Viaje a Ítaca - El Cep i la Nansa

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Pilar García-Fuertes
Viaje a Ítaca
Quan surts per fer el viatge cap a Itaca,
has de pregar que el camí sigui llarg,
ple d’aventures, ple de coneixences.
Has de pregar que el camí sigui llarg,
que siguin moltes les matinades
que entraràs en un port que els teus ulls ignoraven,
i vagis a ciutats per aprendre dels que saben.
Tingues sempre al cor la idea d’Itaca.
Has d’arribar-hi, és el teu destí,
però no forcis gens la travessia.
És preferible que duri molts anys,
que siguis vell quan fondegis l’illa,
ric de tot el que hauràs guanyat fent el camí,
sense esperar que et doni més riqueses.
Itaca t’ha donat el bell viatge,
sense ella no hauries sortit.
I si la trobes pobra, no és que Itaca
t’hagi enganyat. Savi, com bé t’has fet,
sabràs el que volen dir les Itaques1.
Kavafis, Carles Riba y Lluis Llach
1 Cuando salgas para hacer el viaje hacía Ítaca / has de rogar que el camino sea largo,
/ lleno de aventuras, lleno de conocimiento. / Has de rogar que el camino sea largo, /
que sean muchas las madrugadas, / que entrarás en un puerto / que tus ojos ignoraban,
/ que vayas a ciudades a aprender / de los que saben. / Ten siempre en el corazón la
idea de Ítaca, / has de llegar a ella, es tu destino, / pero no fuerces nada la travesía. / Es
preferible que dure muchos años, que seas muy viejo cuando fondees en la isla, / rico de
todo lo que habrás ganado / haciendo el camino, / sin esperar a que te dé más riquezas,
/ Ítaca te ha dado el bello viaje, / sin ella no habrías salido. / Y si la encuentras pobre,
no es que Ítaca / te haya engañado. / Sabio como bien te habrás hecho, / sabrás lo que
significan las Ítacas.
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Cuaderno de luz naranja
Mariví se enamoró de Grecia la primera vez que la vio. Tenía
dieciocho años y se embarcó de travesía con los compañeros de
estudios. El recorrido empezaba en Italia, para continuar por la
costa helena y terminar en Turquía. Aquella vez ya se quedó impactada por tanta luz y tanto mar; por eso volvería cuatro años
más tarde. A los veintidós años partió con tres amigas: Gloria,
Loles y Elena, hacia una aventura blanca y azul que sería la más
decisiva de su vida.
Ella se identificó con aquella tierra parda y árida, con sus islas
entre dos mares, el Egeo y el Adriático, y con su herencia medio divina medio humana. El paisaje le recordaba al suyo, pero
con una dimensión mítica. Cataluña es el pueblo mediterráneo
más griego. La vid, el olivo, el ciprés o la manera de avistar el
horizonte son un legado grecorromano. Pero Grecia se abraza
al Mediterráneo; y Mariví, rivalizando con aquella Venus Afrodita que surgió de sus aguas, también quiso fundirse y renacer.
La mar de los dioses y de las civilizaciones, la de encuentros y
desencuentros, en donde el placer y el temor navegan juntos, se
perdió en el rostro de Mariví. La luz más perfecta es la mediterránea, sentenció Gaudí, inclinada a 45º, lejos de la horizontalidad de la del norte y de la verticalidad de la del sur.
A su mirada le gustaba disolverse entre las olas de espuma blanca, las mismas que Esquilo, el creador de la tragedia griega, definió como “una sonrisa innumerable“. A Mariví la mar siempre
le hechizó y también se dejaba seducir por las tragedias, sobre
todo las de llorar. De hecho, aunque ella hubiera querido que
su vida fuera una comedia y su interpretación así lo sugería, su
sino era ser una heroína trágica y las heroínas siempre mueren.
Pero sus historias no.
