar sobre su propio eje.
James era un guitarrista slide que tocaba blues de una manera excepcionalmente emotiva. Casi nadie había oído hablar de él, ni siquiera
en Estados Unidos, su país natal. Brian me explicó que le conmovió
tanto la capacidad que tenía James para desnudar su alma a través
de la música que se fue directo a comprar una guitarra slide. Luego
dejó de ir a trabajar y comenzó a pasar hora tras hora, día tras día,
aprendiendo a tocar blues como Elmore. Se obsesionó con el blues
y pasaba cada segundo que tenía libre tocando o escuchando la música de bluesmen como los legendarios Muddy Waters, Robert Johnson, Sonny Boy Williamson y Howlin’ Wolf. Con dieciocho años,
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Brian empezó a tocar la guitarra slide con la primera banda de genuino blues británica, Alexis Korner’s Blues Incorporated, y a saborear
las mieles de la fama por primera vez. No es que fuera famoso, pero
cada vez que Blues Incorporated actuaba en un pequeño club en Ealing, eran los solos de Brian los que cosechaban todos los aplausos,
y su belleza angelical la que atraía a un número cada vez mayor de
jovencitas, que lo esperaban después de la actuación.
Una noche, dos chicos de su misma edad fueron a ver uno de los
conciertos en Ealing. Después charlaron un rato y le dijeron que
se llamaban Mick Jagger y Keith Richards. Estaban alucinados con
Brian. No era solo que sus conocimientos y aptitudes musicales
eclipsaran los suyos. Era la envidia apenas oculta por el hecho de que
Brian viviese peligrosamente y caminara firme por el lado salvaje de
la vida, mientras que ellos combinaban la rebelión con una vida cómoda en casa con papá y mamá. Keith, en particular, habló sobre las
peleas en las que se había metido y cosas que había mangado, pero ni
siquiera él pudo ocultar la impresión que le causó escuchar que Brian
mencionara de pasada su preocupación por sus dos hijos ilegítimos.
Las cosas fueron muy rápido después de aquello. Jagger se incorporó a Blues Incorporated a modo de vocalista invitado ocasional, y
Keith introdujo a Brian al rhythm and blues más obsceno y comercial
de gente como Chuck Berry y Bo Diddley. Aunque Brian todavía actuaba ocasionalmente con una deprimente banda de jazz tradicional
para ganar algo de dinero, comenzó a tomarse cada vez más noches
libres para tocar la guitarra con Keith.
Por aquel entonces, Jagger y Richards tenían su propio grupo
amateur llamado Little Boy Blue and the Blue Boys. Pero Brian y
Keith tenían tantas ganas de tocar juntos que decidieron formar un
grupo totalmente nuevo. Desde el principio estaba claro que Brian
iba a ser el líder de la banda. Fue él quien eligió llamar al grupo The
Rolling Stones, por el título de una canción de Muddy Waters. Junto
con Brian, Mick y Keith, en ese primer grupo estaban Ian Stewart,
uno de los mejores pianistas boogie de Gran Bretaña hasta su prematura muerte en 1985; Dick Taylor al bajo y Tony Chapman a la
batería. Los Stones no fueron concebidos con propósito comercial,
insistió siempre Brian; no eran más que un grupo de músicos con
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ideas afines a quienes les flipaba tocar juntos. En realidad, al principio los Stones fueron básicamente un grupo a tiempo parcial. Jagger
siguió trabajando en Blues Incorporated, mientras que Brian continuó tocando en varias bandas de jazz.
Taylor y Chapman se distanciaron poco a poco y fueron sustituidos por Charlie Watts a la batería y Bill Wyman al bajo. La alineación estaba completa. Por aquella época, Ian Stewart todavía tocaba
el piano con la banda. Para entonces Mick, Brian y Keith compartían un inhóspito piso en Edith Grove, Chelsea, y vivían de las pocas
libras que conseguían ganar a la semana como teloneros en clubs
como el Marquee, en el Soho. Años más tarde le pregunté a Brian
por qué nunca comía patatas, y me explicó que él, Keith y Mick habían vivido prácticamente a base de patatas —en puré, hervidas o
fritas— durante su época en Edith Grove porque era lo único que
podían permitirse.
—Juré que nunca volvería a comer patatas cuando pudiera permitirme no hacerlo —dijo.
Brian también me contó historias sobre cómo complementaban
las patatas robando comida a sus vecinos. En otro piso de la casa,
dos maestros de escuela celebraban lo que a su juicio eran fiestas
locas de cerveza y jazz. Como no tenían cerradura, Mick, Brian y
Keith esperaban a que los juerguistas se desplomaran en un sopor
etílico para subir a hurtadillas y tomarse las cervezas y sándwiches
que hubieran sobrado.
