Adelanto Huckleberry Finn

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Las aventuras de Huckleberry Finn
Las aventuras de Huckleberry Finn
Mark Twain
Traducción de Mariano Peyrou
Ilustraciones de Pablo Auladell
Todos los derechos reservados.
Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,
transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.
Título original
The Adventures of Huckleberry Finn
Primera edición: 2016
Ilustraciones
© Pablo Auladell
Traducción
© Mariano Peyrou
Copyright © Editorial Sexto Piso, S. A . de C. V., 2016
París 35-A
Colonia del Carmen, Coyoacán
04100, México D. F., México
Sexto Piso España , S. L.
Calle Los Madrazo, 24, semisótano izquierda
28014, Madrid, España
www.sextopiso.com
Diseño
Estudio Joaquín Gallego
Impresión
Cofás
ISBN: 978-84-16358-19-9
Depósito legal: M-19106-2016
Impreso en España
ÍNDICE
Aviso
9
Capítulo 1
11
Capítulo 2
15
Capítulo 3
23
Capítulo 4
27
Capítulo 5
33
Capítulo 6
37
Capítulo 7
45
Capítulo 8
53
Capítulo 9
65
Capítulo 10
71
Capítulo 11
75
Capítulo 12
83
Capítulo 13
91
Capítulo 14
97
Capítulo 15
103
Capítulo 16
109
Capítulo 17
119
Capítulo 18
129
Capítulo 19
143
Capítulo 20
153
Capítulo 21
163
Capítulo 22
173
Capítulo 23
181
Capítulo 24
189
Capítulo 25
195
Capítulo 26
203
Capítulo 27
211
Capítulo 28
219
Capítulo 29
229
Capítulo 30
239
Capítulo 31
243
Capítulo 32
253
Capítulo 33
259
Capítulo 34
269
Capítulo 35
275
Capítulo 36
283
Capítulo 37
289
Capítulo 38
297
Capítulo 39
305
Capítulo 40
313
Capítulo 41
319
Capítulo 42
327
Último capítulo
337
AVISO
Quien intente hallar un objetivo en esta narración, será llevado a juicio;
quien intente encontrar una moraleja, será desterrado; quien intente
encontrar un argumento, será ejecutado.
Por orden del autor,
G. G., Comandante de Artillería
CAPÍTULO 1
Ustedes no tendrán ni idea de quién soy si no han leído un libro llamado Las aventuras de Tom Sawyer,* pero eso da igual. Ese libro lo escribió el señor Mark Twain, y casi todo lo que dice ahí es verdad. Hay
algunas cosas que exageró un poco, pero casi todo es verdad. Eso no es
nada. Nunca he visto a nadie que no mintiera de vez en cuando, salvo
la tía Polly, o la viuda, o quizá Mary. Sobre la tía Polly –que es la tía de
Tom– y Mary y la viuda Douglas se habla mucho en ese libro, y en casi
todo se cuenta la verdad, aunque con algunas exageraciones, como he
dicho antes.
Bueno, así es como termina el libro: Tom y yo encontramos el dinero que los ladrones tenían escondido en la cueva y nos hicimos ricos.
Nos tocaron seis mil dólares a cada uno, todos de oro. Era un montonazo de dinero, cuando se juntaba todo. Bueno, pues el juez Thatcher
cogió y lo puso a interés y nos daba un dólar al día a cada uno todos los
días del año, más dinero del que nadie podría gastar. La viuda Douglas
me adoptó como hijo y dijo que me civilizaría, pero se me hacía muy
duro vivir todo el tiempo en la casa, sobre todo porque la viuda era terriblemente correcta y educada en todo lo que hacía, así que cuando ya
no pude soportarlo más, me largué. Me puse mis viejos harapos y me
instalé en mi barril de azúcar y me sentí libre y contento. Pero Tom
Sawyer me encontró y me dijo que iba a montar una banda de ladrones
y que yo podría unirme si volvía con la viuda y vivía de una forma respetable. Así que volví.
