NOTAS PARA UNA FILOSOFÍA DE LA SOLEDAD Thomas Merton Humanismo cristiano: Cuestiones disputadas Un cri d'oiseau sur les récifs... St. John Perse Uno. La tiranía de la diversión 1. Antes de nada, ¿por qué escribir sobre la soledad? Ciertamente, no para predicarla, no para exhortar a los demás a que se conviertan en solitarios. ¿Qué podría ser más absurdo que eso? Quienes están llamados a convertirse en solitarios, por regla general, ya lo son. A lo sumo, no son conscientes todavía de su condición. En tal caso, todo lo que necesitan es descubrirlo. Pero, en realidad, todos los seres humanos son solitarios. Sólo que, en su mayor parte, tienen tanta aversión a estar solos, a sentirse solos, que hacen todo lo que pueden para olvidar su soledad. ¿Cómo? Quizás, en gran medida, mediante lo que Pascal llamaba divertissement, diversión, distracción sistemática: esas ocupaciones y entretenimientos, tan compasivamente proporcionados por la sociedad, que permiten al ser humano evitar su propia compañía durante veinticuatro horas al día. Incluso la peor de las sociedades tiene algo que es no sólo bueno, sino esencial para la vida humana. Obviamente, el ser humano no puede vivir sin la sociedad. Quienes pretenden que les gustaría vivir así, o que serían capaces de hacerlo, son con frecuencia quienes más abyectamente dependen de ella. Su pretensión de soledad es solamente la admisión de su dependencia: una ilusión individualista. Además de proteger la vida natural del ser humano, capacitándole para cuidar de sí mismo, la sociedad da a cada individuo una oportunidad de trascenderse en el servicio a los otros y, de este modo, llegar a ser una persona. Pero nadie se convierte en persona meramente por diversión, en el sentido de divertissement, pues la función de la diversión es simplemente anestesiar al individuo en tanto que individuo, y hundirle en el cálido y apático estupor de una colectividad que, como él mismo, desea estar entretenida. El pan y circo que cumple esta función puede ser evidente y absurdo, o puede asumir un aire hipócrita de intensa seriedad, por ejemplo en un movimiento de masas. Nuestra sociedad prefiere lo absurdo. Pero nuestro absurdo está mezclado con una cierta seriedad práctica y resuelta con la que nos dedicamos a la adquisición de dinero para satisfacer nuestro apetito de estatus social y nuestra justificación de nosotros mismos en contraste con la iniquidad totalitaria de nuestros competidores. 2. En una sociedad como la nuestra existe, evidentemente, mucha gente para la que la soledad es un problema o incluso una tentación. Tal vez yo no esté en posición de resolver su problema o exorcizar su tentación. Pero es posible que ―sabiendo al menos algo de la soledad interior― pueda decir alguna cosa al respecto que tranquilice a los que sientan esa tentación. Al menos, puedo sugerir que si no han podido descansar en las apasionadas consolaciones que la sociedad prodiga a su alrededor, es que no necesitan 2 buscar descanso en todo eso. Quizá son perfectamente capaces de actuar sin esos mecanismos tranquilizadores. Posiblemente deben comprender que tienen menos necesidad de diversión de lo que les han dicho, con tanta autocomplacencia dogmática, los representantes del sistema. Pueden apartarse confiadamente de los ingenieros del alma humana, cuyo talento está dedicado al culto de la publicidad. En verdad, esa influencia sobre su vida es, como tienden a sospechar, tan innecesaria como irritante. Pero no prometo hacerla inevitable. Ni prometo animar a nadie con respuestas optimistas a todas las sórdidas dificultades e incertidumbres que acompañan la vida de soledad interior. Tal vez en el curso de estas reflexiones se mencionen algunas dificultades. La primera de ellas debe ser señalada desde el comienzo: la desconcertante tarea de hacer frente a nuestro propio absurdo y aceptarlo. La angustia de comprender que debajo del modelo aparentemente lógico de una vida racional más o menos «bien organizada» yace un abismo de irracionalidad, confusión, insensatez y caos aparente. Esto es lo que inmediatamente impresiona a la persona que ha renunciado a la diversión. No puede ser de otra manera: pues al renunciar a la diversión, renuncia al placer aparentemente inofensivo de edificar una ilusión cerrada y autónoma sobre sí mismo y sobre su pequeño mundo. Acepta la dificultad de hacer frente a las mil cosas de su vida que son incomprensibles, en vez de limitarse a ignorarlas. Dicho sea de paso, sólo cuando el aparente absurdo de la vida se afronta con toda sinceridad, la fe se hace realmente posible. De otra manera, la fe tiende a ser una especie de diversión, una distracción espiritual en la que se recogen las fórmulas convencionales, aceptadas, y se las dispone en los modelos mentales aprobados, sin preocuparse por indagar su significado ni preguntarse si tienen alguna consecuencia práctica en la vida de cada uno. 3. Una de las primeras cosas esenciales de la soledad interior de la que hablo es que consiste en la realización de una fe en la que el ser humano se hace responsable de su vida interior. Se enfrenta a todo su misterio, en presencia del Dios invisible. Y toma sobre sí la tarea solitaria, incomunicable y apenas comprensible de seguir su camino a través de la oscuridad de su propio misterio hasta descubrir que ese misterio y el misterio de Dios emergen de una misma realidad, que es la realidad única; que Dios vive en él y él en Dios; no precisamente en la forma que las palabras parecen sugerir (pues las palabras no tienen ningún poder para comprender la realidad), sino de una forma que hace que las palabras y los intentos de comunicar parezcan completamente ilusorios. Las palabras de Dios, las palabras que unen en un «único cuerpo» a la comunidad de quienes verdaderamente creen, tienen el poder de dar a conocer el misterio de nuestra soledad y unidad en Cristo, de señalar el camino en la oscuridad. Tienen también el poder de iluminar esa oscuridad. Pero lo hacen perdiendo su forma de palabras y convirtiéndose, no en pensamientos, no en cosas, sino en el indecible latido de un corazón dentro del corazón de nuestra vida. 4. Todo ser humano es un solitario, firmemente aferrado a las inexorables limitaciones de su soledad. La muerte lo deja muy claro, pues cuando un ser humano muere, muere solo. El único por el que doblan las campanas, en todo su sentido literal, es aquel que muere. Suenan «por ti» en 3 la medida en que la muerte es común a todos, aunque, obviamente, no todos morimos en el mismo momento. Pero todos morimos igualmente. La presencia de muchas personas vivas alrededor del lecho de muerte de quien está en agonía puede unirlas a todas en el misterio de la muerte, pero las une también en un misterio de soledad viviente. De manera paradójica, las une al mismo tiempo que les recuerda agudamente ―y más allá de las palabras― su aislamiento. Todos moriremos, y cada uno morirá solo. Y, al mismo tiempo (pero esto es lo que no se quiere ver), cada uno debe vivir también solo, pues debemos recordar que la Iglesia es al mismo tiempo comunidad y soledad. El cristiano moribundo es uno con la Iglesia, pero sufre también la soledad de la agonía de Cristo en Getsemaní. Muy pocas personas son capaces de afrontar este hecho cara a cara. Y de muy pocos se espera que lo hagan. Es la vocación especial de quienes dedican toda su vida a luchar con la soledad. Una «agonía» es una «lucha». El moribundo en agonía lucha con la soledad. Pero la lucha con la propia soledad es también el trabajo de una vida, una «agonía de la vida». Cuando un ser humano es llamado a ser un solitario ―aunque sea sólo interiormente― no necesita ser nada más, ni se le puede pedir nada más, salvo que permanezca física o espiritualmente solo librando su batalla, que pocos pueden comprender. Su función en la Iglesia ―función social y espiritual― es la de permanecer en la «celda» de su soledad, sea en una celda real en el desierto, o simplemente en la celda espiritual de su incomprensible vacío, y, como solían decir los Padres del desierto, su «celda le enseñará todas las cosas». 