Historia del Caballero Cobarde VICTORIA CIRLOT

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Historia del
Caballero Cobarde
y otros relatos artúricos
VICTORIA CIRLOT
Las Tres Edades Ediciones Siruela
HISTORIA DEL CABALLERO COBARDE
G
auvain cabalgaba solo en medio del bosque. Había
estado durante todo el día tan sumido en sus pensamientos que se había desviado del camino sin darse
cuenta, y ahora se encontraba en medio de unos altísimos árboles cuyas frondosas ramas impedían ver la luz
de un día ya agonizante. Cuando pensaba disponerse a
pasar la noche en aquel profundo bosque, los árboles
parecieron apartarse para abrir un claro que se presentaba ante su mirada bañado por una dorada luz crepuscular. Y de pronto vio venir a un extraño caballero.
Cabalgaba del revés, dando su espalda a la cabeza de
su caballo, y llevaba las armas también del revés. Sostenía una lanza con la contera arriba y la punta abajo, y
en el arzón de la silla colgaba una espada que también
había invertido su posición habitual: el pomo miraba
al suelo mientras la hoja se volvía hacia el cielo. Su
aspecto producía un efecto desastroso, porque llevaba
las faldas de la loriga en la cabeza y la cofia de anillos
de hierro caía colgando por un lado. Gauvain detuvo
en seco a su caballo y esperó a que el caballero se le
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acercara. Cuando estuvo a poca distancia, el caballero
desconocido le gritó:
–Por Dios, señor, no me matéis.
Ya a su lado, continuó diciéndole:
–Señor, ayudadme. Vienen persiguiéndome dos caballeros que quieren darme muerte. Vos parecéis un hombre noble. ¿Queréis decirme vuestro nombre?
–A fe mía, mi nombre es Gauvain y soy el sobrino del
rey Arturo. Y vos, ¿quién sois que cabalgáis de un modo
tan extraño?
–Señor, me llaman el Caballero Cobarde, porque no
quiero combatir. Lo cierto es que nunca he entrado en
ningún combate, ni he utilizado jamás estas armas que
llevo del revés.
Y en esto, antes de que Gauvain pudiera preguntarle
cuál era el motivo de su comportamiento y por qué querían matarlo, aparecieron dos caballeros negros a los
que no podían vérseles los rostros, totalmente ocultos
tras el yelmo. Con las lanzas bajadas y a todo galope parecía que, en efecto, no tenían otra intención sino la de
dar muerte al Caballero Cobarde, quien de inmediato se
había retirado a un lado, ahí donde el bosque comenzaba, para refugiarse tras unos árboles, mientras Gauvain
rápidamente empuñaba su lanza y sujetaba con firmeza su escudo. Una de las lanzas adversarias vuela en
astillas al dar en el escudo de Gauvain y el caballero se
da a la fuga, al tiempo que la lanza de Gauvain desarzona al otro caballero, quien, ya en el suelo, comienza a
correr en dirección a su caballo, que cabalga despavorido detrás de su compañero. El Caballero Cobarde sale
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de su refugio, suelta una carcajada y le dice a Gauvain:
–Señor, lo que acabo de ver ha sido una gran maravilla. Os lo agradezco mucho.
Gauvain le responde:
–Amigo, sería mejor que, en lugar de maravillaros, os
comportarais como un caballero. A fe mía os juro que
la próxima vez que nos encontremos no combatiré por
vos.
Haciendo caso omiso de estas palabras, el Caballero
Cobarde soltó otra carcajada y se alejó ante la mirada
atónita de Gauvain, que pronto olvidó la aventura al divisar el sendero perdido al final del claro del bosque.
El Caballero Cobarde se adentró en el bosque muy
contento por haberse librado de sus enemigos. No creía
que volvieran a aparecer por lo menos hasta dentro de
un tiempo, pues, sin duda, temerían volver a encontrarse con aquel caballero que en un instante los había vencido. Y así, despreocupado y feliz, el Caballero Cobarde
iba cabalgando por el bosque, y así estuvo haciéndolo
unos cuantos días y unos cuantos meses, hasta que pasó
la primavera y después pasó el verano, y las hojas de los
árboles empezaron a caer y a amarillear la tierra. Era
un frío día de otoño cuando el Caballero Cobarde tuvo
la sensación de que lo estaban siguiendo. Detuvo su caballo y aguzó el oído. No se oía nada, salvo el canto de
los pájaros y el viento que azotaba las hojas de los árboles. Miró a su alrededor y divisó una pequeña colina,
y desde lo alto de la colina, cuál no sería su espanto, vio
cabalgar a lo lejos a dos caballeros negros. Despavorido
por la visión, espoleó a su caballo y dio comienzo a una
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carrera enloquecida hasta encontrar a un caballero al
que se acercó pidiéndole ayuda.