La viuda se echó a llorar al verme, y me llamó pobre oveja descarriada, y me llamó muchas otras cosas, pero sin ninguna intención de
hacerme daño. Me vistió otra vez con la ropa nueva, que me apretaba
muchísimo, y yo no podía parar de sudar. Bueno, pues entonces todo
*
Sexto Piso editó Las aventuras de Tom Sawyer en 2015 dentro de su colección de libros
Ilustrados. [Nota de los E.]
empezó de nuevo. La viuda tocaba una campana a la hora de la cena y
entonces tenías que presentarte al instante. Cuando llegabas a la mesa,
no podías ponerte directamente a comer, sino que había que esperar a
que la viuda agachara la cabeza y refunfuñara algo sobre las provisiones,
aunque en realidad no les pasaba nada malo. Bueno, sólo que todo estaba
cocinado por separado. Cuando se hacen las cosas juntas, es distinto: se
mezclan y se forma un jugo que lo empapa todo y las cosas saben mejor.
Después de la cena, sacó su libro y me contó lo de Moisés y los juncos, y yo estaba deseoso de enterarme de todo lo que le había pasado,
pero al cabo de un tiempo se le escapó que Moisés se había muerto hacía muchísimo, así que dejó de interesarme, porque a mí los muertos
me dan bastante igual.
Muy pronto me entraron ganas de fumar y le pregunté a la viuda
si podía, pero ella no me dejó. Dijo que era una costumbre fea y sucia
y que tenía que intentar abandonarla. Hay gente que es así. Les tienen
manía a cosas de las que no saben nada. Me daba la lata con Moisés,
que no era pariente suyo ni nada, y que no le hacía ningún bien a nadie
porque estaba muerto, ¿verdad?, pero le parecía fatal que yo hiciera algo
que a mí me gustaba. Ella, por su parte, tomaba rapé, y eso le parecía
estupendo, claro, porque ella lo hacía.
Su hermana, la señorita Watson, una solterona bastante flaca y con
gafas, se acababa de ir a vivir con ella y decidió enseñarme a leer y escribir. Me tuvo trabajando durante una hora, y después la viuda le dijo
que paráramos. Yo no hubiera podido soportarlo mucho más rato. Después me aburrí a muerte como otra hora, y me fui poniendo cada vez
más nervioso.
–No pongas los pies ahí, Huckleberry –me recriminó la señorita
Watson–. No te sientes así, Huckleberry; ponte derecho. –Y al cabo de
un rato–: No bosteces ni te estires de ese modo, Huckleberry. ¿Por qué
no intentas comportarte?
Entonces me contó lo del sitio malo, y yo le dije que ojalá estuviera
allí. Ella se enfadó, pero yo no lo había dicho con mala intención. Lo
único que quería era ir a alguna parte; lo único que quería era cambiar
de lugar, y no podía mostrarme demasiado exigente. Me dijo que era
malvado por decir lo que había dicho, y que ella no lo diría por nada del
mundo; ella iba a vivir de manera que acabara en el sitio bueno. La verdad, yo no veía ninguna ventaja en ir adonde iba a ir ella, así que tomé
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la decisión de no intentarlo. Pero no se lo dije, porque eso sólo traería
problemas y no serviría para nada.
Ella ya estaba lanzada, y continuó contándome toda clase de cosas
sobre el sitio bueno. Me dijo que lo único que tenía que hacer uno allí
era ir de un lado para otro durante todo el día con un arpa, cantando,
por toda la eternidad. A mí no me pareció que eso fuera ninguna maravilla, pero no se lo dije. Le pregunté si pensaba que Tom Sawyer iría
allí, y ella dijo que por supuesto que no. Eso me puso contento, porque
yo quería estar donde estuviera él.
La señorita Watson siguió dándome la lata y yo empecé a sentirme
cansado y solo. Un rato más tarde, hicieron entrar a los negros para
que dijéramos nuestras oraciones todos juntos y después todo el mundo se fue a la cama. Yo subí a mi habitación con un trozo de vela y lo
puse en la mesa. Me senté en una silla, al lado de la ventana, y traté de
pensar en algo alegre, pero no lo logré. Me sentía tan solo que casi deseaba estar muerto. Brillaban las estrellas y las hojas susurraban en
los bosques, muy apenadas. Oí una lechuza, a lo lejos, ululando por
alguien que había muerto, y un chotacabras y un perro que gritaban
por alguien que iba a morir, y el viento trataba de decirme algo pero yo
no podía entender lo que era, así que empecé a tener escalofríos. Después, en lo más profundo del bosque, oí esa clase de sonido que hacen
los fantasmas cuando quieren contar algo que tienen en la cabeza y no
consiguen hacerse entender, y por eso no pueden descansar en paz
en sus tumbas y tienen que ir lamentándose por ahí todas las noches.
