La mujer de la foto

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La mujer de la foto
Miguel Cossío Woodward
¿Quién es esta mujer que desde la foto nos mira y con la mirada pregunta por qué
estamos aquí? ¿Quién es esta fotógrafa que con el dedo en la lente a su vez la interroga por
su condición de mujer, la naturaleza finita que un instante más tarde apresará en una
estampa destinada, tal vez, a la nada fugaz? La modelo, la artista y quienes en su espejo nos
vemos somos parte de una misma pasión: el deseo insaciable de hacer permanente el
momento en que existimos, sólo un vuelo de flecha en la dimensión de los tiempos. Eso
sugiere la primera impresión que nos brindan las fotos de Adriana Calatayud, una mujer que
retrata mujeres con el afán incierto de congelar –en la imagen- un fragmento de la
eternidad.
La fotografía es el arte de apresar lo efímero y conservar la forma transitoria de la
vida; es el testimonio de la apariencia inestable que una vez tuvieron las cosas, los paisajes, la
sombra o la visión que llamamos realidad, los monstruos, los enanos, las épocas de las que
habló Susan Sontag en sus conocidos ensayos. Desde su invención, a mediados del siglo
diecinueve, prácticamente todo cuanto existe sobre la faz del planeta –las cumbres del
Himalaya o la profundidad de los mares- ha sido registrado por alguna cámara. Generaciones
enteras siguen plasmadas en amarillentas cartulinas, y el quehacer terrible de los hombres,
el amor, la guerra, el trabajo y el ocio, está supuestamente inmortalizado en innumerables
colecciones de fotos. Una cámara sofisticada, ojo de la Humanidad, retrata el misterio de
Marte y explora regiones del insondable universo. Gracias a la fotografía, la mirada trasciende
la vista; la percepción se externa y concreta; la contemplación se trasmuta en lo
contemplado, y la porción de la realidad que individualmente captamos puede ser
aprehendida también por los otros.
Pero la fotografía es algo más que simple registro de la circunstancia del yo. Cuando
se mira, y por ende se retrata, el que mira recorta el mundo exterior y sólo mira lo que mira.
Parece un juego de palabras, y sin embargo es imprescindible tener esto en cuenta, porque
una foto –por precisa y objetiva que se crea- nunca es la copia exacta de lo retratado, sino el
producto de lo que el fotógrafo captó desde su punto de vista. De modo que quien aprieta el
obturador nos ofrece siempre la imagen personal que vio, o creyó ver, al tiempo que, en otra
vuelta de tuerca, quien después observa la foto sólo ve lo que cree que otro vio, o creyó ver, y
finalmente mira lo que desde su punto de vista mira. Tal es la naturaleza del ser humano y el
carácter intersubjetivo de la fotografía, del arte en general. Una de las virtudes de la obra
fotográfica de Adriana Calatayud es precisamente esa capacidad suya para darnos una visión
que nos incita a explorar nuestras propias visiones.
Por otra parte, es conveniente recordar que la fotografía, como tantas actividades de
nuestra época, se ha beneficiado notablemente de los avances de la ciencia y la tecnología.
Las fotos son ahora algo más que registros de lo experimentado, aunque probablemente
nunca lo fueron, como se apuntó más arriba. Pasaron los tiempos primitivos del daguerrotipo,
cuando para hacerse un retrato la persona en cuestión no podía moverse durante largos
minutos. Pasaron los aparatos tras los cuales el fotógrafo se cubría la cabeza con un trapo
oscuro, mientras se esperaba el vuelo de un virtual pajarito. Con el auxilio de programas
computacionales, hoy en día es posible borrar, insertar, recrear, encuadrar, recortar, retocar,
en fin, construir imágenes de gran calidad, y hasta acompañarlas con el sonido verdadero de
un sinsonte.
