Saint Exupery, Antoine De

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SAINT EXUPÉRY: EL PILOTO Y LA TORMENTA
SAINT EXUPÉRY: EL PILOTO Y LA TORMENTA
Saint Exupéry: el que voló en las alturas del cielo físico y sobre las cumbres
de
la
imaginación
literaria.
Piloto
de
la
poesía
y el firmamento. En 1931, junto con otros
pilotos franceses, inicia la aeronavegación comercial en Argentina. Realizó
numerosos vuelos sobre las inmensidades de la Patagonia. En uno de ellos, su
avión se adentró en el gaseoso y negro cuerpo de un ciclón. Dentro de la gran
tormenta, el piloto escritor experimentó un secreto. El secreto de la atmósfera
furiosa. En su El piloto y las potencias naturales, el autor de El
principito manifiesta su aventura dentro de los violentos remolinos y su
incapacidad para describir el supuesto horror que debió asaltarlo en aquella
situación extraordinaria. Imposibilidad de que el lenguaje exprese
experiencias o situaciones límites. En aquella frontera de la expresión
linguística, también meditaron Borges, Poe, Hoffmann, y Hofmannsthal. Pero
Saint Exupéry advierte que el no poder decir el horror de la ciclópea tormenta
se debió a que "si se cae en la evocación del horror, es que el horror ha sido
inventado luego, al revivir los recuerdos. El horror no se muestra en la
realidad".
Aquí recordaremos este vuelo de artista dentro del nervio eléctrico de una
poderosa tormenta. Una forma de acechar, desde la musicalidad literaria, la
música del cielo conmocionado por el milenario poder de los elementos.
Presentamos aquí, en Temakel, el vuelo de un piloto poeta dentro de la
garganta rugiente del cielo.
E.I
EL PILOTO Y LA TORMENTA
Por Saint Exupéry
Conrad, si relata un tifón, describe apenas las olas monumentales, las
tinieblas y el huracán. Renuncia a tratar esta materia. Pero en la bodega
atestada de inmigrantes chinos, el vaivén ha derribado y dispersado sus
equipajes, roto sus cajas y mezclado sus pobres tesoros. Ese oro que, centavo
a centavo, han amasado durante toda su vida, esos recuerdos que se asemejan
entre sí pero que son individuales, todo vuelve al desorden, todo vuelve al
anonimato, todo se confunde en un magma inextricable. Conrad sólo nos
muestra el drama social en el tifón.
Todos hemos conocido esa impotencia de transmitir nuestras impresiones,
cuando, luego de la tempestad, de vuelta al redil, en el pequeño restaurante de
Toulouse, bajo la protección de la criada, renunciábamos a relatar el infierno.
Nuestro relato, nuestros gestos, nuestras grandes palabras habrían hecho
sonreír a nuestros camaradas como fanfarronerías infantiles. No es casualidad.
El ciclón del que hablaré fue realmente la experiencia más impresionante en
su brutalidad, por la que he pasado; y sin embargo, más allá de cierta medida,
ya no sé describir la violencia de los remolinos sino multiplicando
superlativos que no añaden nada más que una molesta sensación de
exageración.
He comprendido lentamente la razón de esta impotencia: se quiere describir
un drama que no ha existido. Si se cae en la evocación del horror, es que el
horror ha sido inventado luego, al revivir los recuerdos. El horror no se
muestra en la realidad.
Por eso es que al comenzar este relato de una revuelta de los elementos,
que he vivido, no siento la impresión de escribir un drama comunicable.
Abandoné la escala de Trelew, rumbo a Comodoro Rivadavia, en la
Patagonia. Allí se vuela sobre una tierra abollada como un viejo caldero.
Ningún otro suelo, en ningún lado,
muestra tan bien su desgaste. Los vientos que empujan, a través de una
escotadura de la cordillera de los Andes, las altas presiones del Pacífico se
estrangulan y aceleran en un estrecho corredor de cien kilómetros de frente, en
dirección al Atlántico, y arrasan todo a su paso. Unica vegetación de un suelo
raído hasta la trama, sólo la cubren pozos de petróleo, como un bosque
incendiado. Cada tanto, dominando colinas redondeadas en que los vientos
sólo dejaron un residuo de cascajo, se alzan montañas en forma de roda,
aguzadas, dentadas, despojadas de su carne hasta el hueso.
