Corona de flores/3ª/ 26/2/10 13:41 Página 13 1 AMANECER: LA CALLE DE LA CADENA Corren los mejores tiempos, corren los peores tiempos, es la era de la sabiduría, es la era de la estupidez, es la época de la fe, es la época de la incredulidad, es el tiempo de la Luz, es el tiempo de la Oscuridad, es la primavera de la esperanza, es el invierno de la desesperación, lo tenemos todo por delante, no tenemos nada por delante, vamos todos directos al cielo, vamos todos directos al otro lugar. El trono de España lo ocupa un rey muy pálido de ojos melancólicos, y en la presidencia se alternan un intelectual conservador con cara de profesor severo y un liberal afable con cara de borrachín. El rey no lo sabe pero tiene la muerte en los ojos. España no lo sabe pero tiene la muerte en los ojos. Barcelona se despierta todas las mañanas bajo una nube negra de humo de las fábricas y se dedica a temblar bajo un cielo que siempre es gris. Corre el Año del Señor de Mil Ochocientos Setenta y Siete. En un periodo tan favorecido como éste, las revelaciones espirituales brotan en Barcelona como si fueran caras de Cristo en las paredes descascarilladas. En su celda de tres varas por tres de la cárcel de la Reina Amalia, el doctor Menelaus Roca camina de una pared a otra y contempla los dibujos de las constelaciones a través de su ventanuco. Delante de las tabernas de la calle de Trentaclaus, los marineros se estremecen cuando ven las ilustraciones horripilantes de las páginas de La 13 Corona de flores/3ª/ 26/2/10 13:41 Página 14 ciudad secreta que flotan en los charcos. Los artículos horripilantes del Diario de Barcelona arrastrados por la lluvia. En su despacho de la cima del monte Táber, el gobernador civil Melcior Estrany deja de comer un momento y nota una serie de extrañas punzadas en sus vísceras. Y las vísceras, como sabe todo el mundo, son un mapa del universo. En la calle de la Cadena, a la luz de los faroles de gas, las mujeres se acercan con sigilo trayendo jarros de agua. Trayendo cestas con comida. Trayendo a sus criaturas en brazos. Todos los pasos convergen hacia un portal destartalado. Y poco a poco se va congregando una multitud. Han pasado exactamente veinte días desde el Crimen de la Esperanza. Y la ciudad aúlla como un perro bajo la lluvia. –«El primer proyectil ha caído en la vía pública poco después de medianoche» –le dice Blai Boamorte al inspector provincial Semproni De Paula, leyendo en voz alta de su cuaderno de notas. Los dos van sentados en la cabina de la berlina oficial del Cuerpo de Vigilancia, cara a cara y sin mirarse. Para un testigo que los viera a bordo del carruaje sin saber nada de ellos, sin saber que De Paula es el inspector y Boamorte es su superintendente en el cuerpo, la escena plantearía un enigma de aspecto vagamente cómico: Boamorte es un hombre alto y de hombros caídos, con más aspecto de sepulturero que de policía; la cara alargada, de ese color amarillo roñoso que deja el tabaco en los dedos. Una cara tan reseca y correosa que no parece una cara, sino algo momificado y curtido, donde los ojos negros asoman como animalitos quitinosos. De Paula es pequeño. No pequeño de esa manera en que son pequeños ciertos policías vocingleros y de aire pendenciero, siempre un par de cabezas por debajo del resto, siempre levantando la voz y caminando con la espalda muy recta. No: pequeño como un niño de once años, pequeño de una forma que hace que la gente se lo quede mirando con perplejidad. Los bigotes ence14 Corona de flores/3ª/ 26/2/10 13:41 Página 15 rados que le cubren casi por completo los labios están en medio de una cara igualmente pequeña, casi del tamaño de una cara de niño. Salvo los bigotes, sus rasgos son diminutos y redondeados y parecen fabricados a base de mazapán. Boamorte lleva un traje negro, De Paula lleva uno blanco. En otro contexto, el color de los trajes sería un mero detalle pintoresco; a bordo de la berlina tiene cierto aire de metáfora indescifrable. –¿Qué quiere decir con eso de «proyectil»? –pregunta De Paula con una voz que no es tanto infantil como nasal y carente de profundidad, parecida al ruidito que haría una piedra al bailar por el fondo de una tina de madera. –Parece que era una silla –dice Boamorte–. Y le ha caído encima a un hombre que estaba cenando en la calle –añade sin mirar a su jefe. Así es como De Paula y Boamorte se comunican siempre, evitando mirarse. No por antipatía ni pudor, sino en honor a algún pacto tácito según el cual dos hombres obligados a pasar tantas horas del día juntos deben guardar por lo menos alguna clase de distancia. Hace media