14 Navego hacia México a donde, como periodista, he sido invitado

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Navego hacia México a donde, como periodista, he sido invitado a acompañar una
excursión oficial promovida con el objeto de mostrar a un grupo de industriales cubanos
ciertos aspectos del renuevo económico del país, después de catorce años de una
revolución que parece terminada (?) después de haber logrado (?) sus propósitos. Para
mí, es la gran emoción del primer viaje. Y de un primer viaje, además, que viene a dar
enorme relieve a mis cavilaciones suspensas entre Montparnasse y el Anáhuac. Allá, lo
universal y necesario: la evolución de la las formas, de los modos de mirar y de
entender, y también de escuchar y de entender por los oídos, y también de leer y
descubrir con los ojos del entendimiento; aquí, a esta ciudad de la Veracruz, a la que el
buque que me lleva se va aproximando, una realidad contingente, mía y de todos los
que nos hallamos del lado de acá del Océano, una problemática de formas, de sonidos,
de textos, que nos conciernen a todos por igual. Hay que dar cuerpo, definir texturas,
analizar las luces de un mundo que hala de nosotros, aunque nuestras mentes estén
puestas en otra parte. México nos crea un problema de conciencia –tan política como
estética –que jamás habrán de conocer quienes, en La Rotonde en Le Dôme, discuten, se
interrogan, crean, en función de Europa. A pesar de todo, no me sentía desvinculado del
mal llamado “viejo continente”: mis orígenes, nuestras esencias hispánicas, la herencia
de una cultura coherente como ninguna, me ataban a ese mundo. Pero, frente a mi
ánimo poblado de interrogaciones, se alzaban ya las primeras casas de la Veracruz –y
recordaba el verso de Apollinaire que aludía a sus gens de mauvaise mine–, donde una,
pintada de color sangre de toro, ostentaba este letrero dotado, para nosotros, de un
formidable potencial revolucionario: SINDICATO DE INQUILINOS. (Detrás quedaba
el Castillo de San Juan de Ulúa pintado, con otro nombre, por don Ramón del Valle
Inclán, en las páginas de su Tirano Banderas)… La Veracruz era entonces una ciudad
polvorienta y descuidada que conservaba, en las esquinas, en las paredes, en las
columnas, las huellas de una revolución que se había rubricado en el impacto de sus
balas. Sin embargo, se servían magníficos mint-juleps en los portales del viejo Hotel
Diligencias que todavía guardaba, en sus habitaciones de enormes camas cubiertas de
mosquiteros, un no sé qué de empaque a lo Maximiliano. Fuimos a presentar nuestros
respetos a mi general Arnulfo Gómez, entonces gobernador militar del Estado, sin
imaginarnos que en su estampa de militar alemán de bigote entesado al hierro
saludábamos a un próximo fusilado que, pocos meses después, conocería en persona
propia, el paredón de las ejecuciones… Al día siguiente, los volcanes nos vinieron al
encuentro. Después de un tránsito por las Tierras Calientes ascendimos a las cumbres de
Maltrata descubriendo, al cabo, la “región más transparente” de la que habló Cortés, con
las personas –que personas son y no montañas– del Popocatépetl y de la Iztaccihuatl, su
mujer dormida. Levantado desde antes del amanecer, veía pasar, en la obscuridad de la
noche en término, a las indias arrebozadas en sus rebozos de bolillos, que ofrecían cosas
–para mí extraordinarias –en cestas alzadas hacia las ventanillas del vagón: higos
chumbos, tunas peladas, vasijas de pulque curado, tacos de gusanos de maguey,
bastones, sarapes, tejidos. El amanecer me ofreció las pirámides de San Juan de
Teotihuacán; poco después, la visión del riente cementerio de Tepeyac (“aquí quiero
que me entierren” –dije a un escritor mexicano que me acompañaba…) y finalmente, la
revelación de México –de un México muy distinto del que ahora conocen quienes
visitan la inmensa ciudad moderna.
