Carlos García Gual Creo que el eclipse de las humanidades George Steiner

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El viaje sobre el tiempo o la lectura de los clásicos
Carlos García Gual
"Creo que el eclipse de las humanidades
en su sentido y su carácter primarios implica el eclipse de lo humano
en la cultura y sociedad de hoy".
George Steiner
Primero
Algunas palabras están tan desgastadas por la retórica oficial que parece
bastante difícil usarlas con un significado escueto y preciso. Así ocurre, pienso, cuando
hablamos de " Humanidades", del "Humanismo", o del "Clasicismo". Todo el mundo
parece estar un tanto a priori y con énfasis teórico a favor de su fomento académico,
pero son en realidad muchos menos, me parece, quienes creen y confían, con motivos
claros, en su valor en la educación postmoderna y en esta sociedad de hoy.
Pero no es este el momento de esbozar una defensa de las Humanidades. Nos
podría llevar, me temo, a una vaga polémica que es mejor dejar para otros foros y
audiencias. Intentaremos modestamente esquivar las formulaciones de tonos retóricos.
Tomemos un principio sencillo para nuestra reflexión actual: destaquemos sin
más la conexión fundamental entre educación humanista y lectura de ciertos textos
memorables. Podemos comenzar, pues, por este dato obvio: el prestigio y la pervivencia
de los autores llamados clásicos aparecen como el eje y la sustancia de las Humanidades
tradicionales, y en sus textos se configura el camino real de acceso a la gran tradición
humanista de la cultura europea. Su legado se recupera en esa práctica repetida de
lectura y comentario de sus escritos. Esa interpretación y relectura es esencial en la
pervivencia de los clásicos.
El arte de leer y reinterpretar esos textos inolvidables desde nuestra perspectiva
sigue siendo todavía el más sólido e ineludible fundamento de la famosa formación
humanística. Pero es una educación que, sin embargo, en el contexto de la sociedad
actual, sociedad de consumo y de orientación tecnológica, está marginada y
angustiosamente amenazada por presiones pragmáticas, urgencias sociales y modas
pedagógicas. De modo que la enseñanza de Humanidades en un tiempo prestigiosa,
edificada sobre la reflexión y el reencuentro con los textos clásicos, textos ilustres y un
tanto antiguos, está en honda y extensa crisis. Tal vez se nota más en nuestras aulas,
pero no se trata sólo de un fenómeno escolar, evidentemente. Se trata de una crisis
amplia de la lectura, y de la relación con el pasado. Es el pasado mismo quien ha
perdido prestigio. Es un fenómeno social y cultural de larga repercusión, una crisis que
se ha comentado repetidamente y desde tribunas y ópticas diversas.
Segundo
Pero volvamos a los clásicos, y comencemos con una fácil observación. En
definitiva lo que ha consagrado y define como clásicos a unos determinados textos y
autores, es la lectura reiterada, fervorosa y permanente de los mismos a lo largo de
tiempos y generaciones. Clásicos son aquellos libros leídos con una especial veneración
a lo largo de siglos. Escribía Borges al respecto:
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“Clásico no es un libro, lo repito, que necesariamente posee tales o cuales
méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidos por diversas razones,
leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”.
“Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo
han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el
cosmos y capaz de interpretaciones sin término”.
Un libro clásico, podemos decir parafraseando a Borges, es un libro leído con un
especial respeto, con una veneración y atención especial, es un texto que nos resulta
enormemente sugestivo, un texto que invita a nuevas relecturas. Italo Calvino en un
estupendo ensayo, recogido en su libro Por qué leer a los clásicos, daba catorce
definiciones de esos textos y de las buenas razones para volver a leerlos. Me gusta
destacar especialmente la que dice:
"Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir".
Acaso ahí reside el misterioso atractivo fundamental de esos textos: en su
inagotable capacidad de sugerencias. Invitan a un diálogo renovado. Siempre se puede
encontrar en ellos algo nuevo, sugerente y aleccionador. Frente a tantos y tantos libros
sólo entretenidos, ingeniosos, eruditos, o muy doctos, pero de un sólo encuentro, frente
a tantos papeles de usar y tirar, como la prensa periódica y los folletos informativos, los
textos literarios se definen por admitir más de una apasionada lectura. Y, entre éstos, los
clásicos son los que admiten e invitan a relecturas incontables.
