Rifeño. Mohammed Ben Abdelkadí. Un soldado musulmán saca

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Rifeño. Mohammed Ben Abdelkadí. Un soldado musulmán saca una imagen de una iglesia.
Teruel. En 1938, un soldado marroquí saca y vuelve a meter una imagen religiosa del espacio
sagrado de una iglesia en un pueblo de los alrededores de Teruel, posiblemente Aguilar de
Alfambra. El derrumbamiento del ejército rojo, 1938, de Antonio Galvache. Noticiario español
nº 3, 1938, Dionisio Ridruejo y M. A. García Viñolas. Filmoteca Española.
Pasolini. Pier Paolo Pasolini. Un obrero meridional baila descalzo sobre el umbral de una
puerta. Roma-Teherán. En 1974, en Venecia, en el debate que siguió a la proyección de los
Apuntes para una Orestiada africana y fragmentos de Las mil y una noches, Pasolini ejecuta unos
pasos de baile. Appunti per un’ Orestiade africana, 1970, Pier Paolo Pasolini y los estudiantes
africanos de la Universidad de Roma. Il fiore delle mille e una notte, 1974, Pier Paolo Pasolini.
Fundación Filmoteca Italiana/Fondazione Cineteca. Italiana RAI.
La historia de un imaginario, el del musulmán marroquí, que se debatía entre la concepción
laica de los republicanos y el tradicionalismo militante de los generales golpistas. En ambas
latía la sombra del colonialismo, ya fuera hijo de la modernidad ilustrada o del nacionalismo
exacerbado que aún hablaba de Reconquista. Porque, en un principio, ninguna de las dos
facciones profesaba especialmente credo religioso alguno. Los republicanos se habían identificado
con el anticlericalismo, pero en su Gobierno abundaban los gobernadores católicos y meapilas.
Para los militares africanistas daba igual adoptar la Cruzada cristiana, el Fascismo o el Islam,
de hecho intentaron construir una ideología nacional con todo ello. Durante los años de la
guerra y la posguerra, el musulmán marroquí tuvo que sortear su destino bajo la dominación
española con habilidad bailarina, aquí y allá andaba con pasos estratégicos, hasta la vuelta a
casa definitiva. La vieja canción, “mantén un pie al sol y otro pie a la sombra” marcaba el
camino de los supervivientes.
Una identificación entre el mundo del subproletariado y los trabajadores árabes y africanos del
mundo. Una identificación de la historia de estos pueblos con la verdadera Historia Sagrada,
un poco a la manera de Gramsci. El sacrilegio que operaba la modernidad, el tiempo de la
automatización capitalista, solamente podía salvarse con una suerte de baile, una danza
antagonista y contradictoria, que ponía los pies, alternativamente, en Marx y en Cristo, en el
delincuente y en el poeta, en el árabe y el campesino, en el joven y en el amante, y así hasta
el infinito. Un peculiar entendimiento de lo sagrado, al límite de las concepciones de su tiempo,
las del cristianismo y del comunismo. Como en su poema, “Las cenizas de Gramsci”: “El
escándalo del contradecirme, del estar / contigo y contra ti; contigo en la luz, / contra ti en
las oscuras entrañas.”
La religión era usada por el diario falangista Arriba, en fotos de moros y jinetes con la inscripción:
“Con Sidi Franco a la guerra contra los ‘sin Dios’.” También el profesor arabista Miguel Asín
Palacios afirmó: “La imagen del Sagrado Corazón estaba en el pecho de muchos de nuestros
Regulares”, y, en una ocasión, cuando se iba a descolgar la imagen de la Virgen en un hospital
de sangre, un moro protestó: “No descolgar. Virgen ser buena para todos.” Y definía: “El extraño
espectáculo de nuestros soldados marroquíes al asaltar posiciones enemigas entonando letanías
que imploran la ayuda del Dios de los ejércitos. Un Regular asalta la trinchera y dice que se
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rinda a un marxista: ‘¡Tú no estar de Mahoma!’. Los marxistas eran para los marroquíes ¡perros
sin religión!... Un sargento de Regulares, al oír a Franco en Burgos, gritó: “¡Dios y España
luchamos!” El mismo Franco aceptó la importancia del catolicismo en el belicismo de sus
moros: “Los moros están encantados con la guerra. Llevan ‘detentes’ del Corazón de Jesús que
en Sevilla les colocaron las muchachas. Dicen: ‘Hacía tiempo que no podíamos matar hebreos’.”
Los soldados moros eran islámicos pero estaban contra la profanación de imágenes cristianas
que llevaban a cabo algunos rojos, al ser imágenes religiosas, y de ahí que las muchachas pusieran
escapularios en los uniformes de los moros. Al principio, Franco y los suyos acusaban a los
hombres de la República de “negar a Dios”, lo que les atrajo a élites y pueblo marroquíes; luego
intervino la Unión Soviética en la guerra y Beigbeder, etc., dijeron a los moros que la “nueva
España” estaba en mortal combate contra el comunismo, “enemigo declarado de la religión
islámica”. Los jefes militares rebeldes jugaron todas las cartas para llevar a los moros a la matanza,
sembrando la confusión en ellos sobre el ateísmo de los rojos.
Las mil y una noches, el cierre al tríptico de la vida, lo llevará a Etiopía, Eritrea, el Yemen y Persia.