Las salidas familiares de niña en barca eran una fiesta. Le gustaban las ondas y los dibujos que formaba el agua, le fascinaba
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deslizarse sobre las olas, sentía que su cuerpo despegaba hacia el
azul, fuera cielo o mar. En los veranos en Menorca se abandonaba a aquella pasión. Volvía a salir con sus amigos en la barca
y pasaba horas y horas cubierta de sol y sal. Acaso por esa fascinación se quedó eternamente amarrada a los puertos helenos,
al imán de aquel deslumbramiento; estacada a los ojos de un
hombre, un ateniense que la ató de por vida al Pireo y a él.
El viaje a Ítaca de Mariví empezó muchos años antes de poner
los pies en aquel país. Su travesía vital fue una Odisea repleta de
prodigios que bebió hasta atragantarse. Ella llegó a la isla “verde
y humilde” mucho antes de alcanzar la vejez. Sus plegarias de
una larga vida no debieron interesar a los dioses que prefirieron
llevársela. Pero el viaje no la decepcionó, fue tupido y extenso.
A la pregunta “Si la vida fuera una novela, ¿qué papel elegirías?”, Mariví contestó: “El que me ha tocado”. La respuesta la
escribió tres meses antes de morir y después de muchos años
de convivir con las penalidades, aunque ella las vistiera de azul
turquesa.
Le pusieron Victoria al nacer, María Victoria, en 1957. A las
niñas de después de la guerra les ceñían María al nombre escogido. Sin duda Victoria es un nombre que marca. Desciende
de una divinidad romana que se adoptó de la Niké helénica.
Desde la cuna se le asignó, pues, un nombre que la anudaba a
la lucha y a la conquista. El diminutivo con el que se reconoció
vendría después, cuando las hadas le otorgaron sus dones, cuando alguien advirtió que tras la luz de sus ojos negros había mar
y vida: entonces paso a ser Mariví.
El resultado del sortilegio salió casi redondo. Mariví era bella,
muy bella, y también sedosa, lista, ingeniosa y con una simetría
que parecía a prueba de mareas. La belleza de su rostro era íntima, limpia y afable, una composición que inspiraba confianza y
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cariño. En su semblante vivaz destacaban sus grandes ojos, dulces y avispados; su nariz y sus labios eran menudos, perfilados
con maestría artesana. La lisura de su piel invitaba a la caricia,
al beso, a los besos. También su cuello esbelto parecía retocado
para amar. Con el paso de los años su inestable melena bruna
acabó de definir las líneas de una mujer luminosa. La proporción de su silueta y sus gestos suaves, casi etéreos, habrían podido sugerir la imagen de un hada, pero un hada de agua. Ella,
que siempre estuvo enamorada del agua, de sus murmullos, de
su ligereza, de su temblor, se hermanaba con los espíritus femeninos de ríos y mares, representaciones de lo sublime y afable.
El nacimiento de Mariví abrió la primavera de una Barcelona
en blanco y negro. Era el 22 de marzo cuando se estrenó a
la vida; cada año su aniversario anunciaba que estaban muy
próximas las maravillas que las horas de luz y el calor causan
en la naturaleza. Quizá fue esa temprana descarga energética la
que marcó la dualidad de su proceder, que pendulaba desde la
impulsividad, el apasionamiento o la valentía, al pragmatismo,
la contención y la responsabilidad.
La vida de María Victoria se encuadra en la enfebrecida contemporaneidad. No debió ser fácil domesticar a una cría que
parecía haber nacido para solazarse con la vida. Todo un reto
encauzar aquella fuerza natural siempre sonriente y dispuesta a
interesarse por lo más menudo y a perderse en la inmensidad.
En aquel primer tramo de la infancia ya sé manifestó su fe en lo
magnánimo del universo, una confianza que sería vertebral para
encarar lo que vendría.
