Corona de flores»

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AMANECER: LA CALLE DE LA CADENA
Corren los mejores tiempos, corren los peores tiempos, es la
era de la sabiduría, es la era de la estupidez, es la época de la fe,
es la época de la incredulidad, es el tiempo de la Luz, es el
tiempo de la Oscuridad, es la primavera de la esperanza, es
el invierno de la desesperación, lo tenemos todo por delante,
no tenemos nada por delante, vamos todos directos al cielo,
vamos todos directos al otro lugar.
El trono de España lo ocupa un rey muy pálido de ojos
melancólicos, y en la presidencia se alternan un intelectual
conservador con cara de profesor severo y un liberal afable con
cara de borrachín. El rey no lo sabe pero tiene la muerte en los
ojos. España no lo sabe pero tiene la muerte en los ojos. Barcelona se despierta todas las mañanas bajo una nube negra de
humo de las fábricas y se dedica a temblar bajo un cielo que
siempre es gris.
Corre el Año del Señor de Mil Ochocientos Setenta y Siete. En un periodo tan favorecido como éste, las revelaciones
espirituales brotan en Barcelona como si fueran caras de Cristo en las paredes descascarilladas. En su celda de tres varas por
tres de la cárcel de la Reina Amalia, el doctor Menelaus Roca
camina de una pared a otra y contempla los dibujos de las
constelaciones a través de su ventanuco. Delante de las tabernas de la calle de Trentaclaus, los marineros se estremecen
cuando ven las ilustraciones horripilantes de las páginas de La
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ciudad secreta que flotan en los charcos. Los artículos horripilantes del Diario de Barcelona arrastrados por la lluvia. En su
despacho de la cima del monte Táber, el gobernador civil
Melcior Estrany deja de comer un momento y nota una serie
de extrañas punzadas en sus vísceras. Y las vísceras, como sabe
todo el mundo, son un mapa del universo.
En la calle de la Cadena, a la luz de los faroles de gas, las mujeres se acercan con sigilo trayendo jarros de agua. Trayendo
cestas con comida. Trayendo a sus criaturas en brazos. Todos
los pasos convergen hacia un portal destartalado. Y poco a
poco se va congregando una multitud.
Han pasado exactamente veinte días desde el Crimen de la
Esperanza. Y la ciudad aúlla como un perro bajo la lluvia.
–«El primer proyectil ha caído en la vía pública poco después de medianoche» –le dice Blai Boamorte al inspector
provincial Semproni De Paula, leyendo en voz alta de su cuaderno de notas.
Los dos van sentados en la cabina de la berlina oficial del
Cuerpo de Vigilancia, cara a cara y sin mirarse. Para un testigo
que los viera a bordo del carruaje sin saber nada de ellos, sin
saber que De Paula es el inspector y Boamorte es su superintendente en el cuerpo, la escena plantearía un enigma de aspecto vagamente cómico: Boamorte es un hombre alto y de
hombros caídos, con más aspecto de sepulturero que de policía; la cara alargada, de ese color amarillo roñoso que deja el
tabaco en los dedos. Una cara tan reseca y correosa que no
parece una cara, sino algo momificado y curtido, donde los
ojos negros asoman como animalitos quitinosos. De Paula es
pequeño. No pequeño de esa manera en que son pequeños
ciertos policías vocingleros y de aire pendenciero, siempre un
par de cabezas por debajo del resto, siempre levantando la voz
y caminando con la espalda muy recta. No: pequeño como
un niño de once años, pequeño de una forma que hace que la
gente se lo quede mirando con perplejidad. Los bigotes ence14
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rados que le cubren casi por completo los labios están en medio de una cara igualmente pequeña, casi del tamaño de una
cara de niño. Salvo los bigotes, sus rasgos son diminutos y redondeados y parecen fabricados a base de mazapán.
Boamorte lleva un traje negro, De Paula lleva uno blanco.
En otro contexto, el color de los trajes sería un mero detalle
pintoresco; a bordo de la berlina tiene cierto aire de metáfora
indescifrable.
–¿Qué quiere decir con eso de «proyectil»? –pregunta De
Paula con una voz que no es tanto infantil como nasal y carente de profundidad, parecida al ruidito que haría una piedra
al bailar por el fondo de una tina de madera.
–Parece que era una silla –dice Boamorte–. Y le ha caído
encima a un hombre que estaba cenando en la calle –añade
sin mirar a su jefe.
Así es como De Paula y Boamorte se comunican siempre,
evitando mirarse. No por antipatía ni pudor, sino en honor a
algún pacto tácito según el cual dos hombres obligados a pasar tantas horas del día juntos deben guardar por lo menos alguna clase de distancia.
