Movimientos Antisistémicos - Theomai*. Red de Estudios sobre

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Movimientos Antisistémicos
Giovanni Arrighi,
Terence K. Hopkins y
Immanuel Wallerstein:
Editorial Akal
Madrid, 1999
Este material se utiliza con fines
exclusivamente didácticos
LOS DILEMAS DE LOS MOVIMIENTOS ANTISISTÉMICOS
La oposición a la opresión es consustancial a la existencia de sistemas sociales jerárquicos. La
oposición es permanente, pero en su mayor parte latente. Los oprimidos son demasiado débiles, política,
económica e ideológicamente, para manifestar su oposición de modo constante. Sin embargo, como
sabemos, cuando la opresión se agudiza particularmente, o las expectativas se ven especialmente defraudadas
o el poder del estrato dominante se muestra vacilante, el pueblo puede alzarse del modo más espontáneo para
gritar basta. Ello ha tomado la forma de revueltas, de disturbios, de huidas.
En la mayoría de los casos, las múltiples formas de rebelión humana han sido, a lo sumo, tan sólo
parcialmente eficaces. En ocasiones, han forzado a los opresores a reducir su presión o explotación. Pero
otras veces han fracasado totalmente en este intento. No obstante, una característica sociológica permanente
de estas rebeliones de los oprimidos ha sido su carácter «espontáneo», a corto plazo. Se han producido y han
desaparecido, desplegando sus efectos en su pura instantaneidad. Cuando se producía la siguiente rebelión,
ésta normalmente tenía poca relación con la anterior. En realidad, ello ha constituido una gran fuente de
poder para los estratos dominantes del mundo a lo largo de la historia: la no continuidad de la rebelión.
En los comienzos de la historia de la economía-mundo capitalista, la situación siguió siendo la
misma que siempre a este respecto. Se produjeron muchas rebeliones, dispersas, discretas, momentáneas,
pero en el mejor de los casos tan sólo parcialmente eficaces. Una de las contradicciones, sin embargo, del
capitalismo como sistema es que las mismas tendencias integradoras que lo han definido han influido sobre
la forma de la actividad antisistémica.
En algún momento, a mediados del siglo XIX (1848 es una fecha simbólica tan buena como
cualquier otra), se produjo una innovación sociológica dotada de un profundo significado para la política del
la economía-mundo capitalista. Los grupos de personas implicados en la actividad antisistémica comenzaron
a crear una nueva institución: la organización estable, con miembros, cuadros y objetivos políticos
específicos a largo y a corto plazo.
Tales movimientos antisistémicos organizados no habían existido nunca antes. Se podría sostener,
que las diversas sectas religiosas habían desempeñado un papel análogo, dotándose de una organización
similar, pero los objetivos a largo plazo de éstas pertenecían por definición al otro mundo. Las
organizaciones antisistémicas que nacieron en el siglo XIX fueron primordialmente políticas, no. religiosas,
es decir, se concentraron en las estructuras de «este mundo».
MOVIMIENTOS SOCIALES Y MOVIMIENTOS NACIONALES
A lo largo del siglo XIX emergieron dos variedades principales de movimientos antisistémicos:
aquellos que se denominaron, respectivamente, «movimiento social» y «movimiento nacional». La principal
diferencia existente entre ellos radicaba en su definición del problema al que se enfrentaban. El movimiento
social definía la opresión remitiéndose a la que los patrones ejercían sobre los trabajadores asalariados, la
burguesía sobre el proletariado. Los ideales de la Revolución Francesa —libertad, igualdad y fraternidad—
podían realizarse, en su opinión, reemplazando el capitalismo por el socialismo. El movimiento nacional, por
otro lado, definía la opresión como la de un grupo etnonacional sobre otro. Los ideales podían materializarse
concediendo al grupo oprimido igual status jurídico que el disfrutado por el grupo opresor mediante la
creación de estructuras paralelas (y habitualmente independientes).
Se ha producido una larga discusión, en los movimientos y entre los especialistas, sobre las
diferencias existentes entre estos dos tipos de movimiento. Sin duda, ambos diferían en su definición del
problema y en las bases sociales en las que se apoyaban. En muchos lugares y en muchas ocasiones, ambas
variedades de movimiento percibieron que se hallaban en directa competencia recíproca por la lealtad de los
pueblos. Con menos frecuencia en el siglo XIX, pero si ocasionalmente, las dos variedades de movimiento
hallaron una congruencia táctica suficiente como para trabajar juntos políticamente.
La tradicional importancia concedida a las diferencias existentes entre ambos movimientos ha
distraído nuestra atención de ciertas similitudes fundamentales existentes entre los mismos. Ambos tipos de
movimiento, tras un considerable debate interno, crearon organizaciones formales. Como tales, estas
organizaciones tuvieron que desplegar una estrategia básica para transformar su mundo inmediato en la
dirección por ellos deseada. En ambos casos, el análisis fue idéntico. Ambos entendieron que la estructura
política clave del mundo moderno era el Estado. Si estos movimientos pretendían cambiar algo, tenían que
controlar un aparato estatal, lo cual significaba pragmáticamente «su» aparato de Estado. En consecuencia, el
objetivo primario tenía que ser obtener el poder del Estado.
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Para el movimiento social, esto significaba que, a pesar del internacionalismo de su ideología
(«trabajadores del mundo, uníos!»), las organizaciones que se creasen debían tener una estructura nacional.
Y el objetivo de estas organizaciones tenía que ser la llegada al poder del movimiento en ese Estado. De
modo similar, para el movimiento nacional, el objetivo llegó a ser el poder estatal en un Estado particular.
Con toda seguridad, la autoridad de este Estado era por definición lo que preocupaba al movimiento
nacional. En ocasiones, tal movimiento buscaba la creación un Estado totalmente nuevo, bien por secesión,
bien por fusión, pero en otros casos este «nuevo Estado» podía haber existido ya en forma de entidad
administrativa colonial o regional.
