10 H. DEL PENSAMIENTO CHINO

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Índice
Agradecimientos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Advertencia . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Abreviaturas, tipografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Mapa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Cronología . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Introducción . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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15
17
20
23
25
PARTE I. LOS CIMIENTOS ANTIGUOS DEL
PENSAMIENTO CHINO
(Segundo milenio-siglo V a.n.e.)
01. La cultura arcaica de los Shang y de los Zhou . . . . . . . . .
02. La apuesta de Confucio por el hombre . . . . . . . . . . . . . . .
03. El desafío de Mozi a la enseñanza confuciana . . . . . . . . .
43
55
83
PARTE II. LIBRE INTERCAMBIO EN EL PERÍODO
DE LOS REINOS COMBATIENTES
(siglos IV-III a.n.e.)
04.
05.
06.
07.
08.
09.
10.
11.
Zhuangzi a la escucha del Dao . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Discurso y lógica en los Reinos Combatientes . . . . . . . . .
Mencio, heredero espiritual de Confucio . . . . . . . . . . . . .
El Dao de la no-acción en el Laozi . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Xunzi, el heredero realista de Confucio . . . . . . . . . . . . . .
Los legistas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El pensamiento cosmológico . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El Libro de las Mutaciones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
11
99
125
139
163
185
203
217
233
PARTE III. REPARTO DE LA HERENCIA
(siglo III a.n.e.-siglo IV)
12. La visión holista de los Han . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
13. El renacimiento intelectual en los siglos III y IV . . . . . . . .
255
283
PARTE IV. EL GRAN IMPACTO BUDISTA (siglos I-X)
14. Los inicios de la aventura budista en China (siglos I-IV) .
15. El pensamiento chino en la encrucijada (siglos V-VI) . . . .
16. El gran florecimiento de los Tang (siglos VII-IX) . . . . . . .
305
325
341
PARTE V. EL PENSAMIENTO CHINO TRAS
LA ASIMILACIÓN DEL BUDISMO (siglos X-XVI)
17. El renacimiento confuciano a principios de los Song (siglos X-XI) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
18. El pensamiento de los Song del norte (siglo XI), entre cultura y principio . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
19. La gran síntesis de los Song del sur (siglo XII) . . . . . . . . .
20. Vuelta a la mente en el pensamiento de la dinastía Ming
(siglos XIV-XVI). . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
369
405
427
455
PARTE VI. FORMACIÓN DEL PENSAMIENTO
MODERNO (siglos XVII-XX)
21. Espíritu crítico y enfoque empírico en la dinastía Qing
(siglos XVII-XVIII) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
22. El pensamiento chino confrontado a Occidente: la época
moderna (finales del siglo XVIII-principios del XX) . . . . .
Epílogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Bibliografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Bibliografía de pensamiento chino en castellano y catalán . . .
Índice de conceptos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Índice de nombres propios . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Índice de obras . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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487
525
551
557
587
595
Introducción
China
¿Qué percibimos hoy de China? Una confusa algarabía en que se
mezclan informaciones espectaculares sobre su economía, noticias
alarmantes sobre su política, e interpretaciones más o menos fundadas acerca de su cultura. China es esa gran porción de humanidad y
de civilización que sigue siendo, en lo esencial, desconocida del mundo occidental, sin haber dejado de suscitar su curiosidad, sus sueños,
sus apetitos –desde los misioneros cristianos del siglo XVII hasta los
hombres de negocios actuales, pasando por los filósofos de la Ilustración o los defensores del maoísmo. Como bien dice Simon Leys:
Desde el punto de vista occidental, China es sencillamente el otro polo
de la experiencia humana. Todas las demás grandes civilizaciones o bien
están muertas (Egipto, Mesopotamia, la América precolombina), o bien se
encuentran exclusivamente absortas en los problemas de supervivencia en
condiciones extremas (culturas primitivas), o bien son demasiado cercanas a la nuestra (culturas islámicas, India) para poder ofrecer un contraste
tan total, una alteridad tan completa, una originalidad tan radical y esclarecedora como la china. Sólo cuando consideramos China podemos por fin
medir con más exactitud nuestra propia identidad y empezamos a percibir
qué parte de nuestra herencia proviene de la humanidad universal, y qué
parte no hace sino reflejar simples idiosincrasias indoeuropeas. China es
ese Otro fundamental sin cuyo encuentro Occidente no podría cobrar realmente consciencia de los contornos y límites de su Yo cultural.1
En el momento en que resurgen todos los miedos y las tentaciones
de lo irracional que nos hacen oscilar entre el temor hacia el «peligro
amarillo» y la fascinación por las «sabidurías orientales», parece más
que nunca necesario poner los cimientos de un conocimiento auténti25
co, basado en el respeto y la honradez intelectual, y no en una imagen
distorsionante que oculta casi siempre una voluntad de recuperación.
En una época de fragmentación de las identidades y de las certezas,
se nos ofrece una ocasión excepcional de analizar los recursos infinitamente variados de la inteligencia y de las aspiraciones humanas. En
las postrimerías de un siglo de ruido y furor, la cultura china llega a
un cambio decisivo en una historia continua de cuatro mil años. También es ahora o nunca cuando puede establecer un balance para enfocar con claridad su futuro: ¿es todavía capaz de alimentarse de su propia tradición? ¿qué puede tener que decir que nos resulte esencial a
quienes vivimos en el Occidente moderno?