Me sentí tan abatido y asustado que deseé estar con alguien. Entonces
me di cuenta de que tenía una araña en el hombro, y la eché de allí y
cayó sobre la vela, y antes de que pudiera moverme, ya estaba completamente calcinada. No hacía falta que nadie me dijera que eso era muy
mal augurio y que me traería mala suerte, así que me asusté y me quité
la ropa casi al instante. Me levanté y giré tres veces sobre mí mismo,
santiguándome a cada giro, y después me até un mechón de pelo con un
hilo para mantener alejadas a las brujas. Pero no me sentía nada seguro. Eso se hace cuando pierdes una herradura que has encontrado, en
lugar de clavarla sobre la puerta; pero nunca había oído a nadie decir
que sirviera para evitar la mala suerte cuando has matado una araña.
Volví a sentarme, todo tembloroso, y saqué mi pipa para fumar un
poco, porque en la casa ya había una silencio de muerte, así que la viuda
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no se enteraría. Al cabo de un largo rato, oí que el reloj del pueblo, a lo
lejos, empezaba a sonar: bum, bum, bum… doce campanadas, y luego
volvió el silencio, más silencioso que nunca. Poco después, oí el chasquido de una rama en la oscuridad, entre los árboles. Algo se movía ahí
abajo. Me quedé quieto y escuché. Al instante, escuché muy claramente:
«Miau». ¡Qué bien! Entonces yo también dije «¡Miau! ¡Miau!» lo más
bajito que pude, y después apagué la luz y salí por la ventana, gateando sobre el tejado del cobertizo. Desde ahí me dejé caer al suelo y me
arrastré entre los árboles. Ahí, claro, estaba Tom Sawyer esperándome.
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CAPÍTULO 2
Fuimos de puntillas por un sendero entre los árboles que llevaba hasta
el final del jardín de la viuda, agachándonos para no golpearnos la cabeza con las ramas. Cuando pasamos junto a la cocina, me tropecé con
una raíz e hice un ruido. Nos echamos en el suelo y guardamos silencio.
La señorita Watson tenía un negro grande llamado Jim, que en ese momento estaba sentado al lado de la puerta de la cocina; lo veíamos claramente porque había una luz a su espalda. Se levantó y estiró el cuello
un momento, escuchando. Después dijo:
–¿Quién anda ahí?
Escuchó un poco más. Después se acercó de puntillas y se detuvo
justo en medio de nosotros; casi podíamos tocarlo. Pareció que pasaban minutos sin que se oyera ningún ruido, y todos estábamos ahí,
muy cerca. Entonces me empezó a picar el tobillo, pero no me atreví
a rascarme, y después me empezó a picar la oreja, y después la espalda,
justo entre los hombros. Pensé que me iba a morir si no me rascaba.
Bueno, esa sensación la he tenido un montón de veces. Cuando estás
con gente elegante, o en un funeral, o intentas dormirte cuando no tienes sueño; si estás en cualquier situación en la que no puedes rascarte,
entonces te empieza a picar por todas partes. Un rato después, Jim dijo:
–Oye, ¿quién eres? ¿Dónde estás? Que me maten si no he oído algo. Pues lo que voy a hacer es quedarme aquí sentado escuchando hasta
que lo vuelva a oír.
Entonces se sentó en el suelo entre Tom y yo. Apoyó la espalda contra un árbol y estiró las piernas hasta que casi me toca una de las mías
con un pie. Me empezó a picar la nariz. Me picaba tanto que se me llenaron los ojos de lágrimas, pero no me atreví a rascarme. Entonces me
empezó a picar por dentro. Después me empezó a picar por debajo. No
sabía cómo iba a conseguir guardar silencio. Aquella tortura duró por lo
menos seis o siete minutos, pero me pareció mucho más. Ya me picaba en once sitios distintos. Creí que no podría soportarlo ni un minuto
más, pero apreté los dientes y me dispuse a intentarlo. Justo entonces,
Jim empezó a respirar pesadamente; luego empezó a roncar, y poco después yo ya estaba otra vez bastante a gusto.