Son esos textos a los que uno puede una y otra vez volver con confianza y
alegría, como uno retoma la charla con viejos amigos, porque conservan siempre algo
más para decirnos y algo que vale la pena rescatar en nuevas relecturas. Tienen la virtud
de suscitar en el lector íntimos ecos; es como si nos ofrecieran la posibilidad de un
diálogo infinito. Por eso, pensamos, perduran en el fervor de tantos y tan distintos
lectores. Son insondables, inagotables, y en eso se parecen a los mitos más fascinantes,
en mostrarse abiertos a nuestras preguntas y reinterpretaciones.
Podríamos calificar a los libros clásicos como "la literatura permanente" -según
frase de Schopenhauer-, en contraste con las lecturas de uso cotidiano y efímero, en
contraste con los best sellers y los libros de moda y de más rabiosa actualidad. Suelen
llegarnos rodeados de un prestigio y una dorada pátina añeja; pero son mucho más que
libros antiguos, aureolados por siglos de polvo. Conservan su agudeza y su frescura por
encima del tiempo. Son los que han pervivido en los incesantes naufragios de la cultura,
imponiéndose al olvido, la censura y la desidia. Algo tienen que los hace resistentes,
necesarios, insumergibles. Son los mejores, libros "con clase", como sugiere la
etimología latina del adjetivo classicus.
Es nuestra capacidad de lectura personal, esa actitud a la par receptiva y activa
de la inteligencia e imaginación ante las palabras escritas por otro, alguien más o menos
lejano, la que recobra en el texto una clara plenitud de sentido y abre con él un diálogo
imaginario. Leer es algo muy distinto a lo que nos cuenta el capítulo 10 del Apocalipsis
que hizo el profeta ante el libro abierto traído de los cielos por el séptimo ángel.
Entonces, según el famoso texto, cumpliendo una orden del cielo, Juan tomó el libro
abierto de las manos del ángel y se lo comió de un bocado. Y se quedó dispuesto a
seguir profetizando con una reciclada e impetuosa inspiración divina. La digestión del
sagrado texto -dulce en los labios y amargo en el vientre, según se dice allí- no se parece
a la operación de comprender e interpretar una lectura. Esa ingestión se parece algo más
a cuando metemos en el ordenador alguna información en un disquete, por ejemplo.
Leer es algo muy distinto. Es resucitar, a partir de los signos escritos, imágenes y
razones, y redescubrir así, a partir de la interpretación del texto, el mensaje cifrado en
familiares letras, que un autor nos envía del pasado, más o menos lejano. Y a partir de
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esas líneas leídas, sobre el silencio de la escritura, el lector recrea el sentido de las
palabras resonantes.
Los autores clásicos son quienes han dejado en sus libros, en sus textos de larga
tradición, los mensajes más perdurables y las palabras de mayor fuerza poética. Son los
intérpretes privilegiados de la fantasía y la condición humana cuyas voces lejanas
podemos escuchar gracias a sus escritos. Mediante el lenguaje el ser humano puede
ejercitar la imaginación y la memoria en viajar al pasado y en la previsión del futuro. La
escritura facilita enormemente esos viajes sobre el tiempo. Con la imaginación y la
memoria podemos evadirnos del presente inmediato, saltar por encima de las
circunstancias y situarnos junto a esos escritores antiguos. Gracias al lenguaje, gracias a
la escritura y al arte de leer.
Tercero
Pero eso no significa que esos textos se sitúen más allá de la historia , sino que
su recepción, su fulgor y permanencia dependen de la estima más o menos constante de
sus lectores y ,por lo tanto, de las alternativas del gusto. Si se han mantenido como
clásicos es porque siguen diciendo algo valioso a muchos, como una parte del "capital
cultural" de una lengua o una nación o una cultura. Pero en la lealtad del lector hacia
esos textos y su apreciación hay aspectos subjetivos e históricos que no debemos
olvidar. Existe una valoración variable en el canon de los clásicos. Cada época tiene los
suyos, y si me permiten la imagen diría que las cotizaciones de la bolsa literaria tiene
subidas y bajadas, más bien un tanto lentas. Podríamos poner muchos ejemplos de
autores que un día formaron parte del selecto grupo y luego han decaído como, por
ejemplo, el buen Plutarco, el sentencioso Séneca, o el fabuloso Ariosto. Porque,
insistamos de nuevo, son los encuentros del texto y los lectores, esos diálogos que el
lector renueva con su atención, comprensión e imaginación, lo que da vida y
descongela, por decirlo así, las palabras e imágenes codificadas del texto. Son las
generaciones de lectores las que eligen a los clásicos, y en esa elección hay una dosis
innegable de simpatía y de amor. Algo que los textos suscitan, reclaman y merecen, y
que debe chispear y vibrar en el encuentro, pero que puede perderse y es siempre como
una aventura personal.
