Temporada de halcones

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‘Temporada de halcones’ por José Pablo Salas (English translation below)
Antes que las balas hagan pedazos los cristales del carro y vayan a dar contra mi cabeza,
pienso en dos cosas: la primera es que, a pesar de que no puedo moverme, el miedo ya se fue,
se desapareció. Siento el sabor de mi sangre en la boca y cómo un calor apestoso me inunda el
pantalón: lo único que me apena más que morirme es que le digan a mi amá que me
encontraron todo meado. A pesar de eso, ya no tengo miedo. La segunda cosa en la que
pienso es en mi hermano, y en lo mucho que nos gustaba salir a cazar halcones en las calles
de Altamirano.
Los halcones son fáciles de cazar porque, aunque son rápidos y no suelen estarse en grupos
grandes, el calor y la cerveza los atonta, y entonces uno puede aprovechar y rafaguearlos con
el cuerno ¡PUM PUM PUM PUM PUM! Y allá va a dar el halconcito, en plena calle
recalentada por el sol. No sé cuántos habré cazado en mi vida, igual y unos 15 ó 20. Mi
hermano era el mero bueno pa’ jalarle al cuerno, pero me dejaba disparar mientras él
manejaba la motito en la que andábamos. Nos gustaba darnos nuestras vueltas hasta Bejucos o
a Tlalchapa, esos pinches pueblos feos que están como a media hora de acá y cuya gente no se
mueve del portón por miedo a no hallar la sombra otra vez. Nos gustaba sentir el aire en la
cara, acelerar, tirar pal’ cielo con el cuerno o con el erre, pensar que podíamos escaparnos de
ese olor a nanche podrido y a sangre. Pero las balas ya están entrando por las ventanas y no
importa cuántos halcones haya cazado, sé que no volveré a matar ni uno más, ni a sentir el
aire de la carretera. Los muertos no salen de Altamirano.
Creo que todo se jodió con lo del hijo del Presiden Municipal, pero ese asunto es muy penoso
como pa’ contarlo ahorita. Mira que venirse a morir por una pendejada que ni tenía que ver
con nosotros, pero bueno, qué se le va a hacer. Siempre he sido medio atrabancado. Ahora el
carro, este Jetta con la pintura raspada y sin espejos, está ensartado contra un poste en plena
glorieta y de aquí puedo ver a los bomberos esconderse en su estación en lugar de venir a
ayudarme y pienso que quizá la cosa se jodió desde antes. Pero ya escucho cómo truenan los
cuernos y esta vez no soy yo el que dispara.
A lo mejor todo empezó la última vez que salí con mi hermano a cazar halcones. Los Cadetes
se habían chingado al hijo del Patrón, lo habían dejado en la entrada de su casa todo hinchado
de los golpes y con el tiro de gracia en la cabeza. La verdad es que no acabo de entender eso
del tiro de gracia, si todos sabemos cómo se trata a los huéspedes: los interrogamos, les
pegamos con lo que haya a la mano, los ahogamos un rato en la pileta, les ponemos unos
toques bien dados en los huevos y ya cuando se quieren ir pa’l otro reino, los estrangulamos.
Lo del balazo es nada más para que asegurarnos que está bien muerto el muerto. Pero esa vez
el hijo del Patrón traía el tiro de gracia como si no lo hubieran matado a golpes primero y
todos estábamos “en alerta máxima”, que quién sabe qué signifique.
La casa del Patrón no era muy grande, pero tenía un patio lleno de tierra seca donde nos
juntaba a todos cuando pasaba algo grave. Era abril y el sol quemaba tanto que no era de
extrañar que ni una pinche planta creciera en aquel terregal. Mi hermano y yo estábamos
parados con los otros huaches, tratando de espantárnos a los zancudos que dejaban unas
ronchas del tamaño de una moneda de diez pesos. Por mientras, el Patrón lloraba a su hijo en
una de los cuartos de la única planta que tenía su casa y hasta el patio se escuchaban a medias
sus maldiciones, cortadas entra tanta moqueadera.
-¡Esos hijos de su puta madre! Me la … me la… hijos de la chingada ¡mi hijo! ¡mi hijo!
¡Ramón! ¡Ramoncito! ¡hijos de la chingada!.
Al rato el Patrón ya no maldecía y sólo se escuchaban sus sollozos. Fue cuando salió El
Botas, la panza de cerveza metida en una camisa a cuadros bien apretada y la mirada que casi
nos quemaba na’ más de vernos. Nos dijo que el Patrón quería venganza, que nos jaláramos
mi hermano y yo a la capilla de Malverde que estaba en Coyuca y la quemáramos toda, con
quien estuviera adentro, le dijo a otros dos huaches que nos acompañaran.
Aunque para llegar a Coyuca hay que agarrar como veinte minutos de carretera, ese pueblo
podría ser otra colonia de Altamirano: el mismo calor, los mismos zancudos y la misma gente
prieta y arisca que hay aquí. Dicen que fue el primer pueblo de Guerrero que se agenciaron
Los Cadetes. Los mamones venían de Sinaloa con la consigna quesque del Chapo de tomar
Tierra Caliente a punta de cuerno y hasta le hicieron una capilla a Malverde que para que los
protegiera. No sabían que aquí manda el Santo Señor de Esquipulas y que nosotros los íbamos
a estar esperando.