Inevitablemente, abordamos el pensamiento chino partiendo de
nuestros hábitos mentales, pero ¿lo condena eso al exotismo, a una
pura exterioridad? Por grande que sea nuestro deseo de conocerlo, lo
importante –y lo más difícil– es aprender a respetarlo en su especificidad: interrogarlo, pero también saber callar para oír la respuesta; incluso escucharlo antes aún de acuciarlo con preguntas. No trataremos,
pues, de sepultar a los autores chinos bajo discursos metodológicos, y
menos aún de hablar en su lugar, sino, al contrario, de cederles lo más
posible la palabra dedicando una parte importante a los textos. Empecemos por acostumbrar nuestro oído a distinguir la música propia
del pensamiento chino, sus motivos recurrentes y sus temas innovadores.
Es, pues, un espíritu a la vez crítico y simpático (en sentido etimológico), un punto de vista a la vez exterior e interior, lo que ha inspirado este libro. Al asignarse principalmente un papel iniciador, no
aspira a proporcionar una suma de conocimientos como verdades indiscutibles, sino a suscitar intereses, curiosidades, facilitando al mismo tiempo algunos medios para satisfacerlos: algunas claves que podrán resultar útiles al lector antes (y con objeto) de que sea capaz de
forjarse las suyas propias. Lejos de pretender erigir un monumento definitivo, la autora ha tenido como única ambición compartir el placer
de frecuentar a los grandes pensadores y su mirada formada a partir
de una doble cultura.
Historia
El género en que se ha convertido la historia intelectual constituye
un ejercicio difícil, dividido entre la linealidad de la cronología y el
trabajo en profundidad de las ideas. Si su utilidad es discutible en una
cultura determinada en la cual hay comunidad de lengua y de referencias, lo es menos cuando se trata de dar a conocer a un público no
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especializado una cultura radicalmente diferente, cuyos modos de expresión y estructuras de pensamiento parecen no ofrecer ningún punto de apoyo. Como señala Jacques Gernet, «lo más difícil es ser claro, cuando se trata de hacer participar en un pensamiento que nos
resulta verdaderamente ajeno y que está anclado en una inmensa tradición. El riesgo de asimilación abusiva es grande...»2
Pese a que la historia intelectual china no deja de producir a los
ojos de los occidentales una impresión de repetición –las problemáticas del siglo XI, incluso las del siglo XVIII, reiteran una y otra vez nociones existentes ya en la antigüedad–, esa evolución, no tan lineal
como espiralada, no basta para acreditar la imagen demasiado extendida de una sabiduría intemporal e inmutable. Ciertamente, no exime
de una perspectiva diacrónica de la cual los propios pensadores chinos, preocupados ante todo por resolver las cuestiones específicas de
su tiempo, tenían aguda consciencia. Comprender la tradición china a
lo largo del tiempo permite descubrir su diversidad y su vitalidad, captar sus variaciones y sus constantes. La dimensión histórica garantiza
además la distancia necesaria para el ejercicio continuado de un espíritu crítico y previene el riesgo siempre presente de generalización y
de extrapolación. Nociones desarrolladas a lo largo de tan larga tradición no necesariamente revisten el mismo sentido en todas las épocas,
puesto que intervienen en problemáticas y contextos siempre nuevos.
La importancia de la historia proviene de la que China ha dado tradicionalmente a lo social y lo político, aunque lo individual haya cobrado relevancia en épocas de desorden. Es preciso recordar aquí el
estatus particular del intelectual que, sobre todo como letrado-funcionario durante la era imperial, rara vez pierde de vista su papel de «consejero del príncipe». Desde Confucio, que desarrolló en el siglo V
a.n.e. la noción de «mandato celeste» hasta el declive de la tradición
canónica directamente relacionado con la caída del régimen imperial
a principios del siglo XX, parece que el destino del pensamiento chino sea indisociable del de las dinastías.
Ya en la remota antigüedad, a partir de mediados del segundo milenio antes de la era cristiana, los primeros escritos muestran los rasgos originales de la civilización china, arraigada en el culto a los antepasados y en el carácter adivinatorio de la escritura y la racionalidad.
Con la formidable apuesta de Confucio por el hombre se forjó una ética que a lo largo de la historia no dejaría de preocupar a la consciencia china. Durante los Reinos Combatientes (siglos IV-III a.n.e.), el discurso se afina en una extraordinaria profusión de ideas debido a la
multiplicación de las corrientes de pensamiento. En ese período es
cuando todo se juega y se perfila: las cartas de partida, los triunfos,
los envites, así como las orientaciones futuras.
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Con la unificación de China por el Primer Emperador Qin en 221
a.n.e., el pluralismo de los Reinos Combatientes marca el paso. La
efervescencia intelectual anterior a la instauración del imperio experimenta una primera forma de estabilización con la dinastía Han (206
a.n.e.-220). Al tiempo que se establecen las instituciones y los hábitos políticos que caracterizarían a grandes rasgos el sistema imperial
chino durante sus dos mil años de existencia, se perfila una identidad
cultural china basada en un conjunto de nociones comunes y un pensamiento ya formalizado.
El momento en que parece triunfar la pax sinica, el pensamiento
inicia una nueva era en que se ve confrontado a su «exterior». Tras la
caída de la dinastía Han, en el siglo III, y el hundimiento de toda su visión del mundo, el espacio político chino sufrió una fragmentación
que favorecería el resurgimiento de las corrientes filosóficas de los
Reinos Combatientes y la implantación del budismo venido de la India. Al adaptarse a la sociedad y las costumbres chinas, esta forma de
pensamiento en principio extranjera transformaría en profundidad
todo el patrimonio cultural hasta hacer posible el gran florecimiento
de los Tang.
