INTRODUCCIÓN “Innumerables son los relatos del mundo”, decía Barthes en su famosa “Introduction à l'analyse structurale des récits" (1966). Y bien, sí, innumerables, pero no sólo los relatos del mundo sino aquellos que hacen el mundo; de hecho, nuestra vida está tejida de relatos: a diario narramos y nos narramos el mundo. Nuestra memoria e interés nos llevan a operar una incesante selección de incidentes a partir de nuestra vida, de la vida de los otros, del mundo que nos hemos ido narrando; una selección orientada de nuestra experiencia, para llevar a cabo una “composición” que signifique y/o resignifique esa experiencia. “Las intrigas que inventamos”, como dice Ricoeur, son “una forma privilegiada por medio de la cual reconfiguramos nuestra experiencia temporal confusa, informe y, en última instancia muda” (1983, 13). Y es que nuestra acción anda siempre “en busca del relato”. Tendría entonces la experiencia humana una suerte de narratividad incoativa que no surge, como se dice, de la proyección de la literatura sobre la vida, sino que constituye una “auténtica exigencia de relato”. Nuestra vida cotidiana queda así informada por “una estructura prenarrativa” (1983, 113 ss). Reflexionar sobre el relato no sería entonces, desde esta perspectiva, una actividad ociosa, aislada de la “realidad”, sino una posibilidad de refinamiento de nuestra vida en comunidad, de nuestra vida narrativa. Porque “entre la actividad de narrar una historia y el carácter temporal de la experiencia humana existe una correlación que no es puramente accidental, sino que presenta una forma de necesidad transcultural. O, por decirlo de otra manera, que el tiempo deviene tiempo humano en la medida en que se articula en un modo narrativo, y 1 que el relato adquiere su significación cabal al devenir condición de la existencia temporal” (Ricoeur, 1983, 85). El presente estudio tiene como finalidad hacer una reflexión sobre la narratividad y proponer un modelo de análisis narrativo que no sólo permitiera abordar analíticamente los relatos del mundo para conocerlos mejor, sino que ofreciera al lector, como consecuencia práctica, una posibilidad de penetrar aquellos mundos narrados que traman nuestra vida cotidiana. La reflexión habrá de proceder por los cauces bien conocidos de la teoría narrativa, también llamada narratología. Definiremos la narratología, en un primer momento, como el conjunto de estudios y propuestas teóricas que sobre el relato se han venido realizando desde los formalistas rusos, y en especial, desde el trabajo seminal de Propp (1965 [1928]) sobre los cuentos populares rusos. Con frecuencia la narratología se ha descrito simplemente como “la teoría de los textos narrativos” (Bal, 1985 [1980], 3), o, en palabras de Gerald Prince, como “el estudio de la forma y el funcionamiento de la narrativa”, definiendo el relato, mínimamente, como “la representación de por lo menos dos acontecimientos o situaciones reales o ficcionales en una secuencia temporal” (1982, 4). Muchos de estos estudios, como bien lo ha hecho notar Gérard Genette, constituyen un análisis lógico o semiológico del contenido narrativo, haciendo caso omiso de su forma de transmisión (oral, escrita, cinematográfica, etc.); mientras que otros son análisis formales del relato atendiendo al modo o situación de enunciación. Por lo visto entonces habría lugar para dos tipos de narratología: la una temática, en sentido lato (análisis de la historia o contenidos narrativos), la otra formal, o más bien modal: el análisis del relato como modo de “representación” de las historias, opuesto a los modos no narrativos como el dramático (...) Pero sucede que los análisis de contenido —las gramáticas, lógicas y semióticas narrativas— hasta hoy a duras penas si han reivindicado el término de narratología, el cual queda así como propiedad exclusiva (¿provisionalmente?) de los analistas del modo narrativo. Esta restricción me parece, en suma, legítima ya que la sola especificidad de lo narrativo reside en el modo, y no en su contenido, mismo que puede muy bien adaptarse a una “representación” dramática, gráfica u otra (Genette, 1983, 12).1 1 A menos que se indique otra cosa, la traducción al español de textos teóricos es mía. 2 Habría que distinguir, asimismo, la narratología de los estudios genéricos del relato. Un estudio narratológico implica la exploración de los diversos aspectos que conforman la realidad narrativa, independientemente de la forma genérica que pueda asumir. Los aspectos de los que se ocupa la narratología son, entre otros, la situación de enunciación, las estructuras temporales, la perspectiva que orienta al relato, así como la indagación sobre sus modos de significación y de articulación discursiva. Un análisis genérico, en cambio, procede a partir de especificaciones temáticas, y de la descripción de un conjunto de codificaciones formales como producto histórico de la convención, mismos que distinguen al género stricto sensu: novela, cuento, autobiografía, epopeya, leyenda; incluso la llamada “poesía narrativa” (cf. Genette, 1977). Los estudios genéricos se ubican en el cruce de los temáticos y los de historia literaria; la narratología, en cambio, se sitúa en una dimensión más abstracta. El presente estudio habrá de restringirse al análisis de la narrativa desde una