El hecho de que ambas variedades de movimiento definieran los mismos objetivos estratégicos
explica su sentido de recíproca rivalidad, particularmente cuando un movimiento obrero intentaba obtener el
poder en una entidad de la cual, un movimiento nacional dado, pretendía separar una zona con el fin de crear
un nuevo Estado.
La existencia de objetivos paralelos, obtener el poder del Estado, condujo a un debate interno similar
sobre el modo de obtenerlo, que podría definirse, en términos polares, como la senda legal de persuasión
política versus la senda ilegal de la fuerza insurreccional. Este par se ha denominado habitualmente reforma
versus revolución, pero estos dos términos han llegado a estar tan sobrecargados de polémicas y confusión
que hoy obscurecen más que ayudan al análisis.
Debe observarse que en el caso de los movimientos sociales, este debate interno culminó, en el
periodo que medió entre la I y la II Guerras Mundiales, con la existencia de dos Internacionales rivales y
fieramente competitivas, la Segunda y la Tercera, que protagonizaron el conflicto entre socialdemócratas y
comunistas. Aunque tanto la Segunda como la Tercera Internacionales afirmaron que compartían el objetivo
del socialismo, que ambas eran movimientos basados en la clase obrera y en la izquierda e incluso (al menos
durante un tiempo) que asumían una idéntica herencia marxista, rápidamente llegaron a oponerse de modo
vehemente, hasta el punto que sus posteriores convergencias políticas ocasionales (los «frentes populares»)
se han considerado, en el mejor de los casos, como tácticas y puntuales. En cierto sentido, esto ha sido así
hasta el momento presente.
Si observamos la geografía de los movimientos, percibimos rápidamente una correlación histórica.
Los movimientos socialdemócratas han sido políticamente fuertes y han «llegado al poder» (por medios
electorales, par supuesto, y alternándose con partidos más conservadores) casi únicamente en los Estados del
centro de la economía-mundo capitalista, pero virtualmente en todos ellos. Los partidos comunistas, por el
contrario, han sido fuertes básicamente en cierto número de zonas semiperiféricas y periféricas y han llegado
al poder (en ocasiones vía insurrección, pero otras veces como resultado de la ocupación militar efectuada
por la URSS) tan sólo en esas zonas. Los únicos países occidentales en los que los partidos comunistas han
sido relativamente fuertes durante un período dilatado de tiempo han sido Francia, Italia y España; y debe
observarse que estos dos últimos países bien podrían considerarse semiperiféricos. En cualquier caso, los
partidos comunistas en estos tres Estados hace tiempo que han desechado toda inclinación insurreccional.
En la década de 1980 nos hallamos enfrentados con la siguiente historia política del mundo moderno.
Los partidos socialdemócratas han alcanzado de hecho sus objetivos políticos primarios, llegando al poder en
un número relativamente elevado de Estados del centro de la economía-mundo capitalista. Los partidos
comunistas han llegado al poder en un número significativo de países semiperiféricos y periféricos,
concentrados geográficamente en una banda que se extiende desde el Este de Europa hasta el Este y el
Sudeste de Asia. Y en el resto del mundo, en un gran número de países, han llegado al poder movimientos
nacionalistas y, en ocasiones, incluso movimientos «nacionalistas radicales» o «movimientos de liberación
nacional». En resumen, contemplado desde el punto de observación estratégico de 1848, el éxito de los
movimientos antisistémicos ha sido realmente impresionante.
LA REVOLUCIÓN INACABADA
¿Cómo tenemos que valorar las consecuencias de todo ello? En términos generales, podemos
constatar dos hechos, cuyas implicaciones han sido muy diferentes. Por un lado, estos movimientos,
considerados colectivamente como una especie de «familia» de movimientos, se han convertido en un
elemento crecientemente decisivo en la política del sistema mundial y han cosechado sus propios éxitos. Los
movimientos posteriores han aprovechado el éxito de los anteriores, sirviéndose de su estimulo moral, de su
ejemplo, de sus lecciones de táctica política y de su asistencia directa. A los estratos dominantes del mundo
se les han arrancado muchas concesiones.
Por otro lado, la llegada al poder estatal de, todos estos movimientos ha acabado con una amplia
sensación de revolución inacabada. En este sentido, surgen diversos interrogantes. ¡Han logrado los partidos
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socialdemócratas algo más que cierta redistribución de la renta dirigida de hecho a los estratos «medios» de
los países del centro de la economía-mundo capitalista? ¿Los partidos comunistas han conseguido algo más
que cierto desarrollo económico para sus países? Y si lo han logrado, ¿en qué medida? Y además, ¿no ha
sido esto básicamente en beneficio de la denominada nueva clase constituida por la élite burocrática? ¿Han
logrado los movimientos nacionalistas algo más que hacer posible que la denominada clase compradora
pudiera disfrutar de una porción ligeramente mayor de la tarta mundial?
Quizá éstas son preguntas que no deben hacerse o quizá no es ésta la manera de abordar los
problemas derivados de las mismas. Sin embargo, estas son las cuestiones que, de hecho, se han planteado y
lo han hecho con profundidad. Obviamente, el escepticismo resultante ha causado bajas importantes en las
filas de los militantes potenciales e incluso activos de los movimientos antisistémicos del mundo. Cuando
este escepticismo comenzó a hacer mella, se expresó en términos ideológicos y organizativos de diferentes
modos.
El período posterior a la II Guerra Mundial fue un período de gran éxito para los movimientos
antisistémicos históricos. La socialdemocracia se instaló firmemente en el mundo occidental. El hecho
decisivo fue que el programa básico de los socialdemócratas, el Estado del bienestar, fue aceptado incluso
por los partidos conservadores, aunque sin duda a regañadientes, y no tanto el que estos partidos
socialdemócratas llegaran a considerarse como uno de los grupos alternativos que podían gobernar
legítimamente. Después de todo, incluso Richard Nixon dijo: «Hoy todos somos keynesianos.» Los partidos
comunistas llegaron al poder en un buen número de Estados. El período pos-1945 fue testigo de un largo
proceso de descolonización, jalonado por algunos casos dramáticos y políticamente importantes de lucha
armada, como Vietnam, Argelia y Nicaragua.