En el increíble marco de Mesjed-esh-Sha, en Isfahan, encontrará rostros increíbles, de gentes
más increíbles aún, en todas las gamas del marrón al negro; es el pueblo quien actúa como
extra, con sus turbantes y togas, ropas de seda y brocados, con toda la magia y el esplendor del
Oriente. En otro escenario impresionante de belleza, la Mezquita, construida en 1706 por el
último de los Safávidas, se rodó la escena de la boda; mientras un burrito se paseaba adornado
con preciosas ropas, las bailarinas danzaban alrededor de un fastuoso festín, contempladas por
la pareja; el novio era un niño de trece años; hijo del dueño del hotel en que se hospedaba
Pasolini, que milagrosamente hablaba italiano, aunque poco tuvo que decir. Pasolini quiso
hacer, como siempre, un filme específicamente realista. Ese realismo está vivo, porque todos los
elementos eran suntuosamente reales, edificios, piscinas, rostros, trajes, no hubo una sola
reconstrucción, porque el director sostenía que el protagonista de Las mil y una noches eran los
componentes escenográficos y el pueblo. “Prefiero poner cielo o tierra, antes que poner algo
que no refleje la realidad, porque eso sería como traicionarme, como haber perdido la fe.” La
filmación fue acompañada por alteraciones propias de las producciones que se realizan en
lugares suspendidos en el tiempo histórico; por orden de emisarios militares, todo el equipo
de filmación fue expulsado de la Mezquita; los mullahs habían presionado quejándose ante
el Gobierno de Teherán, alegando que animales y bailarinas semidesnudas habían hollado el
sagrado recinto de “el Muzzein”. Finalmente, todo pudo solucionarse, pero en ese ínterin,
Pasolini se consumía en la impaciencia y en la impotencia, mientras su mánager de producción
volaba hacia Teherán, mientras el paisaje parecía muerto en su auténtica realidad, porque
Pasolini estaba reviviendo a tiempo real un tiempo de ensueño histórico, un tiempo con la
fantasía de Las mil y una noches. Tras esta trilogía de la vida, como si fuera una despedida a
un problema concreto de polémica sindical y política, sobre una idea de Giovanni Bonfanti
y Goffredo Fofi, Pasolini preparará su Lotta continua (Lucha continua), un filme que se ocupará
del Caso Pinelli, investigando en el proceso a Valpedra, que enfrenta el problema de la acción
y la estrategia de los Sindicatos, así como de la izquierda tradicional, en guerra en ciertos
momentos por la diferencia de los intereses políticos y gremiales y unidos en otros, maliciosamente
por los mismos intereses, abandonando sus auténticas representatividades. Pier Paolo Pasolini
escapará a su realidad política, más aún a la política real, y se entregará de lleno a un trabajo
que, tal vez pensándolo o quizá no, será su Testamento cinematográfico. En su eterna búsqueda
del sentido de la libertad, angustiado por la idea del resurgimiento fascista y dominado por
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una sociedad consumista y por una desfigurada acción permisiva, Pasolini abofeteará el rostro
de la humanidad con su último filme Saló o los 120 días de Sodoma.
Después de que las primeras tropas coloniales fueran transportadas a la Península, mujeres
partidarias de los Nacionales en Sevilla bordaron la imagen del Sagrado Corazón de Jesús en
los uniformes de los Regulares que se encontraban en la ciudad. Es posible que los soldados,
procedentes de una cultura también imbuida de supersticiones, esperasen que la imagen del
Sagrado Corazón de Jesús se convirtiera en escudo contra las balas enemigas, del mismo modo
que había sido un símbolo de protección para los católicos españoles. Pero la publicación en
un periódico francés de una foto de marroquíes que llevaban la imagen del Sagrado Corazón
de Jesús ofendió a algunas autoridades marroquíes y los nacionales recurrieron a la mentira,
afirmando con poca credibilidad que los soldados que llevaban la imagen del Sagrado Corazón
de Jesús eran en realidad españoles que se habían alistado en los Regulares. Después de ver las
imágenes católicas del Sagrado Corazón de Jesús que llevaban tanto españoles como marroquíes,
un católico irlandés partidario de los Nacionales declaró en una carta al presidente de Irlanda
que las tropas eran un ejército católico. Textualmente, escribió: “Desde que se expulsó a los
moros de España, nunca ha habido un ejército católico en este país como el de ahora. Esto no
es una guerra civil; es una Guerra Santa, una cruzada.” Consciente de que la cruzada fue librada
contra los musulmanes, hizo un esfuerzo para superar la contradicción. El irlandés insistió en
que el ejército nacional luchaba contra “lo que es peor que el islam, porque el islam cree en Dios”.
También el poder burgués clásico está por aquel entonces completamente disociado: para
nosotros, italianos, este poder burgués clásico (es decir prácticamente fascista) es la Democracia
Cristiana. En este momento quiero sin embargo abandonar la terminología que yo (¡artista!)