perspectiva modal y no genérica. En términos generales, no abordaré la dimensión puramente temática de la narrativa que orienta el análisis de la historia o contenido narrativo, en sus articulaciones lógicas o funcionales, a menos que esta dimensión temática entre en relación directa con una dimensión relacional más abstracta, o bien cuando se presente como componente fundamental de las articulaciones ideológicas de un relato. Y ya se verá que estas articulaciones se dan en todos los aspectos de un relato: la velocidad a la que se narra, la secuencia elegida, la cantidad de detalles con los que se describe un objeto, su composición, la perspectiva que se elige para narrar... en fin, que las estructuras narrativas en sí son ya una forma de marcar posiciones ideológicas. Dadas las inevitables limitaciones de extensión y contenido del presente trabajo, no será posible pasar revista, ni siquiera de manera sumaria, a todos los modelos y propuestas que se han venido ofreciendo desde la década de los años sesenta. Puesto que ya existen excelentes estudios 3 críticos y sintéticos sobre el tema, tanto en la vertiente temática de la narratología como en la formal,2 considero que puede ser de mayor utilidad dar a conocer las propuestas teóricas de grandes narratólogos, aunque no muy conocidos en nuestro medio, como Franz Stanzel, Käte Hamburger, Dorrit Cohn, o Shlomith Rimmon-Kenan; u otros, conocidos, pero no lo suficientemente apreciados, como Gérard Genette y Philippe Hamon. Formularé un modelo de análisis basado, fundamentalmente, en la teoría narrativa de Gérard Genette (1972, 1983), aunque matizándola y modificándola de tal manera que sea posible recoger y recuperar, al abordar cada uno de los distintos aspectos de la realidad narrativa, algunos de los conceptos teóricos que considero más fecundos para el estudio de la narrativa. Definiré el relato, de manera sucinta, como la construcción progresiva, por la mediación de un narrador, de un mundo de acción e interacción humanas, cuyo referente puede ser real o fucional.3 Así definido, el relato abarca desde la anécdota más simple, pasando por la crónica, los relatos verídicos, folklóricos o maravillosos y el cuento corto, hasta la novela más compleja, la biografía o la autobiografía. Partiendo de esta definición, habré de operar una bipartición, con propósitos puramente analíticos, que habrá de organizar el contenido de este libro: mundo narrado y narrador. Un relato es, como diría Jonathan Culler (1975, 192 ss), un “contrato de inteligibilidad” que se pacta con el lector (pero también, no lo olvidemos, con el auditor), con objeto de entablar una relación de aceptación, cuestionamiento o abierto rechazo entre su mundo y el que propone el 2 Christine Brooke-Rose (1981), véase en especial Part I, II; Jonathan Culler (1975), D. Fokkema & E. Ibisch (1978), Shlomith Rimmon-Kenan (1976; 1983), Raman Selden (1985), Jean-Yves Tadié (1987). 3 Cf Paul Ricoeur (1981; 1983). Habría que insistir aquí en el binomio mundo de acción humana y narrador. En cuanto al primer término, es interesante hacer notar que incluso aquellos relatos, como las fábulas de Lafontaine o de Esopo, cuyos actores principales son animales, no por ello dejan de proyectar un mundo de acción humana, tan sólo por la dimensión de discurso a la que estos “animales” acceden. En cuanto al segundo término, aunque Ricoeur no insiste en el narrador como un factor indispensable, la definición que aquí propongo parte del presupuesto de la mediación como rasgo distintivo de los relatos verbales. 4 relato. Pero al cuestionar el mundo de acción propuesto, el lector cuestiona también el propio. De hecho, la convención básica que rige al relato, y que, a fortiori, rige a aquellos que se proponen violarla, es, como dice Culler “la expectativa de que [el relato] ha de generar un mundo. Las palabras deben ordenarse de tal manera que, a través de la actividad de la lectura, surjan modelos del mundo social, modelos de la personalidad individual, de las relaciones entre el individuo y la sociedad, y, de manera muy especial, del tipo de significación que producen esos aspectos de la sociedad” (1975, 189). Scholes y Kellogg definen la significación narrativa como “una función de la correlación entre dos mundos: el mundo ficcional creado por el autor y el mundo ‘real’, el universo aprehensible” (1966, 82 ss). Ricoeur, por su parte, insiste en que “por su intención mimética, el mundo de la ficción nos conduce al corazón del mundo real de la acción” (1981, 296). El contenido narrativo es un mundo de acción humana cuyo correlato reside en el mundo extratextual, su referente último. Pero su referente inmediato es el universo de discurso que se va construyendo en y por el acto narrativo; un universo de discurso que, al tener como referente el mundo de la acción e interacción humanas, se proyecta como un universo diegético: un mundo poblado de seres y objetos inscritos en un espacio y un tiempo cuantificables, reconocibles como tales, un mundo animado por acontecimientos interrelacionados que lo orientan y le dan su identidad al proponerlo como una “historia”. Esa historia narrada se ubica dentro del universo diegético proyectado.4 4 Entenderemos el término diégesis, no en el sentido platónico-aristotélico, sino en el que le ha dado Genette: “el universo