Cito de nuevo a Calvino: "Si no salta la chispa, no hay nada que hacer; no se
leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la
escuela debe hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o
con referencia a los cuales) podrás reconocer después a "tus" clásicos. La escuela está
obligada a darte conocimientos para efectuar una elección; pero las elecciones que
cuentan son las que ocurren fuera o después de cualquier escuela".
Volveré luego a la advertencia, apuntada en estas líneas, sobre la función de la
escuela en las lecturas de los clásicos. Antes me gustaría detenerme un momento en
algo que todos sabemos: leer a fondo y bien requiere tiempo, atención y disciplina.
Cuarto
El arte de la lectura, como comentara en un claro ensayo Pedro Salinas, es cada
vez más difícil. Requiere tiempo, silencio, y una cierta disposición interior. Hoy, en
nuestra civilización de consumo, apresuramiento y desarrollo tecnológico intenso es
difícil dejar tiempo y silencio para la lectura. Vivimos atiborrados de noticias inútiles y
ensordecidos y atontados por los ruidos y asediados por una espesa banalidad. Tenemos
tantísimos libros que es difícil penetrar a fondo en algunos con singular pasión.
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Pero los clásicos no son fáciles, piden un cierto reposo en la lectura y un empeño
por entenderlos a fondo. Requieren, como deseaba Nietzsche, lectores lentos, atentos a
los matices y a los ecos. Esa lectura despaciosa, que degusta a fondo el texto es ya un
lujo raro. La exigen los grandes textos, sobre todo los que nos están lejanos en el
tiempo, y están escritos en otra lengua, aunque no tan distantes quizás en la
sensibilidad. La distancia cultural y lingüística entre el autor y el lector impone un
esfuerzo de acercamiento mutuo. El lector debe, de algún modo, extrañarse de su
mundo para penetrar en el universo imaginario del texto y su contexto. Los comentarios
y las notas eruditas ayudan, pero la comprensión verdadera es siempre un esfuerzo de la
imaginación.
Es difícil leer bien a los clásicos. Como ha señalado Steiner -ya en los ensayos
añejos de On Difficulty, Oxford, l978- hay varias dificultades de distinto tipo,
contingentes, modales, tácticas y ontológicas. Cada día es más difícil, porque nuestra
educación actual nos va alejando más de ese placer de la lectura detenida, que obliga a
entender el texto en su contexto. Creo que no importa tanto el conocimiento de la
lengua -por más que leer a un clásico en su lengua sigue siendo el ideal para conocerlo y
apreciarlo- cuanto ese distanciarse del presente para compartir la visión del escritor
antiguo, entrar en su mundo, "meternos en la piel de los difuntos", como le aconsejó el
oráculo de Delfos a Zenón de Citio.
La traducción es el gran vehículo, y los traductores son los intermediarios
indispensables para acceder a unos u otros clásicos, es decir, a los grandes textos de la
Literatura Universal, como también ha señalado repetidamente G.Steiner en Más allá de
Babel y otros ensayos sobre este tema. Si todo leer es, como se ha dicho, un cierto
modo de traducir, leer en traducción supone sólo aumentar más la distancia en el
diálogo con el texto. Por eso necesitamos siempre que la traducción sea precisa,
elegante, fiel y clara. De ahí la gran responsabilidad de los traductores de los clásicos,
que realizan una tarea tan exigente, arriesgada y delicada. De una buena o mala
traducción suele depender que el encuentro con un gran texto resulte logrado o fallido.
Cuántas veces una versión torpe hace que un lector renuncie a tal o cual libro, engañado
sobre su belleza o su sabor por la torpeza de la traducción. Y cuán a menudo el aprecio
por un texto admirable está ligado a una versión correcta, seductora, e inolvidable.
Quinto
No todos los clásicos poseen igual grandeza ni paralelos atractivos o idénticos
méritos, y no todos están situados a la misma distancia, en el tiempo y el idioma, de la
sensibilidad del lector. Podríamos insinuar aquí una distinción sencilla entre los clásicos
universales (aunque queda bien entendido que "universales" quiere decir los de nuestra
civilización occidental) y los nacionales (en los que el uso del propio idioma resulta un
rasgo decisivo para su valoración). Los primeros serían el núcleo duro del canon:
Homero, Esquilo, Platón, Virgilio, Dante, Shakespeare, Cervantes, Molière, y algunos
más modernos. Son los gigantes de la literatura, cuya obra se alza esplendorosa e
inolvidable por encima de su lengua, época y nación. Los nacionales son los mejores
representantes de una lengua y cultura, pero cuya grandeza resulta mejor valorada en su
propia tradición cultural. Su uso del idioma los ha convertido en referencias
indispensables de la escuela y la literatura nacional. Es el caso de Quevedo o Góngora,
de Chaucer, Sterne, Corneille y Racine , Schiller , Pushkin, etc. Desde luego esta
división resulta bastante subjetiva, en su propuesta de figuras y nombres, y así, p.e.,
podríamos discutir si Goethe debe figurar en un grupo u otro. Pero me importa sólo
marcar la distinción entre una y otra serie, que creo clara y significativa.
