Mi padre Infancia sin libros Aquella niñez

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Domingo 30 de abril de 2006
E
3/M
EL IMPARCIAL-Hermosillo, Sonora, México
Huellas
al tiempo
Julia Valenzuela
Mi padre
n este mes del niño, los recuerdos de un hombre que influyó de manera determinante en
mi infancia llegan. Tardes de cantos, cuentos
y chocolates; de reuniones infantiles alrededor de un
señor que igual bromeaba con sus hijos que con los vecinos. Es mi padre, César Valenzuela Ramos.
Hay quienes lo recuerdan por sus composiciones,
por sus reconocimientos públicos, por sus noches de
trovador… yo lo recuerdo por sus interminables interpretaciones de las queridas canciones de don Francisco
Gabilondo Soler “Cri Cri” y, sobre todo, por sus improvisadas letras con cuadratura y ritmo que, siempre
pensé, eran temas ya hechos.
Vivíamos en un pueblo del Valle del Yaqui, en San
José de Bácum, donde aún tengo parte de mi familia.
De mi padre, además de los recuerdos, queda el nombre de una calle a la orilla del pueblo.
Nació el 11 de abril de 1930. Le tocó vivir momentos
trascendentales de la Historia de México. Recuerdo
cuando me contaba sobre las primeras funciones de
cine ambulante por el rústico pueblo; fue tal la aceptación que por algunos años hubo un cine propiedad
del profesor Domínguez.
De niña me tocó asistir a las últimas funciones
que ahí representaron. Bancas incómodas, funciones a la intemperie, rodeados por una barda alta para
garantizar que sólo viésemos la película quienes pagábamos entrada, era el precio por tener acceso a la
modernidad. Aquellos años setenta apenas llegaban
las primeras televisiones al pueblo.
Esas idas al cine eran con mi padre. Al menos la
ida o el regreso eran a su lado. Disfrutando no sólo su
compañía, sino los dulces y palomitas que nos compraba para pasar el rato de la función.
No sólo fue compañía de infancia. También de adolescencia y juventud. Desde niñas, mis hermanas y
yo gustábamos jugar a componer poemas. Mi padre,
que era compositor, disfrutaba leernos. Cuando tuve
oportunidad de escribir los primeros versos, de manera inmediata mi padre los llevaba a sus contactos en
los medios impresos de Ciudad Obregón, donde me los
publicaban. ¡Gran sorpresa fue para mí cuando descubrí mis “secretos” publicados! Gracias a mi padre.
Fue entonces cuando descubrí que él “esculcaba” mi
mochila para buscar mis escritos de mis libretas de
apuntes. Me sentí más protegida de que estuviera tan
cerca de mí, pues era evidente que él conoció siempre
lo que llevaba a diario conmigo entre mis útiles escolares. Lo bueno es que jamás se me ocurrió portar nada
indebido, si no…. quién sabe cómo me hubiera ido con
tal vigilante.
El día que falleció no estaba en casa. El beeper sonó
en mi bolsa. Acababa de salir de trabajar de un periódico en Hermosillo. El corazón me dio un vuelco, pues
desde hacía seis meses, su salud fue de mal en peor. No
me equivoqué. Todo concluyó, luego de dos semanas
de haberlo visto en vida por última vez.
A pesar de ello, de la muerte y la ausencia, son más
fuertes los recuerdos de los años en vida y convivencia. Fue despedido con música y con una canción de su
inspiración… mientras su ataúd bajaba, don Esteban
Cota compartía una de las canciones de mi padre.
Un amiga de la infancia estuvo conmigo en ese trance. Me impresionaron sus palabras: “Me duele mucho
que se haya ido, porque César fue mi padre, más que
mi propio padre”. Invertimos los papeles y tuve que
consolarla. Descubrí que, al menos, yo siempre tuve a
un verdadero papá a mi lado, no sólo hasta el día que
partió en mayo de 1997, sino a la fecha, pues sus enseñanzas siguen y seguirán guiándome toda mi vida.