Tom me hizo una señal –una especie de ruidito con la boca– y nos
alejamos a gatas. Cuando estábamos como a tres metros de Jim, Tom me
susurró que sería divertido atarlo al árbol, pero yo le dije que mejor no
lo hiciéramos; podría despertarse y armar alboroto, y entonces se darían cuenta de que yo no estaba en casa. Entonces Tom dijo que no tenía
suficientes velas y que iba a entrar un momento en la cocina para coger
más. Yo le dije que no era buena idea. Jim podía despertarse y meterse en la casa. Pero Tom quería arriesgarse, así que entramos sin hacer
ruido y cogimos tres velas, y Tom dejó cinco centavos sobre la mesa a
modo de pago. Después salimos y yo tenía muchísimas ganas de que
nos largáramos de allí, pero Tom se empeñó en acercarse a gatas hasta donde estaba Jim y hacerle algo. Yo me quedé esperando durante lo
que me pareció un buen rato, porque todo estaba silencioso y solitario.
En cuanto Tom volvió, nos fuimos a toda prisa por el sendero y
rodeamos la valla del jardín. Un poco más tarde, llegamos a lo alto de
la empinada colina que había al otro lado de la casa. Tom dijo que le había quitado a Jim el sombrero de la cabeza y lo había colgado de una rama
que tenía encima, y que Jim se había movido un poco pero no se había
despertado. Después Jim contaría que las brujas lo habían hechizado y
que lo habían puesto en trance y lo habían llevado por todo el estado y al
final lo habían depositado debajo de los árboles y habían dejado su sombrero colgado de una rama para mostrar quién lo había hecho. Y la siguiente vez que lo contó, dijo que lo habían llevado hasta Nueva Orleans.
Y después de eso, cada vez que lo contaba, el viaje era más largo, hasta
que con el tiempo llegó a decir que lo habían llevado por todo el mundo
y que él había acabado casi muerto de cansancio y que tenía la espalda
toda dolorida porque lo habían empleado de montura. Jim estaba muy
orgulloso de ello, tanto que casi no hacía caso a los demás negros. Había negros que recorrían kilómetros para escuchar a Jim contarlo, y él
era más respetado que ningún otro negro de la zona. Había negros que
venían de lejos y se quedaban boquiabiertos, mirándolo, como si fuera
una maravilla. Los negros siempre están en la cocina hablando sobre
brujas en la oscuridad, junto al fuego de la chimenea; pero cada vez que
uno se ponía a contar algo fingiendo que sabía mucho sobre esas cosas,
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Jim lo interrumpía y le decía: «¡Anda! ¿Qué sabrás tú de brujas?». Y
así le cerraba la boca a ese negro, que ya no volvía a hablar. Jim siempre
llevaba la moneda de cinco centavos colgada del cuello con una cuerda,
y decía que era un amuleto que le había dado el diablo con sus propias
manos, explicándole que podía curar a cualquiera con él, e invocar a las
brujas cuando quisiera. Bastaba con que dijera unas palabras, pero nunca contó qué palabras eran las que tenía que decir. Los negros venían de
los alrededores y le daban a Jim lo que tuvieran con tal de que los dejara
echar un vistazo a la moneda de cinco centavos, pero no se atrevían a
tocarla, porque el diablo la había tenido entre sus manos. Jim se echó
a perder como sirviente, ya que se volvió un creído porque había visto
al diablo y unas brujas lo habían utilizado de montura.
Bueno, pues cuando Tom y yo llegamos a la cima de la colina, miramos al pueblo, a lo lejos, y vimos tres o cuatro luces parpadeando,
quizá donde hubiera gente enferma. Las estrellas brillaban, muy bonitas, por encima de nosotros; y abajo, junto a la ciudad, estaba el río, que
tenía como un kilómetro y medio de ancho, y eran impresionantes su
grandiosidad y su silencio. Bajamos la colina y nos encontramos con Jo
Harper y Ben Rogers y dos o tres chicos más, escondidos en la antigua
curtiduría. Entonces soltamos las amarras de un esquife y descendimos
unos cuatro kilómetros por el río hasta llegar a la gran hendidura que
había en la ladera de la colina, y ahí desembarcamos.
Nos metimos entre unos arbustos y Tom nos hizo a todos jurar que
mantendríamos el secreto, y después nos mostró una abertura que había en la colina, justo donde los arbustos eran más espesos. Entonces
encendimos las velas y comenzamos a avanzar a gatas. Al cabo de unos
doscientos metros, la cueva comenzó a ensancharse. Tom echó un vistazo a los distintos pasadizos y al cabo de unos instantes se metió por
debajo de una pared en la que casi no se notaba que había un agujero.