A mí nunca me ha dado miedo jalarle al cuerno, pero una cosa es matar a un cabrón de uno o
cien balazos y otra es escuchar cómo piden auxilio hombres y mujeres rodeados por el fuego
de las granadas. Luego me dijeron que la capilla tenía muchos adornos de madera, que por eso
ardió rápido. Tampoco sabía que la gente se muere antes ahogada por el humo que quemada.
En la cabeza me repetía que lo que estábamos haciendo era por el hijo del Patrón y por
voluntad del Cristo de Esquipulas. Todavía esperamos un rato afuera con los cuernos
cargados, nadie salió.
Cuando regresamos a Altamirano en las motonetas, me quedé pensando que igual y no
estaban ahí adentro los que se chingaron al hijo del Patrón, que eso de la capilla había sido
pura mala sangre. De camino nos encontramos en la carretera con una camioneta de
judiciales, pero seguro El Botas les había avisado que no nos hicieran nada. Así estaban las
cosas acá en Tierra Caliente, judiciales pa’ nosotros, los sorches pa’ Los Cadetes.
Ya cerca de la casa del Patrón vimos a unos halcones afuera de una cantina. Casi nunca nos
agarramos con ellos nada más porque sí, esos huaches ya tienen llena la cabeza de tanto
cemento y coca, pero la noche iba tragándose el color naranja encendido de las calles y el
calor ya no arreciaba, por eso o porque yo todavía venía muy prendido por lo de la capilla
agarré el cuerno y disparé. No sé cuánto tiempo dejé el dedo en el gatillo, pero supe que uno
de ellos había quedado bien tendido en la calle y que los otros tres nos venían persiguiendo.
-¡Pendejo! ¿Pa’ qué hiciste eso?- Me gritó mi hermano mientras le metía gas a la moto. No
pude contestarle nada.
Los halcones también andan en motonetas y en las noches a veces se escucha el enjambre de
huaches yendo de un lado pa’ otro. Se las dieron Los Cadetes para que nos vigilaran a la gente
del Patrón o a los que no querían pagarles derecho de piso. Por eso les dicen halcones, les
pagan no tanto por matar como por vigilar. Pero esa noche no habíamos ido a cazar halcones
y ahora mi hermano aceleraba pa’ tratar de perderlos. Y de repente, balas. Pero no son las que
se le meten al Jetta hasta por las llantas y que cada vez siento más cerca, son las que nos
tiraron esa vez los pinches halcones. A mí me dieron en la pierna y me caí de la moto, pero ni
me voltearon a ver. A Josué, mi hermano, lo siguieron hasta que le reventaron la cabeza a
balazos. Él tenía 19 años, yo 16.
Pero no. No fue ahí donde se jodió todo. Así que no tendría caso contarles que me escondí en
la Iglesia del Señor de Esquipulas tres días hasta que fue el Patrón a buscarme en persona, y
que por eso no fui al entierro de Josué. Ni que luego de esa vez las cosas se pusieron más feas
en Altamirano y que mi amá no volvió a hablar con nadie desde ese día. Porque ahí no fue
donde se jodió todo y, aunque ya no tengo miedo, sí siento ya el olor a pólvora y a nanche en
la nariz. Huele como a una fruta amarga muy podrida, huele como a muerto.
Igual y todo empezó el día que me presentaron al Patrón. Ahí todavía no llegaban los Cadetes
a Altamirano y en las radios no se escuchaba a Los Tigres, ni a Los Tucanes, ni tanto pinche
narco-corrido que después se puso de moda. Lo que sí, Altamirano ya era un pueblo grande
con calles llenas de polvo, perros sin dueño y hartos borrachos. Antes de que llegaran el otro
polvo y los corridos, eso hacía la gente para divertirse: beber. Beber e ir a los grupos de la
iglesia para dejar de hacerlo. Y luego volver a beber. Acaso uno que otro traficaba con
marihuana, pero no andaban en camionetas ni matándose a lo cocho. Josué y yo nos habíamos
salido de la escuela desde lo de mi apá, que tenía apenas unos cuantos meses de haber pasado,
pero, desde entonces, mi madre se la pasaba en la iglesia hablando con un cura que le sacó
nuestros últimos ahorros quesque pa’ que el alma del difunto descansara en paz. Yo le dije
que si viviera mi apá eso le parecerían pendejadas, pero no me esuchó. Y si sí, hizo como que
no. Así que mi hermano y yo nos íbamos a cargar bultos al mercado pa’ sacar por lo menos
para lo de las tortillas y longaniza pa’ hacer frijoles puercos.