—Éramos tan buenos que nunca sospecharon de nosotros —se
jactó ante mí Brian.
A principios de los años sesenta, Brian era el rey. Mick y Keith se
disputaban su amistad mientras él intentaba enseñarles todo lo que
sabía sobre música. Jagger llevaba semanas intentado aprender a tocar la armónica de blues, sin lograr resultados espectaculares. Brian
tomó el malogrado instrumento y, con su extraordinario talento
para dominar con maestría cualquier cosa que tuviera que ver con la
música, aprendió a tocarla de manera impresionante en un solo día.
Al parecer, lejos de sentirse humillado, Jagger se mostró agradecido
cuando Brian se ofreció a enseñarle cómo se hacía.
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A veces, cuenta Brian, todos ellos se deprimían… sobre todo cuando les era imposible pagar las cuotas de los instrumentos que habían
comprado a plazos. Entonces los tres se sentaban a charlar y a contar
chistes y nada parecía tener tanta importancia.
A Mick le torturaba la falta de confianza en sí mismo. Había defraudado tremendamente a sus padres al abandonar los estudios en
la London School of Economics. Luego había desperdiciado la gran
oportunidad de convertirse en cantante con Blues Incorporated. ¿Para
qué? Para cantar una desconocida forma americana de música popular que nadie parecía querer escuchar. Además, le preocupaba que su
voz no fuera la adecuada. Por mucho que lo intentara, no conseguía
sonar ni remotamente como un cantante de blues negro. También
sonaba monótono en muchas de las grabaciones hechas por el grupo.
Brian y Keith no albergaban semejantes dudas. Sabían que lo que
hacían estaba bien. No habían tenido que hacer ningún sacrificio por
los Rolling Stones, y sentían tal subidón mágico cada vez que tocaban juntos sobre un escenario que el dinero, la comida y el reconocimiento pasó a ser algo secundario en comparación con hacer la
música en la que creían.
—Como ves, siempre lo tuvimos muy claro —dijo Brian—. El
blues era auténtico. Solo tuvimos que convencer a la gente de que
escuchara la música, y no pudieron evitar enamorarse de todos esos
grandes vejestorios del blues. Conocía de primera mano la escena
del jazz y sabía que se iba a acabar porque estaba llena de mierda y
de farsantes que apenas sabían tocar. Y Keith estaba familiarizado
con la música pop convencional, así que sabía que era una porquería.
No nos gustaba estar a dos velas, pero lo soportamos porque era el
precio que teníamos que pagar por tocar música decente. Además,
comenzábamos a percibir que cada vez más gente estaba harta del
jazz tradicional y buscaba algo diferente; y todos sabíamos que ese
algo éramos nosotros.
Tenía razón, desde luego, y no pasó mucho tiempo antes de que
empezara a hablarse en los pasillos de la industria musical sobre esta
nueva banda, muy joven, muy rara y muy arrogante. Pero la mayoría de la gente se mostró escéptica: una pandilla de adolescentes
raritos como esos nunca llegaría a ninguna parte.
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Brian se encargó varias veces de que los Stones grabaran maquetas, pero siempre se las rechazaban con una impersonal nota de agradecimiento del mismo modo que habían hecho con los primeros
intentos de todos los grandes (Elvis Presley y los Beatles incluidos).
A día de hoy sigue siendo un tópico que las compañías discográficas
desanimen a cualquiera que intente abrir nuevos caminos musicales;
parece que crean que todo aquello que suene diferente nunca podrá
tener éxito comercial.
Mientras tanto, Brian entabló una amistad que iba a proporcionar
a los Stones la oportunidad que necesitaban y que tanto merecían.
Giorgio Gomelski era uno de los personajes más extraordinarios
de Londres. De padre ruso y madre francesa, había dado la vuelta al
mundo haciendo autoestop. Más tarde, fundaría el primer festival de
jazz de Italia. Tras pasar una temporada en Chicago, desarrolló una
pasión por el blues que rayaba en lo obsesivo, y se mudó a Londres
donde organizó un enorme festival de jazz y blues al aire libre. Ahora
había abierto el club más cool de la capital. Se llamaba el Crawdaddy
y los Rolling Stones se acercaron a Richmond a ver a algunas de las
bandas de rhythm and blues que Giorgio hacía subir al escenario.
A Brian le caía realmente bien Giorgio, y a menudo se dejaba caer
por Richmond para hablar de jazz y blues. Pero tenía un motivo
oculto: los Stones querían actuar en el Crawdaddy más que nada en
este mundo. Y a pesar de que Giorgio no paraba de aconsejarles sobre cómo mejorar sus actuaciones, parecía inmune a cualquier insinuación que estos le hicieran para que les dejara tocar en su club. En
realidad, estaba esperando el momento, esperando a que los Stones
tuvieran suficientes canciones y aprendieran a tocar de forma coordinada lo suficientemente bien como para actuar en el Crawdaddy
sin cagarla. Por fin, le quedó una noche libre, los Stones estaban listos y llamó a Brian.