uso un poco forzadamente y descender a un ejemplo vivo. La disociación que hoy divide en
dos el viejo poder clérigo-fascista, puede ser representado por dos símbolos opuestos e
inconciliables: “Jesús” (en este caso el Jesús del Vaticano) por una parte y los “blue jeans Jesús”
por la otra. Dos formas de poder enfrentadas: aquí el gran tropel de los curas, de los soldados,
de los biempensantes y de los sicarios; allá los “industriales” productores de bienes superfluos
y las grandes masas del consumo, laicas y, quizás idiotamente, irreligiosas. Entre el “Jesús” del
Vaticano y el “Jesús” de los blue jeans existe una lucha. En el Vaticano –al aparecer este producto
y sus manifiestos– se han levantado grandes lamentos. Grandes lamentos a los cuales habitualmente
seguía la acción de la mano secular que procedía a eliminar los enemigos que la Iglesia tal vez
no nombraba, limitándose solamente a los lamentos. Pero esta vez a los lamentos no ha seguido
nada. La longa manus ha permanecido inexplicablemente inerte. Italia ha sido tapizada de
carteles representando posaderas con el texto “el que me ame que me siga” y revestidas
precisamente por los blue jeans Jesús. El Jesús del Vaticano ha perdido. Ahora el poder
democristiano clérigo-fascista se encuentra desgarrado entre estos dos “Jesús”: la vieja forma
del poder y la nueva realidad del poder…
Otros casos, relacionados asimismo con la religión, serían también motivo de inquietud para
las autoridades franquistas. Se trataba esta vez de cartas escritas en árabe, que llevaban impresas
imágenes religiosas católicas y que los soldados marroquíes enviaban a sus familiares o a personal
marroquí de la zona del Protectorado, así como a otros soldados que se encontraban heridos
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o enfermos en hospitales de la Península. Las cartas venían ya preparadas, en forma de sobre
abierto que se plegaba, con la imagen de la Virgen en la cobertura, y en el interior, en una de
las caras, la imagen del Sagrado Corazón. Empezaron a aparecer a mediados de 1937 y todavía
en agosto de 1938 seguían circulando. Hay centenares de ellas. Los soldados marroquíes se
las compraban a los vivanderos, a lo que parece sin el menor reparo, contentos, como niños,
de que llevaran estampas. Dado que toda la correspondencia pasaba por la censura militar, las
cartas eran enviadas a la Delegación de Asuntos Indígenas en Tetuán, que las retenía, para
evitar que circulasen, y no las enviaba a sus destinatarios hasta haber sido transcritas en otro
papel. No obstante, como el número de cartas recibidas se contaban por centenares y el personal
de interpretación y copista de que disponía la Delegación era escaso para realizar esa tarea tan
abrumadora, el delegado de Asuntos Indígenas en Tetuán pidió a los interventores para Asuntos
Marroquíes en España, primero, en nota del 4 de octubre de 1937, y luego, del 17 de febrero
de 1938, que se extremara la vigilancia para evitar que los soldados musulmanes escribieran
en dicha clase de papel, obligándolos a que lo hicieran en otro, “con el fin de cortar –decía–
los rumores que existen ya de que se pueda practicar por nosotros proselitismo religioso”. Por
ello, rogaba que se prohibiese terminantemente que los cantineros-vivanderos que acompañaban
a las tropas de los ejércitos de operaciones vendiesen papel con imágenes a los soldados
marroquíes, debiendo llevar otra clase de papel para ellos. No parece que estas instrucciones
surtieran demasiado efecto, ya que en los meses siguientes continuaron circulando cartas con
esas imágenes. Pese a las medidas tomadas por las autoridades militares para evitar que se
acusase al bando franquista de hacer proselitismo entre los marroquíes, eran muchos los que
en éste, movidos por el fervor misionero de “salvar almas”, lo practicaban, especialmente frailes,
monjitas y señoritas muy caritativas que visitaban a los marroquíes heridos o enfermos en los
hospitales musulmanes con la intención de convertirlos a la fe cristiana. También en este caso
las autoridades militares se vieron obligadas a intervenir, incluido el propio Franco, quien dio
órdenes para que estos intentos de hacer prosélitos cesaran.
Propongo un solo ejemplo aunque sea aparentemente limitado. Uno de los más poderosos
instrumentos del nuevo poder es la televisión. La Iglesia hasta ahora no lo ha comprendido.
Más bien, penosamente ha creído que la televisión era un instrumento de su poder. Y en
efecto, la censura de la televisión ha sido una censura vaticana, no cabe duda. La televisión
hacía un continuo réclame de la Iglesia. Pero, precisamente, hacía un tipo de réclame totalmente
distinto del réclame con el cual lanzaba los productos, por una parte, y por otra, y sobre todo,
elaboraba el nuevo modelo humano del consumidor. El réclame hecho a la Iglesia era anticuado
e ineficaz, puramente verbal: y demasiado explícito, demasiado pesantemente explícito. Un
verdadero desastre en relación con el réclame no verbal, maravillosamente leve, hecho a los
productos y a la ideología del consumo, con su hedonismo perfectamente irreligioso (para qué
el sacrificio, para qué la fe, para qué el ascetismo, para qué los buenos sentimientos, para
qué el ahorro, para qué la severidad en las costumbres, etc.). Ha sido la televisión el principal
artífice de la victoria del “no” en el referéndum, mediante la conversión laica, aún por estupidez
de los ciudadanos. Y aquel “no” del referéndum, no ha dado más que una pálida idea de cuánto
ha cambiado la sociedad italiana precisamente en el sentido indicado por Pablo VI en su
histórico discursito de Castelgandolfo. Ahora bien, ¿la Iglesia debe continuar y aceptar una
televisión semejante, es decir, un instrumento de la cultura de masas que pertenece al nuevo
poder que “ya no sabe qué hacer con la Iglesia”? ¿No debería, en cambio, atacarla violentamente,
con furia paulina, precisamente por su real irreligiosidad, cínicamente vestida por un vacío
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clericalismo? Naturalmente se anuncia en cambio un gran exploit televisivo para la inauguración
del Año Santo. Y bien, quede claro para los hombres religiosos que estas manifestaciones
pomposamente teletransmitidas serán grandes y vacías manifestaciones folklóricas, políticamente
inútiles hasta en la derecha más tradicional.
Para contrarrestar la propaganda republicana, que presentaba a los marroquíes como simples
y crueles mercenarios, las autoridades franquistas se apresuraron a justificar la presencia de unas
tropas que pasaban de ser auxiliares en la tarea de asegurar la paz en el Protectorado de Marruecos
a convertirse en aliadas de los militares sublevados contra el Gobierno legítimo de la República.