5. El verdadero solitario no es alguien que simplemente se retira de la sociedad. La mera retirada, la regresión, conduce a una soledad enfermiza, sin sentido y sin fruto. El solitario del que hablo está llamado no a dejar la sociedad, sino a transcenderla: no a retirarse de la compañía de los otros, sino a renunciar a la apariencia, al mito de la unión en la diversión para volver a alcanzar la unión en un nivel superior y más espiritual, el nivel místico del cuerpo de Cristo. Renuncia a esa unión con sus prójimos inmediatos que se alcanza aparentemente a través de las aspiraciones, ficciones y convenciones imperantes en su grupo social; pero, al hacerlo, alcanza la unidad misteriosa, invisible, básica, que hace a todos los seres humanos «Uno Solo» en la Iglesia de Cristo, más allá y a pesar de los grupos sociales naturales que, mediante sus mitos y consignas específicos, mantienen al ser humano en estado de división. El solitario tiene, pues, una vocación misteriosa y aparentemente absurda de unidad sobrenatural. Busca en sí mismo una unidad simple y espiritual, que, cuando la encuentra, se convierte paradójicamente en unidad de todos los seres humanos, una unidad más allá de la separación, el conflicto y el cisma. Pues sólo cuando cada ser humano sea uno, la humanidad llegará a ser otra vez «Una». Pero el solitario comprende que las imágenes y los mitos de un grupo particular ―proyección de los intereses, ideales y pecados de ese grupo― pueden tomar posesión de él y dividirle contra sí mismo. Mucho se podría hablar, a favor y en contra, de las ilusiones y ficciones alentadas por la necesidad de autoafirmación en algunos grupos restringidos. En la práctica, liberan al ser humano de sus limitaciones individuales y le ayudan, en alguna medida, a transcenderse. Y si la sociedad fuera ideal, ayudaría a sus miembros únicamente a una autotrascendencia fértil y 4 productiva. Pero en realidad, la sociedad tiende a elevar al ser humano por encima de sí mismo sólo lo suficiente para hacer de él un instrumento útil y sumiso en el que las aspiraciones, apetitos y necesidades del grupo puedan funcionar sin los estorbos de una conciencia personal demasiado escrupulosa. La vida social tiende a formar y educar al ser humano, pero generalmente al precio de una deformación y perversión simultáneas. Por eso la sociedad civil no es nunca ideal, es siempre una mezcla de bien y mal, y siempre tiende a presentar su mal como una forma de bien. 6. Hay crímenes que nadie cometería en tanto que individuo y que, sin embargo, comete sin reparos y decididamente cuando actúa en nombre de esa sociedad, porque ha sido convencido (demasiado fácilmente) de que el mal cambia por completo cuando se hace «por el bien común». Como ejemplo, se podría señalar la forma en que los odios e incluso las persecuciones raciales son admitidos por personas que se consideran, y quizás, en algún sentido, lo son, amables, tolerantes, civilizadas e incluso bondadosas. Pero han adquirido una especial deformación de conciencia como resultado de su identificación con el grupo, de su inmersión en una sociedad particular. Esta deformación es el precio que deben pagar por olvidar y exorcizar esa soledad que les parece el demonio. 7. El solitario es alguien llamado a realizar una de las decisiones más terribles para el ser humano: la decisión de discrepar completamente de aquellos que imaginan que la llamada a la diversión y el autoengaño es la voz de la verdad y que pueden apelar a toda la autoridad de sus prejuicios para probarlo. Por consiguiente, está destinado a sudar sangre en la angustia, para ser leal a Dios, al Cristo místico y a la humanidad como conjunto, y no al ídolo que para su homenaje le ofrece un grupo particular. Debe renunciar al beneficio de toda ilusión cómoda que le absolvería de responsabilidad si fuera desleal a su yo más profundo y a su verdad más íntima: la imagen de Dios en su alma. El precio de la fidelidad en esa tarea es una humildad completamente consagrada, un vacío del corazón en el que no cabe la presunción. Pues si no está vacío e indiviso en lo más profundo de su alma, el solitario no será nada más que un individualista. Y en tal caso, su inconformismo será solamente un acto de rebelión: la sustitución de los ídolos e ilusiones preferidos de la sociedad por los que él mismo prefiere. Y éste, desde luego, es el mayor de los peligros. Es futilidad y locura, y sólo lleva a la ruina. Pues olvidarse de uno mismo, al menos hasta el punto de preferir un mito social con una cierta productividad limitada, es un mal menor que agarrarse un mito privado que es solamente un sueño estéril. Y así, como dijo Heráclito hace tiempo: «No debemos actuar y hablar como personas dormidas [...] que despiertas tienen un mundo en común, pero al dormirse lo dejan de lado y entran cada uno en su mundo particular». Por tanto, la vocación de la soledad no es la vocación del cálido sueño narcisista de una religión privada. Es una vocación de llegar a estar plenamente despierto, más de lo que permite la somnolencia común, con su selección arbitraria de sueños aprobados, mezclada con unas pocas ideas realmente válidas y fructíferas. 8. Debe, pues, quedar claro desde el principio que el solitario digno de ese nombre vive no en un mundo de ficciones privadas y engaños creados por uno mismo, sino en un mundo de vacío, humildad y pureza más allá del 5 alcance de las consignas y de la atracción gravitatoria de diversiones que le alienan de Dios y de sí mismo. El solitario vive en la unidad. Su soledad no es un argumento, una acusación, un reproche ni un sermón. Es simplemente soledad. Es. Y, por consiguiente, no sólo no despierta la atención ni el deseo, sino que permanece, para la mayoría, completamente invisible. 