De igual amplitud que la influencia budista es el inmenso esfuerzo
llevado a cabo a partir de finales del primer milenio por la tradición
letrada de los Song para volver a plantear sus propias bases en función de las nuevas cartas. Como reacción contra esa renovación considerada demasiado libresca, en la dinastía Ming se produce en los siglos XV-XVI un redescubrimiento de las virtudes de la introspección
que, a su vez, suscita como contrarreacción un regreso a los valores
prácticos, acelerado por la instauración de la dinastía manchú de los
Qing.
En una época en que ya tiene asimilado el budismo, el pensamiento chino se ve confrontado a la tradición, aún más ajena, del cristianismo y de las ciencias europeas, primero por mediación de los misioneros, y más adelante a través de los contactos que se multiplican
a lo largo de todo el siglo XIX hasta desembocar en las agresiones por
parte de las potencias occidentales. En el umbral del siglo XX, China
se encuentra dividida entre el peso aplastante de la herencia del pasado y la exigencia imperiosa de responder al nuevo desafío de Occidente, entendido como el de la modernidad misma. El movimiento
iconoclasta del 4 de mayo de 1919 constituirá el límite simbólico de
nuestro discurso: el primero de esta amplitud en dar decididamente la
espalda a una tradición dos veces milenaria, inaugurando una nueva
era hecha de contradicciones y conflictos que siguen sin resolverse.
28
Tradición
Si la cronología proporciona un marco y unas referencias generales, la presente obra se construye en torno a las preocupaciones principales de los pensadores chinos: lo que constituye el eje de las discusiones y el problema, pero también lo que queda sobreentendido,
considerado como evidente sin necesidad de explicitarlo. Contrariamente al discurso filosófico heredado del logos griego, que siente la
necesidad constante de dar cuenta de sus fundamentos y proposiciones, el pensamiento chino, al funcionar a partir de un substrato común
implícitamente aceptado, no puede presentarse como una sucesión de
sistemas teóricos. ¿Acaso no declara abiertamente Confucio, pese a
ser considerado como el primer autor chino en expresarse en su propio nombre: «Transmito, sin crear nada nuevo»?3
Parece, pues, más razonable poner el énfasis en la evolución de las
nociones que, al ser casi siempre transmitidas por la tradición, no son
propias de un autor en particular.4 Dado que el pensamiento chino procede de un conjunto de presupuestos, el trabajo propiamente histórico consistirá en circunscribir las cuestiones y los debates que hacen
evolucionar una tradición más acumulativa que dialéctica. Chang Hao
habla actualmente de «diálogos internos», entendiendo con eso «discusiones intelectuales de naturaleza específica que se han prolongado
a través de los siglos en toda la tradición china. Ésta, al igual que otras
tradiciones de alta cultura, evolucionó acumulando un fondo de cuestiones e ideas que preocuparon al mundo intelectual generación tras
generación».5 Lo que hemos querido mostrar aquí es cómo ha ido tejiéndose a lo largo del tiempo un tapiz de «diálogos internos» que acaban formando motivos en relieve. Se tratará, pues, no sólo de seguir
un hilo cronológico, sino de esbozar un espacio articulado donde
orientarse.6
¿Pensamiento o filosofía?
Cuanto se ha dicho hasta aquí parece impedir que se califique el
pensamiento chino de filosofía, título que se reservan celosamente los
herederos del logos, relegando a los demás pretendientes a los márgenes: el pensamiento chino aparece entonces como una fase «prefilosófica», cuando no se circunscribe al terreno de la «sabiduría». Si
no queda más remedio que admitir que «la filosofía habla griego»,7
¿para qué cuestionar el monopolio de un «arte de crear conceptos»
que parece bastarse a sí mismo? «Oriente», se nos dice, «ignora el
concepto porque se limita a hacer coexistir el vacío más abstracto y
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el ser más trivial, sin mediación alguna».8 Se encuentra aquí la expresión de una soberbia intelectual que, asociada a la supremacía occidental, explica que la etiqueta filosófica, convertida en sinónimo de
una dignidad que toda cultura trata de reivindicar para sí, sea actualmente tan codiciada. Como ha demostrado Joël Thoraval, China no es
una excepción en lo que se refiere a ese deseo de reconocimiento y se
ha otorgado en la época moderna la categoría «filosofía», adoptando
un neologismo tomado del japonés a finales del siglo XIX (zhexue
, en japonés tetsugaku).9
Ante la heterogeneidad de los escritos de los pensadores chinos
(aparte de los tratados que desarrollan un tema o una noción, existe
una abundante literatura de comentarios, en primer lugar sobre los clásicos, pero también sobre poemas, cartas, prefacios y otros escritos
circunstanciales), no queda más remedio que reconocer la dificultad
de aislar un corpus textual propiamente «filosófico», diferenciado del
«religioso», del «literario» o del «científico» (pero ¿acaso los estoicos no se expresaron también a través de las formas poéticas o epistolares?). Sin embargo, no se puede negar que existe en el seno de esta
exuberante tradición cierto número de textos portadores de intuiciones fértiles que han alimentado el pensamiento durante milenios y que
ponen de relieve una notable coherencia en la visión del mundo y del
hombre, así como de una gran constancia en el esfuerzo de formulación. En efecto, ya a partir de la época preimperial se elabora un lenguaje que, tras un proceso de afinamiento y de preparación entre los
siglos V y III a.n.e., constituye un magnífico instrumento, maravillosamente afilado, que penetra en todos los intersticios de la realidad y
se adapta de maravilla a las sutilezas del pensamiento.