En la medida en que los nacionales defendieron su acción basándose principalmente en la defensa
de los valores cristianos, amenazados, en su opinión, por el republicanismo y el comunismo
ateo, consideraban absolutamente válida la alianza con los musulmanes contra los “sin Dios”,
“el infiel”, etc. En esta elaboración teórica, los arabistas tuvieron un protagonismo indudable,
en especial Asín Palacios. En la línea de justificar el empleo de tropas marroquíes en la guerra
se argumentó que España y Marruecos, además de las raíces comunes, compartían la defensa
de unos sanos valores tradicionales. Asín Palacios y Giménez Caballero fueron los máximos
exponentes a la hora de destacar los lazos fraternales que unían a ambos pueblos. Giménez
Caballero llegó a defender que el nuevo estado de los “nacionales” debía tomar como modelo
las organizaciones sociales de Marruecos. Asimismo, se destacaron las virtudes de los marroquíes,
tales como su amor por las ciencias y el estudio. También se hizo hincapié en la animadversión
compartida de cristianos y musulmanes contra los judíos, a los que se acusaba de haber favorecido
la decadencia de España y que eran colocados sin más en el bando republicano. Un personaje
de una tira cómica, el jovencito pro español Ben Alí, se muestra deseoso de acompañar a su
padre, “que se iba a luchar por España, contra los judíos”.
Juro sobre el Corán que amo a los árabes casi tanto como a mi madre. Estoy negociando la
compra de una casa en Marruecos para irme a vivir allí. Ninguno de mis amigos comunistas
lo haría debido a un antiguo, tradicional e inconfeso odio hacia el subproletariado y los pueblos
pobres. Además, tal vez se pueda acusar a todos los literatos italianos de tener escaso interés
intelectual por el Tercer Mundo: a mí, no. En fin, en estos versos, escritos en 1963, se condensan,
como bien puede verse, todos los motivos de crítica a Israel que llenan ahora las páginas de
la prensa comunista. Yo viví, pues, en 1963, la situación israelí y la jordana a ambos lados de la
frontera. En el lago Tiberíades y a orillas del mar Muerto pasé momentos que sólo cabe comparar
con los de 1943-1944: comprendí, por mimesis, lo que significa el terror al exterminio masivo.
Tanto como para tener que tragarme las lágrimas y guardármelas en mi demasiado tierno
corazón, al ver a tantos jóvenes cuyo único destino parecía ser el de caer víctimas del genocidio.
Pero comprendí también, cuando llevaba allí unos días, que los israelíes no se habían rendido
en absoluto a ese destino. Ahora bien, estos días, leyendo l’Unitá he experimentado el mismo
dolor que se siente al leer el más mentiroso de los periódicos burgueses. ¿Cómo es posible que
los comunistas hayan hecho una elección tan tajante? ¿No era acaso ésta, por fin, una buena
ocasión para “elegir con dudas”, que es la única manera humana de elegir? ¿Quizá porque Israel
es un Estado que ha nacido mal? ¿Pero qué Estado, ahora libre y soberano, no ha nacido mal?
¿Y quién de entre nosotros podría garantizar a los judíos que en Occidente ya no habrá jamás
otro Hitler o que en Estados Unidos no habrá nuevos campos de concentración para drogadictos,
homosexuales y... judíos? ¿O que los judíos podrán vivir en paz en los países árabes?
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Pasolini Archivo F.X.
Franco hizo todo lo posible para organizar una peregrinación por barco a La Meca, ofreciendo
grandes subsidios a los peregrinos que decidieron irse. Aprovecharon el incidente en que un
avión republicano bombardeó el puerto de Ceuta donde estaba amarrado el barco, como si el
blanco de los republicanos fuera religioso. Franco mandó al general Antonio Aranda en una
misión especial para explotar el asunto. Durante visitas a diferentes partes del Protectorado,
se entrevistó con notables locales, pasó revista a las tropas e insistió en sus discursos en los
vínculos religiosos entre católicos y musulmanes. En su discurso en Larache declaró que
los que luchaban contra España en el territorio nacional querían destruir todas las religiones;
no sólo el catolicismo, que era la de los españoles, sino también la religión musulmana y, en
general, todas las religiones del mundo. Y continuó diciendo que nunca las autoridades españolas
ni los soldados españoles habían atacado en lo más mínimo el prestigio y respeto que merece
la santa religión musulmana, la cual había sido respetada siempre por la verdadera España,
siempre defendida y protegida contra sus enemigos.
Pero a Pasolini no le interesaban sólo estas islas tercermundistas del mundo desarrollado. África
y Asia, sobre todo, fueron para él lugar de huida y búsqueda, huida de ese mundo poshistórico
al que no sentía pertenecer y búsqueda de culturas aún salvadas de la catástrofe antropológica
acaecida en Occidente: “El estupendo e inmundo / sol de África que ilumina el mundo /
¡África!, Mi única / alternativa…” En esta vocación tercermundista puede verse, sin duda, cierta
mistificación, de la que el propio Pasolini fue siendo, en parte, gradualmente consciente. Su
lucidez, tan frecuentemente pesimista, le impedía no darse cuenta, por ejemplo, de la fascinación
que a su vez sentían los jóvenes africanos por los productos y el modo de vida de sus colonizadores,
un síntoma para él inequívoco de que también el Tercer Mundo estaba a la larga condenado
a la industrialización capitalista. Pero Pasolini era dueño también de cierta lucidez más visionaria,
que le hacía profetizar a veces otras variantes del futuro que quizá nos resulten mas familiares
hoy, cuando el Tercer Mundo ha entrado en una crisis mucho más profunda que la de la
normalización entre temida y prevista por él: “Alí de los Ojos Azules, / uno de tantos hijos de
hijos, / vendrá de Argelia, en naves / a vela y a remos. Vendrán / con él millares de hombres /
…Desembarcarán en Trotona o en Palmi, / a millones, vestidos con harapos / asiáticos, y camisas
norteamericanas.”
