Distancias insalvables / Ágora - Universidad Complutense de Madrid

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Distancias insalvables
Siempre he sentido una gran fascinación por el mundo que me rodea. Quizás sea porque no lo
comprendo en su totalidad, y me asombra y aterroriza esa inmensidad desconocida, ese gran
iceberg sumergido bajo la línea de lo cotidiano. Es más fácil aferrarse a la falsa seguridad de lo
conocido, no cuestionarse el porqué de las cosas y rechazar cualquier actitud que te pueda abrir las
puertas a un universo completamente distinto. ¿Para qué esforzarse en cambiar lo que por sí sola,
un alma en este mundo no puede cambiar? Esa era mi idea, mi gran sueño: cambiar las cosas.
No poseo grandes cualidades, y no destaco por nada especial. Simplemente tengo la mala
costumbre de intentar defender lo que amo, y tiendo a maravillarme con aquello que considero
hermoso, lo que, para bien o para mal, se traduce en prácticamente todo lo que me rodea. Desde
que tengo uso de razón me acompaña la alegría de tener una familia, la esperanza de poder
descubrir nuevos lugares, el ansia de libertad. Porque uno esperaría poder nacer libre. ¿Quién tiene
el derecho de poder decidir sobre la vida de los demás? ¿Cómo es que la vida de unos descansa, a
veces con tanta facilidad, sobre las manos de otro?
Miro a mi madre. No puedo evitar sentir una punzada de dolor que me atraviesa el pecho. He
aprendido bastante bien a disimular la pena que me azota cada vez que veo cómo las fuerzas se
escapan de su cuerpo. Yo le prometí que la llevaría a conocer mundo, que la haría feliz. Juré luchar,
sin descanso, hasta que ella fuera libre. Pero he fallado.
Por supuesto, hasta hace unos años mi inocencia infantil me nublaba la vista. Se interponía como
un tupido velo entre la realidad y el reino de mi consciencia.
Nací en el seno de una familia pobre. Éramos solo mi madre, mi padre y yo. Y puedo asegurar que
son los mejores padres que alguien desearía tener. Trabajaban a cambio de comida y cobijo, junto
a varias decenas más de trabajadores. Cuando alguien tan inocente como yo viene a este mundo,
no es capaz de comprender las caras de tristeza y dolor que mostraban todos ellos. ¿Tan horrible es
ganarse sustento a cambio de trabajo? ¿Qué podía ser tan espantoso como para apagar la llama de
la vida de una forma tan clara? Pero mis reflexiones profundas no duraban mucho. Algo me distraía
siempre: un árbol más grande de lo normal, una flor de colores extraños, cualquier cosa. Quizá
debería haber prestado más atención a esas ideas incipientes que atravesaban mi cabeza a tan
temprana edad, avisándome de la realidad en la que vivía. La inocencia en un arma de doble filo.
Son las siete de la tarde y mis padres continúan trabajando. Mi padre es fuerte, sé que él lo aguanta,
a pesar de su avanzada edad. Pero temo por mi madre. Sigo observándola y me preocupo. No puedo
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perderla, es lo más bonito de mi vida. Desde luego que quiero a mi padre, con todo mi corazón;
pero con ella tengo un vínculo especial. Parece que fue ayer cuando me contaba aquellas historias
sobre lugares lejanos, tan diferentes a mi hogar que no me los podía ni imaginar. Y se le iluminaban
los ojos pensando en ellos. Fue entonces cuando le prometí que algún día iríamos a verlos. Pero
entonces ella agachaba la cabeza y rehuía mi mirada. Supuse que quizás me estaba mintiendo, que
no quería reconocer que eran historias para entretenerme. ¿Cómo iban a existir unas… cómo se
llamaban… cataratas, tan altas que no se vislumbraba el fondo? Era tan difícil de imaginar que no
podía ser verdad.
Termina la jornada de trabajo y todos se dispersan, sin un rumbo fijo; cuerpos sin alma movidos a
modo de marionetas, sin objetivo ni fin. No falta mucho para que nos manden a la zona de descanso,
igual que todos los días. La misma rutina extendida en el tiempo a lo largo de los años. Desde luego,
siempre fue así. Lo que ocurre es que yo no prestaba demasiada atención.
