La ilusión de la vanidad - AMORC

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La ilusión de la vanidad
Revista El Rosacruz A.M.O.R.C.
Muchos de nosotros conocemos la referencia tradicional de los siete pecados capitales.
Estos, según se dice, son actos voluntarios de parte del hombre, que, según muchas
tradiciones religiosas, llegan a ser casi imperdonables. Se dice que el primero es el
pecado del orgullo.
Esté o no en la lista tradicional de estas ofensas del hombre contra Dios, el orgullo o la
vanidad es una falta mortal entre todas, y esto es cuestión que queda abierta a la
discusión.
Ya estemos inclinados o no a aceptar una estrecha interpretación teológica del bien y del
mal, o sea que querríamos basar nuestras acciones en la ética, cualquiera de nosotros
convendrá en la verdad de la frase: "la vanidad abre el camino a la caída." La historia nos
ha repetido con frecuencia este hecho. Cuando el orgullo es más importante que los
hechos realizados, esto es, cuando ocupa la primera consideración del ser humano,
entonces se hace peligroso.
El orgullo es la estima de si mismo por algún mérito real o imaginario o por alguna
supuesta superioridad. En esta definición vemos que el orgullo puede caber dentro de
dos categorías. Puede estar basado en un estado imaginario o en un estado real. Esto no
modifica el hecho de que en cualquiera de los casos el orgullo puede ser peligroso.
Desarrollar un alto grado de orgullo sobre un grado verdadero de mérito o de
superioridad, es contribuir a la formación de un estado que puede hacer que el orgullo
sea más importante en nuestro pensamiento que el mérito o la superioridad que le
sirven de base. Desarrollar el orgullo por un mérito imaginario o por una superioridad
ilusoria, es, naturalmente, una situación sin esperanza alguna.
¡Cuántos pueblos sufren porque su orgullo está basado en algo que sólo imaginan! El
orgullo en este sentido está estrechamente relacionado con la vanidad, que es el resultado natural del falso orgullo.
La vanidad, que debemos distinguir del orgullo, es, en cierto modo, una forma de orgullo
vacío y sin sentido, que incluye un excesivo deseo de llamar la atención y la aprobación
de los demás.
Es difícil llevar el orgullo a una forma extrema sin que se convierta en vanidad. El amor
propio, en cierto grado basado en mérito o superioridad, es justificable en el individuo,
pero cuando el individuo repetidamente trata de exhibir ante los demás los méritos
reales o imaginarios sobre los que basa su orgullo, entonces la vanidad se convierte en
una enfermedad que perjudica la mente y el cuerpo del individuo.
Ordinariamente, no nos fijamos en la vanidad de otros a menos que llegue al punto en
que nos fastidie o moleste. Siempre existe el peligro de que el orgullo se convierta en
vanidad, y la vanidad jamás es justificable. Solamente un individuo egoísta puede ser
completamente vanidoso. La vanidad que exhibe un individuo no es más que la
expresión interior de la importancia que ese individuo cree que tiene él mismo.
Si bien el orgullo puede quedar confinado dentro del propio individuo, la vanidad, por su
misma naturaleza, tiene siempre una expresión objetiva. No podemos ser vanidosos sólo
para nosotros mismos; la vanidad insiste en tener un auditorio. En cierto grado, la gente
vanidosa puede creer que ha podido convencer a los demás de la importancia que tiene.
Esta actitud sólo aumenta el grado de la vanidad, puesto que hay gente que siempre está
dispuesta a ser secuaz de otros; así, los jefes de naciones han podido tener un control
fuerte de su pueblo por medio de la vanidad.
En muchos grupos menores de gente, un jefe vanidoso tiene, por la fuerza de su
personalidad, la ocasión de exigir y de recibir el aplauso ajeno. Sin embargo, la historia
cuenta siempre cuan efímera y cuan poca consecuencia ha tenido siempre una jefatura
de esa clase, por lo que respecta a la creación del bien.
La vanidad, pues, no es más que una ilusión. Es, según dice un autor antiguo: "solo la
sombra de un sueño." La creencia en la importancia de sí mismo ha creado el error
mental del individuo vanidoso de que su importancia es de un significado mayor de lo
que es en realidad. Así, en muchos casos se siente obligado a continuar exhibiendo su
vanidad, por la supuesta ventaja que da a los demás.
Lo mismo que el orgullo, así también la vanidad se convierte en una carga para la mente
sana y lógica. Porque la vanidad es un estado supuesto, resulta difícil librarnos de ella. Es
como una carga que hemos convenido en llevar. Esta carga hace que el hombre
constantemente calibre cada palabra y cada acción, para conformarse con la importancia
de la falsa idea que le ha dado origen.
Además, hay pocas personas, fuera de los chiflados con la adoración de las personas, que
no puedan ver por entre la vanidad. La ilusión creada en la mente del vanidoso es tal,
que el propio individuo es el único que resulta engañado.
De mayor significación aún es que el individuo vanidoso, para mantener su vanidad, se
hace más y más objetivo, puesto que debe estar alerta y tener presente en todo momento
sus palabras y sus acciones ante sus semejantes. Esta conspiración constante dentro de
su propia conciencia impide la existencia de toda idea constructiva y creadora.
Llega a sumergir completamente la intuición y su acceso al yo interior. Nada tiene de
extraño, pues, que el vanidoso sea muy difícil de convencer para que considere los
valores fundamentales del humanismo y de Dios. El vanidoso ha erigido su propio dios:
el dios de su falso orgullo Esa persona se sitúa aparte del plan de la deidad y lejos de
toda asociación con sus prójimos.
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