Si bien ese lenguaje, lejos de resultar vago, como a menudo se ha
dicho, tiende al contrario a una creciente precisión de la formulación,
rara vez el texto que produce se presenta bajo forma de ilación lógica, lineal y autosuficiente por proporcionar las claves de su propia
comprensión. En la mayoría de los casos, el texto constituye un tejido que presupone una familiaridad en el lector con los motivos recurrentes. Aunque ese lenguaje da la impresión de repetir hasta la saciedad los enunciados tradicionales, como una lanzadera que pasa
incesante, una y otra vez, por la misma urdimbre, a lo que hay que
prestar atención es al motivo que se perfila poco a poco, ya que en él
se encuentra el sentido.
Rara vez se especifica el objeto de los debates, sin que ello signifique que no hay debates. En los textos de los Reinos Combatientes
tienen lugar auténticas batallas de ideas que, sin embargo, se producen de manera curiosa, sobre todo si se comparan con las polémicas
abiertas de la tradición griega, avezada al arte oratoria en el ágora o el
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tribunal, en los debates contradictorios nutridos de sofística y de lógica. En la palestra intelectual de la China antigua, la regla principal
consiste en descifrar a qué noción apunta lo que se dice, a qué debate
se refiere y en función de qué pensamiento se puede entender otro.
Los textos chinos se esclarecen a partir del momento en que uno sabe
a quién responden. No pueden, por tanto, constituir sistemas cerrados,
ya que su sentido se elabora en el entramado de las relaciones que los
constituyen. En lugar de construirse en forma de conceptos, las ideas
se desarrollan en ese gran juego de referencias que es la tradición y
que las convierte en un proceso vivo.
La ausencia de teorización a la manera griega o escolástica explica sin duda la tendencia china a los sincretismos. No hay verdad absoluta y eterna, sino dosificaciones. De ello se desprende, en particular, que las contradicciones no se perciben como irreductibles, sino
más bien como alternativas. En lugar de términos que se excluyen,
predominan las oposiciones complementarias que admiten el más o el
menos: se pasa del Yin al Yang, de lo indiferenciado a lo diferenciado, por transición imperceptible.
En resumidas cuentas, el pensamiento chino no procede tanto de
forma lineal o dialéctica como en espiral. Delimita su tema, no de una
vez por todas con un conjunto de definiciones, sino describiendo a su
alrededor círculos cada vez más cerrados. No se trata de un pensamiento indeciso ni impreciso, sino más bien de una voluntad de profundizar un sentido más que de aclarar un concepto o un objeto de
pensamiento. Profundizar, es decir dejar que vaya ahondando en uno
mismo, en su existencia, el sentido de una lección (extraída de la frecuentación asidua de los Clásicos), de una enseñanza (prodigada por
un maestro), de una experiencia (de las vivencias personales). Así es
como se utilizan los textos en la educación china: objeto de una práctica más que de una simple lectura, primero se memorizan y luego se
profundiza su estudio gracias a los comentarios, la discusión, la reflexión y la meditación. Testimonios de la palabra de los maestros, no se
dirigen únicamente al intelecto, sino a la persona entera; más que servir al raciocinio, hay que frecuentarlos, practicarlos y, en definitiva,
vivirlos. Pues el objetivo final que se persigue no lo constituye la gratificación intelectual que es el placer de las ideas, de la aventura del
pensamiento, sino la tensión constante de una búsqueda de santidad.
No el razonar cada vez mejor, sino el vivir cada vez mejor la naturaleza humana en armonía con el mundo.
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Un pensamiento al nivel de las cosas
El lenguaje en la China antigua vale no tanto por su capacidad descriptiva y analítica como por su instrumentalidad. Si el pensamiento
chino nunca siente la necesidad de explicitar ni la cuestión, ni el sujeto, ni el objeto, es porque no le preocupa descubrir una verdad de
orden teórico. Este aspecto podría quizá estar relacionado con una escritura muy particular, radicalmente diferente de los sistemas de notación fonética propios de las lenguas alfabéticas europeas. De origen
adivinatorio, la acreditan poderes mágicos asociados más generalmente a cualquier signo visible.
En lugar de basarse en construcciones conceptuales, los pensadores chinos parten de los signos escritos. Lejos de ser una concatenación de elementos fonéticos desprovistos de significado, cada uno de
ellos constituye una entidad cargada de sentido y se percibe como una
«cosa entre las cosas». Cuando un autor chino habla de «naturaleza»,
piensa en el carácter escrito
–compuesto del elemento , que indica lo que nace o lo que vive, y del radical del corazón/mente–, que
dirige su reflexión sobre la naturaleza, humana en particular, en un
sentido vitalista. Por la esencia particular de su escritura, el pensamiento chino se sitúa en lo real en lugar de superponerse a ello.10 Esta
proximidad o fusión con las cosas responde también sin duda a la representación, pero no por ello deja de determinar una forma de pensamiento que, en lugar de elaborar objetos en la distancia crítica, tiende, al contrario, a permanecer inmersa en lo real para experimentar y
preservar mejor su armonía.