Cuando eres el más joven entre un grupo de 30, tiendes a no atender a los adultos y sus quehaceres.
Aquí nadie tiene hijos, y tampoco es un buen sitio para criarlos. Mi madre fue una excepción, y eso
es una de las cosas que más admiro en ella. Su coraje. Su valentía.
Solía entretenerme solo mientras ellos trabajaban. Pero pronto la soledad y el espacio se
convirtieron en un problema para mí. El poblado se había transformado con los años en un
verdadero centro de trabajo dirigido por una familia adinerada. Ellos son los que deciden cuando
puedes inspirar y cuando espirar. Ellos controlan nuestras vidas. Porque trabajamos por y para ellos.
Es lo que ocurre cuando no tienes elección. Parece mentira que este precioso valle sea la cuna de
tanta maldad y desprecio. Altas vallas rodeaban el perímetro de lo que se había convertido en una
enorme plantación, y eso era lo que más me molestaba. La valla. El terreno es grande, no puedo
negarlo, pero el impedimento de poder ir más allá es un insulto a mi libertad. Libertad que, empiezo
a comprender, nunca he tenido.
Mi madre se dirige hacia la zona de descanso y se tambalea. Nadie parece darse cuenta y corro en
su ayuda. No puedo dejar que caiga al suelo; he visto lo que hacen con los que muestran debilidad,
y no podría soportar que ella pasase por lo mismo. La ayudo a mantenerse en pie mientras su
respiración se normaliza. Me mira en un intento de agradecer mi acción, pero solo es capaz de
mostrarme unos ojos cansados y lejanos, probablemente enfocados en otra época, cuando las cosas
eran distintas. O eso supongo, porque nunca he sabido nada de su pasado, ni del de mi padre. Para
ellos no hay un antes, y si lo hay, nunca han querido contármelo. No entiendo por qué.
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Mi pasado es una sucesión de admiración por el mundo y tristeza por mi soledad. Porque una vez
que has explorado el universo del poblado, no queda mucho por hacer. Y pasar el tiempo en
continua soledad puede llegar a convertirse en algo muy duro de soportar. Hasta que llegó él.
Él era un niño delgado, de piel morena, pelo negro y ojos oscuros y profundos. No se le veía muy a
menudo, a pesar de ser el hijo del dueño. Siempre solía estar encerrado en la casa o acompañar a
su padre a todas partes aprendiendo el oficio, aunque sospecho que no por voluntad propia. Pero
cuando los gritos de su familia se hacían insoportables, él huía. Y fue en una de esas ocasiones
cuando chocó conmigo. Recuerdo que se le veía furioso y triste, con la cara bañada en lágrimas y
sus puños apretados. Supuse que también se sentía solo, y quería ayudarle, pero no moví ni un ápice
de mi cuerpo. Mis padres siempre me habían advertido de tener cuidado con los jefes. Pero
entonces, de forma inesperada y sin mediar palabra, me abrazó. Se convirtió en mi mejor amigo.
Aún recuerdo la sensación de la adrenalina recorriendo mi cuerpo al saber que le había encontrado.
En un principio no se lo conté a mis padres, sabía que no les gustaría. Pero para mí supuso un antes
y un después en mi vida. Todas las tardes nos reuníamos y pasábamos horas juntos. Lo más curioso
es que nunca intercambiamos palabra. Tengo que reconocer que su falta de intención comunicativa
me molestó, pero luego me di cuenta de que no era muy hablador. Eso era lo que convertía nuestra
amistad en algo verdaderamente especial; no necesitábamos comunicarnos para forjar una gran
relación entre nosotros.
Mi padre está aún algo lejos de nosotros. Ha visto que mi madre tiene problemas y viene en su
ayuda, no tan rápido como habría podido antaño. Es de carácter fuerte, no se rinde con facilidad,
aunque ni si quiera él se escapa de las consecuencias de las duras condiciones de trabajo. Siempre
se ha esforzado por educarme como él consideraba mejor, en el respeto y los valores propios de
alguien de noble corazón. No tiene por costumbre enfurecerse sin motivo, y pocas veces lo he visto
enfadado de verdad. Una de esas veces fue cuando se enteró de mi amistad con el hijo del jefe.
