LA PENSION DE LA MEDIA ESTRELLA I) El despertador esparció su estridente sonido por el pequeño y caldeado cuarto a las siete y media de la mañana, como siempre. Un bulto en la cama se movió levemente, remoloneando, dilatando un poco más el momento de empezar el día, hasta que finalmente Doña Silvana se incorporó. Con el cabello revuelto y sus saltones ojos hinchados, parecía mas bien un cochinillo que la distinguida dama que ella pretendía ser. Si a ello le sumábamos su baja estatura, su gordura más que incipiente, y sus dientes de caballo, la mezcla daba un resultado verdaderamente inquietante. Silvana se levantó del lecho con desgana. Se dirigió al cuarto de baño y se miró al espejo. Una vez más maldijo su mala suerte, la mala estrella que le había acompañado intermitentemente a lo largo de casi toda su vida. Realmente estaba exagerando. Cierto que su vida no había sido precisamente un camino de rosas, pero no le había ido del todo mal.Había pasado por episodios dolorosos y por aventuras emocionantes, perp bueno,no más que cualquier otra persona de vida más o menos agitada. Nació como Ana de Castro y Cifuentes-Maldonado, proveniente de una adinerada familia cordobesa, de padre Magistrado y madre....madre esposa de magistrado. Ya el mismo día de su natalicio, justo cuando la partera se la enseñó a su progenitor, envuelta en una blanca y suave toalla,con la piel todavía machada por los restos del parto, éste dirigió sus ojos al cielo rogando a Dios que le diera a aquella niña una vida más fácil que la que tuvo su tía Aniceta, con la que compartía la misma repugnante fealdad. La tía en cuestión jamás pudo conquistar a un hombre que la pudiera mantener y puesto que sus padres murieron jóvenes y no le dejaron posibles, no le quedó mas remedioque trabajar duramente de sol a sol en las más variopintas tareas, incluso de leñadora en los bosques y de limpiadora en los servicios del mercado municipal, una pena, desde luego. No hubo suerte. Aunque la pequeña Ana fue criada entre algodones y educada para ser una señorita de bien, su desagradable aspecto, unido a un agrio carácter, le fueron cerrando puerta tras puerta, sin que las influencias de su padre pudieran hacer nada al respecto. Ella, que de tonta no tenía un pelo, supo pronto que si quería ser algo en la vida (puesto que el ejercer de esposa de algún aristócrata adinerado fue una posibilidad descartada con el tiempo) tenía que poner a trabajar su inteligencia. Estudió derecho, como su padre, cosa que, por una parte lo llenó de orgullo, pero por otra le comminó sin remedio a escuchar los estúpidos lamentos de su mujer, que todavía pretendía que su niña casara con un caballero rico y encima guapo, y no que tuviera que ponerse a estudiar para ganarse el pan, eso era cosa de hombres. Mas la muchacha, haciendo gala de una inteligencia y un tesón sin par, terminó la carrera con notas brillantes y enseguida se puso a preparar oposiciones a juez. A los poco meses se presentó y fue la número uno de su promoción. Nadie esperaba menos, sobre todo su padre que rebosaba de orgullo. Tanta suerte tuvo que el primer destino no la separó de su Córdoba natal, aun así, a vida le cambió por completo. Iba a ocupar un cargo público y debía suavizar un poco su carácter impetuoso y en ocasiones harto desagradable, hablando en plata, su mala leche, puesto que debía tratar con asiduidad a un público con el que no siempre sería fácil lidiar. Lo intentó, pero no siempre lo consiguió. No era sinó su aspecto repulsivo lo que hacía que la gente se acercara a ella con cautela, casi con miedo, no sólo los ciudadanos de a pie, sinó incluso los propios funcionarios de su juzgado y aunque ella hacía enormes esfuerzos por mostrarse amable y compresiva, la continua desconfianza que le mostraban los demás, simplemente por ser más fea que un cuerno, la sacaba de quicio. Por ello, fue ganándose fama, no sólo de fea, lo cual estaba a la vista, sinó tambien de persona huraña y taciturna. Todo cambió el día que conoció a Oliverio, un gitano al que tuvo que juzgar por un delito contra la salud pública, es decir, por traficante de drogas. Oliverio era unos años mayor que Ana y con nula cultura, pero tuvo la suerte, o tal vez la desgracia, de echarle un piropo a la mujer a la salida del juicio. -Ay, con ese cuerpo serrano, ¿pa que queremos a la benere....benete.... a la guardia siví? Ella le miró con asco, pero sólo al principio, pues por primera vez sintió la agradable sensación que provocaban los ojos de un hombre paseando sobre su cuerpo, desnudándolo con deseo, aunque fueran los de un convicto sucio y desgarbado. Aquella noche, mientras en la soledad de su despacho le daba vueltas a la cabeza pensando en la redacción de la sentencia que había de condenar al susodicho, descubrió que no podía apartar de su pensamiento al gitano cochino y repulsivo. Recordaba aquellos ojos negrísimos recorriendo su cuerpo serrano con deseo, o al menos eso le pareció a ella. Entre tanto pensamiento y tanta conclusión