Durante tres meses de verano la velocidad de esos vientos, en tierra, se
eleva hasta ciento sesenta kilómetros por hora. Lo sabíamos bien. Mis
compañeros y yo, una vez atravesada la landa de Trelew, cuando nos
acercábamos a las inmediaciones de la zona que barrían, reconocíamos su
presencia en no sé que color azul grisáceo, y ajustábamos un punto cinturón y
tirantes, a la espera de los grandes remolinos. Comenzábamos un vuelo
penoso, cayendo a cada paso en baches invisibles. Era un trabajo manual.
Durante una hora, los hombros aplastados por esas variaciones brutales,
hacíamos un trabajo de estibadores. Más allá, una hora después,
encontrábamos la calma.
Nuestras máquinas resistían. Confiábamos en las junturas de las alas. La
visibilidad, por lo general, era buena y no planteaba problemas.
Considerábamos esos viajes como una tarea dura, no como dramas.
Pero ese día no me gustaba el color del cielo.
El cielo estaba azul. De un azul puro. Demasiado puro. Un sol duro brillaba
sobre la tierra raída y hacía resplandecer, cada tanto, esos espinazos
blanquecinos hasta el hueso. Ninguna nube. Pero a ese azul, más que nunca,
se mezclaba ese resplandor de cuchillo afilado.
Sentí por anticipado el vago malestar que precede los grandes esfuerzos
físicos. Esa misma pureza del cielo me molestaba.
En las tormentas negras, el enemigo se muestra. Uno lo mide, se puede
preparar a recibir su embate. En las tormentas negras, se sujeta al adversario.
Pero, a gran altura, en tiempo claro, esos remolinos de tempestad azul
sorprenden al piloto como aludes, y siente el vacío por debajo.
También noté algo más. A nivel de las montañas había no una bruma ni
vapores, no una neblina de arena, sino algo así como un reguero de ceniza. No
me agradaba esa limadura de tierra erosionada que el viento arrastraba al mar.
Tendí a fondo mis correas de cuero y, manejando con una mano, me aferré
con la otra a un travesaño de mi avión. Y sin embargo todavía navegaba en un
cielo notablemente calmo. Al fin se estremeció. Todos nosotros conocíamos
esos choques secretos que anuncian tempestades verdaderas. Ni balanceo ni
vaivén. Ningún movimiento de gran amplitud. El vuelo sigue siendo rectilíneo
y horizontal. Pero se han recibido en las alas esos golpes anunciadores:
choques espaciados, apenas perceptibles, infinitamente secos, y que estallan
cada tanto, como si el aire tuviese rastros de pólvora.
Luego a mi alrededor todo estalló.
No tengo nada que decir sobre los dos minutos que siguieron. No afloran a
mi mente más que algunos pensamientos rudimentarios, esbozo de
razonamiento, observaciones simples. No puedo hacer un drama con eso,
porque no hubo drama. Sólo puedo alinearlos en algo así como un orden
cronológico.
Primero, no avanzaba. Después de oblicuar a la derecha, para corregir a
una repentina deriva, vi cómo el paisaje se inmovilizaba poco a poco, luego se
detenía definitivamente. Ya no ganaba terreno. Mis alas ya no devoraban el
trazado de la tierra. Esa tierra que veía girar, girar, pero en su sitio: el avión
patinaba como sobre un engranaje gastado.
Al mismo tiempo tenía la absurda impresión de mostrarme en descubierto.
Todas esas crestas, todas esas aristas, todos esos picos, que hacían surcos en el
viento y me arrojaban sus remolinos, me parecían cañones apuntándome. Así
se formaba lentamente en mí la idea de sacrificar mi altura, y de buscar, en el
fondo de un valle, la protección de un flanco de montaña. Además lo desease
o no, era aspirado hacia el suelo.