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Y quizás podemos abrir una tercera lista, ya del todo subjetiva, de los clásicos
que calificaríamos de "personales", es decir, aquellos textos que uno aprecia
singularmente. Son esos a los que aludía Calvino que , con amor, has seleccionado
como "tus" clásicos. Son los que uno considera como especialmente amigos, a los que
uno se dirige con especial afecto y a los que relee con mayor familiaridad y simpatía, y
en momentos de gran soledad.
Los grandes clásicos tradicionales, los clásicos más antiguos y por antonomasia,
en todo nuestro mundo occidental, los que tienen más siglos de supervivencia, los que
acumulan más comentarios y relecturas múltiples, los más traducidos y comunes a todos
los europeos, son los griegos y los latinos. Están anclados, por decirlo así, en las raíces
mismas de nuestra tradición literaria.
Cierto que, desde hace algunos años, parecen haber perdido en la enseñanza
universitaria el puesto privilegiado y central que tuvieron en el mundo antiguo y
recobraron desde el Renacimiento. Aun así, Homero es el gran patriarca de nuestra
literatura, Esquilo, Sófocles y Eurípides los trágicos por excelencia, Safo y Píndaro,
Virgilio, Horacio, y Ovidio, los líricos de más laureles poéticos. Junto a ellos hay otras
figuras que siguen siendo clásicos indiscutibles para muchos, como el divertido
Heródoto y el austero Tucídides, el inolvidable Platón, etc. También aquí cada uno
puede y debe escoger sus amigos, por afinidades electivas.
Si, por un lado, es evidente que han visto reducido en la escuela y la enseñanza
universitaria el lugar de honor que tuvieron antaño, se sigue reeditando a los clásicos en
nuevas traducciones. Los tenemos ahora casi siempre en formato de bolsillo, lo que es
un indicio notorio de su vivaz pervivencia, y de cierta popularidad, incluso en estos
tiempos malos para el Humanismo. En España se publican más y mejor que en ningún
tiempo. Parecería, por esos indicios, que mantienen sus atractivos después de tantos
siglos, es decir, siguen siendo, pero ya no por recomendaciones escolares, y por más que
resulten bastante arrinconados en los programas didácticos, unos autores y unos textos
con notoria vitalidad y atractivo.
Tal vez ahora, que ya no se prodigan en rutinarios manuales escolares, incluso
cuando se les regatea el apoyo académico usual en las enseñanzas universitarias,
parecen persistir más sugerentes y audaces. Como si, desligados de su conexión con la
obligatoriedad de las lecturas escolares, los clásicos se presentaran más jóvenes y se
hicieran estimar por su propia valía estética y su impacto intelectual. Y es difícil
encontrar maestros de la palabra tan fantásticos y tan abiertos al diálogo como estos
antiguos poetas, historiadores y filósofos de la antigua Grecia.
Pero creo que la escuela, como señalaba Calvino, debe mantener un papel de
primer orden en la orientación de esas lecturas. Es ahí donde el alumno debe
encontrarse con algunos libros maravillosos y con inolvidables nombres de la Literatura.
Por ahí debería empezar su conocimiento elemental y su admiración hacia esos textos,
en encuentros que bien pueden marcar una vida. ¡Cuán a menudo esas primeras lecturas
deciden la predilección hacia ciertos textos y un perenne afecto!
Por eso habría que indagar también si muchas veces es una inadecuada
programación de las mismas lo que hace algunos libros indeseables. Sólo una amena y
clara presentación, en una selección adecuada a los intereses y gustos de los alumnos,
puede hacer feliz el encuentro y estimular la relación con los textos.
En España apenas se estudian o se leen los llamados grandes libros, los clásicos
universales, en las escuelas ni en la Universidad. No hay espacio para ellos en ningún
nivel de la enseñanza. No existe aquí, en ninguna Facultad ni en plan de estudios que yo
sepa, una asignatura de lectura y comentario de los "Grandes libros", como en algunas
Universidades de U.S. A. (Véase , para más información, el ameno y atractivo libro de
David Denby, Los grandes libros, trad. esp., Madrid, Acento, l997).
