Contenido La confesión, sacramento de la misericordia INTRODUCCIÓN CAPÍTULO PRIMERO EL PERDÓN DE LOS PECADOS DE PARTE DE JESÚS Una cuestión controvertida Desde el escándalo A las maravillas Perder el sentido del perdón La maravilla de la experiencia Un evento eclesial y personal La fe de los cuatro camilleros Levántate y vete CAPÍTULO SEGUNDO UN PADRE Y DOS HIJOS 1. El retorno de un hijo La experiencia del pecado La experiencia del perdón 2. ¿Entrar en la casa del Padre? La mentalidad de un empleado Respuesta a la invitación 3. La compasión de un padre Los dones de la misericordia La fiesta del perdón CAPÍTULO TERCERO CUESTIÓN DE DEUDAS Y DE DEUDORES La parábola del rey bueno y el servidor despiadado Una deuda insolvente Regularizar las cuentas El juicio final Perdona nuestras deudas Perdonamos a nuestros deudores CAPÍTULO CUARTO DON DEL ESPÍRITU Y PERDÓN DE LOS PECADOS Como fruto el día de la Pascua, el Resucitado confirió a los discípulos reunidos la potestad de perdonar los pecados. CAPÍTULO QUINTO LAS PALABRAS DEL PERDÓN Dios, Padre de misericordia, que ha reconciliado al mundo consigo En la muerte y la resurrección de su Hijo La efusión del Espíritu Santo para la remisión de los pecados Te conceda mediante el ministerio de la Iglesia El perdón y la paz Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo CAPÍTULO SEXTO EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN EN LA PASTORAL 1. La formación de la conciencia 2. Educar el sentido de la penitencia 3. Vivir la reconciliación La reconciliación dentro de la comunidad a) Buscar al que falta b) La corrección fraterna En el mundo, artífice de reconciliación La confesión, sacramento de la misericordia INTRODUCCIÓN Cuando se organizó el Jubileo extraordinario centrado en la misericordia de Dios, el papa Francisco lo caracterizó como "una nueva etapa del camino de la Iglesia en su misión de llevar a cada persona el Evangelio de la Misericordia". Después agregó: "Estoy convencido de que toda la Iglesia podrá encontrar en este Jubileo la alegría por redescubrir y hacer fecunda la misericordia de Dios, por medio de la cual estamos llamados a dar consolación a cada hombre y a cada mujer de nuestro tiempo" (homilía en la Basílica de San Pedro, 13 de marzo de 2015). Buscando ofrecer una ayuda en respuesta a tales expectativas y recordando que "El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios hacia los pecadores" (CIC 1846), en este volumen se proponen algunas reflexiones para comprender mejor el sacramento de la Reconciliación, sacramento de aquellos que en Cristo experimentan el amor misericordioso de Dios. Los cuatro primeros capítulos presentan un contenido bíblico muy rico. En ellos, el argumento se desarrolla en cuatro fragmentos, uno por cada Evangelio, en los cuales los temas de la misericordia, el perdón de los pecados y la conversión son aquellos que Jesús ha puesto en el centro de su enseñanza y de sus obras. En los capítulos sucesivos, en cambio, prevalece la reflexión sistemática y pastoral para favorecer una comprensión más coherente del sacramento. Hoy es muy común constatar la existencia de un desinterés marcado en la práctica de la confesión. Los motivos son muchas veces evidentes: desde la negación de su utilidad hasta la convicción de que el perdón es una cosa solamente privada, entre la propia conciencia y Dios. A algunos les causa malestar confesar sus propios pecados ante un sacerdote, mientras que otros se desilusionan por la poca disponibilidad de sacerdotes y confesores bien preparados. Quizá sea necesario reconocer que la dificultad de acercarse al sacramento de la Reconciliación sea, asimismo, reflejo de la dificultad de poner la fe en Dios y, sobre todo, en su misericordia. Este Jubileo puede constituir un momento favorable para proponer nuevamente este sacramento como tema central de la pastoral con el fin de recibir, de alguna forma, su belleza y su eficacia. El Consejo Pontificio por la Promoción de la Nueva Evangeli- zación agradece profundamente al padre Mauricio Compiani quien, de manera competente y con sensibilidad pastoral, se ha dedicado a la redacción de estas páginas. Deseamos que la lectura y la reflexión de este instrumento pastoral ayuden a alcanzar la alegría de Dios en el perdón y la fuerza de la misericordia como signo de su cercanía y ternura. +RINO FISICHELLA CAPÍTULO PRIMERO EL PERDÓN DE LOS PECADOS DE PARTE DE JESÚS En el interior del capítulo intitulado "Los Sacramentos de Curación" (CIC 1420-1532), el Catecismo de la Iglesia Católica trata del sacramento de la Reconciliación. El argumento se circunscribe a dos referencias evangélicas, una, al principio del texto y la otra, en la conclusión, que se refieren al paralítico curado por Jesús en Cafarnaúm (cf. Me 2, 1-12). En esta circunstancia, entre Jesús y los escribas estalla una polémica sobre el tema del "perdón de los pecados". A partir de este episodio, planteamos nuestra reflexión. Una cuestión controvertida Que el tema del perdón de los pecados sea siempre un argumento que crea conflictos y acarrea dificultades ya está planteado en el Evangelio más antiguo, el de san Marcos. De hecho, es significativo que la primera controversia la haya provocado el mismo Jesús en referencia al "perdón de los pecados" (Me 2, 1-12). Desde el escándalo En Cafarnaúm, Jesús le dice a un paralítico que le han presentado: "Hijo, tus pecados te son perdonados" (v. 5). Estas palabras escandalizan a algunos escribas presentes que, en su corazón, objetan: "¿Qué está diciendo este hombre? ¡Está blasfemando! ¡¿Quién puede perdonar los pecados, sino solo Dios?!" (v. 7). Consideradas blasfemas, las palabras de Jesús provocan desconcierto y desprecio en los doctores de la Ley. Aunque las fuertes reacciones resultan comprensibles, son comparables con las enseñanzas de la tradición hebrea que concebía que el perdón de los pecados era exclusivo privilegio de Dios, y ¡solo de Dios! ("Soy Yo, sólo Yo, el que borro tus crímenes por consideración a mí, y ya no me acordaré de tus pecados", Is 43, 25). Ellos, ciertamente, habrían manifestado esto en la era mesiánica porque la salvación de Dios obrada para el pueblo habría incluido el perdón de los pecados. ("¿Qué dios es como tú, que perdonas la falta y pasas por alto la rebeldía del resto de tu herencia? Él no mantiene su ira para siempre porque ama la fidelidad. Él volverá a compadecerse de nosotros y pisoteará nuestras faltas. Tú arrojarás en lo más profundo del mar todos nuestros pecados", Miq 7, 18-19). Sin embargo, a pesar de que las expectativas sobre el Mesías eran múltiples y variadas (un liberador del habitante extranjero, aquel que habría reunido al pueblo disperso, el fiel intérprete de la Ley), nunca nadie se había osado a atribuir al consagrado de Dios el poder de perdonar los pecados a alguien. Se trataba de una prerrogativa absoluta de Dios, ¡el Único! Juzgando como blasfemas las palabras de Jesús, los escribas manifiestan tener clara conciencia de la condición del hombre "sobre la tierra" (v. 10) y del carácter de la auténtica experiencia religiosa. De hecho, toman en serio la distancia abismal que separa al hombre, por su naturaleza pecadora, del Dios tres veces santo (Is 6, 3). Entre el surgimiento de la vida de Dios y la fragilidad de la propia existencia, el hombre advierte una inmensa diferencia, por lo cual se reconoce indigno de entrar en comunión con él. Ningún hombre puede colmar una distancia semejante: solo Dios puede tomar la iniciativa perdonando el pecado, reconciliándose a sí mismo con el pecador y abriéndole la posibilidad de una comunión con él. Por ello, la tradición bíblica ha relacionado estrictamente el perdón de los pecados con el culto, el ámbito sagrado donde la potencia de Dios actúa a través de un rito sacrificial, en el que el sacerdote ofrece una víctima de expiación (Lev 4-5) o también mediante la solemne y compleja liturgia del día de la expiación de Yom Kippur (Éx 30, 10; Lev 23, 26-32). En sintonía con estos textos bíblicos, los escribas reconocen solo a Dios como único salvador. Por consiguiente, ante sus oídos, las palabras de Jesús hacia el paralítico son inaceptables y sin fundamento, porque parecen querer engañar por su condición y colocar a quien las pronuncia a la misma altura del Dios "único" de Israel. A las maravillas La prodigiosa curación del paralítico suscita en todos los presentes una nueva reacción, esta vez sí manifestada abiertamente. La gente está fuera de sí por las maravillas y alaba a Dios diciendo: "Nunca hemos visto nada igual" (v. 12). En las palabras de Jesús sobre el perdón y en la repentina curación del paralítico, la gente reconoce la relación de reciprocidad que existe entre él y Dios. En el modo de obrar de Jesús, curar y perdonar los pecados son dos aspectos que se vinculan estrechamente porque dan testimonio del poder de la reconciliación con Dios al sanar las relaciones con él. Por eso, de modo contrario a los escribas, la gente resuelve la polémica con un juicio a favor de Jesús: nunca se había visto una autoridad con cuyo poder hiciera caminar a un paralítico postrado en una camilla, como tampoco nunca se había visto una autoridad tal que tuviera el poder de perdonar los pecados aquí, "sobre la tierra" (v. 10). También ante la misión evangelizadora de la Iglesia, escándalo y maravilla se manifiestan en todo tiempo. De hecho, la Iglesia, frente al mandato del Señor, no se cansa de anunciar el Evangelio "porque es el poder de Dios para la salvación de los que creen" (Rom 1,16), y constantemente recuerda que en Jesucristo "redimidos por su sangre, hemos recibido el perdón de los pecados, según la riqueza de su gracia" (Ef 1, 7). También hoy las mismas reacciones provocan a la comunidad de los creyentes y preguntan a toda la sociedad: ¿quién puede perdonar los pecados? Ante todo, términos como pecado, perdón, misericordia y reconciliación, ¿encuentran aún cabida en el mundo que estamos construyendo? ¿Tenemos todavía necesidad del perdón? ¿Y del perdón de Dios? ¿Hay todavía lugar para la experiencia de la misericordia? Perder el sentido del perdón Cuando nuestra sociedad exalta al individuo a tal punto de ponerlo en permanente competencia con los demás, y a cualquier precio, entonces los mismos conceptos de "perdón" y "salvación" se vuelven incomprensibles e intolerables. ¿Por qué debemos ser perdonados? ¿Por qué debemos tener la necesidad de la salvación? La ilusión de la omnipotencia humana que el progreso tecnológico parece inspirar, el impulso del mito de la eterna juventud, la ostentación del bienestar, la eficiencia y la productividad, únicos criterios de referencia social, conducen a una visión alienada y alienante del hombre y de la vida. En ella cualquier límite se rompe y confunde. El "límite" en sí, incluso aquel más natural y ético, representa un "mal" por el simple hecho de que frena el camino hacia la libertad sin otras referencias que la afirmación de sí mismo contra todos y contra todo. Entonces la confesión del propio pecado suena a debilidad, y la invocación del perdón hacia Dios se considera un rito humillante del cual tomar distancia. No se cree más en la misericordia de Dios porque no se tiene más conciencia del pecado, y no se tiene más conciencia del pecado porque subyace en nosotros la convicción de que no existe ninguna noción objetiva del bien o del mal. Este Ego desmedido se contrapone al reconocimiento de la culpa, desde el momento en que cada decisión y cada acción parten de criterios autorreferenciales. Entonces la percepción de sí mismo, del mundo, de los demás y de Dios se ve distorsionada y hostil. El Ego desmesurado coincide con el Ego alienado y egoísta. En el mundo de la perfección, para una sociedad de individuos que buscan la perfección, reconocerse pecadores y necesitados de salvación es siempre un escándalo. "El anuncio de la conversión como exigencia imprescindible del amor cristiano es particularmente importante en la sociedad actual, donde con frecuencia parecen desvanecerse los fundamentos mismos de una visión ética de la existencia humana" (Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, n. 50). Por lo tanto, hoy más que nunca, es urgente el mandato de Cristo, a sus discípulos, de ir por todo el mundo y predicar el evangelio (Cf. Me 16,15): evangelio de verdad y de salvación, Evangelio que suscita la fe, impulsa a la conversión e ilumina la vida desenmascarando cada visión falsa del hombre y de la sociedad. Como recuerda el papa Francisco: Es urgente recuperar el carácter luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la luz de la fe es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una luz tan potente no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios. La fe nace del encuentro con el Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida. Transformados por este amor, recibimos ojos nuevos, experimentamos que en él hay una gran promesa de plenitud y se nos abre la mirada al futuro (Lumen Fidei, n. 50). La maravilla de la experiencia Cuando se hace experiencia del perdón de los pecados, el escándalo cede su lugar a la maravilla. Efectivamente, en el sacramento de la reconciliación, la "alegre noticia" sobre el perdón de los pecados se hace realidad, el pecador es alcanzado por la misericordia de Dios y regenerado por la multiforme e inconmensurable gracia divina. Ante todo, se trata de una experiencia de gratuidad. No resultan suficientes los méritos para conseguirla, porque el perdón de Dios no puede ser conquistado, sino solo implorado y recibido: ello, ciertamente, es el don que alcanza el hombre por medio de Cristo. Pronunciando palabras de perdón estando en la cruz (Le 23, 34), el Mesías de Dios no solo muestra el sentido de su muerte, sino que, además, se hace él mismo "transparencia" de la misericordia del Padre. Todo se nos ha perdonado en ¡Cristo crucificado y resucitado! Y la gratuidad impulsa a la acción de gracias. El perdón de los pecados es experiencia de luz. La misericordia con la que Dios acerca al pecador a él no es un sentimiento vago que define su bondad, sino la firme determinación con la que él extiende a cada uno de manera eficaz la salvación que Cristo ha realizado en la cruz para todos y de manera completa y definitiva. Esto significa que solo el Crucificado y Resucitado es el centro adecuado del cual partir para comprender al hombre, la historia y el mundo, es decir, el punto de vista, del cual y en el cual cada hombre puede descubrir el sentido del proyecto de Dios sobre sí mismo y sobre el mundo, el valor de sus acciones y de todo aquello que lo circunda, la profundidad del vivir y el sentido del morir. Al recibir el perdón de los pecados, el hombre es iluminado, y descubre el corazón de Dios y su voluntad. En el rostro de Dios, se revela el rostro de un Padre que no niega a ninguno de sus hijos. El perdón de los pecados es la experiencia de la verdad. El pedido reiterado del perdón de Dios pone en vigilancia la conciencia del cristiano sobre la verdad de la propia condición de pecador. De hecho, uno de los mayores peligros en los que el discípulo de Jesús puede incurrir es el de no saber medir más la profundidad y la seriedad de esta condición. Para el cristiano, el pecado y el consiguiente mal no constituyen una simple violación de una ley, sino una realidad que lo penetra y lo rodea sin que jamás logre comprender plenamente las raíces y su alcance. El mal nunca se anuncia de forma anticipada por lo que verdaderamente es, pero se mide y se esconde en los pliegues más recónditos de la vida humana, más banal y cotidiana, hasta que solamente una mirada particularmente aguda lo puede discernir antes de que estalle con todo su horrible realidad. De lo demás, la experiencia y la historia enseñan que no es suficiente querer hacer el bien para evitar el mal: crímenes terribles se llevan a cabo con la convicción de perseguir el bien. El sacramento de la reconciliación certifica que hay, indudablemente, un misterio del mal que nos supera y frente al cual deberíamos cultivar siempre una actitud vigilante, con humildad, lucidez y prudencia, sin la fantasía de querer comprenderlo y dominarlo con nuestra sola razón y nuestros buenos sentimientos. Desde la perspectiva cristiana, además, la cruz de Cristo -de la cual despliega el perdón del Padre-, con todo su dramatismo, revela, ante todo, la realidad de nuestro pecado y nuestro papel de pecadores porque, a pesar de que lo sepamos o no, en la cruz aparecen con claridad las cosas que somos capaces de hacer, aunque sin desearlo explícitamente, somos capaces de matar a Dios mismo. De esta manera, el Crucificado se convierte en permanente testigo de nuestra ceguera radical e impotencia ante el mal y el pecado, hasta llegar a decir que sin Cristo estaríamos definitivamente y radicalmente perdidos. La luz que el crucificado proyecta de tal forma sobre el misterio del mal, reduce a su raíz cada afirmación presuntuosa de conocernos hasta el fondo a nosotros mismos y de saber quiénes somos realmente. El perdón de los pecados es una experiencia regeneradora que renueva la gracia del bautismo y consagra como tarea constante el camino personal y eclesial de la conversión. Estar reconciliado con Dios obra en el cristiano pecador una transfiguración, que le renueva las fuerzas y lo lanza en el cumplimento de su misión en la Iglesia y en el mundo. Para el creyente, el sacramento de la Reconciliación es un sacramento de curación que lo acompaña en el seguimiento de Cristo, sosteniéndolo en el camino señalado ante la propia fragilidad y debilidad. El perdón de los pecados es una experiencia de comunión. El perdón que Dios ofrece al pecador jamás es una realidad puramente individualista. Como el llamado de la fe implica una respuesta personal pero inserta en una comunidad de discípulos, el perdón de Dios no solo se realiza en lo profundo del corazón, sino que también es recibido en el seno de la Iglesia y mediante ella. La reconciliación que Dios obra fortalece la comunión de la comunidad de creyentes. Es desde el amor de Dios que nos ha alcanzado Cristo, el cristiano aprende a amar: la gracia sobreabundante se derrama en el amor a los hermanos. De este modo, el yo del creyente -inseparable del nosotros de la comunidad- y el perdón de Dios, donado en Cristo por medio del Espíritu Santo, todo se reúne en un único misterio de comunión. Finalmente, el perdón de los pecados es una experiencia de estupor. Justamente porque, "en Cristo", la revelación del pecado y de su misterio individual y colectivo no existe separada de la salvación que él nos ofrece, porque el Crucificado es también el Resucitado. Por consiguiente, mientras observa el abismo del mal que lo rodea y lo atraviesa, el cristiano no tiene miedo de hacer su examen de conciencia y realizar una confesión abierta, porque actúa a partir de la certeza de que la salvación ya fue ofrecida por el Señor, quien, con hábil mano amiga, lo guía a través de un campo minado, del cual se hace consciente sólo después de haberlo superado con él y gracias a él. A partir de entonces, el estupor y el agradecimiento del