Sin embargo, en la década de 1960, y todavía más en la de 1970, comenzó a producirse una «ruptura
con el pasado» con el surgimiento de un nuevo tipo de movimiento antisistémico (o movimientos dentro de
los movimientos) en áreas regionales del sistema mundial tan diversas como Norteamérica, Japón, Europa,
China y México. El movimiento estudiantil, el movimiento negro y el movimiento contra la guerra en
Estados Unidos; el movimiento estudiantil en Japón y en México; el movimiento estudiantil el movimiento
obrero en Europa; la Revolución Cultural china y los movimientos de las mujeres en los años setenta no
tuvieron idénticas raíces ni siquiera efectos comunes. Cada uno de ellos se hallaba inserto en procesos
políticos y económicos conformados por historias particulares y diferentes; las áreas en las que surgieron y
se desarrollaron ocupaban posiciones diversas en el sistema mundial. No obstante, según criterios históricos
mundiales, ocurrieron en el mismo período y, además, compartieron ciertos temas ideológicos que los
separan de modo evidente de las anteriores variedades de movimientos antisistémicos.
Su emergencia casi simultánea puede remitirse, en gran medida, al hecho de que los movimientos de
finales de los años sesenta fueron precipitados por un catalizador común: la escalada de la guerra
antiimperialista en Vietnam. Esta escalada supuso una amenaza inmediata para los modos de vida
establecidos, y para las vidas mismas, no sólo de los vietnamitas, sino también de los jóvenes americanos; y
amenazó claramente la seguridad del pueblo chino. En cuanto a los jóvenes y trabajadores europeos, aunque
esta guerra no implicaba ninguna amenaza inmediata para sus vidas y su seguridad, los efectos indirectos de
la escalada (crisis monetaria mundial, intensificación de la competencia en los mercados, etcétera) y la fuerza
de tracción ideológica de los movimientos de los Estados Unidos, de la Revolución Cultural china y de la
lucha del pueblo vietnamita pronto proporcionaron suficientes razones y racionalizaciones para la rebelión.
Considerados en su conjunto todos estos movimientos y su epicentro vietnamita, fueron importantes,
ya que hicieron patente una asimetría en el poder de las fuerzas sistémicas y antisistémicos a escala mundial.
La asimetría se ejemplificó de modo espectacular en los mismísimos campos de batalla. Siguiendo el
precedente de la guerra china de liberación nacional, los vietnamitas mostraron cómo un movimiento de
liberación nacional podía, trasladando la confrontación con ejércitos convencionales a escenarios no
convencionales (como en la guerra de guerrillas), minar y finalmente desintegrar la posición social, política y
militar de ingentes fuerzas imperiales. Desde este punto de vista, los restantes movimientos (en particular el
movimiento contra la guerra estadounidense) eran un componente esencial de esta relación asimétrica: en
diferentes grados y de diferentes modos, mostraron cómo el desplazamiento de la confrontación entre fuerzas
sistémicas y antisistémicos a escenarios no convencionales, reforzaba a estas últimas y
obstaculizaba/paralizabas a las primeras.
El resultado y las implicaciones del desarrollo desigual y combinado de los movimientos
antisistémicos de los años sesenta y setenta deben evaluarse desde diferentes perspectivas. Localmente, la
guerra de Vietnam tuvo una consecuencia muy «convencional»: la llegada al poder estatal de un movimiento
antisistémico «clásico» y el reforzamiento posterior de la estructura burocrática de este Estado. Evaluado
desde este ángulo, desde un punto de vista nacional, el resultado del movimiento de liberación nacional
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vietnamita no difirió significativamente de los anteriores tipos de movimientos antisistémicos (nacionales y
sociales). Globalmente, sin embargo, la guerra de Vietnam constituyó un punto de inflexión al revelar los
límites de las acciones militares para coaccionar a la periferia dentro del orden jerárquico mundial.
Estos limites, y su reconocimiento, no fueron el resultado tan sólo de la confrontación en los campos
de batalla, sino también, y posiblemente en mayor grado, de los movimientos desencadenados en
innumerables puntos del sistema mundial. La naturaleza de estos otros movimientos marcó de modo decisivo
un alejamiento de, y una contraposición a, las anteriores pautas de acción de los movimientos antisistémicos.
En grados diversos, la Revolución Cultural china, el movimiento estudiantil en el mundo occidental, en
Japón y en México y el movimiento «autónomo» de los trabajadores en Europa asumieron, cómo uno de sus
temas, los límites y los peligros del establecimiento y consolidación de estructuras burocráticas por los
propios movimientos; y esto era algo nuevo.
La Revolución Cultural china se dirigió en gran medida contra el poder burocrático del Partido
Comunista y, cualesquiera que hayan sido sus errores desde otros puntos de vista, su principal logro fue
precisamente haber impedido, o al menos ralentizado, la consolidación del poder burocrático del partido en
China. Los movimientos estudiantil y juvenil, que florecieron en los contextos más diversos, se dirigieron
generalmente no sólo contra los diversos poderes burocráticos que intentaban domeñarlos y reprimirlos
(Estados, universidades, partidos), sino también contra todos los intentos de canalizarlos hacia la formación
de nuevas organizaciones burocráticas y hacia el reforzamiento de las viejas. Aunque los nuevos
movimientos de trabajadores acabaron generalmente reforzando las organizaciones burocráticas
(básicamente a los sindicatos), los protagonistas de estos «nuevos» movimientos mostraron, sin embargo,
una toma de conciencia sin precedentes del hecho de que las organizaciones burocráticas, como los
sindicatos, se limitaban a perseguir sus propios intereses, que podían diferir en aspectos importantes de los
de los trabajadores que afirmaban representar. Esto significaba, concretamente, que la actitud instrumental de
los sindicatos y de los partidos frente al movimiento se hallaba compensada y contrarrestada por una actitud
instrumental del movimiento frente a los mismos.