No podía comprender qué era lo que le molestaba tanto. Aquel niño no tenía la culpa de los actos
de su padre, y así se lo dije. Pero no quiso escuchar. La dureza de su mirada me hizo retroceder de
miedo, como nunca lo había hecho. Quería hacerle entender que era mi mejor amigo. Mi único
amigo. Pero solo recibí sus hirientes palabras y el aguijón en el que se había convertido su mirada.
Busqué apoyo en mi madre, porque seguro que ella lo entendería mejor. Lo único que me dijo fue:
“Hay distancias que son insalvables”.
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A partir de ese día procuré que mis padres no me vieran con mi amigo. No quería molestarles, pero
tampoco pensaba renunciar a una de las pocas cosas que tenía. Él hizo resurgir en mí la alegría por
vivir, y fue una excelente cura para la soledad que me había acompañado durante toda mi infancia.
Una de nuestras actividades favoritas era contemplar las puestas de sol, que en esta zona del mundo
son especialmente hermosas. Lo días más impresionantes son aquellos en los que el cielo se tiñe
completamente de rosa y naranja. Me encanta ese color.
Consigo con la ayuda de mi padre llevar a mi madre a beber algo de agua. Nadie parece haberse
dado cuenta de su precario estado, y así quiero que siga. No es bueno que la situación se complique
más de la cuenta. Me giro y veo la valla en la distancia. Una de las zonas está especialmente
reforzada. Todo por mi culpa.
Un día le hice entender a mi amigo que quería salir de aquella prisión. No pretendía escapar, nunca
habría abandonado a mis padres. Simplemente quería ver qué había más allá. Él también parecía
querer salir. Las puertas estaban bien vigiladas, así que no eran una opción. Encontramos una zona
de la valla muy debilitada, y él se encargó de hacer un hueco lo suficientemente grande como para
que pudiésemos salir. Caminamos durante horas, felices de nuestra gran hazaña, sin noción del paso
del tiempo. Llenos de alegría y libertad. El problema fue subestimar la dureza e imprevisibilidad del
invierno. Debían de ser las últimas horas de la tarde cuando el cielo se cerró sobre nosotros, como
si hubiesen tapado el mundo con una gruesa manta. La angustia se apoderó de nuestros corazones,
y nos apresuramos en regresar. Pero la tormenta fue más rápida. Aún recuerdo el agobio de sentir
el agua azotarte en todas direcciones, la temperatura descender en caída libre hasta sentir los
músculos tensos e inservibles, la oscuridad cernirse por todas partes. Nunca había sentido más
miedo en toda mi vida. En un momento fuimos conscientes de que no podíamos regresar, no en
esas condiciones. Tendríamos que esperar hasta que el infierno terminara. Permanecimos
acurrucados uno junto al otro toda la noche. Con miedo de abrir los ojos y presenciar aquel horror;
con miedo de cerrarlos y perder la última visión del mundo que tendríamos. Pocas horas después
del amanecer llegó un grupo de personas en nuestra búsqueda. Sus caras no eran amables. Estaban
verdaderamente furiosos y comenzaron a gritar a mi amigo. Mientras se alejaban en la distancia
pude escuchar cómo él suplicaba que no me hicieran daño mientras aseguraba que no era mi culpa.
La soledad me acompañó en mi regreso a casa.
Mi padre se apoya contra un árbol mientras esperamos. Se le ve cansado y muy desmejorado. Es
consciente de que lo estoy observando y se recompone. Nunca ha querido mostrar debilidad.
Excepto cuando me vio regresar la mañana después de la tormenta. Nunca, jamás, en todos mis
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años de vida, le había visto tan preocupado, aliviado y desesperado, todo a la vez. Aunque esos
sentimientos fueron rápidamente sustituidos por la furia. Y en esta ocasión tenía toda la razón,
había sido una estupidez impulsada y alimentada por mis ganas de conocer. Empecé a sospechar
que las promesas que le había hecho a mi madre iban a ser difíciles de cumplir.