espaciotemporal que designa el relato” (1972, 280). Por comodidad, la noción de historia y la de diégesis pueden utilizarse como términos sinónimos, como el contenido narrativo de un relato; aunque cuando las necesidades analíticas lo requieren, es pertinente la sutil distinción que propone Genette: si la diégesis es el universo espaciotemporal designado por el relato, la historia se inscribe en la diégesis; es decir el concepto de diégesis o universo diegético tiene una mayor extensión que el de historia. La historia remitiría a la serie de acontecimientos orientados por un sentido, por una dirección temática, mientras que el universo diegético incluye la historia pero alcanza aspectos que no se confinan a la acción, tales como niveles de realidad, demarcaciones temporales, espacios, objetos; en pocas palabras el “amueblado” general que le da su calidad de “universo”. Genette abunda en esta distinción en su obra Palimpsestes. La littérature au second degré. París, Seuil, 1982, pp. 340 ss. 5 Ahora bien, si desde el punto de vista de su modo de enunciación el relato puede dividirse, analíticamente, en un narrador y un mundo narrado, desde la perspectiva del relato como texto —oral o escrito— podrían aislarse tres aspectos fundamentales de la compleja realidad narrativa: la historia, el discurso o texto narrativo, y el acto de la narración.5 a) La historia, o contenido narrativo, está constituida por una serie de acontecimientos inscritos en un universo espaciotemporal dado. Ese universo diegético, independientemente de los grados de referencialidad extratextual, se propone como el nivel de realidad en el que actúan los personajes; un mundo en el que lugares, objetos y actores entran en relaciones especiales que sólo en ese mundo son posibles. Cabe notar que la historia como tal es una construcción, una abstracción tras la lectura o audición del relato. Tras la lectura, la serie de acontecimientos se recombina en la memoria del lector para quedar ordenada como una secuencia que tiene consecuencia. b) El discurso, o texto narrativo le da concreción y organización textuales al relato; le da “cuerpo”, por así decido, a la historia. c) El acto de la narración establece una relación de comunicación entre el narrador, el universo diegético construido y el lector, y entronca directamente con la situación de enunciación del modo narrativo como tal. Desde la perspectiva de nuestra división de base, podríamos decir que el mundo narrado está conformado por dos aspectos: la historia (mundo) y el discurso (narrado) que se 5 En esta tripartición sigo muy de cerca el trabajo de Gérard Genette (1972; 1983). 6 interrelacionan de diversas maneras, mientras que el narrador como mediador toma a su cargo el acto de la narración (narrador). Ahora bien, estos tres aspectos de la compleja realidad narrativa —historia, discurso y narración— están íntimamente relacionados y no se dan aislados. No obstante, es importante subrayar con Genette que “de los tres niveles (...) el del discurso narrativo es el único que se presta directamente al análisis textual, en sí el único instrumento de investigación de que disponemos en el campo de la narrativa literaria, en especial del relato de ficción” (1972,73). La historia y la narración no existen para nosotros salvo a través de la mediación del discurso narrativo (récit). Pero, recíprocamente, sólo habrá discurso narrativo (récit) si éste narra una historia, de lo contrario no seria narrativo (como en el caso de la Ética de Spinoza, por ejemplo), y si es enunciado por alguien, de otro modo no sería un discurso en sí (como, por ejemplo, una recopilación de documentos arqueológicos). Como relato, cobra vida gracias a su relación con la historia que narra; como discurso, adquiere vida gracias a su relación con el acto de narrar que lo enuncia (Genette, 1972, 74). EL NARRADOR: AGENTE DE LA MEDIACIÓN NARRATIVA El modelo narrativo que organiza el presente estudio se funda en un presupuesto capital: es por la mediación de un narrador que el relato proyecta un mundo de acción humana. Tal presupuesto, debo insistir, subyace en la división de base entre el mundo narrado y el narrador. Esta decisión analítica, sin embargo, no está exenta de una cierta arbitrariedad y es producto de una elección de tipo epistemológico que en este momento es necesario precisar. Es evidente que hoy en día cuando se habla de lo narrativo, o de la narratividad en general, no se trata solamente de relatos hechos por un narrador; no es raro oír hablar del contenido narrativo o de la(s) línea(s) narrativa(s) de un ballet, de un cuadro, o de una escultura. 