infundada, se enamoró de él como una estúpida, hasta el punto de dictar una sentencia de todo punto absurda que despertó la preocupación entre sus colegas. Tuvo que condenar a Oliverio, porque las pruebas en su contra eran de una claridad apabullante, pero en lugar de echarle encima años de cárcel, lo condenó lisa y llanamente a presentarse en su despacho todos los días a las diez de la mañana. De nada sirvieron los intentos por hacerla entrar en razón de sus compañeros, e incluso de su padre, argumentando que no exitía fundamento legal alguno para dictar aquella barbaridad, aquella burrada. Ella siguió en sus trece. Con ello sólo consiguió que le abrieran un expediente informativo,cuya finalidad era, fundamentalmente comprobar si aquella mujer conservaba la cabeza en su sitio. No le importó demasiado, sabía que teniendo un padre presidente del Tribunal Superior de Justicia, aquel absurdo expediente quedaría en agua de borrajas, Y al fin y al cabo obtuvo lo que buscaba: la posibilidad de conquistar a Oliverio. El hombre se presentaba todos los días frente a ella, la mayoría de las veces tan ebrio que no sabía lo que hacía, lo que decía ni, en muchas ocasiones, dónde se encontraba. Fue en una de esas ocasiones cuando Ana literalmente violó al pobre viejo, que entre la borrachera y el resto de excesos acumulados en su cuerpo a lo largo de los años, casi ni podía mantener la erección. Pero ella insistió, si algo tenía claro es que no se iba a dar por vencida fácilmente. No se le ocurrió mejor solución al gatillazo del viejo que aplicar las técnicas que había visto cientos de veces en las películas porno que alquilaba, y que le habían ayudado a sobrevivir sexualmente en todos aquellos años de abstinencia obligada. Según fué pasando el tiempo , esos encuentros se hicieron más frecuentes y consentidos por ambas partes. Ella por amor y deseo, él, porque por fin una mujer, aunque fuese más fea que un cuerno, le dejaba jugar con su cuerpo sin hacerle ascos. Pero ninguno contaba con que semejantes encuentros amorosos dieran su fruto y Doña Ana de Castro y Cifuentes-Maldonado, se encontró un buen día con que estaba embarazada de un hombre barriobajero y maloliente del que apenas sabía nada y cuya relación había mantenido oculta a los ojos de la gente. Se le ocurrió que lo mejor que podía hacer era dictar un auto de libertad para el reo y llevarlo consigo para someterlo a una cura de culturización y aseo, aunque en el fondo dudaba de que eso fuera a ser posible. Evidentemente no lo fue. En cuanto le dijo a Oliverio, con su mejor sonrisa caballar que iban a ser padres, al hombre le faltó tiempo para desaparecer. Al día siguiente no se presentó a su cita obligada, ni al otro, ni al otro tampoco y a ella no le quedó más remedio que comunicar la desaparición a la Guardia Civil, con la orden expresa de que lo buscaran hasta debajo de las piedras. Un mes entero lo estuvieron buscando por todos lados sin encontrar ni rastro. Meses más tarde por la ciudad empezaron a circular dos tipos de rumores. Unos decían que se encontraba guarecido en alguna cueva, por los montes, otros sin embargo afirmaban que había embarcado en un petrolero que se hundió en alta mar. El caso es que jamás se volvió a ver por aquellos parajes. El verse abandonada y compuesta fue el desencadenante de la desesperación para Ana, que auguró convertirse en la comidilla de la ciudad. Su reputación se vería tirada por los suelos y el disgusto que le iba a dar a sus padres iba a ser mayúsculo. Todo eso, junto a la preocupación por el engendro que tenía dentro de si, que vayan ustedes a saber como podía salir, vistos los progenitores, la hicieron tomar una drástica decisión, que no fue, ni más, ni menos, que desaparecer ella también. No se despidió de nada ni de nadie. Un buén día metió cuatro pertenencias en una maleta y tomó el tren rumbo a Cádiz, abandonando su Córdoba natal, a la que ya jamás regresaría. Ya en la Tacita de Plata, según bajó del comboy, se sentó en un banco de la estación y se puso a dilucidar qué hacer con su vida. Estaba tan enfadada con el mundo en general y con los hombres en particular, que decidió que su próxima profesión sería la de ramera. Primero tendría su bástago y después se dedicaría a vender su horrenda mercancía a aquellos cerdos ávidos de sexo. Tomó su maleta y enfiló camino sin rumbo. Su instinto no la engañó, pues fue a adentrarse sin ella saberlo en los barrios bajos de la ciudad. Cuando se cansó de caminar entró como una autómata en lo que ella creyó pensión, pero dió la casualidad de que no era más que un putiferio. La dueña, que estaba en recepción, si es que a aquella entraba deprimente podía llamarse recepción, se extrañó de que semejante especimen entrara en su antro, se suponía que en busca de trabajo, mas pronto se dió cuenta de la equivocación de la muchacha. -Esto no es un hotel - le dijo - es un putiferio. Y me temo que no hay sitio para tí. A Ana se le iluminó la cara, ignorando el comentario de aquella vieja y pensó