Algunos autores franquistas, como Giménez Caballero, confesaron que en la primera fase de
la guerra, los regulares y los legionarios recurrían al pillaje, pero aseguraban que posteriormente
esta práctica desapareció. En realidad, durante la primera fase de la guerra, las columnas del
ejército de África se entregaron sistemáticamente a los saqueos, incluso para conseguir comida.
El comandante Castejón reconoció que debían “confiscar” alimentos a causa de los problemas
de intendencia. En muchas poblaciones tomadas por las columnas coloniales, como Badajoz
o Villafranca de Córdoba, los legionarios y los regulares robaron todo cuanto encontraron
(incluso se hubo de proteger el palacio episcopal de la ciudad extremeña para evitar que lo
saqueasen). Era muy frecuente que áscaris y legionarios se apoderaran de los relojes y las joyas
de los prisioneros y de los difuntos (incluso solían cortar los dedos de los muertos para sacarles
los anillos). Aunque estas prácticas con el tiempo fueron haciéndose menos usuales no
desaparecieron. Así lo demuestran los grandes gastos realizados por los áscaris y sus cuantiosos
envíos de dinero a Marruecos (en 1938, había algunos mercenarios que, con un sueldo máximo
de ciento veinte pesetas mensuales, mandaban en un solo envío ocho mil pesetas a sus parientes).
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A lo largo de toda la guerra, los miembros de la Legión y de los cuerpos “indígenas” se dedicaron
a robar los dientes de oro de los cadáveres encontrados en el campo de batalla. Otro de los
objetivos favoritos de los áscaris eran las máquinas de coser, que revendían o enviaban a sus
familias. Incluso los cantineros que acompañaban a las tropas marroquíes se dedicaban al
saqueo, para luego vender los bienes robados. Las razzias alcanzaron la lejana Guinea; allí los
áscaris de Ifni se llevaban todo aquello que deseaban de factorías y viviendas. Hasta en el
último episodio del conflicto hubo saqueos: los legionarios confiscaron todos los bienes de
los republicanos apresados en Cartagena (ni siquiera les dejaron los relojes y las estilográficas)
y Franco consiguió, a través de sus acuerdos con Francia, que se devolviesen a España algunas
de las pertenencias que los republicanos habían conseguido llevarse al exilio. Pero sin duda
quien obtuvo un botín más extravagante fue el propio dictador. Al ocupar Málaga, las tropas
rebeldes encontraron, custodiado en unas dependencias de la policía, el brazo incorrupto de
santa Teresa, una reliquia que procedía del convento de las Carmelitas de Ronda. Franco se
quedó con el venerado objeto y, a pesar de las peticiones de las monjas, lo conservó hasta su
muerte.
Una ciudad cerrada, perdida en sí misma, huraña, carente de aquella ternura, aquella necesidad
de ayuda, aquella necesidad de liberarse vehementemente, para regalar su propia historia. Mis
ojos, inconscientemente, culpablemente, son para los pocos árabes que reconozco no tanto
por el paso como por los ojos. Muchos hebreos se asemejan a ellos (venidos de Marruecos,
del Yemen pastoral): pero se distinguen enseguida, como por elección. En los ojos de los
hebreos se lee, en efecto, la lucha contra el deseo de no ser, en los de los árabes en cambio se
lee la estúpida, la adorada voracidad de ser. El desierto (conquistado metro a metro, por
arbolitos alineados), la aparición de Berseva, el Desert Inn, la llegada a Sodoma, el encuentro
con alguna tribu de beduinos... ¿Cuál es la historia de los caros a Dios? ¿La de los hebreos que
ha adquirido la enormidad de locos esqueletos industriales, o la de los beduinos, solos con sus
ojos de alegres serpientes entre los harapos? Terminado mi día de fiesta, cansado petulante
turista (investigador neurótico para un panel capitalista, finalmente) me doy cuenta de que
ninguno de los chicos que he visto en las turbias orillas de Tiberíades –pasando su día de fiesta,
haciendo autoestop, de pesca, en el esquí acuático, centroeuropeos rechazados al sol de las
colonias– ha levantado nunca la voz o sonreído. Llegado quizá de Córdoba, de Sevilla, donde
la sangre árabe y latina le dan a un muchacho hebreo la absurdidad de una belleza cocida por
tres soles, se finge aquí perdido tocando un instrumento, guitarra o banjo, patiabierto en vilo
sobre la acera, la entrepierna del pantalón americano que parece reventar, consumido por
suprema elegancia, como es. Loca por él, una muchachita le llama, vuelve a llamarle, finge
no querer saber nada de él, y tener otras rabias en su alma. Él no sabe lo que significa ser
amado, niño salvaje, con hombros de atleta, o lo sabe... y arrecia su timidez, en la payasada
del canto, y si por azar le hace caso a ella, ya es un padre, o una tierna madre: viene de los
países en los que el hijo sabe que debe ser un rey. Y los compañeros inquietos sobre la acera
mellada delante de un nuevo cine de Jerusalén, sobre la calle color de las vísceras, del polvo
de las pestes, ellos también tienen para el juego del amigo ojos risueños y consternados,
deshechos por aquel regazo donde reina el pudor ahora locamente tenso como el de los héroes
griegos cuando se batían los muslos riendo. Son tan puros porque en Jerusalén habrá nuevas
matanzas, su sangre ya corre, su carne ya está martirizada, su ceniza recogida, víctimas que,
sin embargo, ríen, de una elección que los ve libres sólo de ser futuros muertos.