Un día en el mercado nos vio el Botas descargando reses de un camión y nos dijo que andaba
buscando gente que le ayudara a cargar unos bultos, que teníamos que ir a la sierra de
Guerrero y que había buen dinero pa’ todos. Yo luego luego dije que sí, Josué que era más
fuerte y menos cocho que yo, le dijo que no le íbamos a entrar a esos jales. El Botas en ese
tiempo todavía no era el hombre fuerte de El Patrón y apenas se le notaba el bigote ralo y sin
forma que luego se dejaría crecer, pero tampoco tenía la panza de chelera que le saldría con el
paso de los meses, así que agarró a Josué por el cuello, como si lo abrazara, y le dijo algo al
oído. Después mi hermano me diría lo que le susurró El Botas: “ ‘ira Josué, tu jefe siempre
fue honesto y ya ves cómo acabó. Hay buen dinero en este jale, ayúdenme, les pago y después
se pueden salir si no les gusta. Sin compromiso”. Y nos fuimos pa’ allá, pa’ la sierra.
Anduvimos cargando costales de mota varios días y luego ayudamos a bajarla de la sierra. No
hubo ningún accidente y el Botas nos dijo que ya se habían arreglado con los encargados de
esa zona militar. A los sorches les había llegado la navidad meses antes. Cuando regresamos a
Altamirano y le quisimos contar a mi ‘amá dónde habíamos, apenas nos prestó atención. Nos
vio con esa mirada hueca que traía desde que mataron a mi apá, agarró los billetes que le
extendimos y se fue pa’ la iglesia. Ese mismo día le dijimos al Botas que le entrábamos al
jale.
Unos días después nos llevaron con el Patrón. Traía una camisa a cuadros roja y una cadena
de oro muy gruesa, o que en ese tiempo nos pareció muy gruesa. Aunque el Botas nos trató de
explicar de qué era patrón el Patrón, yo nunca le entendí bien. Dijo algo de que era el
operador de Tierra Caliente de la jefatura de escoltas del Cártel del Sur. El chiste, es que el
Mero Jefe quería abrir una ruta de cocaína desde Colombia que pasara por Tierra Caliente y
de ahí se fuera todo pa’l norte. Altamirano era el pueblo más grande de la región y por eso el
Patrón vivía ahí. Y justo ese día había fiesta en su casa. El Botas se encargó de las
presentaciones, mientras ese narco segundón con lentes oscuros y bigote tupido nos miraba de
arriba abajo.
-¿Y qué pues saben hacer huaches?- nos dijo como si escupiera las palabras.
-Ps la mera verdá no mucho Patrón- le dijo Josué- Pero ya nos cansamos de andar dando
lástimas y mejor queremos entrarle al negocio, aunque sea en lo mero abajo.
-Pues ahorita la plaza está tranquila, pero donde se ponga fea la cosa van a tener que trocear a
otros morros, y ya que entran no hay nada de que se rajan eh.
Y la cosa se puso fea, pero pa’ eso todavía faltaban meses. Después de conocer al Patrón, un
huache como de la edad de Josué se nos acercó y nos dio un churro de mota a cada uno. Para
mi hermano fue su regalo de 17 años que cumplió ese día. El huache de la mota era serio
pero inconfundible: Era Ramoncito, el hijo del Patrón. ¿Quién iba a decir que, con el tiempo,
mi hermano y yo les íbamos a acabar cobrando derecho de piso a punta de pistola a los
carniceros que antes nos hacían bajar sus reses de los camiones con refrigerador? Yo no.
Escucho un ruido seco y es el parabrisas que se astilla con la primera bala que le pega. Con la
segunda el cristal estalla y la bala pasa zumbando cerca de mi oído. No le veo mucho caso a
agarrar el cuerno que está en el asiento del copiloto y tratar de disparar. Esos cochos vienen
con la orden de doblarme y lo van a hacer. Pero antes recuerdo que hubo otro momento en el
que todo vino a fregarse, unos meses antes, incluso de conocer al Patrón.
Yo ya estaba dormido ese día pero oí entre sueños el rechinar de unos frenos afuera de la
casa. Se escucharon unos cabrones gritando y después el motor de un carro que salía
disparado. Cuando salimos había una maleta negra con un cartel encima. Yo nunca la vi, pero
dicen que ahí venía la cabeza de mi apá. Dicen que se subieron a su taxi y que lo amenazaron
con pistola, que lo trajeron dando vueltas hasta que se aburrieron, lo bajaron en una casa, lo
amarraron y le pegaron con un tubo, una, dos, cien veces. Dale dale, no pierdas el tino. ¿Para
quién trabajas cabrón?, ¿pa’ quién halconeas?, ¿cuánto te pagan?, ¿quién es jefe en
Altamirano? ¡Habla cabrón o te lo sacamos a madrazos! Eso nos dijeron los judiciales, que se
estaba calentando la plaza, que pronto iban a llegar los sorches y que había un nuevo grupo
que había pactado con ellos, que esos habían matado a mi apá.