7 Existen innumerables estudios sobre las estructuras narrativas en el drama, el cine, la mímica, la pintura o las tiras cómicas.6 De ellos se infiere que la narratividad trasciende no sólo fronteras genéricas y modales sino semióticas, puesto que lo narrativo puede observarse en diferentes medios y sistemas de significación. Incluso este fenómeno transemiótico ha propiciado la extensión conceptual, no sólo de lo narrativo, sino del término lenguaje, mismo que se aplica ahora ya no exclusivamente al verbal sino a otros sistemas de significación y de representación. Seymour Chatman, por ejemplo, insiste en el carácter optativo del narrador en textos narrativos: “sólo el autor implícito y el lector implícito son inmanentes a la narrativa, el narrador y el narratario son optativos” (1978,151), extendiendo a lo transemiótico, y por tanto más allá de la esfera de lo verbal, el concepto de texto narrativo: “el hecho de que una historia pueda ser transpuesta es el argumento más fuerte a favor de la autonomía de la estructura narrativa con respecto al medio de transmisión” (20). De ahí que Chatman mismo haga una transposición, de naturaleza intersemiótica, de los elementos del discurso y pueda hablar del “enunciado narrativo” como “el componente básico de la forma de la expresión, de manera más abstracta, e independientemente de cualquiera de sus manifestaciones particulares; es decir, la sustancia de la expresión, la cual varía según el arte. Una postura en el ballet, una serie de tomas cinematográficas, un párrafo entero en una novela, o una sola palabra, cualquiera de ellos pueden manifestar un solo enunciado narrativo” (146). El problema, claro está, y la fuente de confusión, es que una postura de ballet, en tanto que “enunciado narrativo”, no está enunciada, en sentido estricto. Otros estudiosos de la narrativa, en cambio, proponen al narrador como la conditio sine qua non de la narratividad. Scholes y Kellogg (1966, 4), por ejemplo, aíslan dos rasgos 6 Pienso incluso en la irritación de Genette frente a estudios del tipo Syntaxe narrative des tragédies de Corneille, de Tomà Pavel (París: Klincksieck, 1976). “Para mí —dice Genette— la sintaxis de una tragedia no puede ser otra cosa que dramática” (1983, 13). 8 definitorios del arte narrativo: “la presencia de una historia y la de un narrador (story-teller)”, Stanzel (1986, 4-5) afirma que la “mediación es la característica genérica que distingue la narración de otras formas de arte literario”. Gérard Genette, quien define la narración como el acto productor del relato (1972, 72), no admite la extensión del término narrativo a los puros contenidos, pues, afirma que de hecho no hay “contenidos narrativos”: existen encadenamientos de acciones o de acontecimientos que pueden ser sometidos a cualquier modo de representación (la historia de Edipo que, decía Aristóteles, más o menos, posee la misma virtud trágica bajo la forma de relato que bajo la forma de espectáculo), y que sólo pueden calificarse de “narrativos” porque se les encuentra en una representación narrativa. Este deslizamiento metonímico es comprensible pero inoportuno; es por ello que yo abogaría con gusto (aunque sin ilusiones) por un uso estricto, es decir referido al modo, no sólo del término narratología, sino también de las palabras relato o narrativo(a), cuyo uso hasta ahora había sido bastante razonable, pero que desde hace algún tiempo se ha visto amenazado por la inflación (1983,12-13). No se trata, claro está, de debatir el punto para tomar posiciones, y descartar así al opositor, sino de intentar una definición más fina que nos permita comprender el por qué de la oposición en apariencia irreconciliable. Si bien debo admitir que mi propia perspectiva teórica me sitúa del lado de Genette, de Stanzel, o Scholes y Kellogg, siento la necesidad de ahondar más en el problema, pues es innegable que la propuesta de un Chatman cuestiona la estrecha definición de lo narrativo únicamente en términos de mediación, y que el problema no reside únicamente en un “deslizamiento metonímico” en el empleo del término, como lo querría Genette. Más bien me inclinaría yo a pensar que el problema reside en los distintos niveles de generalidad del discurso y que un modelo semiótico puede deslindar. Greimas aborda el concepto de narratividad en dos niveles: las estructuras semionarrativas que conciernen las estructuras de superficie del discurso (estructuras de superficie que, desde luego no implican la manifestación del discurso), y que están definidas por la serie de 9 transformaciones de un estado de cosas a otro, y las estructuras estrictamente discursivas (la manifestación) que competen a la instancia de la enunciación. De ahí que, en el proyecto semiótico de Greimas, “la narratividad generalizada —liberada del sentido restrictivo que la ligaba a las formas figurativas de los relatos— es considerada como principio organizador de todo discurso” (1979, narrativité). Así, la sintaxis narrativa se define como una manipulación de enunciados sobre la base de una serie de transformaciones que modifican la relación entre dos o más actantes. El enunciado narrativo elemental constituye “una relación-función entre por lo menos dos actantes” (1979, syntaxe narrative de surface), mientras que los tipos básicos de enunciados narrativos son los enunciados de estado y los de hacer. Los enunciados de hacer rigen los enunciados de estado y permiten la transformación de un estado de cosas a otro, lo cual constituye un programa narrativo elemental, y la definición básica de la narratividad. Es en este nivel de abstracción, en el nivel de las transformaciones, donde se ubican las estructuras semionarrativas. Ahora bien, si la narratividad, así definida en términos de la transformación de un estado de cosas a otro, es constitutiva de todas las formas de discurso, lo es aún más de las formas figurativas que proponen un mundo de acción, con o sin mediación narrativa. Es, por ejemplo, esa permanencia de los actores en y a pesar de las