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Es un hecho que, durante la guerra, Franco hizo todo lo posible por mantener satisfechos a
los marroquíes en lo que a la práctica de su religión se refiere. Además de la ingente infraestructura
que creó especialmente para ellos, como los hospitales, con oratorio incluido para los rezos
y personal religioso como los alfaquíes, y los cementerios, los servicios de intendencia que
organizó para suministrarles comidas acordes con los preceptos del islam, y el personal
que instituyó para atenderlos como los intérpretes y los adules y otro personal religioso como
los imanes, dio órdenes para que los marroquíes pudiesen observar el ayuno del mes de Ramadán,
lo que significaba cambiar el régimen de comidas y las horas de ingestión de los alimentos,
de manera que éstos se distribuyesen únicamente desde la puesta del sol hasta su aparición,
y celebrar las dos grandes fiestas del islam, es decir, el Aid El Seguir (pequeña fiesta) o Aid El
Fitr (fiesta de la ruptura del ayuno), que marca el final del ayuno del mes de Ramadán, y el
Aid El Kebir (gran fiesta) o Aid El Adha (fiesta del sacrificio), en la que se conmemora
el sacrificio de Isaac por su padre Abraham. Tantos miramientos y consideraciones con los
musulmanes no eran del gusto de todos en el campo rebelde, pero, para Franco y otros africanomilitaristas, que habían hecho su carrera en Marruecos al mando de las fuerzas de choque
y consideraban que su contribución era fundamental para ganar la guerra, era preciso tener
contentos a los marroquíes aun a costa de herir los sentimientos de muchos católicos.
Para el nuevo capitalismo es indiferente que se crea en Dios, en la Patria o en la Familia. De
hecho ha creado su propio mito autónomo: el Bienestar. Y su tipo humano no es el hombre
religioso o el hombre de bien, sino el consumidor que se siente feliz de serlo. Cuando yo era
niño, pues, la relación entre Capital y Religión (en los días navideños) era espantosa, pero real.
Hoy en día, dicha relación ya no tiene razón de ser. Es un absurdo absoluto. Y es posible que
sea este absurdo lo que me angustie y me obligue a huir. (A países mahometanos.) La Iglesia
(cuando yo era niño, bajo el fascismo) estaba sometida al Capital: éste la utilizaba, y ella se
había convertido en instrumento del poder. Había regalado a las grandes industrias un niño
entre un asno y un buey. Además, ¿no desfilaba bajo las banderas de Mussolini, de Hitler, de
Franco, de Salazar? Hoy en día, sin embargo, la Iglesia me parece, en cierto sentido, más
sometida que antes al Capital. Antes, en realidad, la Iglesia se salvaba por ese poco de autenticidad
que había en el mundo preindustrial y campesino (en ese poco de artesanía que permanecía
en las viejas industrias): ahora, en cambio, no hay contrapartida. Ni siquiera puede decir que
a su vez utilice al Capital: porque, de hecho, el Capital utiliza a la Iglesia únicamente por
costumbre, para evitar guerras religiosas, por comodidad. La Iglesia ya no le sirve. Si ésta no
existiese, aquél no la echaría de menos. Sin embargo, en casos por el estilo, la utilización debe
ser recíproca para que sea útil a ambas partes. En este punto la Iglesia debería distinguir, por
ello mismo, las fiestas propias (si, aunque sea anticuadamente, aún las tiene) de las del Consumo.
Debería diferenciar, por decirlo pronto y bien, las hostias de los turrones. Este embrassons-nous
entre Religión y Producción es terrible. Y, de hecho, lo que de aquí se deriva es intolerable a
la vista y a los demás sentidos.
La construcción ideológica de la alteridad constituyó una herramienta básica para incrementar
la eficacia bélica de los rebeldes. Acusar a los republicanos de salvajismo era un medio para
justificar la necesidad de dominarlos (el pretexto de civilizar a los salvajes había sido uno de
los argumentos más empleados para legitimar la conquista de Marruecos y del conjunto del
Tercer Mundo). En 1934 ya se alegó que la Legión y los Regulares, en Asturias, le habían
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encargado de defender “el orden y la civilización”. Franco, en ese momento, declaró que las
operaciones contra los mineros revolucionarios constituían una “guerra de frontera” en contra
de “todas las fuerzas que atacan la civilización para sustituirla por la barbarie”. Mola, en sus
directrices previas al golpe de 1936, argumentaba que el levantamiento era imprescindible
porque el país corría el riesgo de caer en la barbarie. Poco después del golpe, el Director aseguró
que, sin su iniciativa, España hubiera desaparecido del mapa “como nación libre y civilizada”.
Este tipo de razonamiento era ampliamente compartido por los jefes rebeldes; el general
Cabanellas tildaba a los “rojos” de “verdugos de la civilización”, el coronel Solans pretendía
“salvar a España del salvajismo”, y Queipo de Llano aseguraba defender “la civilización latina”
o incluso “la civilización universal”. Hasta el marroquí Mizzian alegó en Toledo que, sin la
intervención de Franco, la civilización occidental se habría terminado. Los africanistas presentaban
a los republicanos como “hordas” (un término que los equiparaba a los pueblos asiáticos
y africanos, y que en consecuencia los situaba en la categoría de seres colonizables). Un interventor,
en Marruecos, afirmaba que “Los rojos se proponen destruir la civilización, con objeto de
hacerse una a su gusto y de lo más salvaje posible” (alegaba, como “prueba” de este salvajismo,
las prácticas nudistas de algunos republicanos). A los rojos se les acusaba de todo tipo de
crímenes brutales (en muchos casos injustificadamente) para reforzar esta imagen de barbarie
y así justificar la represión. En abril de 1938, Yagüe los equiparó a los moros y dejó bien claro
que la acusación de salvajismo era un argumento para imponer a los republicanos el dominio
de los militares coloniales: “vamos a redimir a los del otro lado; vamos a imponerles nuestra
civilización, ya que no quieren por las buenas, por las malas, venciéndoles de la misma manera
que vencimos a los moros, cuando se resistían a aceptar nuestras carreteras, nuestros médicos
y nuestras vacunas, nuestra civilización, en una palabra”. Los propagandistas del franquismo
presentaron el conflicto civil como una lucha entre civilización y barbarie, y la Iglesia católica
contribuyó decisivamente a ello. El cardenal Pla y Deniel definió la insurrección como una
cruzada en defensa de la civilización cristiana; y el papa Pío XI presentó a Franco como el
defensor del catolicismo frente a “la barbarie bolchevique” (el Gobierno vasco también usaba
el discurso de la defensa de la civilización cristiana, pero en sentido contrario, en contra de los
rebeldes).