Yo nunca me había llevado bien con él. Era un carpintero tosco y borracho que vendió su
taller pa’ comprarse el taxi que traía bien jodido, pero cuando vi a mi amá abrazarse a la
maleta gritando, sentí que algo estallaba a mi alrededor; algo se había trozado, igual que mi
apá, igual que Altamirano, algo ya no estaba bien. Después de esa, hubo decenas de maletas
negras por todo Altamirano, pero esas aparecerían hasta después de que me presentaron al
Patrón y de mis primeras halconeadas. Porque yo también fui halcón, sólo que de los del Sur,
nunca de Los Cadetes, y si no me mataron fue porque Josué ahí anduvo para cuidarme y pa’
acelerarle en la moto, hasta ese día que lo reventaron en plena calle por mi culpa. Ahora ya no
está Josué y algo se estrella aquí también y ya siento el primer agujero en el pecho. No sé si es
de una bala o del puro susto, pero sé que el día que mataron a mi apá se jodió todo, igual que
con el hijo del Presidente Municipal.
Ese cabrón siempre había sido muy alzadito, pero lo respetábamos porque ya nos habíamos
apalabrado con su apá. Habían pasado meses desde lo de Josué y, aunque yo no dormía dos
horas seguidas por la culpa y el miedo, las cosas parecían enfriarse en Tierra Caliente. Eso sí,
seguido había matazones de halcones de los dos bandos y hasta de inocentes, como los 14
muertitos de la cancha de basket que ninguno de los grupos reconoció como suyos, y los
dejaron ahí, pudriéndose hasta que llegaron sus mamás a buscarlos. Pero yo ya no cazaba
halcones desde lo de Josué y por eso, ese día, estaba en una cantina con otros del grupo
viendo las pendejadas que hacía el hijo del Presidente Municipal, que estaba sentado en una
mesa con su apá.
Ya se le habían subido los tragos al Junior, como le decía todo mundo y andaba gritando y
berreando quién sabe que cosas. Que si su apá era un pendejo, que se quería ir pa’ la ciudad a
estudiar, que pinche pueblo feo, que pinche gente jodida. Nadie les estaba poniendo mucha
atención hasta que el huache se levantó de la mesa y aventó un tarro de cerveza contra el piso.
El ruido de los vidrios tensó a todos en la cantina y más de uno de los que ahí andábamos nos
llevamos las manos al cinto, listo pa’ sacar el fierro si era necesario. Pero cuando el Junior
empezó a zarandear a su apá de la camisa fue que decidí meterme en la bronca. Me paré de mi
mesa y separé al Junior del Presi, no es que simpatizara con ese cabrón, pero había que cuidar
el dinero que el Patrón ya le había invertido.
-¿Lo están molestando, jefe?- le pregunté al Presi, que se había puesto blanco de puro miedo.
-No, cómo cree, es mi hijo, es medio maleducado pero ya se va a aplacar- me contestó.
-¡Óyeme pendejo tú qué te crees eh!- soltó de repente el Junior a la par que soltaba, también,
un puño que por poco me revienta la cara. En eso, los tres huaches que me había dado el
Patrón pa’ cuidarme se pararon y lo agarraron entre todos.
-No se preocupe mi presi, al ratito se lo devolvemos ya más educadito.- Y subimos al huache
a la camioneta blindada sin escuchar los reclamos de su apá.
Ya les dije que siempre he sido atrabancado, pero no pendejo, al menos eso creía hasta esa
vez. Llegamos con el huache a una de las casas que teníamos vacía y lo amarramos de las
manos a un tuvo. Empecé pegándole a mano limpia, uno, dos, tres, diez, pa’ que no andes
armando alboroto hijo de la chingada, ¿qué te crees que puedes venir a calentar la plaza con
tus cochadas? La piel se le iba poniendo morada y la boca no le dejaba de sangrar. Me senté a
descansar un rato. Y pensé en mi apá. No había pensado en él en un tiempo y ya tenía más de
dos años que lo habían matado. Seguro así se veía, humillado, morado, tratando de no llorar
no por orgullo, sino porque hasta eso le dolía. Pensar en eso hizo que me parara y agarrara
una de las mangueras rellenas de arena que teníamos para ocasiones especiales, y otra vez,
uno, dos diez, los gritos del huache me taladraban los oídos pero ya no tenía freno, sentía el
coraje subir del estómago hasta la boca, hasta los ojos, los otros nada más me veían
espantados, ni trataron de frenarme. Le pegaba al Junior con la manguera en la cara, en su
pinche panza flácida, en las piernas que ya estaban apunto de reventar de lo hinchadas. El
asco también me llenaba el intestino pero no me importó, seguí pegándole así hasta después
que se dejó de quejar, era un bulto de carne irreconocible.
-¡Bájenlo y tírenlo por ahí! -les dije a los otros huaches que parecían a punto de desmayarse¡Y muévanse que ahora sí la cagamos, cabrones!
