La ruta de almorávides y almohades

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La ruta de almorávides y almohades
Las viejas dinastías dejaron por toda al-Andalus su sello cultural. Una ruta
redescubre aquellas dos culturas religiosas, a caballo entre los reinos taifas y el
periodo nazarí. Es un itinerario que une Cádiz y Granada por los paisajes y
pueblos más bellos de Andalucía.
Texto | Fotos: Manuel Mateo Pérez
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A c t u a l i z a d o miércoles 28/10/2009 19:42 horas
Algeciras y Tarifa, Castellar y Jimena, Cádiz y Jerez de la Frontera, Ronda y
Málaga, Antequera y Granada. Y por mitad de todas ellas un reguero de
pueblos y ciudades pequeñas que conforman una de las rutas turísticas más
extensas y bellas de cuantas cicatrizan Andalucía. Es la Ruta de los
almorávides y los almohades, un fascinante itinerario cultural vertebrado por la
historia, puesto en marcha por el legado andalusí, una de las instituciones
culturales más inquietas y sólidas del sur peninsular.
La historia comienza así. Camino de la última frontera, las huestes cristianas
debieron avanzar allá por 1480 con el corazón encogido por la zozobra y la
impaciencia. Apenas quedaban doce años para alcanzar la capital del último
reino musulmán que a duras penas sobrevivía en la Península. La monarquía
nazarí aguardaba resignada el momento de la claudicación y el exilio.
Tiempo atrás, el Reino de Granada había heredado la grandeza que dos
soberanas dinastías amasaron en al-Andalus. Curtidos en la aspereza de la
tierra beréber, los almorávides primero y los almohades después hallaron al sur
de la Bética los prados, el agua, la luz y el ánimo donde hacer realidad sus más
excelsos sueños. Buscaron al este los antiguos puertos del Mediterráneo
andalusí y subieron luego hasta el valle del Ebro para dejar constancia de su
empuje militar.
Algeciras y los pueblos de Cádiz
Por el camino levantaron pueblos que aún hoy sorprenden al viajero por su
meditada organización y su hondo y placentero sentido de la vida. Los pasos
de aquellas dos viejas tribus norteafricanas, fundamentalistas en su aspecto
religioso, están definidos en un itinerario de escarpados barrancos, ondulantes
sierras, pacíficas orillas y maternales vegas.
Algeciras es el punto de partida de la ruta.
Anclada a la bahía de su mismo nombre,
frente al Peñón de Gibraltar, la vieja
ciudad gaditana, hoy uno de los puertos
más activos de Europa, evoca en su
arquitectura religiosa y civil las huellas
andalusies y cristianas. A un paso se halla Tarifa, abatida por los vientos y su
castillo legendario de Guzmán el Bueno, y los pequeños y pintorescos pueblos
de Castellar y Jimena, cosidos a las montañas en los limites con el Parque
Natural de los Alcornocales, uno de los más valiosos pulmones verdes del sur.
Cádiz presume en ser la ciudad más antigua de Occidente. Extendida en el
istmo formado por una delgada lengua de tierra que divide las aguas bravias
del Atlántico y las mansas láminas de la Bahía, la capital de la provincia
muestra hoy la piel urbana y arquitectónica que dejó el XVIII, pero debajo de
ella duermen los siglos en que fue romana primero y andalusí después. Algo
parecido le ocurre a Jerez de la Frontera, la señorial ciudad, renacentista y
barroca, de las avenidas anchas, los palacios y las casonas señoriales, las
plazas soleadas y las iglesias umbrías. La ruta se interna por los Pueblos
Blancos. Arcos, Grazalema, Zahara de la Sierra, Algodonales, Olvera, Setenil y
por fin Ronda.
La serranía romántica
Ronda está abrazada por una serranía caprichosa, forrada de dehesas, altivos
picachos y ríos por cuyos lechos discurren aguas blancas y procelosas.
Salvadas todas las escarpaduras, la ruta se amansa en Málaga cuyo
Mediterráneo raya el horizonte en un azul tenue y delicado. Por Antequera las
llanuras se esparcen en libertad. A sus espaldas, violenta el paisaje la sierra
del Torcal. Camino de Granada la tierra se eleva otra vez por Loja. Unas
leguas después vuelve a fruncir su cejo pétreo por Montefrío y Alhama.
La vista se recupera al rato cuando a lo
lejos se divisa ese mar de arena fértil
donde todo germina. La Vega es el
preludio manso a las colinas donde la
Alhambra reina y Sierra Nevada, por
detrás, cierra a modo de telón uno de los
paisajes más bellos del mundo. Al río Guadalevín los árabes lo llamaron Wadil
-Laban, el rio de la leche. No encontraron mejor metáfora: el Guadalevín se
precipita por el estrecho cajón del tajo rondeño dibujando una alargada cola de
caballo.
Siglos hace que hasta el puerto de Málaga no arriban barcazas llenas de
especies, tejidos y metales preciosos con destino a las alcancías del Reino de
Granada. Sin embargo, aquí continúa con su aire mayestático la alcazaba,
bordada con su doble juego de murallas que le dan una perspectiva extraña,
desigual, misteriosa. Por un pasadizo entre dos murallas la alcazaba alarga sus
brazos hasta el castillo de Gibralfaro. A sus pies, al lado del parador, Málaga se
recuesta espléndida, señorial, ajena a los ruidos que se cuecen abajo, entre
esa madeja de avenidas, paseos y alamedas que parecen confluir en la
pequeña plaza donde se yergue la mariquita, la catedral inacabada.
Leyendas y amoríos
En la colina de la alcazaba, Antequera dormita blanca. Narra la historia que en
1585 el Cabildo decide colocar una serie de epígrafes romanos en el Arco de
los Gigantes. Desde entonces, a este sitio se le tiene por el primer museo
público abierto en España. La colegiata de Santa María la Mayor es
renacentista. Otros edificios más ensalzan la memoria de Antequera. El Palacio
de los Nájera acoge el museo municipal. Alrededor del patio están las salas de
arqueología. En una, el pasado romano se hace evidente. Allí figura la talla en
bronce de un adolescente efebo que pese a sus dos mil años no ha perdido ni
la sonrisa ni su fibroso cuerpo.
Granada espera al final de los caminos.
La colina roja es el destino último de todo
viajero. Ajena al paso de los días, al alba
y la noche, la Alhambra sigue asida a su
halo de embeleso y arrebato. El último
reducto musulmán en la Península lo es
también de la paz, la exquisitez y la armonía. Toda la ciudad vertical gira en
torno a la fuerza que gravita desde este conjunto palatino. Los paseos y las
plazas miran a las faldas de sus escarpes, cubiertos hoy por una densa
maraña vegetal.
Próximo a Puerta Real está el Corral del Carbón, la primitiva alhóndiga en cuyo
singular patio negociaron y descansaron mercaderes llegados de tierras
lejanas. Plaza Nueva, flanqueada por la Chancilleria, conduce hasta la carrera
del Darro. La final, la estrecha calleja deriva en un paseo abierto al valle que
forman la Alhambra y el barrio del Albayzin. El paseo de los Tristes es uno de
los miradores más soberbios de la ciudad. La Granada de las perspectivas y
los rincones secretos, de las plazas ocultas y los callejones en cuesta, de los
cármenes perfumados y los ríos caudalosos sigue tan presente como cuando
Boabdil, con lágrimas en los ojos, la miró por última vez.
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