creyente no dejan de acompañar tal toma de conciencia. Es en esta sensación que la confesión del pecado, la salvación donada y el amor infundido no son más que una sola cosa, en la que la gratuidad del don recibido se manifiesta con toda su evidencia. Como recuerda el papa Benedicto XVI: El sacramento de la Reconciliación, que parte de una mirada a la condición existencial propia y concreta, ayuda de modo singular a esa “apertura del corazón" que permite dirigir la mirada a Dios para que entre en la vida. La certeza de que él está cerca y en su misericordia espera al hombre, también al que está en pecado, para sanar sus enfermedades con la gracia del sacramento de la Reconciliación, es siempre una luz de esperanza para el mundo (Discurso formulado en la Penitenciaría Apostólica, 9 de marzo de 2012). "¡Nunca hemos visto nada igual! La gente de Cafarnaúm queda estupefacta ante el gozo maravilloso de la Iglesia en todo momento y la gratitud de cada creyente que en el misterio pascual descubre, vive y anuncia la fuente inagotable de la salvación. Un evento eclesial y personal El encuentro entre Jesús y el paralítico de Cafarnaúm sucede de modo particular. Sin especificar quién ha tomado la iniciativa, Marcos relata que "Le trajeron entonces a un paralítico, llevado por cuatro hombres" (2, 3). ¿Quiénes son estos cuatro hombres? Los textos paralelos de Mateo y Lucas ignoran semejante detalle (Mt 9, 2): "Entonces le presentaron a un paralítico postrado en una camilla"; Le 5, 18: "Llegaron entonces unas personas transportando a un paralítico". Impedidos de alcanzar a Jesús a causa de la multitud que se juntaba delante de la casa, ellos asumen una actitud decidida: realizan una abertura en el techo "sobre el lugar donde se encontraba Jesús" (2, 4) y luego bajan la camilla sobre la que estaba acostado el paralítico. Jesús, "al ver la fe de esos hombres", se sorprende y se dirige al paralítico no con palabras de curación, sino así: "¡Hijo, tus pecados te son perdonados!" (v. 5). El curioso episodio pone en evidencia el deseo y la fuerte determinación que anima a aquellos que quieren ayudar al paralítico transportándolo hasta donde estaba Jesús. No existe obstáculo que logre frenarlos: ni la condición problemática del enfermo, ni el camino obstruido por la gente, ni siquiera los muros de la casa que los separaba de Jesús. Es en consideración a "su" fe que Jesús proclama al paralítico el perdón de los pecados. Las exégesis, a menudo, han identificado a los cuatro camilleros con los cuatro discípulos de los cuales poco antes se relata que Jesús llama a orillas del lago de Galilea (Me 1, 16-20). "Síganme y los haré pescadores de hombres": esta orden y la promesa dirigida por Jesús a ellos parecen comenzar a implementarse en el comportamiento de los cuatro camilleros. Ellos van en búsqueda de quien no puede llegar hasta Jesús, ni meterse entre la muchedumbre a causa de la propia enfermedad. Ser pescadores significa sacar algo del mar, ser pescadores de hombres significa sacar a los hombres del peligro de la muerte (condición que el paralítico, inmóvil, representa muy bien) para asegurar sus vidas, como ahora parece sugerir la primera reacción del enfermo a su curación: "se levantó" (v. 12, égerthé); se usa el mismo verbo que indica la resurrección de Jesús (Me 16, 6). La misión confiada a sus discípulos y la acción de los camilleros unen a unos con otros, mostrando que el misterio pascual de Jesús se realiza y se extiende también gracias a su colaboración. Una última particularidad, también de Marcos, no pasa inadvertida: se trata de la importancia con que el texto evidencia el objetivo que los camilleros persiguen. Según Lucas, la camilla la bajan "delante" de Jesús (Le 5,19). Mateo evita cualquier determinación precisa (cf. Mt 9, 1). Marcos, en cambio, señala que el punto donde ellos quitaron el techo era exactamente "donde" se encontraba Jesús, allí bajan la camilla, "donde" estaba acostado el paralítico (2, 4). La doble aclaración sobre el lugar hace coincidir espacialmente -como una superposición- la figura del paralítico con aquella de Jesús: los dos se encuentran presentes en el mismo lugar. El lugar de la enfermedad resulta coincidente con el lugar en el que Jesús "anuncia la Palabra" (v. 2): allí donde el pecado se hace presente es el lugar donde la Palabra misma salva perdonando. ¡El lugar de pecado se convierte en lugar de salvación! La fe de los cuatro camilleros Existe una relación estrecha entre los cuatro camilleros y el perdón de los pecados: es, justamente, gracias a "su" fe que Jesús concede el perdón al paralítico. Contrariamente al pensamiento de la gente, ellos no son simples espectadores de las obras realizadas por Jesús. De todos modos, al parecer, ellos mismos han provocado tal reacción. Una antigua interpretación litúrgica bautismal los asocia con la figura de los "padrinos" que acompañan al catecúmeno, pero, más ampliamente, ellos portan la referencia de la comunidad cristiana en su conjunto y la tarea que ella reviste en mérito del perdón de los pecados, que Dios imparte. El único objetivo que los cuatro amigos persiguen, y por el que con creativa perseverancia actúan para alcanzarlo, es el de "llevarlo" hasta Jesús. Tal claridad y tal firmeza se remiten a la determinación con la que Jesús busca hacer la voluntad de Dios, desde el lugar de Hijo del hombre, hasta el supremo sacrificio de la cruz, la fuente desde donde surge el perdón cristiano (cf. Me. 8, 31; 9, 31; 10, 33-34). La actuación de los cuatro está en plena sintonía con la forma de proceder de Jesús. El perdón de los pecados alcanza al paralítico a través de las palabras de Jesús, palabras que resuenan en un contexto bien preparado por los cuatro amigos y en el que ellos juegan un lugar de vital importancia. En el relato, no dice que el paralítico tenía fe, sino que es transportado por ¡la fe de los cuatro! La fe de la comunidad creyente abre el espacio hasta que el pecador sea alcanzado por el perdón de Dios por medio del encuentro con Jesús. Se trata de una dimensión fundamental y "sacramental" de la gracia: el perdón de los pecados se realiza dentro de un acontecimiento eclesial. La misión de la Iglesia es resumida en la fórmula "llevar a Jesús", que, no obstante, no significa colocarlo "delante" a él. Los cuatro, de hecho, no se ocupan del pecador simplemente liberando el camino de todo obstáculo hacia Cristo: el paralítico es bajado exactamente en el punto donde se encuentra Jesús, lo cual de esa manera permite el encuentro particular, sorprendente y personal con él. Más que una acción de auxilio y compasión, se trata de una misión inicial, partícipe de una dinámica por medio de la que el perdón es entregado por Dios y que, al mismo tiempo, introduce el misterio de la potencia que Dios manifiesta en su palabra y en su persona. De esta forma, parece claro que toda la salvación viene de Dios, pero, a la vez, alcanza al pecador al asociar a los mismos discípulos a la misión de Cristo. Con respecto al sacramento de la Reconciliación, el Catecismo de la Iglesia Católica señala, ante todo, la dimensión eclesial del ministerio de los Apóstoles: "Al hacer partícipes a los Apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia" (n. 1444), y la derivada tarea del obispo de "ser moderador de la disciplina penitencial" (n. 1462). Después se abre una perspectiva de un horizonte más amplio cuando se habla de los efectos del sacramento: Este sacramento nos reconcilia con la Iglesia. El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la Penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros (CIC 1469). El episodio del paralítico de Cafarnaúm proyecta un punto de vista teológico en el que la dimensión eclesial de este sacramento es todavía más amplia y más fuerte. Ella no se extiende solo al momento celebrativo por la fuerza de la confesión personal ante el ministro, pero tampoco se limita al hecho de que la reconciliación con Dios lleve, por ende, a la reconciliación con la Iglesia. La dimensión eclesial es la primera en darse y tiene, por así decirlo, una connotación performante: ella es inherente a todo el camino penitencial, desde el comienzo hasta su cumplimiento. Aquí Dios dona el perdón al pecador porque, a través de los ojos de Jesús, él reconoce la fe que la Iglesia deposita en el Hijo. Se trata de una visión tridimensional de la misericordia, que, de modo particular, pone en relación a Dios, a Jesús y a la Iglesia. Una analogía semejante aparece también en el gran himno a los Efesios (1, 3-14), donde el autor declara que la redención, como perdón de los pecados, está diseminada mediante la sangre de Cristo derramada (v. 7). Tal evento de gracia se cumple en un designio de amor, fruto de la libre voluntad del Padre que, viéndonos en Cristo y desde siempre asociados a él, nos ha elegido antes de la creación del mundo, donándonos la condición de hijos adoptivos (v. 3). La reconciliación, entonces, se desarrolla dentro de una visión en la que el Padre "ve" la Iglesia, que tiene su real identidad y fundamento en ser en relación con Cristo. Esta perspectiva teológica, al mismo tiempo trinitaria y eclesial, está tan unida que la práctica penitencial y la pastoral seguramente aún no han desarrollado todas sus implicancias y sus recaídas. La liturgia, como sabia educadora, impide que se pierda el recuerdo. En los ritos de comunión de la celebración eucarística, en el momento en que se invoca la paz prometida por Cristo, el sacerdote dice: "No tengas en cuenta nuestros pecados, sino la fe de tu Iglesia". De esa manera, somos llevados hasta aquel día en Cafarnaúm, el momento en que los ojos de Cristo se posan sobre la fe de los cuatro camilleros. Levántate y vete Solo al final del relato el paralítico asume un rol activo. En perfecta afinidad con las palabras de Jesús: "Levántate, toma tu camilla y vete a tu casa" (v. 11), él "se levantó enseguida, tomó la camilla y salió a la vista de todos" (v. 12). La prontitud y la perfecta sintonía entre el mandato y la ejecución tienen, ante todo, el propósito de señalar la potencia y la eficacia de la palabra de Jesús. La polémica con los escribas, de hecho, era sobre la cualidad del "decir" de Jesús: "¿Es más fácil decir al paralítico 'tus pecados te son perdonados', o decir, 'levántate, toma tu camilla y camina'?". El doble "decir" subraya todo lo que está en juego: la palabra de Jesús, ¿es verdadera o irreal?, ¿es poderosa o ficticia? El hecho de que, de pronto, el paralítico se levantara, exige que los doctores de la Ley tengan que rever sus juicios contra Jesús. Antes de este momento -incluso estando presente en la escena-, la figura del paralítico reviste una condición extremadamente marginal. Más allá de su condición de enfermo, de él no conocemos ningún dato o característica: no tiene nombre, ni se sabe si es de alguna pertenencia religiosa (pagano, judío, fariseo o levita), le faltan calificativos sociales (rico o pobre), no habla, ni se revelan sus pensamientos, emociones o reacciones. Se trata de un muro impenetrable, con una única brecha que deja entrever su connotación moral, inserta en la declaración de Jesús por la que le son perdonados los pecados; por consiguiente, es un pecador. Jesús ve la fe de los cuatro, pero también conoce la situación íntima de este hombre; asimismo, no le escapa al juicio que los escribas expresan, incluso si solo fueran-pensamientos (v. 8). En definitiva, solo Jesús conoce el corazón de cada uno hasta el fondo y lo puede revelar, y así se revela él mismo como el profético Mesías redentor. La atención sobre el paralítico está dada por otro elemento: en referencia a él, dos veces se usa el verbo "llevar": "le llevaron entonces a un paralítico, llevándolo entre cuatro hombres" (v. 3). La figura de este enfermo no es solo impenetrable, sino también indefensa del todo: una descripción que se clama con el contexto bastante caótico por la multitudinaria presencia de la gente y la intrepidez de los camilleros. Es a esta figura inanimada, privada de voluntad y vitalidad, perteneciente más al mundo de los muertos que de los vivos, a la que Jesús, como Padre, llama "hijo". A este hijo le perdona los pecados en el mismo momento en que le revela que no existe ningún obstáculo entre él y Dios. Él se ve señalado como "pecador", pero, mediante la misma palabra, encuentra su vocación de "hijo". La distancia que separaba al paralítico de Jesús corresponde a la máxima distancia que separa a Dios del pecador. Así el paralítico experimenta que, al acercarse a Jesús, se le hace más cercano el Reino de Dios, donde fe, conversión y buena noticia se funden en una sola cosa (cf. Me 1, 15). Las palabras que Jesús pronuncia en alta voz, y al mismo tiempo para que todos la conozcan, expresan que enfermedad y pecado no son fuerzas insuperables que vayan a tener en su poder por siempre al paralítico, porque Dios siempre lo ha considerado "hijo", sin repudiarlo jamás, cualquiera sea el pecado que haya cometido. En el encuentro con Jesús, el perdón de los pecados se asocia así a la revelación salvífica sobre el pecador: el origen de la relación con Dios -aquella la de ser su "hijo"- retorna a la luz. Si bien nadie la nota, pero la palabra de Jesús que hace levantar al paralítico asegura que jamás se ha perdido y que nunca se ha quitado. El carácter poderoso de la palabra de Jesús se manifiesta por el efecto que ella provoca. El paralítico es finalmente sanado, y él reacciona con una transformación que lo expresa en tres tiempos: él, que ha estado tendido, se levanta; él, que ha sido llevado, toma su camilla; él, que no llegaba a entrar en la casa, sale a la vista de todos. La rapidez de las acciones amplifica el efecto de la vitalidad que ahora lo distingue. El "llevado" finalmente camina, y el comentario sobre la camilla es que, mientras se aleja, la lleva consigo, aunque ya no la necesite, esto sugiere que está aún no termina su tarea. Ahora servirá para llevar a Jesús otros enfermos pecadores, de los cuales él mismo se hará cargo. Así se cierra el círculo: el "llevado" se transforma en "aquel que lleva", aquel que ha estado bajo la sombra de la muerte y ahora camina delante de todos, aquel, que ha sido objeto de misericordia de parte de Dios y de cuatro camilleros, se hace "pescador de hombres" para que otros conducidos a Jesús como él experimenten el misterioso encuentro de fe, amor y perdón. CAPÍTULO SEGUNDO UN PADRE Y DOS HIJOS La dinámica de la misericordia realiza en nosotros el perdón de los pecados; esto se manifiesta claramente en la parábola del padre y sus dos hijos (Le 15, 11-32); es la más larga del Evangelio de Lucas y la tercera de las tres parábolas en secuencia en el comportamiento de Dios y la alegría del encuentro de todo lo que se había perdido (una oveja; Le 15, 1-7; una moneda: Le 15, 8-10: el hijo 15, 11-32). Esta descripción se asemeja a la del paralítico de Cafarnaúm, aunque a los autores de las parábolas de Lucas están referidos de manera prácticamente anónima. El único interés que se evidencia sobre el relato son los problemas de relaciones que suceden entre un padre y sus dos hijos. Todo el relato tiene que ver con la paternidad, las relaciones filiales y los lazos de fraternidad. Del resto, perdón y misericordia son realidades ante todo personales, sucesos que penetran en el hombre en su más profunda interioridad y en su recíproca relación, hasta cambiar la propia vida y a veces de manera inesperada y casi prodigiosa. En la narración, se necesita poner particular atención en las acciones que realizan los autores y en las palabras que ellos dicen. Porque es aquí donde quedan a la vista sus auténticos sentimientos, los valores que guardan en el corazón. Los verdaderos propósitos que ellos persiguen. Emerge un cuadro inesperado: una paternidad singular, relaciones filiales desconcertantes y una fraternidad por restaurar. 1. El retorno de un hijo Desde el principio de la parábola, la figura del hijo menor presenta algunos puntos oscuros y preocupantes. Él aparece de repente en la escena sin preámbulos, con un discurso que se dirige al padre pidiendo la parte de sus bienes. Él no explica las razones de este pedido, y ni siquiera el padre se lo pide. El hecho de que pida simplemente "la parte que me corresponde" (v. 12) muestra que no tiene pretensiones fuera de lugar: es más, es consciente de su condición de hijo, y así todo su deseo es de irse bien lejos. El patrimonio tendrá que dividirse, y del hermano mayor él nunca habla en la narración. Abandonando la casa, en la que no piensa dejar ningún recuerdo suyo ("recogió todo lo que tenía"), él rompe radicalmente la relación que lo unía al padre y al hermano, que después de todo no parece importarle mucho, está muy decidido a ir detrás de su objetivo. El modo tan repentino con que "Pocos días después, el hijo menor recogió todo lo que tenía y se fue a un país lejano, donde malgastó sus bienes en una vida licenciosa"(v. 13) ilumina sobre las verdaderas motivaciones que subyacen tras el pedido que le hace al padre. Aunque muy imprudente, el deseo del hijo es fruto de una decisión libre y consciente. Él no podrá culpar a nadie si en el futuro se encontrara en la dramática situación de riesgo de morir de hambre: la culpa es suya, la responsabilidad es personal. Pero, ante el padre y el hermano mayor, sus palabras dicen mucho más de lo que afirman. En cuanto al hijo, las pretensiones sobre el patrimonio son legítimas, y el padre no pone objeciones. Ni siquiera se habla de alguna corrección al respecto de parte del hermano mayor. Así todo el énfasis que él pida "cuanto le pertenece" implica una división patrimonial en vista a la herencia. La solicitud está dirigida al padre, como si ya se hubiera ¡muerto! Por eso, el apuro de los preparativos para marcharse, no por todas partes, sino un país lejano, muestra que la distancia no es más solo geográfica. Cualquiera que haya sido el motivo que se pueda deducir por su partida, para el hijo menor, el deseo de autonomía cuenta más que las relaciones filiales. En este repentino marcharse, el énfasis sobre la separación señala que la figura del padre y la del hermano están ya muertos en el proyecto de vida que este hijo persigue. Se aleja del padre y del hermano para vivir una vida libertina y de placeres. Muy a menudo, este hecho particular ha dado lugar a la predicación de moral estigmática. El relato más bien quiere poner en evidencia el cariz imprevisto que toma el caso. Ante todo por el mismo joven: aquel vivir "lejano" deseado y querido a toda costa revela una trágica elección en la cual él pierde toda su dignidad. Buscaba su propia autonomía lejos del padre y con un decidido corte con su casa, pero se encuentra con el trabajo de cuidar cerdos, para un hebreo un trabajo denigrante. El país "lejano" pierde todo su atractivo y muestra una doble característica: no es motivo de enriquecimiento, le hace gastar todo y lo vacía completamente incluso interiormente. Además, es un lugar marcado por la escasez, por eso, de alguna manera no lo puede alimentar. Para el hijo menor, se perfila una condición sin