Encontraron a Junior hasta la tarde del día siguiente. Cuando llevaron al Presidente Municipal
a ver lo que quedaba de su hijo, mal envuelto en una cobija y tirado cerca de un basurero,
dicen que lo primero que hizo fue mandar a toda la policía a casa del Patrón. Como estaban
arreglados alguien le dio el pitazo y por no alcanzaron a cogerlo, pero sí le chingaron toda la
coca que guardaba en las bodegas, ya casi lista pa’ mandarla al norte. Si no se lo chingaron
ahí seguro el Mero Jefe no se la iba a perdonar. Para ese momento, los huaches que estaban
conmigo ya se habían pelado en la camioneta y yo me quedé en la casa vacía esperando a que
diera la noche pa’ agarrar el Jetta que teníamos ahí para las emergencias. Me subí con mi
cuerno de chivo a un lado y una gota de sudor frío me recorrió toda la espalda desde la nuca y
más de tres veces no atiné a meter la llave antes de arrancar el coche. Por primera vez
reconocí el miedo, y eso que iba empezando.
Salí rumbo al centro de Altamirano, no quería ir luego luego a la carretera porque seguro el
Presi le había avisado al ejército y tendrían un retén revisando los coches. Las únicas luces de
la avenida principal eran de los carros y los faroles, todos los negocios estaban cerrados. Es
más, ninguno habría luego de las ocho de la noche por miedo a que les tocara una balacera.
Doblé en la avenida a la izquierda, rumbo a la glorieta e imaginé que el Patrón seguro me
estaría llamando pa’ preguntarme qué mierdas había pasado con el Junior, pero por eso había
dejado el celular en la casa.
Antes de llegar a la glorieta, vi cómo una camioneta con los vidrios polarizados venía hecha
la madre contra mí. Eran ellos, Los Cadetes. Seguro el Presi les había hablado o,
aprovechando el desmadre, venían a darme piso de una vez. Intenté acelerar pero el Jetta no
daba para más, me metí a las calles del centro, tratando de serpentear para perderlos, pero el
miedo me tenía bien agarrado. Tenía la mente en blanco pero pateaba el pedal del acelerador
como loco, las manos me temblaban y movía la cabeza con fuerza, negando, casi echando
espuma por la boca. Y sentí lo que había sentido mi apá, y Josué, y Ramoncito, y todos los
halcones que había troceado y también el hijo del Presidente Municipal. Y sentí como los
orines me llenaban el pantalón y su olor me llegaba hasta el cerebro, yo que nunca creí que
fuera cierto eso de mearse del susto. Solté un grito de terror mientras salía de nuevo a la
glorieta y la camioneta embestía el coche por atrás. Por eso quedé ensartado a este poste sin
poder moverme, porque el carro quedó casi hecho mierda del puro golpe. Me jalé los cabellos
con desesperación y me arranqué varios mientras escuchaba cómo se cerraban las puertas de
la camioneta. La glorieta estaba vacía y yo dejé de escuchar. Ahí me di cuenta que el miedo se
había ido. Y mientras esos cabrones vacían sus cuernos de chivo, y los cristales del carro
revientan y las balas me perforan el cerebro y los pulmones, me doy cuenta que Josué no va a
venir para salvarme, y que se acaba de terminar la temporada en que íbamos juntos a cazar
halcones y que, seguramente, nunca más sentiré el viento de la carretera dándome en la cara.
‘Falcon Season’ by José Pablo Salas (translated by Jennie Rothwell)
Before the bullets make shards of the car windows and start hitting my head, I think of two
things: firstly, despite the fact that I can’t move, the fear is gone, disappeared. I could taste
blood in my mouth and a disgusting heat flooded my trousers: the only thing that saddens me
more than dying is someone telling my mom that I pissed myself. In spite of that, I’m not
afraid anymore. The second thing I think about is my brother, and how much we enjoyed
hunting falcons in the streets of Altamirano.
Falcons are easy to hunt, although they move fast and aren’t usually found in big groups, heat
and beer stupefies them, so you can take advantage and spray them with the AK-47. BANG,
BANG, BANG, BANG, BANG! And there goes the little falcon, into the middle of the street,
overheated by the sun. I don’t know how many I’ve caught in my lifetime, probably 15 or 20.
My brother was a good man for firing at them with the AK, but he let me shoot while he
drove the little scooter we were on. We liked to cruise around as far as Bejucos or Tlalchapa,
those miserable, ugly towns about half an hour away where people don’t move from their
doorways, afraid they’ll never find the shade again. We liked to feel the air on our faces,
accelerating, firing at the sky with the AK or the AR-15, thinking we could escape from that
smell of rotting nanches and blood. But the bullets are coming through the windows now and
it doesn’t matter how many falcons I had shot, I know I won’t be killing another one, nor will
I be feeling the air of the open road. The dead don’t get out of Altamirano.
I think everything got fucked up because of the thing with the Mayor’s kid, but that’s too
shameful a matter to talk about right now. Look who’s going to die because of some bullshit
that had nothing to do with us, but hey, what can you do? I have always been a bit impatient.
Now the car, a Jetta with scratched paintwork and no mirrors, is skewered by a pole bang in
the middle of the roundabout, and from here I can see the firemen hiding in the station rather
than coming to help me and I think perhaps everything was fucked up before. But I can
already hear the thunder of machine guns and this time it’s not me shooting.