Se termina abril, mes del niño. Todos llevamos a un
niño dentro, dicen, pero para ello debe haber personajes
mágicos que nos permitan alimentar a ese infante eterno. Gracias a mi padre por haber dejado bien cimentada
esa época de mi vida. Sus huellas guían mis pasos.
¡Aquellos juguetes!
Los artefactos modernos han rebasado nuestra capacidad imaginativa: ¿Qué margen
de creatividad permiten esos juguetes que lo hacen todo?
Por Marina Ruiz
C
onservo, por pura nostalgia, un libro ilustrado
a colores, con los juguetes que en mi lejana infancia utilizábamos los niños. Tengo, también,
tres pequeñas vitrinas con réplicas en miniatura de
algunos de ellos. No olvidemos que el artesano mexicano es excepcionalmente hábil en la elaboración de
objetos pequeños. Aunque no hay muchas noticias
sobre los juguetes utilizados en nuestro periodo prehispánico, Fray Bernardino de Sahagún dice que en
las manos de los recién nacidos se ponían miniaturas,
según las labores correspondientes a su sexo: Armas y
aperos de labranza, para los niños, muñecas y cazuelitas para las niñas.
Cuando les enseñé el libro a mis nietos, creí adivinar en ellos una mirada de conmiseración. A pesar de
ello, Ana Rebeca, la niña, ha establecido conmigo un
intercambio de buenas calificaciones por miniaturas.
Ya tiene su propia vitrina.
Creo que sigue vigente la opinión de Octavio Paz:
“Los mexicanos sobresalimos en el arte difícil, exquisito e inútil de vestir pulgas”. Aunque, para decir
verdad, ya nadie viste pulgas. Por encargo de mi cuñado, que vive en España, las he buscado por todas
partes, sin éxito. Hay, sin embargo, catedrales talladas
en un grano de arroz.
A pesar de lo que piensen mis nietos, los niños de mi
época nos divertíamos mucho.
Para jugar al aire libre necesitábamos poca cosa.
Con un simple pedazo de gis, escamoteado del pizarrón de la escuela, hacíamos el “avión”, que en Sonora
se llama “bebeleche” y en la tierra de Julio Cortazar
“rayuela”. Una cuerda nos permitía saltar incansablemente y con las escondidas y las encantadas
corríamos bastante. Las pelotas tenían mil formas de
ser utilizadas. Recuerdo aún preciosas rondas infantiles, y pertenezco a una época en que se escuchaba y
valoraba a “Cri-Cri”, el gran sociólogo popular, como le
llama Germán Dehesa.
El diábolo es un juego malabar. Nunca lo he visto en
Sonora, pero aquí conocí los yexes, esas pequeñas estrellas erizadas de puntas, a las que se juega con una
pelotita. Cuando se utilizan piedritas o semillas, se llama matatena o pámpula.
Los artesanos mexicanos siguen haciendo algunos
de los juguetes tradicionales, pero los han relegado
a las tiendas de artesanías, donde los compran ¡los
gringos! De madera se hacían carritos, trenes, trompos y baleros, también pequeños muebles para las
casitas de muñecas, con sus habitantes de pasta, de
trapo y también de “sololoi”, versión mexicana del celuloide. De lámina eran los camiones y cochecitos, las
cornetas, los comales, las estufitas, los braseros y una
infinidad de cucharas, cucharones, cubiertos y utensilios del hogar.
Con barro se hacían ollas, cazuelitas y alcancías,
además de los tradicionales nacimientos navideños,
Ese Sol con sueño
que sigue a los niños…
Alfonso Reyes
* Julia Valenzuela es comunicóloga y promotora cultural.