La dinámica antiburocrática de los movimientos de los años sesenta y principios de los setenta puede
remitirse a tres tendencias principales: la tremenda amplitud y profundidad del poder de las organizaciones
burocráticas como resultado de anterior ola de movimientos antisistémicos; la declinante capacidad de tales
organizaciones para satisfacer las expectativas que habían fundado su emergencia y expansión y la creciente
eficacia de las formas de acción directa, es decir, de las formas no mediadas por estas organizaciones
burocráticas. Sobre las dos primeras tendencias, no es preciso añadir nada más a lo ya dicho sobre los éxitos
y límites de los movimientos antisistémicos precedentes, excepto que la reactivación de la competencia a
través del mercado bajo la hegemonía estadounidense después de la II Guerra Mundial, ha endurecido las
constricciones de la economía-mundo en la que operan los Estados.
En cuanto a la creciente eficacia de las formas de acción directa, la tendencia se refiere
principalmente al movimiento obrero y se hallaba enraizada en el impacto conjunto de dos tendencias claves
de la economía-mundo capitalista: la tendencia hacia una creciente incorporación al mercado laboral de la
fuerza de trabajo y la tendencia hacia una división del trabajo y una mecanización crecientes. En la etapa
anterior, los movimientos obreros se apoyaron en organizaciones burocráticas permanentes que pretendían
tomar el poder del Estado por dos razones principales. La primera es que, en un principio, estos movimientos
obreros fueron en gran medida expresión de trabajadores artesanales y de oficio que habían sido o estaban a
punto de ser proletarizados, pero cuyo poder de negociación frente a los empresarios todavía dependía de sus
destrezas artesanales. Como consecuencia de ello, estos trabajadores tenían un interés predominante en
restringir la oferta y la expansión de la demanda de sus competencias laborales. Esto, a su vez, requería
organizaciones sindicales orientadas a la preservación de las funciones laboral-artesanales en el proceso de
trabajo, por un lado, y al control de la adquisición de las mencionadas destrezas artesanales, por otro. Como
todas las organizaciones que intentan reproducir «artificialmente» (es decir, oponiéndose a las tendencias
históricas) una escasez que proporciona cuasi-renta monopólicas, el éxito de estos sindicatos orientados
hacia el trabajo de carácter artesanal dependió, en último término, de la capacidad de utilizar el poder del
Estado para restringir el aprovechamiento por parte de los empresarios del funcionamiento del mercado.
Estas restricciones artificiales (es decir, contra el mercado) fueron dobles: normas estatales sobre las
condiciones y retribuciones de los trabajadores y legitimación estatal de la sindicalización y la negociación
colectiva.
La segunda razón, más importante, que explica por qué los movimientos obreros se apoyaron en un
primer momento en organizaciones burocráticas permanentes que pretendían tomar el poder del Estado se
hallaba relacionada con la cuestión de las alianzas y de la hegemonía. En la mayoría de los escenarios
nacionales, la lucha entre el trabajo y el capital tuvo lugar en un contexto caracterizado por la existencia de
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amplios estratos de campesinos y de clases medias que podían movilizarse, políticamente, para sostener
políticas estatales antiobreras y, económicamente, para incrementar la competencia entre las filas de los
trabajadores. En estas circunstancias, el movimiento obrero tan sólo podía obtener victorias a largo plazo
neutralizando o venciendo a las relativamente importantes fracciones contiguas de estos estratos. Y ello no
podía lograrse mediante la acción directa y espontánea que, con frecuencia, tuvo por resultado alejar a los
estratos en cuestión. Por el contrario, requería una plataforma política que apelase a los campesinos y a los
estratos medios y una organización que elaborara e hiciera propaganda de esa plataforma.
Durante la década de 1960 se habían producido cambios radicales desde ambos puntos de vista; tanto
en las regiones del centro de la economía-mundo capitalista como en muchos de los países semiperiféricos.
Los grandes avances producidos en la división técnica del trabajo y en la mecanización durante los años de
entreguerras y de posguerra destrozaron o desplazaron a las destrezas artesanales en el proceso de trabajo,
cuya inserción en el mismo sustentaba anteriormente el poder organizado del movimiento obrero. Al mismo
tiempo, estos mismos avances dotaron a los trabajadores de un nuevo poder: de infligir grandes perdidas al
capital interrumpiendo un procesó de trabajo altamente integrado y mecanizado. Ejerciendo este poder, los
trabajadores eran muchos menos dependientes de una organización externa a su puesto de trabajo (como lo
eran en general los sindicatos), ya que lo que realmente importaba era la capacidad de explotar las
interdependencias y las redes creadas por el capital en el proceso productivo.
Por otro lado, la creciente incorporación al mercado de trabajo de la población trabajadora había
mermado los estratos campesinos locales que podían movilizarse eficaz y competitivamente para erosionar el
poder político y económico del movimiento obrero. En cuanto a los estratos medios, la extensión y el
radicalismo sin precedentes de los movimientos estudiantiles constituían síntomas de la intensa
incorporación al mercado laboral de la fuerza de trabajo de estos estratos y de las mayores dificultades para
movilizarlos contra el movimiento obrero (este proceso se reflejó, en una extensa literatura surgida en los
años sesenta sobre la «nueva clase obrera»). De ahí que el problema de las alianzas y de la hegemonía
tuviese menos relevancia que en el pasado y que, en consecuencia, fuese menor la dependencia del
movimiento obrero de las organizaciones burocráticas permanentes para el éxito de sus luchas.