Aparte de la escritura, hay que subrayar las particularidades gramaticales del chino antiguo. La filosofía de la Antigüedad griega y latina no se concibe sin la existencia de prefijos privativos, de sufijos
que permiten la abstracción, etc. Es sabido que la escolástica medieval procede en gran parte de una reflexión acerca de las categorías de
la gramática latina: distinción del substantivo y el adjetivo, de lo pasivo y lo activo (sujeto/objeto), verbo de existencia, etc. En cambio,
el chino no es una lengua flexiva en que el papel de cada parte del discurso esté determinado por el género, la marca del singular o del plural, la declinación, la conjugación, etc.: las relaciones quedan indicadas únicamente por la posición de las palabras (recordemos que cada
signo escrito constituye una unidad semántica) en la cadena de la frase. Por tanto, no hay una estructura básica del tipo sujeto-predicado
que tienda a decir algo acerca de algo y plantee implícitamente la
cuestión de si la proposición es verdadera o falsa. En comparación con
las lenguas indoeuropeas, uno de los aspectos más llamativos es la
ausencia, en chino antiguo, del verbo «ser» como predicado. Por lo
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demás, la identidad se indica por simple yuxtaposición. Por utilizar la
fórmula de Jean Beaufret: «La fuente está en todas partes, es indeterminada, tanto china, como árabe o india... Pero está el episodio griego, los griegos tuvieron el extraño privilegio de llamar a la fuente
ser».11
No resulta, pues, muy sorprendente que el pensamiento chino no
se haya constituido en campos como la epistemología o la lógica, basadas en la convicción de que lo real puede ser objeto de una descripción teórica en un paralelismo entre sus estructuras y las de la razón
humana. El proceso analítico empieza por una toma de distancia crítica, constitutiva tanto del sujeto como del objeto. El pensamiento chino, en cambio, se encuentra totalmente inmerso en la realidad: no hay
razón fuera del mundo.
Conocimiento y acción: Dao
En este pensamiento situado al nivel de las cosas lo que domina es
la reflexión, no tanto sobre el conocimiento en sí como sobre su relación con la acción. Destacan dos grandes orientaciones: una consistente en asignar al conocimiento la acción como horizonte (cuidando
constantemente de no buscar más conocimiento que el garantizado por
la acción), otra en negar cualquier validez a la relación entre conocimiento y acción (es decir a toda forma de acción garantizada por el
conocimiento y a toda forma de conocimiento orientado hacia la acción). La primera orientación, eminentemente ilustrada por la tradición confuciana, se interesa sobre todo por el paso efectivo entre conocimiento y acción, entendido en términos chinos de relación entre
lo latente y su manifestación visible; en cambio, la tradición daoísta,
que representa la principal alternativa, privilegia y cultiva el «más
acá», lo anterior a lo visible. El eje conocimiento-acción comporta así
una doble vertiente: la de la preocupación política (en el sentido de
una organización del mundo según la visión humana); y la de la perspectiva artística (en el sentido de una participación del hombre en la
gestación del mundo). No resulta, pues, sorprendente que se encuentren a menudo ambos aspectos reunidos en el mismo individuo, que
puede ser con toda naturalidad a la vez poeta, pintor, calígrafo y consejero del príncipe u hombre de estado.
Más que un «saber qué» (es decir un conocimiento proposicional
que tenga la verdad como contenido ideal), el conocimiento –concebido como lo que, sin serlo aún, tiende a la acción– es ante todo un
«saber cómo»: cómo hacer distinciones para dirigir la vida propia y
ordenar el espacio social y cósmico con discernimiento. No se trata,
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pues, de un conocimiento que aprehende intelectualmente el sentido
de una proposición, sino que integra lo dado de una cosa o de una situación. El discurso de los pensadores chinos, por lo menos antes del
cambio radical aportado por el budismo, es de orden instrumental en
cuanto a que está siempre, y ante todo, directamente orientado hacia
la acción. Confucio es el primero en expresar su temor de ver su discurso exceder sus actos. La acción no se conforma con ser una aplicación del discurso, es también su medida, puesto que el discurso no
tiene sentido sino en relación directa con la acción.
Esta visión de la relación entre el conocimiento y la acción y, de
modo más general, una duda persistente en cuanto a la validez del discurso por sí mismo son las razones de que el pensamiento chino antiguo no se haya preguntado tanto qué es el fenómeno del conocimiento, objeto de la epistemología, sino que se ha movilizado en torno a la
cuestión de la relación entre discurso y efectividad (en términos chinos, entre «nombres» y «realidades»). De ahí la idea de que la manera
misma de nombrar una cosa incide en su realidad efectiva. La verdad
es en primer lugar de orden ético, siendo la preocupación primordial
la de determinar la utilización adecuada del discurso, y no lo que constituye la verdad de las disposiciones mentales, proposiciones, ideas o
conceptos.12 Pero, más que hablar, como se suele, de un pensamiento
que se reduce a la dimensión «práctica» o «pragmática», convendría
hablar de un pensamiento que se encuentra de entrada en situación y
en movimiento, a la manera de la perspectiva caballera en pintura, que
en lugar de suponer un punto de vista ideal fijo, se desplaza con la mirada en el interior del espacio pictórico.
Una corriente de pensamiento de la China antigua no trata de proponer un sistema cerrado que pueda asfixiar las virtualidades vitales,
sino un dao (más corrientemente transcrito tao) . Este término, cuyo
monopolio suele atribuirse a los daoístas, es en realidad un término corriente en la literatura antigua, que significa «ruta», «camino» y, por extensión, «método», «manera de proceder», significados literales y figurados que abarca en nuestro idioma la palabra «vía». Pero por la fluidez
de las categorías del chino antiguo, dao también puede significar, en su
acepción verbal, «andar», «avanzar», y también –curiosamente– «hablar», «enunciar». Así, cada corriente de pensamiento tiene su dao, en
cuanto que propone una enseñanza bajo forma de enunciados cuya validez no es de orden teórico sino que se basa en un conjunto de prácticas. El dao estructura la experiencia y, al hacerlo, sintetiza una perspectiva fuera de la cual no podría evaluarse la verdad del contenido
explícito de los textos.