9. Debe quedar claro, pues, que no se trata en absoluto en estas páginas de la soledad excéntrica y regresiva que pide a voces el reconocimiento, y que trata de centrarse en sí misma de manera más placentera y autocomplaciente retirándose de la multitud. Pero, lamentablemente, por más que se pueda repetir esta advertencia, no se la tendrá en cuenta. Quienes más necesitan oírla son incapaces de hacerlo. Piensan que la soledad es un aumento de autoconciencia, una intensificación de la autosatisfacción. Estamos entonces ante una diversión más secreta y perfecta. Lo que quieren no es la angustia escondida, metafísica, del ermitaño, sino las autofelicitaciones ruidosas y la lástima de sí mismo del niño en la cuna. En el fondo, lo que desean no es el desierto sino el útero. El individualista, en la práctica, acepta completamente las ficciones sociales a su alrededor, pero las acepta de manera que le proporcionen un trasfondo apropiado contra el cual puedan manifestarse unas pocas ficciones preferidas de su propiedad. Sin el trasfondo social, sus ficciones privadas no podrían afirmarse, y él mismo no sería ya capaz de fijar su atención en ellas. Dos. En el mar de los peligros 1. Es innecesario decir que la llamada a la soledad (aunque sea solamente interior) es peligrosa. Todo el que sabe lo que significa la soledad es consciente de ello. La esencia de la vocación solitaria es precisamente la angustia de un riesgo casi infinito. Sólo el falso solitario no ve ningún peligro en la soledad. Pero su soledad es imaginaria, es decir, construida en torno a una imagen. Es meramente una imagen social despojada de sus elementos explícitamente sociales. El falso solitario es alguien capaz de imaginarse sin compañeros mientras en realidad sigue siendo tan dependiente de la sociedad como antes, si no más. Necesita la sociedad como el ventrílocuo necesita un muñeco. Proyecta su propia voz hacia el grupo y la voz vuelve a él admirando, aprobando, oponiéndose, pero siempre señalando su separación. Incluso si la sociedad parece condenarle, tal condena le agrada y le divierte, pues no es otra cosa que el sonido de su propia voz que le recuerda su separación, lo que constituye su diversión favorita. La verdadera soledad no es mera separación, pues tiende solamente a la unidad. 2. El verdadero solitario no renuncia a nada que sea básico y humano en su relación con los otros. Está profundamente unido a ellos, tanto más profundamente cuanto que no está ya absorto en asuntos marginales. A lo que renuncia es a la imaginería superficial y al simbolismo trivial que pretenden hacer la relación más auténtica y fértil. Renuncia a su descuidado autoabandono en la diversión general. Renuncia a las vanas pretensiones de solidaridad, que pretenden sustituir a la solidaridad real, enmascarando un espíritu interior de irresponsabilidad y egoísmo. Renuncia a las ilusorias 6 reivindicaciones de realización y satisfacción con que la sociedad trata de agradar al individuo y calmar su necesidad de sentir que cuenta para algo. El ser humano dominado por lo que he llamado la «imagen social» es alguien que se permite ver y aprobar en sí mismo sólo lo que su sociedad prescribe como benéfico y digno de elogio en sus miembros. Como corolario, ve y desaprueba (habitualmente en los otros) principalmente lo que su sociedad desaprueba. Y, sin embargo, se congratula de «pensar por sí mismo». En realidad, se trata únicamente de un juego que él se monta dentro de su cabeza: el juego de sustituir sus experiencias auténticas por las palabras, las consignas y los conceptos que ha recibido de la sociedad. O, más bien, siente alzarse dentro de sí, como si fueran su propia «experiencia espontánea», esas consignas socialmente establecidas. ¿Cómo puede un ser humano así ser realmente «social»? Puede estar encerrado en una ilusión y aislado de todo contacto real, vivo, con los otros seres humanos y, sin embargo, ¡no sentir que está, de alguna manera, «solo»! 3. El solitario es, en primer lugar, alguien que renuncia a esa arbitraria imaginería social. Cuando su nación gana una guerra o envía un cohete a la luna, puede continuar viviendo sin sentir que es él, personalmente, quien ha ganado la guerra o estrellado un cohete contra la luna. Aunque la nación sea rica y arrogante, él no se siente más afortunado y más honrado, o más poderoso que los ciudadanos de otras naciones más «atrasadas». Más aún: es capaz de despreciar la guerra y ver la futilidad de los cohetes a la luna de forma muy diferente y mucho más fundamental de lo que su sociedad puede tolerar ante tales visiones negativas. Es decir, desprecia la arrogancia sanguinaria y criminal de su propia nación o de su clase social, tanto como la del «enemigo». Desprecia su propia agresividad egoísta tanto como la de los políticos que hipócritamente pretenden estar luchando por la paz. 4. La mayor parte de los seres humanos no puede vivir satisfactoriamente sin una gran proporción de ficción en su pensamiento. Si no tienen alguna mitología eficaz a su disposición con la que organizar sus actividades, echarán mano de un conjunto de ilusiones menos eficaces, más primitivas y caóticas. Cuando los antiguos decían que el solitario era semejante a un dios o a una bestia, querían decir que, o alcanzaba una rara independencia intelectual y espiritual, o se hundiría en la más completa y brutal dependencia. El solitario se hunde fácilmente en una caverna de oscuridad y de fantasmas más horrible y absurda que el más necio conjunto de imágenes sociales convencionales. El sufrimiento al que debe hacer frente entonces no es noble ni saludable, sino, por el contrario, catastrófico. 5. No pretendo establecer en estas páginas una fórmula clara para discernir las vocaciones solitarias. Pero es necesario decir que quien está llamado a la soledad no está llamado meramente a imaginarse a sí mismo como un solitario, a vivir como si estuviera en soledad, a cultivar la ilusión de que es diferente, de que está retirado y elevado por encima de los demás. El solitario es llamado al vacío. Y en este vacío no encuentra puntos sobre los que basar un contraste entre él mismo y los otros. Por el contrario, comprende, aunque quizás de manera confusa, que ha entrado en una soledad compartida realmente por todo el mundo. No es que él sea un solitario mientras todos los demás son seres sociales, sino que todo el mundo es solitario, en una soledad enmascarada por ese simbolismo con el que se acostumbra a burlar y 7 contrarrestar la soledad. A lo que el solitario renuncia no es a su unión con los otros, sino más bien a las ficciones engañosas y a los símbolos inadecuados que tienden a ocupar el lugar de la verdadera unidad social para producir una fachada de unidad aparente que no une realmente a los seres humanos en un nivel profundo. Por ejemplo, la excitación y el compromiso ficticio de los espectadores en un partido de fútbol. Hay que decir, por supuesto, que el solitario cristiano es plena y perfectamente un hombre de la Iglesia. Aun cuando pueda estar físicamente solo, el solitario permanece unido a los otros y vive en solidaridad profunda con ellos, pero en un nivel místico y más profundo. Los demás pueden pensar que es uno con ellos en los vanos intereses y preocupaciones de una superficial existencia social. Él comprende que es uno con ellos en el peligro y la angustia de su soledad común: no la soledad del individuo solamente, sino la radical y esencial soledad del ser humano, una soledad que fue asumida por Cristo y que, en Cristo, llega a identificarse misteriosamente con la soledad de Dios. 6. El solitario es alguien consciente de su soledad como una realidad humana básica e ineludible, y no sólo como algo que le afecta como individuo aislado. De ahí que su soledad sea el fundamento de una comprensión profunda, pura y amable de todos los seres humanos, sean o no capaces de darse cuenta de la tragedia de su difícil situación. Más aún: es la puerta por la que entra en el misterio de Dios y lleva a los otros a ese misterio por el poder de su amor y su humildad. 