Juego sucio. Fútbol y crimen organizado»

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1 La conquista de las langostas
Era un tipo estupendo. Me llevaba a «tertulias» con los «Generales
Tigre». Es un grado de las tríadas. Se sentaban y sacaban cuchillos y destornilladores,
los colocaban en la mesa y, a continuación, decían: «De
acuerdo, vamos a hablar». Había hombres detrás de nosotros, guardaespaldas
armados. Debíamos limitarnos a esperar. En eso consistía la tertulia.
Todo dependía de la invitación; si decía: «Entre las siete y las siete y
media», todavía quedaba tiempo para hablar. Si decía: «A las siete y media
en punto», uno sabía que tendría que pelear.
El 2 de octubre de 2004, Yang Zuwu, el entrenador del equipo
chino Pekín Hyundai, hizo una cosa extraña. A los ochenta y cuatro
minutos de partido, frente a miles de seguidores en el estadio
Wulihe de Shenyang, ordenó al equipo que saliera del campo. El
árbitro acababa de pitar un penalti en su contra. Sin embargo, tras
la orden de Yang, sucedieron cosas más extrañas aun. Todos los
jugadores le obedecieron y, mientras estaban en el vestuario, salió
Yang y anunció que el equipo no acabaría de jugar el partido ni
seguiría participando en la superliga china.
Yang no era un entrenador cualquiera de un equipo cualquiera,
cuya conducta pudiera atribuirse a una pataleta. El Pekín Hyundai,
patrocinado por el fabricante de coches coreano, era uno de
los equipos más poderosos de la liga. Yang Zuwu, con más de cuarenta
años de experiencia en el fútbol chino, declaró que en la liga
había demasiados «partidos amañados, árbitros comprados, apuestas
ilegales y otras cosas igual de repugnantes». Todas esas actividades
se habían impuesto tan descaradamente que, en su opinión,
era imposible ser honrado en la liga. Yang recibió el apoyo de otros
clubs muy importantes. Un dirigente de la federación, Xu Ming,
propietario del Dalian Shide y el inversor privado más influyente
del fútbol chino, lo apoyó públicamente: declaró que varios equipos
estaban pensando en la posibilidad de abandonar la liga china
por culpa de la corrupción.
Al principio, la Federación China de Fútbol (ACF) hizo oídos
sordos. El asunto era demasiado bochornoso. Habían instituido la
nueva liga seis meses antes de la marcha de Yang, con el propósito
de crear una liga de elite, dirigida de forma profesional, que ayudase
a catapultar el fútbol chino a la cima del panorama mundial. Los
equipos que deseaban participar debían poseer un capital de decenas
de millones de dólares. Tras visitar las instalaciones de uno de
esos clubs, una importante autoridad asiática del mundo del fútbol
lo describió con gran admiración: «He visto un club que tenía doce
campos de entrenamiento, un estadio olímpico, un centro de mantenimiento
físico y un centro social. Había zonas residenciales, bloques
de viviendas. Era increíble, como salido de los tiempos de
Mao». Ahora, apenas seis meses después de su creación, la superliga
china, con sus cientos de millones de dólares, se había venido
abajo a causa de la protesta pública del señor Yang.
En realidad, a ninguna persona vinculada con el fútbol chino
podía sorprenderle aquello. Desde hacía años, antes de la fundación
de la superliga, la federación china estaba al corriente de esas
historias. El equipo nacional había participado en la Copa del
Mundo de 2002; no había marcado un solo gol y la prensa del país
lo había acusado de dejarse ganar para obtener dividendos en las
apuestas. Los jugadores y los dirigentes de la federación lo negaron,
clamando que ellos nunca traicionarían a su país; sin embargo,
muchos periódicos mostraron escepticismo. Sin embargo, el
gran escándalo que podría haber limpiado el nombre del fútbol
fue el caso de los árbitros comprados. Salió a la luz en 2001 cuando
Song Weiping, magnate de la construcción metido a propietario
de club, hizo públicas sus denuncias de corrupción. Había ganado
cientos de millones con proyectos urbanísticos y había patrocinado
al equipo de fútbol de su ciudad –que jugaba en segunda división–,
hasta que amenazó con abandonar el deporte para dedicarse sólo
al negocio de la construcción –más íntegro y justo– por la corrupción
que reinaba en el fútbol y porque se había cansado de sobornar a los árbitros. Incluso aportó documentos y una lista de los que
se dejaban comprar –«casi todos», decía–. Un periódico deportivo,
el Qiu Bao, llevó a cabo una investigación y descubrió que el escándalo
salpicaba también a la federación china. Un equipo afirmó
haber pagado 800.000 yuanes (unos 100.000 dólares estadounidenses)
a un dirigente de esa organización –a la que unos comentaristas
calificaban de «anodina» y otros de «radiactiva: todo lo que
toca parece marchitarse y morir»– para que designara a árbitros
que les fueran favorables.