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Entre nosotros se suelen leer y comentar en clase algunos clásicos hispánicos,
del grupo de los "clásicos nacionales", más modélicos por su dominio del idioma que
por su temática. Parece innegable el interés de tales textos, pero acaso sea más dudoso
su provecho cuando se estudian por obligación demasiado pronto. Por poner un
ejemplo, no creo que el Libro del Buen Amor del Arcipreste de Hita sea una de las
lecturas más apropiadas para alumnos de bachillerato, ni por su contenido variopinto ni
por su amplísimo vocabulario medieval, sobre todo si uno piensa en el extenso
repertorio de nuestra literatura. Acaso un excelente profesor pueda hacer atractivo y
provechoso cualquier texto con un comentario personal, pero cuando veo la
programación de esas lecturas obligatorias, me queda la sospecha de si la selección se
adecúa a la edad y talante de los lectores. En todo caso, ¿por qué no buscar un equilibrio
entre esos clásicos nacionales y los de resonancia europea o universal, es decir,
Sófocles, Shakespeare, Molière, y otros? ¿Acaso no es una pérdida grande que la
literatura universal haya desaparecido de los programas de enseñanza?
Sexto
No olvidemos otro punto. Que siempre leemos a los clásicos desde nuestro
momento y perspectiva. Siempre los recibimos en nuestro propio contexto. No podemos
olvidarnos de su tradición, enormemente recreativa. Leemos hoy un Homero distinto al
que se leía en el siglo XVIII o en el pasado. No sólo porque sabemos mucho más que
antes sobre su época y los modos de componer de la poesía oral -lo que, dicho sea de
paso, hace totalmente obsoleta la famosa cuestión homérica de si existió Homero o su
obra es un zurcido de poemas menores-, sino porque ahora leemos a Homero después
de Joyce y Catzantzakis y Cavafis, por poner un ejemplo. Y también porque
interpretamos las andanzas del ingenioso y sufrido Odiseo como precursor de tantos y
tantos modernos exiliados.
El protagonista de la Odisea puede pervivir en el viajero que regresa a Sarajevo
en medio de las ruinas balkánicas del film de Theo Angelópoulos La mirada de Ulises
-aunque en la película no salen ni dioses ni el Mediterráneo ni Grecia- y en muchos
otros exiliados de nuestros días. Acabo de leer unas líneas de un joven escritor magrebí,
Mohamed Chukri, que en el exilio recuerda su propia odisea y escribe: "Este héroe que
surca los mares, errando durante diez años en busca de la verdad, era un emigrante que
Itaca vio volver tranquilizado por la sabiduría y profundamente humanizado gracias a su
periplo. Yo fui Ulises en un momento de mi vida... ¿He dejado de serlo?" (ABC
Cultural, 29-IX).
La Odisea ha dado lugar a una serie fascinante de reflejos y relecturas
apasionantes. ¿Cuántas Odiseas espejea el resonante epos homérico? Esas relecturas
enriquecen así con matices nuevos el texto clásico, surgiendo de nuevas interpretaciones
en la fusión de dos horizontes, el del texto antiguo y de cada lector, como ha subrayado
la teoría de la recepción. Antígona se multiplica en numerosas Antígonas y Edipo sale
renovado del diván psiquiátrico de Freud y de Lacan. Tantos epígonos no desgastan la
tragedia ni la fuerza poética del Edipo Rey y la Antígona de Sófocles. Las imitaciones,
ecos, y parodias no enturbian la paradigmática fuerza del original, sino que acreditan su
perenne vigencia poética.
Don Quijote no es para nosotros, después de las lecturas de los románticos
europeos, una novela cómica que parodia los libros de caballerías, como fue para sus
primeros lectores en el siglo XVII. Su protagonista no es sólo un enloquecido hidalgo
que parodia a los caballeros andantes, entre burlas y delirios, sino un símbolo patético
del héroe hispano, idealista, envejecido, en choque con la vulgar realidad. Podríamos
poner muchos otros ejemplos.
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Séptimo
Otra cuestión importante es la del canon de los clásicos. Si pensamos que ciertos
textos son esenciales en una auténtica formación, resulta muy significativo el empeño
de seleccionar los verdaderamente decisivos, los mejores, aquellos que podríamos
adjetivar como imprescindibles y canónicos. Cuestión no tan fácil como puede parecer
en un primer vistazo, pues son varios los factores a tener en cuenta para su confección
de una lista concreta, que pretenda y justifique un consenso unánime. En todo caso para
hacer esa lista canónica resulta muy útil, creo, atender a la distinción indicada antes de
clásicos universales y nacionales.