Seguimos por un pasadizo muy estrecho y llegamos a una especie de
estancia toda húmeda, sudorosa y fría, y ahí nos detuvimos.
–Ahora vamos a fundar una banda de ladrones que se va a llamar
la Banda de Tom Sawyer –dijo Tom–. Quien quiera unirse a ella tendrá
que hacer un juramento y escribir su nombre con sangre.
Todos estábamos deseando hacerlo, así que Tom sacó una hoja de
papel en la que había escrito el juramento y lo leyó. Los chicos juramos ser leales a la banda y no contar nunca sus secretos; y si alguien le
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hacía algo a uno de los chicos de la banda, el chico que recibiera la orden de matar a esa persona y a su familia tenía que cumplirla, y no debía comer ni debía dormir hasta que los hubiera matado y les hubiera
marcado el pecho con una cruz, que era la señal de la banda. Y nadie
que no formara parte de la banda podía usar esa marca, y si lo hacía, había que denunciarlo; y si volvía a hacerlo, había que matarlo. Y
si algún miembro de la banda contaba sus secretos, había que cortarle el pescuezo y después quemar su cadáver y esparcir las cenizas
por todas partes, y tachar su nombre de la lista con sangre y no volver
a mencionarlo jamás, pues estaba maldito y había que olvidarlo para
siempre.
Todos dijimos que era un juramento muy bonito y le preguntamos a
Tom si se le había ocurrido a él. Él dijo que en parte sí, y que el resto lo
había sacado de unos libros de piratas y ladrones y que todas las bandas
de categoría lo empleaban.
Alguien propuso que estaría bien matar también a las familias de
los chicos que contaran los secretos de la banda. Tom dijo que era buena
idea, y cogió un lápiz y lo apuntó.
–Pero Huck Finn no tiene familia –dijo entonces Ben Rogers–.
¿Qué haríamos con él?
–Bueno, tiene padre, ¿no? –dijo Tom Sawyer.
–Sí, tiene padre, pero últimamente es imposible encontrarlo. Antes solía estar con los cerdos, borracho, en la curtiduría, pero no se lo
ha visto por aquí desde hace un año o más.
Se pusieron a discutir sobre el asunto y pensaron en expulsarme de
la banda, porque dijeron que todos los chicos debían tener una familia
o alguien a quien se pudiera matar; de lo contrario, no sería justo para
los demás. Bueno, pues a nadie se le ocurría qué se podía hacer y todos
nos quedamos callados. Yo estaba a punto de echarme a llorar, pero de
repente se me ocurrió una solución y les ofrecí a la señorita Watson:
podían matarla a ella. Todos dijeron:
–Ah, ella sirve, ella sirve. Está bien. Huck puede quedarse.
Entonces todos nos clavamos un alfiler en el dedo para poder firmar con sangre y yo puse mi marca sobre el papel.
–Bueno –dijo Ben Rogers–, ¿y a qué se dedica esta banda?
–Sólo a robar y a matar –dijo Tom.
–Pero ¿qué vamos a robar? ¿Casas, ganado o qué?
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–¡Cosas! Los que roban ganado y eso no son ladrones, son cuatreros –dijo Tom Sawyer–. Nosotros no somos cuatreros. Los cuatreros
no tienen clase. Nosotros somos salteadores de caminos. Hacemos que
paren las diligencias y los carromatos, con nuestras máscaras puestas,
y matamos a la gente y nos llevamos sus relojes y su dinero.
–¿Siempre tenemos que matar a la gente?
–Sí, claro. Es lo mejor. Algunas autoridades no están de acuerdo,
pero en general se considera que lo mejor es matar a la gente. Salvo a
unos pocos, que traeremos a esta cueva y los tendremos aquí hasta que
los secuestren.
–¿Hasta que los secuestren? ¿Y eso qué es?
–No lo sé, pero eso es lo que se hace. Lo he leído en los libros, así
que eso es lo que vamos a hacer.
–Pero ¿cómo vamos a hacerlo si no sabemos lo que es?
–Pues maldita sea, tenemos que hacerlo. ¿No te he dicho que lo
dicen los libros? ¿Quieres que nos pongamos a hacer las cosas de una
forma diferente a lo que dicen los libros y que todo se vaya al diablo?