La federación hizo frente a la situación declarando una amnistía
para todos los árbitros que se declarasen culpables; además, el
honor de quienes confesaran se mantendría a salvo de la opinión
pública. Gong Yianping, máxima autoridad de la asociación de
árbitros y árbitro internacional de la FIFA, aceptó la oferta enseguida.
Con la misma rapidez, las autoridades chinas incumplieron su
palabra y lo detuvieron. En el juicio salió a relucir que se sobornaba
a algunos árbitros invitándolos a prostíbulos; además, jugaban a
las cartas con altos representantes de la federación china. Si un
árbitro tenía ambiciones, debía jugarse grandes sumas, perder y
pagarles; a cambio, las autoridades le designaban para arbitrar los
partidos internacionales más apetecibles. El único modo en que
un árbitro normal y corriente podía pagar tales sumas era aceptando
sobornos. Por su aparente honradez, Gong Yianping recibió
una «sentencia benévola»: diez años en un campo de trabajos forzados.
Murió al cabo de poco tiempo. Desde entonces, ningún
otro árbitro se ha acogido a la oferta de amnistía de la federación
china.
Así estaban las cosas cuando Sepp Blatter, presidente de la FIFA,
viajó a China en el verano de 2004. Curiosamente, al principio no
parecía darse cuenta del ambiente de corrupción que reinaba en
el fútbol chino. Pronunció un discurso en el que no la mencionó
ni una sola vez; en cambio, habló de muchos grandes equipos
europeos que mandaban a sus jugadores más jóvenes a Asia a
adquirir experiencia. Parecía desconocer la naturaleza de la «experiencia
» que las estrellas en ascenso podían adquirir allí. Sin
embargo, la ignorancia no duró mucho.
El 17 de julio de 2004 Blatter y otras autoridades de la FIFA acudieron,
en compañía de altos cargos de la federación china, al estadio
de los Trabajadores de Pekín, para asistir a la inauguración de
la Copa de Asia. Alguien debió de pensar que celebrar tamaña
ceremonia en uno de los países más represivos del mundo y a
pocos kilómetros de la plaza de Tian’anmen no sería polémico ni
problemático. Quien quiera que fuese, subestimó el poder del fútbol.
Cuando el impopular vicesecretario general de la federación
china trató de pronunciar unas palabras, la muchedumbre lo abucheó
con rabia y gritó insultos contra todas las autoridades de la
federación. Cuando se levantó el máximo dirigente de la rama asiática
de la FIFA, lo insultaron también. Entonces, alguien cometió
un error verdaderamente grave. Pensando que nadie se atrevería a
pitar al presidente de la FIFA, las autoridades permitieron que
Blatter pronunciara un discurso, tal y como estaba previsto. La
muchedumbre lo abucheó. El episodio se convirtió en un incidente
diplomático. Lo que en realidad dejaría perplejos a los chinos
fue que, tras el partido, las autoridades de la FIFA, para quienes el
más leve desacuerdo es una discusión acalorada, organizaran una
rueda de prensa y dijeran públicamente: «Si aquí se trata así a los
invitados, este país no merece organizar los juegos olímpicos».
La plaga de langosta que destruyó la credibilidad de la superliga
china ha arrasado el fútbol en toda Asia. En la Copa del Mundo de
1998 se descubrió que cinco jugadores del equipo nacional de
Hong Kong habían tratado de amañar un partido contra Tailandia.
Los jugadores fueron condenados después de que la brigada
anticorrupción de Hong Kong desarticulara una red ilegal de
apuestas que manejaba 50 millones de dólares y tenía ramificaciones
en Malasia, Singapur y Tailandia. En Indonesia, una importante
autoridad futbolística dio un paso al frente y habló de la existencia
de una «mafia arbitral». En Vietnam, colocaron al tristemente
célebre jefe de la mafia, Nam Cam, ante un pelotón de fusilamiento
el 3 de junio de 2004, en parte por los numerosos partidos de
fútbol que había amañado, tanto en la liga vietnamita como en
otros encuentros nacionales. Amañó hasta partidos en los que participaba el equipo de la policía de Hanói. Su muerte no cambiaría
nada.
Estos facinerosos no me dejaban conciliar el sueño. Recorrí el
continente investigando sus actividades, pero estaba nervioso. En
todas partes oía contar historias sobre sus tentáculos aterradores.
