AL ENCUENTRO DE DIOS POR LOS NUMEROS En el uno se refunde la totalidad, Dios en suma. Sin embargo, si seguimos contando, los números que contamos nos van alejando progresivamente del uno, es decir, de la totalidad. A medida que avanzamos nos distanciamos más de la unidad pero, como si de un viaje alquímico se tratara, resulta que, al término del viaje, el encuentro con el infinito nos adentra de nuevo en la comprensión de la totalidad encerrada en el número uno. El inicio y el fin son lo mismo y no hubiéramos necesitado viajar para comprender lo que estaba en nuestra mano comprender al principio. El ser humano busca el conocimiento porque parte de la ignorancia. Sólo podemos pretender el conocimiento cuando notamos el hueco de la ignorancia. Dios lo sabe todo, pero no busca el conocimiento porque no parte de la ignorancia. No siente la ausencia de nada porque en El se residencia todo. Dios sabe, pero no conoce. El hombre conoce, pero no sabe. Solo sé que no sé nada, dice y dice bien el sabio. Antes del uno, está el cero. 0+1=1. Si sumamos ambos valores nos vuelve a dar el resultado de la totalidad. El cero no aporta ni resta nada a la sabiduría suprema porque la totalidad le comprende dentro de sí, forma parte de la propia sabiduría. Si no le resta nada, no puede ser su opuesto. El opuesto debe estar en otro sitio. Meditemos: el resto de los números se correlacionan con una multiplicación de la unidad. El dos es el duplo del uno, el tres el triplo, y así sucesivamente. La unidad a sí misma multiplicada, una y otra vez, no es distinta por ello. Es la misma pero aumentada en su cantidad, no en su calidad, no en su contenido. Saber cinco veces lo mismo no nos lleva a tener mayor sabiduría. La mayor cantidad lleva inexorablemente a la infinitud, y como la infinitud coincide en esencia con la unidad, vemos que, en el extremo, todo converge. La cantidad se hace infinitesimalmente grande para acabar siendo lo que era al principio. De igual modo, si dividimos sucesivamente la unidad hasta hacerla infinitesimalmente pequeña, descubrimos que llegamos al mismo sitio. Dividiendo en dos partes la unidad no la anulamos, simplemente la ubicamos en dos espacios; si la dividimos en tres, la ubicamos en tres espacios, la hacemos más inaccesible, pero no la destruimos. Más aún, no podemos dividir la sabiduría interminablemente porque la sucesiva división de la sabiduría tiende al infinito y, por tanto, a ser recuperada. La sucesiva partición del todo la refunde. Multiplicar o dividir la unidad en sucesión constante no nos lleva a su extinción, no podemos escapar de ella y concluimos que lo más grande, por tanto, se iguala a lo más pequeño. El cosmos y el átomo son lo mismo. Seguimos sin encontrar el opuesto. Pero si al cero le restamos la unidad, surge el menos uno (-1) y a partir de él todos los números negativos. -2,-3,-4,-5,-6,-7,-8...etcétera. Si al cero le quitamos la unidad le desproveemos de ella una vez. Esto quiere decir, como antes explicaba, que el cero contiene a la unidad, porque, en caso adverso, no podría ser desproveído de ella. La ignorancia responde a la ausencia de la sabiduría y los números negativos simbolizan únicamente la ausencia de sabiduría, la ausencia de la totalidad, la ausencia del número uno. Da igual que restemos al cero una, dos, tres, cuatro, cinco, o cualesquiera otra cantidades, porque, en definitiva, lo que estamos haciendo es multiplicar la resta de la totalidad. Da igual que al cero le restemos cinco unidades o un millón de veces la unidad, por que, una sola unidad restada, da cualitativamente el mismo resultado, es decir, la ausencia de sabiduría. Por eso, la sucesión de los números negativos se reencuentra en el -infinito, es decir, en la ignorancia total, la ausencia de sabiduría en su plenitud completa. El -1, por tanto, es el opuesto del 1, de Dios. El +infinito (esto es, el 1) y el -infinito (esto es, el -1) representan los pares de opuestos más absolutos que existen. En el infinito positivo se integra Dios y todo lo que representa, esto es, la bondad suprema, la inteligencia máxima, la sabiduría completa, la compasión suprema, el amor absoluto, pues Dios es esto y más. En el infinito negativo, por el contrario, se integra lo que denominamos el diablo, esto es la maldad, la ignorancia, la ausencia compasiva, el odio. No le pongamos forma. Hete aquí que ambos, el uno (1) y el menos uno (-1), el infinito y el menos infinito, Dios y el diablo, se integran en el cero, que es su ternario, la síntesis absoluta. Esta es la esencia del cero. Dios precisa del diablo para definirse en su máxima plenitud, pues es su espejo revertido, y, del mismo modo, el diablo precisa a Dios. Ambos se necesitan y no existe escapatoria posible. La vida, la del universo, pero también la vida humana, parte