El México que conocí en 1926 llevaba en sí, todavía, las huellas de la revolución –de
una revolución que aún no había terminado, como lo veríamos después. Bajo la luz
resplandeciente del Anáhuac era una ciudad gris, de casas muy descuidadas por sus
propietarios, donde sólo las arterias centrales comenzaban a tener un pálpito anunciador
del portentoso desarrollo futuro. Por lo pronto, a las diez de la noche las calles quedaban
desiertas. Donde hoy se encuentra el permanente comercio folklórico que ofrece sus
objetos, telas, pinturas, junto a la Alameda, hirviente de transeúntes, quedaba la acera en
soledad desde muy temprano. Se hablaba del peligro de concurrir a bares nocturnos
donde el disparo de pistola era suceso cotidiano. Se hablaba de una barrio llamado “de
la bolsa o la vida” donde la existencia humana no tenía el menor precio; también de
otro, el de Guatimozín donde centenares de mujeres –muchas, desnudas en plena calle –
se exhibían a todas horas del día y de la noche. Los enemigos de la revolución nos
hablaban de México como de un país sometido a la ley de la pistola, con bombas
puestas en las iglesias, donde la ejecución cotidiana era suceso que ni siquiera se
consignaba en los diarios por harto habitual. Lo cierto es que, sin hacer caso de ciertas
advertencias, me di a visitar, solo y sin armas, los famosos barrios malditos –a menudo
extraviado y sin saber muy bien dónde quedaba mi hotel– sin que jamás me ocurriera
un percance enojoso, aun en el caso de entrar en tabernas de mala muerte, de las
adornadas con flecos de papeles de colores, en busca del sabor de la tequila acompañada
de limón y sal. Conocí las pulquerías clásicas –hoy desaparecidas– de Los changos
vaciladores, Los triunfos de la Venus de Milo, Mi oficina, Los hombres sabios sin
estudio, La tapatía, La india bonita, El Tecolote, Las mulas de Don Cristóbal (graciosa
alusión a la asociación católica de los Caballeros de Colón) y Los recuerdos del
porvenir que desempeñaría un papel simbólico en mi novela Los pasos perdidos. Me
pintaban esos lugares como unos antros, unos coupe-gorges donde los parroquianos
orinaban contra las paredes –lo cual sí era cierto. No niego que al verme entrar se me
mirara con alguna extrañeza. Pero al saberse que no era gringo ni gachupín, se me
convidaba a participar de conversaciones muy semejantes a las que hallaría luego
Malcolm Lowry en El Farolito de Parián, con invitaciones a echarme al cogote una
catrina “del almendras” o del “de mango” o ”de fresa”, en vistas de que vacilaba ante el
bravo sabor del pulque puro. Con sus mañanas suntuosas de luz, de resplandor, de
transparencia, viví días de muy profunda huella entre el Museo Nacional y el Zócalo –
huelga decir que me escapaba del hotel al alba, para no asistir a los “actos oficiales” que
esperaban a nuestra delegación– en espera de la tarde en que toqué a la puerta de la casa
de Diego Rivera, situada entonces en la Calle de Mixcales Nº 12, en un caserón cuya
escalera servía de asiento a mujeres del barrio que allí, de pechos desnudos,
amamantaban a sus críos.
Mixcalco 12. Todavía evoca esa dirección, para mí, los conflictos interiores que habría
de suscitar. Ansioso de verme cuanto antes en el ámbito de Montparnasse, había ido a
dar a la casa de Diego Rivera en los días en que, con su obra, con su palabra
increíblemente imaginativa, reaccionaba de modo constante y tenaz contra el espíritu de
Montparnasse. (Conocería yo esa crisis, años más tarde, cuando, por reaccionar contra
el ámbito del Café des Deux Magots, me volvería hacia América con un ánimo capaz de
justificar sus mayores debilidades…). Abrióse la puerta y apareció Lupe Marín, cuya
belleza de entonces alabaría Ehrenburgh en sus memorias, hablándome de Diego antes
de que Diego llegara. Me enseñó la casa. Y para mí resultó nueva, maravillosa, una casa
amueblada, adornada, aderezada, con objetos y cosas que eran de la artesanía y del
folklore mexicano. Todo aquello que se hizo, desde entonces, de abalorio barato en
manos del turista –todo lo que aún no había nacido en la flaca categoría del mexicancurios –era insólito, inédito, en la casa de Diego, casa que, con el tiempo, crearía un
estilo, del mismo modo que las casas de Pablo Neruda, decoradas con su sensibilidad de
poeta, han creado un estilo de la decoración en Chile –del mismo modo, también, que el
estilo surrealista de los primeros tiempos, ha creado una estética, un estilo de la
decoración en Francia. Por lo pronto, me hallaba por vez primera ante las jícaras de
Mochoacán, los sarapes de Oaxaca o de Saltillo, los cofres de Olinalá, los bastones de
Apizaco, y todo aquello que el viajero norteamericano adoptaría, en años sucesivos,
como “souvenirs” de poca monta y mucha difusión. Pero ahí estaba también los muertos
y calaveras de días de fieles difuntos, los Judas rescatados de las quemas tradicionales,