7. El vacío del verdadero solitario está marcado por una gran sencillez. Esta sencillez puede ser engañosa, porque puede esconderse bajo una superficie de aparente complejidad, pero, sin embargo, está ahí, detrás de las contradicciones exteriores de la vida humana. Se manifiesta en una especie de candor aunque pueda ser muy reticente. En esa soledad hay amabilidad y una profunda simpatía, aunque pueda ser aparentemente asocial. Hay una gran pureza de amor, aunque pueda dudar en manifestar su amor de alguna manera, o comprometerse abiertamente a ello. Más allá de las complicaciones que se producen en él por su desasosiego ante las imágenes sociales, tiende a vivir sin imágenes, sin demasiado pensamiento conceptual. Cuando se llega a conocerle bien ―lo que a veces es posible― se puede encontrar no tanto a una persona que busca la soledad como alguien que ya la ha encontrado, o que ha sido encontrada por ella. Su problema, pues, no es encontrar lo que ya tiene, sino averiguar qué hacer con ello. 8. Quien ha descubierto su soledad interior, o está a punto de hacerlo, puede necesitar una considerable ayuda espiritual. Una persona sabia, que conozca la difícil situación del nuevo solitario, puede ahorrarle, con la palabra justa en el momento oportuno, el dolor de buscar vanamente una exposición larga y compleja de su situación. Esa exposición no es necesaria; ha descubierto, simplemente, lo que significa ser una persona. Y ha empezado a comprender que lo que ve en sí mismo no es un lujo espiritual, sino una difícil y humillante responsabilidad: la obligación de ser espiritualmente maduro. 9. La condición solitaria tiene también su jerga y sus convenciones; éstas son igualmente lamentables. No hay ninguna razón para consolar a quien ha despertado a su soledad enseñándole a deshonrar su vacío con racionalizaciones. La soledad no debe convertirse en una diversión por una 8 autojustificación excesiva. Permitamos al menos al solitario encontrar su vacío y llegar a un acuerdo con él, pues ése es realmente su destino y su alegría. Demasiada gente está dispuesta a apartarle a cualquier precio de lo que ellos piensan que es el borde del abismo. Y en verdad es un abismo, pero no comprenden que el que es llamado a la soledad es llamado a atravesar el espacio del abismo sin peligro pues, después de todo, el abismo es únicamente él mismo. No debería verse obligado a sentirse culpable por ello, pues en esta soledad y vacío de su corazón hay otra soledad, aún más inexplicable. La soledad del hombre es, en realidad, la soledad de Dios. Por eso es una gran cosa para el ser humano descubrir su soledad y aprender a vivir en ella, pues allí descubre que él y Dios son uno: que Dios está solo como él mismo está solo. Que Dios quiere estar solo en él. Cuando se comprende esto, entonces uno ve que su deber es ser fiel a la soledad, porque ésa es la manera de ser fiel a Dios. La fidelidad es todo. De ella el solitario puede esperar verdad y fuerza, luz y sabiduría en el momento oportuno. Si no es fiel al anonimato y el vacío interior que son el secreto de su vida, entonces no puede esperar nada sino confusión. 10. Como cualquier otro aspecto de la vida cristiana, la vocación de soledad espiritual sólo puede comprenderse dentro de la perspectiva de la misericordia de Dios hacia el ser humano en la encarnación de Cristo. Si existe algo así como un ermitaño cristiano, debe ser una persona con una función especial en el cuerpo místico de Cristo; una función espiritual y oculta, y quizá tanto más vital cuanto más oculta. Pero no se puede permitir que esta función social del contemplativo solitario, precisamente porque tiene que ser invisible, le prive de ningún modo de su carácter auténticamente solitario. Por el contrario, su función en la comunidad cristiana es la función paradójica de vivir en el exterior y separado de la comunidad. Y esto, sea consciente de ello o no, es un testimonio del carácter completamente trascendente del misterio cristiano de nuestra unidad en Cristo. El ermitaño está ahí para ponernos en guardia contra nuestra obsesión natural por las formas visibles, sociales y comunales de la vida cristiana, que tiende a veces a ser excesivamente activa y a menudo llega a estar profundamente implicada en la vida de la sociedad secular, no cristiana. Es justo decir de todo cristiano que está en el mundo pero no es del mundo. Pero por si acaso lo olvidara ―o, peor todavía, por si nunca llegara a saberlo―, tienen que existir personas que hayan renunciado completamente al mundo, personas que no están en el mundo ni son de él. En nuestros días, cuando «el mundo» está en todas partes, incluso en el desierto, donde el mundo hace y prueba sus armas secretas, el solitario mantiene su función única y misteriosa. Pero la realizará quizá de muchas formas paradójicas. Dondequiera que lo haga, incluso donde nadie lo ve, atestigua el vínculo de unidad, esencialmente místico, que reúne a los cristianos en el Espíritu Santo. Se le vea o no, da testimonio de la unidad de Cristo al poseer en sí mismo la plenitud de la caridad cristiana. En realidad, los primeros cristianos que fueron al desierto a ver a los ermitaños de Nitria y Escete admiraron en ellos no tanto su ascetismo extremo como su caridad y discreción. El milagro manifestado en los Padres del desierto fue precisamente que un ser humano pudiera vivir totalmente separado de la comunidad cristiana visible con sus funciones litúrgicas 9 normales y, sin embargo, estar lleno de la caridad de Cristo. Eran capaces de estar tan solos porque estaban completamente vacíos de sí mismos. La vocación de la soledad es por tanto una vocación de silencio, pobreza y vacío al mismo tiempo. Pero el vacío tiene como fin la plenitud; el propósito de la vida solitaria es, si se quiere, la contemplación. Pero no contemplación en el sentido pagano de una iluminación intelectual, esotérica, lograda por medio de una técnica ascética. La contemplación del solitario cristiano es la conciencia de la misericordia divina que transforma y eleva su vacío y lo convierte en la presencia del amor perfecto, de la perfecta plenitud. De ahí que el cristiano puede volver la espalda a la sociedad, incluso a la sociedad de sus hermanos cristianos, sin que odie necesariamente a esa sociedad. Esto es debido al carácter místico y espiritual de la Iglesia cristiana, el mismo carácter espiritual que explica el hecho de que quien renuncia al matrimonio para ser sacerdote o monje pueda por ello, si es fiel, alcanzar una fertilidad superior y más espiritual. Por eso, paradójicamente, el ermitaño cristiano puede vivir mediante su soledad más cerca incluso del corazón de la Iglesia que alguien que esté en plena actividad apostólica. La vida y la unidad de la Iglesia son, y debe ser, visible. Pero eso no significa que las actividades invisibles y espirituales de las personas de oración no sean sumamente importantes. Por el contrario, la vida de oración, invisible y más misteriosa, es esencial a la