Como hemos visto, la conclusión que muchos extraen de este análisis es que los movimientos
antisistémicos han «fracasado» o, todavía peor, que fueron «cooptados». El cambio del «Estado capitalista»
por el «Estado socialista», para gran parte de los que piensan en estos términos, no ha tenido los efectos
transformadores sobre la historia mundial —la reconstitución de trayectorias de crecimiento— que se había
creído que tendría. Y la transición de colonia a Estado, mediante revolución o negociación no sólo ha
carecido de efectos sobre la historia mundial, sino que también, en la mayoría de los casos, no ha afectado a
la distribución interna de las cotas de bienestar, lo cual era realmente un aspecto importante en los programas
de estos movimientos. La socialdemocracia no ha tenido un éxito mucho mayor. En todos los casos, su
ocupación del poder del Estado resultó ser una mera presencia mediadora: una presencia constreñida por los
procesos de acumulación a escala mundial y por la doble exigencia que se impone a los gobiernos: enterrar a
los muertos y cuidar de los heridos, sean estos individuos o propiedades. Para la desazón de unos y la
tranquilidad de otros, el único esfuerzo coordinado de revolución mundial, la Comitern/Cominform, colapsó
completamente bajo el peso desintegrador de la formación de Estados en todas los escenarios de sus
operaciones: en su centro histórico, en sus posteriores lugares de éxito, en las restantes arenas nacionales en
que demostró su fuerza, en puntos donde su presencia fue marginal. Sin excepción, todos los partidos
comunistas actuales se hallan preocupados, en primer lugar, por sus condiciones domésticas y tan sólo
secundariamente por la revolución mundial, si es que ésta les preocupa en modo alguno.
EL ESCENARIO HISTÓRICO TRANSFORMADO.
Como ya hemos dicho, nosotros afirmamos que desde el punto de observación estratégico de 1848,
el éxito de los movimientos antisistémicos ha sido realmente impresionante. Además, ese éxito no se reduce
en lo más mínimo, cuando lo contemplamos desde el punto de observación de nuestros días. Realmente
sucede lo contrario. Sin una valoración tal, no podemos comprender de donde proviene históricamente el
escenario no convencional inaugurado por las formas más recientes de movimientos antisistémicos y, por
consiguiente, hacia donde se dirigirán probablemente en el futuro.
Los movimientos antisistémicos no son, por supuesto, las únicas agencias que han alterado el
escenario sobre el que y mediante el cual los movimientos antisistémicos actuales y futuros deben
continuamente formarse y operar. Las agencias organizadoras de los procesos de acumulación, cuya
destrucción pretenden estos movimientos, también han actuado, en parte, debido a su propia «lógica»; en
parte por el éxito de esos movimientos antisistémicos y, por tanto, de la transformación continua del
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escenario histórico que constituye el campo de actuación y de contradicción de esa «lógica». La constante
transformación estructural de la economía-mundo capitalista genera, en virtud de su funcionamiento global,
escenarios en los que los procesos de lucha de clase provocan situaciones de conflicto y polarización en las
relaciones así formadas.
A lo largo del siglo XX, definiéndolo en realidad, se ha producido un cambio enorme y decisivo en
las relaciones sociales de acumulación. En una palabra, las redes relacionales que conformaban las líneas
centrales de los circuitos del capital han experimentado una transformación estructural tan radical que el
funcionamiento mismo del proceso de acumulación de capital parece haberse alterado históricamente. Esta
transformación constante ha redefinido continuamente las condiciones relacionales tanto de las agencias
organizadoras de la acumulación (por definición) como las de aquellas otras que se han hallado en lucha
continúa con éstas: los movimientos antisistémicos; y ello ha redefinido continuamente también el carácter
relacional de la lucha misma y, en consecuencia, la naturaleza de los movimientos definidos por aquélla.
Brevemente, los jalones del proceso serían los siguientes: los ciclos vitales de los diversos movimientos han
formado parte y han ayudado a provocar el cambio estructural; de ello se derivan las luchas relacionales que
definen los movimientos como antisistémicos, y de esto surgen los movimientos mismos y las trayectorias
que los hacen antisistémicos. A continuación analizamos la transformación que se ha producido en este
sentido, describiendo tres de las tendencias estructurales que la definen:
La primera de estas tendencias indica que, en cierto sentido, esta transformación se ha conformado
de modo simultáneo como un incremento de la «estatalizad» de los pueblos del mundo (el número de
«Estados soberanos» se ha triplicado a lo largo del siglo XX) y como una organización cada vez más densa
del sistema interestatal. Hoy, virtualmente casi los cinco mil millones de personas que habitan el planeta se
hallan políticamente divididos en poblaciones sujetas a uno de los aproximadamente ciento sesenta Estados
del sistema interestatal, el cual contiene un gran número de organizaciones interestatales formales. Esto
podría denominarse la extensión de la estatalidad. La intensificación de la estatalidad es la otra cuestión. Por
ella entendemos esencialmente la creciente «fuerza de las agencias estatales frente a los organismos locales
(pertenecientes a o en intersección con la jurisdicción del Estado). Las ilustraciones de esto son muy
diversas: de la voluminosa expansión de las disposiciones legales y de las agencias encargadas de su
aplicación, pasando por la creciente proporción de los ingresos fiscales de los gobiernos centrales respecto al
producto nacional, y por la expansión estructural de agencias estatales de todo tipo, a la extensión geográfica
de su espacios de operación y a la proporción creciente de la fuerza de trabajo formada por sus empleados.
Además, como los aeropuertos internacionales alrededor del mundo, y por razones análogas, si bien de más
calado, la forma organizacional de la estatalidad (el complejo orden de las jerarquías que conforman el
aparato administrativo) goza virtualmente en todas partes de la misma autonomía: las diferencias existentes
en los distintos lugares constituyen variaciones sobre el mismo tema. Se trata de variaciones que tienen una
gran importancia para los destinatarios del poder estatal, pero que, desde la perspectiva de la historia
mundial, suponen a pesar de todo tan sólo variaciones y no rupturas cualitativas en cuanto a su forma.