La primera vez que tocaron allí, se presentaron 66 personas, y los
Rolling Stones recibieron la enorme suma de dos libras por barba.
En pocas semanas, el público se duplicó, se triplicó y cuadruplicó
hasta que empezaron a formarse largas colas a lo largo de Kew Road
todos los domingos por la tarde.
Los jóvenes modernos y guapos acudían desde todas partes de
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Londres a bailar, conocer y aclamar esta nueva música agresiva y
rebelde que reflejaba la actitud de toda una generación en el mundo
entero. Ronnie Wood, que entonces no era más que otro adolescente desempleado, conoció a su mujer, Chrissie, mientras ambos
se maravillaban ante la maestría y habilidad de Brian Jones en el
Crawdaddy. No podían ni llegar a imaginar que trece años más tarde
Ronnie sustituiría a Brian en el grupo. Y todos los demás que iban
a acabar convirtiéndose en el Swinging London —David Bailey, Jean
Shrimpton, Mary Quant, etc.— se saltaban las comidas familiares de
los domingos para montarse en los trenes que les llevaban a Richmond y ver con sus propios ojos la nueva sensación.
Naturalmente, de haber ocurrido ahora, los Stones habrían aparecido en la televisión y se hubiera escrito sobre ellos en las revistas y
periódicos de todo el país. Pero entonces, los medios de comunicación estaban destinados a la gente de mediana edad y los grupos de
pop apenas merecían un comentario serio.
Al final, el periódico local se vio obligado a tomar nota. Un periodista del Richmond and Twickenham Times llegó a escribir un artículo
sobre esos extraños jóvenes de pelo largo y chicas con ropas estrafalarias que casi causaban disturbios cuando los Stones terminaban su
actuación. Fue una historia emocionante y bien escrita que provocó
cierto estupor entre los jubilados de Richmond. Pero el periodista no
dejó de mencionar que los Rolling Stones eran una banda que tocaba un tipo de música mucho más fascinante que cualquier otro grupo del país, que les sobraba vida y que eran jóvenes y apasionados,
mientras que todas las bandas de jazz tradicional eran anticuadas y
aburridas, y estaban anquilosadas. Y que quizá, solo quizá, acabasen
por ser una fuerza que hiciera temblar al mundo entero.
Para Brian, el artículo significaba todo aquello por lo que tanto
había luchado. Años después todavía lo llevaba encima a modo de
talismán de la buena suerte. Para él, era la prueba de que su grupo,
los Rolling Stones, que él había creado y liderado, estaba por fin en
camino de llegar a la cumbre.
Incluso los Beatles, que en aquel momento brillaban con el éxito de su primer hit, «Love Me Do», se dignaron a tomar nota. Una
tarde, George Harrison se acercó a hablar con ellos después de una
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actuación para decirles que eran el mejor nuevo grupo que había
visto en su vida. Lo llevaron de vuelta al piso en Edith Grove, donde
se reunieron con los otros tres Beatles y mantuvieron una sesuda
conversación hasta bien entrada la noche sobre música y revolución
y Chuck Berry y de cómo todos ellos iban a cambiar el mundo.
Entonces Norman Jopling, uno de los periodistas más respetados
del Record Mirror, salió del Crawdaddy en abril de 1963 y escribió:
Mientras que la escena tradicional se hunde gradualmente, promotores de todo tipo de conciertos de ritmos adolescentes suspiran
aliviados al haber encontrado algo que la sustituya. Se trata de
rhythm and blues, desde luego; el número de clubs de R&B que
han surgido de repente es increíble.
(…) En el Hotel Station de la calle Kew [el edificio al que pertenece el Crawdaddy], los chavales modernos se lanzan de lleno
a la nueva «música jungle» como nunca hicieron en los días más
sobrios de la música tradicional.
Y el grupo con el que se retuercen y contonean se llama The Rolling Stones. Quizá nunca hayas oído hablar de ellos; si vives lejos
de Londres hay muchas posibilidades de que no lo hayas hecho.
¡Pero no hay duda de que acabarás escuchándolos! Los Stones
están destinados a ser el mayor grupo en la escena del R&B, si esta
continúa prosperando. Hace tres meses, solo cincuenta personas se
acercaron a ver al grupo. Ahora Gomelski tiene que cerrar las puertas a primera hora, con cuatrocientos fans abarrotando la sala.