Atrapado así en las primeras oleadas de un ciclón, de que supe por
experiencia, veinte minutos después, que
alcanzaba en tierra la fantástica velocidad de doscientos cuarenta kilómetros,
no sentí nada trágico. Si cierro los ojos, si olvido el avión y el vuelo para
buscar la expresión de mi experiencia en su íntima simplicidad, vuelvo a
encontrar la perplejidad de un mozo de cordel cargado de bultos en equilibrio,
que se debate contra el deslizamiento de su carga, ataja uno de los objetos con
un movimiento brusco que provoca el desmoronamiento de otro, y que de
pronto, cuando está completamente ahogado en el absurdo, se encuentra
tentado de abrir los brazos y abandonar la pila íntegra. Ninguna imagen de
peligro rondaba mi espíritu. Hay una especie de ley del camino más corto de
la imagen; el acontecimiento es encerrado en el símbolo que lo resume en el
más rápido escorzo; yo era ese acarreador de vajilla que resbaló y dejó caer su
edificio de porcelana.
Ahora soy prisionero de un valle. Mi incomodidad, lejos de atenuarse, se
acrecentó. Los remolinos, ciertamente, no han matado a nadie. Bien sabemos
que la expresión "pegado al suelo por los remolinos" no es más que una
expresión de periodista. ¿Cómo descendería el viento bajo tierra? Pero hoy, en
mi fondo de valle, he perdido las tres cuartas partes del control de mi aparato.
Y veo que esta proa de piedra, allí enfrente, se balancea de derecha a izquierda,
escala bruscamente el cielo, y, un segundo, me domina antes de caer bajo el
horizonte.
El horizonte... no hay más horizonte. Estoy como encerrado entre las
bambalinas de un teatro atestado de planos de decorados. Verticales,
horizontales, oblicuas, todas las líneas se mezclan. Cien valles transversales
me enredan en sus perspectivas. No alcanzo a ubicarme cuando una nueva
erupción me hace girar un cuarto de vuelta, o me vuelve. Y debo
desenredarme nuevamente. Entonces nacen en mí dos ideas. Una es un
descubrimiento: sólo hoy comprendo la causa de algunos accidentes de
aviación ocurridos en montaña, que no pueden explicarse por la bruma
ausente. Los pilotos han confundido un instante, en este vals del paisaje,
vertientes oblicuas y planos horizontales. La otra idea es una idea fija: hay que
llegar al mar. El mar es llano. No chocaré con el mar.
Y viro, en lo que puede llamarse viraje esa danza vagamente dirigida en los
valles que se orientan hacia el Este. Hasta ahora no hay nada que sea
muy patético. Lucho contra cl desorden, me
agoto contra el desorden, me agoto queriendo reedificar un gigantesco castillo
de naipes que se derrumba indefinidamente. Apenas siento un
temor elemental, cuando una de las paredes de mi prisión se levanta como
una ola contra mí. Apenas me oprimen el corazón las zancadillas que me
disparan las aristas vivas, cuando paso por sus remolinos. Cuando saltan esos
polvorines invisibles. Si reconozco un sentimiento claro en esa mezcla de
sentimientos confusos, es un sentimiento de respeto. Respeto a ese pico.
Respeto a esa arista aguzada. Respeto a esa cúpula. Respeto a ese valle
transversal, que desemboca en el mío y va a provocar sabe Dios qué remolinos,
al mezclar su torrente de viento con el que ya me arrastra.
Y así descubro que no lucho contra el viento, sino contra esa misma arista,
contra esa cresta, contra esa roca. Lucho contra la roca, pese a la distancia.
Gracias a prolongamientos invisibles, gracias a minúsculos secretos, él
mismo se me opone. Delante de mí, a mi derecha, reconozco el pico de
Salamanca, un cono perfecto que yo sé, domina el mar. ¡Voy a
evacuarme al mar! Pero aún debo
pasar bajo el viento de ese pico. ...El pico de Salamanca es un gigante... Y el
pico de Salamanca (imagen a la izquierda) me impone respeto.
Tengo un minuto de tregua. . .dos segundos... Algo se anuda, se cierra, se
estrecha. Estoy simplemente admirado. Abro los ojos de par en par. Me parece
que todo mi avión vibra, se extiende, se amplifica. Sin moverse, horizontal, es
alzado quinientos metros en algo así como una dilatación. Domino de pronto a
mis enemigos, yo, que hace cuarenta minutos no podía elevarme a más de
sesenta metros. El avión tiembla como en una marmita. El océano se descubre
ampliamente. El valle se abre sobre ese océano, sobre la salvación.