Las creencias familiares, las buenas costumbres y la mirada de
los otros encauzaron aquella pródiga energía. Francisco Umbral
en su obra Mortal y rosa teoriza sobre la civilización del hombre
desde la muerte de su hijo de seis años: “Ir con él por la calle,
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por el campo, nos da la medida de nuestro exilio, porque él
sí pertenece a los cielos viajeros, a la luz del día, al estallido
de la hora, y nosotros ya no. Nosotros nos hemos distanciado
con el pensamiento, la reflexión, la impaciencia y el orden. El
niño que no tiene programas se incorpora inmediatamente al
clima, entra a formar parte de la meteorología, es natural en la
naturaleza, y todo le sonríe, como dijo el poeta que los líquidos
sonríen a los niños (…) y destripa el mundo porque lo ama, y
sus pasos menudos van tomando posesión del planeta con levedad y amor, porque aunque el niño apenas si le pesa a la tierra,
es más de la tierra que nosotros, viajeros ya convencionales por
los aires convencionales de la reflexión y el miedo.”
Creció en una fortificación amable de un tiempo quieto; en un
país en que la negación había perforado la superficie y el NO
había penetrado hasta el corazón. Una España que distinguía
con desmesura tanto las clases sociales como los géneros. Sus
juegos de niña estuvieron vinculados a lo que se exigía a la mujer. Con su hermana Eugenia, tres años más pequeña, recreaba
las situaciones cotidianas, jugaba con las muñecas, “la fireta” o
a “papás y mamás”. Una infancia vestida de cuentos de hadas y
con la música de las canciones de Karina. Recorrió feliz los años
de la niñez y, según ella, el episodio que más le impactó fue la
llegada de su hermana. Un poco más tarde nacería el chico. Su
madre sólo tenía otra hermana con una única hija. El gran sentido tribal de la rama materna compensaba su escaso número
de miembros; el espíritu de clan se transmitió de generación en
generación, hasta desbordarse con la llegada de Mariví.
El colegio de las monjas alemanas que eligieron para su formación la relacionó desde el principio con niñas de la alta sociedad
de Barcelona. Los padres de Mariví aspiraban a dar a sus hijos
una buena educación que les proporcionara conocimientos y
recursos. Aquellas religiosas la iniciaron en una forma de tras24
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cendencia disciplinada y tierna. A diferencia de otras congregaciones, el amor que sentían hacía la Virgen María, encarnación
simbólica de la protección maternal, le mostraron una relación
afectuosa con el más allá.
La guerra y la posguerra dejaron unas bases fundadas en el recelo
y el sectarismo, lo que a su vez derivaba en el disimulo, la culpa
o el castigo. Una plataforma que no resultaba la más indicada
para catapultar a los recién llegados y animarles a planear. Con
todos aquellos hilos civiles y religiosos ella enramó su guión de
vida, en la primera parte de la infancia; un argumento formado
por los mandatos, los deseos o los temores de sus padres. Ese
plan de vida, bien mezclado con su temperamento expansivo,
le proporcionó una identidad que marcaría su posición en el
mundo. En la edad adulta una de las tareas más arduas fue trascender ese guión; pero ni resultó sencillo para Mariví, ni lo es
para nadie. La divergencia entre su programación y la sucesión
de imprevistos que hubo de enfrentar, acabó desembocando en
la dicotomía por la que transcurrió parte de su vida.
Correteó más de lo normal por la niñez, y le costó abandonar la
confortabilidad de la infancia. La tardía adolescencia fue tranquila, mucho más de lo que se estilaba en los años setenta. Las
lecturas románticas le proporcionaron material para avivar la
construcción de sueños rosas. Las amigas se encargaron de ponerle al tanto de las cosas del amor y ella consultó su novelesca
guía interior para enfilar un camino en el que confiaba encontrar un príncipe con el que comer perdices.
Con la muerte del general Franco se acelerarían los cambios.
Los más jóvenes y los más comprometidos proponían despegar cuanto antes para llegar lo más lejos y rápido posible; gran
parte de los mayores veía aquel despegue con una aprensión
secular. Los hombres y mujeres nacidos en la década de los cin25
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cuenta protagonizaron algunas de las transformaciones sociales
más trascendentales de la historia. Mariví no destacaría por su
activismo teórico, pero sí por su entusiasta manera de agitarse.
