¿Progreso individual, incomodidad colectiva?

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¿Progreso individual,
incomodidad colectiva?
Bienestar colectivo y progreso individual. Las implicaciones
culturales y políticas del sofocante problema de los trancones
en Bogotá.
actualidad
¿
Carlos Mendoza
Latorre
Consultor en Desarrollo Económico y Participación Ciudadana
[email protected]
Es la motorización una tendencia realmente deseable e irreversible? ¿Por qué no regularla y controlar su crecimiento? ¿Por qué no
chatarrizar modelos anteriores a los años 1995 o 2000 para equilibrar el espacio entre vías y carros, premiar a los más «ambientales» y
de paso aumentar la velocidad promedio, que ya llegó a 23 km/h y a 10
km/h en las horas pico?
Ya se sabe que las medidas de pico y placa promovieron la excusa
—valga decir, pagada por muy pocos, el 17% de los bogotanos— de
adquirir un vehículo para evadir la norma, lo cual fue posible gracias al
crecimiento económico sumado a precios bajos y facilidades de financiación. Surge entonces la siguiente pregunta: ¿por qué la gente insiste
en comprar un vehículo para guardarlo dos días a la semana y usarlo en
medio de un trancón, mientas dicho activo pierde valor no sólo cuando
sale del concesionario sino cada año, cuando lanzan nuevos modelos?
Como bien aspiracional, símbolo de progreso, estatus y reconocimiento social, el vehículo no resiste decisiones razonables en lo que a
movilidad se refiere. Parece una esquizofrenia colectiva de decisiones
atadas a la emocionalidad y a la presión de grupo de una sociedad
emergente, casi adolescente, que en contra del bienestar colectivo y el
transporte público prefiere el egoísmo particular de sentirse experimento del «progreso» ofreciendo a pérdida su propia comodidad.
El debate también ha caído en un sofisma increíble con amplia divulgación: creer que es un derecho casi fundamental usar el vehículo y
formar parte del trancón debido a la inexistencia de una infraestructura
adecuada de transporte, como si el crecimiento vial —que es aritmético—fuera al mismo ritmo que el vehicular —que es exponencial—. Es el
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mismo dilema del crecimiento poblacional y la inexistencia de recursos
suficientes para atenderlo y que significan hambre y conflicto. El trancón, la incomodidad, la pérdida de tiempo, la reducción de la velocidad
promedio y la disminución de la competitividad de la ciudad, de la salud y del ánimo de los ciudadanos, son la diferencia que no permite el
equilibrio.
Parece impopular para las minorías con micrófono que tienen carro
—no para las mayorías que usan transporte público pero anhelan «endeudoprogramarse» para adquirir uno y usarlo en el trancón algunos
días—, proponer choques a la oferta automotriz para aliviar el tráfico,
pero es evidente que mientras se construyen nuevas vías (que hay que
hacerlas, sin duda) y se ofrecen carros (pero en cuotas, de acuerdo con
el espacio de vías disponible), el trancón continuará, y a los gobiernos
de las ciudades hay que recordarles la obligación pública de actuar.
Las autoridades deberían cobrar por el escaso uso del espacio; estimular una utilización inteligente del carro particular, como establecer peajes para la entrada de vehículos a zonas de altas afluencia —el
centro, por ejemplo— y multas al uso no eficiente de la capacidad de
carga de pasajeros (sí, los puestos de atrás son para llevar gente, no
son de adorno); chatarrizar un porcentaje del parque automotor, como
se ha hecho con los buses para que funcione el sistema Transmilenio;
premiar pública y económicamente medios alternativos de transporte,
como la bicicleta —que alivia el ambiente y libera espacio en las vías—,
y cuestionar si la tan afamada motorización es en realidad una tasa
deseable e irreversible, como se viene sugiriendo en diversos medios
de comunicación. Se pensaría, incluso, que es necesario promover desde los colegios una reflexión sobre otros símbolos de «progreso» que
no nos cuesten tanto ni sometan a la ciudadanía a la incomodidad de
«disfrutarlos».
¿Qué significaría en una ciudad como Bogotá una tasa de motorización de 1000/1000?, ¿que cada habitante se movilice en un carro, o
sea siete millones de vehículos, a velocidad de centímetro por hora?
En este orden de ideas, sería muy importante que los aportes de voluntad ciudadana se hicieran desde el principio y no
después, cuando confluyen todos los intereses y problemas.
Está de moda
No es posible seguir creyendo que si no hay vías suficienun sofisma increíble con
tes y transporte masivo cómodo, hay que comprar carro
amplia divulgación: creer que
y luego quejarse porque las vías no alcanzan. La excusa
es un derecho casi fundamental
a la falta de planeación estructural sólo se resuelve con
usar el vehículo y formar parte del
acciones públicas que alteren el caos y se orienten a la
trancón debido a la inexistencia de una
organización.
infraestructura adecuada de transporte
¿No se requieren, entonces, reflexionar más y evitar
masivo, como si el crecimiento vial
tanto pretexto para ceder en una noción básica de convi—que es aritmético—fuera al mismo
vencia colectiva? Es el costo de haber crecido tanto y ser
ritmo que el vehicular —que es
tantos y de rendirle un culto desmedido al «progreso indiexponencial—.
vidual» cruzando los estándares de la convivencia colectiva.
Lo dijo de manera «literal» Hobbes, anticipándose a la vida en
las grandes ciudades, «reunidos por millares estarán menos peor
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Es el problema de
una cultura vencida ante
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a cualquier costo, impulsada por
la estética de las grandes y recientes
fortunas, que también ha seducido a
las clases medias, que se embelesan
con el reflejo de la recompensacorreo
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esfuerzo honesto y al trabajo
diarios; esto es válido, pero
urge convivir.
—¿mejor?—, pero la jaula será menos alegre».
Creer que si los medios masivos de transporte
no son totalmente eficientes —a corto plazo—
no queda otro camino que el carro particular,
como si ésta fuera la condición primaria para
construir ciudad, parece el síndrome de las clases en ascenso que no soportan periodos de incomodidad.
Es el problema de una cultura vencida ante el
afán y la idea del bienestar a cualquier costo, impulsada por la estética de las grandes y recientes fortunas, que
también ha seducido a las clases medias, que se embelesan con el
reflejo de la recompensa al esfuerzo honesto y al trabajo diarios; esto
es válido, pero urge convivir. La ciudad se enfrenta a la mirada inactiva
de las mayorías sin micrófono (capacidad de compra) y al silencio de los
gobernantes, que no quieren cuestionarlas temor a un castigo político
desde los medios, la pauta y el comercio, actuando con ello a favor de
unos pocos y en detrimento de todos.
El sueño de una ciudad sin trancones, como la que se disfruta y
extraña en las vacaciones sí es posible. Tener conciencia es inútil. Se
requieren voluntad política y acciones ciudadanas.
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