que no podía haber caído en mejor sitio, dadas sus intenciones. Se las explicó ilusionada a la mujer, Doña Paquita, la cual escuchó estupefacta los planes de aquella especie de monstruillo que se le había presentado en casa. A Paquita le dió pena. Era evidente que si incluída a aquella mujer entre su elenco de rameras, se le iba el negocio al garete en menos que canta un gallo, pero verla así, embarazada y sola, despertó su compasión y decidió ofrecerle su ayuda. La invitó a vivir allí, poniéndole como condición que la ayudara en diversas tareas mientras esperaba la llegada del bebé y después....después ya se vería. Ana aceptó con gusto, agradeciendo a Doña Paquita la maravillosa atención que había tenido con ella. Es probable que aquellos meses de dulce espera fueran los más hermosos en la vida de aquella mujer. Hizo amistad con las cuatro o cinco putas que trabajaban en el burdel, las cuales pensaban que estaba loca de remate cuando les contaba sus planes de unirse a ellas en sus honrosos quehaceres. No obstante les pareció simpática, puesto que no se sabe muy bien porqué, se le había suavizado el carácter, y la tomaron casi como su mascota. Una noche de truenos y relámpagos Ana se puso de parto. Ninguna de aquellas mujeres quiso salir para avisar al médico en medio de semejante tempestad, así que ayudaron ellas mismas a parir a la mujer, que milagrosamente tuvo un parto fácil y rápido, dando a luz un bástago rollizo y sano que pesó más de cinco kilos y era tan feo como su madre. Aquella noche, seguramente debido al ajetreo del parto, a doña Paquita le dió un pasmo y cayó fulminada, se supone que de un ataque al corazón. Fueron días difíciles, entre el entierro y los berridos de aquel muchachito que lo único en que pensaba era en comer y que en dos días le puso las tetas a la madre más coloradas que el culo de un mandril. Pero no todos eran sinsabores. A los pocos días de la muerte de la buena mujer, recibieron una llamada del notario para que todas ellas fueran a escuchar la lectura de su testamento. Sorprendentemente doña Paquita dejó todo lo que tenía, que no era ni más ni menos que el burdel, y bastante dinero en el banco, a Ana, aduciendo que era la que más lo necesitaba de todas. Ello no hizo más que despertar las envidias de las otras chicas, que no comprendían que una recién llegada se hiciera con todo aquello que ellas mismas un día habían ayudado a levantar. Ni cortas ni perezosas dejaron a la pobre de Ana en la estacada, tomaron sus pertenencias y se despidieron con viento fresco dejando el burdel triste y vacío. Así fue como nuestra mujer se quedó compuesta y sin negocio, yéndose al tacho sus planes de convertirse en mujer de la vida. Pero no se amedrantó. Si se había quedado sin negocio, abriría otro. Hizo su estudio de mercado particular, recorrió barrios y calles olisqueando por negocios ya abiertos y divagando sobre los que quedaban por abrir. Al final utilizó parte del dinero en remodelar el medio derruído edificio y abrió una pensión. La llamó "La media estrella", porque no creía que pudiera llegar a categoría de una. Aún así, se sentía orgullosa. El día de la inaguración, con su hijo en brazos le habló situándose frente a la fachada. -Mira Paquiyo, este será a partir de ahora nuestro sustento. Y miró melancólicamente el letrero de neón. Acababa de nacer La Media Estrella. II) Se arregló como no lo había echo nunca, intentando sacar un poco de partido a su picassiano físico. Se cambió de nombre, Ana era demasiado simple, y pensando en aquella maravillosa actriz fruto de sus admiraciones, se puso Silvana, como Silvana Mangano. Y encaró su nueva vida, deseando hacer de su pensión la mejor de la ciudad. Así fueron pasando los años, sin que su sueño acabara de cumplirse. Un huesped, de vez en cuando, recalaba en La Media Estrella haciendo un alto en el camino, pero poco más. Ella y su hijo malvivían, pero con dignidad. El muchacho heredó lo peor de sus progenitores. Era feo como su madre, torpe y sucio como su padre, pero con una extraña habilidad para el contorsionismo. Silvana se preguntaba una y otra vez de quién había heredado tal don y recordó una anécdota contada por su madre, muchos años atrás, que hablaba de un antepasado con gusto desmesurado por el espectáculo circense de tal manera que se recorría el país de función en función hasta que se quedó en la ruína. Tal vez fuera de él de quien Paquiyo había heredado sus habilidades. El muchacho se pasaba los días danzando y haciendo piruetas, volteretas sin sentido, calle arriba, calle abajo. De vez en cuando se tomaba un descanso, pero no como cualquier mortal, sinó colocando su cuerpo en posiciones imposibles. Cierto día apareció por la ciudad una banda de titiriteros de los que se encandiló sin remedio. Ellos también vieron en él una apatecible posibilidad de aumentar enormemente sus ingresos, y le propusieron formar parte del grupo. Él no lo dudó un instante. Corrió a su casa a despedirse de su madre, a la que prometió enviar una