En el dao, lo importante no es tanto alcanzar la meta como saber
andar. «Lo que denominamos Dao», dice Zhuangzi en el siglo IV a.n.e.,
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«es aquello por donde caminamos». Y también: «No orientes fijamente tu mente hacia un objetivo exclusivo, te verías impedido para
andar por el Dao».13 La Vía nunca está trazada de antemano, se hace
al andar por ella: resulta imposible, pues, hablar de ella a menos que
esté uno mismo en marcha. El pensamiento chino no es del orden del
ser, sino del proceso en desarrollo que se afirma, se verifica y se perfecciona a lo largo de su devenir. Es –por utilizar una dicotomía muy
china– en su funcionamiento donde toma cuerpo la constitución de
toda realidad.
Unidad y continuidad: el soplo
El pensamiento chino se basa en una relación de confianza fundamental del hombre respecto al mundo en que vive y en la convicción
de que éste posee la capacidad de abarcar la totalidad de lo real con
su conocimiento y su acción, totalidad única a la que corresponde la
infinita multiplicidad de sus partes. El mundo como orden orgánico
no se concibe fuera del hombre, y el hombre que en él encuentra naturalmente su lugar no se concibe fuera del mundo. Así es como la
armonía que reina en el curso natural de las cosas debe mantenerse en
la existencia y las relaciones humanas. En lugar de parecer desde el
punto de vista de Sirio como una entidad analizable o irrisoria, el
mundo se percibe como totalidad desde su interior: ése es el significado de la famosa figura del Yin/Yang, representación la evolución de
un punto que, pasando por el Yin, primero naciente y luego maduro,
e invirtiéndose en el Yang, acaba describiendo un círculo, imagen por
excelencia de la globalidad.
La unidad que busca el pensamiento chino a lo largo de su evolución es la del soplo (qi ), influjo o energía vital que anima al universo entero. Ni por encima, ni fuera, sino en la vida, el pensamiento
es la corriente misma de la vida. Dado que toda realidad, física o mental, es energía vital, la mente no funciona independientemente del
cuerpo: hay una fisiología no sólo de lo emocional, sino también de
lo mental, incluso de lo intelectual, del mismo modo que hay una espiritualidad del cuerpo, la posibilidad de un afinamiento o una sublimación de la materia física.
A la vez espíritu y materia, el soplo garantiza la coherencia orgánica del orden de los vivos en todos los niveles. Como influjo vital,
está en constante circulación entre su origen indeterminado y la multiplicidad infinita de sus formas manifiestas. No sólo es lo que anima
al hombre en todos sus aspectos, sino que le proporciona criterios de
valor, ya sean de tipo moral o artístico. Fuente de energía moral, el qi,
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lejos de representar una noción abstracta, se percibe hasta en lo más
profundo de un ser y de su cuerpo. Siendo eminentemente concreto,
no siempre resulta visible ni tangible: puede ser el temperamento de
una persona o el ambiente de un lugar, el poder expresivo de un poema o la carga emocional de una obra de arte. Desde la frase de Cao Pi,
en el siglo III, «en literatura, lo principal es el soplo», y la de Xie He
dos siglos más tarde, «en pintura, se trata de animar los soplos armónicos», el qi está en el corazón del pensamiento tanto estético como
ético. En este sentido se ha dicho que la cultura china es la cultura del
soplo.
Mutación
En un pensamiento que privilegia el modelo generativo (cuya forma primigenia se encuentra quizá en el culto ancestral) frente al modelo causal, la línea de pertinencia, en lugar de separar lo transcendente
de lo inmanente, pasa entre lo virtual y lo manifiesto. Considerados
como dos aspectos de una única y misma realidad en permanente vaivén, no son generadores de «conceptos disyuntivos» como ser/nada, espíritu/cuerpo, Dios/mundo, sujeto/objeto, realidad/apariencia, Bien/Mal,
etc. Sensibles al riesgo inherente al dualismo de bloquear la circulación del soplo vital en un frente a frente sin salida, los chinos prefirieron dar énfasis a la polaridad del Yin y el Yang, que preserva la corriente alterna de la vida y el carácter correlativo de cualquier realidad
orgánica: coexistencia, coherencia, correlación, complementariedad...
El resultado es una visión del mundo, no como un conjunto de entidades discretas e independientes cada una de las cuales constituye en
sí una esencia, sino como un tejido continuo de relaciones entre el
todo y las partes, sin que aquél transcienda éstas.
La concepción de la realidad como continuum tiende a privilegiar
la noción de ritmo cíclico (tanto en el curso natural de las cosas como
en los asuntos humanos) más que la de un inicio absoluto o la de una
creación ex nihilo. Si bien los textos chinos hacen ocasionalmente referencia a representaciones cosmogónicas del origen o de la génesis
del mundo, éste se describe predominantemente como algo que funciona «así de por sí», siguiendo un proceso de transformación. En su
reflexión sobre los fundamentos, no se plantea demasiado la cuestión
de los elementos constitutivos del universo, y menos aún la de la existencia de un Dios creador: lo que se percibe como primordial es la mutación, resorte del dinamismo universal que es el soplo vital.