Correo electrónico: [email protected]
I
“En el árbol”, Ana Cecilia González (10 años)
Como si usted
estuviera aquí
Ismael Mercado
Aquella niñez
mprescindible el congeniar con “El tesoro de la
juventud”, serie de tomos para el deleite con secciones que motivaban a esa nuestra niñez, donde
aparecían ejemplos de poemas, cuentos, extractos de
novelas, crónicas, testimonios, todo con ilustraciones, letras legibles, libros que no se desempastaban
como a veces sucede con algunos de la vida moderna, pobres editoriales que causan conmiseración en
los lectores.
Cada quien heredaba costumbres de sus familiares,
así en el caso mío, siempre dábame regocijo ventanear
ejemplares del librero, con verdaderas obras clásicas
listas para el mejor postor curioso.
El librero: Conocer por primeras veces al tal “Ingenioso Hidalgo don Quijote de La Mancha”, colección
“Austral”, claro que regordete, pero no le hace, poco a
poco repasarlo y encontrarle sus sabrosas aventuras
con el postre magnífico de la exuberante reflexión.
Debo aclarar que todavía no llegaba la televisión a
estos lares noroesteños y esos juegos rápidoentretenedores, por lo tanto los momentos del divino ocio servían
de pretexto a revisar otras, digamos “El lazarillo de
Tormes”, “El periquillo sarniento” e incluso pasaba y
quedaba el ansia luego de retornar a con ellas.
Nunca olvidaremos las famosas fiestas escolares
con la asistencia de nuestros padres y uno a jugársela
“recitando” con pantalones bien planchados y zapatos
nuevecitos de charol, éstos con olor inconfundiblemente elegante.
“Madre, la selva canta y canta el monte canta y canta la llanura y el Sol que de la nube se levanta y la flor
que se posa en la espesura… madre, la selva canta…”.
La niñez en su apogeo con sus claros bemoles, ni
modo en negarlos: “Nos vemos a la salida, te voy a
sacar la pithaya”, y en las horas del recreo, saludar a
esa niña con entusiasmo especial, distinguiéndola,
invitándole dulces de la época (natillas, ricos besos,
pirulines, colchones, pepitorias y hasta dientitos), y
listos a acompañarle de pareja para la bailada de una
polka, para ello tenían en la escuela tocadiscos, ésos
que se cuidaban muchísimo pues resultaba penoso a
cada rato ponerle las mentadas “agujas”.
¿Y ahora qué puedo comentar cuando observo a
otras generaciones? Considero, sinceramente, también se colará entre ellas las estupendas ganas por
conseguir momentos estelares de distinción cultural, a su manera… Si no sucede, repetirán consignas
anodinas entorpecedoras de la mente, luego entonces
decirles ¡cuidado!, el crecer bobalicones produce pereza irreversible. Pero aquí la dejamos, hoy en el día
dedicado a la chamacada mejor un buen deseo porque encuentren inteligente triunfo.
* Ismael Mercado Andrews es periodista.
“Ventanas a la imaginacion”, de Maritza Rico Villalba (9 años).
de todos los tamaños y colores. Con laca michoacana
se vestían las pequeñísimas jícaras que engalanaban
las cocinitas.
Se utilizaba plomo para los muebles de las muñecas y las diminutas vajillas esmaltadas imitando la
Talavera. Pero, sobre todo, el plomo se usaba para los
interminables ejércitos, antiguos o modernos, representantes de todos los países. Los soldaditos, pintados
con anilinas disueltas en agua cola, eran sobrevivientes del fragor de mil batallas infantiles, con sus
sonoros cañonazos onomatopéyicos.
En los nostálgicos días de lluvia, la cartonería salvaba la situación, con juegos tan antiguos como el
mundo: La oca, serpientes y escaleras o la lotería, en
que todos queríamos ser “el gritón”.
Juguetería moderna
Cuando entro a una juguetería moderna, me asombra lo que han aprendido las muñecas en estos años:
Caminan, hablan o cantan. Hay algunas que por un
simple pero ingenioso mecanismo, pueden hacer aparecer o desaparecer sus pequeños pechos. Debe ser
creación de algún perverso rabo verde. La colección
de vestuarios para todas las ocasiones, zapatos, bolsas
y accesorios de belleza disponibles, es asombrosa. Y fatal para el bolsillo.