los suntuosos, alquímicos, candeleros de Puebla, que me dejaban absorto. Cuando muy
pocos valorizaban todavía aquellos frutos de la industria popular mexicana, en sus
objetos, tallas rústicas, cestería, figuras de barro, tejidos, muebles de exquisita
prestancia aldeana, en la casa de Diego todo aquello se ubicaba, funcionaba, hablaba,
como cosas de una morada legítimamente organizada… No tuvo Lupe que decirme que
Diego llegaba. Sentí sus pasos en la escalera, escandidos por golpes de bastón en los
peldaños. Nos saludamos como gente que se conociera de mucho tiempo atrás. Empezó,
enseguida, a mostrarme dibujos guardados en cartapacios, pasándolos con lentitud,
como quien muestra obras a un aficionado de entendimiento moroso. Viendo que uno
de ellos me agradaba sobremanera –era un paisaje de cercanías del Cementerio de
Tepeyac –me hizo inmediatamente obsequio de él. Al día siguiente fui a reunirme con él
en uno de los patios de la Secretaría de Educación, donde comenzaba a pintar los
frescos de “los trabajos” que habrían de armonizarse con “las fiestas” –los holgorios, las
celebraciones, incluso mortuorias– del otro patio. Diego trabajaba en lo alto de sus
andamios, con el torso desnudo sobre un pantalón de mecánico de los que entonces
llamaban en México “monos azules” –el over-all norteamericano. De rato en rato
sacaba del bolsillo un chile verde que mordía como un caramelo, llevando su jornada de
labor, sin interrupción al mediodía, desde la hora del amanecer. Me imagino que había
empezado a trabajar con la técnica de los fresquistas italianos del pre-renacimiento,
usando de sus procedimientos en la preparación de las paredes. Pero esto, lejos de serle
favorable, dando lugar a resultados mediocres que mucho se debían acaso al clima
contrastado de México en su considerable altitud, lo había arrumbado, en cambio hacia
un sistema más personal, más ajustado al medio climático, que iba cobrando cuerpo a
partir de una corta serie de frescos un tanto malogrados. Los primeros resultaban
ásperos en el color, terrosos, como voluntariamente rayados en sus zonas que hubiesen
debido parecer luminosas; los segundos, en cambio –si bien recuerdo, un poco después
del fresco de “la salida de la mina”– se iban haciendo cada vez más elocuentes en sus
zonas de luz y de sombras, más afirmados en sus volúmenes, llegándose después en el
Patio de las Fiestas, a las elásticas composiciones que Diego desarrollaría, ampliaría,
diversificaría, hasta su muerte, alcanzando, en los frescos del Palacio Presidencial, la
claridad de los Códigos de la Conquista con una transparencia –transparencia de la
“región más transparente”– que rebasaría las limitaciones tradicionales de la pintura al
fresco.
Dicen que los agraristas somos
Una tanda de ladrones
Porque no queremos ser
Los bueyes de los patrones.
cantaban unos mariachis en la casa de Diego Rivera, la tarde en que hubo, allí, una
pequeña fiesta. Volvía a encontrarme, en compás de agrariano, con las figuras de Felipe
Carrillo Puerto, de Emiliano Zapata, y de otros revolucionarios mexicanos cuyos
nombres se estampaban en las primeras planas de los diarios de mi adolescencia. Diego,
en las noches, cumplida la tarea que se había impuesto para la jornada, me llevaba a
caminar por las calles de México. Cenábamos en la taberna de Los Monotes, frente al
Teatro Fábregas, cuyas paredes habían sido decoradas por José Clemente Orozco con
unas figuras de prostitutas y gente de mal vivir que mucho debían todavía a Toulouse
Lautrec. Diego me hablaba de su horror a París. “Hay noches que tengo una terrible
pesadilla” –decía. “Sueño que me encuentro todavía en mi estudio de la Rue de Rennes.
Me bañan sudores fríos, me agito, doy de puñetazos a las paredes, hasta que acabo de
por despertarme con una indecible sensación de angustia”. La verdad es que el pintor no
había de tener mayores quejas de París. Apollinaire le había dado su espaldarazo desde
el principio. Había sido amigo de Picasso, de Modigliani, de tantos otros que nos
enumera Ehrenburgh en sus memorias; sus pinturas cubistas, conservadas por Leoncio
Rozenberg, eran excelentes. Además –las he visto muchas veces– no eran cubistas en el
sentido estricto de la palabra. Había mucho, en ellas, de evocación mexicana, con
detalles que recordaban las artes populares de México. Así, en un cuadro de enormes
proporciones, había transcrito, a modo de complemento de una composición, ciertos
motivos que le venían de los cofres de Olinalá y de las jícaras de Michoacán. Desde sus
tiempos de París, Diego Rivera se presentía a sí mismo. Sus cuadros de la época cubista
anhelaban una escala mayor. Buscaba algo más –algo que la revolución de su país le
daría en paredes– después de la pintura de caballete. Por lo demás, era afecto a hablar de
los pintores de París, pero, salvo en lo que refería a Picasso, Gris, Braque, Modigliani,
Matisse –a los verdaderos grandes, en suma– se mostraba sumamente cáustico.