–¿Y por qué vais así vestido y cabalgáis de esta extraña guisa? –le preguntó el caballero al que se acababa de encontrar.
Al oír su respuesta, el caballero le replicó:
–De ningún modo pienso combatir por vos. Ya podéis enderezar vuestras armas y montar vuestro caballo como es debido. Os digo desde ahora que no pienso
ayudaros. Tendréis que arreglaros solo contra vuestros
enemigos. Pero no sólo eso. Si ahora mismo no hacéis lo
que os digo, os las tendréis que ver conmigo además de
con ellos.
Y el caballero, que era muy esforzado y pertenecía
a los elegidos de la Tabla Redonda que se dedicaban a
la búsqueda del Grial –ese caballero no era otro sino
Perlesvaus–, se echó a un lado, mientras todo el bosque retumbaba ya por los cascos de los caballos que se
aproximaban a toda velocidad. El Caballero Cobarde no
tuvo más remedio que hacer lo que le decía Perlesvaus
y, acordándose de Gauvain, se agarró fuertemente a su
escudo y empuñó la lanza con la firmeza que le permitió su temblorosa mano. Pero, cuando tuvo a los dos
caballeros negros encima, una fuerza desconocida hasta
el momento lo invadió de tal modo que desaparecieron
todos los temblores y, como si todo él estuviera hecho de
hierro candente, así se opuso a sus dos enemigos. Uno
de ellos cayó muerto al suelo atravesado por su lanza. El
otro fue degollado allí mismo con la hoja de su espada.
Perlesvaus se acercó a él y le dijo:
–Amigo mío, hoy habéis cambiado vuestro nombre. A
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partir de ahora ya no os llamaréis Caballero Cobarde.
Vuestro nombre será Caballero Valiente.
Y el recién nombrado Caballero Valiente respondió:
–Si hubiera sabido antes que era tan fácil combatir,
mucho antes habría recibido este nombre. A partir de
ahora seré el Caballero Valiente, os lo prometo.
Perlesvaus y el Caballero Valiente se abrazaron, y
cada uno siguió su camino. Perlesvaus cabalgó por valles y montañas, y un día se encontró con Gauvain en
medio del bosque. El paisaje estaba todo teñido de blanco. Eran las primeras nieves de aquel invierno que prometía ser muy frío. Decidieron cabalgar juntos y pasar
aquella noche en una ermita cercana. Al dirigirse hacia
la ermita, vieron restos de un combate: astillas, un caballo atravesado por una lanza, un escudo roto, y también
vieron cómo el rojo de la sangre teñía la blancura de
aquellas primeras nieves invernales. Al llegar a la ermita, salió a recibirlos el ermitaño, que les dijo:
–Aquí dentro yace un caballero malherido. Le he preguntado su nombre, pero no me lo ha sabido decir, tal es
la gravedad de su estado.
Perlesvaus y Gauvain entraron en la ermita y no les
costó mucho trabajo reconocer en el herido al que antaño fuera el Caballero Cobarde. El caballero pareció
despertar de un profundo sueño, dirigió su mirada a los
recién llegados, y sonrió. Seguidamente lanzó un suspiro, y en aquel mismo instante entregó su alma a Dios.
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EPÍLOGO
Estos cuentos han sido escritos tal y como iban viniendo a mi memoria. Todos ellos
proceden de los relatos artúricos que fueron elaborados por autores franceses y
alemanes a partir de la segunda mitad del siglo XII, cuando las cortes caballerescas, las
de Enrique II Plantagenet y Leonor de Aquitania, de María de Champaña o de Felipe de
Flandes, se convirtieron en los grandes centros de cultura de la época. Allí se escribían,
al principio en verso y luego en prosa, los relatos, romans, que trataban acerca del rey
Arturo y de sus caballeros de la Tabla Redonda, el conjunto temático más importante de
la denominada Materia de Bretaña. Esta “Materia” tenía su origen en la antigua
mitología celta que se transformó en historias maravillosas, adaptadas a las nuevas
mentalidades. En pleno siglo XII la tradición celta vivía aún entre los galeses, los
irlandeses o los bretones de Francia, en cuyos territorios se habían instalado los celtas
en época prerromana y romana, y en donde las lenguas célticas (galés y gaélico) eran
utilizadas comúnmente y servían para dar forma a una literatura oral refinadísima que
conocemos gracias a algunos manuscritos tardíos. Pero fueron los autores franceses
como Chrétien de Troyes, por ejemplo, o alemanes como Wolfram von Eschenbach, y
otros cuyos nombres desconocemos, quienes, después de escuchar aquellos relatos de
aventuras, construyeron unos cuentos que pueden considerarse los orígenes de la novela
europea moderna.
