VII CONCURSO DE RELATOS CORTOS “EUGENIO ASENSIO” SEGUNDO PREMIO CATEGORÍA A Lucía Belén Rovasio Aguirre Instituto Hispano Argentino “Pedro Poveda” de Buenos Aires (Argentina) Escalera al cielo La luz penetrante es la primera vista que tengo después de que suene el despertador. Me levanto perezosa y me cambio. Tomo mi café, y después de cerrar la puerta de mi departamento, empiezo a bajar por las escaleras del edificio. Se ve la ciudad a través de la puerta de salida, ruidosa y llena de gente como siempre. Hace frío hoy, en pleno invierno, y se ve humo saliendo de mi café. Me acerco al cruce y me fijo la hora: 7:33 AM. El semáforo cambia y empiezo a cruzar la calle. Escucho una bocina y una luz blanca nubla mi vista de repente. Dolor. Muchísimo dolor. Escucho gritos indistintos, pero no los reconozco. Tampoco puedo moverme, no solo por el dolor sino porque de repente mi cuerpo arde de calor. Luego, el dolor va bajando, hasta que desaparece. Los ruidos ya solo se escuchan leves y de fondo. El ardor baja y se vuelve cálido. Y por último, me invade una sensación de tranquilidad, me siento adormecida. Después todo se vuelve negro. La luz de la ventana está en mi rostro otra vez y cubro mis ojos con la mano, instintivamente. El recuerdo anterior vuelve de golpe. Doy vueltas alrededor con la mirada y mi agitación baja cuando noto que estoy nuevamente en mi habitación: ni cortes, ni sangre, ni calidez. Suspiro y me tranquilizo. Repito mi rutina de nuevo y bajo a la puerta. Estoy por abrir, pero me detiene el ruido de una bocina. Giro la vista hacia su origen y veo a una chica ser atropellada por un auto. Me abro paso entre la gente que rápidamente se estaba acumulando y la veo. Mejor dicho, me veo. Yo, en el piso, manchada en escarlata. Retrocedo sin comprender y tropiezo con algo que causa que caiga de espaldas. Ahora, la imagen es distinta: las nubes que estaban en el cielo ya no están, y las reemplaza un cielo despejado, del color que toma justo antes del atardecer. Reconozco el lugar y aunque debería darme seguridad, me entristece. Escucho ruidos de pelea y avanzo hacia ellos, siguiendo el camino amarillo del parque. Una pareja está peleando y no me sorprende reconocer a la chica que forma parte de la pelea: yo. Los gritos se elevan y mi novio me deja. Noto mis mejillas húmedas, y las limpio como si alguien fuera a notarlas, aunque lo dudo. Sigo a mi otro yo. El día despejado se convierte en uno lluvioso y me encuentro a mí misma caminando por el vecindario de la casa de mis papás. Escucho la campana de una bicicleta y me doy vuelta para encontrarme conmigo, unos años atrás, andando en bicicleta empapada, con mi mejor amigo y futuro ex novio, Lucas. Escucho sus risas mientras desaparecen. Sé qué pasa después: ese día nos convertimos en novios. Es curioso cómo un recuerdo tan feliz se vuelve tan triste con el paso del tiempo. Veo una bicicleta junto a mí y me subo. Lo que sea que esté pasando, quiere que me siga. O por lo menos eso creo. Unas pocas vueltas de rueda y la imagen volvió a cambiar. Me veo a mí misma con un vestido negro y dorado bailando en mi cumpleaños con todos mis amigos. Mi familia también está ahí, sonriendo y bailando. Veo a mi hermano, que ahora está en la universidad, con trece años de nuevo. Sonrío. Giro y veo a mis papás, tan enamorados como siempre, bailando la canción que sonaba. Me detengo un segundo para admirar la felicidad de la escena y no quiero avanzar. Tal vez, si me quedo ahí, pueda repetir esa noche por siempre. Veo a Lucas hablando conmigo, como solíamos hacer tan naturalmente, pero ni siquiera eso me entristece ya. Me encamino a la pista de baile para disfrutar un poco el momento, pero antes de que terminara de cruzar la