–Ah, es muy fácil decir eso, Tom Sawyer, pero ¿cómo demonios
vamos a tenerlos aquí hasta que los secuestren si no sabemos qué es lo
que debemos hacerles? Eso es lo que digo. ¿Tú qué crees que puede ser?
–Pues no lo sé, pero a lo mejor significa tenerlos aquí hasta que
se mueran.
–Claro, eso puede ser. Suena lógico. ¿Por qué no lo has dicho antes? Los tendremos aquí hasta que los secuestren a muerte. Menuda
lata que van a dar, comiéndose todo y tratando de escaparse todo el
tiempo.
–Qué cosas dices, Ben Rogers. ¿Cómo van a escaparse cuando hay
un guardia vigilándolos y dispuesto a pegarles un tiro en cuanto muevan un dedo?
–Un guardia. Vaya idea. Entonces alguien tendrá que quedarse despierto toda la noche sólo para vigilarlos. Creo que eso es una tontería.
¿Por qué no les damos con un buen garrote y los dejamos secuestrados
en cuanto lleguen?
–Porque eso no es lo que dicen los libros, por eso. Bueno, Ben Rogers, ¿quieres que hagamos las cosas como es debido o no? Eso es lo
importante. ¿No te das cuenta de que la gente que hizo los libros sabe
qué es lo que hay que hacer? ¿Crees que tú les vas a enseñar a ellos
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cómo se hacen las cosas? Pues no. No, señor. Esperaremos a que los
secuestren como siempre se ha hecho.
–De acuerdo. A mí me da igual, pero de todas maneras, me parece
una tontería. Oye, ¿a las mujeres también vamos a matarlas?
–Vaya, Ben Rogers, si yo fuera tan ignorante como tú, tendría el
pico cerrado. ¿Cómo vamos a matar a las mujeres? No, en los libros
nunca se ha visto nada parecido. Tienes que traerlas a la cueva y tratarlas con muchísima educación y, al cabo del tiempo, ellas se enamoran
de ti y ya no quieren volver a su casa jamás.
–Bueno, pues si eso es lo que se hace, de acuerdo, pero no creo que
salga bien. Seguro que muy pronto la cueva va a estar tan llena de mujeres y de tipos esperando que los secuestren que no va a quedar sitio
para los ladrones. Pero adelante, no tengo nada más que decir.
El pequeño Tommy Barnes ya se había quedado dormido, y cuando
lo despertamos, tuvo miedo y se puso a llorar, y dijo que quería volver a
casa con su mamá y que ya no quería seguir siendo ladrón.
Entonces todos nos reímos de él y lo llamamos llorica, así que se
enfadó y dijo que en cuanto llegara iba a contar todos los secretos de la
banda. Pero Tom le dio cinco centavos para que no contara nada y nos
dijo a todos que nos fuéramos a casa y que nos veríamos la semana siguiente y robaríamos a alguien y mataríamos a alguna gente.
Ben Rogers dijo que él no podía salir mucho, sólo los domingos,
así que quería que empezáramos el domingo siguiente. Pero entonces
todos los chicos dijeron que sería pecado hacerlo en domingo, así que el
tema quedó zanjado. Quedamos en reunirnos para fijar un día en cuanto
fuera posible, y después elegimos a Tom Sawyer primer capitán y a Jo
Harper segundo capitán de la banda y nos fuimos a casa.
Trepé al cobertizo y entré a gatas por la ventana de mi habitación
cuando estaba amaneciendo. Tenía la ropa nueva toda llena de manchas
y estaba agotado.
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CAPÍTULO 3
A la mañana siguiente, la vieja señorita Watson me echó una buena
bronca por el estado de mi ropa, pero la viuda no me regañó; se limitó
a limpiar las manchas y el barro y parecía tan apenada que decidí portarme un poco mejor, si podía. Entonces la señorita Watson me llevó a
otra habitación y se puso a rezar, pero no pasó nada. Me dijo que tenía
que rezar a diario y que recibiría todo lo que pidiera. Pero no fue así.
Lo intenté. Una vez, conseguí un sedal, pero sin anzuelos. No me servía
para nada, sin anzuelos. Pedí los anzuelos tres o cuatro veces, pero no
sé por qué no funcionó. Unos días después, le pedí a la señorita Watson
que lo intentara por mí, pero ella me dijo que era un verdadero bobo.
Nunca me explicó por qué, y yo no logré entenderlo.