futuro, un estado sin esperanza. Sin embargo, esta catástrofe traerá un nuevo descubrimiento: el modo con el cual será recibido por el padre. Por su regreso, la decisión del padre provocará una inesperada reacción en el hijo mayor. Esta trama de pecado y misericordia, de culpa y de perdón, pasa de sorpresa en sorpresa. La experiencia del pecado La parábola no da una definición de pecado, ni presta un particular interés a las motivaciones que impulsan al hijo menor a marcharse de su casa. Todo mira más bien a preparar las motivaciones de su regreso al padre. Este silencio sobre las causas de las elecciones equivocadas nos llevan a preguntarnos sobre el origen del mal en cada uno de nosotros y sobre por qué el hombre sigue buscando un país lejano del padre. Es un silencio que deja espacio a mil respuestas (egoísmo, envidia, pérdida de referencia, valores equivocados, indiferencia al prójimo, etc.). Todos los confesores y todos los penitentes podrían cada día actualizar la casuística sin mucha dificultad, poniendo a la luz las motivaciones individuales, sociales y eclesiales que subyacen a los males de nuestro tiempo. Pero la evidencia muestra simplemente que el pecado nos es connatural, a tal punto que la continua repetición pone en peligro el adormecer la conciencia. Para darnos cuenta bastaría con hacer el ejercicio de intentar recordar nuestro primer pecado para darnos cuenta de la imposibilidad de emitir una respuesta. Simplemente, hasta donde tenemos conciencia, debemos reconocer que el pecado siempre estuvo con nosotros, siempre presente en sus más variadas facetas más o menos graves. Sobre esta misteriosa e inquietante presencia ha meditado el texto de Génesis 3, hablando de la serpiente tentadora que "era la más astuta de todas las bestias del campo que el Señor había hecho" (v. 1). Adán y Eva se encuentran en el jardín de Edén, literalmente "jardín de las delicias"; la serpiente está representada como una extraña: no pertenece al jardín, sino al campo, sin embargo, aparece de repente allá donde están el hombre y la mujer. Algunos padres de la Iglesia se preguntan cómo ha podido entrar esta bestia en el jardín, quién y cuándo la ha introducido. Es la misma pregunta que se hacen los servidores de la parábola de la cizaña: "Señor, ¿no has sembrado buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que ahora hay cizaña en él?" (Mt 13, 27). Es la misma pregunta que se repite cada vez que el pecado y sus consecuencias de males y de dolores provocan escándalo ante nuestros ojos. La Biblia evita cada especulación filosófica: el mal se presenta, pero no se explica, simplemente "es". Desde el momento en el cual Adán y Eva comienzan su aventura humana la serpiente habita en su intimidad, presente en sus pensamientos, en sus palabras y en sus acciones. Ella es persuasiva, capaz de sugerir "países lejanos" más allá de cada norma y límite ("¡serán como dioses!", Gn 3, 4), sobre todo, capaces de perturbar y deformar la visión de Dios y las relaciones con él. Como el hijo menor de la parábola también Adán y Eva se reencuentran vacíos y en la miseria, incluso de mirarse el uno al otro: su desnudez ahora es el espejo de la verdad de la propia culpa, una mirada que ellos no son capaces de sostener. ¿Qué es entonces el pecado? La parábola de Lucas sugiere la imagen de la "separación" del Padre. Pecado es todo aquello que nos aleja de él y de los hermanos y perturba nuestro corazón. Pecado es aquello que no nos deja llevar una vida plena. Pecado es todo aquello que nos impide reconocer, como nuestra casa, la casa del Padre, haciéndonos olvidar que somos hermanos. En fin, pecado es todo aquello que degrada nuestra relación filial y nuestra relación fraterna. Por eso, al presentarse ante el sacramento de la Reconciliación para recibir el perdón de Dios, es importante que el cristiano madure una seguridad y evite un peligro. Una auténtica vida de fe pone en vigilancia la conciencia. El discípulo, en el seguimiento al Señor, sabe que el camino es en la verdad y no teme por eso desnudan el corazón delante del Padre para que lo haga "nuevo" (cf. Ez 11, 19): "Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro" (CIC1455). Asimismo, al identificar los propios pecados, evitará dejarse llevar por el cálculo, un poco mezquino, que tiende a especular sobre el amor de Dios: "¿Hasta dónde puedo llegar impune con este comportamiento? ¿Dentro de qué límites? Si no voy más allá de esta medida, entonces, ¿está bien?". Se trata de una mentalidad mezquina que, en la relación con el Padre, juega con lo mínimo e indispensable. En general, una perspectiva semejante reduce la propia vida ética, el testimonio de fe y la pertenencia a la Iglesia a un conjunto infinito de reglas que, "desgraciadamente", necesita respetar y hacer cada vez más difícil al penitente (y ¡al confesor!) la celebración del sacramento de la Reconciliación. Se trata de una frustración de la vida espiritual que no lleva al creyente a abrirse al proyecto que Dios tiene sobre él y abandonarse en su inmensa misericordia, sino a apagar el entusiasmo de la fe. Oscurece la belleza debilitando fatalmente cada dinámica de la vida cristiana. Como lo recordó el papa Francisco, el problema no es ser pecador, el problema es no dejarse transformar por el amor de Cristo (Cf. Homilía en santa Marta 17/05/2013). Entonces no llegamos a la meta y no alcanzamos el objetivo esencial, ¿cuál? El objetivo de vivir como hijos. Y es el Crucificado y Resucitado, el Hijo bendito, el que muestra cómo se realiza una auténtica relación filial. Se trata de un camino de libertad: un éxodo de sí mismo sin retorno, una libertad hecha para amar al Padre y a los hombres hasta el abandono sobre la cruz. Esta misma libertad él la pide para entrar en la gracia de la vida de divina. La experiencia del perdón El monologo del Hijo menor comienza con una constatación: en la casa de su padre, los trabajadores tienen pan en abundancia, en cambio, "Yo estoy aquí muriéndome de hambre" (v. 17). Es el hambre, no el remordimiento por haber entristecido a su padre, lo que lo estimula a regresar a su casa, aquella "vuelta en sí mismo" no es índice de conversión como muchos piensan. Más bien él ahora toma conciencia de la realidad en la que se ha dejado caer aferrado a una necesidad fundamental que no puede satisfacer más: está muriendo de hambre. Es el instinto de sobrevivencia lo que le hace recordar su casa de origen. Es el deseo de una buena comida que mueven sus palabras, no la relación con su padre. Se trata de un cálculo de interés, más que de un sentimiento sincero. De hecho, si bien ha confesado "Padre, pequé contra el cielo y contra ti, ya no merezco ser llamado hijo tuyo" (vv. 1819), el joven no deja de sugerir como penitencia exactamente según su condición: "Trátame como a uno de tus jornaleros", una condición evidentemente mucho mejor que cuidar cerdos. Un posterior indicio crea fuertes sospechas sobre las verdaderas intenciones del joven. El monólogo sirve como discurso preparatorio, porque, una vez que llega y está delante del padre, el hijo omite la frase inicial: no dice que el hambre lo ha hecho regresar. Él calla la verdadera razón: es una auténtica viveza. Establecida la estrategia para obtener el perdón paterno, comienza a realizarse el plan bien organizado: "se levantó y partió hacia la casa del padre" (v. 20). Imposible no quedarse perplejo ante tal comportamiento que instrumentaliza los sentimientos y las relaciones del padre detrás de un discurso de tinte religioso. El cálculo es innegable, la confesión es muy interesada. El pícaro comportamiento del hijo menor deja a la vista la imagen que él tiene del padre: un severo y justo juez, pero que puede ser apaciguado con un buen discurso. El plan organizado se cae justamente por un comportamiento del padre imprevisto por el hijo: "Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se conmovió profundamente; corrió a su encuentro, lo abrazó y lo besó" (v. 21). La apremiante rapidez con la que se mueve el padre comprueba que su abrazo no depende de la motivación que el hijo pueda fundamentar. El padre no espera que el hijo hable. Su modo de actuar no depende ni se mide por las palabras del hijo. En este momento, el joven puede decir cualquier cosa, ya no tiene más la necesidad de mentir o de callar las razones de su regreso. No tiene por qué temer: el padre ha corrido a su encuentro, lo ha abrazado y lo ha besado, una actitud determinante que pone fin a cada disimulada estrategia. Al hijo no le reprocha nada ("Ah, cuánto me hiciste sufrir, pero estoy contento porque ¡regresaste!" o "Te diste cuenta finalmente de que te habías equivocado"). Para el padre lo único que importa es que el hijo haya regresado. Es más, apenas el joven comienza su discurso y dice que no merece ser llamado su hijo, el padre lo interrumpe porque son palabras insoportables e inadmisibles: una posibilidad para no tomar ni siquiera en consideración. De tal manera que el hijo descubre que en el corazón del padre él siempre tuvo un lugar y que nunca ha dejado de ser hijo. Ninguna elección equivocada, ningún comportamiento reprochable, ningún dolor provocado han disminuido su ser hijo ante el padre. El hijo calculador nunca imaginó que se le revelaría el rostro del padre y que solo a su regreso a la casa lo descubriría: un padre no ingenuo, ni juez severo, sino que ama sin cálculos y sin medida. Las palabras con las que el joven se dirige al padre después de haber sido abrazado y besado por él, ahora pueden fluir de su corazón sin temor alguno: "Padre, pequé contra el cielo y contra ti". Esta relación, que reaviva los dones del padre hacia el hijo, no hace más que amplificar su amor, que nunca había disminuido, restableciendo así los signos de una dignidad filial que el hijo creía ya pérdida. Como Jesús con el paralítico de Cafarnaúm ("Hijo, tus pecados te son perdonados"; Me 2, 5), también este padre devuelve al propio hijo su verdadera identidad. 2. ¿Entrar en la casa del Padre? En la segunda parte de la parábola, entra en escena el hijo mayor. Es curioso este comentario "El hijo mayor estaba en el campo” (v. 25) porque corresponde al mismo lugar en el que se encontraba el hijo menor antes de regresar al padre: "Entonces se puso al servicio de uno de los habitantes de esa región, que lo envió a su campo para cuidar cerdos". El hijo menor se había ido a un país lejano, el hijo mayor, en cambio, no se había alejado jamás de su casa. El primero se entrega a la vida libertina malgastando sus bienes, el segundo se ocupa del trabajo, aunque atareado por diversas y opuestas vicisitudes; los dos hermanos llegan a un mismo lugar: se encuentran en el campo y desde allí se ponen en marcha hacia la casa del padre. No son pocos los textos bíblicos que utilizan la imagen del campo con un acento negativo: la casa de la serpiente tentadora y de los animales salvajes (Gn 3, 1), lugar de muerte (en los campos Caín se abalanzó sobre su hermano Abel, Cf. Gn 4, 8) y de violencia (los hebreos esclavos son obligados a realizar trabajos forzados en el campo, Cf. Éx 1, 14), imagen profética de amenaza (Os 2,14; Jer 26, 18), sitio donde las fuerzas se contraponen (Mt 13, 24-30). De hecho, en toda la parábola los dos hermanos no muestran algún signo de fraternidad: el menor nunca menciona al hermano mayor, y este a su vez no lo reconoce ("¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto", v. 30). Al fin de cuentas, el hijo menor y el hijo mayor comparten más de cuanto creen: los dos lejos del padre y de su voluntad de verlos "hermanos". Este, en cambio, llama a los dos con el mismo título "hijo" (v. 24; v. 31) e invita a los dos a entrar en la casa, así poder participar de la fiesta donde el padre entrega el uno al otro como "tu hermano" (v. 32). Pero hay otros elementos en común entre los dos hermanos. Parece que si el hijo mayor trabaja intensamente en los campos significa que en la casa del padre la condición de hijo no es válida, porque es motivo para no hacer nada y dedicarse a la dolce vita. Quizás por esto el hijo menor ha decidido irse de casa. No obstante las diferentes elecciones, uno es libertino, y el otro es trabajador, cuando se refiere a la vida en relación con el padre, los dos están determinados como empleados. Ellos comparten los mismos criterios evaluados en la lógica de la retribución: he pecado, entonces merezco el castigo de no ser más tu hijo; te he servido siempre, por eso, merezco tu recompensa. El menor no se atreve a más, el mayor toma como objeto de reproche al padre: "Hace tantos años que te sirvo, sin haber desobedecido jamás ni una sola de tus órdenes, y nunca me diste un cabrito para hacer una fiesta con mis amigos" (v. 29). Desgraciadamente, ante frentes opuestos, aparece una misma mirada calculadora que priva a los dos de la posibilidad de experimentar el corazón infinitamente generoso del padre. Es nuevamente él quien surge como figura presente, una paternidad absolutamente excepcional, que recibe al hijo menor sin condiciones y le manifiesta al mayor que no necesita pedirle nada porque: "Tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo" (v. 31). En comparación con los hijos, el padre no calcula nada, y nunca ha calculado nada, simplemente siempre ha querido compartir cada cosa. Su ser padre es pura relación hacia ellos en un impulso de amor y ternura sin medida. La mentalidad de un empleado Al escuchar música y danza, el hijo mayor no entra enseguida en la casa, sino que ¿llama a un sirviente para que le dé información? Estando cerca del padre por mucho tiempo, ¿sospecha ya cualquier cosa? El padre ¿ya le ha dicho sus intenciones si el hermano regresa? Su indignación ¿quiere provocar al padre para que cambie de opinión? Todas son repuestas posibles. El texto quiere remarcar el contraste entre las palabras del sirviente que lo invita a reconocer sus relaciones familiares ("Tu hermano ha regresado y tu padre hizo matar el ternero engordado", v. 27) y aquellas que el hijo en cambio dirige al padre ("¡Y ahora que ese hijo tuyo ha vuelto, después de haber gastado tus bienes con mujeres, haces matar para él el ternero engordado!" v. 30). Él niega una relación con el hermano, cuestiona el comportamiento del padre y toma distancia de ellos. No quiere entrar en la casa del padre porque de alguna manera su corazón ya vive en "un país lejano". Con respecto al hermano menor él destaca su largo y perfecto servicio de fidelidad a los mandatos del padre. Su presentación sugiere un tipo de curriculum ejemplar, pero su relación con el padre se manifiesta con mucha frialdad, en términos de "obediencia" y de "mandatos". Él ha obedecido sus leyes, por eso, espera de él una retribución, una recompensa aunque no corresponda a todo su trabajo: por lo menos un cabrito "para hacer una fiesta con mis amigos" (v. 29), pero a la fiesta que él proyecta celebrar, ¡el padre y el hermano no están invitados! ¿Podrá aceptar la súplica del padre de unirse a la fiesta que él mando preparar para el hijo menor? Respuesta a la invitación Aparece una dificultad: ¿Por qué el padre no invito enseguida al hijo mayor y comenzó los festejos sin él? ¿Por qué no lo ordenó llamar o no esperó a que llegase del campo? La parábola no ofrece una respuesta, pero deja entender claramente que, si la fiesta se pone en acto, es por la única decisión indiscutible del padre ("hagamos fiesta", v. 23): no depende de la voluntad del hijo. Esta surge directamente de la "compasión" (v. 20) y de la alegría sobreabundante del padre porque el hijo "ha vuelto a la vida", y no puede suspenderse. Para el corazón del padre, no hay alternativa: "Es justo que haya fiesta y alegría" (v. 32). El hijo mayor ahora solo puede decidir si unirse a los festejos y así compartir los sentimientos y los valores del padre, o rechazar y revelarse. El final abierto de la parábola no permite saber cuál es la respuesta del hijo mayor. Entre las escenas, la del hijo menor (vv. 12-24) y la del hijo mayor (vv. 25-32) terminan con las palabras del padre: marcan el camino de la historia e interrogan a cada lector que, junto con los dos hijos, se hace partícipe del corazón del padre. Se trata de confrontarse con su punto de vista, sus razones y sus elecciones: los únicos valores en juego. Al final de la parábola, de hecho, cada uno debe hacer una elección: entrar en aquella casa y participar de la fiesta o quedarse lejos sin gozar la alegría del padre, rechazando su abrazo misericordioso y sin poder recibir su perdón que les devuelve la vida y los hace hermanos. 3. La compasión de un padre Mientras al comienzo de la parábola la figura del padre aparece más bien secundaria, va alcanzando cada vez más consistencia a partir del momento en que el hijo menor se aleja de la casa, hasta ocupar el lugar protagonista que determina toda la estructura de los hechos. Lo que mueve al padre se muestra desde el principio: a la vista del hijo aún lejano, el padre "se conmovió profundamente" (v. 21). Es esta profunda piedad la que produce la rápida sucesión de las acciones: corre al encuentro del hijo, se echa a su cuello y lo besa. El verbo (que traduce el hebreo rakhamim) señala una compasión instintiva: él no puede esperar que el hijo llegue a la casa, sino que se adelanta y va hacia él impulsado por esta fuerza irresistible. Son más bien los profetas quienes describen esta efusiva conmoción en Dios: "Mira desde el cielo y contempla, desde tu santo y glorioso dominio. ¿Dónde están tus celos y tu valor, tu ternura entrañable y tu compasión?" (Is 63, 15; Cf. También Is 49,15; Os 2,21; Zc 1,16; Sal 145, 9). La compasión así representada es exactamente lo contrario de la frialdad o dureza de corazón, y es la cualidad fundamental de aquel Dios que es misericordia; una ternura que va hasta la conmoción física, un celo y una pasión que lo impulsan a actuar siempre y con eficacia. También el diálogo que el padre tiene con el hijo menor muestra la profundidad del misterio de su misericordia. Con inmensa ternura él no corrige la palabra "pecado" que el hijo apenas ha pronunciado, ni siquiera se pone a pensar sobre las ambiguas motivaciones que lo han traído a casa. En lo único que piensa es en salvar del peligro al hijo: ¡la muerte lo estaba privando de su hijo! Para el padre ahora cuenta que el hijo este allí, de nuevo en casa, rescatado a la vida de hijo por un amor que siempre estuvo allí. El padre declara que el alejamiento del hijo (con la consiguiente separación del padre y del hermano) fue para el hijo una muerte, y que su regreso equivale a un retorno a la vida (v. 24). Su regreso a la vida fue un largo camino y con las connotaciones típicamente pascuales. En el pasaje de la muerte a la vida, el hijo menor esta misteriosamente asociado al misterio pascual de Cristo crucificado y resucitado. La conversión como retorno al padre es la dinámica propia de la vida cristiana: una tensión continua sostenida por un amor que va más allá de la imaginación y en la que se reflexiona el evento que aquel amor manifiesta generosamente: La Pascua del Señor. La vida del cristiano no puede sino ser una vida pascual distinguida. Los dones de la misericordia De la excepcional alegría del padre florecen los dones que el hijo recibe. En ellos a menudo se ven varios significados extraídos del amplio patrimonio simbólico de la tradición cristiana. El vestido más bello está asociado inmediatamente al nuevo estado de vida con el que el padre reintegra al hijo y crea una sugerencia típicamente bautismal: "ustedes que fueron bautizados en Cristo, han sido revestidos de Cristo" (Gál 3, 27): Por consecuencia, "Ahora es necesario que acaben con la ira, el rencor, la maldad, las injurias y las conversaciones groseras. Tampoco se engañen los unos a los otros. Porque ustedes se despojaron del hombre viejo y de sus obras, y se revistieron del hombre nuevo, aquel que avanza hacia el conocimiento perfecto, renovándose constantemente según la imagen de su creador" (Col 3, 8-10). Por medio del bautismo la vida del cristiano aquí está definida en nuevos términos, con un comportamiento impensable para quienes queden detenidos en la gravedad del pecado. De hecho, si el bautizado es un "recién nacido", su vida nueva es la vida de Cristo y la vida en Cristo. La carta a los colosenses subraya que este crecimiento se hace mediante una continua renovación. De esta manera el sacramento de la reconciliación se relaciona profundamente con el sacramento de nuestro bautismo: La vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados, a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios (CIC 1426). La llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que "recibe en su propio seno a los pecadores" y que siendo “santa al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación" (LG 8). Este esfuerzo de conversión no es solo una obra humana. Es el movimiento del "corazón contrito" (Sal 51, 19), atraído y movido por la gracia (Cf. Jn 6, 44; 12, 32) a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero (Cf. 1Jn 4, 10) (CIC 1428). El anillo en el dedo indica el poder con el cual el hijo es nuevamente investido. Para conceder plenos poderes a José, hijo de Jacob, el faraón le entrega su anillo (Gn 41, 42), lo mismo hace el rey persiano Artajerjes con su confidente Amán (Est 3, 10). El anillo constituye un símbolo de vínculo y unión. El hijo se restableció en plena comunión con el padre y participa de su señoría. Las sandalias en los pies. Llevar zapatos y sandalias era un privilegio de los hombres libres: los prisioneros de guerra y los esclavos tenían que caminar descalzos (Is 20,2. 