alfombra, aparecí nuevamente en otro lugar. Es una carretera y no consigo reconocerla hasta que la visión de un auto estacionado junta a la ruta me hace recordar. Me acerco al auto y me veo teniendo un picnic con mi familia. El auto se había quedado sin nafta y mis papás habían decidido sentarse afuera y comer mientras esperábamos a la grúa. Siempre fueron así: buscando lo positivo de todo. Yo, con mis trece años del momento, mis mechones de colores y actitud pre-adolescente, no hacía más que bufar y quejarme de que estábamos varados. Paro un momento y cierro los ojos. La brisa suave que corre es hermosa, perfecta para un picnic. Abro los ojos para ver a mi hermano toser por haberse atragantado con la bebida y termina sacando Fanta de su nariz. Me rio a carcajadas junto a mi familia y espero con ellos a la grúa. Recién cuando empezó a perderse en la distancia, la imagen volvió a cambiar. Me veo a mí misma con ocho años en mi clase del colegio, sonriente y festejando por un premio que había ganado. Y luego de nuevo, con seis y mi primer muñeca. La velocidad del cambio entre recuerdos aumenta, como pequeños destellos de lo que pasó hasta que de repente, paran. Estoy de vuelta al principio: en el parque. Esta vez, sin embargo, no está ni Lucas, ni mi familia, ni nadie. Solo yo con tres años jugando sobre el pasto, como siempre hacía los viernes. Y esta vez nos vimos. Mi yo-pequeña se da vuelta hacia mí, y me da una sonrisa. Jugamos toda la tarde, y tengo que decir que conocí más de mí de lo que pensé que había para ver. Después de un rato, yo-pequeña se sienta y me hace señas de que la acompañe. Nos acostamos en el pasto cada una apuntando en direcciones opuestas, pero ninguna dice nada. Ella se queda ahí con la misma expresión relajada, mirando el cielo. Empiezo a inquietarme, y no sé si ella se da cuenta o lo supone pero dice: — Estoy esperando algo... —¿Qué?— me deja perpleja la seriedad con la que una nena de tres años me habla. — La escalera, Victoria. Hasta ahora siempre fue un camino: la calle, la alfombra, la ruta. Pero acá termina y lo único que falta es subir. — No entiendo, ¿subir adónde? — ¿Honestamente?, no lo sé. Después de todo, sigo siendo vos. Pero sé que estoy acá para llevarte… cuando estés lista. —y dicho eso extiende su pequeña mano, para que la acompañe. —¿Y si no hay nada?, ¿si termina ahí?— le contesto, asustada. Ella Levanta ambos hombros en plan de “no tengo idea” pero enseguida agrega:— En cualquier caso, estoy contigo. Lo pienso un segundo. No sé qué me espera, eso seguro, pero tampoco queda nada por hacer: no puedo volver el tiempo atrás y no cruzar porque las cosas no funcionan así. Pienso en mis papás, mi hermano, mis amigos y, eventualmente, en Lucas también; ya no con rencor sino algo de melancolía. Iba a extrañarlos, a todos, así que, sinceramente, no sé qué me impulsó a hacer lo que hice. — Estoy lista— dije, e inmediatamente le tomo la mano antes de que pudiera arrepentirme. Miro la diferencia de tamaño entre las dos, y río un poco para mis adentros. Mi mano empieza a achicarse, con el resto de mi cuerpo, hasta ser una réplica exacta de la Victoria junto a mí. Me tomo un momento, tal como en el recuerdo del picnic y cierro los ojos. Escucho la fuente, los pájaros y risas, entre las hojas. Por último, escucho una flauta, la única cosa que no encaja con ningún recuerdo mío de ese lugar. Amago a seguir su sonido y la mirada de aprobación de mi yopequeña me sugiere que estoy en lo cierto. Caminamos a las colinas, sin saber a dónde llevaban, sin ningún plan. Y como dice esa canción vieja de LedZeppelin: Y mientras serpenteamos por el camino, nuestras sombras más altas que nuestra alma, Y si escuchas atentamente, la melodía te llegará al final.