Maybe it all started the last time I went to hunt falcon with my brother. The Cadets had
fucked over the Chief’s son, dumped him at his front door, swollen from the beating and with
a kill shot to the head. To be honest I have never understood the point of a kill shot, everyone
knows how guests should be treated: interrogate them, beat them with whatever you have to
hand, drown them for a bit in the sink, give them a few good ones to the nuts, and when they
are ready for the next world, strangle them. The bullet is just to make sure they are good and
dead. But the Chief’s son’s kill shot made him look as if he hadn’t been beaten to death first,
and we were all on ‘high alert,’ whatever that means.
The Chief’s house wasn’t that big, but he had a patio full of dried-up earth where we would
all meet when something serious happened. It was April and the sun burned hard so it was no
surprise that not a single miserable plant grew on that clod of ground. My brother and I were
standing with the other guys, shooing away the kind of mosquitoes that give you weals the
size of a ten peso coin. Meanwhile, the Chief was crying for his son in one of the rooms of his
one-storey house, his cursing reaching as far as the patio, but broken up by all the sniffling.
Those bastards. I’ll….. I’ll…. Sons of bitches. My son! My son! Ramón! My little Ramón!
Sons of bitches!
After a while the Chief stopped cursing and only his sobs could be heard. Then El Botas
appeared, his beer belly poured into a tight check shirt, looking as if he would kill us just for
being there. He said the Chief wanted revenge, and my brother and me should hotfoot it to the
Malverde chapel in Coyuca and burn it down, whoever was inside, and the others should go
with us.
Although getting to Coyuca took about twenty minutes by the main road, the village could
have been another enclave of Altamirano: the same heat, the same mosquitoes and the same
dark, unfriendly people as here. Supposedly it was the first village in Guerrero that the Cadets
got a hold of. The assholes came from Sinaloa on El Chapo’s orders, holding Tierra Caliente
at gunpoint until they built a chapel in honour of Malverde so he would protect them. They
didn’t know that this is the Our Lord of Esquipulas’ turf and that we would be waiting for
them.
I had never been afraid of firing an AK, but it’s one thing to kill a man with one bullet or even
a hundred, and another to hear men and women crying for help surrounded by grenade fire.
Later someone told me that the chapel was full of wooden decorations, and that’s why it went
up so quickly. Nor did I know that people died choking on the smoke before they burned. In
my head I repeated that what we were doing was for the Chief’s kid and for the honour of
Christ of Esquipulas. We waited outside for a while with the AKs loaded, nobody came out.
When we got back to Altamirano on our scooters, I began to think that the guys who had
fucked up the Chief’s kid probably weren’t inside, and the whole chapel thing had been
nothing but bad blood. On the way back we had met a truck full of feds on the main road, but
El Botas must have warned them to leave us alone. That was the way it went down in Tierra
Caliente, the police were ours, the soldiers were with the Cadets.
Near to the Chief’s house we saw some falcons outside a bar. We hardly ever nabbed them for
no reason, and these guys were already off their heads on glue and coke, but because the night
was swallowing the fiery orange of the streets and the heat was fading, or because I was still
caught up in what happened at the chapel, I grabbed the gun and fired. I don’t know how long
I left my finger on the trigger, but I know that one of them was lying good and still on the
ground while the other three came after us. “You idiot! What did you do that for?” My brother
shouted at me while he put petrol into the bike. I couldn’t answer.
The falcons also rode around on scooters and some nights you could hear them swarming
from one place to another. The Cadets had them watching the Chief’s people and those who
didn’t want to pay their dues. That’s why they were called falcons; they were paid as much
for keeping tabs as they were for killing. But that night we hadn’t gone out looking for them
and my brother sped up to try and lose them. All of a sudden, bullets. But these are not the
ones that lodge themselves in the Jetta, even in the tyres, each one a bit closer, these are from
the damn falcons. They got me in the leg and I fell off the bike, but they didn’t turn back.
They followed my brother, Josué, until they burst his head open with bullets. He was 19, I
was 16.
But no. That wasn’t where it all got fucked up. There’s no point telling you that I hid in the
church of Our Lord of Esquipulas for three days until the Chief came to look for me in
person, and that’s why I didn’t go to Josué’s funeral. Nor that afterwards things got worse in
Altamirano and my mom never spoke to anyone again after that day. Because that wasn’t
when it all got fucked up, and although I wasn’t afraid then, I could smell the gunshot residue
and the nanche stench in my nose. It smelled like rotting, bitter fruit, like death.
Everything started the day they introduced me to the Chief. The Cadets hadn’t arrived in
Altamirano by then and it was before Los Tigres or Los Tucanes were on the radio, before
those awful drug ballads, the narcocorridos, became fashionable. Yes, Altamirano was
already a big town with dusty, powdery streets, stray dogs and irritable drunks. Before the
other type of powder and the ballads arrived, what did the people do for fun? Drink. Drink
and then go to those church groups to stop drinking. And then start drinking again. Maybe a
few dealt some marijuana, but they didn’t go around in trucks or getting killed like fags. Josué
and I had left school after what happened with my dad, which was only a few months before,
but since then my mother had been in the church talking to a priest who liberated her of our
savings so that the dead could rest in peace. I told her that if my dad was alive he would think
it was a load of shit, but she didn’t listen. And why would she? So my brother and me used to
carry packages at the market so we’d have enough for tortillas and longaniza to make porkfried beans.