postal desde cada una de las ciudades donde montaran su espectáculo. Ella, que sabía que aquel momento llegaría más temprano que tarde, aceptó con resignación la decisión de su hijo y se quedó, por primera vez, absolutamente sóla, llorando, sentada en una banqueta en una esquina de la cocina, maldiciendo su mala suerte. Meses más tarde de su marcha, Paquiyo envió a su madre la primera postal prometida. Con letra torpe y desigual le contaba que se encontraban en Pekín de la China, donde su espectáculo estaba teniendo un éxisto desmesurado. Silvana no se percató de que el matasellos era de Almendralejo, y guardó la postal amorosamente en el cajón de su mesilla de noche, feliz de que su hijo estuviera disfrutando un éxito que ninguno de los dos llegó nunca a imaginar. Poco después las cosas comenzaron a marchar un poco mejor. Cierta mañana, apareció por la pensión un caballero pidiendo habitación. Era un hombre alto y extremadamente delicado, tal vez demasiado . De su rostro, serió y blanquecino, sobresalía su larga, aunque bien formada, nariz puntiaguda. Silvana lo miró con cierta desconfianza. No era normal que un hombre tan correcto, tan exquisitamente vestido, de traje y corbata, apareciera por su pensión solicitándole cobijo. -Si, tengo habitaciones libres- respondió ella a su petición - ¿Se va a quedar muchos días? -De momento indefinidamente. Puedo pagarle por meses, por semanas, por días....como usted quiera. A SIlvana casi le da un mareo cuando oyó al hombre decir que se quedaría allí indefinidamente. -¿ Quiere usted, dormir solamente o desea también manutención? -Ambas cosas, si es tan amable. -Entonces tendré que cobrarle.... - Silvana echó rápidos cálculos mentales, estudiando la mejor manera de sacar tajada a aquella inesperada situación tendré que cobrarle cinco mil pesetas por semana.... a pagar los viernes, y un adelanto de dos mil pesetas...ahora mismo, si no le importa. El hombre sacó de su cartera las dos mil pesetas sin rechistar y se las tendió a Silvana, que las recogió con rapidez guardándoselas en el escote ante la mirada sorprendida de su huesped. -Venga conmigo, le enseñaré su cuarto. La pensión tenía solamente seis habitaciones y un cuarto de baño para compartir. No obstante, todo hay que decirlo, Silvana las mantenía límpias y pulcras. Así condujo al hombre a la mejor alcoba. Daba a la calle, era amplia y luminosa y olía a espliego y a limón, (aunque con un ligero toque de humedad rancia). -Aquí tiene, este será su cuarto. Y si me lo permite ¿cómo es que ha venido a parar aquí? La mirada furibunda que le dirigió el hombre le hizo darse cuenta al momento de que había metido la pata. -No se lo permito, ese no es su problema. Limítese a cumplir con sus obligaciones y yo le pagaré puntualmente. Pero por favor, no me haga preguntas. MI vida ha sido demasiado turbulenta para poder contarla. Silvana se dió la vuelta sin decir nada. Que no se preocupara el huesped, que no le iba a molestar con sus preguntas. A ella mientras le pagara....el resto le daba igual. -----------------------------------------------------------------------------------Le habían hablado de aquella pensión de mala muerte y a ella se había dirigido porque no se podía permitir pagar un buen hotel, como hubiera sido su gusto. Don Angel Montesinos Vergara, sí que había tenido una vida llena de sinsabores, tal y como le había dicho a aquel engendro que resultó ser la dueña de la posada. Don Angel pertenecía a una conocida familia de terratenientes extremeña. Sus padres eran dueños de tantas hectáreas de tierra que casi habían perdido la cuenta. De familia conservadora, religiosa y casi puritana, el muchacho no pudo jamás mostrar sus verdaderas inclinaciones. Ya de muy pequeño le gustaba jugar con las muñecas de sus hermanas, a pesar de que su madre no hiciera más que comprarle trabucos, camiones y demás juguetes propios del género masculino. Le gustaba ver a las chicas, como se vestían, se peinaban y se maquillaban acorde con la moda del momento. Un día se le ocurrió hacerlo a él. No tendría más de catorce o quince años. Se metió a hurtadillas en la habitación de su hermana Carmen y revolviendo por el armario dió con lo que buscaba. Unas bragas, un sujetador y una falsilla. Mientras se iba poniendo aquellas prendas una extraña excitación recorrió su cuerpo. Se vestía lentamente, mirándose y remirándose al espejo una y otra vez, como si quisiera disfrutar a tope de aquel especial momento que estaba viviendo. Se colocó bien su pene para que no se le notara un bulto extraño en las braguitas, se introdujo unos calcetines dentro de las copas del sujetador y cuando finalmente se puso la falsilla, la visión que se reflejó en el espejo le agradó tanto que sin quererlo una tremenda excitación recorrió todo su cuerpo. Luego se pintó los labios y los ojos, quedándole la cara cual máscara horrenda de carnaval. Mas a él le gustaba. Lo que no le gustó en absoluto fue percatarse de que su propia madre le estaba espiando desde el quicio de la puerta. -¿Qué siginifica todo esto Angelito?