Y he aquí que, sin transición, recibo en el vientre, a mil metros de él, el
choque del pico de Salamanca. Todo se me escapa. Y voy dando tumbos hacia
el mar.
Estoy frente a la costa. Perpendicular a la costa. Han pasado muchas cosas
en un minuto. Primero, no desemboqué en el mar. He sido arrojado hacia el
mar como por una tos monstruosa; vomitado por mi valle como por una boca
de cañón. Cuando, casi en seguida a mi parecer, viré de tres cuartos para
controlar mi distancia a la costa, la distinguí, esfumada, a diez kilómetros, ya
azul como una costa extranjera. Y la forma dentada de esos montes recortados
sobre el cielo puro me hizo el efecto de una fortaleza almenada. Estaba
aplastado a ras del agua por el poder de los vientos doblegantes y al momento
advertí la velocidad de la perturbación que intentaba remontar,
comprendiendo demasiado tarde mi falta. A todo motor, a doscientos
kilómetros por hora (velocidad máxima en esa época) y a veinte metros de la
espuma, no progresaba.
Un viento semejante, si ataca un bosque tropical, se prende en las ramas
como una llama, las retuerce en espiral y desarraiga los árboles gigantes como
si fuesen rábanos... Aquí, cayendo de lo alto de las montañas, aplastaba al mar.
Aferrado con todo mi motor, frente a la costa, contra ese viento en que
cada repliegue del suelo enganchaba su estela como un largo reptil, me
parecía aferrarme al extremo de un látigo monstruoso que chasqueaba por
sobre el mar.
En esta latitud América ya es angosta y la cordillera de los Andes no está
lejos del Atlántico. No me debatía sólo contra las corrientes de los montes de
la costa, sino, sin duda, con un cielo íntegro que caía sobre mí desde lo alto
de la cordillera de los Andes. Por primera vez después de cuatro años de vuelo
de línea, dudaba de la resistencia de mis alas. Temía también embestir al mar,
no por los remolinos descendentes que formaban necesariamente, a su nivel,
un colchón horizontal sino a causa de las posiciones acrobáticas involuntarias
en que me sorprendían. A cada giro dudaba de enderezar antes del choque. En
fin, temía, ante todo, irme simplemente a pique, una vez agotada la nafta, lo
que me parecía fatal. A cada instante esperaba el desagote de mis bombas. Y,
en efecto, las sacudidas eran tales que la inercia de la nafta en los tanques
medio llenos, o en las tabuladuras, provocaba repentinas detenciones del
motor, que soltaba no un gruñido homogéneo, sino un extraño lenguaje Morse
compuesto de largas y breves.
Sin embargo, aferrado a los comandos de mi pesado avión de transporte,
absorbido por la lucha física, sólo conocía sentimientos rudimentarios y
consideraba sin sentir nada, las huellas del viento en el mar. Veía grandes
charcos blancos, de ochocientos metros de envergadura, correr hacia mí a
doscientos cuarenta kilómetros por hora, allí donde las trombas descendentes
se dividían contra las aguas en explosiones horizontales.
El mar era a la vez verde y blanco. De un blanco de azúcar molida y placas
verdes esmeralda. No distinguía en ese tumulto desordenado unas olas de
otras. Chorreaban torrentes sobre el mar. Los vientos imprimían allí huellas
gigantes, como en otoño en las cosechas, cuando un gigantesco remolino se
A
propaga a través de los trigales.
veces, entre las playas, una absurda transparencia ofrecía la visión del fondo
verde y negro. Luego crujía en mil astillas blancas el gran vidrio del mar.
Cierto, me encontraba perdido. Después de veinte minutos de lucha, no
había ganado cien metros. Además, el vuelo eran tan difícil, a diez kilómetros
de los acantilados, que yo me preguntaba cómo resistiría a los remolinos si
alguna vez me acercaba. Marchaba sobre baterías que tiraban sobre mí. Pero,
¿cómo habría conocido el miedo? Estaba vacío, absolutamente, de todo
pensamiento que no fuese la imagen de un acto simple. Enderezar. Enderezar.
Enderezar.
Enderezar.