4). El hijo es reintegrado de esta manera en sus antiguos derechos. La última indicación que da el padre es sobre los preparativos para la fiesta. La disposición de preparar el ternero engordado y la precisa exhortación para comerlo, constituye una referencia al banquete de manjares suculentos que sella la alianza entre Dios y la humanidad: "El Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos sobre esta montaña un banquete de manjares suculentos, un banquete de vinos añejados, de manjares suculentos, medulosos, de vinos añejados, decantados" (Is 25, 6). Sobre todo el libro del Deuteronomio que une el tema del banquete con aquello de la fiesta gozosa en la presencia de Dios: Con el Señor, su Dios, ustedes se comportarán de una manera distinta. Irán a buscarlo al lugar que él elija entre todas las tribus, para constituirlo morada de su Nombre. Solamente allí presentarán sus holocaustos y sacrificios, sus diezmos y sus dones, sus ofrendas votivas y voluntarias, y también las primicias de sus ganados y rebaños. Allí, ustedes y sus familias comerán en la presencia del Señor, su Dios, y se alegrarán por todos los beneficios que hayan obtenido de su trabajo, porque el Señor, tu Dios, te bendijo (Deut 12,4-7; ver también Deut 14, 22-24; 16, 10-17). En el Nuevo Testamento, son numerosos los textos que hacen referencia a un banquete gozoso y familiar en el cual participar: en Lucas la parábola sobre los invitados a una gran cena anticipa las tres parábolas sobre la misericordia (Le 14, 16-24). En la conclusión de la escena, el banquete que el padre hace preparar para el hijo que regresó, tiene un valor ritual y ceremonial: festejar a aquel que atravesó un momento difícil y que ha vivido una transformación. También celebra la recíproca solidaridad que une al padre y al hijo, el vínculo recíproco que existe entre ellos. Muchos han interpretado que aluda al banquete pascual que Cristo celebra en la última cena, donde la alianza entre Dios y los hombres se establece para siempre por medio de su sangre (Le 22,20). La explícita invitación a participar a su banquete lo retoma el Ángel del Apocalipsis que ordena a Juan este mandato: "Escribe esto: Felices los que han sido invitados al banquete de bodas del Cordero" (Apoc 19, 9). Es la bienaventuranza que, con una adaptación, se retoma en la liturgia para invitar a la comunión eucarística. El bautismo, también la eucaristía se unen al sacramento de la reconciliación. A la comunidad cristiana, de hecho, le manifiesta la exigencia de una continua conversión y pone a disposición la potencia reconciliadora de la pascua del Señor: "La conversión y la penitencia diarias encuentran su fuente y su alimento en la eucaristía, pues en ella se hace presente el sacrificio de Cristo que nos reconcilió con Dios; por ella son alimentados y fortificados los que viven de la vida de Cristo" (CIC 1436). La fiesta del perdón Al hijo mayor el padre le dice: "Es justo que haya fiesta y alegría". El padre obedece a una lógica superior a la que debe satisfacer, una lógica diferente y más alta respecto al modo de ver del hijo mayor: "Él ama, no sabe hacer otra cosa" (papa Francisco, Homilía en Santa Marta, 28 de marzo 2014). Su paternidad pone en primer lugar la relación con el hijo: y este es el sentido de su ser padre. Si el hijo estuviera "muerto" él mismo dejaría de ser su padre. Regresando al padre "Ha vuelto a la vida", a la vida de hijo, y así reanima al padre mismo que enseguida va a su encuentro. El hijo mayor es invitado a comprender el círculo de este amor profundo que une al padre y al hijo, circulo que vale para él mismo. Reencontrando al hijo, el padre puede restituirle al hermano, sin el cual el hijo mayor perdería su misma identidad de hermano. Por eso, la profunda compasión que mueve el actuar del padre encuentra la alegría más grande en ver que los hijos se reconozcan hermanos, entonces la paternidad alcanza su vértice y se revela con todo su esplendor. Comentando la parábola del hijo pródigo, el papa Benedicto XVI así lo resumía: Este pasaje de san Lucas constituye una cima de la espiritualidad y de la literatura de todos los tiempos (...). No deja nunca de conmovernos, y cada vez que la escuchamos o la leemos tiene la capacidad de sugerirnos significados siempre nuevos. Este texto evangélico tiene, sobre todo, el poder de hablarnos de Dios, de darnos a conocer su rostro, mejor aún, su corazón. Desde que Jesús nos habló del Padre misericordioso, las cosas ya no son como antes; ahora conocemos a Dios: es nuestro Padre, que por amor nos ha creado libres y dotados de conciencia, que sufre si nos perdemos y que hace fiesta si regresamos. Por esto, la relación con él se construye a través de una historia, como le sucede a todo hijo con sus padres: al inicio depende de ellos; después reivindica su propia autonomía; y por último -si se da un desarrollo positivo- llega a una relación madura, basada en el agradecimiento y en el amor auténtico (Ángelus, 14 marzo 2010). Ilustrando esta sabia pedagogía de la misericordia de Dios, la parábola del padre y de los dos hijos no quiere hacernos meditar en modo abstracto el misterio del amor que perdona, sino que impulsa a cada hombre a recurrir a esta misericordia en nombre de Cristo y en unión con él. De esta manera somos transportados por el amor que salva a reconocer nuestras infidelidades confesando nuestros pecados. Así, revelando el amor de Dios, la palabra del Señor sigue encarnándose en la vida de cada creyente sellando en su conciencia herida el rostro del padre rico en misericordia. Por eso, la misión de la Iglesia es confesar la misericordia divina en toda la verdad que la Revelación nos envía a testimoniar poniéndonos a su servicio: A la luz de esta inagotable parábola de la misericordia que borra el pecado, la Iglesia, haciendo suya la llamada allí contenida, comprende, siguiendo las huellas del Señor, su misión de trabajar por la conversión de los corazones y por la reconciliación de los hombres con Dios y entre sí, dos realidades íntimamente unidas (San Juan Pablo II, Reconciliación y Penitencia, n° 6). CAPÍTULO TERCERO CUESTIÓN DE DEUDAS Y DE DEUDORES En el discurso de la montaña (Mt 5-7), el primero es el más amplio entre los discursos de Jesús en el Evangelio según Mateo (Mt 5-7), el fragmento central trata de las tres formas clásicas de la devoción judaica: la limosna, la oración y el ayuno (6, 1-18). En el corazón de la enseñanza sobre la oración, por lo tanto, en la posición absolutamente más central de todo el discurso, se encuentra la oración del Padrenuestro (6, 9-13). La centralidad reservada a la oración que enseño Jesús a la gente demuestra que ella constituye un precioso don, una perla inestimable insertada en su enseñanza. La relación del cristiano con el Padre, de hecho, esta en la base de todo su ser y de todo su actuar. La oración se articula en siete pedidos (siete es el número de la totalidad y de la perfección) : las tres primeras conciernen principalmente a la iniciativa de Dios, destacan los objetivos posesivos referidos a la segunda persona (tu nombre, tu reino, tu voluntad, 6, 9-11); las últimas cuatro son peticiones fundamentales referidas a las necesidades humanas, expresadas utilizando los posesivos referidos a la primera persona (da a nosotros el pan, perdona a nosotros nuestras ofensas, no nos dejes caer, sino libera a nosotros). La quinta petición se configura como pedido de perdón. Hablando de "deudas" (gr. opheilématd) y de "deudores" (gr. Opheilétais, Mt 6, 12), Mateo utiliza un lenguaje jurídico-comercial: "Las deudas" indicaban, sobre todo, aquel dinero que se restituía para no caer en una ulterior desgracia. Para compensar los consecuentes desequilibrios sociales, la legislación del año sabático ordenaba que los esclavos fuesen restituidos libres, disposición concerniente para las personas esclavas y que no podían pagar sus propias deudas (Cf. Éx 21, 2-6; Deutl5,1-11). En paralelo, Lucas usa la expresión "perdona nuestros pecados" (gr. Amartías, Le 11, 4), queriendo precisar teológicamente la solicitud: en cuanto "deudas" ante Dios, ellos son "pecados". Las dos versiones entonces convergen, y, en el rezo del Padrenuestro, el cristiano utiliza sin dificultad el término "deudas" pensando que son "pecados". No se debería evitar el preciso valor del término utilizado por Mateo, porque ello constituye un reclamo a la parábola del rey bueno y el servidor despiadado (Mt 18, 21-35), una parábola presente solo en Mateo y en la que se ve, por segunda y última vez, el término "deudas" (opheilémata). Es a partir de esta parábola que se entiende el pedido presente en el Padrenuestro de perdonar nuestras deudas. La parábola del rey bueno y el servidor despiadado La parábola (Mt 18, 21-35) se pone en marcha desde el diálogo entre Pedro y Jesús, sobre el tema concerniente a la reconciliación entre los discípulos: "Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?La pregunta parece sobrentender una práctica de reconciliación interna de la comunidad cristiana donde deben aclararse algunos criterios. El punto de partida de Pedro es ciertamente generoso: "¿Hasta siete veces?". La respuesta de Jesús es directa: no se deben hacer cálculos. El discípulo debe asumir un estilo consecuente con la dinámica del Reino de los Cielos, en la cual la misericordia es sin límites y concede un perdón sin medida y sin reservas. La vertiginosa perspectiva abierta por Jesús esta ilustrada por el relato parabólico en el que el elemento de efecto está constituido por una deuda inmensa e inolvidable, acumulado por un servidor en comparación con el patrón. Tres escenas se suceden, de las cuales las dos primeras son simétricas pero opuestas. Al principio, se describe la acción del patrón que condena (vv. 23-27), después del siervo que castiga (vv. 28-30), la tercera pone en confrontación los dos modos de actuar (vv. 31-34) y tiene su vértice en las últimas palabras que el patrón pronuncia: "¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de ti?" (v. 33). El contraste se amplifica por algunas diferencias: la condición social entre el patrón y el servidor en la primera escena y aquella paritaria entre servidor y con-siervo (doülos e syndoülos) en la segunda, la deuda enorme en la primera y aquella pequeña en la segunda, el rol que juega el siervo, al principio deudor insolvente y después acreedor despiadado. El objetivo es de suscitar la idea de la dimensión inconmensurable en la que se extiende el perdón de Dios, sobre todo, si es llevado a la limitada y un poco mezquina realidad humana. Una deuda insolvente En un primer momento, el patrón impone al servidor pagar la propia deuda: se trata de diez mil talentos, una suma exorbitante si nos ponemos a pensar en la rendición anual del reino de Herodes: era de novecientos talentos, y el ingreso de las tasas de Galilea y de Perea no superaba los doscientos talentos. El relato pone en evidencia que en ningún caso una deuda semejante puede pagarla un servidor quien, por su suplica desesperada ("postrado en tierra"), resulta conmovedor e irreal: "Señor, dame un plazo y te pagaré todo" (v. 26). Ninguna prórroga sería suficiente para saldar una ¡semejante deuda! La verdad es que él no se puede liberar de ella de ninguna manera. La solución inesperada viene (¡otra vez!) de la "compasión" (v. 27) que mueve la actitud del patrón. En primer lugar, para vender están: "él, los hijos y cuánto poseía", y así poder saldar la deuda; sin embargo, surge la sorprendente decisión de despedirlo con la deuda totalmente perdonada. El perdón de una deuda así de grande debería traducirse en una actitud de agradecimiento y de misericordia de parte de quien se beneficia, sobre todo, si el deudor es un con-servidor, uno, es decir, de quien se conoce bien la condición de pobreza y de necesidad por haberla experimentado en primera persona, y más aún por una deuda modesta con relación a cuánto apenas se ha perdonado. Pero aquello sucede cuando: "Al salir" (v. 28), el servidor, se encuentra con un compañero deudor, a su vez, de cien denarios. Para un servidor cien denarios corresponden a un poco menos que tres meses de trabajo, una cifra no del todo insignificante conforma a los criterios de justicia conmutativa entre compañeros. Pero la introducción de la parábola obliga a otra comparación: "Un rey quiso arreglar las cuentas con sus servidores" (v. 23): la tabla de medición no es horizontal, entre pares, sino vertical tratándose de un rey y un servidor. Cuando el rey perdona una gran deuda a un servidor, ¿qué se debería esperar de este? El siguiente comportamiento que llama la atención: "Comenzada la tarea, le presentaron a uno que le debía diez mil talentos" (v. 24): la audiencia del servidor se dirige a los comienzos de la actividad del juicio del rey, y que supone que tal actividad proseguiría también después. Tampoco sabemos quiénes son aquellos que "le presentaron" al servidor deudor, pero seguramente es su actitud la que conduce al servidor a tener que regular las cuentas delante del reyjuez. No es el patrón que ha llamado directamente al servidor, él le pide cuentas porque otros le han hablado de él. Una vez que haya pagado la deuda, el servidor tendrá, por lo menos, que ser un poco más atento y prudente: el ajuste de las cuentas que el rey absuelve se mueve, de hecho, sobre las relaciones que los "servidores" (syndouloi) mantienen entre ellos. Regularizar las cuentas En la segunda escena, la cruel actitud del servidor acreedor en comparación con un compañero está señalada con dureza desde el principio: "tomándolo del cuello hasta ahogarlo", quien dice a continuación usando el imperativo: "¡Págame lo que me debes!" (v. 28). El servidor no pide otra cosa sino aquello que espera: es una cuestión de justicia, y nada se tendría que decir si él mismo poco antes, en su misma condición no hubiera suplicado una manera diferente de actuar. A través de la remisión de la deuda, el servidor no solamente recibió el don de la misericordia, sino que, además, se introdujo dentro del corazón del patrón, cuyo diferente modo de evaluar la deuda fue ambicionado por el mismo deudor. En aquel corazón, la justicia no fue simplemente adaptada a la deuda. Participándole la propia compasión, el patrón le demostró que la misericordia era posible y realizable, accediendo más allá de toda esperanza a su súplica. En modo sorprendente, con el perdón de la deuda el rey tuvo que dar comienzo a su "rendición de cuentas". Cuando se convirtió en partícipe del corazón del rey y pudo experimentar su misteriosa justicia, el servidor podría haber extendido a otros tal misericordia: habría podido y debido. El pedido del plazo de parte del compañero deudor (v. 29) fue exactamente paralelo a aquello que él le había hecho al patrón (v. 26), pero no obtuvo el mismo efecto y en ese debido momento. La crueldad del servidor es por eso ¡injustificable! El compañero deudor fue mandado a la cárcel "hasta que pagara lo que debía" (v. 30). El juicio final El último acto de la parábola se abre con las reacciones de los demás "servidores" (syndouloi) (v. 31). Ellos estaban "muy apenados": un conjunto de dolores y de tristezas. La proposición syn (let. con) expresa una particular relación que los une entre ellos a estos servidores. Ellos constituyen un grupo de compaisanos al servicio del rey-juez. Como tales, en mérito a su servicio, es por él que reciben las directivas y a quien ellos deben remitirse. Los servidores no pueden sino asumir la perspectiva del patrón: aquella de la compasión. Y justo sobre esto se evalúa la actitud del servidor despiadado, por eso: "servidor" (syndouloi) la misericordia del patrón ha reformulado el sentido de su justicia: esta es la que establece la norma que regula sus relaciones y su servicio. Faltando a la misericordia el servidor despiadado ignoró cuanto concretamente le había enseñado el patrón y tomó distancia de los propios compañeros: "Este lo mando llamar y le dijo: '¡miserable!'": un servidor malvado no puede estar a su servicio, es solamente "un hombre" que está delante a él. De esta manera se delinea la identidad de la comunidad cristiana: los discípulos del Señor constituyen una fraternidad basada en la misericordia que el Señor derrama sobre ella y que tiene a la remisión de las deudas como principal regulador. El perdón ilimitado e incondicionado determina las relaciones fraternas, activando un servicio que en la misericordia encuentra el elemento inspirador y performante. Así la dinámica del Reino de Dios se actúa en el mundo, transfigurando cristológicamente "al hombre" en "servidor", a imagen de aquel que "era de condición divina, no consideró esta igualdad con Dios como algo que debía guardar celosamente: al contrario, se anonadó así mismo, tomando la condición de servidor y haciéndose semejante a los hombres, y, presentándose con aspecto humano, se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz" (Flp 2, 6-8). No dejándose transportar por el dinamismo del amor compasivo del patrón, el servidor se encontraba envuelto en un epílogo dramático y desastroso. La sentencia del patrón movía según un criterio de justicia que el propio servidor había adoptado ante su compañero. La declaración del rey: "me suplicaste y te perdoné la deuda" demuestra que para él la súplica del servidor era una oración, que llegó directamente a su corazón. Sigue una pregunta retórica: "¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, así como (gr. Ós kai, valor comparativo) como yo me compadecí de ti?” (v. 33). Entrando en la misericordia del patrón el servidor habría podido imitar el corazón y tener piedad del compañero, dejándose transportar por aquella compasión desbordante e incondicional con la que había sido beneficiado. La conclusión es desagradable y asombrosa en cuanto a la misericordia del inicio: "indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía". A fin de cuentas, el patrón aplicó al segundo servidor los deseos que estos habían expresado: suplicando tocó el corazón del patrón a la misericordia, la deuda movió su justicia, una justicia que no tiene en cuenta la inmensidad de la deuda se vuelve su ruina. El relato pone también a la luz que el rostro de Dios, compasivo o indignado, se refleja en el rostro de sus servidores: "compasivo" cuando se practica el perdón fraterno, "desagradable" cuando la misericordia no encuentra espacio. En esta parábola, emerge una dinámica del perdón en tres tiempos: en primer lugar, está el perdón inmerecido e inmenso del patrón hacia el servidor, en un segundo momento, eso se extiende dando forma a las relaciones de aquellos que están al servicio del patrón, y finalmente la fraternidad que de aquel perdón brota y se alimenta se hace referencia y fundamento a su vez para un juicio final. Se trata de un desarrollo que tiene su punto de partida y su cumplimiento en la figura del patrón, pero que el ejercido implica a los siervos en comprometerse y vivir según el "corazón" de aquel que aparece infinitamente misericordioso. Las palabras conclusivas de Jesús responden a la pregunta inicial de Pedro: "Así también (gr. Os kai, valor consecutivo) hará mi padre celestial con ustedes, sino perdonan de corazón a sus hermanos" (v. 35). El perdón surge de la remisión de una deuda impagable que se ejerce con la fuerza del amor del Padre celeste. Este mismo amor estimula también "el corazón" del cristiano para asumir con sinceridad y buena voluntad la lógica del perdón entre hermanos: es el compromiso de una comunidad creyente que vive la experiencia de la fraternidad como servicio. Perdona nuestras deudas El pedido de perdón de las deudas en el Padrenuestro se entiende sobre el fondo de la enseñanza de la parábola. En primer lugar una súplica: "Perdona nuestras deudas", y después una subordinada: "como nosotros perdonamos a nuestros deudores". La suplica hace referencia a la petición del servidor delante del patrón, y la subordinada evoca el comportamiento que el servidor habría tenido que adoptar con el compañero deudor: aquel sugerido de la compasión del rey con respecto a él. Cuando recita el Padrenuestro, el cristiano asume que el punto de vista del rey de la parábola, reza al "Padre celeste", que es también "nuestro", en sintonía con su corazón y su voluntad. Es un "servidor" (syndoulos) a su servicio dentro de una comunidad que tiene en la fraternidad su pieza constitutiva y su nota distintiva. El hecho de que el perdón deba pedirse en la oración implica una actitud de temor (¡no temerosa!): porque la deuda es enorme, el cristiano sabe que es un servidor insolvente. ¿Es verdaderamente posible corresponder totalmente a una misericordia así de grande? La comunidad de los creyentes conoce los primeros límites y no los esconde: ella implora sabiendo que no puede contar con las propias fuerzas. Ella sabe que perdón y fraternidad son ante todo fruto de gracia y que se pueden recibir solo como don de parte de un corazón lleno de amor como el del Padre, Padre "celeste" y "nuestro". Porque la oración del Padrenuestro fue enseñada por Cristo, es a través de sus palabras que la petición del creyente sube al Padre. Así como a través de él el corazón del padre se ha manifestado más allá de cada medida sobre el madero de la cruz. Es aun a través de él que el perdón es donado y mueve a los discípulos a reconocerse hermanos: "Todo esto procede de Dios, que nos reconcilió con él por medio de Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación" (2Cor 5, 18). Perdonamos a nuestros deudores Muchas discusiones surgieron con respecto a cómo se debía entender la relación literaria que el Padrenuestro plantea entre perdón de Dios y perdón entre hermanos. Alguna perplejidad circula también entre los creyentes cuando recitan: "Como nosotros (gr. Ós kai) perdonamos a nuestros deudores". Jesús, ¿condicionaría el actuar de Dios a la acción del hombre? El amor de Dios, ¿está adaptado al compromiso ético del cristiano? ¿Recibimos el perdón porque somos pecadores o en la medida en la cual no lo somos? El perdón, ¿es un do ut des, una especie de comercio con Dios? La parábola del servidor insolvente se presta para semejantes interpretaciones. El servidor recibe el perdón antes de encontrarse con el compañero deudor, y solo después, el juicio final, el patrón le pide cuenta de cómo ha actuado. La expresión greca "como nosotros" (Ós kai) recorre dos veces la parábola, pero cada una con valores diferentes. En Mt 18, 33, tiene el valor comparativo confrontando el perdón del servidor con el del patrón. Segunda acepción comparativa, el pedido de perdón del Padrenuestro se puede entender de dos modos: "perdona nuestras deudas en la misma manera y en la misma medida como nosotros perdonamos a nuestros deudores". No se trataría de una correspondencia cuantitativa, sino de una declaración. La comunidad cristiana muestra que no tiene otra perspectiva, sino aquella del perdón como lo ha entendido y enseñado Jesús. Delante del Padre ella constata que es la propia regla de vida y por eso no teme pedirle perdón. Una segunda interpretación lo toma desde el valor comparativo de la partícula una referencia al perdón escatológico: los cristianos, de buenos "servidores" (syndouloi), se conforman a la perspectiva del perdón de Dios, y no del servidor despiadado, y piden que se tenga presente en el juicio final: "Perdona nuestras deudas como nosotros también perdonamos (=lo estamos perdonando) a nuestros deudores". En Mt 18, 35 "como nosotros" (Ós kai) tiene en cambio valor consecutivo: un perdón que no fue dado de corazón consigue la indignación del Padre celeste. En tal caso, el cristiano reza para que el perdón desmerecido que él recibe del Padre sea fuente inagotable y abundante del perdón que lo difunde en los hermanos: "Perdona nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores". Desde el punto de vista literario no es posible establecer con certeza cuál de las dos opciones es preferible. El valor comparativo esta remarcado en los versículos inmediatamente seguidos al Padrenuestro: "Si perdonan sus faltas a los demás, el Padre que está en el cielo también los perdonará a ustedes. Pero si no perdonan a los demás, tampoco el Padre los perdonará a ustedes" (Mt 6, 14-15). Quizás es preferible dar un sentido consecutivo al pedido de perdón antes expresado en la oración y así mantener las dos acepciones. De tal manera se mantiene la dinámica del perdón en tres tiempos: el perdón de Dios genera la capacidad de perdón en los creyentes (Mt 6, 12) y el perdón que ellos ofrecen a los hombres abre al perdón en el juicio final de Dios (Mt 6,14-15). Todo parece valorarse de los dos últimos pedidos que el Padrenuestro formula: aquel referente a "la tentación" y la "liberación del mal", una terminología de tipo apocalíptico que lleva a una mirada exactamente escatológica. En conclusión, el hecho de que el perdón de los pecados y aquello en referencia a los hermanos sean objeto de la oración que Jesús enseña, muestra que la oración es el ámbito en el cual esto se pide y comprende, pero no es en ella donde se agota; es responsabilidad de los discípulos llamados a construir una fraternidad en la que la misericordia de Dios cotidianamente se traduce y se conjuga. CAPÍTULO CUARTO DON DEL ESPÍRITU Y PERDÓN DE LOS PECADOS De las apariciones del Resucitado narradas en el Evangelio según san Juan, aquella a los discípulos (Jn 20, 19-23) asume particular importancia porque el don del Espíritu Santo que les fue trasmitido y las palabras sobre el perdón de los pecados son decisivos para la fe, la vida y el futuro de la comunidad cristiana. Aquí, de hecho, dentro de un contexto pascual claramente vinculado con la muerte y la resurrección de Jesús, el poder de perdonar o retener los pecados fue confiado a los discípulos como tarea de su mandato, en íntima relación con la efusión del Espíritu Santo. La aparición del Resucitado sucede "al atardecer de ese mismo día, el primero de la semana" (v. 19). Se trata de la conclusión del día de Pascua que comienza con el descubrimiento de la tumba vacía, y sigue con la aparición del Resucitado a María Magdalena. Ahora el día alcanza su culmen porque el Resucitado se hace presente en medio de la comunidad de sus discípulos, haciéndolos partícipes de su resurrección. Durante el relato hay algo que subrayar sobre los discípulos que "por temor a los judíos" se esconden con las puertas cerradas, y se contrapone al poder conquistado por el Resucitado que atraviesa esas puertas, mostrando una capacidad de superar barreras y cerraduras para "estar en medio" de los suyos. Con este fuerte contraste el evangelio subraya que la gran hostilidad en contra de Jesús no termina con su muerte, sino que se extiende en su comunidad: por esto el Resucitado la alcanza sin que nada pueda impedir su presencia y su cercanía. Esta aparición lleva a los discípulos a un nuevo conocimiento y a una nueva sabiduría de la fe que han puesto en Jesús nazareno. Ante todo el Resucitado se presenta con un saludo de paz y mostrando los signos de su pasión: las heridas de las manos y el costado. En el Antiguo Testamento, el saludo de paz estaba reservado para momentos solemnes y hacía referencia al don de la paz escatológica, aquella definitiva que sería alcanzada al final de los tiempos por obra de Dios. En este sentido, Jesús ya había preanunciado este momento: Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman! Me han oído decir: "Me voy y volveré a ustedes". Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que yo. Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean (Jn 14, 27-29). Ahora, la paz llega a los discípulos por medio del Resucitado y confirmada por los gestos que recuerdan su muerte en cruz. A los once les manifiesta la continuidad entre resurrección y crucifixión. Aquel que está vivo en medio de ellos es el mismo Jesús que murió crucificado por ellos. Los discípulos se encuentran envueltos en un misterio de gracia, partícipes del misterio pascual. A través de la crucifixión Jesús ha manifestado el amor de Dios por el mundo, y a través de su resurrección este amor ahora triunfa sobre aquellos poderes que intentan cerrar al hombre en el miedo. La pascua de Jesús es el acontecimiento salvífico definitivo que trae a los discípulos la paz de Dios y que los hace florecer donando a la comunidad de los creyentes la certeza de la victoria de Jesucristo. El saludo de paz muchas veces viene a subrayar el tiempo nuevo que se ha inaugurado. En él resuena, sobre todo, el mandamiento que pone a los discípulos en sintonía con el mandato que Cristo recibió del Padre. La misión de la Iglesia prolonga la misión salvífica del Hijo que realiza el proyecto del Padre. Ella se apoya sobre la autoridad de la palabra del Resucitado y sobre su poderosa presencia, extiende los límites y asume las características, compartiendo también las dificultades y el rechazo. Por eso, a los discípulos les fue dado el don del Espíritu Santo. El Resucitado "sopla" sobre ellos (v. 22) repitiendo el gesto del Creador (Gn 2, 7). En esta nueva creación los discípulos renacen como testigos del Crucificado Resucitado y, como tal, están autorizados para el anuncio del evangelio al mundo. Por medio del Espíritu Santo ellos están consagrados en la verdad de Cristo, exactamente como Jesús había pedido al Padre en el discurso de despedida: "Conságralos en la verdad: tu palabra es verdad. Así como tú me enviaste al mundo, yo también los envío al mundo. Por ellos me consagro, para que también ellos sean consagrados en la verdad" (Jn 17, 17-19). El don del Espíritu acompaña las palabras sobre el poder de perdonar y de retener los pecados (v. 23). Se trata de un versículo que ha provocado grandes y vivaces polémicas y en las que a menudo se ha corrido el peligro de modificar la riqueza de su significado. En todas las actividades en que el Espíritu que han recibido se hace presente, los discípulos reciben la facultad de ejercer un particular poder sobre el pecado: en la predicación, en el testimonio, en el bautismo y en la eucaristía, y también en aquella que hoy nosotros llamamos la penitencia sacramental. El Concilio de Trento utiliza este paso para afirmar la institución del sacramento de la penitencia de parte de Cristo. El papa Francisco lo sintetiza así. Jesús, transfigurado en su cuerpo, es ya el hombre nuevo, que ofrece los dones pascuales fruto de su muerte y resurrección. ¿ Cuáles son estos dones? La paz, la alegría, el perdón de los pecados, la misión, pero sobre todo dona el Espíritu Santo que es la fuente de todo esto. El soplo de Jesús, acompañado por las palabras con las que comunica el Espíritu, indica la transmisión de la vida, la vida nueva regenerada por el perdón (Audiencia general, 20 noviembre 2013). Como fruto el día de la Pascua, el Resucitado confirió a los discípulos reunidos la potestad de perdonar los pecados. El mandato misionero y el poder salvífico son dones para la comunidad de los discípulos como tales y permanecen siempre válidos: su eficacia no se agota y mucho menos una vez que ya no están los once, porque fue trasmitida a sus sucesores, los obispos. Es notable que el sacramento de la penitencia tiene en sus espaldas una larga historia de la cual ha asumido internamente variadas formas, y la misma comprensión sacramental fue madurando progresivamente. En ella el poder salvífico en referencia a los pecados nunca disminuyó, al contrario, continuó a fluir copiosamente. Recuerda el papa Francisco: Este pasaje nos descubre la dinámica más profunda contenida en este sacramento. Ante todo, el hecho de (fue el perdón de nuestros pecados no es algo fue podamos damos nosotros mismos. Yo no puedo decir: me perdono los pecados. El perdón se pide, se pide a otro, y en la confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino fue es un regalo, es un don del Espíritu Santo, fue nos llena de la purificación de misericordia y de gracia fue brota incesantemente del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado. En segundo lugar, nos recuerda fue solo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los hermanos podemos estar verdaderamente en la paz (Audiencia general, 19 de febrero 2014). La facultad de perdonar o retener los pecados implica un juicio sobre las acciones del cristiano y sus pecados consumados. Tal discernimiento lo hace la Iglesia en una doble dirección: ella debe desenmascarar y ayudar a los creyentes a reconocer el pecado en su vida de tal manera que ellos puedan tomar distancia y rechazarlo. Al mismo tiempo, la Iglesia recibe con los brazos abiertos al pecador arrepentido para confiarlo a la palabra salvífica y creadora de Jesús. Así ella da continuación a la obra de su Señor: La Iglesia es depositaría del poder de las llaves, de abrir o cerrar al perdón. Dios perdona a todo hombre en su soberana misericordia, pero él mismo quiso que quienes pertenezcan a Cristo y a la Iglesia reciban el perdón mediante los ministros de la comunidad. A través del ministerio apostólico me alcanza la misericordia de Dios, mis culpas son perdonadas y se me dona la alegría. De este modo Jesús nos llama a vivir la reconciliación también en la dimensión eclesial, comunitaria. Y esto es muy bello. La Iglesia, que es santa y a la vez necesitada de penitencia, acompaña nuestro camino de conversión durante toda la vida. La Iglesia no es dueña del poder de las llaves, sino que es sierva del ministerio de la misericordia y se alegra todas las veces que puede ofrecer este don divino (papa Francisco, Audiencia general, 20 noviembre 2013). El sacramento de la penitencia está íntimamente en relación con el bautismo y la eucaristía, porque juntos, cada uno con su propia modalidad, actualizan para todos los creyentes el sacrificio de Cristo y su importancia soteriológica: En el sacramento del bautismo se perdonan todos los pecados, el pecado original y todos los pecados personales, como también todas las penas del pecado. Con el bautismo se abre la puerta a una efectiva novedad de vida que no está abrumada por el peso de un pasado negativo, sino que goza ya de la belleza y la bondad del reino de los cielos. Se trata de una intervención poderosa de la misericordia de Dios en nuestra vida, para salvarnos. Esta intervención salvífica no quita a nuestra naturaleza humana su debilidad -todos somos débiles y todos somos pecadores-; no nos quita la responsabilidad de pedir perdón cada vez que nos equivocamos. No puedo bautizarme más de una vez, pero puedo confesarme y renovar así la gracia del bautismo. Es como si hiciera un segundo bautismo. El Señor Jesús es muy bueno y jamás se cansa de perdonarnos. Incluso cuando la puerta que nos abrió el bautismo para entrar en la Iglesia se cierra un poco, a causa de nuestras debilidades y nuestros pecados, la confesión la vuelve abrir, precisamente porque es como un segundo bautismo que nos perdona todo y nos ilumina para seguir adelante con la luz del Señor. Sigamos adelante así, gozosos, porque la vida se debe vivir con la alegría de Jesucristo; y esto es una gracia del Señor (papa Francisco, Audiencia general, 13 noviembre 2013). CAPÍTULO QUINTO LAS PALABRAS DEL PERDÓN La fórmula de la absolución de los pecados que el sacerdote pronuncia con las manos extendidas sobre la cabeza del penitente señala el carácter trinitario, pascual y eclesial propio del Sacramento de la penitencia. Esta fórmula ofrece la posibilidad para esbozar una visión sintética del sacramento. Dios, Padre de misericordia, que ha reconciliado al mundo consigo Como primer elemento se hace referencia a la misericordia del Padre. El perdón de los pecados, de hecho surge de la libre y firme voluntad de salvación concerniente a todo el mundo. Toda