El soplo es uno, pero su unidad no es compacta, estática ni fija. Al
contrario, al ser vital está en circulación permanente, es mutación por
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esencia. Nos encontramos ante una intuición original del pensamiento chino. Si bien Confucio afirma la ley del tiempo al distinguir las diferentes edades de la vida, no se trata de una temporalidad padecida,
sino plenamente vivida y asumida en todas las etapas de su mutación,
que desemboca en una forma de «libertad», no en el sentido del ejercicio del libre albedrío, sino en el de un acuerdo perfecto con el orden
de las cosas. Una de las intuiciones centrales del Laozi (más conocido bajo el título de Tao-te-king), es que todo se completa en el retorno, que es «el movimiento mismo del Dao», es decir de la vida. Retorno al vacío original, que debe entenderse no como un punto de
aniquilamiento, sino como sinónimo de vivo y de constante. Vivo porque el Vacío, más que un lugar en que se disuelven los seres, es aquello por lo que el soplo surge y resurge. Constante porque el Vacío es
lo que permite la mutación siendo al mismo tiempo lo que no cambia.
En la tradición interpretativa del célebre Libro de las Mutaciones (Yijing, a menudo transcrito Yi-king o Yi Ching), las elaboraciones de los
confucianos y de los daoístas convergen en una misma intuición del
soplo vital como mutación que los primeros entienden como «vida
que engendra vida sin cesar», y los segundos como Vacío que, siendo
virtualidad por excelencia, es paradójicamente la raíz de la vida, mientras que cuando llega a la «plenitud» se endurece y muere.14
Relación y centralidad
La continuidad de las partes al todo también se plantea en la reflexión china sobre la relación. Ésta no se ve como un simple lazo
que se establece entre entidades antes distintas, sino que es constitutiva de los seres en su existencia y devenir. Confucio empieza por situar nuestra humanidad en la relación que nos une por el hecho de
que convivimos. Los pares de opuestos complementarios que estructuran la visión china del mundo y de la sociedad (Yin/Yang, Cielo/Tierra, Vacío/Plenitud, padre/hijo, soberano/ministro, etc.) determinan una forma de pensamiento, no dualista en el sentido disyuntivo
mencionado anteriormente, sino ternario por cuanto integra la circulación del soplo que une ambos términos. En su movimiento giratorio y espiralado, indica un centro que, aunque nunca es localizable ni
prefijado, no deja de ser real y constante.
Al sugerir la interacción y el devenir recíproco que su relación implica, la pareja Cielo-Tierra no se limita a la simple suma de dos términos, sino que genera el tercer término implícito que es la relación
orgánica, viva y creadora, que los constituye. Este tercer término, explicitado por la especulación cosmológica, no es sino el hombre, que,
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por su participación activa, es lo que «remata» el orden cósmico. A
través de él y de lo que lo une con el universo, los pensadores chinos
centraron su reflexión en la realidad de «lo que nace entre» y en lo que
ésta implica en cuanto a comportamiento moral: ése es el sentido de
la noción de «Medio» (zhong).
La traducción de zhong no deja de resultar problemática y sujeta a
malentendidos. A la vez nominal y verbal, el término no indica sólo
la centralidad espacial que sugiere el sustantivo «medio», sino también una virtud dinámica y activa. Como sustantivo, es la vía justa que
implica el lugar adecuado y el momento propicio; como verbo, es el
movimiento de la flecha que da en el pleno blanco (representada con
la grafía ). Al igual que el arquero que da en el centro de la diana
en virtud de la simple precisión de su gesto, que le proporciona su perfecta y natural armonía con el Dao, el zhong es pura eficacia del acto
ritual. Lejos estamos de la precaución de mantener un «justo medio»
entre dos extremos o de un compromiso timorato que se conforma con
un «término medio». Súmmum de la paradoja: los pensadores chinos
describieron el Medio como «la extremidad de la viga maestra» (ji ),
la que mantiene el conjunto del edificio y de la que deriva todo lo demás.15 El «Gran Plano» del antiguo Libro de los Documentos veía en
ello la exigencia extrema:
Nada inclinado, nada parcial: grande es la Vía de los reyes. Nada parcial, nada inclinado: llana es la Vía de los reyes. Ni vuelta atrás ni desviación: íntegra y recta es la Vía de los reyes. Todo converge en la extrema
exigencia, todo a ello retorna.16
El Medio no es, pues, un punto equidistante entre dos términos,
sino más bien el polo cuya fuerza nos atrae hacia arriba, creando y
manteniendo en cualquier situación de vida una tensión que nos hace
aspirar siempre más a la mejor parte de lo que nace entre nosotros.
Para el pensamiento chino, esto reviste una importancia vital: a falta
de esa tensión, de esa exigencia constante que se mantiene a lo largo
de las mutaciones, el orden de la vida que es el Dao no podría crearse ni perdurar. Efectivamente, el Medio no es sino la ley del Dao. En
el Vacío que la intuición daoísta cultiva, se reconoce el centro, el lugar en que las fuerzas vitales se crean y se regeneran para una mutación armoniosa y duradera.
«Más vale, dice el Laozi, permanecer en el centro».17 Antes que
caer en la fácil tentación de cuidar las ramas, parte visible y agradable a la vista, más vale cultivar la raíz del árbol, que al extraer vida y
alimento de lo más profundo de la Tierra mientras crece –pase lo que
pase– hacia el Cielo, es la perfecta imagen de la sabiduría china, de su
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sentido del equilibrio, de su confianza en el hombre y en el mundo. Es
probable que sea por sus raíces, y no por sus ramas, como el pensamiento chino entrará verdaderamente en comunicación con su interlocutor, que tras haber sido budista es, hoy en día, occidental. Es el
precio de su renovación.
Notas
1. L’Humeur, l’Honneur, l’Horreur. Essais sur la culture et la politique chinoises,
Robert Laffont, París, 1991, pp. 60-61.