Hace media hora que Blai Boamorte se ha presentado en
casa de Semproni De Paula para despertarlo y avisarle del disturbio causado por una mujer que supuestamente hace milagros en la calle de la Cadena, junto al Hospital de la Santa
Cruz. Hace tres horas que Semproni De Paula se ha quedado
dormido con la cabeza desplomada sobre la mesa de su cocina. Hace cinco horas que su mujer ha vuelto a casa sola en un
carruaje con las cortinas cerradas, oliendo a anís y a tabaco,
hermosa y desafiante como siempre, procedente de algún
baile en la parte alta de la ciudad. Hace diez horas que él se ha
sentado a esperarla en el salón, preparando los argumentos de
la terrible pelea que estaba a punto de llegar. Hace cinco años
que el matrimonio de Semproni De Paula agoniza, y más o
menos el mismo tiempo que De Paula se ve incapaz de controlar la desvergüenza de su mujer, y sin embargo tampoco tiene agallas para echarla de casa. Y ahora, poco antes de las seis
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de la mañana de este lunes de diciembre, mientras el carruaje
se acerca a la explanada de la muralla, seguido de un destacamento de la guardia montada, De Paula se dedica a ensayar en
su mente castigos terribles, sonoros abofeteamientos y humillaciones públicas, que en su interior sabe que nunca tendrá
agallas para ejecutar. El pan de cada día.
–¿Ha desayunado usted? –le pregunta De Paula a su superintendente.
–No he desayunado, no.
Al otro lado del cristal aparece la explanada de la antigua
muralla, salpicada de sillares partidos que hacen pensar al inspector en dientes rotos. Dos ciudades superpuestas, la primera únicamente visible en forma de contorno vacío. De perímetro hundido. Lo contrario de una muralla. Un trompe-l’oeil
inesperado a través de la niebla matinal.
Boamorte continúa leyendo sus notas:
–«La gente de las ventanas ha proferido exclamaciones sacrílegas. Mofa de las cosas sagradas». –Su tono se vuelve un
poco errático, como si empezara a aburrirse de lo que está leyendo–. «Alteración del orden público. Alteración de la paz
nocturna. Conducta anárquica.»
La berlina cruza la explanada de la muralla por el antiguo
emplazamiento del portal de San Antonio. Entre los cascotes
merodean las siluetas de los perros asilvestrados. El coche pasa
por delante del Colegio de Escolapios y las ruedas dan una sacudida al adentrarse en el adoquinado lleno de socavones de
la calle de San Antonio. De Paula ya se imagina los efectos que
va a tener la carga de la guardia montada contra la multitud de
revoltosos, se imagina los gritos y las caras desencajadas y los
cuerpos tendidos sobre las losas del pavimento, y su furia remite un poco. Dirigir cargas policiales suele tener este efecto
en él. Y si en algún momento de su vida ha estado necesitado
de los efectos reparadores de una buena operación de castigo, es esta madrugada a bordo de su berlina oficial: sobre todo
después de que su mujer haya admitido en pleno apogeo de su
pelea que venía de pasarse la velada entera bailando con el ca16
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pitán Lombardo, de la infantería del cuartel de San Pablo. El
capitán Lombardo con su sonrisa imbécil y sus aires de suficiencia y su altura extraordinaria. De Paula esconde los puños
dentro de las mangas de su traje blanco y los aprieta hasta que
la sangre le abandona los dedos. Tanto el traje como el sombrero del mismo color resaltan su pajarita roja sobre la camisa
blanca y le dan cierto aspecto de herida abierta.
–Hay que mandar a alguien a buscar pan –dice De Paula
con rotundidad, como si el tema del pan fuera ligado a la crisis que los ocupa–. Y queso. Y longaniza. ¿Qué hay abierto
por aquí a esta hora sin Dios?
El carruaje dobla por la calle del Hospital y enfila el pasadizo oscuro de la calle de la Cadena. Ya se divisa la multitud.
Un mar de cabezas. Si al otro lado de la explanada el gas de los
fanales teñía el amanecer de un verde malsano, en estas calles
del viejo barrio del Hospital las llamas del gas parecen absorber la luz más que irradiarla. Manchitas azules temblorosas,
mariposas embotelladas en la oscuridad.
–«El contingente conspirador se ha hecho fuerte en la segunda planta» –sigue leyendo Boamorte de sus notas. A continuación levanta la vista y mira por primera vez al inspector,
con esos ojillos como bichos que asoman en medio de su cara
de momia–. O igual en el tejado. No estamos seguros. La gente ha venido de todo el barrio trayendo a sus niños.
–¿A sus niños?
Boamorte se encoge de hombros.
–Para que la santa los bendiga –dice–. Es costumbre traer a
los niños, cuando hay un milagro.
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