Una vez me senté en medio del bosque y me puse a pensarlo durante un buen rato. Si cualquiera puede recibir lo que pida en sus oraciones, ¿por qué el diácono Winn no recupera el dinero que perdió con
los cerdos? ¿Por qué no engorda un poco la señorita Watson? No, me
dije, eso no puede ser. Fui y se lo conté a la viuda, y ella me dijo que lo
que se podía recibir rezando eran «dones espirituales». Eso era demasiado para mí, pero me explicó lo que quería decir: que debía ayudar a
los demás, y hacer todo lo que pudiera por los demás, y cuidarlos todo
el tiempo y no pensar nunca en mí. Esto incluía a la señorita Watson, o
al menos así lo entendí. Me fui al bosque y estuve mucho tiempo dándole vueltas, pero no era capaz de encontrar ninguna ventaja en ello
–salvo para los demás–, así que al final decidí no preocuparme más y
olvidarme del asunto. A veces la viuda me llevaba aparte y me hablaba
de la Providencia de un modo que se me hacía la boca agua, pero al día
siguiente la señorita Watson continuaba con el tema y lo ponía todo patas arriba. Se me ocurrió que había dos Providencias, y que a cualquier
desgraciado le iría muy bien con la Providencia de la viuda, pero que
si le tocaba la de la señorita Watson, no tenía nada que hacer. Lo pensé
bien y decidí que yo formaría parte de la de la viuda, si se me aceptaba,
aunque no podía entender para qué le podría servir yo a la Providencia,
con lo ignorante y lo vil y malhumorado que era.
Papá no se había dejado ver en más de un año, lo cual era estupendo para mí; no quería volver a verlo nunca más. Siempre me zurraba
cuando estaba sobrio y podía ponerme las manos encima, aunque yo
solía escaparme al bosque cada vez que aparecía. Bueno, pues en esa
época dijeron que lo habían encontrado ahogado en el río, a unos diez
kilómetros al norte del pueblo. Pensaron que era él, al menos; dijeron que el ahogado era de su estatura, y que iba vestido con harapos, y
que tenía el pelo larguísimo –igual que papá–, pero no pudieron verle
la cara porque había estado tanto tiempo en el agua que era casi como
si no tuviera cara. Dijeron que estaba flotando en el agua de espaldas.
Lo sacaron y lo enterraron en la orilla. Pero yo no me sentí cómodo
durante mucho tiempo, porque se me ocurrió una cosa. Yo sabía perfectamente que los ahogados no flotan de espaldas, sino de cara, y me
di cuenta de que no se trataba de papá, sino de una mujer vestida con
ropa de hombre. Entonces volví a sentirme incómodo. Pensé que el viejo volvería a aparecer en algún momento, y deseé con todas mis fuerzas
que no lo hiciera.
Estuvimos como un mes jugando a los bandidos de vez en cuando,
y después dimití. Todos los chicos dimitieron. No habíamos robado a
nadie, no habíamos matado a nadie, lo único que hacíamos era fingir.
Surgíamos de repente del bosque y cargábamos contra los porqueros y
las mujeres que se dirigían al mercado llevando hortalizas en sus carros, pero nunca les quitábamos nada. Tom Sawyer llamaba a los cerdos
«lingotes» y a los nabos y esas cosas, «joyas», y cuando volvíamos a la
cueva celebrábamos lo que habíamos hecho y toda la gente que habíamos matado y dejado marcada. Pero a mí no me parecía que eso sirviera
para nada. Una vez, Tom ordenó que un chico recorriera el pueblo con
un palo en llamas, lo que él llamaba una «consigna» (era la señal para
que la banda se reuniera), y después nos contó que sus espías le habían
dado la noticia secreta de que al día siguiente un montón de mercaderes españoles y de árabes ricos iban a acampar en la entrada de la cueva
con doscientos elefantes y seiscientos camellos y más de mil mulas de
carga, todos atiborrados de diamantes, y que sólo llevaban una guardia
de cuatrocientos soldados, de modo que les tenderíamos una emboscada –así la llamó– y los mataríamos a todos y nos apoderaríamos de las
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cosas. Dijo que teníamos que tener listas las espadas y las escopetas y
estar preparados. Nunca podía hacerse ni con un carro de nabos, pero
las espadas y las escopetas debían estar siempre listas, aunque no eran
más que listones de madera y palos de escoba, y uno podría estar restregándolas hasta pudrirse y no valdrían ni un poquito más que antes.