transformaciones que sufren o propician lo que constituye una suerte de estructura narrativa “profunda”, independiente de una manifestación verbal, en “textos” cinematográficos, balletísticos o pictóricos. En pintura, es especialmente significativo que sean precisamente aquellos cuadros que se organizan en torno a una figura-actor que se repite en distintos planos y en diversos contextos, los que son más susceptibles de ser leídos narrativamente. Pienso en todos aquellos cuadros que representan la vida de algún santo; o más concretamente, piénsese en los innumerables objetos pictóricos y escultóricos que “cuentan” 10 la historia de Salomé y la decapitación de San Juan. Se observa en ellos un claro fenómeno de temporalización y transformación en torno a un actor o grupo de actores que se reconoce en y a pesar de las transformaciones. No obstante, habría que insistir en un factor de capital importancia: si bien una pieza de ballet, un drama o un cuadro pueden ser definidos, incluso leídos, como “textos narrativos”, en tanto que acusan una estructura semio-narrativa en su contenido, ciertamente no son narrativos en cuanto al modo de enunciación. No se trata entonces de un desplazamiento semántico en el empleo del término sino de la distinción de dos fases diferentes en el trayecto generativo del discurso que desemboca, en el nivel de la manifestación, en distintos sistemas de significación, distintos tipos de discurso y distintos modos de enunciación. Lo cierto es que aquellos estudiosos que hablan de la narratividad en la pintura, el ballet o el drama hacen caso omiso de este problema de enunciación, presuponiendo así una especie de falsa identidad entre textos narrativos en su estructura semio-narrativa y textos narrativos que, además, tienen un modo de enunciación estrictamente narrativo. En esas formas de narratividad figurativa “profunda” —drama, cine o ballet— el narrador queda, en efecto, a elección. No así en la narrativa verbal —oral o escrita— en la que el narrador es la fuente misma de la información que tenemos sobre el mundo de acción humana propuesto. En cualquier forma de relato verbal —cuento, novela, anécdota, etc.— hay siempre alguien que da cuenta de algo a alguien. La mediación aquí no es optativa sino constitutiva. La voz narrativa, siguiendo a Genette (1972, 225 ss), es un aspecto inextricable de la narrativa verbal; de ahí que en el modelo propuesto a lo largo de este estudio, el término narrativo estará siempre referido a relatos verbales, aunque la posibilidad de transposiciones intersemióticas no queda descartada, manteniendo siempre, claro está, el deslinde correspondiente entre la narratividad como estructura narrativa profunda —o estructuras semio-narrativas— y la narratividad como modo de enunciación. 11 La situación de enunciación del modo narrativo implica, necesariamente, una relación temporal y de interdependencia entre el acontecimiento y el enunciador que da cuenta de él. De esto derivan importantes consecuencias para la forma misma de un relato verbal. Dar cuenta, narrar, relatar un acontecimiento implica la precedencia, parcial o total, de dicho acontecimiento; dicho de otro modo, entre lo acontecido y el acto de narrar existe una distancia temporal necesaria —hacia el pasado, o incluso hacia el futuro, en el caso de las narraciones predictivas, oráculos o premoniciones— pues narrar presupone algo que narrar, aun cuando los acontecimientos narrados sean inventados y no meramente referidos, aun cuando la distancia temporal entre el “acontecer” y el “narrar” sea mínima, como en el caso de una crónica deportiva. A esto se debe que, aunque todos los tiempos gramaticales puedan ser utilizados para narrar, los relatos tienden, “naturalmente”, a elegir el pasado como tiempo narrativo (perfecto, imperfecto y pluscuamperfecto), pendiente “natural” que refleja el desfasamiento temporal entre la acción y su narración. Así, lo característico de un relato es esa dualidad peculiar del modo narrativo: mundo construido o narrado/voz narrativa que al enunciarlo lo construye. Hemos abordado el problema de la voz como mediación indispensable en el relato verbal. Veamos ahora con mayor detalle las características del mundo narrado haciendo ahora caso omiso del narrador como la mediación fundamental que lo instituye. MUNDO NARRADO Un relato, como lo he definido, es la construcción de un mundo y, específicamente, un mundo de acción humana. En tanto que acción humana, el relato nos presenta, necesariamente, una 12 dimensión temporal y de significación que le es inherente. Por ello, hemos de considerar ese mundo de acción no simplemente como un “hacer” exterior y/o aislado, o como ocurrencia singular, sino como parte de un entramado significante de acción que incluye procesos interiores (sentimientos, pensamientos, estados de ánimo, proyecciones, motivaciones, etc.); incluyendo, por ende, las fases intelectuales de la acción, tales como la planeación, la previsión, el propósito, etc. —fases anteriores pero indisolublemente ligadas a la acción efectiva. Por lo tanto un mundo de acción humana necesariamente incluye su “pasión” (cf. Ricoeur 1983, 87 ss). El mundo narrado se inscribe sobre coordenadas espaciotemporales concretas que son el marco necesario a esa acción humana. Ambas dimensiones, la espacial y la