la historia de la salvación corresponde a la realización de este único proyecto. Desde el principio la historia del antiguo pueblo de Dios se configura como el lugar de la acción liberadora de Dios y el ámbito en el que él se manifiesta: "compasivo y bondadoso, lento para enojarse, rico en amor y fidelidad" (Sal 86, 15). El evento de la salida de Egipto y la alianza del Sinaí ratifican la misericordia de Dios por su pueblo: en ella él se presenta como su redentor que libera y salva, y el pueblo se forma pueblo santo que en la alianza celebra el fundamento de su vida y de la propia identidad. Todo aquello permite al cristiano reconocer la pedagogía de Dios hacia su pueblo. A partir de ella él puede madurar algunas actitudes fundamentales para acercarse al sacramento de la Reconciliación. Porque surge de la fidelidad de Dios, el cristiano sabe cuán importante es "creer" en su misericordia; ella es una fuente reconciliadora que no conoce obstáculos insuperables. Creer en tal misericordia significa volver siempre a confiar en el Padre, en la certeza de que la realidad del pecado en nosotros no es más grande que su misericordia: "aunque nuestra conciencia nos reproche algo, Dios es más grande que nuestra conciencia y conoce todas las cosas" (ljn 3, 20). El deseo y la garantía de ser perdonados, el arrepentimiento, la reparación del mal causado, para el creyente son siempre posibles porque se apoya sobre esta inquebrantable certeza de fe: la misericordia de Dios, dirigida a cada uno y a todo el mundo. Esto significa que ninguno se salva a sí mismo: en cuanto don incondicionado de Dios, la misericordia de Dios es pedida y recibida. Es el padre quien nos reconcilia consigo, la iniciativa es ante todo suya. El sacramento del perdón recuerda al cristiano pecador que es parte de una historia de salvación que lo precede, una misericordia que por gracia él se inserta y descubre el rostro bondadoso del Padre y que cada vez lo atrae en la comunión consigo y a la vida de fe. Un segundo aspecto: la misericordia tiende a la comunión. La misericordia donada por Dios reconstruye y hace más fuerte las relaciones débiles o interrumpidas por el pecado: ella cubre al penitente abriendo espacio al abrazo y al encuentro del Padre. El perdón no es simplemente un don otorgado al pecador independientemente de su voluntad, sino que este, movido por su voluntad, debe reconocer en Dios al Padre lleno de amor, un amor que por la vida de fe provee alimento para la conversión. La absolución de los pecados no es un gesto mecánico, casi mágico: ella es la gracia que penetra en el pecador abriéndole el corazón, la mente y la voluntad para una vida de comunión con Dios. En fin, una última advertencia: en el sacramento de la reconciliación, el perdón de Dios alcanza al cristiano pecador teniendo la mirada sobre el "mundo" entero: aquello significa que la fuerza de este perdón no terminan con el encuentro de la persona penitente y tampoco con la Iglesia sola. La misericordia de Dios tiene un alcance universal, hasta cósmico, porque está íntimamente en contacto con su voluntad de salvación que se extiende "a toda creatura" (Mt 16, 15). Como recuerda san Pablo: "porque la misma creación será liberada de la esclavitud de la corrupción para participar de la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rom 8, 21). La solidaridad en el pecado, que une al pecador con el mundo de la corrupción, encuentra una alta retribución en la solidaridad de la gracia redentora. En ella la voluntad del Padre se extiende imperiosamente donde sea que el pecado tenga su poder en la esclavitud, y así liberar el mundo de toda corrupción. Acercándose al sacramento del perdón, el cristiano sabe que es llevado por esta acción poderosa: él recibe el don del perdón, y con ello mismo el don lo compromete y lo impulsa dentro del proyecto de liberación que tiende a reconciliar con Dios a toda la creación. Al recibir el perdón, el pecador arrepentido tiene fija la mirada en su Señor, escucha su Palabra y en ella confía para construir un mundo que, salido de la misma Palabra a ella quiere volver. La vida cristiana es por eso una continua con-versión a aquel Dios que tiene un corazón que resguarda a la humanidad pecadora y a aquel mundo en el cual ella vive y construye. En la muerte y la resurrección de su Hijo La solidaridad y la acogida de los pecadores son hechos que están en toda la vida de Jesús, su mismo nombre significa "Dios salva" (Mt 1, 21), desde los acontecimientos históricos viene el perdón de Dios: "El Hijo del hombre, no vino para ser servido, sino para servir y dar su vida en rescate por una multitud" (Me 10, 45). Momento culminante de esta obra reconciliadora cumplida por el Hijo de Dios es la ofrenda de su vida en la cruz, cuando por todos nosotros ha implorado y obtenido el perdón del Padre (Le 23, 23). Por lo tanto, es solo en Cristo redentor que la plenitud del perdón de Dios llega al hombre, y es su misterio pascual el que ocupa el centro de la historia de la salvación. Desde la cruz de Cristo, el perdón de los pecados brota de manera permanente y continua, y en virtud de la potencia del Resucitado ella se extiende eternamente actual en cada lugar "por muchos" (Me 14, 24). Siendo cada sacramento una particular manifestación de la presencia de la pascua de Cristo en la historia, la redención que él realizó, alcanza a los hombres de múltiples y variadas maneras. El sacramento de la remisión es ante todo el bautismo que da al hombre una vida nueva. Porque es inmersión en la muerte y la resurrección de Jesús, el bautismo inserta al cristiano en el destino salvífico de Cristo. Por la fuerza de aquello lo conduce al nuevo pueblo, al pueblo que está en camino hacia la pascua definitiva: Ustedes, en cambio, son una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa, un pueblo adquirido para anunciar las maravillas de aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz: ustedes, que antes no eran un pueblo, ahora son el Pueblo de Dios; ustedes, que antes no habían obtenido misericordia, ahora la han alcanzado (IPed 2, 9-10). Para el bautizado todo aquello comporta un modo nuevo de vivir: "Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva" (Rom 6, 4). La vida nueva bautismal no anula la fragilidad de la naturaleza humana, por eso, el camino del cristiano está señalado por la dolorosa experiencia del pecado y exige el continuo perdón de Dios en el sacramento de la reconciliación. En ello la victoria de Cristo sobre el pecado se hace histórica y visible para cada uno a través de la Iglesia. La repetición de la celebración de este sacramento de curación muestra toda la capacidad renovadora de aquel dinamismo de salvación donde Dios está inmerso irreversiblemente en la historia humana con la encarnación, la muerte y la resurrección de Jesús. Reconciliado con Dios en Cristo, el bautizado es así un hombre continuamente transfigurado por la Pascua del Señor que constituye su punto firme a partir del cual él comienza a vivir "en", "con" y "por" Cristo (Cf. Ef 2, 10; Col 3, 3; Rom 6, 8; Flm 1, 6). La relación con Cristo es constitutiva de su existencia, a partir de ella se comprende a sí mismo, la humanidad, el mundo, la historia. Iluminado desde la fe y vivificado desde el amor que proviene de la cruz gloriosa del Señor, él es libre y valiente frente a todos y a todo, y por esto evangélicamente protagonista y responsable en la Iglesia y en el mundo. Movido por la fe, el creyente aprende a ver no solo a Cristo en el hombre en la apertura a la caridad solidaria, sino también a ver al hombre "en Cristo", así recibir en él su propia plenitud y ocuparse por su desarrollo integral. La efusión del Espíritu Santo para la remisión de los pecados La remisión de los pecados obtenida por la muerte de Jesús en la cruz alcanza a cada cristiano por la fuerza del Espíritu Santo enviado por Dios a través del Resucitado. Es el Espíritu, de hecho, que actúa en la comunidad cristiana. De otra manera sería un evento del pasado, lejos en el tiempo, y no podría actuarse en el signo sacramental para ser comunicado a los creyentes. El Espíritu Santo entonces aparece como fuerza operante que permite el cumplimiento del proyecto salvífico del Padre realizado por el Hijo. Los Evangelios muestran que el Espíritu de Dios, es decir la vida y la potencia de Dios mismo, actúa antes de todo en Jesús, en su vida terrena. A partir del bautismo en el Jordán (Mt 3, 13-17), Jesús comienza su ministerio público y continúa caracterizándolo por el vínculo íntimo y pleno con el Espíritu que es Dios, como el Padre. En la sinagoga de Nazaret (Le 4,16-19), Jesús proclama que se ha realizado en él la profecía de Is 61, 1-2: Él es el consagrado y el enviado del "Espíritu del Señor", encargado de llevar a los pobres la alegre noticia de proclamar a los prisioneros la liberación, de devolver la vista a los ciegos, de poner en libertad a los oprimidos inaugurando "el año de gracia del Señor". Así toda la actividad de Jesús está bajo el signo del Espíritu Santo. El mismo Espíritu fue entregado por el Resucitado a su comunidad. Como fuerza de Dios vivificante y principio de nueva creación, él habita en la Iglesia y la habilita para cumplir la misión que le confió el Señor. Les confiere a los apóstoles el poder de perdonar los pecados, llevando a cumplimiento en la Iglesia y a través de ella la obra de Cristo tendiendo a la reconciliación entre el hombre y Dios. De este modo el Espíritu une íntimamente al bautizado a Cristo y, al mismo tiempo, a los creyentes entre ellos en la Iglesia. En el ritual del sacramento de la penitencia, la misión del Espíritu Santo es muy nombrada, él es repetidamente mencionada mostrando que toda la acción celebrativa está bajo su signo: antes, durante y después de la celebración, el Espíritu acompaña y actúa siempre, ya sea sobre el penitente y sobre el ministro del sacramento. El Espíritu Santo está en los orígenes del camino de la conversión porque exhorta al pecador a enmendarse y volver al Señor. Él realiza en él lo que el salmista ha invocado: "¡Restáuranos, Señor de los ejércitos, que brille tu rostro y seremos salvados!" (Sal 80, 4). El Espíritu, que el himno del Ven Creador proclama "luz al intelecto y llama ardiente en el corazón", concede también el don de la verdad en la propia conciencia y, juntos, dan la certeza de la remisión de los pecados. Por ello, recibiendo al pecador, el sacerdote le recuerda la presencia operante del Espíritu Santo en él y en la Iglesia: "La gracia del Espíritu Santo ilumine tu corazón para que puedas confesar con confianza tus pecados y reconocer la misericordia de Dios". Esta exhortación, propia de la cuarta fórmula, muestra que para el penitente no se trata solamente de discernir los pecados, sino también de llegar a la metanoia, a la transformación del corazón. Una acción movida por el Espíritu de verdad que es también el Espíritu del amor, en la intimidad de la conciencia, el examen de la propia vida se vuelve, al mismo tiempo, un nuevo comienzo donde se otorga la gracia del amor hacia Dios y hacia los hermanos. Desde el momento en que el ministro del sacramento actúa en nombre de Cristo y de la Iglesia, el Espíritu Santo infunde su acción también sobre él: "El sacerdote y el penitente prepárense a la celebración del sacramento ante todo con la oración. El sacerdote invoque el Espíritu Santo para recibir su luz y claridad" (Prenotanda, Ritual del sacramento de la reconciliación, n° 15). Con "luz" y "claridad" se ve cuáles son los dones del Espíritu, el discernimiento y la misericordia. El mismo ritual de la Reconciliación nos da otras precisiones: Para que el confesor pueda cumplir su ministerio con rectitud y fidelidad, aprenda a conocer las enfermedades de las almas y a aportarles los remedios adecuados; procure ejercitar sabiamente la función de juez (...). El discernimiento del espíritu es, ciertamente, un conocimiento íntimo de la acción de Dios en el corazón de los hombres, un don del Espíritu Santo y un fruto de la caridad. (...) Al acoger al pecador penitente y guiarlo hacia la luz de la verdad cumple su función paternal, revelando el corazón del Padre a los hombres y reproduciendo la imagen de Cristo Pastor, recuerde, por consiguiente, que le ha sido confiado el ministerio de Cristo, que para salvar a los hombres llevo a cabo misericordiosamente la obra de redención y con su poder está presente en los sacramentos (Prenotanda, Ritual del sacramento de la reconciliación, n° 10). Porque la remisión de los pecados es obra del Espíritu de Cristo, el ejercicio de tal ministerio no puede sino ser inspirado, sostenido y guiado por el mismo Espíritu. De tal manera que el sacramento de la reconciliación se cualifica como una manifestación privilegiada de la presencia del Espíritu en la Iglesia, para que el designio de la salvación alcance en la historia su plenitud: ello es una "maravilla de la salvación". Te conceda mediante el ministerio de la Iglesia La remisión de los pecados, obtenida en virtud de la muerte y la resurrección de Cristo, adquiere eficacia en el tiempo por la fuerza de la acción del Espíritu Santo y alcanza al cristiano pecador en la Iglesia y a través de la Iglesia. La dimensión eclesial del sacramento es constitutiva, aunque no es fácil comprenderla: aún hoy muchos entienden el pecado como algo exclusivamente individual. Porque el sacramento de la reconciliación celebra la misericordiosa ofrenda de amor de Dios hacia los hombres y la respuesta de amor del pecador arrepentido hacia Dios, la acción mediadora de la Iglesia se desarrolla en las dos direcciones. Además, porque el perdón se realiza "en Cristo" y "en la Iglesia", más allá de ser un retorno a Dios es un retorno a la comunidad eclesial. En Lumen Gentium, el Concilio Vaticano II trata sobre la reconciliación entre pecador e Iglesia, afirmando la simultaneidad con la reconciliación con Dios. Este documento es el primero en desarrollar oficialmente este tema, la Iglesia se describe como comunidad vivificada por el Espíritu Santo, por el cual el pecado es siempre contradicción que lacera su naturaleza. La acción del Espíritu se extiende hasta reconducir al pecador arrepentido a la plenitud de la comunidad eclesial y así reconstruir la integridad de la comunión violada: "Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a él y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia, a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, con el ejemplo y las oraciones" (LG 11). El Catecismo .de la Iglesia Católica retoma el tema: Este sacramento nos reconcilia con la Iglesia. El pecado menoscaba o rompe la comunión fraterna. El sacramento de la penitencia la repara o la restaura. En este sentido, no cura solamente al que se reintegra en la comunión eclesial, tiene también un efecto vivificante sobre la vida de la Iglesia que ha sufrido por el pecado de uno de sus miembros (CIC 1469). El carácter absolutamente extensivo de la reconciliación obrada por Dios fue puesto a la luz por Juan Pablo II. Tal reconciliación, de hecho, reconstruye múltiples roturas causadas por el pecado, a partir de la intimidad del pecador hasta tocar su relación con la creación. Hay que añadir que tal reconciliación con Dios tiene como consecuencia, por asi decir, otras reconciliaciones que reparan las rupturas causadas por el pecado: el penitente perdonado se reconcilia consigo mismo en el fondo más íntimo de su propio ser, en el que recupera la propia verdad interior; se reconcilia con los hermanos, agredidos y lesionados por él de algún modo; se reconcilia con la Iglesia; se reconcilia con toda la creación (Reconciliación y Penitencia n° 31). El contexto social ayuda a comprender mejor por qué la remisión de los pecados este ligada a la absolución del ministerio sacerdotal. El sacramento de la reconciliación implica ante todo el ejercicio sacerdotal de toda la Iglesia: tanto del sacerdocio común como del sacerdocio ministerial. El sacerdocio común de los fieles es ejercido en primer lugar por el mismo penitente: él no vive pasivamente la reconciliación, sino que, impulsado por la gracia, coopera activamente con su propia conversión y con la plena reintegración en la comunión de la Iglesia. Ni siquiera la comunidad eclesial vive pasivamente el reintegro del penitente, sino que colabora con su conversión "con la caridad, el ejemplo y la oración" (LG 11). Por eso, toda la Iglesia ejercita el propio sacerdocio común para obtener la reconciliación y el perdón de los propios hijos pecadores. En tal sentido, las herramientas que ofrecen como la corrección, el discernimiento, la ayuda, y animar en el camino penitencial, son expresiones preciosas de su "caridad" para ayudar al reintegro en la caridad eclesial. El ejercicio del sacerdocio común exige el ejercicio del sacerdocio ministerial, que está a su servicio. Cuando el ministro de la confesión o el sacerdote dispensa la gracia sacramental "en Cristo" y "en la Iglesia", dos son las determinaciones que aclaran el ejercicio de su ministerio y al mismo tiempo trazan las fronteras. Actuando "en el nombre de Jesucristo y por la fuerza del Espíritu Santo" (,Prenotando,, n° 9), el ministro se pone al servicio de la palabra del Señor porque realiza el mandato sobre el perdón de los pecados que Cristo ha confiado a los apóstoles y a sus sucesores. El obispo es el moderador de la disciplina penitencial y el pleno receptor del ministerio de la reconciliación que administra confiándolo también a los sacerdotes, sus colaboradores. Se trata de un poder que no puede ejercitarse de manera arbitraria, sino en conformidad a las enseñanzas y a la intencionalidad de Cristo. Por eso: "El confesor no es dueño, sino el servidor del perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse a la intención y a la caridad de Cristo" (CIC 1466a). Al mismo tiempo, el sacerdote actúa también "en nombre de la Iglesia", al servicio de aquella comunión eclesial a la que la reconciliación conduce a Dios. Consigue así que el ejercicio del ministerio de la reconciliación se ejercite en comunión y en sintonía con la Iglesia y con su magisterio. El Catecismo recomienda que el ministro: Debe tener un conocimiento probado del comportamiento cristiano, experiencia de las cosas humanas, respeto y delicadeza con el que ha caído; debe amar la verdad, ser fiel al magisterio de la Iglesia y conducir al penitente con paciencia hacia su curación y su plena madurez. Debe orar y hacer penitencia por él confiándolo a la misericordia del Señor (CIC 1466b). El perdón y la paz La paz es el éxito final de la acción salvífica que deriva de la misericordia del Padre. Ella es el fruto del perdón y de la reconciliación con Dios obtenidos mediante la confesión de los propios pecados. No se trata simplemente de la paz psicológica y que el penitente puede advertir después de haber "aliviado" el corazón del peso de las propias culpas, sino también de la paz bíblica, don de Dios, signo visible de su alianza. Es la paz "nueva" que tiene su fundamento en la muerte y la resurrección de Jesús y que supera cada laceración con Dios y con los hermanos. Es la paz que el Espíritu Santo infunde en los discípulos del Señor donándoles a ellos el coraje y la vitalidad para el anuncio y el testimonio del evangelio. En el largo discurso de despedida (Jn 13-17), Jesús une el don de la paz a la acción del Espíritu Santo consolador (Jn 14, 25-31). El Espíritu "enseñará cada cosa", y tales enseñanzas están ligadas a la enseñanza de Jesús: él "les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho" (Jn 14, 26). La tarea del Espíritu es de continuar y mantener viva en la historia la revelación de Jesús, no porque agregue cosas nuevas, sino porque las profundiza continuamente en la comprensión de la revelación. Su acción permite a cada comunidad cristiana vivir en su propio tiempo la fidelidad al evangelio. El pecador arrepentido y perdonado es alcanzado por el don de la paz, reflejo de la salvación escatológica y definitiva que Dios ofrece a la humanidad en Cristo Jesús y realmente a ella participa a través de la gracia sacramental. Esta es la paz que sostiene al cristiano en las vicisitudes de la vida y en las pruebas que encuentra, testificando la fe: es "su paz", aquella de Cristo y que el evangelio anuncia y el Espíritu trasmite. La riqueza de esta salvación está relatada por el Evangelio de Juan como una realidad de las muchas y complementarias facetas: es "verdad", "luz", "vida", "paz" y "alegría". A todo esto el perdón de Dios introduce. Cubierto por la misericordia del Padre, alcanzado por el misterio pascual de Cristo, sostenido por la fuerza del Espíritu Santo, el pecador arrepentido se dispone a recibir la absolución de los pecados que lo introduce en la paz de Dios. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo El gesto de la imposición de las manos con las que el sacerdote acompaña las palabras de la absolución significa la efusión del Espíritu Santo por la remisión de los pecados, la reconciliación y la comunión con el Señor. El sacramento de la penitencia no obra solo la "cancelación" de los pecados; está también destinado a suscitar en quien lo recibe la voluntad de cambiar de mentalidad y la orientación de la vida, un camino de conversión que solo el Espíritu puede guiar y sostener. Las palabras de la absolución están llenas de solemnidad y autoridad. El "Yo" inicial en posición enfática señala que aquel que está hablando no lo hace en nombre propio, sino en cuanto depositario de la autoridad de perdonar los pecados que el Señor les ha confiado a los apóstoles y a sus sucesores; expresa también la fe y la participación de toda la Iglesia que está comprometida en la reconciliación del penitente, sobre todo, afirma que las palabras de la absolución no son una simple declaración del perdón de Dios: ella es palabra eficaz que perdona los pecados porque, en ella y en unión con el ministro, actúa y están actuando el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El penitente se encuentra así realmente inmerso en la acción salvífica de Dios que lo regenera a la gracia del bautismo. CAPÍTULO SEXTO EL SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN EN LA PASTORAL El llamado a la vigilancia y el imperativo a la firmeza de ánimo en la fe concluyen la primera carta a los Corintios: "Estén atentos, permanezcan firmes en la fe" (lCor 16, 13). La vigilancia, a menudo asociada a la oración y a la sobriedad (ITes 5, 6), es la característica del cristiano que vive en la espera del regreso del Señor, el de permanecer firmes en la fe designa el empeño firme y constante en vivir en relación con el Señor. Todo mira a consolidar la adhesión profunda del creyente al evangelio, adhesión siempre amenazada por dificultades externas y turbulencias internas. A estas dos primeras recomendaciones san Pablo les agrega otras tres: "Tengan valor y sean fuertes. Háganlo todo con amor". El apóstol condensa en estas expresiones un verdadero y propio programa de vida cuyo centro unificador es el amor de Dios. Es un llamado a la valentía, a la confianza, a la firmeza que se requiere a quien enfrenta una lucha. Sí, porque la vida cristiana es lucha y combate: "Tú, que eres mi hijo, fortalécete con la gracia de Cristo Jesús. Comparte mis fatigas, como buen soldado de Jesucristo" (2Tim 2, 1. 3). Con respecto a una pastoral tensa al valorizar el sacramento de la reconciliación en el interior de un contexto eclesial y social muy complejo como lo son nuestros días, es oportuno señalar y tomar en seria consideración algunos "nudos" significativos porque resultan puntos sintéticos y fundamentales, también dinámicos capaces de liberar y de plasmar personalidad y experiencia cristiana en tantas direcciones. 1. La formación de la conciencia El sacramento de la reconciliación tiene como supuesto necesario la formación de la conciencia. La expresión indica una fe que se convierte en saber. El término conciencia, de hecho (del latín conscientia; en griego syn-eídesis), indica un saber que no es fruto de esfuerzos individuales, sino de un conocer "juntos". En la tradición cristiana, la excepción es asumida de manera amplia y no se refiere solamente a la luz de la gracia que permite reconocer los propios pecados. Para el cristiano, se trata más bien de comprender el significado de aquello que sucede, sobre todo en la propia vida, en una comprensión que se realiza junto con Dios y a través de él. La vida cristiana se realiza de hecho en el Espíritu Santo, por amor a Cristo, iluminada por su palabra: para el creyente, el conocimiento de sí y del mundo es, por lo tanto, una obra de discernimiento espiritual. Hoy, sanar la formación de la conciencia aparece como una tarea muy urgente. Cada creyente debería hacerse cargo, y una particular atención debería reservarse de parte de los confesores, de los directores espirituales, de los padres, y de todos los educadores en general. Es fácil constatar cómo en nuestra sociedad, a menudo señalada por graves fenómenos de degradación humana, también moral, muchas conciencias están bloqueadas por las opiniones públicas, casi adormecidas y resignadas en una especie de pacífica inocencia, tanto que da a pensar que al final sea suficiente ser "un poco buenos", "no matar y no robar", "no hacer mal a ninguno", para agregar después al confesor "por lo demás haga usted como le parezca". La incapacidad de hacer un análisis de la propia conciencia es una grave contradicción del hombre de nuestro tiempo: es una especie de enfermedad que impide a la gracia iluminante dada por el Espíritu Santo actuar, ya sea oscureciendo la auténtica comprensión de la dignidad del hombre, o ya sea impidiendo descubrir la verdad de su pecado para que pueda ser perdonado. Definiendo "la voz de Dios en nosotros", la antigua tradición ha descubierto en la conciencia una participación del hombre a Dios. Con este concepto es sancionado el carácter absolutamente inviolable de la conciencia, que la pone sobre cualquier ley humana. La exigencia de una parecida relación directa entre Dios y el hombre da a este no solo una dignidad absoluta, sino también una libertad plena en relación con todo aquello que sea represivo o tienda a manipular sus elecciones. Es porque Dios se hace presente en la conciencia, que ella se vuelve instrumento de la libertad humana que, sujeto a la gracia, busca lo verdadero y el bien. Como instrumento interior del hombre, para convertirse en aquello que ella es, necesita crecer, ser formada, ejercitarse. Para no adormecerse o deformarse, necesita de la ayuda de los demás: la palabra de Dios viva en su transmisión ininterrumpida, el consejo, el examen sincero y leal, el silencio y la reflexión, la oración. La conciencia requiere formación y educación, ella revela nuestra identidad, genera un estilo de vida, indica una madurez personal, una sensibilidad a la instancia moral y social. Al contrario, la pérdida o el mutismo de la conciencia pueden convertirse en el morbo que envenena no solo la vida de fe, sino también toda una sociedad. ¿Cómo se forma la conciencia? Cumpliendo un camino que se adentra en la verdad del hombre, que es imagen de Dios. Desde esta óptica, el reconocer los pecados propios (cada pecado es una visión falsa de uno mismo, de los demás, del mundo y de Dios) es solo una etapa de este gran recorrido en el conocimiento de sí y de Dios, un recorrido muy arduo, pero, al mismo tiempo, bello y cautivador. El Catecismo de la Iglesia Católica recuerda que la conciencia está formada, educada, y es recta y verídica cuando es "conforme a la sabiduría del Creador" (CIC 1783); esta educación es "tarea de toda la vida" (CIC 1784). El saber con Dios ilumina el saber sobre el yo. De hecho, el yo nunca es totalmente consciente de sí, sino cuando está relacionado con Dios. Este saber "con Dios" es un saber de sí mismo en Cristo, a través de la luz del Espíritu Santo: por eso, es un saber que "garantiza la libertad y genera la paz del corazón" (CIC 1784). La formación de la conciencia nace y se desarrolla desde el encuentro con Cristo, se ilumina y se nutre de su Palabra y hace cumplir las obras que el Espíritu sugiere. La fe no existe sin las obras, y la redención no es posible sin la santificación. Por ello, la conciencia madura dentro de una visión positiva y realista de la condición humana, que desenmascara cada falsa imagen de Dios y de sí. Aprender a discernir significa ejercitarse en la examinación y el análisis. En definitiva, se trata de tener el centro de gravedad de la propia existencia en Cristo, no en sí mismo, y dejar que la gracia de Dios obre y actúe en nosotros y a través de nosotros. Entonces, ser vigilantes y reconocer aquello que no nos hace libres, aquello que crea en nosotros desorden, en definitiva, aquello que no está orientado a nuestra vocación de hijos de Dios. Los sacerdotes, como confesores, y los directores espirituales, a quienes los fieles les abren su propia conciencia y piden un consejo iluminador, tienen una gran responsabilidad unida a su ministerio: la de ser maestros de la vida espiritual. Ellos mismos necesitan una educación concientizada en el "discernimiento de los espíritus", educación que, a partir de la formación en los seminarios, debe crecer y refinarse en el ejercicio del ministerio, además de la confrontación con los hermanos, sobre la situación de la sociedad actual, sobre las mayores problemáticas que ellos encuentran con respecto a la educación de la conciencia y sobre las directivas comunes que se considere que deban ser especialmente enfatizadas. Para ellos y todos los cristianos, debe quedar claro que la conciencia está formada cuando asume la forma de Cristo, se reviste de sus sentimientos y practica su mismo estilo de vida. ¿De dónde partir para educar la conciencia? De la atención a las cosas concretas. El papa Francisco ha exhortado a los creyentes para que retomen la antigua "pero muy buena" práctica del examen de conciencia. Esto "es una gracia, porque custodiar nuestro corazón es custodiar el Espíritu Santo que está dentro nuestro" (Homilía en Santa Marta, 10 de octubre de 2014). El Espíritu incita a los creyentes a encarnar en la vida de cada día la palabra de la salvación. No se trata de hacer grandes discursos o altas especulaciones: "Está bien, servidor bueno y fiel -le dijo su señor-, ya que respondiste fielmente en lo poco, te encargaré de mucho más: entra a participar del gozo de tu señor" (Mt 25, 21). La conciencia se forma mientras está atenta e ilumina. Ella no se queda en la constatación del pecado, sino que discierne entre los pensamientos y los sentimientos que se han producido: pensamientos y sentimientos que son, a menudo, los más recónditos de nuestro yo. Observando lo concreto y particular, el cristiano puede ver dónde y hacia quién o qué lo ha impulsado: él comprende en qué se está convirtiendo. De esta manera, en el encuentro con Cristo, que salva, en la escucha y la oración de la Palabra, en la relación con la comunidad eclesial y el trato con los otros y la realidad que lo circunda, el pecador reencuentra su misma imagen de hijo amado y perdonado. Él entonces llega a ser hijo en el Hijo, y tal reconocimiento se abre al deseo de una vida siempre más feliz. 2. Educar el sentido de la penitencia Para la comunidad cristiana y para cada creyente en particular, el Jubileo de la Misericordia se perfila como una buena ocasión para poder redescubrir el valor y la belleza del sacramento de la reconciliación. Es recomendable que, en la programación del año pastoral, se prevean encuentros de catequesis y varias iniciativas que, partiendo del tema de la misericordia de Dios, ayuden a delinear un contexto adecuado para favorecer el acercamiento a este sacramento. Todos los esfuerzos, por más admirables que sean, no serán suficientes, darán frutos duraderos si, como Iglesia, no nos ponemos el más alto interrogante de cómo educar hoy el sentido de la penitencia. Sin dudas, esto ha decaído en nuestros días, tanto que en muchas partes se está perdiendo del todo la dimensión penitencial de la vida cristiana. Gradualmente, pero inexorablemente, una pérdida como esta disuelve el sentido de la gratuidad de la gracia y, por ende, lleva a olvidar o abandonar los sacramentos en general, y, en particular, el de la reconciliación. Cuando el hombre deja de reconocerse pecador, no hace nada para evitar el pecado o buscarle un remedio, y la gracia de la salvación se convierte para él en algo irrelevante. En este caso, el creyente pierde conciencia de la pascua del Señor y del porqué de su muerte en la cruz. Su vida de fe resulta vacía, debilitada, sin entusiasmo, una triste costumbre de la vida. Al contrario, la ascesis cristiana habla del sentido de la penitencia como "lucha espiritual", con la cual, el corazón, la mente y la voluntad del discípulo se mantienen vigilantes y atentos. La ascesis es un camino necesario para robustecer la personalidad del creyente, es ponerse a prueba para medir concretamente la "calidad" de la relación con el Señor y, sobre todo, una respuesta gozosa a la gracia que Dios entrega a manos llenas. En este sentido, resulta iluminador un texto autobiográfico de san Pablo: Todo lo que hasta ahora consideraba una ganancia, lo tengo por pérdida, a causa de Cristo. Más aún, todo me parece una desventaja comparado con el inapreciable conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él, he sacrificado todas las cosas, a las que considero desperdicio, con tal de ganar a Cristo y estar unido a él... Esto no quiere decir que haya alcanzado la meta ni logrado la perfección, pero sigo mi carrera con la esperanza de alcanzarla, habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús (Flp3, 7-12). Reavivando los sentimientos de afecto y reconocimiento ante los cristianos filipenses -la primera comunidad de Macedonia que él fundó en Europa-, el Apóstol, ya anciano y prisionero en Roma, escribe una carta para reconstruir aquel vínculo de caridad y amor que lo une a ellos. Él se refiere abiertamente a la experiencia de Damasco, evento que lo ha llevado a la fe en Cristo, y pone a la luz todo cuanto en él haya obrado la gracia de aquel encuentro y cuán grande es la nueva vitalidad que surge de ella. A partir de ese momento, aquello que había sido una gran ganancia para él ahora lo considera "basura" y él se encuentra plenamente entregado "con tal de ganar a Cristo y estar unido a él" (vv. 8. 9). Ese es el momento adecuado para la tensión fuerte y maravillosa que necesita descubrir. El sentido de la penitencia abre la conciencia al sentido del pecado, permite sentir el dolor por las propias faltas, estimula la reparación del mal cometido y dispone a confiar, con un corazón generoso, en todo el bien que el Señor inspira para estar siempre "en Cristo". El episodio de Damasco ha reorientado la vida de Pablo, entonces ahora se mueve para llegar a "ganar", o sea, conquistar el Cristo que se le ha aparecido. "Conquistar" es el verbo de los enamorados: el enamorado, ¿logrará conquistar a la amada? Todo aquello que ha vivido hasta el momento con gran intensidad, lo considera una pérdida porque hay algo más importante que urge: fundamentalmente, "ganar a Cristo". Y se lo gana cuando se ha "encontrado a sí mismo en él". Para el Apóstol, antes la ley estaba en el centro y, por consiguiente, la obediencia debida a ella; en el nuevo universo que la gracia le ha abierto en el centro, ahora está Cristo resucitado, que lo llama. Un último pasaje: después de conocerlo y conformarse a él, está el "correr" (v. 12). Pablo quiere conquistar a Jesús porque él mismo lo ha conquistado. La fe es reconocimiento: volver a conocer a aquel que ya se ha conocido. Por una parte, se trata de un continuo revelarse y, por la otra, de un continuo reconocerse. En fin, es una realización interminable, dinámica y comprometedora. Los cristianos saben que nunca llegarán: ellos corren independientemente de la edad, de las propias fuerzas y energías, de los sucesos y las equivocaciones; corren en la historia, como Pablo por todo el Mediterráneo, donde Cristo quiera ser encontrado, donde la humanidad manifieste el rostro del crucificado, o sienta sed de palabras consoladoras, o tienda una mano a la esperanza, o tenga su dignidad alterada. Los cristianos corren a acudir por ayuda, olvidan aquello que llevan en la espalda, las fatigas, las incomprensiones y los fracasos, y son impulsados únicamente hacia la meta para ser siempre todos "encontrados en Cristo". Al fin de cuentas, la dimensión penitencial de la vida cristiana ayuda a poner el centro de gravedad de la propia existencia en Cristo, no en sí mismo, y a dejar que la gracia de Dios opere y actúe en nosotros y a través de nosotros. El papa Juan Pablo II lo ha explicado así: "Aquí se trata de reconquistar la simplicidad del pensamiento, de la voluntad, y del corazón, que es indispensable para encontrarse en el propio 'yo' interior con Dios" (Audiencia general, 28 de febrero de 1979). En la verdadera penitencia, nuestra única tarea es hacer espacio a su acción en nosotros. Exactamente, es la dinámica que caracteriza cada relación amorosa auténtica: "El amor es 'éxtasis', pero no en el sentido de arrebato momentáneo, sino como camino permanente, como un salir del yo cerrado en sí mismo hacia su liberación en la entrega de sí y, precisamente de este modo, hacia el reencuentro consigo mismo, más aún, hacia el descubrimiento de Dios" (papa Benedicto XVI, Deus caritas est, 6). Este es el camino que nos conduce directamente a buscar y amar el sacramento de la reconciliación. El Catecismo de la Iglesia Católica hace un elenco de muchas formas de penitencia y actitudes penitenciales que favorecen la conversión. Aquí la fantasía pastoral puede aprovechar para conjugar sugerencias individuales y comunitarias: desde las propuestas más clásicas como el ayuno, la oración y la limosna, hasta otras invitaciones a la práctica de la caridad que luego declinan; gestos de reconciliación, solicitudes por los pobres, empeño en la defensa de la justicia y el derecho, corrección fraterna, lectura de la Sagrada Escritura, ejercicios espirituales, liturgias penitenciales y peregrinaciones (Cf. CIC 1434-1438b). 