No volví a estar con mi amigo. Y la pena que eso me suponía era demasiado grande, demasiado
pesada. Pocas veces le veía en la distancia, y él me miraba y sentía que me echaba de menos, que
ansiaba reunirse conmigo para ver una nueva puesta de sol. Hay veces que los errores se pagan muy
caro.
Levanto la vista y me doy cuenta de que deberíamos regresar cuanto antes a la zona de descanso.
Yo mismo estoy exhausto. Lo noto en los músculos, destrozados tras una intensa jornada de trabajo.
Y ha sido así desde que alcancé edad suficiente como para poder trabajar. Desde entonces no tengo
ni tiempo ni ánimo de maravillarme por las cosas, ni de levantar la vista al cielo, como tan a menudo
solía hacer. No tengo tiempo de añorar a mi amigo, del que no he vuelto a saber nada; sólo rápidas
miradas perdidas en el ajetreo del trabajo diario, separadas por unos cuantos metros. Pero ha
pasado mucho tiempo, y creo que él me ha olvidado. Se ha convertido en un hombre, alto y fuerte,
muy parecido a su padre. Demasiado parecido a su padre. Una parte de mí murió el día en el que
nuestra amistad terminó.
No quiero agobiar a mi madre, sé que necesita reposar, pero realmente deberíamos regresar. Uno
de los hombres encargados de la plantación está haciendo recuento de todos los trabajadores, y no
suelen aceptar cosas fuera de lugar. Miro a mi madre y me doy cuenta de que está verdaderamente
mal. Una nueva punzada me atraviesa, esta vez de rabia y de impotencia. No puedo hacer nada por
ayudarla. No puedo cambiar ni el paso del tiempo ni la vida que le ha tocado vivir. Quisiera saber
cómo acabó en este horrible lugar, pero no me atrevo a preguntar. Sería añadir más carga a sus muy
mermadas fuerzas. Yo le había prometido que la sacaría de aquí. Siento otra punzada.
Mi padre se empieza a impacientar. También se ha dado cuenta de que deberíamos regresar. Mi
madre hace todos los esfuerzos posibles por incorporarse, pero está muy débil. Siento la angustia
recorrer mi cuerpo, un parásito del que no me puedo deshacer. Hace ya mucho tiempo que he
olvidado la sensación de tranquilidad.
Oigo un característico piar de pájaro y me trae buenos recuerdos. Recuerdo a mi madre hablándome
de zonas en la que puedes escuchar decenas de pájaros distintos, lejos de este valle. Hablaba con la
seguridad y confianza de quien ha visto más de lo que dice conocer. Me vuelvo a preguntar qué es
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lo que pudo ocurrir para que acabase en este lugar. Eran épocas en las que, a pesar de su precaria
situación, aún quedaba un rastro de esperanza en su mirada. Ya no queda nada de eso en ella.
Consigue levantarse y vamos hacia la zona de descanso. Uno de los hombres se ha percatado de que
no estamos todos y se le ve enfurecido. Me empiezo a poner muy nervioso, no es nada bueno
hacerlos enfadar. Intento apresurar el paso pero mi madre no puede más. Justo cuando me doy la
vuelta para advertirles del peligro, veo como se desploma en el suelo. Mi corazón se para por un
instante, demasiado largo. Puedo asegurar que la Tierra ha detenido su incesante rotación y que las
leyes físicas se han alterado. Porque es imposible que nada permanezca igual ante el horror al que
estoy asistiendo. Intento ayudarla, hacer que se levante, pero su respiración es muy débil. Mi padre
está paralizado, nunca lo había visto tan indefenso. Es como si su consciencia le hubiese
abandonado.