One day at the market we saw El Botas herding livestock off a truck and he told us to get
some guys to help him unload packages, he was going to the Guerrero mountains and there
would be plenty of cash for everyone. I said yes straight away but Josué, who was stronger
and less of a pussy than me, said we wouldn’t do it. At that time El Botas wasn’t the big man
working for the Chief and you could barely see the wispy, shapeless moustache that he would
grow out, nor did he have the beer belly of a few months later, so he grabbed Josué by the
neck, as if giving him a hug, and said something into his ear. Afterwards my brother told me
what El Botas had whispered: “come on, Josué, your dad was always honest and you saw how
he ended up. There’s good money in this business, give me a hand, I’ll pay you both and if
you don’t like it, you can quit. No ties.” So off we went to the mountains.
We loaded sacks with weed for a few days and then we helped to bring it down from the
mountains. There were no mishaps and El Botas told us he had already sorted it all out with
whoever was in charge of the military zone. Christmas had come for the soldiers months
before. When we got back to Altamirano we wanted to tell our mom where we had been, but
she barely paid any notice. She looked at us with the vacant gaze she had worn since they
killed my dad, snatched the money we held out and headed for the church. That same day we
told El Botas we would take the job.
A few days later we were brought to see the Chief. He was wearing a red check shirt and a
thick gold chain, well, it seemed pretty thick to us in those days. Although El Botas tried to
explain to us that the Chief was also a boss, I never really understood him. He said something
about him being the head of the South Cartel’s bodyguard operation in Tierra Caliente. The
funny thing is that the Big Boss wanted to set up a cocaine route from Colombia through
Tierra Caliente, and send the stuff north from there. Altamirano was the biggest town in the
area and that’s why the Chief lived there. That very day there was a party in his house. El
Botas took care of the introductions, while the second-string dealer with dark glasses and a
thick moustache looked us up and down.
“And what can you little shits do?” he almost spat at us. “Well, n…not much, boss’” said
Josué. “But we are tired of being pitied and we want to get into business, even at the bottom.”
“Well, now the place is calm, but when things get ugly you will have to slice up a few more
kids, and once you’re in there’s no backing out, eh?”
And things did get ugly, but not until a few months later. After meeting the Chief, a kid
Josué’s age came over and gave us each a lump of weed. It was Josué’s birthday present; he
turned 17 that day. The kid with the weed looked serious but there was no doubt: it was
Ramoncito, the Chief’ son. Who would have thought, soon after, my brother and me would
end up collecting dues at gunpoint from the butchers with refrigerated trucks that we used to
help unload livestock? Not me.
I hear a thump and it’s the windscreen cracking as the first bullet hits. The glass shatters with
the second one and the bullet whizzes past close to my ear. I don’t see much point in grabbing
the AK from the passenger seat and trying to shoot. Those fags are under orders, and they’ll
destroy me. But then I remember that there was another point when everything started to go
wrong, a few months earlier, even before meeting the Chief.
That particular day I was already asleep, but between dreams I heard the screech of brakes
outside the house. You could hear some bastards shouting and then the sound of an engine
backfiring. When we got outside there was a black suitcase with a sign on top of it. I never
saw what was on it, but they said that my dad’s head was inside. Supposedly they got into his
cab and threatened him with a gun, made him drive around until they got bored, they got out
at a house, tied him up, beat him with a pipe, once, twice, a hundred times. Hit him, hit him,
don’t lose your cool. Who do you work for, you prick? Who do you do your hunting for?
How much do they pay you? Who’s the Chief in Altamirano? Tell us, asshole, or we’ll beat it
out of you! That’s what the feds told us, that they were riling everyone up, ‘heating the plaza,’
they said the soldiers would arrive soon and a new group had been cutting deals with them,
and that they were the ones who killed my dad.
I had never really got on with him. He was a rough drunk of a carpenter that sold his
workshop to buy a clapped-out taxi, but when I saw my mom hugging the suitcase, shouting, I
felt something explode around me; something had been chopped up, like my dad, like
Altamirano, something wasn’t right. After that, there were dozens of suitcases all over
Altamirano, but they appeared after I was introduced to the Chief and my first falcon hunts.
Because I was also a falcon, just for the South Cartel guys, never for the Cadets, and I only
stayed alive because Josué was there to look out for me and speed up on the bike, until that
day they blew him open because of me. Now Josué is gone and something explodes here too,
and I can already feel the first hole in my chest. I don’t know if it’s from a bullet or pure fear,
but I know that the day my dad got killed was when everything got fucked up, just like the
day with the Mayor’s son.
That bastard had always been a bit of a rebel, but we respected him because we had a deal
with his dad. Months had gone by since Josué and although I couldn’t sleep more than two
hours from guilt and fear, things seemed to be cooling down in Tierra Caliente. Yes, there
were still falcon culls on both sides, even innocent people died, like the 14 dead on the
basketball court that neither group recognised as their own, leaving them there to rot until
their mothers came looking for them. But I hadn’t hunted any falcons since Josué and so, that
day, I was in a bar with a few others watching the Mayor’s son talk shit at a table with his
dad.