De la mano de su primer novio intentó mudarse de planeta sin
que apenas se notara, sin herir, sin doler. Ella no estaba dispuesta a tensar demasiado el cordón umbilical que la unía a la
tierra. Era incapaz de renunciar a la aprobación de sus padres.
En aquel contexto muchos y –sobre todo– muchas pasaron los
años simulando ser lo que no eran o sobrellevando su confusión. Mariví, a escondidas, fue alterando las creencias tradicionales por otros postulados mucho menos absolutos que abrían
interrogantes de difícil respuesta. Por no causar disgustos, ella
aprendió a comerse los suyos, a la vez que se instruía en el arte
de la interpretación.
Aquel embozo protector fue muy eficaz para evitar enfrentamientos a corto plazo, pero tras la cobertura hubo quien se
perdió y no se volvió a encontrar; quien se desgastó en el esfuerzo, quien se extravió entre los dobleces de la tela y la piel.
El conflicto para las mujeres fue todavía mayor por la situación
marginal de partida.
Decidió dedicarse al Turismo; no eran unos estudios demasiado
habituales en aquellos años pero ofrecían perspectivas sugerentes. Entre 1975 y 1978 disfrutó de una de las épocas más reídas
y vaporosas de su vida. Conoció a algunos de sus mejores amigos, viajó por lugares que entonces se consideraban exóticos, y
acabó de florecer al mismo tiempo que el nuevo régimen social
y político del país. Su amiga Marisol recuerda a Mariví como
una aglutinadora nata. Con dieciocho, diecinueve o veinte años
unía y encantaba a todos. Siempre entregada a la acción, su
gracia la autorizaba y la encumbraba en los diferentes grupos
entre los que transitaba.
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Empezó a trabajar joven en el hotel de su vida y allí conquistó
el reconocimiento de los propietarios y el cariño de todos, de
los estantes y de los pasantes. La distinguieron con un afecto
profesional y personal que, además de estimularla, la comprometió. Ocuparse de atender las necesidades del público de un
hotel de lujo deja impronta. No debe ser nada simple sustraerse a los movimientos de los viajeros que van y vienen. Desde
los vestíbulos de los hoteles se respira una suerte de nómada
precariedad. A ella le gustaba aquella sensación de aventura en
renovación continua, aquella emoción que se respira en los pasillos de las habitaciones, aquella elegancia contenida que caracteriza el ambiente de los hoteles clásicos. Le resultaba muy fácil
ponerse en el lugar de los huéspedes, establecer una medida
cautivadora. A veces lo complicado era recuperarse, en especial
cuando las cosas fuera se ponían feas. Nunca dejó de trabajar.
Incluso en los largos períodos en los que los médicos le daban la
baja por enfermedad, ella seguía acudiendo al hotel. Ese comportamiento épico podía responder a una doble necesidad; la
de alojarse en la exquisitez de un espacio reparador, y reivindicar su profesionalidad. No quería que la acusaran de recibir un
trato privilegiado, no estaba dispuesta a que se dudara de su capacidad. Mariví, como parte de las primeras mujeres ejecutivas
que empezó su trayectoria en la planta baja y que después fue
ascendiendo, fue propensa a sentirse entre impostora y deudora
al ocupar un inesperado puesto directivo. A combatir ese temor
dedicaba toda su energía y un poco más. Acallaba su runrún
interior y el presunto enjuiciamiento a fuerza de dedicación.
La generación de las pioneras en las empresas españolas concilió
a duras penas la transformación social y laboral; siglos y siglos
de secundariedad pública arremetieron contra aquella voluntad
por abrirse camino en un terreno desconocido. El aspecto físico
resultó siempre un acicate, a favor o en contra. En un universo
masculino, secularmente acostumbrado a gobernar en solitario,
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resultó perturbadora la aparición de ejecutivas jóvenes. Profesionales que sin ruido pero con grandes dosis de hiperactividad
cambiaron las formas de acción, de relación y transmutaron
el orden conocido. El coste pagado por las exploradoras se ha
demostrado alto, pero no vano. Esa creencia, unida a la responsabilidad, fueron ingredientes determinantes para alcanzar
unos altos niveles de eficiencia. A Mariví ese acentuado sentido
del deber, unido a todo lo demás, la mantuvo en un fatigoso
estado de alerta.