- le preguntó con la voz más utoritaria que el muchacho hubiese escuchado nunca. -Nada madre, sólo.....estaba pasando el rato. -¿Pasando el rato poniendote las ropas de tus hermanas? - preguntó de nuevo aquella mujer, amenzante, mientras lentamente se acercaba a su hijo ¿Pasando el rato pintándote la cara como si fueras una furcia? ¿No me estarás saliendo un vicioso, verdad? Contesta. Cogió al chico de una oreja con tal fuerza que casi lo suspendió en el aire. -No, madre, de verdad...Ayyyyyy, me está haciendo daño. -Claro eso pretendo, y más daño te va a hacer tu padre cuando se lo cuente. ¡Te azotará con el cinturón! ¿te enterás?, ¡con el cinturón! -No madre, por favor, no se lo diga a padre, de verdad, haré lo que usted me diga, pero por favor a padre no. -¿Y porqué no había de decírselo? Eh, degenerado, que no eres más que eso, un degenerado. -Madre, tenga usted piedad. Si se lo dice a mi padre, no sé que podría pasar. Además le repito que eso sólo era una manera de divertirme de la que estoy profundamente arrepentido. Por favor madre.... El muchacho lloraba desconsoladamente, muerto de miedo ante la más que probable perspectiva de su padre cinturón en mano, dispuesto a darle su merecido. -Está bien, no se lo diré- repuso finalmente su madre -Pero vete ahora mismo a la iglesia a confesar. Y como te vuelva a ver de esta guisa, te juro que te arranco los hígados. Su madre cumplió lo pactado y no se lo contó a su marido, pero desde aquel día Angel sintió su mirada inquisidora sobre él todo el tiempo. Tuvo que reprimir sus gestos afeminados, y hasta empezó a salir con una chica, empeñado en disimular lo evidente. Por supuesto no sirvió de nada, era mariquita, y cuanto antes lo asumiera mejor, aunque también debería asumir que tendría que ocultar su condición a su familia por siempre jamás. Y así lo hizo,soportando la presión silenciosa de su madre, que era la única que sospechaba de su desviación. Fue por ello que la buena mujer desarolló una obsesión enfermiza por casar a su hijo cuanto antes, ante el asombro de su marido, que era de la opinión de que Angelito, debería estudiar economía para poder dirigir con firmeza y tino todo el imperio que un día había de heredar. De nada sirvieron los argumentos del pobre hombre. En cuanto el chico cumplió veinte años, su madre, que llevaba ya tiempo indagando entre las familias bien de la zona, en cuales había muchachas casaderas, le metió por los ojos a Susana Carbajosa del Rio, una chica (si es que se le pudiera llamar así) millonaria por derecho propio, hija de un torero famosísimo en aquella época, dueño además de una ganadería de renombre. Susana era más fea que pegarle a un padre, alta y desgarbada, de aspecto hombruno y voz de camionero. Portadora de semejantes características, a la madre de Angel le pareció la mujer perfecta, dadas las inclinaciones de su hijo. Por otra parte la familia de la chica, cuya madre ya estaba cansada de ofrecer misas al Sagrado Corazón de Jesús para que su hija casara como era debido, no se podía creer el golpe de suerte que les había llegado. Iban a casar a su pequeña con uno de los hombres más ricos y de más porte de la región, cosa que, por otra parte, no podía ser de otra manera dada su posición. A Angelito la novia impuesta no le pareció ni bién ni mal, simplemente no le pareció, ya que para él ver una mujer era como ver un muro de piedra, que no le hacía sentir ni padecer. De quien se enamoró perdidamente fue del padre de la susodicha, es decir, de su suegro. Se percató de su sentimiento el día de la pedida de mano, cuando se reunieron todos alrededor de la pequeña plaza de toros que sus suegros tenían en la finca , para ver al padre de la novia torear. Cuando lo vió con el traje de luces, con la taleguilla abultada y sugerente , bien puesta en la ingle, se dijo que aquel, y sólo aquel, era el hombre de su vida. Cayó entonces en el callado tormento de sufrir un amor secreto e imposible que nunca podría ser descubierto ni mucho menos corespondido. Se consolaba pensando que por lo menos tenía la suerte de poder verlo y estar a su lado con bastante frecuencia, dada la relación de familia que iba a unirles. Se casó con Susana apenas unos meses después de conocerla, en el fondo daba igual cuanto tiempo hubera pasado, pues jamás podría sentir nada por ella. La noche de bodas fue un verdadero tormento. Ella, haciendo gala de una brutalidad impropia de una señorita, se echó desnuda en la cama mientras él fue al baño, recibiéndolo con las piernas abiertas y con comentarios soeces. -Venga, mi Angelito, entra aquí de una vez, que estoy caliente y necesito que me aplaques. Aquella visión no le excitó en absoluto, más bien le dió ganas de vomitar. Sólo consiguió cumplir pensando en su suegro y en la imagen de la taleguilla abultada que se le había quedado plasmada en la mente. Aquella noche se inició su verdadero suplicio. Casado con una mujer burda y simple a la que no amaba, enamorado del padre