del cero, del punto exacto en donde ignorancia y sabiduría están refundidas, pero el inicio de la vida marca el comienzo de una búsqueda que no deja de representar una aventura. El hombre debe acercarse a Dios, debe llegar a abrazar la unidad, pero para ello precisa conocer el mundo inverso que las fuerzas negativas del mal representan. Sólo así puede elegir entre hacer el bien o hacer el mal. Pero, ¿puede ser conocido el mal, para rechazarlo, si no es experimentado?. Sólo Dios sabe; el hombre sólo conoce, luego, si el hombre sólo alcanza el conocimiento y el conocimiento no es ciencia infusa, -como la sabiduría suprema-, sino que parte de la ignorancia y se alcanza por la experimentación y por el error, habremos de concluir que el hombre precisa experimentar el mal para conocer el bien. Si el hombre fuera sabio no tendría problema al elegir el camino correcto y nunca caería en el mal. ¿ Dios es infinitamente compasivo porque sabe que el hombre no sabe y que está destinado a conocer y, por tanto a equivocarse?. Si esto es así, habremos de convenir que el mal tiene una utilidad y que todos estamos, en una medida u otra, presos por él. Os puedo parecer buena persona, quizás porque dentro de nuestro ámbito socia no tenéis más referencias, pero....¿Qué piensan de nosotros, atiborrados occidentales, los hombres pobres que no pueden comer? ¿ Somos buenos o, incapaces de repartir, de compartir el pan, somos malos para ellos?. Un hombre puede ser visto como bueno o como malo si modificamos la perspectiva de observación, y como no creo que haya un hombre perfecto, he concluir que el mal no sólo es inevitable, sino que forma parte de nosotros mismos como un bagaje del que no podemos desprendernos totalmente. Podemos avanzar hacia un horizonte mejor, cierto, pero nadie se puede desprender por completo de sus imperfecciones profanas. Quien así piense peca de soberbia porque, en definitiva, subliminalmente cree que él puede hacer lo que los demás hombres no pueden. Si los números positivos reflejan el camino que lleva a Dios y si éste camino resulta inalcanzable, pues la sucesión se hace infinita, ¿ Podemos encontrar a Dios?. No de este modo. No andando, quiero decir. Luego por tanto, si el movimiento no nos lleva a Dios ¿ Qué es lo que a él nos lleva?. ¿ La quietud?. Esto es ¿ La ausencia de movimiento?. Se dijo antes que la unidad está al principio del camino, y, si está al principio, esto quiere decir que no necesitamos movernos para encontrarla. Aquí hemos llegado a un punto interesante. Antes también hemos explicado que la unidad se encuentra en todos y cada uno de los números, pues, en definitiva, un número no es más que el resultado de añadir la unidad al que precedía; el uno se esconde a medida que andamos y si seguimos andando resulta que el camino se hace infinito, luego ello demuestra que andando no llegamos al sitio propuesto. Hemos de pararnos pues, pero pararse... ¿ Qué es?. Pararse no es más que desprenderse del cautiverio del espacio y el tiempo, es decir abstraerse de dónde estamos, pero también huir del sentido del tiempo presente, del pasado y del futuro. Cuando hacemos esto prescindimos de lo externo y, por tanto, nos avocamos hacia nuestro interior. Hemos de encontrar la unidad divina dentro de nosotros ( Lo dice Jesús en los evangelios apócrifos del mar Muerto); el templo somos nosotros mismos y fuera del templo no puede existir una unidad sagrada absoluta distinta de la que forma parte de nosotros mismos. ¿ Dónde está esa unidad?. Hay un yo que la niega y un yo que la afirma. El yo que la niega se corresponde con el rol que nos identifica en el exterior, esto es, con lo que suponen nuestras auto afirmaciones vanidosas, nuestra personalidad social o máscara mundana (Si al 3 le restamos el dos, esto es, el bagaje que le sobra, es decir la imperfección que hemos añadido mientras caminábamos, nos encontraremos de nuevo con el uno). Nosotros también somos un uno, la unidad ya estaba en nosotros); el yo que afirma a Dios es el que reconoce como igual todo lo que existe fuera de nosotros, 1=1, lo que hace de la vida algo genérico y absoluto de que formamos parte, y por tanto, el amor, la integración de los otros en nosotros mismos tú=yo, la igualdad, provoca la anulación del yo negativo para que surja el Dios interior, el yo verdadero, el yo de la vida que nos iguala . Hemos de pararnos pues y dejar de ser. Dejar de ser..., la quietud, la quietud que estaba en el principio. Hay una quietud relativa, que podemos vivir en la vida, más luego deviene la quietud absoluta. La muerte nos unifica con el Todo Cósmico y por tanto con el creador. El infinito ya no es un camino que no pueda recorrerse, surge la eternidad como un elemento aglutinante del tiempo. Al fin, desde la quietud, hemos alcanzado el objetivo,