2. Véase L’intelligence de la Chine. Le social et le mental, Gallimard, París, 1994,
p. 303.
3. Entretiens (Lunyu) VII, 1, traducción de Anne Cheng, Éd. du Seuil, París, 1981.
Del mismo modo que un autor chino no puede entenderse fuera de su tradición, el empleo del término jia (
), que significa «familia» o «clan», y se usa para referirse a
una corriente de pensamiento, demuestra que la tradición intelectual se transmite como
la familiar. En las enciclopedias y demás clasificaciones o catálogos, una doctrina se
define no en función de su autor, sino partiendo de un corpus de textos transmitidos de
generación en generación.
4. Los elementos biográficos se reducirán, por tanto, al mínimo, y serán mencionados sólo en la medida en que contribuyan a la comprensión del pensamiento de un
autor.
5. Chinese Intellectuals in Crisis: Search for Order and Meaning, 1890-1911, University of California Press, Berkeley, 1987, p. 10.
6. La originalidad del pensamiento chino se perfila mucho más en sus preocupaciones que en su contenido teórico. Desde esta perspectiva, parece necesario renovar el
género en el que se impusieron «monumentos» como Feng Youlan o Hou Wailu, que
quisieron presentar la filosofía china como una sucesión de teorías en la que se trataba,
entre otras cosas, de identificar las coincidencias con sistemas occidentales –materialismo marxista, idealismo kantiano o pragmatismo anglosajón, véase Feng Youlan,
Zhongguo zhexue shi (Historia de la filosofía china) en 2 vols., publicados por primera vez en Shanghai, en 1931 y 1934; y Hou Wailu, et al., Zhongguo sixiang tongshi
(Historia general del pensamiento chino), Sanlian shudian, Shanghai, 1950. La obra de
Feng Youlan (Fung Yu-lan) conoció un éxito notable gracias a la excelente traducción
al inglés de Derk Bodde, titulada A History of Chinese Philosophy, 2 vols., Princeton
University Press, 1952-1953; versión muy condensada y abreviada en francés: Précis
d’histoire de la philosophie chinoise, Éd. du Mail, 1985.
Más tarde, también en inglés, aparecieron compilaciones igualmente monumentales pero más centradas en los textos, véase W. T. de Bary, Chan Wing-tsit y Burton Watson: Sources of Chinese Tradition, Columbia University Press, 1960; y Chang Wingtsit: A Source Book in Chinese Philosophy, Princeton University Press, 1963. En
francés, Marcel Granet abrió la vía de un estudio temático con una obra que se convirtió en clásico, si bien ha quedado algo desfasado, véase La Pensée chinoise, 1934, reed.
Albin Michel, 1968. Jacques Gernet, por su parte, describe la evolución de las ideas en
la China clásica con una síntesis más generalmente histórica, véase Le Monde chinois,
París, Armand Colin, 1972, 3.ª ed. revisada y aumentada, 1990.
7. François Chatelet, «Du mythe à la pensée rationnelle», en Pierre Aubenque, Jean
Bernhardt y François Chatelet: Histoire de la philosophie: La philosophie païenne (du
VI siècle av. J.-C. au IIIe siècle apr. J.-C.), Hachette, París, 1972, p. 17.
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8. Opinión citada en Gilles Deleuze y Félix Guattari: Qu’est-ce que la philosophie?
Éd. de Minuit, París, 1991, p. 90.
9. Véase «De la philosophie en Chine à la “Chine” dans la philosophie: Existe-t-il
une philosophie chinoise?», Esprit, n.º 201 (mayo 1994), pp. 5-38.
10. Por esta razón nos ha parecido importante introducir cierto número –mínimo–
caracteres chinos cuya grafía es determinante para comprender las nociones que representan.
11. Citado en Gilles Deleuze y Félix Guattari, Qu’est-ce que la philosophie?,
pp. 90-91. Recordemos las observaciones de Benveniste sobre la importancia decisiva
del verbo «ser» para la elaboración del pensamiento ontológico en las lenguas europeas.
Véase a este respecto el importante artículo de Angus C. Graham, «“Being” in Western
Philosophy Compared with shih/fei and yu/wu in Chinese Philosophy», Asia Major, serie nueva, vol. 8, n.º 2 (1961), pp. 79-112.
12. Sobre la cuestión de la verdad semántica, véase Chad Hansen: «Chinese Language, Chinese Philosophy and “Truth”», Journal of Asian Studies, vol. 44, n.º 3
(1985), pp. 491-520; y la crítica de Christoph Harbsmeier: «Marginalia Sino-logica»,
en Robert E. Allinson, ed., Understanding the Chinese Mind: The Philosophical Roots,
Oxford University Press, 1989, pp. 155-161.
13. Zhuangzi 25 y 17, edición Zhuangzi jishi de Guo Qingfan, en la serie ZZJC, pp.
396 y 258. Sobre Zhuangzi, véase el capítulo 4.
14. Sobre Confucio, el Laozi y el Libro de las Mutaciones, véase más adelante los
capítulos 2, 7 y 11.
15. Véase por ejemplo, Cheng Yi (filósofo del siglo XI acerca del cual consultar el
capítulo 18), Yishu 19, en Er Cheng ji, p. 256.
16. Véase Séraphin Couvreur, Chou King, les annales de la Chine, reed. Cathasia,
1950, p. 201. Sobre el «Gran Plano» (Hongfan), un capítulo del Libro de los Documentos (Shujing), véase más adelante el capítulo 10, nota 20.
17. Laozi 5.
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