de la misma, la situción se hacía insostenible por momentos. Aún así consiguió aguantar diez años haciendo el paripé, años en los que el asco que sentía por su esposa se fue haciendo más y más grande, lo cual no impidió que su matrimonio diera como frutos dos vástagos, niño y niña , los cuales salieron tan listos e inteligentes que se percataron enseguida de la desviación de su padre y de brutalidad de su madre, lo que provocó en ambos graves problemas psicológicos y de conducta, que derivaron en una subnormalidad encubierta cuando su progenitor, finalmente, se derrumbó y una tarde de fiesta en la que el suegro se empeñó de nuevo en enseñar a los asistentes sus habilidades taurinas, saltó al coso durante la vuelta al ruedo del buen hombre y allí, delante de todo el mundo le declaró su amor incondicional mientras le acariciaba con disimulo la entrepierna. El escándalo que se originó fue de órdago. A su madre le dió un ataque de nervios que le provocó una alopecia galopante, su padre se quedó mudo del susto y su suegro lo echó de la casa y de la familia prohibiéndole que se acercara a su hija y a sus nietos en lo que le quedara de vida, mientras su mujer, que era adicta a los programas del corazón, respiraba aliviada al poder verse libre de aquel ser insulso que tuvo que aguantar por marido. Ahora por fín tenía vía libre para intentar conquistar al apuesto presentador del progama de variedades que echaban en la tele todas las tardes, que era de quien en realidad estaba enamorada. Evidentemente Angel también fue repudiado por su propia familia, que lo consideraron un completo degenerado, confirmando las sospechas de su pobre madre. Triste y cabizbajo, marchó sin rumbo, llevando por todo equipaje, lo puesto y algo de dinero que se había apresurado a retirar del banco y con el que tenía pensado cumplir uno de sus sueños: abrir una agencia de viajes. Fue así que recaló en "La Media Estrella", donde ahora se encontraba, en aquella habitación luminosa y clara, sin saber que en aquel tugurio iniciaría la etapa más feliz de su vida. III) El nuevo huesped era serio, discreto, límpio y, sobre todo, pagador. Tal vez pecara un poco de silencioso. A Silvana le hubiera gustado chalar un rato con él todas las noches, en la cocina a la sobremesa de la cena o delante de la televisión; pero él, en cuanto terminaba su frugal cena, se retiraba a su cuarto y de allí no salía hasta la mañana siguiente, bien temprano, rumbo a sabe Dios dónde. Silvana respetaba su silencio, no le quedaba más remedio. No obstante, entre sus vecinas circulaban un montón de rumores que a ella le gustaba escuchar de vez en cuando. Si les había impactado sobremanera el hecho de que un huesped permanente se instalara en La Media Estrella, más curiosidad sentían ahora por saber a dónde se dirigía todas las mañanas. Ninguna se aventuraba a comentar su pasado, pero todas creían estar en lo cierto sobre su presente. Las opiniones iban desde la que decía que era dueño de un cabaret, hasta la que afirmaba que era un maestro de escuela. Solamente Purita, una muchacha un poco atrasada que se dedicaba a seguir a los transeuntes, dió en el clavo. -Tiene una oficina en la avenida. Allí va todos los días. Purita había soltado el ovillo, las demás siguieron el hilo y finalmente llegaron a la verdad. -Tiene una oficina en la avenida, es cierto - contaba una de ella a Silvana aunque es muy cutre. Por todo mobiliario tiene una mesa con dos o tres sillas y unas estanterías vacías. En los cristales ha puesto unos carteles escritos seguramente por él mismo, en los que dice que organiza excursiones, a Málaga y a Granada. -Pues debe de ser cierto - decía otra - porque yo el otro día pasé por allí y había un bus aparcado en el que se estaba montando bastante gente. En esa conversación estaban, cuando Silvana se fijó en una mujer que con paso lento y vacilante se dirigía hacia ellas mirando con curiosidad las fachadas de las casas, como si buscase algo. Tenía el rostro macilento y los ojos estrávicos, a pesar de disimularlo con unas gruesas gafas con montura de pasta. Silvana tuvo el presentimiento de que lo que buscaba era su pensión, y no se equivocó. En cuanto la mujer vió el letrero luminoso, que a esas horas estaba apagado, entró en el edificio arrastrando tras de sí una pesada maleta, en la que parecía llevar toda su vida. Silvana entró inmediatamente, a tiempo de ver como la otra se acercaba al pequeño mostrador que hacía las veces de recepción. -Deseaba una habitación ¿verdad? La mujer se volvió y superado el primer momento de shok al toparse de narices con semejante adefesio, mostró una tímida sonrisa y contestó afirmativamente. -¿Y piensa usted quedarse mucho tiempo? -No lo se - contestó con voz apenas audible - no tengo a donde ir, así que en principio me quedaré unos días. Luego.....tal vez me busque un pisito de alquiler....aunque no se, no estoy acostumbrada a vivir sola y tal vez no sea capaz de adaptarme. Silvana no se lo podía creer. En apenas un mes dos