Marcoussis, Delaunay, Metzinger, le parecían sencillamente “malos”. Detestaba a los
“marchands” que, en París, no le habían sido adversos, sin embargo. Su pasión
mexicana era de una contagiosa intensidad. Todo le era significativo, mágico,
maravilloso, en la ciudad de calles desiertas, dramáticamente desiertas, en las noches de
una revolución que aún no había apagado sus fuegos –como se vería un año después. Y,
dentro del clima real-prodigioso que sabía crear con su presencia, estaba su imaginación
verbal, que se traducía en discursos y demostraciones llevados en voz sorda e inspirada.
Diego, al parecer, sabía de todo: de astronomía, de cosmografía, de etnografía, de
historia antigua, de civilizaciones precolombinas, de ciencias, de religiones, de cuanto
pudiera imaginarse. Planteaba una cuestión relacionada con la posible población de
América por los Atlantes, desarrollaba una teoría sobre las relaciones entre chinos y
mexicanos antes de nuestra era, explicaba los artículos de un código azteca anterior al
de Hammurabi, hablaba de los gigantes de Tiahuanaco, de las caídas de la luna sobre la
tierra, de la teoría del flotamiento de los continentes, de los portentos de la farmacopea
indígena, de las glándulas atrofiadas del cuerpo humano, con la misma intrepidez, con
un tono pausado, medido, sin acaloramientos, sin alterar la tonalidad de una emisión
salida de su enorme cabeza. Todo era inventado, imaginado, creado, en el momento. Y
cuando una teoría resultaba, en verdad, demasiado inadmisible para su auditorio, Diego
Rivera, dándose cuenta de que había rebasado las fronteras de toda credibilidad,
advertía, sentencioso, “Esto ha sido demostrado (o estudiado) por una comisión de
sabios alemanes”. Ante una comisión de sabios alemanes era imposible abrigar dudas.
Y el discurso proseguía: espeluznante o asombroso, desconcertante o acaso creador de
realidades posibles, según la materia tratada. Por lo demás, se había jactado, en París, de
matar a los insectos que se atrevían a chuparle la sangre: después de probarla caían
envenenados. En nuestras cenas, tragaba pomos enteros de los chiles más bravos que
pudieran conseguirse. Era truculento en todo, aunque con una inteligencia, una agudeza,
que matizaba su truculencia de ironía –ironía hacia los demás, ironía hacia sí mismo. Un
día lo vi pintando un fresco, en uno de los patios de la Secretaría de Educación, con una
tremebunda pistola colgada del cinturón.
–“Y… ¿para qué usa usted eso?” –le pregunté.
–“Es para orientar la crítica” –me respondió.
Y la verdad es que Diego Rivera, hoy gloria nacional de México, edificador de la
extraordinaria construcción que, en el Pedregal de San Ángel, le sirvió de última y
suntuosa morada, era muy combatido en su país por aquel entonces. Raro era el día en
que sus frescos no amanecieron dañados, lacerados, manchados, por quienes se
ensañaban contra una pintura que se inspiraba en las más auténticas esencias populares
de México. Cabe señalar aquí también que en la América de mi adolescencia no sólo las
tendencias del arte nuevo parecían subversivas –ya lo dije– a quienes velaban por el
“orden establecido”, sino que también era visto con malos ojos eso de pintar indios o de
pintar negros, o de ocuparse de folklore indígena o de tradiciones originarias del África.
Había quien negara el valor de las aportaciones negras de la cultura cubana. En cuanto a
México, las fuerzas reaccionarias combatían violentamente aquella pintura
conquistadora de espacios que se adueñaba de las paredes de los edificios públicos –más
irritante que nunca cuando se trataba de José Clemente Orozco. De ahí que el aspecto
beligerante del muralismo mexicano fuese tan atrayente como desconcertante para
quien, como yo, ansiaba conocer también o que de modo muy apacible, resguardado y
seguro, se exponía en las galerías de los marchands de la Rue de La Boétie.
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