Deberíamos hacer mención a un punto final al respecto. Mucho se ha debatido sobre el incremento
de la «centralización» estructural del Estado, como consecuencia de la llegada al poder de los movimientos
antisistémicos sociales y/o nacionales, lo cual ha producido un marcado incremento de lo que hemos
denominado la intensificación de la estatalidad. Esto se percibe examinando separadamente las tendencias
presentes en la formación de Estados en el interior de las diversas jurisdicciones. No obstante, observando la
tendencia general de la formación de Estados en el mundo moderno como sistema histórico singular durante
el siglo XX, sería difícil atribuir esta tendencia a cualesquiera de estos procesos internos o, en lo que nos
atañe, incluso a los éxitos colectivos de movimientos sociales y nacionales particulares: la construcción de
Estados se ha producido, en realidad, como emanación de un complejo proceso histórico singular del sistema
mundial moderno. Incluso en los casos en que, contemplado de este modo, el proceso histórico-mundial ha
sido manifiestamente más débil (los movimientos menos exitosos), la tendencia estructural de formación de
Estados no resulta menos evidente que en otros casos.
En este sentido, todavía tiene más importancia el crecimiento mucho mayo de la densidad del
sistema interestatal. Partiendo de la premisa más simple; razonando de modo puramente formal a partir de la
multiplicación por cuatro del número de Estados, hay que calcular que el número de sus relaciones
recíprocas se ha multiplicado por dieciséis. Pero este argumento únicamente araña la superficie del
problema. Los tipos de relaciones especializadas entre los Estados del sistema interestatal se han expandido
casi tanto como los tipos de agencias estatales internas. Añádase a ello que existe más de una docena de
agencias especializadas dentro de las Naciones Unidas (a las cuales pertenecen la mayoría de los Estados) y
un gran número de organizaciones internacionales regionales (como la OCDE, OPEP, ASEAN, NATO,
OUA, etcétera). Si de la existencia de este voluminoso conjunto de relaciones interestatales, pasamos a
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analizar la frecuencia con la que éstas se activan mediante encuentros, correo postal, cable, teléfono y, ahora,
correo electrónico, la densidad de la red relacional del sistema interestatal es hoy probablemente varias
veces mayor que la densidad comparable de la red relacional oficial intraestatal del país más avanzado y
centralmente administrado de hace un siglo (por ejemplo, Francia).
Un primer resultado de ello es un enmarañamiento tal de las operaciones efectuadas por cada Estado
mediante las redes relacionales y los procesos «internos» y «externos» que la distinción misma, excepto
quizá para los cruces fronterizos de persona y bienes, comienza a perder fuerza sustantiva (en contradicción
con su fuerza nominal, incrementada con cada tratado firmado, con cada mercancía evaluada aduaneramente,
con cada sello postal emitido). Así, pues, en un grado nunca visto antes por los movimientos sociales y
nacionales exitosos cuando finalmente tomaron el poder, el objeto de la administración de las agencias
internas de un Estado y las modalidades de esa administración se hallan crecientemente determinados, por
decirlo con los términos contrapuestos utilizados por Weber, no autónomamente (como corresponde al
principio de soberanía), sino heterónomamente (¿como corresponde a qué principio?).
Un segundo resultado, y que no tiene menor importancia para nuestro argumento (el escenario en el
que mediante el cual y contra el cual los movimientos antisistémicos presentes y futuros operan y operarán)
es que virtualmente todas las interrelaciones que se producen entre personas pertenecientes a distintos
Estados se han convertido en dimensiones de las respectivas relaciones reciprocas existentes entre éstos. No
se trata de los turistas que obtienen pasaportes y visas y atraviesan las fronteras de acuerdo con las
disposiciones de emigración e inmigración o de las mercancías que tienen que enviarse con los
correspondientes permisos de exportación e importación y procesarse aduaneramente, etcétera. Estos
procedimientos interestatales que diariamente reafirman las fronteras de las respectivas jurisdicciones de
cada Estado constituyente no son sino mediaciones del movimiento de personas, bienes y capitales, y se han
practicado desde hace mucho tiempo.
Obsérvese, incidentalmente, que la «apertura» o «cierre» de las fronteras de un Estado a tales
movimientos ha tenido menos que ver con las políticas de tal Estado «hacia el mundo» que con su ubicación
en el orden jerárquico inherente al sistema interestatal de la economía-mundo capitalista. Esta ubicación no
se halla determinada simplemente por la opinión cíe los intelectuales, sino por relaciones de fuerzas
fehacientes y dignas de crédito, por condiciones prácticas impuestas por las clases dominantes. En realidad,
el sistema interestatal se apropia de todas las relaciones directas e indirectas entre los pueblos de diferentes
países (jurisdicciones estatales) —sean religiosas, científicas, comerciales, artísticas, financieras, lingüísticas,
civilizacionales, educativas, literarias, productivas, de definición de problemáticas, históricas, filosóficas, y
así ad infinitud—, de modo tal que todas llegan a ser, en última instancia, mediadas, y con gran frecuencia,
realmente organizadas por las agencias homólogas de los diferentes Estados en virtud de las relaciones
existentes entre los mismos. El efecto es subordinar las interrelaciones entre los pueblos del mundo no a las
raisons d'Etats, práctica con la cual todos nosotros nos hallamos familiarizados, sino a las raisons du système
d'Etats, práctica con la que no nos hallamos familiarizados en absoluto.
Debemos observar brevemente que existe un conjunto de contradicciones históricas relevantes que se
han formado mediante esta recreación de la totalidad de las diversas relaciones sociales efectuada por éstas
redes localizadas en marcos inter o intraestatales. Muchos tipos de comunidad —en el sentido de
comunidades de creyentes/practicantes— forman, en cierto modo, «mundos» propios para distinguirse de
todas las demás comunidades y a menudo se hallan en conflicto con las mismas; es decir, con aquellos que
no pertenecen a su comunidad, que son no creyentes o no practicantes y, por consiguiente, no miembros. Se
trata de grandes comunidades que constituyen mundos: el mundo islámico, el mundo científico, el mundo
africano (o en los Estados Unidos de hoy: el mundo negro), el mundo de las mujeres, el mundo de los
trabajadores o proletarios, etcétera. No resulta ni mucho menos obvio, que tales comunidades de conciencia
puedan siquiera persistir, mucho menos crecer, dentro del marco inter e intraestatal tal y como funciona
estructuralmente. El tipo de contradicción indicada aquí apunta en mayor medida a los movimientos pacifista
y ecologista, dado que en el mundo actual éstos se hallan por fuerza orientados hacia el Estado; por el
contrario, las comunidades de conciencia en las que pensamos se crean independientemente de la estatalidad
(por consiguiente, en contradicción con ésta y con la interestatalidad y no a través de ambas).