Pero supongamos por hipótesis absurda que exista una “autoridad” en mí: a pesar de mí mismo,
pongamos, y decretada objetivamente en el contexto cultural y en la vida pública italiana. En
tal caso la proposición vaticana es todavía más grave. En efecto, ella somete a acusación no sólo
a los círculos culturales, dentro de los cuales yo opero como escritor, sino, en este punto,
también a los centenares de millares y en algún caso, los millones de italianos “simples”, que
decretan el éxito de mis obras cinematográficas. En suma son culpables los críticos que me
juzgan y son tontos los espectadores que van a ver mis películas. Todo ello es “infracultura”.
“Infracultura” porque no es clerical-fascista. En efecto, cuando en el Osservatore Romano se
escribe que un filme es “de un enigmático y reprobable ‘decadentismo’”, es inevitable: el sentido
de estas palabras resulta el mismo que el de la subcultura que quemaba los libros y los cuadros
“decadentes” en nombre de la “moral sana”. También la “escritura corrosiva” es un estilema
típico de treinta años atrás: porque instituye la confrontación con una hipotética salud e
integridad de la cultura oficial, fundada sobre la autoridad y sobre el poder. Finalmente, con
la alusión a las “actitudes excéntricas” estamos en la alusión personal. Pero sobre esto no replicaré.
Cristo por otra parte nunca ha puesto en el deber de replicar a la “oveja negra” (o “perdida”).
La historia de la Iglesia es una historia de poder y de delitos de poder: pero lo que es todavía
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Pasolini Archivo F.X.
peor y, por lo menos en lo que se refiere en los últimos siglos, es una historia de ignorancia.
Nadie podría, por ejemplo, demostrar que continuar hablando hoy de Santo Tomás, ignorando
la cultura liberal, racionalista y laica primero y después la cultura marxista en política y la
cultura freudiana en psicología (para atenerse a esquemas primarios y elementales), no sea un
acto subcultural. La ignorancia de la Iglesia en estos últimos dos siglos ha sido paradigmática,
sobre todo para Italia. Sobre ella se ha modelado la ignorancia cualunquística de la burguesía
italiana. Se trata, en efecto, de una ignorancia cuya definición cultural es: una perfecta coexistencia
de “irracionalismo”, “formalismo” y “pragmatismo”. Las sentencias de la Sacra Rota son, por
ejemplo, un enorme corpus de documentos que demuestran la arbitrariedad espiritual y formal
por una parte y por otra el lúgubre practicismo (que adopta directamente forma de fanático
“behaviorismo”) con que la Iglesia mira las cosas del mundo. Las actualizaciones que una parte
del clero, también vaticano, ha intentado y a veces ha realizado, no hacen más que confirmar
cuanto he dicho. En efecto, estas actualizaciones se refieren a la técnica y a la sociología. Una
vez más la verdadera cultura es evitada. Una vez más son los instrumentos del poder los que
aparecen como significativos y decisivos.
Pero el nuevo enemigo era igualmente complejo. En este asunto, el instinto colonial ayudó a
resolver el problema de identidad. Como dije, el otro marroquí en la guerra colonial era un
enemigo resbaladizo. El transigir con líderes marroquíes como el Raisuni, que parecía demostrar
amistad hacia España, había conducido, según los oficiales coloniales, a la traición y a la guerra.
De modo que la respuesta que aprendieron los oficiales a las ambigüedades coloniales era
negarlas. Aplicando los mismos criterios a la guerra civil, los nacionales tal vez quisieran ignorar
la complejidad de identidades entre los partidarios de la República. Reconocerlas implicaría
remover o suscitar un sentimiento latente de culpabilidad en cuanto a la legitimidad de su
causa. Esta inseguridad subyacente era aún más aguda porque entre los que apoyaron a la
República había parientes o amigos suyos con los cuales se criaron o compartieron la guerra
colonial, igual que los amigos marroquíes como Abd el Krim se había convertido en el Otro
moro. Reducido a su esencia, el Otro español era comunista. Identidades históricamente antiespañolas, según el discurso tradicionalista, como los judíos, los masones, los liberales, los ateos,
los protestantes (pero no ahora los musulmanes, desde luego) se redujeron a una única categoría
en la retórica de los nacionales. Era un concepto útil para movilizar no sólo a las capas
conservadoras de la población sino también a los marroquíes, para muchos de los cuales estas
identidades representaban una amenaza. Así que los marroquíes y los verdaderos españoles
luchaban unidos contra un mismo enemigo. Asimismo, sus religiones enfrentadas se convirtieron
en una común religiosidad y sus patrias divididas en una común patria. La verdadera España
era la España de los marroquíes porque el Marruecos español era “una prolongación de nuestra
patria civilizada y civilizadora”. Los “soldados de España”, término que abrazó a las tropas
coloniales, luchaban contra extranjeros sui generis, los marxistas. La guerra era una nueva
Reconquista en la cual antiguos enemigos se unieron contra un enemigo en común.