Todas las noches, antes de acostarme, desenroscaba la bombilla del
cuarto, cambiaba los muebles de sitio y colocaba la cama en otro
lado. Me hice una composición de lugar: si alguien entraba en la
habitación, o bien irrumpiría sin más, encendería la luz y me pegaría
un tiro, o bien se deslizaría cautelosamente en la oscuridad y
me mataría mientras yo dormía. Fuera como fuese, calculé que dispondría
de unos cinco segundos para desbaratarle el plan y desconcertarlo.
Si la puerta estaba atrancada con el tocador, si no
podía encender la luz o si tropezaba con algo mientras se dirigían a
la cama, mis posibilidades aumentarían un poco. ¡A saber lo que
habría podido hacer luego! Esos tipos no son precisamente famosos
por su amabilidad. En el deporte asiático circulan toda clase de
leyendas sobre su carácter violento. Me advirtieron muchas veces
que no me buscara líos. De esa clase de advertencias se habla en
susurros entre directivos y jugadores amedrentados. Bruce Grobbelaar,
el guardameta del Liverpool que presuntamente había
aceptado dinero de una red de apuestas asiática, contó una vez a
un amigo los peligros de enfrentarse a un «pez gordo» de ese mundillo:
Entonces, si le fastidias, no le hace gracia y se lo dice a su «hombre
bajo»… y te dan la patada y entonces ya te puedes preparar. Ya te
puedes comprar un puto chaleco antibalas… Ya ves lo bestia que es,
joder… Lo peligroso que es, joder… Jugar con esos cabrones es
muy peligroso, joder.
Grobbelaar no es el único asustado. En Malasia y Singapur corren
historias acerca de ataques de bandas, del jugador al que metieron
una cobra venenosa en el coche y de otro que murió en un «misterioso
» accidente de tráfico. Un defensa contó a la policía que lo
obligaron a amañar un partido:
Fue durante un entrenamiento. Se me acercaron dos chinos, de
unos treinta años y 1,70 de estatura, y me felicitaron. Dijeron que
conocían a Mike y a Jimmy [dos sobornadores de Singapur]. Eran
hombres de Jimmy. Habían hablado ya con unos cuantos jugadores
del equipo. Me pidieron que les ayudara a amañar un partido contra
Singapur. Me negué y me marché, pero me siguieron y me obligaron
a detenerme. Uno sacó un cuchillo estilo Rambo y amenazó
con matarnos a mí y a mi mujer si no aceptaba.
Un entrenador que había trabajado en Asia me contó cómo solían
entrar a los jugadores:
No se andan con rodeos ni intentan hacerse amigos. Se limitan a llamar
por teléfono y decir: «Haz esto o aquello». Los telefonean y les
dicen: «Queremos que el partido quede 2 a 0. Tu equipo gana. O tu
equipo pierde». Si el jugador les manda a la mierda, responden:
«Sabemos a qué colegio va tu hermana” o “dónde compra tu abuela».
No se trata de episodios aislados. En los últimos quince años los
sobornadores han hecho de las suyas en todo el continente asiático.
Pero el primero, el más importante y el más notorio escándalo
se produjo en Malasia y Singapur a principios de la década de
1990. Decidí empezar mi investigación allí.
En 1989, las federaciones malaya y singapurense crearon una
nueva liga profesional. La idea, idéntica a la de la liga china quince
años después, era lograr que sus equipos nacionales alcanzaran la
máxima representatividad en el panorama internacional por
medio de una liga sólida y profesional. Los gobiernos de los dos
países destinaron fondos a tal efecto. Se construyeron estadios
modernos. Se firmó un lucrativo contrato televisivo; millones de
espectadores verían la liga. Se permitió que los equipos contrataran
a jugadores extranjeros para mejorar el nivel. La liga gozaba de
popularidad; algunos partidos atraían a más de cincuenta mil
seguidores.
Pero, al final, fue un completo desastre.
La versión oficial dice que, conforme fue aumentando el interés por la liga, lo hizo también el número de personas que apostaba
por los resultados de los partidos. Eso atrajo a las mafias. Se dieron
cuenta de que, si podían amañar los resultados, desplumarían
a los que apostaban y ganarían inmensas sumas de dinero. Cuando,
en 1994, las autoridades se decidieron a intervenir, se calculaba
que el 80 por ciento de los partidos habían sido amañados; además,
los delincuentes habían ampliado su radio de acción y,
supuestamente, habían tratado de manipular la liga inglesa. Sin
embargo, nadie ha contado aún la verdad.