huespedes permanentes. Tenía que hacer todo lo posible para que esta se quedara también. -Aquí estará muy bien - dijo - yo le atenderé de mil amores. Las habitaciones son amplias y luminosas y sobre todo muy limpias. Además si quiere le daré de comer, vamos, pensión completa. A la mujer, que era tímida pero no imbécil, no se le pasó por alto que aquella enana gordinflona y con cara de caballo, quería sacar tajada de la situación. -Bueno - dijo con su voz más lastimosa - eso está muy bien, pero verá, yo no tengo mucho dinero, estoy buscando trabajo y ahora mismo apenas tengo diez mil pesetas conmigo, ya ve usted. ¿Cuánto me cobraría por la pensión completa? Silvana, que al principio tenía pensado cobrarle lo mismo que al otro huesped, se apiadó de la pobre mujer, que parecía llevar consigo una inmensa pena y se dijo que debía rebajarle un poco el precio. -Le cobraré cuatro mil por semana, todo incluido, menos no puedo, no me sería rentable. - Ah bueno - contestó la otra como si esperara un precio muchísimo más alto pues mire me parece bien, me quedo. -Estupendo, venga, venga, le enseñaré su cuarto. La acomodó en la habitación contigua a la del otro huesped. Como la de él, daba a la calle y en ella entraba la luz a raudales. -Tómese su tiempo y póngase cómoda. A las dos serviré la comida. Buenos tiempos parecían avecinarse para La Media Estrella. A diferencia del primer huesped a la nueva le gustaba la conversación y accedía gustosa a charlar animadamente con Silvana después de la cena, mientras tomaban una copita de jerez, que es muy bueno para la salud, dicen. Tan gratos le eran aquellos momentos que Silvana decidió habilitar un rincón lo suficientemente comfortable en la casa para que pudiera albergarlos. Suprimió una habitación, que seguramente jamás le haría falta, y allí montó una salita la mar de cómoda. Como por aquel entonces todavía no existía Ikea, acudió a una tienda de muebles de segunda mano, donde se hizo con una mesa camilla , unos sofás y otra pequeña mesita para la televisión. Le quedó una salita de lo más mona y acogedora, donde por fin ella y su huesped, que resultó llamarse doña Dolores, podían disfrutar de sus animadas charlas nocturnas. Fue precisamente en una de esas fantásticas veladas donde doña Dolores depositó toda su confianza en aquella mujer, que ya se había dignado a contarle sus aventuras y desventuras, y se decidió a relatarle ella también las suyas, que no se quedaban cortas en suplicios y fatalidades. -Pues sí, doña Silvana, mi vida no fue tampoco un camino de rosas precisamente, más bien al contrario, sobre todo desde que murió mi padre, que en gloria esté, que era el que me protegía y me daba más cariño. Nací como Maria Dolores de la Purísima Encarnación de María Solano y Alvarez de Villegas. Si ya se, no ponga esa cara tan rara doña Silvana, se que tengo un nombre de lo más peculiar, fruto de la devoción mariana de mi madre. Fíjese si tenía amor a la virgen que todos los años, mientras fui pequeña, me llevaba de peregrinación a Lourdes. Allí íbamos en procesión con los pobres lisiados que acudian a su cita año tras año, esperando un milagro que nunca llegaba. Cuando era pequeñita me daban miedo, muchísimo miedo, pero al final me fui acostumbrando a verlos. Yo no entendía porqué mi madre se empeñaba en llevarme a aquel lugar que a mí se me antojaba del todo extraño. Además se empecinaba en hacerme beber agua que previamente había recogido de una especie de piscina donde la gente se bañaba. Después estaba mala del estómago una buena temporada y gracias a Dios que no pillé nada peor. Pero bueno, me estoy desviando del tema. Mi padre provenía de una familia muy humilde, jornaleros de Jaén que andaban a la aceituna y que no tenían los pobres dónde caerse muertos. Mi madre, por el contrario, viene de una familia ilustre, aunque no me pregunte usted el porqué de esa ilustración. Jamás me habló de sus padres,es decir, de mis abuelos, que la echaron de casa cuando ella se empeñó en casarse con alguien de tan baja alcurnia como mi padre. El caso es que mi padre, que siempre tuvo mucha visión para los negocios, siendo niño se dedicaba a sisar la aceituna que se dedicaban a recoger, sin que lo supieran mis abuelos. No me diga de qué manera porque nunca lo contó, pero se fabricaba su propio aceite que después vendía por las casas. Cuando cumplió veinte años ya tenía hecha una pequeña fortuna y a los veinticinco ya era un empresario del aceite que sacó a su familia de la miseria. Montó en la ciudad un pequeño almacen de venta al por mayor y así fue como conoció a mi madre que iba allí a proveerse del aceite. Se enamoraron enseguida e iniciaron un noviazgo que al principio funcionó sin problemas, hasta que la familia de mi madre supo de los orígenes humildes de mi padre. Entonces todos fueron inconvenientes. No podían permitir que su hija se casara con un jornalero, aún cuando a aquellas alturas mi padre seguramente era uno de los hombres más ricos de Jaén. Pero mi madre, que siempre fue una