Y he aquí la prueba: la magnífica aparición de Arezzo, con sus humildes torres, gloriosas, sus
campanarios más civiles que eclesiásticos, su “pequeñez infinita”, queda turbada, ofendida,
ultrajada, deformada, frustrada por la presencia casual y desordenada de la Arezzo moderna.
Que no es particularmente sucia, entendámonos: antes bien, toda ella está hecha con cierta...
gracia. Como ocurre en Cesarea de Capadocia. En suma, un eje ideal une, en el laboratorio,
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con el fin de llevar a cabo un experimento circunstancial, a Kayseri y a Arezzo. En los extremos
del eje hay dos casos análogos. La transformación del “significado” del que la ciudad es
“significante”: transformación sobrevenida por acumulación desordenada y sacrílega. ¿Sacrílega
para quién? Para mí, por ejemplo: que sin embargo quiero, precisamente desde este mismo
momento, obligarme a no experimentar nunca más esta sensación de sacrilegio que implica
nostalgias ya sin esperanzas, impotentes y por tanto inútiles. No es sacrílega, sin embargo, al
mismo tiempo, para un jovenzuelo norteamericano o para un guardia rojo: el primero es un
cínico y acepta el nuevo tipo de realidad (en este caso arquitectónica) por simple inocencia e
ignorancia. También el segundo es inocente e ignorante (viene derecho del campo), pero no
es ningún cínico: por el contrario, es un idealista y quiere destruir conscientemente lo viejo
para levantar lo nuevo. ¿Quién de nosotros se asemeja a un técnico norteamericano o a un
guardia rojo chino? Ninguno. No obstante, la aparente similitud entre la “relación sacrílega
con el pasado” del técnico y la del revolucionario se verifica asimismo en Italia; por ejemplo,
en cierta actitud apremiante de los jóvenes que condenan indiscriminadamente “todo” lo que
es viejo en nombre de la revolución, haciéndose de este modo portadores de un valor neocapitalista:
la sustitución absoluta de los viejos poderes por el nuevo poder industrial. O bien en el culto
que ciertos grupos de jóvenes dispensan al trabajo colectivo, ¡en equipo!, como si se tratase ni
más ni menos que de una colectivización del trabajo de tipo revolucionario y popular cuando
en realidad se trata de un imperativo de despersonalización por parte de la cultura de masas.
Es un nudo por desatar: una decisión que debe tomarse.
El cuarto voluntario que acudió a combatir espontáneamente al lado de la filósofa Simone Weil
comandando la columna Durruti en el frente de Aragón, no es otro que el anarquista argelino
Sail Mohamed (su verdadero nombre Amérian Ben Améziane), sindicalista y fundador en París
de la sección de anarquistas argelinos, y que una vez herido de gravedad abandonó su columna
no sin dejar una emotiva carta de apoyo a sus camaradas milicianos: “Mi vieja madre a sus
ochenta años se cree guapa como este fascismo agonizante que se cree todavía vivo. Hay que
gritar en alto en las columnas de anarco-sindicalistas: milicianos sí, soldados jamás. Todo es
libertad en nuestra casa y esta libertad hace de nosotros hombres disciplinados que desafían
la muerte. Jamás iremos al paso de la porra, ni tendremos miedo del enemigo. ¿Militarización?
En las columnas de los políticos nada es extraño. Pero en nuestra casa, hay camaradas sin
Dios ni amo, todos somos iguales. Durruti es nuestro guía y hermano, come y duerme con
nosotros, lleva peor ropa que nosotros, ni es general ni jefe, sino un miliciano que tiene nuestra
amistad. Los galones, la fanfarronada y la ambición son los sueños de los polichinelas de la
misma calaña y no de los miles de anarcosindicalistas que engrandecen la España libertaria.
Hasta la próxima y en nombre de mis camaradas, os envío un fraternal saludo.” Firmado:
“Sail Mohamed, sin galones ni placa, como todos sus camaradas.” Como podemos constatar,
los voluntarios árabes magrebíes y machrequíes se habían alistado en el bando republicano
empujados por una doble misión: defender sus ideales y denunciar la propaganda que presenta
a los árabes como gente eminentemente profascista.
De los ocho millones de votantes comunistas, una gran parte no sólo es católica por mentalidad,
sino que además es practicante. El laicismo en Italia es un fenómeno aristocrático, cultivado
por élites burguesas en el contexto europeo. La Guerra Fría y el anticomunismo en Italia son, por
lo tanto, dos cosas estúpidas, y el diálogo, instaurado por Juan XXIII, estaba ya en las cosas y en
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los hechos. Todo lo demás era herencia fascista. Para los países totalmente industrializados
y con grandes y viejas burguesías (Inglaterra, Estados Unidos) el asunto es muy distinto. El
laicismo (que es la religión del liberalismo) tiene una gran difusión, también entre la clase
trabajadora. Así pues, la religión (el protestantismo, religión tradicional de la burguesía) se ha
liberalizado; comunistas, hay pocos. La cuestión del “diálogo” no está de actualidad; o en todo
caso es un problema de asuntos exteriores. Por lo tanto, comunismo y religión pueden coexistir
en los países preindustriales, en los que comunismo y religión se oponen en concreto como
dos ideologías distintas. En los países industrializados (capitalistas o socialistas) tal coexistencia
no es más que un hecho teórico, porque en realidad no se da una coexistencia histórica
y objetiva. Para terminar quisiera decir, no obstante, que lo contrario de la religión no es el
comunismo (que, aunque haya tomado de la tradición burguesa el espíritu laico y positivista,
en el fondo es muy religioso); lo contrario de la religión es el capitalismo (despiadado, cruel,
cínico, puramente materialista, causa de la explotación del hombre por el hombre, cuna del
culto al poder y nido horrendo del racismo).
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