Una artista experimentada, como Adriana, puede “intervenir” sobre la porción de la
realidad que ha observado, alterándola y añadiéndole otras muchas visiones que conforman
su propio horizonte cultural, las inquietudes y deseos que la animan a ser, estar, crear y
actuar en el tiempo y lugar que le tocó. En este caso ya no estaremos sólo ante lo que la
fotógrafa vio, sino frente a lo que ella quiere ver y desea que nosotros veamos. Se ha creado
una nueva realidad, que existe porque está en la foto, y es tan válida y objetiva como la que
acaso ocurrió y otro retrató tal como pensó que era. Pero la artista no pretende inventar una
realidad alterna, yuxtapuesta a la que consideramos veraz y que sin embargo, a veces, es más
falsa que cierta. Su verdadera intención es desentrañar aquella que parece auténtica,
penetrar en la esencia que conforma lo visto, provocar el diálogo de lo por sí mismo evidente
con la posibilidad de otra imagen. Ella sabe que el mundo, diría Schopenhauer, es
representación y voluntad, y su intervención artística consiste en revelar ese mundo con afán
de exhibir sus múltiples caras, ocultas tras la apariencia o la forma.
Entonces, ¿qué hace Adriana Calatayud con esta serie de fotos donde el cuerpo
desnudo de la mujer es medido, pesado, superpuesto a otras obras plásticas en una
exploración que va más allá de lo físico? La fotógrafa desgaja las capas que envuelven y
ocultan, aunque también denuncian, la identidad de una persona aherrojada por la tradición,
la cultura, la sociedad, el espacio y el tiempo en el que posa para poder existir. La modelo nos
mira y su mirada es discurso, pero también apuesta por otra perspectiva, por una realización
más plena de lo post-femenino que debe implicar un modo de acercar lo que audazmente
Adriana define como lo post humano, tiempo en el que posa para poder existir.
La mujer de la foto esta desnuda. Es hermosa, y en el escorzo de su figura habrá
siempre promesa sensual y erotismo del cuerpo, en el sentido de Bataille. Pero la fotógrafa
intervino sutilmente la imagen y nos hace ver la boca cerrada, la mudez secular a que fue
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condenada, porque la palabra es un hacha salvaje que desmonta los bosques de prejuicios y
mitos. Aparece aquí la modelo con la punta de los senos tapada, demostración de una
imposibilidad para darse el placer que merece y ansía. La sobreimposición de una escala
traduce la vara con que ha sido medida, casi siempre al tamaño que los otros querían. Pero,
¿estos signos no son ya conocidos, banderas de un movimiento feminista que reivindicó en su
momento los derechos postergados de la mitad de la humanidad? Así es y no es, afirmaría
Humpty Dumpty en el texto de Carroll. Porque la mujer de la foto que tomó la artista me
sugiere algo mas que reivindicación, igualdad, equidad, armonía entre géneros felizmente
distintos. Todo eso es justo y necesario, aunque debe subrayarse que todavía se halla muy
lejos de alcanzarse a escala universal. Y sin embargo…
Y sin embargo creo que esta mujer de la foto sugiere algo más sustancial. La boca
cerrada puede simbolizar asímismo la incapacidad que padecemos los seres humanos hombres o mujeres- para comunicarnos unos con otros y decirnos libremente, sin prejuicios
absurdos, cuanto pensamos, sentimos, soñamos, ansiamos. Los labios apretados indican el
silencio al que nosotros mismos nos sometemos, frente al peso apabullante de la moral y el
grillete enajenante de la sociedad. Vivimos en el silencio, callando lo que debiéramos gritar,
y apagando la voz interior que nos reclama. La fotógrafa retrata aquí la forma en que se
alienan los sentidos, privándonos del beso, de la lengua, los senos, la sensualidad que nos
incita a integrar cuerpo, pasión, ilusión y belleza en la dicha suprema del amor humano.
La mujer de la foto es Adriana Calatayud, soy yo, son ustedes, somos todos, revueltos
en este coágulo del tiempo, condenados a la soledad existencial, pero deseosos de encontrar
o de inventar una y otra vez, la ruta perdida hacia el Jardín.
Texto presentado en el 1er. Encuentro Nacional de Artistas y Creadores, Chihuahua,
Chihuahua, 29 de Agosto de 2008.
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