temporal, son indispensables; no se concibe la acción humana fuera del tiempo, pues como diría Ricoeur, éste “se convierte en tiempo humano en la medida en que se articula en un modo narrativo”. Por otra parte, el tiempo humano no se concibe divorciado del espacio, tan sólo por el hecho de que si los objetos pueden existir sin movimiento, el movimiento mismo, como noción elemental de la acción, no se concibe sin objetos, es decir, sin estar indisolublemente ligado al espacio (cf. Genette 1969, 57). Así, el universo diegético de un relato, independientemente de los grados de referencialidad extratextual, se propone como el nivel de realidad en el que actúan los personajes; un mundo en el que lugares, objetos y actores entran en relaciones especiales que sólo en ese mundo son posibles. Por ejemplo, dentro del universo diegético de En busca del tiempo perdido de Proust, Balbec, Combray, París y Venecia son lugares “reales”, a pesar de que los dos primeros no tengan referente extratextual y los segundos sí. Sólo en ese mundo es posible la existencia simultánea, contigua, y por lo tanto perfectamente diferenciada e individualizada, de Anatole France y de Bergotte; de César Franck, Debussy y Vinteuil; del Barón de Charlus y del Conde Robert de Montesquiou; sólo en ese mundo son posibles los acontecimientos que se 13 producen a partir de la interrelación de todos estos actores y lugares, en un lapso que lo individualiza y lo circunscribe: À la recherche no existe ni antes de 1870 ni después de 1925. Mundo de acción humana: historia y discurso Desde el punto de vista de la producción textual, el contenido narrativo o diégesis de cualquier relato cristaliza en la impresión de un mundo narrado en el que se conjugan dos factores, la historia (mundo) y el discurso (narrado). En efecto, esa impresión que tiene el lector de un mundo narrado depende directamente del discurso que le da cuerpo; son las relaciones entre la historia y el discurso narrativo lo que nos permiten concebir este mundo como algo significante, como una información narrativa. Preferimos, con Genette, el término de información narrativa al de representación por ser menos engañoso. Si partimos del supuesto de que en el modo narrativo alguien da cuenta de algo a alguien, habremos restringido el concepto de relato a la dimensión puramente verbal. Pero el lenguaje —en su sentido estrictamente verbal— no representa, sólo significa; por tanto “un relato, como todo acto verbal, no puede hacer otra cosa sino informar, es decir, transmitir significaciones. El relato no ‘representa’ una historia, la cuenta, es decir la significa por medio del lenguaje” (Genette 1983,29). La información narrativa es todo aquello que nos habla de ese mundo de acción humana, su ubicación espaciotemporal, sus acontecimientos, sus moradores, los objetos que lo amueblan y las posturas ideológicas que en él pugnan —todo aquello que se refiere al mundo narrado, al mismo tiempo que lo instituye, es aquello que habremos de designar como información narrativa, y será ésta la que proyecte un universo diegético. 14 Para la construcción de un universo diegético se eligen y/o inventan ciertos lugares, actores y acontecimientos con los que se irá dibujando una “historia”. La selección, sin embargo, va más allá de una colección arbitraria de incidentes aislados. Porque si el relato ha de tener una “significación narrativa” (Scholes y Kellogg), si ha de cumplir con su parte en el “contrato de inteligibilidad” (Culler) que ha pactado con el lector, esto sólo será posible a partir de una acción y de una temporalidad primordialmente humanas. Ahora bien, al insistir repetidamente en la acción humana como rasgo distintivo de la narratividad, queda implicada, necesariamente, nuestra propia comprensión práctica de lo que Ricoeur ha llamado la “red conceptual de la acción”. De ahí que “lo que se resignifica por el relato es lo que ya estaba presignificado en el nivel del actuar humano. (...) la precomprensión del mundo de la acción (...) se caracteriza por el manejo (maîtrise) de la red de intersignificaciones constitutivo de la semántica de la acción, por la familiaridad con las mediaciones simbólicas y con los recursos prenarrativos del actuar humano” (Ricoeur 1983, 122-23). Un acontecimiento inscrito en la temporalidad humana, es decir, un acontecimiento que tenga sentido, no se restringe a una ocurrencia singular, aislada de otras, sino que se define como el “hacer” propio de un agente en relación con otros dentro de ese entramado conceptual que llamamos acción y que incluye motivaciones, etapas de planeación y de anticipación; que incluye, asimismo, el acto efectivo, orientado por los otros aspectos de la acción, pero también la interacción con otros y con las circunstancias aleatorias y contingentes que forman el contexto de la acción. De ahí fue que, como lo ha observado Ricoeur, “la inteligibilidad engendrada por el acto de tramar encuentra su primer anclaje en nuestra competencia para utilizar de manera significativa la red o entramado conceptual que distingue estructuralmente el dominio de la acción del movimiento físico” (1983, 89). El solo movimiento, entonces, no puede ser considerado acción si no entra en 15 relaciones de tipo lógico con otros incidentes o movimientos, de tal manera que la cadena tenga una