Oigo pasos apresurados a mi espalda. Es uno de esos malditos hombres; se ha dado cuenta de lo
que ocurre. No va a tardar en llegar hasta nuestra posición y yo no puedo hacer nada. Suplico a mi
madre que se levante, pero no responde. El hombre ya ha llegado y analiza la situación. Se toma su
tiempo, consciente de su superioridad, de que somos juguetes a su merced. Lo siguiente que veo
termina de destrozar mi corazón.
La está pegando. Ese malnacido la está pegando con todas sus fuerzas. La va a matar. A mi madre,
aquella que me dio la vida. Yo no puedo permitirlo. Cada golpe que ella recibe es una herida por la
que yo me desangro. Tengo que acabar con esta situación, ya no lo soporto más. Un odio irracional
se apodera de mi cuerpo y pierdo el control de mí mismo. Noto cómo me pongo en tensión y
comienzo a temblar. No puedo controlarme más.
Hago acopio de todas mis fuerzas y las descargo sobre ese desgraciado. El golpe ha sido brutal.
Siento el crujir de huesos, acompañados de un sonido desagradable y soy consciente de que no
debería haberlo hecho. El hombre cae al suelo y se golpea la cabeza. Parece un muñeco de trapo
abandonado en un valle entre dos montañas. Pasan los segundos y no se mueve. La sangre comienza
a acumularse en la hierba junto al cuerpo sin vida de aquel hombre y me pongo muy nervioso. Más
nervioso de lo que recuerdo haber estado nunca, y una voz en mi cabeza me alerta de que debo
huir. Miro a mi madre, aún en el suelo, y la cara horrorizada de mi padre, y ese momento de
indecisión me frena.
Más hombres comienzan a venir; la noticia no tarda en extenderse y me siento acorralado. Necesito
escapar de este infierno, pero es demasiado tarde; por lo menos seis personas nos rodean. Una de
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ellas se agacha para socorrer a su compañero, y solo puede anunciar su muerte. Gritos de espanto
me persiguen, aunque no tengo muy claro de dónde provienen. Empiezo a darme cuenta de lo que
he hecho y no puedo creerlo. ¿En qué clase de monstruo me he convertido? Yo, que juré cambiar
las cosas, luchar por un mundo mejor. Porque todo el mundo, independientemente de su condición,
tiene derecho a luchar por lo que quiere.
Estoy decidido a escapar y me doy la vuelta. Pero la vida a veces pone obstáculos demasiado
grandes, demasiado difíciles. Veo a mi amigo, a tan solo unos pasos de mí. Ya nada queda de aquel
niño que compartió conmigo tantas tardes, tantas alegrías, que supuso una de las mejores cosas de
mi vida. En su lugar solo veo a un hombre, lleno de rabia, con sus ojos oscuros convertidos en dos
profundos pozos de odio.
Pasan unos segundos y parece que todo se detiene. Entonces, él levanta sus brazos, a la altura de
los hombros. No puedo apartar la vista de un orificio oscuro en la punta de una barra de metal que
apunta entre mis ojos. El horror me invade y me paraliza, no tanto por mí, sino por mi madre. Yo le
había prometido que saldríamos de aquí. No iba a poder cumplir esa promesa.
Cierro los ojos y el sonido de mi corazón desbocado inunda mi cabeza. Me doy cuenta de que
necesito dar un último vistazo a este mundo al que, a pesar de todo, tanto admiro. Me encuentro
con la mirada fija de aquel que una vez fue mi mejor amigo. Busco en sus ojos un rastro de
culpabilidad, un sentimiento de lástima, un recuerdo de lo que un día fuimos. Pero no lo encuentro.
Me doy cuenta de que, quizás, no signifiqué nada para él. Miro al horizonte y me percato de que el
sol se está poniendo. Hoy es uno de esos días en los que el cielo se tiñe de rosa y naranja. Siempre
me ha gustado ese color.
Dos palabras hirientes y afiladas brotan de lo profundo de la garganta de mi amigo:
-Maldito jamelgo.
Y entonces lo entiendo. Aquí nunca fuimos libres. Nunca fuimos dueños de nuestras vidas,
simplemente por no ser humanos. Hay distancias que son insalvables.
El día se marchó acompañado de un estruendo ensordecedor.
Fdo.
Ágora
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