hora que Blai Boamorte se ha presentado en casa de Semproni De Paula para despertarlo y avisarle del disturbio causado por una mujer que supuestamente hace milagros en la calle de la Cadena, junto al Hospital de la Santa Cruz. Hace tres horas que Semproni De Paula se ha quedado dormido con la cabeza desplomada sobre la mesa de su cocina. Hace cinco horas que su mujer ha vuelto a casa sola en un carruaje con las cortinas cerradas, oliendo a anís y a tabaco, hermosa y desafiante como siempre, procedente de algún baile en la parte alta de la ciudad. Hace diez horas que él se ha sentado a esperarla en el salón, preparando los argumentos de la terrible pelea que estaba a punto de llegar. Hace cinco años que el matrimonio de Semproni De Paula agoniza, y más o menos el mismo tiempo que De Paula se ve incapaz de controlar la desvergüenza de su mujer, y sin embargo tampoco tiene agallas para echarla de casa. Y ahora, poco antes de las seis 15 Corona de flores/3ª/ 26/2/10 13:41 Página 16 de la mañana de este lunes de diciembre, mientras el carruaje se acerca a la explanada de la muralla, seguido de un destacamento de la guardia montada, De Paula se dedica a ensayar en su mente castigos terribles, sonoros abofeteamientos y humillaciones públicas, que en su interior sabe que nunca tendrá agallas para ejecutar. El pan de cada día. –¿Ha desayunado usted? –le pregunta De Paula a su superintendente. –No he desayunado, no. Al otro lado del cristal aparece la explanada de la antigua muralla, salpicada de sillares partidos que hacen pensar al inspector en dientes rotos. Dos ciudades superpuestas, la primera únicamente visible en forma de contorno vacío. De perímetro hundido. Lo contrario de una muralla. Un trompe-l’oeil inesperado a través de la niebla matinal. Boamorte continúa leyendo sus notas: –«La gente de las ventanas ha proferido exclamaciones sacrílegas. Mofa de las cosas sagradas». –Su tono se vuelve un poco errático, como si empezara a aburrirse de lo que está leyendo–. «Alteración del orden público. Alteración de la paz nocturna. Conducta anárquica.» La berlina cruza la explanada de la muralla por el antiguo emplazamiento del portal de San Antonio. Entre los cascotes merodean las siluetas de los perros asilvestrados. El coche pasa por delante del Colegio de Escolapios y las ruedas dan una sacudida al adentrarse en el adoquinado lleno de socavones de la calle de San Antonio. De Paula ya se imagina los efectos que va a tener la carga de la guardia montada contra la multitud de revoltosos, se imagina los gritos y las caras desencajadas y los cuerpos tendidos sobre las losas del pavimento, y su furia remite un poco. Dirigir cargas policiales suele tener este efecto en él. Y si en algún momento de su vida ha estado necesitado de los efectos reparadores de una buena operación de castigo, es esta madrugada a bordo de su berlina oficial: sobre todo después de que su mujer haya admitido en pleno apogeo de su pelea que venía de pasarse la velada entera bailando con el ca16 Corona de flores/3ª/ 26/2/10 13:41 Página 17 pitán Lombardo, de la infantería del cuartel de San Pablo. El capitán Lombardo con su sonrisa imbécil y sus aires de suficiencia y su altura extraordinaria. De Paula esconde los puños dentro de las mangas de su traje blanco y los aprieta hasta que la sangre le abandona los dedos. Tanto el traje como el sombrero del mismo color resaltan su pajarita roja sobre la camisa blanca y le dan cierto aspecto de herida abierta. –Hay que mandar a alguien a buscar pan –dice De Paula con rotundidad, como si el tema del pan fuera ligado a la crisis que los ocupa–. Y queso. Y longaniza. ¿Qué hay abierto por aquí a esta hora sin Dios? El carruaje dobla por la calle del Hospital y enfila el pasadizo oscuro de la calle de la Cadena. Ya se divisa la multitud. Un mar de cabezas. Si al otro lado de la explanada el gas de los fanales teñía el amanecer de un verde malsano, en estas calles del viejo barrio del Hospital las llamas del gas parecen absorber la luz más que irradiarla. Manchitas azules temblorosas, mariposas embotelladas en la oscuridad. –«El contingente conspirador se ha hecho fuerte en la segunda planta» –sigue leyendo Boamorte de sus notas. A continuación levanta la vista y mira por primera vez al inspector, con esos ojillos como bichos que asoman en medio de su cara de momia–. O igual en el tejado. No estamos seguros. La gente ha venido de todo el barrio trayendo a sus niños. –¿A sus niños? Boamorte se encoge de hombros. –Para que la santa los bendiga –dice–. Es costumbre traer a los niños, cuando hay un milagro. 17