3. Vivir la reconciliación El perdón de Dios no se termina con el pecador arrepentido, sino que por él se irradia a toda la comunidad, lo cual transforma las relaciones interpersonales e imprime a toda la Iglesia un estilo de vida que la caracteriza como "pueblo de Dios". La carta a los Efesios exhorta de manera apasionada: No entristezcan al Espíritu Santo de Dios, que los ha marcado con un sello para el día de la redención. Eviten la amargura, los arrebatos, la ira, los gritos, los insultos y toda clase de maldad. Por el contrario, sean mutuamente buenos y compasivos, perdonándose los unos a los otros como Dios los ha perdonado en Cristo (Ef 4, 30-32). La expresión "entristezcan al Espíritu" hace referencia a un texto de Isaías (63, 8-10) que estigmatiza la actitud de rebeldía de los israelitas en comparación con el Señor que los ha salvado "con amor y compasión". De tal manera ellos niegan su propia identidad de pueblo elegido, rescatado por el amor de Dios. A través de la mención de Isaías, la carta a los Efesios recuerda a los cristianos que, mediante el bautismo, ellos fueron incorporados en el proyecto salvífico de Dios gracias al don del Espíritu; por lo tanto, una conducta reprensible contradice el don recibido y la acción redentora de Dios. Entristecer el Espíritu significa impedir que este lleve aquello a cumplimiento, y esto se verifica cuando se violan las exigencias del amor fraterno. Ellos, en cambio, son llamados para tener una actitud responsable de cooperación con el proyecto salvífico de Dios, que se devana en la historia. Por eso, los creyentes son exhortados, sobre todo, a remover de la comunidad eclesial todas aquellas manifestaciones que contrasten con la solidaridad que debe reinar en ella. Para revelar cierta progresión en las actitudes que contaminan las relaciones interpersonales y rompen la fraternidad de la fe, se dispone de cinco sinónimos que pertenecen al área semántica de la ira. Se trata de los comportamientos incompatibles con el estado de hombre nuevo adquirido en el bautismo. Respecto de estos, se debe aplicar la misma generosidad y magnanimidad que Dios ha demostrado con Cristo. Por eso, en contraposición a estos sinónimos, llega la invitación para asumir actitudes de acogida recíproca que culminen en el perdón recíproco. La motivación aparece al final del versículo: el creyente puede recibir y perdonar porque sabe que, ante todo, él mismo ha sido incondicionalmente recibido y perdonado por Dios. Por tal motivo, el perdón es un bien recibido gratuitamente para compartir con los hermanos. Es tal y profunda la autoconciencia de fe que hace de la solidaridad la característica dominante de la comunidad cristiana, sea con respecto a las propias relaciones internas o al modo de confrontarse con el mundo. Viviendo la reconciliación donada por Dios, con la ayuda del Espíritu Santo, la Iglesia se vuelve anunciadora y dispensadora al mundo entero, en ello resplandece su testimonio. San Pablo recuerda a los gálatas qué significa vivir en el mundo animados por el Espíritu del Resucitado: "El fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia" (Gál 5, 22-23). Esta lista muestra el camino que el Espíritu señala a los creyentes. El fruto es único y crea unidad en la vida nueva del cristiano, pero esto aparece de diversas maneras: sobre todo, el agápe, el amor generoso que viene de Dios. Ello trae consigo la "alegría" que corresponde a la aspiración más fuerte del corazón del hombre, creado para ser amado y para amar. Junto con la alegría está la "paz", que permite sintonizar con la voluntad de Dios y superar desórdenes y conflictos al orientar a todos hacia la benevolencia y la concordia. La enumeración continúa con aspectos más particulares: la paciencia, que sabe esperar y soportar; la benevolencia, que predispone al encuentro; la bondad, que dispone al servicio; la fidelidad, que lleva a la perseverancia y sobre la cual se puede confiar; la mansedumbre, que excluye el uso de medios violentos; el dominio de si contra cada forma de libertinaje y de cólera. Todos estos aspectos del "fruto" del Espíritu Santo conciernen a las relaciones del creyente con los demás y, por eso, constituyen una especie de examen de conciencia para todas las comunidades cristianas. El cumplimiento de la acción de la gracia del perdón de Dios no es posible si no se encuentran los modos para que el Espíritu fructifique en lo concreto de la vida. Los aspectos de la vida en los que las acciones reconciliadoras sirven son verdaderamente innumerables y ocupan toda la existencia y la actividad humana: desde la vida personal, en la que se juegan, en grado variable, situaciones alienantes, hasta en las relaciones de parejas que se cansan de expresarse un amor mutuo y auténtico; desde la realidad familiar, cuya identidad está cada vez más contaminada, hasta las relaciones entre generaciones, en las que emergen conflictos e incomprensiones; desde el mundo del trabajo y de la economía, atravesados por crisis y contrastes profundos, hasta la situación social, donde surgen siempre más necesidades y pobreza; desde la situación política, a menudo envuelta en intereses particulares, hasta el contexto internacional, señalado por el poder de las naciones ricas sobre las pobres; desde las guerras que estallan en muchas partes del mundo, hasta las divisiones entre cristianos y la incomprensión entre creyentes de diversos credos. Es por este programa, inmenso y articulado, que toda la Iglesia, en todas sus manifestaciones y en todos sus fieles, es llamada a ofrecer el testimonio de una vida reconciliada y el servicio por una acción reconciliadora: En la medida en que los cristianos son agradecidos y fieles a Dios por el gran don de la reconciliación recibida, se convierten en testigos vivientes y fuente de reconciliación en la existencia cotidiana. La reconciliación con Dios se constituye en fuente de reconciliación fraterna -en la comunidad eclesial y en la sociedad humana-, que en conjunto son una gracia recibida pero también una responsabilidad que los cristianos deben asumir ante el mundo. Las tensiones y las divisiones que continúan a pesar del mundo -el grande y pequeño mundo en que los cristianos, en lo individual y lo comunitario, están insertos-, se convierten en un desafío para cuantos han recibido el don de la reconciliación: estos, liberados del pecado por la gracia de Cristo, podrán ser en el mundo, junto con todos los hombres de buena voluntad, operadores de justicia y de paz (CEI, Reconciliación y penitencia, n. 42). El servicio de la reconciliación es una llamada que concierne a cada uno de nosotros, una llamada siempre actual en cada nivel, a pesar de la complejidad de las divisiones existentes. Algunas urgencias aún llaman la atención. La reconciliación dentro de la comunidad Es dentro de la comunidad cristiana donde, ante todo, se comprueba el tema de la reconciliación. La unidad que caracteriza a la Iglesia no es el resultado de los esfuerzos más o menos conseguidos por sus miembros, tampoco es establecida por leyes canónicas impuestas por una disciplina madurada en la tradición. La unidad es un dato originario: en el bautismo, los cristianos son incorporados en Cristo y son miembros de su cuerpo, creyentes vivos en la comunidad creyente en que Cristo vive. Es tan originaria esta unidad, reconocida como don recibido, que el cristiano aprende a buscar y a vivir la comunión y la reconciliación con los hermanos. En la fe, ella funda la conciencia de que ningún agravio, ninguna incomprensión, ninguna diferencia (cultural, racial, ideológica, política, jerárquica, etc.), es razón suficiente para separarnos de Cristo y, por lo tanto, de su cuerpo, que es la Iglesia. Es más, ante cada evidencia, se cree en esta unidad y se la confiesa como la expresión más típica de fe en el Señor crucificado y resucitado; además, se la custodia continuamente mediante dos actitudes fundamentales: la búsqueda de los que se han alejado y la corrección fraterna. a) Buscar al que falta Puede parecer una obviedad, pero en la comunidad cristiana siempre hay alguien que falta, y, a veces, este vacío es tal que desanima a los pocos presentes. A pesar de que en las comunidades más numerosas siempre quedan lugares vacíos, abandonados por quienes se han alejado, la comunidad no deja de ser una fraternidad herida. En la parábola de la oveja perdida, Jesús introduce el relato con una pregunta: "Si alguien tiene cien ovejas y pierde una, ¿no deja acaso las noventa y nueve en el campo y va a buscar la que se había perdido, hasta encontrarla?" (Le 15, 4). En general, los comentaristas comienzan a partir de la acción con la que el pastor realiza su obra, y terminan subrayando la alegría por el reencuentro de la oveja perdida. Alguna vez deberíamos asumir también el punto de vista de la grey abandonada por el pastor en un desierto sin recinto, sin defensa, sin ningún cuidado, todo por la búsqueda de un solo individuo. Dejadas solas, ¿qué sería de las noventa y nueve? Tendrán miedo o buscarán refugio, pero en el desierto no tendrán otra opción que ir detrás del pastor ya puesto en viaje. Su seguridad no será en un recinto cerrado, sino allá donde el pastor esté, y su pastor estará allá donde se encuentre la oveja perdida. La secuela del Resucitado no puede faltar, es un camino de fraternidad, destinado a todos. Desde el punto de vista de Jesús, como el de la Iglesia, no existe la posibilidad de resignarse a la pérdida de una oveja, solo existen "ovejas encontradas" y reintegradas a la comunidad de hermanos. Por consiguiente, ninguna distancia puede alejar al pastor, ninguna grey puede renunciar al hermano. No tenemos alternativas: el pastor es buscado allá donde él quiere ser encontrado, donde su alegría es plena. b) La corrección fraterna El Jubileo de la Misericordia desea caracterizarse por la reconciliación sobre todo en el interior de la comunidad cristiana; una misión ad intra, un camino de descubrimiento y de conversión dentro de la propia identidad de comunidad universal de salvación, para que el evangelio alcance a todo el hombre, en cada hombre. En este camino, la "corrección fraterna" juega un papel de particular relevancia y de una actuación no tan fácil. Lo ha reconocido también el papa Francisco: La verdadera corrección fraterna es dolorosa porque está hecha con amor, en la verdad y con humildad (...). No se puede corregir a una persona sin amor y sin caridad. No se puede hacer una intervención quirúrgica sin anestesia: no se puede porque el enfermo morirá de dolor. Y la caridad es como una anestesia que ayuda a recibir la cura y aceptar la corrección. Llevarlo aparte, con mansedumbre, con amor, y hablarle (...). Es cierto, cuando te dicen la verdad no es bonito escucharla, pero si se dice con caridad y con amor es más fácil aceptarla (Homilía, Iglesia Santa Marta, 12 de septiembre de 2014). Exhortando a los Gálatas, san Pablo examina el problema de cómo comportarse respecto de un miembro de la comunidad que comete alguna culpa: "Hermanos, si alguien es sorprendido en alguna falta, ustedes, los que están animados por el Espíritu, corríjanlo con dulzura. Piensa que también tú puedes ser tentado" (Gál 6,1). En lugar de una reprimenda rigurosa, el Apóstol sugiere la mansedumbre demostrando tal comportamiento con el pensamiento puesto en la propia fragilidad moral y, por ende, en el riesgo, de ninguna manera hipotética, de ser tentado nuevamente. Corregir con espíritu de dulzura significa estar en el camino recto. La recuperación del hermano que peca es tarea de toda la comunidad y no excluye que cada uno personalmente examine la propia conciencia para no caer a su vez. Pablo denomina a los cristianos de Galacia "pneumáticos" (oi pneumatikoi), es decir, vivientes mediante el Espíritu y, por eso, llamados a actuar según el Espíritu y a garantizar a la comunidad su ayuda "espiritual": la llamada a la reconciliación es, en consecuencia, una llamada a actuar y vale para todos los creyentes. Toda la comunidad ha recibido el Espíritu y, por este motivo, es capaz de llevar la conversión a cuantos se equivocan y pecan. La corrección fraterna mira exactamente a la reconciliación para la edificación de la comunidad. Hablando de la primera comunidad cristiana, las cartas del Nuevo Testamento presentan numerosas expresiones de solidaridad, que recurren como estribillo a la relación "los unos-los otros". Así queda delineado el ámbito en el que se puede ejercitar y proporcionar la corrección fraterna: al competir en la estima mutua (Rom 12, 10), cuidar los mismos sentimientos de los unos hacia los otros (Rom 12, 16), aceptar los unos a los otros (Rom 15, 7), esperarse los unos a los otros (ICor 11, 33), ponerse al servicio los unos a los otros en el amor (Gál 5, 13), llevar los unos los pesos de los otros (Gál 6, 2), confortarse mutuamente (ITes 5, 11), vivir en paz los unos con los otros (ITes 5, 13), buscar el bien los unos de los otros (ITes 5, 15), soportase mutuamente (Ef 4, 2). Al ser benévolos y misericordiosos los unos con los otros (Ef 4, 32), ser sumisos los unos a los otros (Ef 5, 21), perdonarse mutuamente (Col 3, 13), rezar los unos por los otros (Sant 5, 16), amarse intensamente los unos a los otros (IPed 1, 22), practicar la hospitalidad los unos hacia los otros (IPed 4, 9), revestirse de humildad los unos hacia los otros (IPed 5,5), estar en comunión los unos con los otros (lJn 1, 7). La reconciliación supone la colaboración recíproca, un acercamiento del uno hacia el otro. La corrección fraterna activa la conciencia de cada uno para que la conversión sea un motor poderoso en el camino de la comunidad cristiana: "En nombre de Cristo, pues, somos embajadores: por medio nuestro es Dios mismo quien exhorta. Les suplicamos en nombre de Cristo: déjense reconciliar con Dios" (2Cor 5, 20). Por lo tanto, para todos la misión reconciliadora se resume y concreta en el "pedido de conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz" (Ef 4,37). Las celebraciones penitenciales mismas celebradas en la preparación para la confesión individual tienen en estos pasos óptimos puntos de referencia para la revisión de vida comunitaria. En el mundo, artífice de reconciliación El servicio de reconciliación al que la Iglesia es llamada a desarrollar en el mundo no es fácil y mucho menos indoloro, para la Iglesia misma antes que nadie. La causa no se encuentra solo en la complejidad o en el alcance de esta misión, sino también en el contraste profundo entre el evangelio del perdón y la lógica del mundo. Porque la reconciliación mana de la cruz, ella se hace partícipe del misterio de la muerte redentora de Cristo, quien se pone a su servicio. Mostrando las dinámicas con las que la salvación del Señor se extiende en el mundo, el libro del Apocalipsis da testimonio de la desigualdad entre el anuncio del evangelio y el pensamiento del mundo, a tal punto que, por el solo hecho de pertenecer a Cristo, en cada época se da el espacio para la prueba y la persecución de los creyentes. Gracias al bautismo, la vida del cristiano da testimonio (gr. martyría) del evangelio de la salvación para la reconciliación y la pacificación entre los hombres. Es una misión irrenunciable: la Iglesia no es una comunidad de héroes y temerarios, pero no huye en las pruebas o persecuciones. Ella invoca al Espíritu Santo, Espíritu de paz y de reconciliación, para tener la vida salva, si eso se corresponde con el proyecto de Dios; en todo caso, ella lo invoca para pedirle el don de la parresía, es decir, la fuerza de la libertad para no callar nada por el evangelio. Resulta memorable la imagen de los apóstoles Pedro y Juan, que, junto con toda la comunidad, en medio de la persecución, elevan loores al Señor: "Fíjate en sus amenazas y concede a tus siervos proclamar con toda franqueza tu palabra" (Hech 4, 29). Al término de la plegaria, Lucas nota que "el lugar en el que se habían reunido tembló y todos se llenaron del Espíritu Santo y proclamaron la palabra de Dios con franqueza". A pesar de que no se llegue al martirio, el testimonio de reconciliación implica meterse en el campo de juego con una presencia humilde pero tenaz, dispuesto, además, a pagar personalmente sobre el ejemplo de Jesús. Las contradicciones inevitables originadas en el pecado comportan la fatiga de retomar cada vez el esfuerzo por comprenderse; una distinción esmerada entre aquello que es esencial y lo que participa en una legítima pluralidad de opiniones, implica respeto y comprensión, y también asumir una nueva mentalidad en la que se basen las relaciones humanas, mentalidad centrada en el amor que el espíritu de Dios derrama en aquellos que aman a Jesús. Pero cuando cada camino de reconciliación parece interrumpirse, ¿qué puede hacer el cristiano? Desde Abraham hasta Moisés, los salmos y Jesucristo, la tradición bíblica muestra la fuerza de la plegaria de intercesión. Interceder no significa simplemente rogar por alguien, sino, como sugiere la etimología, "hacer de intermediario"; significa meterse en el medio de una situación. Interceder significa meterse allí donde tiene lugar el conflicto y, sin moverse, quedarse entre las dos partes enfrentadas. La plegaria de intercesión tiende las manos de ambas partes para aunarlas, reconciliarlas y pacificarlas: este es el gesto de Jesús en la cruz, un gesto en el que el Hijo en sí mismo reconcilia con Dios la insalubre situación humana. Nacida de la plegaria, la Iglesia vive de ella y cree en su eficacia firmemente. Por eso, reza cada día por el perdón de los pecados de todos sus hijos y por la conversión de los pecadores. Asimismo, al inicio de la celebración eucarística, con el acto penitencial confiesa los pecados de la comunidad entera y suplica "a la beata y siempre virgen María, a los ángeles, a los santos y a ustedes, hermanos, de rogar por mí ante Dios, nuestro Señor". La plegaria de intercesión se perfila como intermediación y signo de la íntima unión con la comunidad que une a todos los cristianos entre sí. Mediante la voz de los fieles, se renueva y se perpetúa así en la Iglesia el misterio del Hijo que lleva sobre sí la iniquidad de todos los fieles para reconciliar a todos con Dios. Celebrando en Seúl la santa misa por la reconciliación, en su homilía, el papa Francisco ha recordado a todos lo siguiente: Jesús nos pide que creamos que el perdón es la puerta que conduce a la reconciliación. Diciéndonos que perdonemos a nuestros hermanos sin reservas, nos pide algo totalmente radical, pero también nos da la gracia para hacerlo. Lo que desde un punto de vista humano parece imposible, irrealizable y, quizás, hasta inaceptable, Jesús lo hace posible y fructífero mediante la fuerza infinita de su cruz. La cruz de Cristo revela el poder de Dios que supera toda división, sana cualquier herida y restablece los lazos originarios del amor fraterno. Este es el mensaje que les dejo como conclusión de mi visita a Corea. ¡Tengan confianza en la fuerza de la cruz de Cristo! Reciban su gracia reconciliadora en sus corazones ¡y compártanla con los demás! ('Homilía, Seúl, 18 de agosto de 2014).