De revoluciones y otros problemas (I) Igual que ciertos errores de

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De revoluciones y otros problemas (I)
Igual que ciertos errores de ortografía o de alimentación van pasando de padres a hijos, de
una generación a otra (por ejemplo, todavía hay profesores que explican a los niños que las
mayúsculas no deben llevar tildes; por ejemplo, todavía hay padres que creen que la mejor
alimentación para sus hijos es comer a la carta), también ciertos errores políticos, estos
mucho más graves, han pasado de padres a hijos, de generación a generación; por ejemplo,
una calificación grosera, sectaria, maniquea, «inmovilista» y, en consecuencia, gravemente
errónea, del Régimen franquista. Para evitar confusiones desde el primer momento, diré
que yo considero que ese régimen, tras ganar una terrible guerra civil y consolidarse en una
más terrible postguerra, ejerció una dictadura férrea contra cuantos se opusieron, por una
vía u otra, a él. Pero también diré que, si a partir de esta primera formulación (que espero
aparezca muy clara para «propios y extraños») añadimos que ese régimen se mantuvo
inmóvil durante casi cuarenta años, que no tuvo nada positivo y que, en consecuencia,
cualquier régimen alternativo era mejor, cometeremos un gravísimo error, ayudaremos a las
fuerzas más reaccionarias (sobre todo las que se envuelven en banderas de simulacros de
libertad) a someter y hasta destruir nuestra sociedad (también aquí quiero ser muy claro).
Pero ese gravísimo error se cometió. No supimos ver que el estalinismo y sus distintas
variantes eran más crueles que el franquismo; que la ETA mataba más despiadadamente
que los gobiernos de Franco (al menos los de la segunda y tercera época) que el «derecho
de autodeterminación» que defendíamos orgullosamente para vascos, gallegos, catalanes…
y cualquier «otro pueblo del Estado Español» iba a alimentar lo peor de nuestra tradición:
el separatismo, las taifas, las tribus, el odio entre españoles. No supimos prever que el foso
entre ricos y pobres, que la opresión de los capitalistas salvajes sobre los trabajadores mal
organizados, podía ir a peor y que las organizaciones que montábamos para liberar a los
oprimidos podían convertirse en nuevas formas de explotarlos.
Y ahora nos encontramos con que (muchos de) nuestros «camaradas revolucionarios»
(sobre todo los más oportunistas e ignorantes), en el mejor de los casos, se han
apoltronado y legislan para establecer privilegios y prebendas de todo tipo para ellos y, en el
peor, se han dedicado a robar a manos a llenas del erario público aunque para ello hayan
tenido que pervertir y debilitar el Estado hasta límites insólitos. Ahora comprobamos que
nuestros aliados nacionalistas nos invitaban a cantar con ellos canciones protesta en su
lengua materna para, unos años después, prohibirnos educar a nuestros hijos en la nuestra;
ahora sabemos que su odio, artificial y grotesto en tantos sentidos, hacia lo español los
alienta a establecer nuevas fronteras, inventar naciones-estado, donde solo podrán sentirse
cómodos los que se sometan a sus planes sectarios.
Pero, sobre todo y como consecuencia de todo ello, no supimos ver que «la
Revolución» es un asunto muy complejo y delicado, que no puede resolverse con etiquetas
ni mucho menos reducir el concepto a que revolución/revolucionario es aquel/aquello que
libera a la humanidad de toda opresión. Los antifranquistas nos sentíamos seguros al
afirmar: «Por mucho que tú quieras explicarla y desmenuzarla, la palabra revolución tiene
una connotación absolutamente positiva, de evolución, de paso adelante, de ruptura para
mejorar las cosas […] de vinculación con la base de la población, con los explotados, con el
pueblo. Es así. Sea o no correcto, esa es la connotación que tiene esa palabra en el lenguaje
político.» Pero no es así: no solo porque el diccionario es tajante al definir revolucióncomo
«Cambio violento en las instituciones políticas de una nación – Cambio importante en el
estado o gobierno de las cosas»; es decir, que tan revolución es la de los bolcheviques
antizaristas como la de los nazis alemanes genocidas; tan revolución es la que intentaron las
Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista, de Ramiro Ledesma, como la que intentaron los
que, bajo las consignas de Unión Hermanos Proletarios (Uníos en alguna otra versión),
siguieron las consignas izquierdistas de Largo Caballero en 1934… Y si unas revoluciones
venían por la «izquierda» y otras por la «derecha», todas coincidían en remitirse a una
legitimidad superior a la legalidad, a una misión sagrada de salvar al pueblo o a la clase
social, ¡o a la entera Humanidad!, y todas ellas bebían, tácita o explítamente, en las fuentes
de la Revolución francesa, aplicando su terrible principio de que el fin sagrado de La
Revolución justifica cualquier medio, incluyendo el Terror y el Gran Terror. Por eso creo que
es un serio error de conceptualización que cometíamos los que creíamos entonces (y que
cometen los que creen todavía) que solo es revolución y es buena revolución la que se basa
en «catecismos» izquierdistas, la que presenta románticamente al pueblo avanzando hacia su
liberación, y que cualquier otra forma de «cambio violento en las instituciones políticas de
una nación» no es digna de tal nombre y podemos despreciarla porque solo la plantearán y
desarrollarán unos cuantos reaccionarios. Y si mucha gente «normal» (sin especial
preparación política) se ha dejado llevar a esa idea de revolución=progreso-libertadfelicidad, hay que atribuirlo a los potentes aparatos de agrit-prop que los «revolucionarios»
(desde la Revolución francesa a nuestros aprendices de revolucionarios que padecemos
aquí y ahora) han puesto en pie, combinando hábilmente grandes verdades con grandes
mentiras. Los bolcheviques y los nazis, y los de UHP o JONS eran todos ellos
revolucionarios, todos tenían tras de sí inmensas masas, convencidas, románticamente, de
que estaban inciando una era luminosa. Pero ojalá que los que tuvieron el valor de
reaccionar ante las barbaridades de Lenin/Stalin o Hitler y sus epígonos (etiquetados por
sus verdugos de «reaccionarios») hubieran podido parar su revolución. Por eso, en mi
modesta opinión, no se trata de caer en la trampa maniquea de revolución=bueno para el
pueblo, reacción=malo para el pueblo, sino de saber identificar bien las situaciones
revolucionarias, la tipología de cada revolución y la reacción que provoca, y en
consecuencia, tomar partido.
Tomar partido en la mejor disposición personal, intelectual, afectiva posible para que
no nos ocurra como a Unamuno: don Miguel, admirable por tantas cosas, en un estado de
vehemencia y vacilación, apoyó alternativamente a la República y al franquismo para
renegar, a la postre, de ambos (reflejando así la terrible situación de no pocos intelectuales
de entonces). Espero no estar yo ahora en la misma circunstancia. Espero aprovecharlo que
he aprendido en estos años para, sin perder los principios que me llevaron a oponerme a la
dictadura franquista, ser un poco más inteligente que entonces y, junto a esos principios,
legar a mis hijos (y a cuantos quieran aceptarlo) una visión más correcta de los males de
nuestra patria y de las posibilidades de corregirlos… Pero eso se verá con más detalle en el
apartado II de este artículo.
JOSÉ MARÍA G. DE LA TORRE
Publicado originalmente en http://librosyabrazos.wordpress.com/
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