DIVISIÓN DEL TRABAJO, CENTRALIZACIÓN DEL CAPITAL
Nos hemos extendido ampliamente tan sólo en la primera de las tendencias que definen la continua
transformación estructural de la economía-mundo capitalista; nos referimos al análisis del sistema
interestatal, de sus unidades constitutivas, los Estados, y de sus relaciones reciprocas. Lo hemos hecho así
por dos razones. La primera es la predisposición aparentemente persistente mostrada por los científicos
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sociales a seguir, a pesar de toda la evidencia acumulada contra la misma, la distinción ideológica liberal
entre «Estado» y «economía», o entre «Estado» y «mercado» según ciertas versiones, como si se tratase de
categorías teóricas fundamentales. La segunda es la igualmente predominante, aunque evidentemente menos
inquebrantable, predisposición a imaginar (de nuevo, a pesar de toda la evidencia acumulada en contra) que
la economía-mundo capitalista ha evolucionado al igual que crece una cebolla: ha partido de unos centros
originarios reducidos y locales, ha constituido después anillos sucesivamente mayores hasta formar la piel
periférica exterior y todo ello, según tal opinión, en virtud de la autoexpansión del capital mediante la
creciente subordinación del trabajo realizada por el mismo.
Consideremos ahora de modo mucho más breve las otras dos tendencias que definen esta
transformación. La segunda tendencia del funcionamiento estructural de la economía-mundo capitalista la
constituye la determinante división del trabajo que se produce en la misma. Se trata del conjunto de procesos
interrelacionados de producción/transporte que se halla organizado de modo tal que el plusvalor generado en
el curso de ambos procesos es objeto de apropiación, históricamente, de modo no proporcional por los
centros organizadores de las múltiples y más o menos largas cadenas o redes de procesos de producción
dependientes. Las pautas relacionales que implica esta ordenación se reproducen mediante ese mecanismo y,
por razones adicionales, su reproducción ha intensificado cíclicamente las diferencias de capacidad
productiva entre el núcleo organizador o las partes que ocupan el centro de esa división del trabajo
determinante y las áreas progresivamente situadas en la periferia del sistema. En el siglo XX, esta
transformación fundamental ha provocado alteraciones verdaderamente impresionantes en las relaciones
constitutivas del dispositivo centro-periferia y, en consecuencia, en la cartografía de las respectivas zonas del
planeta adscritas a cada una ellas; los resultados, generalmente considerados resultados de las diversas
políticas estatales, son bien conocidos. De interés más inmediato es el extraordinario crecimiento en las
últimas décadas de una vieja agencia perteneciente al centro o núcleo organizador de la socialización de la
producción (por lo tanto, del trabajo) a escala mundial; es decir, de lo que se conoce actualmente como
empresa multinacional o transnacional. En una palabra, muchas de las relaciones entre procesos de
producción materialmente dependientes que hubieran constituido relaciones de intercambio, o si hubieran
sido de nueva formación, podrían haberlo sido bajo otras condiciones (y por tanto formado parte, real o.
potencialmente, de redes de flujos de mercancías organizadas por el mercado), se transforman en (o si son
nuevas, se forman como) relaciones intraempresariales. La pauta básica de funcionamiento apenas presenta
novedad alguna: centralización del capital mediante empresas organizadas, desde el punto de vista de la
gestión, de acuerdo con un criterio geográfico extensivo y concebidas, desde el punto de vista técnico, como
cadenas complejas (por el momento) de operaciones de producción relacionadas. Era, después de todo, lo
que distinguía a las compañías mercantiles (¡sic!) por acciones de los siglos XVII y XVIII de otras formas de
capitalización. Pero en las últimas décadas, esta «pauta básica» de la economía-mundo capitalista ha
asumido de modo progresivo una escala y una forma, tanto desde el punto de vista organizativo como
productivo, que es históricamente original. La reconstrucción efectuada a escala mundial por las
corporaciones transnacionales de la división e integración de los procesos de trabajo altera profundamente
las posibilidades históricas de lo que aún se denomina, y todavía sin nostalgia, como «economías
nacionales».
La tercera tendencia de la continua transformación que estamos analizando sumariamente se
materializa en la masiva centralización del capital producida durante las décadas de posguerra. Lentamente,
de modo vacilante, pero cada vez más categóricamente, la agencia central de acumulación capitalista a escala
mundial (en realidad, una clase dominante mundial en vías de formación) está organizando una estructura
relacional para la resolución permanente de las enormes contradicciones, cada vez más evidentes, entre el
control efectuado por las corporaciones transnacionales sobre las interrelaciones existentes entre los procesos
productivos y, por consiguiente, su responsabilidad respecto a las mismas, y el control efectuado por los
múltiples Estados sobre las fuerzas de trabajo implicadas más o menos esporádicamente en estos procesos de
producción y, por tanto, su responsabilidad respecto a estas últimas.
Esta estructura en vías de organización es una especie de sustituto, a un «nivel superior» por
supuesto, de los malogrados imperios coloniales, cuya defunción buscaron los movimientos nacionales y
exigieron los Estados Unido convertidos ya en el nuevo poder hegemónico. Mediante estos acuerdos,
similares a las concesiones chinas y las capitulaciones otomanas, la división del trabajo se ha incrementado y
asegurado, sometida como se halla a los puros ciclos estructurales del sistema: La guerra de los «treinta
años» del siglo XX (1914-1945), en lo que se refiere a estos acuerdos, resolvió la cuestión del poder
hegemónico (entonces considerada confió una lucha entre los Estados Unidos y Alemania), pero dejó para
más tarde la invención de los mecanismos para su ejercicio y, con ello, la perpetuación tanto de la división
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del trabajo como de las múltiples soberanías necesarias mediante las cuales funcionaba el sistema interestatal
y, por consiguiente, las relaciones de hegemonía.