Todas las historias necesitan un protagonista y ésta tiene dos:
Lazarus Rokk y Johnson Fernandez. A principios de la década de
1990, eran dos periodistas deportivos que trabajan con ahínco en
dos periódicos del mismo grupo editorial, el Malay Mail y el New
Straits Times. No eran periodistas de investigación: sencillamente, les
gustaba el fútbol. He entrevistado a muchos periodistas malayos y
algunos han declarado abiertamente que han ayudado a delincuentes
o a jugadores a amañar partidos. Hasta hubo uno que me contó
exactamente cómo:
He colaborado un par de veces con corredores de apuestas. Me
pidieron que hablase con algunos jugadores. Durante el entrenamiento,
yo decía [al futbolista]: «Lim (*) pregunta que si vale». Y él
respondía: «Vale». Ya está. Nada más. Estaban de acuerdo. Se trataba
sólo de confirmarlo.
Esta práctica periodística hacía más tensa la investigación. Yo sabía
que algunos de los reporteros a los que entrevistaba actuaban de
intermediarios de las bandas. En cierto sentido, los más honrados
eran los que me decían que ayudaban a los que sobornaban. Lo
que yo ignoraba era si los otros hombres a los que entrevistaba, y
que estaban más implicados, pedirían a sus peligrosos amigos que
me hicieran una visita nocturna y cuándo sería eso.
Rokk y Fernandez son de otra pasta. Son personas decentes que
ahora, con poco más de cincuenta años, todavía viven atormentadas
por los acontecimientos de entonces. Empezaron a sospechar
que la corrupción estaba muy extendida poco después de que acabara la primera temporada de la liga profesional. Un día llamaron
a Fernandez a la oficina del editor. Había un «caballero impecablemente
vestido» de la Agencia Malaya Anticorrupción que quería
hablar con él porque conocía el mundo del deporte. Empezó a
preguntarle sobre la posible implicación de una de las familias reales
malayas en los amaños.
Hay una diferencia enorme entre lo que los periodistas creen
saber y lo que pueden publicar sin violar la ley. La investigación oficial
sobre esa familia no llegó –tal vez intencionadamente– a ninguna
conclusión. Así que, al principio, Fernandez y Rokk no contaban
con las pruebas necesarias para escribir artículos con todos los
detalles.
Estuvimos varios años intentando que la federación malaya y las
regionales investigaran la corrupción. Pero no nos tomaban en
serio. No pensaban que la cosa fuera tan grave. Así que decidimos
actuar por nuestra cuenta […] Como comprendimos más adelante,
lo que sabíamos y lo que habíamos visto hasta ese momento era sólo
la punta del iceberg. Empezamos a investigar más a fondo y descubrimos
que el mundo del fútbol estaba mucho más podrido.
Las cosas dieron un giro radical cuando los periodistas dieron con
un informante que trabajaba con las bandas criminales. La investigación
cobró una nueva dimensión. Antes de los partidos, el informante
les decía cuál sería el resultado final. Era un mafioso de
Brickfields, curtido y físicamente enorme. Brickfields es la zona de
clase obrera, mayoritariamente india, que rodea la estación central
de Kuala Lumpur. La delincuencia callejera no es especialmente
peligrosa en Malasia, pero Brickfields no es el lugar idóneo para
pasear de noche. El informante de Rokk y Fernandez era el rey de
Brickfields. Les descubrió una cara de la vida y del deporte desconocida
para ellos. Rokk recuerda que hasta les llevaba a sus reuniones
con las tríadas:
Era un tipo estupendo. Me llevaba a «tertulias» con los «Generales
Tigre». Se trata de un grado de las tríadas. Se sentaban, sacaban
cuchillos y destornilladores, los colocaban en la mesa y, a continuación,
decían: «De acuerdo, vamos a hablar». Teníamos hombres
detrás, guardaespaldas armados. Debíamos limitarnos a esperar. En
eso consistía la tertulia. Todo dependía de la invitación. Si ésta
decía: «Entre las siete y las siete y media», todavía quedaba tiempo
para hablar. Si decía: «A las siete y media en punto», uno sabía que
tendría que pelear.
Con la ayuda de este y otros informantes, los dos periodistas descubrieron
cómo se organizaban los amaños de la liga. Rokk y Fernandez
me lo contaron y yo mismo pude corroborarlo con los jugadores,
la policía y los propios encargados de los sobornos. En primer
lugar, están las redes que los delincuentes y los jugadores utilizan
para cooperar. Para empezar, los sobornadores casi nunca hablan
directamente con los jugadores, sino que lo hacen por medio de
los llamados «runners» (recaderos). Fernandez me explicó quienes
eran:
Recurren a ex futbolistas. Conocen a los directivos y a los jugadores.