Iglesia. ¡También los solitarios lo son! 11. La separación de los demás puede ser una forma especial de amor por ellos. Nunca debe ser un rechazo de los seres humanos y su comunidad. Pero puede ser también una negativa, callada y humilde, a aceptar los mitos y ficciones de los que la vida social no puede evitar estar llena, especialmente en la actualidad. Desesperar de las ilusiones y apariencias que el ser humano construye a su alrededor no es ciertamente desesperar de él. Por el contrario, puede ser un signo de amor y de esperanza, pues cuando amamos a alguien nos negamos a tolerar lo que destruye y mutila su personalidad. Si amamos a la humanidad, ¿podremos permanecer ciegos ante la difícil situación en que se encuentra? Se dirá: debemos hacer algo. Pero hay personas cuya vocación es comprender que, al menos ellas, no pueden ayudar por los cauces sociales habituales. Su contribución es un testimonio mudo, una expresión de amor secreta e incluso invisible que adopta la forma de su opción por la soledad en preferencia a la aceptación de las ficciones sociales. Pues, ¿no es nuestra implicación en la ficción, particularmente en la ficción política y demagógica, una confesión implícita de que desesperamos del ser humano e incluso de Dios? 12. La esperanza cristiana en Dios y en el mundo futuro es inevitablemente también esperanza en el ser humano, o al menos para el ser humano. ¿Cómo vamos a desesperar del ser humano si el Verbo de Dios se hizo hombre para salvarnos a todos? Pero nuestra esperanza cristiana es, y debe seguir siendo, inviolablemente pura. Debe trabajar y luchar en el caos de la política conflictiva que es el mundo del egoísmo, y para hacerlo debe adoptar formas visibles, simbólicas, por las que proclama su mensaje. Pero cuando esos símbolos llegan a confundirse con otros símbolos seculares, existe el peligro de que la misma fe se corrompa con las ficciones, y existe la obligación consiguiente, por parte de algunos cristianos, de afirmar su fe en toda su intransigente pureza. 10 En tales momentos, algunos buscarán claridad en el aislamiento y el silencio, no porque piensen que saben más que los demás, sino porque quieren ver la vida desde una perspectiva diferente. Quieren retirarse de la babel de confusión para escuchar con más tranquilidad la voz de su conciencia y del Espíritu Santo. Y mediante sus oraciones y su fidelidad renovarán de manera invisible la vida de toda la Iglesia. Tal renovación se comunicará a otros que permanecen «en el mundo» y les ayudará a recuperar una visión más clara, una apreciación más nítida y realista de la verdad cristiana. Éstos se entregarán al trabajo apostólico en un nuevo nivel de seriedad y de fe, y podrán desechar los gestos ficticios de celo en favor de un auténtico amor autosacrificial. Por eso, cuando, en nuestros días, el mundo entero parece haberse convertido en una ficción inmensa y estúpida, y cuando el virus de la mendacidad entra silenciosamente en cada vena y en cada órgano del cuerpo social, sería anormal e inmoral que no hubiera ninguna reacción. Es incluso saludable que la reacción adopte en ocasiones la forma de una protesta abierta, siempre que recordemos que la soledad no es ningún refugio para el rebelde. Y si existe un elemento de protesta en la vocación solitaria, ese elemento debe mantenerse dentro de los límites de una rigurosa espiritualidad. Debe ser profundo, interior e íntimamente personal, de manera que el solitario sea crítico, en primer lugar, consigo mismo. De otra manera se distraerá con una ficción peor que la de los otros, volviéndose un mentiroso más insensato y obstinado que el peor de ellos, y engañándose sólo a sí mismo. La soledad no es para rebeldes como ése, y rápidamente los rechaza. El desierto es para quienes han sentido una sana desesperación de los valores convencionales y ficticios, a fin de que esperen en misericordia y sean ellos mismos seres misericordiosos con aquéllos a quienes se ha prometido misericordia. Esos solitarios conocen los males que existen en los otros porque antes de nada los experimentan en sí mismos. Esas personas, por compasión hacia el universo, por lealtad a la humanidad y sin espíritu de amargura ni resentimiento, se retiran al curativo silencio del desierto, la pobreza o la oscuridad, no para predicar a otros, sino para curar en sí mismos las heridas del mundo entero. 13. Hay que predicar el mensaje de la misericordia de Dios por la humanidad. Hay que proclamar la palabra de verdad. Nadie puede negarlo. Pero no son pocos los que comienzan a sentir la futilidad de incrementar la continua riada de palabras que se vierte sin sentido sobre el mundo, en todas partes, día tras día. Para que el lenguaje tenga algún significado, debe haber intervalos de silencio en algún lugar, para separar palabra de palabra y expresión de expresión. Quien se retira al silencio no necesariamente odia el lenguaje. Quizás es el amor y el respeto al lenguaje lo que le impone silencio, pues la misericordia de Dios no se escucha en palabras a menos que se escuche, antes y después de que las palabras se pronuncien, en el silencio. 14. Siempre ha habido, y siempre habrá, seres humanos que están solos en medio de la sociedad sin comprender por qué. Están condenados a su extraño aislamiento por temperamento o por circunstancias, y se acostumbran a él. No hablo de ellos, sino de quienes, habiendo llevado una vida activa y articulada en el mundo de los hombres, abandonan su antigua forma de vida y entran en el desierto. El desierto no tiene por qué ser necesariamente físico; puede encontrarse incluso en medio de los hombres. Pero no se encuentra por 11 aspiraciones humanas o idealismo; es misteriosamente designado por el dedo de Dios. 15. Siempre ha habido solitarios que, en virtud de una pureza especial y de una simplicidad de corazón, fueron destinados desde sus años jóvenes a una vida eremítica y contemplativa, en alguna forma oficial. Éstas son vocaciones claras, sin complicaciones, y tampoco a ellas me refiero explícitamente aquí. Supieron desde una edad temprana que su destino era una celda cartujana o camaldulense. O encontraron su camino, como por un instinto infalible, hacia el lugar en que poder estar solos. La Iglesia los ha recibido sin dificultad y sin problemas en la «sombría» (umbralitis) vida de paz que ha reservado para sus hijos más favorecidos. Allí, en la paz y el silencio de una soledad plenamente reconocida, protegida y aprobada por la suprema autoridad de la Iglesia, viven su vida no sin los sufrimientos y complejidades que son inevitables en la soledad, pero en una paz y tranquilidad que son la rara garantía de una vocación verdaderamente especial. No es de éstos de quienes hablo, sino de los paradójicos y atormentados solitarios para quienes no hay un lugar real; hombres y mujeres que no tanto han escogido la soledad como han sido escogidos por ella. Y éstos no han encontrado generalmente su camino en el desierto ni a través de la simplicidad ni a través de la inocencia. La suya es la soledad que se alcanza por un camino duro, a través del sufrimiento amargo y la desilusión. Decir que han sido «encontrados» y elegidos por la soledad es una metáfora que no debe ser comprendida como