En la sección de niños el asunto se agrava. Para mí
es el reino del terror. Héroes y villanos de diferentes
tamaños y cataduras, vestidos de mil estrafalarias
formas, humanos, androides o robots, se discuten la
preferencia de los compradores. Ganará el más ponderado por la televisión.
Los niños no necesitan hacer “¡pum pum!” cuando
juegan a las guerritas, porque la infinidad de armas,
de todos los tipos y calibres, desgraciadamente a su alcance, tienen integrado sonido, luz y todo lo necesario
para que parezcan de verdad. A despecho de múltiples
campañas, los juguetes bélicos son los más abundantes y solicitados. En posesión de ese arsenal, no es
difícil ver a los pequeños “matando iraquíes”, como
antes se mataban indios, con una despreocupación
heredada de la violencia televisiva y las caricaturas.
¡Al cabo que hay muchos!
No ignoro la existencia, en todos los tiempos, de juguetes bélicos y sé que algunas personas autorizadas
ponderan la violencia como necesaria para el desarrollo infantil, sin embargo, creo que hay demasiados
estímulos que hoy nos empujan a la competencia y la
violencia. Si aceptamos el poder educativo del juego,
quizá deberíamos tener un poco más de cuidado con
ellos. ¡A mí nadie me quita de la cabeza que el señor
Bush sólo jugaba con pistolas!
Los juguetes modernos han rebasado la capacidad
imaginativa de cualquier niño de mi tiempo. Aunque
siempre me pregunto qué margen de creatividad permiten esos artefactos que lo hacen todo.
* Marina Ruiz García es lectora de Perfiles.
Correo electrónico: [email protected]
Cuando mi infancia y la de mi primo se alejaban como un barco lleno de oro a las bocazas infectas del
olvido yo jugaba solo. Poco antes de los 13 me hice de
Carlos Mal Pacheco
mis últimos juguetes; eran tan extraños y simbólicos
que nadie, salvo a veces mi hermana, podía usarlos
conmigo: Un payaso decapitado, un astronauta al que
le quemé la cara para poder fabricarle máscaras, un tiranosaurio que hablaba. Todavía hoy los recuerdo por
A Otoniel, mi hermano. sus nombres, por sus increíbles aventuras; hoy descanMi primera palabra fue “papo”, y la dije mientras, san en un cilindro de aluminio fuertemente cerrado.
indiscutiblemente, me sostenía un pie entre mis maHoy cometo el cliché de pensar en la infancia conos regordetas y morenas. Mis primeros años nunca mo en un paraíso perdido en el que ignoraba la guerra
acusaron que me convertiría en el pedante afrance- diaria del adulto y de las cavernas amargas del amor
sado e insoportable que soy ahora. Parecía que sería erótico. Mi comida estaba lista siempre (porque he siinteligente.
do un burguesito) y no me preocupaba de pagar tal o
Es que a mis tres años ya tomaba las crayolas para cual cuenta porque nunca tuve dinero (no era tan burescribir “OSO” y “S.O.S.” con las que eran, creo, mis dos guesito, a fin de cuentas).
letras favoritas. También dibujaba máscaras de luchaHoy estoy hasta el cuello de literatura y de historias
dores y cuadradas ambulancias que dejaban escapar y de narrativas confusas. Hoy estoy lleno de autores y
larguísimas tiras de letras “A” de sus sirenas rojas. Aún de fechas, de páginas. Hoy soy literato sin haber leíconserva mi madre una de esas pinturas rupestres de do un maldito libro en toda mi infancia, y léanse bien
mi protohistoria íntima en la tercera de forros de una esto, yermos promotores de la lectura y paranoicos
edición ilustrada de “Hamlet”, mi primer libro.