Tenía sin embargo instantes de tregua. Sin duda esos instantes de reposo se
parecían aún a las más violentas tempestades que hubiese soportado, pero en
comparación, sentía una gran relajación. Las reacciones de defensa se
distendían un poco. Sabía prever esos momentos. No era yo quien marchaba
hacia esas zonas de relativa calma; pero esos oasis casi verdes, bien marcados
en el mar, corrían hacia mí. Leí claramente en las aguas el anuncio de una
provincia habitable. Y, cada vez, durante la tregua temporaria, volvía el poder
de pensar y de sentir. Entonces me juzgaba perdido. Entonces la angustia me
ganaba poco a poco. Y, cuando veía estallar en mi dirección una nueva
ofensiva blanca, era presa de un corto pánico, hasta el preciso instante en que
chocaba en las lindes del hervidero, contra mi invisible mar. Luego no sentía
nada.
¡Subir! Sentía sin embargo ese deseo. La zona de calma me parecía
infinitamente profunda. Entonces volvía una sorda esperanza: "Tomará
altura..., arriba encontrará otras corrientes que me permitirán avanzar... voy..."
Empleaba entonces la tregua para intentar a toda prisa el escalamiento. Era
duro, pues los vientos descendentes seguían siendo sólidos adversarios. Cien
metros. . . doscientos metros. .. y pensé: "Si alcanzo los mil metros estoy
salvado". Pero distinguía en el horizonte la jauría blanca lanzada contra mí. Y
extendía la mano para no ser golpeado en pleno pecho, para no ser
sorprendido en una posición peligrosa. Demasiado tarde. La primera
zancadilla me volteaba. Así el cielo se me aparecía como una especie de
cúpula
resbalosa,
donde
no
lograba
mantenerme.
¿Cómo dar órdenes a las propias manos? Acabo de hacer un descubrimiento
que me alarma. Mis manos están entumecidas. Mis manos están muertas. No
recibo ningún mensaje de ellas. Sin duda pasa eso desde hace rato, pero no lo
he
notado.
Lo
grave
es
notarlo;
hacerse
esa
pregunta.
En efecto, las torsiones de las alas arrastraban a los cables de comando e
imprimían a mi volante aletazos desordenados. Desde hacía cuarenta minutos
me aferraba a él, con todas mis fuerzas, para amortiguar un poco esos choques,
de los que yo temía hiciesen saltar los cables. He apretado demasiado, y ya no
siento
mis
manos.
¡Qué descubrimiento! Mis manos son manos extrañas. Las miro, separo un
dedo; me obedece. Miro a otro lado. Tomo la misma decisión. No sé si el dedo
me obedece. No me ha comunicado ningún mensaje. Pienso: "Sí mis manos se
abrieran, ¿cómo lo sabría?" Y bruscamente las miro, siguen cerradas, pero
tuve miedo. ¿Cómo distinguir la imagen de una mano que se abre, de la
decisión de abrirla, cuando han dejado de transmitir las sensaciones entre la
mano y el cerebro? Imagen o acto de voluntad, ¿cómo reconocerlos? Hay que
ahuyentar la imagen de manos que se abren. Viven una vida aparte. Hay que
evitarles esa tentación monstruosa. Y me he embarcado en una absurda letanía,
que no interrumpiré hasta el fin del vuelo. Un solo pensamiento. Una sola
imagen. Una sola frase que infatigablemente repito: "¡Aprieto las manos..,
aprieto las manos... aprieto las manos..." Me he condensado íntegramente en
esta frase, ya no hay mar blanco, ni remolinos, ni festones de montañas.
Aprieto las manos. Ya no hay peligro ni ciclón, ni tierra perdida. En algún
lado hay manos de caucho que, si una sola vez dejan escapar el volante, no
tendrán tiempo de volver a sujetarlo y de domar el vuelco antes de llegar al
mar.
No sé nada. No siento nada, sólo que me vacío. Me vacío de mi fuerza, y a
la vez de mi deseo de luchar. Mi motor prosigue su lenguaje Morse, largas y
breves, crujidos y sacudones de un paño que se desgarra. Cuando el silencio
se prolonga más de un segundo, tengo la impresión de que se detiene el
corazón. Mis bombas desagotadas. ¡Acabado! No, sigue de nuevo...
Leo en el termómetro de ala treinta y dos grados centígrados bajo cero.