si hubieran sido atraídos a ella de forma enteramente pasiva. La soledad de la que hablo no es plenamente madura y verdadera hasta que ha sido elegida por una profunda decisión interior. La soledad puede escoger y seleccionar a una persona para sí misma, pero ésta no es suya a menos que ella acepte. Por otra parte, por mucha voluntad que se tenga, no se logrará nada bueno si antes no se ha sido invitado a tomar la decisión. La puerta a la soledad se abre sólo desde el interior. Esto es verdad de las dos soledades, la interior y la exterior. No importa lo solo que uno pueda estar; si no ha sido invitado desde la soledad interior y ha aceptado la invitación con plena consciencia de lo que hace, no puede ser lo que yo llamo un monachos o solitario. Pero quien ha hecho esta elección y la mantiene está siempre solo, por mucha gente que pueda haber a su alrededor. No es que esté separado de ellos o que no sea uno de ellos. Su soledad no es en absoluto de ese orden, no le separa de los demás por contraste y autoafirmación, no afirma nada; es al mismo tiempo vacía y universal. Él es uno no en virtud de una separación, sino en virtud de una unidad espiritual interior. Y esta unidad interior es al mismo tiempo la unidad interior de todo. Ni que decir tiene que esa unidad es secreta y desconocida. Incluso quienes entran en ella la conocen solamente, por decirlo así, mediante el «desconocimiento» o «no saber». Por consiguiente, debe quedar claro que quien trata de entrar en este tipo de soledad afirmándose a sí mismo y separándose de los demás e intensificando la consciencia de su propio ser individual, solamente consigue alejarse de ella cada vez más. Pero quien ha sido encontrado por la soledad e invitado a entrar en ella, y ha entrado libremente, cae en el desierto a la manera que un fruto maduro cae del árbol. No importa qué tipo de desierto pueda ser, en medio de los hombres o lejos de ellos. Es el inmenso desierto del 12 vacío que pertenece a todos y a nadie. Es el lugar del silencio donde Dios habla una palabra. Y en esa palabra se dice Dios y todas las cosas. 16. A menudo el solitario y el que busca la vacuidad encontraron su camino a ese silencio puro sólo después de muchos comienzos en falso. Tomaron muchos caminos equivocados, incluso algunos totalmente extraños a su carácter y su vocación. Se han contradicho repetidamente a sí mismos y a su propia verdad interior. Su misma naturaleza parece ser una contradicción. Quizás tienen algunos «signos claros» de una cierta vocación. Pero, sin embargo, terminan solos. Su camino es no tener ningún camino. Su destino es la pobreza, el vacío, el anonimato. 17. Por supuesto, toda persona con cierto juicio puede ver ocasionalmente, en un momento de lucidez, la locura y trivialidad de nuestras actitudes convencionales. Cualquiera puede tener sueños de libertad, pero asumir la tremenda austeridad de vivir en una honradez completa, sin convenciones y, por tanto, sin apoyos, es algo completamente distinto. Ésa es la razón de que existan comunidades de beatniks, de pensadores y cultos esotéricos, de modas cuasi religiosas, de seguidores occidentales de religiones orientales. La ruptura con el gran grupo se compensa por el alistamiento en el grupo pequeño. Es una huida no a la soledad, sino a una minoría de protesta. Esa huida puede ser más o menos honrada, más o menos honorable. Sin duda inspira la cólera de quienes se creen la «mayoría bienpensante» que necesariamente los convertirá en objeto de sus burlas. Pero quizás esa burla sea bienvenida y contribuya, negativamente, al proceso de falsificación y corrupción que esos grupos experimentan casi siempre. Abandonan una ilusión que todos están obligados a aceptar y la sustituyen por otra, una ilusión más esotérica, de su propia fabricación. Tienen la satisfacción de haber hecho una elección, pero no la plenitud de haber elegido lo real. 18. El verdadero solitario no está llamado a una ilusión, a la contemplación de sí mismo como solitario. Es llamado a la desnudez y al hambre de una condición más primitiva y honrada: la condición de extranjero (xeniteiá) y vagabundo por toda la faz de la tierra que ha sido llamado a salir de lo que le era familiar para ocuparse de manera extraña y dolorosa de no se sabe qué. Y al pedir «honradez» al ermitaño, no seamos hipócritamente exigentes. También él puede tener sus excentricidades. Puede confiar mucho en ciertas soluciones imperfectas para problemas a los que su debilidad humana no le permite hacer frente plenamente. No le condenemos porque fracase a la hora de resolver problemas que nosotros ni siquiera nos hemos atrevido a afrontar. La vida del solitario es una purificación, árida y desabrida, del corazón. San Jerónimo y san Euquerio escribieron rapsodias sobre el floreciente desierto, pero Jerónimo fue el ermitaño más ocupado que nunca existiera y Euquerio fue un obispo que admiró a los hermanos ermitaños de Lerins sólo desde lejos. Los eremicultores, los granjeros de la tierra desértica, tuvieron menos que decir sobre su experiencia. Fueron consumidos por la sequedad, y sus labios quemados estaban cansados de palabras. 19 El solitario que ya no se comunica con otros seres humanos, salvo para las escasas necesidades de la vida, es una persona con una tarea especial y difícil. Está llamado a ser, de alguna manera, invisible. Pronto pierde 13 cualquier sensación de importancia para el resto del mundo, y, sin embargo, su importancia es grande. El ermitaño tiene un lugar muy real en un mundo como el nuestro que ha degradado a la persona humana y ha perdido todo respeto por esa impresionante soledad en la que cada espíritu, solo, debe hacer frente al Dios vivo. 20. A los ojos de nuestra sociedad conformista, el ermitaño no es sino un fracaso. Tiene que ser un fracaso: no es de ninguna utilidad, no hay lugar ninguno para él. Está fuera de todos nuestros proyectos, planes, asambleas, movimientos. Podemos apoyarle mientras sea solamente una ficción, o un sueño pero en cuanto se hace real, nos indigna por su insignificancia, su pobreza, su aspecto desarrapado, su carácter marginal. Incluso quienes se consideran a sí mismos contemplativos, a menudo abrigan un secreto desprecio por el solitario pues en la vida contemplativa del ermitaño no hay nada de esa noble seguridad, de esa inteligencia profunda, de esa fineza artística que el contemplativo más académico busca en su tranquila respetabilidad. 21. Nunca ha sido práctico ni útil dejarlo todo y seguir a Cristo, y, sin embargo, es espiritualmente prudente. Utilidad práctica y prudencia sobrenatural se oponen a veces rotundamente, como la sabiduría de la carne y la prudencia del espíritu. No es que el espíritu no pueda permitirse nunca realizar cosas de manera temporal y práctica, pero no descansa en fines puramente temporales; sus realizaciones pertenecen a un orden superior y más espiritual, que, por supuesto, está necesariamente oculto. La utilidad práctica tiene sus raíces en la vida presente. La prudencia sobrenatural vive para el mundo futuro y pesa todas las cosas en la balanza de la eternidad. Las cosas espirituales no tienen ningún peso para el hombre «práctico». La vida del solitario es algo que no puede alterar sus cálculos; es «nada», un cero a la izquierda. Sin embargo, san Pablo dice: «Lo necio del mundo escogió Dios para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es» (1 Cor 1,27-28). ¿Y por qué es esto así? «A fin de que nadie se jacte en su presencia». Es la gloria invisible la que es real. Los horizontes vacíos de la vida del solitario nos permiten acostumbrarnos a una luz que no se ve cuando el espejismo de las búsquedas seculares fascina y engaña nuestra mirada. 