educadores que creen que hacer leer literatura a un niLeí la obra un par de veces a los seis y a los ocho ño libera almas del Purgatorio, lean bien, con los ojos
años, sin entenderle mucho. Contrario a lo que se de- bien abiertos: No me arrepiento de nada.
bía creer, ya no volví a agarrarme de un libro sino
¿Qué habría sido de mí de haber tenido unos pahasta mi adolescencia, cuando me di cuenta de que dres distintos? Qué horror haber tenido esos padres
las chicas no me hacían caso, y que más me valía refu- conductistas, esos padres super lectores y cultos que
giarme en la Literatura.
hacen de sus hijos un laboDurante mi infancia, tierna
ratorio de infelicidad y de
como los granos gordos de una
cultura canónica, de los
mazorca obesa, fui muy feliz sin
que ponen a sus niños ínla horrenda garra de la literatudigos, a sus niños dotados
ra metida entre mis tripitas. Las
o a sus niños perfectamennarrativas me alcanzaban por
te puros y perfectamente
todas partes, pero leí muy ponormales en escuelascos libros, casi ninguno, y no me
campos de concentración
arrepiento.
para hacerlos aprender
El futbol de 1986, Michael
trucos de perro que haJackson en insólita mezcla con
brán de presumir ante los
Ramón Ayala y los Tigres del
amigos, como si los niños
Norte, los “Cazafantasmas”, las
“Media cara”, de Mariette Carillo (6 años). fueran clones sin derecho
series animadas japonesas de
a correr por la calle, a hunsádico melodrama (Rémy y Candy Candy, para ser dirse un clavo oxidado en el talón, a jugar con arena,
preciso), todo se enroscaba en los contornos de mi ce- a rasparse una rodilla, a hacer casas-club con cajas, a
rebrito con los jugos venenosos de la posmodernidad jugar beisbol con un tablón y con los postes de teléfoochentera, con la neblina inexplicable de la Guerra no como bases.
Fría, que se llevaba a cabo a mi alrededor sin que yo
Yo fui niño, y un niño tremendamente feliz sin leer,
me diera la menor ni maldita cuenta.
sin ir al teatro, sin ópera, sin talleres de arte, sin cluMe daban asco los adolescentes de la televisión con bes de ajedrez, sin una gota de “cultura”. Gracias Hilda
sus peinados enormes y los shorts diminutos que lle- y gracias, Ricardo.
vaban los hombres. Sin embargo, le perdonaba la vida
Déjenme terminar con esta anécdota: Una vez, hace
al peinado de Michael Knight en su “Auto fantástico”. dos años, fui a recoger a mi hermano Otoniel (tenía coAunque, más bien, en un acto terrible de materialismo mo ocho años) a su escuela. Ya en el auto me comentó
deshumanizante, mandaba al demonio el contenido que una señora había ido al aula a hablarles sobre las
humano de la serie y me concentraba en el automóvil ventajas de la lectura. La señora les había preguntado
de mis sueños: K.I.T.
cuál era el mejor amigo del niño. Todos dijeron la resLo mejor de la infancia debe haber sido el millón puesta obvia: “Un perro”. La señora los corrigió: “No,
de horas de juegos con mi primo Jeff Pacheco, que no... un libro es el mejor amigo del niño”. Mi hermano
era panzón y divertido (hoy es musculoso y más di- me contó todo esto con una consternación adorable.
vertido), con nuestras aventuras alucines que dejaban Concluyó su relato con su opinión sobre la señora: “¡Se
en vergüenza a los “Muppets Babies”. Lo peor de mi salió a la bestia!”. Yo le pasé una mano por sus greñas
infancia debe haber sido el año y medio que me sepa- rubias y le contesté con toda sinceridad: “Sí... se salió
raba de todos mis compañeros de escuela. Entré a los a la bestia, de veras”.
Carlos Pacheco estudió la Maestría en Literatura en la Universidad de Arizona.
10 años a la secundaria y a los 13 a la preparatoria.
PIRA PAGANA
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