La invención estuvo pendiente durante mucho tiempo y tan sólo pareció haberse conformado
totalmente, como indicamos con anterioridad, después de que los vietnamitas, ante los ojos de todos,
redujesen los límites del poderío militar de la gran potencia americana. Dicho crudamente, lo que parece
haber sucedido, en virtud de la sustitución estructural de los imperios coloniales, ha sido el incremento
simultáneo de centralizaciones masivas de capital y un cierto tipo de desconcentración del mismo,
denominado desindustrialización en las actuales áreas que ocupan el centro de la división del trabajo
dominante. Las agencias de esta imponente centralización de capital las constituyen comités de dirección ad
hoc de consorcios, realmente reducidos, cada uno de ellos compuesto por varios cientos de bancos que
trabajan en estrecha relación con los bancos centrales y con las agencias internacionales, fundamentalmente
el BIRD, el HM y el BIS. La centralización aquí opera mediante el flujo monetario del circuito del capital:
los prestatarios no son directamente empresarios capitalistas, sino por el contrario Estados que, a su vez,
utilizan créditos más o menos gravosos para trabajar con las empresas transnacionales que operan con
excedentes no distribuidos en diversos proyectos de «desarrollo», los cuales; una vez realizados
materialmente, equivalen a lo que se denomina por algunos la «industrialización del Tercer Mundo» y que
provoca precisamente la «desindustrialización» de áreas previamente industrializadas en el centro de la
economía-mundo capitalista.
Este aspecto de la transformación sugiere la reconsideración de la supuesta concatenación teórica de
la centralización y la concentración de capital. Pero invita, todavía en mayor medida, a reconceptualizar la
naturaleza fundamental del proceso de acumulación concebida en términos de circuitos de capital. Cuando
los Estados endeudados tienen problemas, una de las agencias implicadas en este acuerdo, el FMI, avanza
planes de austeridad, cuya substancia y fundamento radica en reducir los costes, ahora internacionalmente
reconocidos, de la reproducción cotidiana y generacional de las fuerzas de trabajo existentes (¿en el interior?)
de cada uno de estos países.
El acuerdo no es per se históricamente nuevo (piénsese, por ejemplo, en las capitulaciones
otomanas), pero si mucho, más omnicomprensivo y, como conjunto estructural de procesos del sistema
mundial, mucho más frecuente y eficaz dadas sus implicaciones para la estructuración del proceso de
acumulación como tal.
Consideradas conjuntamente estas tres tendencias de la continua transformación estructural del
moderno sistema mundial, revelan en mayor o menor medida el cercamiento estructural del poder estatal
tomado u ocupado por los movimientos antisistémicos a lo largo del siglo XX e indican el grado y el tipo de
reconstitución del escenario con el cual tendrán que enfrentarse los movimientos antisistémicos presentes y
futuros. Indican también, aunque no es algo esencial para nuestra actual argumentación, el anacronismo de
los contenidos que atribuimos a los conceptos con los cuales trabajamos habitualmente. Los dilemas de los
movimientos antisistémicos son, por consiguiente, en cierta medida, el producto inesperado de una
modalidad de falsa conciencia típica, no de aduladores o quisquillosos, sino de la fracción más
comprometida de la intelligentsia.
Para concluir, a modo de coda, queremos plantear une última cuestión que no tiene una relación
directa con lo comentado hasta ahora. Se trata de la transformación continua de las redes de comunicación.
El Manifiesto Comunista observa lo siguiente: «Y esa unión, cuya consecución a los habitantes de los burgos
de la Edad Media, con sus calzadas miserables, les supuso siglos, los modernos proletarios, gracias a los
ferrocarriles, la logran en unos pocos años.» Fin la actualidad casi ha transcurrido un siglo y medio desde
que se escribieron esas líneas. La frase no ha perdido nada de su fuerza. Pero debe comprenderse en términos
contemporáneos: En los Estados Unidos, en los años sesenta, el medio que efectuó la interrelación de las
aproximadamente ciento cincuenta manifestaciones del movimiento negro y de las incluso más numerosas
acciones públicas del movimiento contra la guerra fue la televisión, razón por la cual el comandante en jefe
de operación de Grenada (Grenada con un territorio y una población menos de la mitad que los de un
condado interior del estado de New York), correctamente desde el punto de vista del gobierno
estadounidense, ordenó que las agencias de noticias no acompañasen la invasión. El tipo de preocupación
mostrada en el Manifiesto, los medios materiales de unidad entre aquellos que se hallan separados
geográficamente, sigue siendo central. Los medios y la forma misma de su materialidad se han transformado
de modo fundamental. Cada vez más movimientos antisistémicos encontrarán su propia cohesión y
coherencia forjadas y destrozadas por los más recientes medios de mediación de las relaciones sociales.
¿Dónde nos encontramos, pues? Necesitamos fundamental, seria y urgentemente, reconstruir la
estrategia, quizá la ideología, quizá la estructura organizacional de la familia de los movimientos
antisistémicos del mundo, si queremos enfrentarnos de modo eficaz con los dilemas reales ante los que nos
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hallamos, en un momento en que la «estatalidad» de los Estados y la naturaleza «capitalista» del capitalismo
crecen a un ritmo increíble. Sabemos que esto crea contradicciones objetivas para el sistema como tal y para
los gestores del status quo. Pero plantea también dilemas casi tan graves para los movimientos
antisistémicos. No podemos contar, por tanto, con la .automaticidad» del progreso; no podemos abandonar,
por consiguiente, el análisis critico de nuestras alternativas históricas reales.
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