22. El ermitaño está ahí para probar, por su falta de utilidad práctica y la aparente esterilidad de su vocación, que los monjes cenobitas deben tener poca importancia en el mundo, o ninguna en absoluto. Están muertos para el mundo, no deben representar ya en él ningún papel. Y el mundo está muerto para ellos. Son peregrinos en él, testigos aislados de otro reino. Éste es, desde luego, el precio que pagan por la compasión universal, por una comprensión que lo abarca todo. El monje es tanto más compasivo cuanto menos práctico resulta y menos éxito tiene, pues la tarea de tener éxito en una sociedad competitiva le deja a uno poco tiempo para la compasión. El monje tiene un papel tanto más importante que desempeñar en nuestro mundo precisamente por no tener un lugar en él. 14 Tres. Pobreza espiritual 1. Una de las críticas más contundentes que se pueden hacer al solitario es que incluso en esa vida de oración, es escasamente productivo». Se podría pensar que, en su soledad, alcanzaría rápidamente el nivel de las visiones, el matrimonio místico, algo espectacular en todo caso. Sin embargo, puede perfectamente ser más pobre que el cenobita, incluso en su vida de oración. La suya es una existencia débil y precaria; tiene más preocupaciones, está más inseguro, tiene que luchar para defenderse de todo tipo de pequeños problemas, y a menudo no consigue resolverlos. Su pobreza es espiritual. Invade toda su alma y también todo su cuerpo, y, al final, todo su patrimonio es la inseguridad. Disfruta de la tristeza, la indigencia intelectual y espiritual de los realmente pobres. Obviamente, esa vocación lleva consigo una pizca de locura. De otra manera no es lo que está destinada a ser: una vida de dependencia directa de Dios, en la oscuridad, la inseguridad y la fe pura. La vida del ermitaño es una vida de pobreza física y material sin apoyo visible. 2. Desde luego, no se debe exagerar o ser demasiado absoluto en este asunto, pues la propia tendencia a absolutizar podría convertirse en una especie de «fortuna» y «honor». También debemos hacer frente al hecho de que el ser humano medio es incapaz de una vida en la que la austeridad sea absoluta. Hay ahí un límite, más allá del cual la debilidad humana no puede llegar, y donde la misma atenuación aparece como una sutil forma de pobreza. Tal vez el ermitaño, inesperadamente, tenga una úlcera igual que cualquier otra persona. Sin duda tendrá que beber grandes cantidades de leche y quizás tomar medicinas. Esto, finalmente, echa por tierra toda esperanza de convertirlo en una figura legendaria. También se preocupa. Quizás se preocupa aún más que los otros, pues sólo en la mente de quienes no saben nada sobre el asunto aparece la vida del solitario como libre de toda preocupación. 3. Debemos recordar que Robinson Crusoe fue uno de los grandes mitos de la clase media de la civilización comercial de los siglos XVIII y XIX: el mito no de una soledad eremítica, sino de un individualismo pragmático. Crusoe es una figura simbólica de una época en la que cada hombre estaba en su casa como un señor en su castillo, pero sólo porque cada hombre era un ciudadano ingenioso y prudente que sabía sacar el mejor partido posible de las circunstancias y podía imponer duras condiciones a cualquier competidor, incluso a la vida misma. Despreocupado, Crusoe era feliz porque tenía una respuesta para todo. El ermitaño real no está tan seguro de tener una respuesta. 4. Es cierto que la vida del solitario debe ser también una vida de oración y meditación si ha de ser auténticamente cristiana, pues el monachos en nuestro contexto es pura y simplemente un hombre de Dios. Esto debe estar claro. Pero ¡qué oración!, ¡qué meditación! Nada más parecido al pan y el agua que su oración interior. Pobreza total. A menudo, incapacidad de rezar, de ver, de esperar. Nada de la dulce pasividad que los libros ensalzan, sino una amarga y árida lucha para seguir adelante a través de una cegadora tempestad de arena. Tal vez el solitario se golpee la cabeza contra un muro de dudas. Ésta puede ser la dimensión máxima de su contemplación. No se me entienda mal en lo que quiero decir. No se trata de duda intelectual, de una investigación analítica de las verdades teológicas, filosóficas u otras. Es algo más, una especie de desconocimiento de su propio yo, una especie de duda que 15 cuestiona las raíces mismas de su existencia, una duda que socava hasta su razón de existir y de hacer lo que hace. Es esta duda la que le reduce finalmente al silencio, y es en el silencio donde deja de plantear preguntas y donde recibe la única certeza que conoce: la presencia de Dios en medio de la incertidumbre y la nada como la realidad única, pero como una realidad que no puede ser «situada» o identificada. De ahí que el solitario no diga nada, y haga su trabajo, y sea paciente (o quizás impaciente, no sé), pero generalmente tiene paz. No es la clase de paz que se da en el mundo. Es feliz, pero nunca se divierte. Sabe adonde va, pero no está «seguro de su camino», pues sólo lo sabe recorriéndolo. No conoce la ruta por adelantado, y cuando llega, llega. Sus llegadas son habitualmente salidas de todo lo que se parece a un «camino». Ese es su camino. Pero no puede comprenderlo. Tampoco nosotros. 5. Más allá de todo esto, posee su soledad, la riqueza de su vacío, su pobreza interior, pero, desde luego, no es una posesión. Es simplemente un hecho establecido. Está ahí. Es seguro. En realidad, es ineludible. Es todo. Contiene a Dios, le rodea en Dios, le sumerge en Dios. Tan grande es su pobreza que ni siquiera ve a Dios: tan grande es su riqueza que está perdido en Dios y perdido para sí mismo. Nunca está lo bastante lejos de Dios para verle en perspectiva, o como un objeto. Está como absorto en Él y, en consecuencia, por decirlo así, nunca le ve. 6. Todo lo que podamos decir de esta indigencia de la vida solitaria no debe hacernos olvidar el hecho de que este hombre es feliz en su soledad, pero especialmente porque ha dejado de considerarse un solitario en oposición a los que no lo son. Él simplemente es. Y si ha sido empobrecido y apartado por la voluntad de Dios, eso no es una distinción, sino pura y simplemente un hecho. Su soledad es a veces espantosa, a veces una carga; sin embargo es más preciosa para él que cualquier otra cosa, porque es para él la voluntad de Dios; no una cosa deseada por Dios, no un objetivo decretado por un poder remoto, sino simplemente la presión, sobre su propia vida, de la pura realidad que es la voluntad de Dios, la realidad de todo lo que es real. Su soledad es, para él, simplemente realidad. No podría escapar de esa voluntad aunque quisiera. Ser prisionero de ese amor es ser libre y estar casi en el paraíso. Por tanto, la vida de soledad es una vida de amor sin consuelo, una vida que es fructífera porque se apoya en la voluntad de Dios y se desborda sobre ella, y todo lo que responde a la voluntad de Dios está lleno de significado, aunque parezca no tener sentido en absoluto. 