Los fans pierden rápidamente sus inhibiciones y se contorsionan
al sonido de una música verdaderamente apasionante. Lo cierto es
que, a diferencia de todos los grupos de R&B dignos de tal nombre,
los Rolling Stones tienen un evidente atractivo visual. No son como
los jazzmen que hacían jazz tradicional hace unos meses y que
han transformado su número para estar a la última. Son genuinos
fanáticos del R&B y cantan y tocan de un modo que uno esperaría
más de un grupo estadounidense de color que de una panda de chicos blancos, salvajes y fascinantes, cuyos fans gritan enfervorecidos
cuando los escuchan.
… También son capaces de sonar como Bo Diddley, lo que no es
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poca cosa. El grupo controla los discos beat estadounidenses. Se conocen como las palmas de sus manos los números de R&B y tienen
un repertorio cercano a las ochenta canciones, la mayoría de ellas
solo conocidas y veneradas por los verdaderos fans del R&B. Pero
a pesar de que su R&B se asemeje superficialmente al rock ‘n’ roll,
los fans de las listas de éxitos musicales no encontrarán ninguna
canción interpretada por los Rolling Stones que les resulte familiar.
Y los chavales no tocan material original, solo cosas americanas.
«Después de todo —dicen—, ¿puedes imaginar un número de R&B
compuesto por un inglés? Sería impensable».
A los pocos días de publicarse el artículo, los Stones firmaron un
contrato discográfico con dos hombres: un joven hiperactivo, brillante y charlatán llamado Andrew Oldham, que había trabajado
como publicista de los Beatles, y su socio, agente del show business,
Eric Easton.
El acuerdo significaba cargarse su amistad con Gomelski —con
quien tenían un acuerdo de representación verbal— y con Ian
Stewart, cuya imagen, les confió Oldham, no era la más adecuada,
con su pelo corto y su prominente mandíbula de neandertal. Se
acordó, no obstante, que Stewart continuaría tocando el piano en
los discos de los Stones, aunque no volvería a aparecer sobre el escenario con ellos.
Para Brian y Mick, que querían —necesitaban— tanto ese contrato, pisotear a un par de viejos amigos era un pequeño precio a pagar
por la oportunidad que Easton y Oldham les ofrecían.
Nueve días más tarde, los Stones fueron a los estudios de grabación Olympic, en Barnes, para grabar su primer disco de verdad.
Ninguno de ellos tenía la más mínima idea de cómo se hacían las
mezclas o de cómo conseguir que una canción resultara interesante
sin la adrenalina que proporcionaba la presencia del público. No es
de extrañar, por tanto, que la grabación del clásico de Chuck Berry
«Come On» no fuera solo inferior a la electrizante versión que tocaban sobre el escenario, sino que resultase infumable.
Decca, a quienes Oldham había convencido para que pagaran un
considerable anticipo a los Stones, no estaba muy contenta. Pero el
yo fui el camello de keith richards
Brian, Mick, Keith y Charlie.
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grupo volvió a meterse en el estudio una y otra vez hasta que consiguieron producir un disco pasable. El día que salió a la venta, los
Stones hicieron también su debut televisivo en un insípido programa
llamado Thank Your Lucky Stars.
Aunque los cinco vistieron de traje para el programa, se quedaron atónitos ante la hostilidad que su breve aparición despertó entre
los telespectadores de mediana edad. La cadena y los periódicos recibieron una avalancha de quejas de personas que se oponían al pelo
largo que lucían los componentes de los Stones y a la amenazadora
y abierta sexualidad que exudaban Mick y Brian.
Una carta típica decía: «Es lamentable que se permita la aparición
en televisión de unos gamberros de pelo largo. Su aspecto era absolutamente vergonzoso…».
Brian y el resto de los Stones se mostraron sorprendidos y ligeramente tocados por semejante reacción. Pero Andrew Oldham estaba encantado.
—Vamos a hacer de vosotros exactamente lo opuesto a esos chicos buenos, aseados y pulcros de los Beatles —exclamó—. Y cuanto
más os odien los padres, más os querrán los hijos. Y si no, al tiempo.
A los Stones les costaba creer que Andrew estuviera en lo cierto.
Sin duda, poner nervioso a todo el mundo no podía ser el mejor
modo de hacer que a la gente le flipara el rhythm and blues, razonaron. Pero cooperaron y se volvieron más peligrosos y amenazadores
cada día que pasaba. Brian incluso ordenó a Charlie Watts que se
dejara el pelo largo porque tenía un aspecto demasiado decente. Y
de repente funcionó. Se cumplieron todos los pronósticos, tal como
Andrew había dicho que pasaría. Para Brian, se estaban haciendo
realidad todos los sueños que hubiera podido llegar a albergar alguna vez. Pero no conseguía entender por qué sentía esa minúscula y
extraña punzada de temor bien adentro.
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