Pero estoy bañado en sudor de pies a cabeza. Chorrea sobre mi rostro. ¡Qué
baile! Sabré al instante que mi batería de acumuladores ha arrancado
sus bielas de acero y se ha aplastado contra el techo, que ha abollado. Me
enteraré también de que las nervaduras de ala se han despegado y que ciertos
cables de comando están desgastados hasta el último fragmento.
Y sigo vaciándome. Ignoro cuándo me vendrá la indiferencia de las
grandes
fatigas
y
el
fúnebre
gusto
del
descanso.
¿Qué puedo contar de eso? Nada. Me duelen los hombros. Mucho. Como si
hubiese cargado pesadas bolsas. Me asomo. En un charco verde he visto, por
transparencia, un fondo tan cercano que distingo todos sus detalles. Pero la
rodilla
del
viento
pulveriza
la
imagen.
Luego de una hora y veinte minutos de lucha, logré una ascensión de
trescientos metros. Distinguí, un poco al Sur, un ancho reguero sobre el mar,
algo así como un río azul. Decidí derivar hasta ese río. No adelanto, pero
tampoco retrocedo. Si alcanzo esta ruta abrigada por no sé que interferencias,
quizá pueda remontar lentamente hacia la costa. Me dejo derivar entonces
hacia la izquierda. Me parece también que la violencia del viento disminuye.
Precisé una hora para cubrir mis diez kilómetros. Luego, al abrigo del
acantilado,
acabé
de
bajar
hacia
el
Sur.
Intento
ahora
subir para internarme por sobre la tierra, en
dirección al terreno de escala. Logro mantenerme a trescientos metros de
altura. Reina siempre un tiempo atroz, pero no hay comparación. .. Se acabó...
Sobre el terreno vi unos ciento veinte soldados. Concentrados por mí,
debido al ciclón. Me ubico, pues, en medio de ellos. Después de una hora de
maniobras, entran en el avión en el hangar. Desciendo. No cuento nada. Tengo
sueño. Muevo lentamente los dedos que no logro desentumecer. Apenas me
parece que recién he tenido miedo. ¿Tuve miedo? Asistí a un extraño
espectáculo. ¿Qué extraño espectáculo? No sé. El cielo estaba azul y el mar
muy blanco. ¡Tendría que relatar mi aventura ya que vuelvo de tan lejos! Pero
lo ocurrido se me escapa. "Imaginen un mar blanco.., muy blanco... más
blanco todavía. . ." No se comunica nada multiplicando los epítetos. No se
comunica nada con esos balbuceos.
No se comunica nada porque no hay nada que comunicar. Ningún drama
verdadero reside en esos pensamientos que han horadado las entrañas, en ese
dolor en los hombros. Ni en ese cono del pico de Salamanca. Estaba cargado
como un polvorín, pero si digo eso, reirán. Yo también... sentí respeto por el
pico de Salamanca. Eso fue todo. No es un drama.
Sólo hay un drama y patetismo en las cosas humanas. Quizá mañana me
sienta conmovido, cuando embellezca mi aventura al imaginarme, a mí vivo, a
mí que marcho sobre la tierra de los hombres, perdido en el ciclón. Haré
trampas, pues el que luchaba con brazos y piernas contra ese ciclón no puede
compararse con este hombre feliz del mañana. Estaba demasiado ocupado.
Sólo traje un pequeño botín, hice un pobre descubrimiento. Éste es mi
testimonio: ¿cómo distinguir de una simple imagen el acto voluntario, cuando
las
sensaciones
no
se
transmiten?
Probablemente habría logrado emocionarlos relatándoles la historia de
algún niño injustamente castigado. Pero los enredé en un ciclón sin afligirlos,
quizá. Así, ¿acaso no asistimos cada semana, desde nuestras butacas de cine,
al bombardeo de Shanghai? Podemos admirar, sin horror, las volutas de hollín
y ceniza que esa tierra volcánica lanza lentamente hacia el cielo. Y sin
embargo al mismo tiempo que el grano de los graneros, que la herencia de las
generaciones, que los tesoros familiares, la carne de los niños quemados,
dilapidada en humo, engrosa lentamente ese cúmulo negro.
Pero el drama físico en sí no nos conmueve si no nos muestra su sentido
espiritual. (*)
(*) Fuente: Saint-Exupéry, "El piloto y las potencias naturales", en Un
sentido de la vida, Buenos Aires, Ed. Troquel, 1971
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