orientación, y, por lo tanto, un significado. Si se piensa en la historia como en una serie de acontecimientos interrelacionados y no como ocurrencias aisladas, la serie acusa una doble organización temporal: por una parte se ordenan los eventos serialmente en una cronología; por otra, no proliferan arbitraria o indefinidamente, sino que están configurados por un principio de selección orientada que busca una finalidad, una totalidad significante.7 El acontecimiento entonces debe ser más que una ocurrencia singular. Recibe su definición por su contribución al desarrollo de la intriga. Una historia, por otra parte, debe ser más que una enumeración de sucesos en un orden serial, debe organizarlos en una totalidad inteligible, de tal manera que pueda uno preguntarse cuál es el “tema” de la historia. En pocas palabras, el acto de tramar (la mise en intrigue) es la operación que saca de una simple sucesión una configuración (Ricoeur 1983, 102). La intriga es entonces una “síntesis de lo heterogéneo” (103), un juego productor de la significación narrativa, entre la simple cronología y una temporalidad orientada por su construcción, entre cronología y configuración, entre la secuencia y la figura. Porque, según Ricoeur, el acto de tramar combina en proporciones variables dos dimensiones temporales, una cronológica, la otra no cronológica. La primera constituye la dimensión episódica del relato, la cual caracteriza la historia en tanto que hecha de acontecimientos. La segunda es la dimensión configurante propiamente dicha, gracias a la cual la intriga transforma los sucesos en historia. Ese acto configurante consiste en “tomar juntas” las acciones en detalle o lo que hemos llamado los incidentes de la historia; de esos diversos eventos saca una totalidad temporal (Ricoeur 1983, 103). Desde los formalistas rusos, el estudio del relato ha operado una división analítica entre el contenido narrativo y la forma de transmisión de ese contenido. Los formalistas llamaban a este 7 O, en dirección opuesta, el relato buscará subvertir toda tendencia al orden y a la significación narrativos, subversión que sólo puede significarse como tal en la medida en que un orden por subvertir esté implicado. 16 binomio fabula y sujet; los estructuralistas, a partir de Todorov, historia y discurso. Sin embargo, no coinciden ambos pares exactamente, ya que en el segundo término del binomio los formalistas rusos le dan un peso mayor al “tema” (sujet), mientras que los estructuralistas hacen hincapié en las formas de organización discursiva (discurso). Es evidente que hay un grado de abstracción mayor en sujet que en discurso, puesto que este último remite a la materialidad del lenguaje y sus formas de organización, mientras que el primero se ocuparía de las formas de significación temática que orientan la construcción del relato. Con el tiempo, y a pesar de lo polémico de esta división analítica, ha sido el binomio de los estructuralistas, historia/discurso, el que ha cobrado carta de naturalización en los estudios sobre teoría narrativa. Más aún, la oposición historia/discurso ha estado en la base de toda tentativa de estudio transemiótico de la narratividad. Puesto que la historia es una abstracción, una construcción de lectura, tal abstracción es susceptible de ser transmitida por otros medios de representación y de significación. De ahí que el término discurso haya sufrido una extensión conceptual que le permite designar otras formas de transmisión narrativa y no sólo la del lenguaje verbal. Es por ello por lo que se puede hablar de un discurso pictórico, cinematográfico o corporal como formas de articulación de significados que dependen de encadenamientos materiales que van constituyéndose como segmentos de significación dentro de un sistema semiótico dado. Ahora bien, aunque el binomio analítico historia/discurso está en el centro de la mayoría de los estudios sobre el relato, ha habido propuestas de biparticiones, incluso triparticiones analíticas que vale la pena considerar por los puntos de contacto o por las precisiones y refinamientos que tales propuestas puedan ofrecer a este instrumento de análisis básico. Cabe destacar el trabajo analítico de Ricoeur, quien descubre formas de estructuración 17 más finas dentro de la “historia”. El filósofo la concibe como un todo ya estructurado por una doble dimensión temporal: la puramente episódica que se apoya en el orden cronológico de los sucesos, y la configurante, dimensión eminentemente semántica basada en un principio de selección orientada que es la que permite abstraer un “tema” o “finalidad” de la historia. De ese modo el acto configurante que transforma los acontecimientos en historia es, de hecho para Ricoeur, sinónimo del tramar (la mise en intrigue). Observación interesante que nos permite concebir una historia como algo ya estructurado, “tejido”: una trama: una verdadera figura. En efecto, una historia implica, más que una secuencia puramente cronológica, una preselección: es evidente que, incluso en el nivel abstracto de la historia, hay un proceso de selección de ciertos acontecimientos en detrimento de otros y con miras a un “entramado” de orden lógico, más que cronológico, con otros eventos elegidos de la misma manera solidaria; es asimismo evidente la selección de personajes y sus modos