7. El terror de la vida solitaria es el misterio y la incertidumbre con que la voluntad de Dios presiona nuestra alma. Es mucho más fácil, más suave y más seguro, encontrarse con la voluntad de Dios filtrada tranquilamente por la sociedad, por los decretos de los hombres, a través de las órdenes de otros. Aceptar esta voluntad directamente, en todo su incomprensible y desconcertante misterio, no es posible para quien no está secretamente protegido y guiado por el Espíritu Santo, y nadie debe intentarlo a menos que tenga alguna seguridad de que realmente ha sido llamado a ello por Dios. Y esta llamada, por supuesto, debe ser explicada con claridad por directores y superiores. Se tiene que nacer a la soledad cuidadosamente, pacientemente, y, después de un largo plazo, salir del útero de la sociedad. No se puede suponer 16 precipitadamente que uno se convierte en solitario sólo por propia voluntad. No hay ninguna seguridad fuera de la dirección de la Iglesia. 8. El hombre solo permanece en el mundo como un profeta a quien nadie escucha, como una voz que clama en el desierto, como un signo de contradicción. Necesariamente, el mundo le rechaza y, en ese acto, rechaza la temida soledad de Dios. Pues eso es lo que al mundo le ofende de Dios: su completa alteridad, su absoluta incapacidad para ser absorbido en el contexto de las fórmulas prácticas y mundanas, su misteriosa trascendencia que lo coloca infinitamente más allá del alcance de lemas, anuncios y políticas. Es más fácil para el mundo recrear un dios a su propia imagen, un dios que justifique sus consignas, cuando no existen solitarios que recuerden a los hombres la soledad de Dios, el Dios que no puede convertirse en miembro de ninguna comunidad puramente humana. Y, sin embargo, el Dios Solitario ha llamado a los seres humanos a otra comunidad, con Él mismo, a través de la pasión y resurrección de Cristo, a través de la soledad de Getsemaní y el Calvario, el misterio de la Pascua y la soledad de la Ascensión: todo lo que precede a la gran comunión de Pentecostés. 9. La función del solitario es permanecer en la existencia como solitario, tan pobre e inaceptable como lo es el mismo Dios en el alma de tantos seres humanos. El solitario está allí para decirles, de forma que apenas pueden comprender, que si fueran capaces de descubrir y apreciar su propia soledad interior, inmediatamente descubrirían a Dios y comprenderían, por la palabra que les dirige, que son realmente personas. 10. Se dice con frecuencia que la soledad externa no es sólo peligrosa, sino totalmente innecesaria. Innecesaria porque todo lo que importa realmente es la soledad interior. Y ésta puede lograrse sin aislamiento físico. Hay en esta afirmación una verdad más terrible de lo que pueden imaginar quienes tan fácilmente y con tan poca consciencia de la ironía implícita en sus palabras, la formulan. 11. Efectivamente, hay una especial ironía acerca de la soledad en la comunidad: si alguien es llamado por Dios a la soledad, aunque viva en una comunidad, su soledad será inevitable. Aunque esté rodeado por el consuelo y la ayuda de los otros, los lazos que le unen a ellos en un nivel trivial se romperán uno tras otro, de manera que ya no se verá sostenido por ellos, es decir, no estará ya sustentado por los mecanismos automáticos e instintivos de la vida colectiva. Las palabras y el entusiasmo de los que le rodean carecerán de sentido. Sin embargo, él no les despreciará ni les rechazará. Tratará de descubrir si existe todavía alguna manera de comprenderles y vivir por ellos. Y descubrirá que las palabras no sirven de nada en esa situación. Lo único que puede ayudarle es la profunda y muda comunión del amor verdadero. En esos momentos supone un gran alivio ponerse en contacto con otros mediante alguna tarea simple, alguna función del ministerio. Entonces les encuentra no con sus palabras o las de ellos, sino con las palabras y los gestos sacramentales de Dios. La palabra de Dios asume una fuerza y una pureza inefables cuando se la considera la única forma en que un solitario puede llegar eficazmente hasta la soledad de los otros, la soledad de la que los otros son inconscientes. 17 Entonces comprende que los ama más que nunca; quizá que por primera vez los ama realmente. Hecho humilde por su soledad, agradecido por la obra que le pone en contacto con los otros, sin embargo continúa solo. No hay soledad mayor que la de un instrumento de Dios que se da cuenta de que sus palabras y su ministerio, aunque sean las palabras de Dios, no pueden hacer nada para cambiar su soledad y sin embargo comprende que, más allá de toda distinción entre mío y tuyo, le hacen uno con todo el que se encuentra. 12. ¿Cuál es, pues, la conclusión? Que esta soledad de que hemos hablado, la soledad del verdadero monachos, del solo, no puede ser egoísta. Es lo contrario del egoísmo. Es la muerte y el olvido de sí mismo, del yo. Pero, ¿qué es el yo? El yo que desaparece de este vacío es el yo superficial, el falso yo social, la imagen hecha de prejuicios, los caprichos, la pose, la farisaica preocupación por uno mismo y la pseudodedicación que son la herencia del individuo en un grupo limitado e imperfecto. Hay otro yo, un yo verdadero, que llega a su plena madurez en el vacío y la soledad, y que, desde luego, puede aparecer y crecer en una dedicación válida, sacrificial y creadora que pertenezca a una auténtica existencia social. Pero hay que advertir que incluso esta maduración social del amor supone al mismo tiempo el crecimiento de una cierta soledad interior. Sin soledad de algún tipo no hay ni puede haber madurez. A menos que uno llegue a vaciarse y a estar solo, no puede entregarse con amor porque no posee el yo profundo que es el único don digno de amor. Y este yo profundo, añadimos de inmediato, no puede ser poseído. Mi yo profundo no es «algo» que adquiera, o «consiga» tras una larga lucha. No es mío, y no puede llegar a ser mío. No es ninguna «cosa», ningún objeto. Es «yo». El «yo» superficial del individualismo puede ser poseído, desarrollado, cultivado, consentido, satisfecho; es el centro de todos nuestros esfuerzos por el beneficio y la satisfacción, sea material o espiritual. Pero el «yo» profundo del espíritu, de la soledad y el amor, no puede ser «tenido», poseído, desarrollado, perfeccionado. Solamente puede ser y puede actuar según las leyes interiores profundas que no son creación del ser humano, sino que proceden de Dios. Son las leyes del Espíritu, que, como el viento, sopla donde quiere. Este «yo» interior, que está siempre solo, es siempre universal, pues en este «yo» más íntimo, mi propia soledad encuentra la soledad de cada ser humano y la soledad de Dios. Por tanto, está más allá de la división, más allá de la limitación, más allá de la afirmación egoísta. Es únicamente este «yo» íntimo y solitario el que ama verdaderamente con el amor y el espíritu de Cristo. Este «yo» es Cristo mismo, viviendo en nosotros; y nosotros, en Él, viviendo en el Padre.