En mi memoria guardo escenas, momentos, imágenes, cuya potencia reside en el
sentido y en la enseñanza que contienen. Al volver a contar estos cuentos he querido
justamente transmitir ese fulgor y por ello he tenido que prescindir de las tramas
extensas, complejas, y a veces prolijas, que solían ser la aportación fundamental de los
autores medievales, en algunas ocasiones exquisitas, como las conjointures de Chrétien
de Troyes, textos que eran verdaderos tejidos porque se habían unido en ellos diversos
cuentos en busca siempre de una perfecta unidad estructural. Pero a mí me ha interesado
la inmediatez, por lo que no me ha importado desmembrar las obras para retornar al
cuento simple y reducirlas a su esencia, alcanzando un efecto que posiblemente se ajuste
más a la estética del siglo XXI. Así, son tres los principios narrativos que han guiado mi
trabajo: rapidez, brevedad y visibilidad, en los que he reconocido tres de las propuestas
que hiciera Italo Calvino en el siglo pasado para nuestro milenio.
He contado estos pasajes artúricos a mi manera, a veces llenado los silencios. Otras
eliminando detalles, otras variando ligeramente el argumento, siempre con la intención
de perfilar los contornos que pudieran quedar de otro modo desdibujados, y resaltar con
más intensidad el sentido que he creído encontrar en ellos.
Aunque cada cuento es independiente, en ocasiones algunos forman pequeños ciclos, ya
sea por la materia (Grial, tristaniana, etc.) ya porque los enigmas que se han dejado en
suspenso en un cuento encuentran su solución en el siguiente. Así, estos cuentos son
variantes de los “originales”, lo cual me parece legítimo en ese mundo de la variante
que es el mito, aunque en general creo haberme mantenido fiel a os argumentos y a su
espíritu. Además, he querido conservar un cierto estilo y tonos antiguos de los que no
me puedo desprender al recordar las historias.
Decía Isak Dinesen, a la que considero la mejor contadora de cuentos del siglo XX, que
todo cuento debe dejar tras de sí una página en blanco. Esa página en blanco ha de ser
llenada por el lector en cuyo interior la historia leída debe resonar como una pregunta
que busca una respuesta, incluso a veces como una paradoja que quiere diluir la
contradicción, o como un enigma que debe ser descifrado. El silencio que puede
escucharse al final de cada uno de los cuentos que componen este libro quiere abrir un
espacio a la reflexión del lector, al que también se le invita a que, a su vez, vuelva a
contar el cuento.
Deseo que el lector encuentre al leer estos cuentos el mismo placer que experimenté al
escribirlos. De ningún modo pretenden sustituir a los romans medievales. Todo lo
contrario: quieren ser un estímulo para su lectura. Por ello a este Epílogo sigue una Guía
de lectura en donde se precisa de qué obra medieval en concreto procede cada uno de
los cuentos. Muchos de los manuscritos medievales en donde se copiaron los romans
fueron magníficamente ilustrados con ricas miniaturas. He querido que algunas de estas
miniaturas, las que hacen referencia a ciertas aventuras aquí relatadas, estuvieran
presentes en este libro como perfectas referencias visuales y auténticos emblemas. La
íntima combinación de imágenes y textos propia del manuscrito medieval se conserva
aquí no sólo por la belleza de las miniaturas, sino también por una pasión de fidelidad.
Un gran estudioso de los mitos de la India, pero también del ciclo artúrico, Heinrich
Zimmer, sostenía que todos estos cuentos “están en nuestros huesos”. Con ello se refería
a que forman parte de un pasado, el medieval, que, en cuanto es recordado, es
reconocido como propio por cada uno de nosotros. La integración del pasado histórico
en nuestro presente es uno de los retos mayores de la nueva era digital, que trae consigo
profundas transformaciones entre las que no esperamos el olvido de los grandes tesoros
de nuestra tradición.
Victoria Cirlot
Saillagouse, verano de 2010
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