El libro de Harold Bloom El canon occidental (l994; en traducción española
rápida, Anagrama, Barcelona, l995) apuntaba lo esencial del problema, aunque también
suscitó, por cuanto venimos diciendo, algunas polémicas menores y, en mi opinión,
superficiales. Se movieron en torno a detalles concretos como eran la inclusión o
exclusión de un nombre en ese canon, el estilo agresivo y brillante de su autor, o su
perspectiva en exceso angloamericana y moderna. (El canon está dominado por el genio
de Shakespeare, del que H. Bloom es profeta fogoso, y no incluye a ningún escritor
griego ni romano, de modo muy injustificado, a mi parecer. Aunque sea un detalle
crítico muy puntual: quiero anotar que me parece poco exacto el subtítulo de su libro en
la traducción española: La escuela y los libros de todas las épocas es menos expresivo
que el original inglés; The Books and School of the Ages).
Lo que H. Bloom destacaba muy bien, en su defensa lúcida y rotundo alegato a
favor de la lectura de los clásicos, era cómo esos grandes libros, antes leídos y
comentados en las aulas con respeto y seria dedicación, habían sido un núcleo arraigado
y tradicional en la educación escolar -en U.S.A. eso quiere decir "universitaria"- a través
de épocas y generaciones, y que esa educación humanista y literaria, anclada en la
lectura de los grandes textos del pasado, nunca estuvo tan agredida y controvertida
como ahora en el agitado panorama universitario norteamericano. En su diagnóstico
sobre la recesión de los estudios humanísticos en la Universidad americana H. Bloom
coincide con otro serio crítico, su casi homónimo Allan Bloom, en su libro no menos
conocido y polémico: El cierre de la mente moderna (Trad. esp. Barcelona, Plaza-Janés,
l989).
Lo que esta discusión de largo alcance ha significado en su contexto social
norteamericano, nos interesa parcialmente en la medida en que puede preludiar o
reflejar algo parecido en nuestro país. No es el momento de rastrear todos sus ecos, pero
me gustaría, no obstante, dejar apuntada aquí esa alusión a la procelosa crisis actual de
las Humanidades.
Octavo
La institución escolar tiene, por lo que toca a fijar un canon clásico, una
responsabilidad evidente. Para su educación los jóvenes deben encontrar una pauta de
excelencia, una lista sugerente, efectiva y ejemplar de los mejores escritores, artistas,
creadores y pensadores del pasado. Esa exigencia de un canon debe darse por estrictas
razones de economía cultural. En palabras de G. Steiner:
“¿De qué otra manera podría existir una cultura, una transmisión de valores? ¿De qué
otra manera podrían el interés y la producción continuada acumularse en la inversión de
la creatividad? Dada la finitud de la existencia personal y de la autoridad institucional,
tiene que haber economías acordadas. Lo inferior, lo efímero, tiene que ser dejado de
lado. Un canon, un programa de estudios, tamiza y separa y, al hacerlo, dirige nuestro
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tiempo y nuestros recursos de sensibilidad hacia la excelencia certificada y plenamente
iluminada. El negador, el que por una extraña iconoclastia o marginalidad, censura las
buenas cosechas de la cultura, es un dilapidador de nuestros limitados recursos
receptivos, de los probados y acreditados activos de la gracia”.( Presencias reales,
p.84).
Efectivamente, es en la escuela donde debería fomentarse y desarrollarse la
lectura como instrumento formativo básico para los más jóvenes. Allí debería orientarse
su disposición a leer, de modo progresivo, y a leer lo mejor, desde breves textos hasta
adentrarse en los grandes libros. Y hacerlo de un modo inteligente, y no forzado, pues el
objetivo es que quienes se educan aprendan a apreciar y amar los libros, no a temerlos
ni a aburrirse con ellos. Hay que insistir en la importancia de la imaginación narrativa
-que culmina en la mejor literatura universal- para la formación de la personalidad
individual, para la configuración paulatina y firme de la inteligencia crítica, la memoria
y la imaginación, como ha subrayado recientemente Martha Nussbaum.
Enseñar a leer, a entender de verdad lo leído, a profundizar en su sentido con
mirada crítica e intentar expresar con claridad las propias respuestas frente a esos textos
impresionantes, es un gran reto espléndido para un auténtico educador, que va desde los
comienzos hasta el final del período didáctico. Estimular la imitación de los clásicos me
parece bien; pero aún mejor es invitar al diálogo perenne y vivo con sus textos. Los
profesores de letras, y desde luego los filólogos, somos maestros de la lectura a fondo.