de interacción correspondientes. A partir del entramado lógico de los elementos seleccionados se articula la dimensión ideológica del relato, de tal manera que puede afirmarse que una “historia” ya está ideológicamente orientada por su composición misma, por la sola selección de sus componentes. Una historia es entonces una serie de acontecimientos “entramados” y, por lo tanto, nunca es inocente justamente porque es una “trama”, una “intriga”: una historia “con sentido”. Así pues, la historia se nos presenta, de entrada, como una figura que acusa un entramado previo, observable en la preselección de acontecimientos, actores, lugares y tiempos, preselección responsable de su identidad y, hasta cierto punto, de su autonomía como historia. Ahora bien, si, como afirma Genette, conocemos el mundo narrado sólo como algo incorporado al discurso que lo significa, y si el discurso narrativo es una forma de organización textual, es claro que todo relato queda sujeto a un doble principio de selección de la información narrativa. Hemos visto 18 que la propia historia acusa ya un principio de selección en la interrelación orientada de los sucesos que la configuran; el discurso, por su parte, opera una nueva selección sobre esa preselección que implica la historia, tejiéndose así una compleja red de interrelaciones entre la historia y el discurso. La organización discursiva va desde los diversos tipos de relación —causal, temporal, de repetición, de intensificación, etc.— establecidos entre los segmentos a narrar, hasta las distintas clases de discurso —narrativo, descriptivo, dramático, doxal, metanarrativo— y de formas estilísticas y retóricas a las que se recurre para narrar los acontecimientos. Dentro de las formas discursivas que organizan un relato y sus relaciones con la historia, habremos de aislar dos principios de selección de la información narrativa: uno cuantitativo, el otro cualitativo. El principio de selección cuantitativo constituye el mundo narrado en sus tres aspectos básicos: espacial, temporal y actorial. Las diversas formas de selección cuantitativa en la información narrativa son: 1) el mayor o menor detalle con el que se describen los lugares, objetos, e incluso los actores (en tanto que “objetos” a describir) que pueblan ese mundo narrado (la dimensión espacial del relato); 2) las estructuras temporales utilizadas en la presentación de los acontecimientos (la dimensión temporal) y 3) las distintas formas de presentación de los personajes y de su discurso, así como de las relaciones que establecen entre sí y las funciones narrativas que cumplen (la dimensión actorial). A este principio de selección cuantitativa del mundo narrado se añade otro: un principio de selección cualitativo que rige la perspectiva narrativa. La perspectiva es una especie de filtro por el que se hace pasar toda la información narrativa; principio de selección que se caracteriza por las limitaciones espaciotemporales, cognitivas, perceptuales, ideológicas, éticas y estilísticas a las que se somete toda la información narrativa. Así pues, la presentación de los objetos, lugares 19 y personajes, las estructuras temporales —en pocas palabras, el mundo de acción humana proyectado— pasa por un filtro cuantitativo que determina la cantidad de detalles con la ayuda de los cuales se va construyendo ese mundo, pero, al mismo tiempo, pasa por un filtro cualitativo, una perspectiva, un punto de vista sobre el mundo, que marca los distintos grados de subjetividad del relato. El perfil narrativo de un relato se va dibujando a partir de la interrelación de estos dos principios de selección. De este modo, qué partes del espacio diegético se nos ofrezcan, en qué orden, con qué ritmo y cuántas veces se narren los sucesos que ocurren en la historia, dependerá del juego de perspectivas que puede oscilar entre una visión más “objetiva”, que podría definirse, en los términos de Franz Stanzel, como autorial, o bien una visión figural, es decir, dependiente de las limitantes inherentes a la visión subjetiva de un personaje. Podría entonces hablarse de un principio de selección de la información narrativa en el que predomine la perspectiva autorial o la figural (cf. Stanzel 1986, 46 ss). En los capítulos que siguen se irán abordando estas dimensiones del mundo narrado con base en estos dos principios. Por comodidad analítica habré de operar una separación artificial entre ellos, con objeto de destacarlos: abordaré primeramente las dimensiones espacial, temporal y actorial en términos de un principio de selección cuantitativo, para luego examinar los problemas específicos de la perspectiva narrativa, en términos de un principio de selección cualitativo. Los últimos capítulos se dedicarán a la enunciación narrativa. 20 BIBLIOGRAFÍA Bal, Mieke, 1985, Narratology. Introduction to the Theory of Narrative, Christine van Boheemen, trad., Toronto, Buffalo y Londres, Toronto University Press. Barthes, Roland, 1966, Problèmes de linguistique générale, I, París, Gallimard [ed. esp. Siglo XXI, 1971]. Brooke-Rose, Christine, 1981, A Rhetoric of the Unreal, Cambridge, Cambridge University Press. Chatman, Seymour, 1978, Story and Discourse: Narrative Structure in Fiction and Film, Ithaca, Nueva York, Cornell University Press. 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