No levantan sospechas. Parecen estar únicamente perocupados por
la suerte de su antiguo equipo. Por eso [los que amañan partidos] se
lo encargan a ellos.
Este tipo de enlace es perfecto. Una persona ajena al mundo del
fútbol no pasaría los controles de seguridad; sin embargo, un ex
futbolista famoso puede entrar en cualquier campo y hasta en cualquier
hotel e ir a la habitación del jugador sin dar explicaciones.
Los jugadores confían en ellos. Además, pueden hablar con los
sobornadores, ya que el servicio de seguridad del equipo no los
vigila. Son el punto de contacto entre el mundo de las apuestas ilegales
y un equipo de fútbol potencialmente corrupto. Sin embargo,
como estos enlaces son ex futbolistas, no pueden amañar,
obviamente, los partidos: es necesario que de eso se encarguen los
jugadores del equipo.
Scott Ollerenshaw no se vendió en su vida, pero me abrió las
puertas a la siguiente fase del negocio. En la década de 1990 era un
delantero estrella de la liga malaya. Había jugado en todo el
mundo, con el Sydney Olympic de Nueva Gales del Sur al principio
de su carrera, con el Walsall en la tercera división de la liga inglesa
y hasta en un partido internacional contra uno de los grandes, el
equipo nacional de Brasil, con Romário como máxima estrella,
ante decenas de miles de seguidores entusiastas. Sin embargo,
nada lo había preparado para lo que se encontró en Asia:
Corrían muchos rumores, pero lo cierto es que la mitad del equipo
estaba comprada y la otra mitad lo daba todo en el campo.
Ahora que ya no juega al fútbol, es un hombre amable y encantador.
Sin embargo, era un jugador duro, un pelirrojo temperamental
y con mucho genio. Tras un partido, unos cuantos tramposos de
su equipo quisieron partirle las piernas: los había amenazado con
darles una paliza por haber amañado un encuentro. Pero ahora
sabe cómo actuaban.
La panda tenía un jefe. El corredor de apuestas se ponía en contacto
con él y le decía: «Vais a jugar con este equipo y con aquél. Necesitamos
que perdáis, sea como sea. Aquí tienes 50.000 dólares. Repártelos
como te parezca». El jefe sabía que en el equipo había cinco o
seis jugadores tramposos y les decía: «Oye, hay cuatro o cinco mil
para vosotros al acabar el partido. Os pagaré en metálico, si me ayudáis
a perderlo». Era como un director de proyectos. Cogía el dinero,
se aseguraba de que todo saldría bien y luego hacía el reparto.
El director del proyecto debía ser un jugador influyente. Hansie
Cronje, capitán del equipo nacional de críquet de la República de
Sudáfrica, amañó partidos internacionales; el tristemente famoso
amaño de las Series Mundiales de béisbol de 1919 por parte de los
White Sox de Chicago fue obra de sus jugadores estelares; y, cuando
el Liverpool y el Manchester United decidieron jugar sucio en
1915, los jugadores más prominentes fueron los cabecillas del
engaño. A muchas personas les asombra oír que los mejores atletas
pueden ser promotores de trampas en el juego. Pero, si los sobornadores quieren negociar con ellos, es porque son estrellas. Las
estrellas tienen influencia y prestigio, y pocos compañeros se atreven
a decirles que no. Son capaces de crear una red y un clima de
corrupción con mayor facilidad que cualquier otro jugador.
Sin embargo, por bueno que sea el director de proyectos, necesita
crear una red en el equipo. Necesita, como mínimo, entre tres
y cinco jugadores que colaboren con él. Si cuenta con menos, tal
vez logre su objetivo, pero no está garantizado. En el fútbol, se suelen
reclutar entre cinco y siete jugadores, pero los completamente
indispensables, según los sobornadores y los futbolistas, son el portero,
un defensa y un delantero.
No obstante, los jugadores tramposos no quieren contar con
todos sus compañeros, en parte para no repartir el dinero entre
muchos y en parte porque, así, a los espectadores les cuesta más
advertir lo que sucede. Un jugador de Singapur que había amañado
partidos me dijo que la gente juzga el rendimiento de un equipo
como si fuera un conjunto, no una mera agrupación de individuos.
Para los tramposos, es mejor que no participe todo el
equipo. Si se han vendido seis jugadores y cinco se emplean a
fondo para lograr la victoria, es menos probable que los espectadores
se den cuenta del engaño y de qué jugadores están implicados.
Pero, una vez creada la red corrupta, ¿cómo actúan los jugadores
para conseguir el resultado necesario? De eso también me enteré
en Malasia y Singapur.
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