Tarea de modesta apariencia y, sin embargo, esencial en todo humanismo. En distintos
niveles, por supuesto. ¡Si al menos supiéramos enseñar a leer, si lográramos transmitir
el entusiasmo por la lectura de los grandes textos, una lectura activa, inteligente y
personal! Si lo lográramos, podríamos darnos por bien pagados de tantas y tantas horas
gastadas en empeños y tareas didácticas. Por consiguiente, y en cierta medida, si
nuestros alumnos aborrecen los libros, si son malos lectores, el fracaso es también
nuestro. Y en el desprestigio actual de la lectura tenemos una parte de culpa, por no
haber logrado -cada uno desde nuestra modesta parcela de conocimientos- infundirles el
amor por los libros y la comprensión de cuánto significan los mejores textos para vivir
una existencia libre, alegre, consciente y solidaria .
Pero no resulta menos claro, sin embargo, que los profesores tenemos sólo una
parte de responsabilidad, no la mayor, en ese estrepitoso fracaso. Las presiones de la
sociedad actual, orientada al consumo continuo, el progresivo imperio de una cultura
audiovisual, la opinión manipulada por los grandes medios de comunicación de masas,
y los incontables señuelos y artificios espectaculares de una tecnología desbordada,
reducen a discretos márgenes la influencia de la educación escolar en la vida cotidiana.
El desprestigio de la enseñanza secundaria oficial -aquí mucho más incisiva y
fundamental que la universitaria- atestigua, por otra parte, en los últimos lustros un
sintomático y ubicuo malestar. La profesión docente ha descendido mucho en influencia
y aprecio.
¡Tristes profesores de enseñanza secundaria! Muchos de ellos almacenan una
excelente preparación profesional, que les sirve de muy poco. Con frecuencia se
encuentran agarrotados, maltratados, confusos, desilusionados ante los planes de estudio
y las reformas que marginan sus enseñanzas -las humanísticas y las científicas
también-con horarios exiguos, y que privilegian el aprendizaje de técnicas y saberes
prácticos o de meros entretenimientos con títulos políticamente correctos. Y que se ven
desconcertados, a la vez, por la desidia y el escaso interés de numerosos alumnos, poco
atentos y mal civilizados, y escasamente motivados, como se dice, en sus estudios por
un contexto social desfavorable.
La disciplina, la valoración del estudio esforzado, la memoria y la imaginación,
el disponer de tiempo para leer y refrescar las lecciones, requieren un apoyo y una
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autoestima que se echa en falta en nuestros centros de enseñanza, mientras prolifera la
rutina burocrática, las reuniones de tiempo perdido, el encasillamiento de las
asignaturas y una jerga pedagógica más que lamentable.
Noveno
No quisiera repetir hoy todas las críticas que sobre el tema pedagógico oímos en
la conferencia de Antonio Muñoz Molina, pero es imprescindibe recordar todo ese
trasfondo turbio si queremos reflexionar a fondo en la consideración de esta larga crisis,
y no plantear la cuestión desde una visión harto idealista, abstracta e inoperante.
La enseñanza de las Humanidades parece, en efecto, andar un tanto a contrapelo
de los tiempos, malos tiempos sin duda para la formación intelectual en los viejos
moldes humanistas. Y, sin embargo, justamente por ese ambiente poco favorable,
debemos insistir en su importancia, en su validez para contrarrestar las modas. En un
futuro en que previsiblemente cada vez habrá menos horas dedicadas al trabajo, donde
el tiempo de ocio debería ser cada vez mayor, es cuando debería cuidarse más la
educación de estilo humanista, es decir, el cultivo de una formación integral, que
permita acceder a los mayores y más espléndidos logros de nuestra civilización. Parece
esencial el acercamiento metódico y progresivo a ese legado estético y ético que nos
educa como seres críticos y libres, capaces de comprender los valores más claros y altos
de nuestra vieja y prodigiosa civilización.
Porque se da ahora una notable paradoja: cuando tenemos al alcance todo un
maravilloso legado de ciencia, saber y belleza, gracias a los inmensos medios de
conservación, reproducción y comunicación, ahora que cualquier persona inteligente
podría -al menos en nuestro mundo occidental- dedicarse en sus ratos de ocio a estudiar
alegremente y disfrutar de los más altos ejemplos de la ciencia, el arte y la literatura
universal, cuando la riqueza de toda nuestra civilización resulta más asequible y parecen
fáciles de superar los antiguos impedimentos de tipo social o económicos, la mayoría
parece menospreciar o haber renunciado a semejante empeño cultural. Y también aquí
podemos detectar, creo, un fallo de esa educación, al menos en el diseño de una
formación que no debería orientarse tan sólo a instruir a los más jóvenes para una tarea
o una profesión especializada, sino a formar individuos con sensibilidad y conciencia,
solidarios, imaginativos, responsables, y con una mirada refinada por la cultura y abierta
al ancho mundo.