Yo no creía que pudiéramos derrotar a un grupo tan grande de españoles y árabes, pero quería ver los camellos y los elefantes, así que al día
siguiente, que era sábado, me presenté para la emboscada. Y cuando
nos dio la orden, salimos en estampida del bosque y bajamos la colina.
Pero no había españoles ni árabes, y tampoco camellos ni elefantes.
No había más que un picnic de la escuela dominical, y además era de
los de primero. Caímos sobre ellos y los hicimos salir corriendo, y
después perseguimos a los niños hasta la entrada de la cueva, pero no
obtuvimos más que unas rosquillas y un poco de mermelada, aunque
Ben Rogers se hizo con una muñeca de trapo y Joe Harper con un libro de himnos y un folleto; y entonces el profesor contraatacó y nos
hizo dejarlo todo y largarnos. No vi ni un solo diamante, y se lo dije a
Tom Sawyer. Él dijo que había montones de ellos, y también que había árabes y elefantes y toda clase de cosas. Yo le pregunté por qué no
los habíamos visto, y él me contestó que si yo no fuera tan ignorante y
hubiera leído un libro llamado Don Quijote, lo sabría sin tener que preguntarlo. Dijo que todo había ocurrido por un encantamiento. Dijo que
allí había cientos de soldados, y elefantes y tesoros, pero que teníamos
uno enemigos, que él llamaba magos, y que ellos lo habían convertido todo en una escuela dominical para niños, sólo por fastidiarnos.
Entonces yo dije que lo que teníamos que hacer era ir a por los magos,
y Tom Sawyer dijo que yo era un zopenco.
–¿Es que no sabes que un mago podría llamar a un montón de genios, y que ellos te harían picadillo en menos que canta un gallo? –dijo–.
Son altos como un árbol y grandes como una iglesia.
–Bueno –dije yo–, pues imagínate que conseguimos que algunos
genios nos ayuden a nosotros. ¿No podríamos ganarles, entonces?
–¿Y cómo vas a conseguir que nos ayuden?
–No lo sé. ¿Cómo lo consiguen ellos?
–Pues frotan una vieja lámpara de hojalata o un anillo de hierro
y entonces aparecen los genios, entre rayos y truenos y un montón de
humo, y hacen todo lo que les digan que hagan. Para ellos está chupado
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arrancar una torre y darle con ella en la cabeza al superintendente de
una escuela dominical o a cualquiera.
–¿Y quién hace que aparezcan así?
–Pues el que frote la lámpara o el anillo. Pertenecen a quien frote
la lámpara o el anillo, y tienen que hacer lo que él les diga. Si les dice
que construyan un palacio de cincuenta kilómetros de largo hecho con
diamantes y lo llenen de chicle, o de lo que quieras, y que le traigan a la
hija de un emperador chino para casarse con ella, lo tienen que hacer,
y además antes de que salga el sol al día siguiente. Y encima tienen que
llevar ese palacio de un lado a otro por todo el país y dejarlo donde se
les diga, ¿entiendes?
–Bueno, a mí me parece que son una pandilla de idiotas por no
quedarse el palacio para ellos en vez de ir haciendo el tonto por ahí de
esa manera. Y te digo otra cosa: si yo fuera uno de ellos, ni loco iba a
dejar lo que estuviera haciendo para ir a hacerle caso a un tipo por frotar
una vieja lámpara de hojalata.
–Qué cosas dices, Huck Finn. Es que tendrías que ir cuando él la
frotara. No importa que quisieras o no.
–¿Aunque fuera alto como un árbol y grande como una iglesia?
Vale, entonces. Iría. Pero haría que ese hombre se subiera al árbol más
alto del país.
–Caramba, Huck Finn, la verdad es que no se puede hablar contigo.
No tienes ni idea de nada, es como si fueras bobo.
Estuve dos o tres días pensando en todo esto y decidí tratar de averiguar si era verdad o no. Me hice con una vieja lámpara de hojalata y
con un anillo de hierro y me fui al bosque y estuve frotándolos hasta
que empecé a sudar como un indio, mientras pensaba que haría que me
construyeran un palacio para venderlo después. Pero no sirvió de nada;
no vino ni un solo genio. Entonces pensé que todo aquello no era más
que otra mentira de Tom Sawyer. Supongo que él creía en los árabes y
en los elefantes, pero para mí no era eso. Tenía toda la pinta de un picnic de la escuela dominical.
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