En ella la vida se vertió generosa; según su propia apreciación,
le dio bastante de todo. Los varones que escogió como parejas
fueron simétricos y derivables. Mariví, como el resto de los humanos, decidía en función de lo que creía que escondían, no de
la conducta que veía. Si la física o la química no hubieran influido tanto en sus elecciones, habría optado por relaciones más
complementarias, sanas y respetuosas, pero el enamoramiento
la ponía en una órbita tan alejada de la tierra que le impedía
ver sus contornos. Ella, que fue instruida para reproducir el
comportamiento de pareja más arraigado, por amor alteró la
dirección de su carta náutica.
El sentimiento amoroso se le atascó entre el cuerpo y el alma.
Padeció los dardos de las palabras, pronunciadas o escritas, sufrió las sordinas, las ausencias y cada una de las saetas que le
enviaron los hombres de su vida. En los cambios de estación
se dolía de las cicatrices del alma y de aquella pena negra que a
veces le corría por las venas. El amor enamorado ocupó, desde
muy joven, un asiento de palco para Mariví. Conocía la letra de
demasiadas canciones de amor y, si le daban a elegir, se quedaba
en las películas con el momento antes del beso, en el instante
preciso en que los ojos de él descienden a los labios de ella.
A medida que pasaron los años se diluyó la pasión en el afecto
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y hubo de encajar el amor entre muchas otras cosas; aquel tifón
pasó a convertirse en un suplemento vital, que llegó a ser prescindible. La maternidad le ofreció nuevas formas de entrega.
Se quedó con ganas de tener más hijos, pero la vida no se lo
puso bien. Susan Sontag, como Mariví, a la pregunta de si se
arrepentía de algo en la vida, contestó: “De una sola cosa: de
haber tenido un sólo hijo! Ser madre es la experiencia que más
he disfrutado. ¡Educar a un niño es algo tan maravilloso! Ver
su curiosidad, su inteligencia, su encanto... Nada hay comparable!”. A fuerza de caer y remontar, de auroras y ocasos, se fue
ralentizando aquel estremecido espíritu que la mantuvo en vilo
durante décadas.
Mariví escuchó, vislumbró, meditó, comprendió… y se notaba.
La vida no le pasó por encima. Llegó a emitir una delicada espiritualidad que adquiría una dimensión poética. Educada en el
cristianismo se abandonaba a la voluntad de un Poder Superior
a quien acababa encomendándose para que la guiara, para que
le infundiera valor y protección. Aunque no era una católica
practicante, en él se apoyaba cuando ya no podía manejar tanta
adversidad, con la mirada alta, lateral, lejana y próxima. Se empeñó en hacer del universo un lugar hermoso y de su vida una
fiesta, un festejo en donde combatir las sombras y adormecer
las penas. Actuaba, se desplegaba con una gentileza y candidez
que engañaban, incluso a ella.
Una de las formas de aliviar el miedo fue su convicción en la
existencia de un plano superior; en el reencuentro con los seres
que la esperaban al otro lado del cielo. En especial su madre,
pero también sus abuelos. Era un consuelo al que se rendía
cuando le embestía el desaliento. Como no sabía cuánto tramo
recorrería, se expandió. En el último trayecto recurrió a su impulso, a su intuición y a su gracia para alcanzar un terapéutico
estado de conciencia. Llegó a rastrear espacios inexplorados por
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la mayoría, recorrió los senderos del alma y al final de la travesía, al atisbar su Ítaca, era más sabia y más buena. En las estelas
funerarias de los helenos, y después de los romanos, siempre
se atribuía a la envidia de los dioses la muerte de una persona
joven y lúcida.
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