Por otra parte, es la educación lo que permite y fundamenta una auténtica
libertad de elección. Es grave error recortar el valor de la misma reduciéndola a lo
pragmático y especializado. Insistamos en el valor de la educación como formación
general, como paideia. Sólo quien conoce el bien -como ya argumentaba Sócratespuede elegir lo más valioso. Porque no podemos confiar en que, sin una previa
educación, la gente vaya a preferir la cultura y el saber esforzado a la mera diversión
masiva y fácil. La mejor carta que juega la vulgaridad en su favor es lo fácil y cómoda
que resulta. Como ha escrito G. Steiner: "Teniendo libertad de voto, es decir, gozando
de la opción de gastar su ocio y sus recursos económicos a su antojo, la abrumadora
mayoría de la humanidad preferirá el bingo y el debate televisivo a Esquilo o
Giorgione". (Presencias reales, Destino, Barcelona, l99l, p. 189).
Pero me gustaría acabar estas reflexiones con un tono menos pesimista. Los
clásicos han perdurado muchos siglos y seguirán ahí, presentes y persistentes en la
educación de los mejores, sin garantías de ser arropados por la enseñanza oficial, pero
sin riesgos, por otro lado, de llegar al apocalíptico final de la novela Fahrenheit 451.
Hemos insistido aquí en su valor para la formación integral, espiritual, del
individuo, pero no debemos olvidar su mejor razón de éxito: leerlos procura no sólo
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conocimiento, sino también un variado, vivaz, inmenso placer. Si conocer es un anhelo
natural del hombre, la mejor literatura, a la vez que nos hace conocer el mundo y a
nosotros mismos, nos emociona, eleva, instruye y divierte. El placer que brindan los
clásicos, cuando ya no se leen por obligación escolar, sino por íntima decisión, es una
experiencia mágica. Es el placer del texto mismo lo que invita a frecuentarlos.
Hemos dicho que la lectura de los clásicos nos libera de las limitaciones del
presente y nos impulsa no sólo más allá de nuestro forzado y no elegido contexto
histórico -en un viaje sobre el tiempo, hacia el pasado y con vistas al futuro-, al
encuentro de los mejores escritores de otros tiempos, sino que, a la vez, nos invita a
conocernos mejor, a inventarnos más a fondo a nosotros mismos. Podemos amueblar el
espacio imaginario de nuestra mente con muchas figuras y sabias palabras, gracias a los
juegos del lenguaje, la fantasía y la memoria, pero no hay duda de que es en los libros
del legado clásico donde se encuentran las más seductoras, las mejor definidas, las más
enigmáticas e inolvidables. Las lecturas de esos grandes libros nos incitan a
distanciarnos de lo inmediato, a vivir en ámbitos nuevos, y vivir mil aventuras, y
ofrecen un campo infinito a la reflexión, la memoria y la imaginación.
De nuevo introduzco una cita de H. Bloom (que será la última):
"Leer al servicio de cualquier ideología, a mi juicio, es lo mismo que no leer
nada. La recepción de la fuerza estética nos permite aprender a hablar de nosotros
mismos y a soportarnos. La verdadera utilidad de Shakespeare o de Cervantes, de
Homero o de Dante, de Chaucer o de Rabelais, consiste en contribuir al crecimiento de
nuestro yo interior. Leer a fondo el canon no nos hará mejores o peores personas,
ciudadanos más útiles o dañinos. El diálogo de la mente consigo misma no es
primordialmente una realidad social. Lo único que el canon occidental puede provocar
es que utilicemos adecuadamente nuestra soledad, esa soledad que, en su forma última,
no es sino la confrontación de nuestra propia mortalidad." (H. Bloom, o.c., p. 40).
Por eso, adentrarse en la lectura de un texto clásico es algo así como emprender
un viaje iniciático a un mundo fascinante. Y, puestos a viajar, podemos pedir que el
viaje sea lo más fantástico y enriquecedor posible, que nos permita visitar el pasado y
volver con nuevas palabras e ideas frescas al presente. Como en el viaje de Ulises al
Hades, resulta útil demorarse allí a dialogar con las sombras más ilustres a fin de
retomar luego, más expertos y documentados, el camino de nuestra casa.
C.G.G.
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