The drinks had already gone to Junior’s head, he was talking as if to everyone there, going
around shouting and bawling about God knows what. That his father was an asshole, that he
wanted to go to the city to study, what a shitty, ugly town this was, with such shitty, fuckedup people. Nobody was paying him much attention until the kid got up from the table and
flung a pitcher of beer onto the floor. The noise of the glass made everyone tense and more
than one person put a hand on their belt, ready to whip out their knives if necessary. But when
Junior started to push his dad around, grabbing at his shirt, I decided to get involved. I stood
up from my table and separated Junior from the Mayor, not because I sympathised with the
bastard, but because I had to take care of the Chief’s investment.
“Is he bothering you, boss?” I asked the Mayor, who had gone white with pure fear. “No, of
course not, he’s my son, he forgets his manners but he’ll calm down,” he answered. “Listen,
asshole, who do you think you are, eh?” Junior shouted suddenly, his fist nearly smashing my
face. Then the three guys that the Chief had looking after me stood up and grabbed him.
“Don’t worry, Mr Mayor, we’ll bring him back with better manners on him.” And we put the
kid into the armoured truck, ignoring his dad’s pleas.
I told you I had always been impatient, but not an asshole, at least I thought so until then. We
took the kid to an empty house we had and cuffed him to a pipe. I started hitting him with my
bare hands, one, two, three, that’s so you don’t go around making a racket, you fucker. Who
do you think you are that you can heat up the plaza with your bullshit? His skin was going
purple and his mouth kept bleeding. I sat down to rest for a while. I thought about my father. I
hadn’t thought about him for a while and it was now more than two years since he had been
killed. He must have been like that, humiliated, bruised, trying not to cry out of pride, but
even that hurt. Thinking about that made me stop and grab one of the hose pipes filled with
sand that we kept for special occasions, and again, one, two, three, the kid’s yelling pierced
my eardrums but I couldn’t stop, I felt the courage rise from my stomach to my mouth, up to
my eyes, the others watched me frightened, they didn’t try to stop me. I hit Junior with a hose
to the face, in his pathetic flaccid belly, across his legs which were nearly about to burst open
from the swelling. Disgust flooded my intestines but I didn’t care, I kept on hitting him, even
after he stopped complaining, until he was an unrecognisable lump of meat.
“Cut him down and throw him over there!” I told the other guys who looked like they might
faint. “Move it, we are in a right mess now, you pricks!”
They didn’t find Junior until the next evening. When they brought the Mayor to see what had
happened to his son, clumsily wrapped in a blanket and dumped near landfill, supposedly the
first thing he did was send the whole police force to the Chief’s house. As arranged, someone
gave him a heads up and since they didn’t manage to catch him they made off with all the
coke that was hidden in the cellar, almost ready to be sent north. If they hadn’t screwed him
over, the Big Boss wouldn’t have forgiven him. At the same time, the guys that were with me
had done a runner with the truck, and I was in the empty house waiting for night to fall so I
could take the Jetta we kept there for emergencies. I got in with my AK-47 at my side, while a
drop of cold sweat ran all the way down my back from the nape of my neck. It took more than
three tries for the car to start. I felt fear for the first time, and I was just getting started.
I headed towards the centre of Altamirano, I didn’t want to go straight to the main road
because I was sure that Mr Mayor would have tipped off the army and there would be a squad
out inspecting cars. The only lights on the main avenue were cars and streetlamps, all the
shops were closed. What’s more, nobody hung around later than eight for fear of a gun-fight.
I turned left onto the avenue, heading for the roundabout. I imagined that the Chief was trying
to call me to ask what the fuck had happened with Junior, but I had left my phone in the house
for that very reason.
Before getting to the roundabout, I saw a truck with blacked-out windows speeding straight
towards me. It was them, the Cadets. Mr Mayor must have talked to them, or using the chaos
to their advantage, they had come to take me out once and for all. I tried to speed up, but the
Jetta was having none of it, I headed for the centre of town, snaking around trying to lose
them, but I was gripped with fear. My mind was blank but I stamped on the pedal like a
madman, my hands trembling, shaking my head firmly, almost foaming at the mouth. And I
felt what my dad, Josué, Ramoncito, what all the falcons I had hacked up had felt, like the
Mayor’s son. And I felt my trousers fill with piss, the stench getting as far as my brain, and
there’s me thinking I would never wet myself with fright. I screamed with terror as I came to
the roundabout again and the truck hit the car from behind. So I was left skewered on this
pole, unable to move, the car totalled from the force of the crash. I pulled at my hair in
desperation and pulled out a clump as I heard the truck doors closing. The roundabout was
empty and I stopped listening. Then I realised the fear had gone. And while those bastards
were emptying their clips, while the car windows were shattering and the bullets were boring
into my brain and lungs, I realise that Josué is not going to come and save me, and that our
falcon hunting days were over, and that I would, definitely, never feel the wind of the open
road on my face again.
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