mujer de carácter fuerte, defendió a cal y canto aquel amor y se casó, lo que conllevó que le prohibieran pisar la casa matriz . Por ello no puse jamás los pies en casa de mis abuelos, a los que por supuesto nunca conocí. A los diez meses de aquel matrimonio nací yo. Mi madre tuvo un parto difícil, muy complicado, que casi la envía para el otro barrio y que, por supuesto, la imposibilitó para tener más hijos. Esa fue la cruz con la que injustamente tuve que cargar yo durante toda mi vida. Mi madre esperaba un varón y aparecí yo, encima no podría volver a parir jamás y cargó sobre mí la culpa de ambas cosas. Nunca me sentí querida por ella. Jamás pude disfrutar de sus besos y sus caricias, como hacía con mi padre. Durante mi infancia me trató con absoluta indiferencia, aunque mi padre cubría todas las carencias que yo pudiera tener. Pero para mi desgracia, él murió en un estúpido accidente. Podando el huerto, se cayó de un árbol y rompió la crisma. A partir de entonces ella se ensañó conmigo. Lo primero que hizo fue cambiarme de colegio. Me matriculó en uno de monjas, no sin antes advertirles de que yo era una niña difícil y rebelde. Nada más lejos de la realidad, pero ellas ya estaban sobreaviso y no me dieron oportunidad de demostrar que yo era buena y respetuosa. Tuve que soportar castigos y vejaciones, ya sabe usted como eran las monjas antes, y me convertí en una adolescente miedosa y sin carácter. Mi madre me trataba como a una esclava, me mandaba hacer todos los trabajos de la casa, mientras ella finjía unas enfermedades que nunca existieron más que en su malvada imaginación. Además estaba obsesionada con la religión, lo estuvo siempre y a mí su actitud me atormentaba. Tenía que oir misa todos los días, confesar todas las semanas unos pecados que nunca había cometido, incluso, durante una temporada, me presionó para que ingresara en un convento. No se imagina usted doña Silvana la que armó el día que se enteró que el hijo del deshollinador me pretendía. Era un buén chico, pobre, pero bueno y a mí su posición me daba lo mismo. LLegó un momento que con tal de escapar de las garras de mi madre hubiera hecho cualquier cosa. El joven, Luciano se llamaba, me esperaba todas las tardes a la salida de misa y me acompañaba a casa. A veces me invitaba a tomar un refresco en la tasca de Marcelo, que estaba junto a la Iglesia. Éramos muy correctos, fíjese usted que a lo máximo que llegamos fue a rozar nuestras manos, con decirle que tengo cuarenta y cinco años y aún estoy entera, se lo digo todo. El caso es que un día mi madre, entre visillos, me vió llegar a casa acompañada por Luciano y la que se armó fue muy gorda. Cuando entré por la puerta me la encontré tan furiosa que se estaba arrancando el pelo a tirones. Me llamó de todo y me dió una paliza, mientras me decía que ya podía ir a confesar mi pecado y hacer penitencia. Fíjese que por aquel entonces, yo me había comprado lencería muy mona, bueno, lo que se llevaba por aquel entonces, unas braguitas y un sujetador de lo más decentes. Ella me los vió y me los arrebató alegando que eran pecaminosos y que lo mejor era tirarlos. Pero no lo hizo y el día que nos ocupa me los devolvió diciéndome que los iba a estrenar y que me iba a encantar hacerlo. Me obligó a ponérmelos, estiró las bragas hasta que me llegaron debajo de los pechos y me las prendió al sujetador con alfileres, que se me clavaban en la carne. "Toma ropa fina, toma ropa fina" repetía una y otra vez. Me tuvo así cinco dias con sus noches, sin dejarme siquiera cambiarme las bragas, a mí, que soy tan límpia que me ducho una vez por semana y me cambio de ropa interior día sí y día no. Hasta llegó a ir a casa del deshollinador, al que según me contaron, le armó un escándalo de los que hacen historia, recriminándole que se hubiera llevado mi flor, mi pureza y le dió un golpe en la cabeza con una pala que encontró por allí, con tal fuerza que si no es por los vecinos, tal vez lo hubiera matado. Aquello fue la gota que colmó mi paciencia y decidí que no podía seguir dejando que aquella malvada mujer gobernara mi vida a su antojo. A partir de aquel día me mostré sumisa e hice todo lo que me mandaba sin rechistar, de tal manera que no tuviera motivos para regañarme. Si hasta aquel entonces me había tratado como una criada, no quiero ni contarle lo que hizo después. Se finjió enferma y se metió en la cama, luego se hizo con una campanilla que hacía sonar cada vez que quería algo de mí. Me llamaba para cosas tan estúpidas como que le alcanzara algo de la mesilla de noche y me lo decía con voz lastimosa, siempre laméntandose y echándome la culpa de su desgracia. Pero cuando creía que yo no estaba en la casa, se levantaba y campaba a sus anchas la mar de bien. Yo callaba. Esa situación duró ni más ni menos que cuatro años, durante los cuales, por las noches, me dediqué a estudiar y prepararme, a la vez que le fuí sisando dinero, pues ella no me daba un duro. Cuando obtuve mi título y suficiente dinero en el banco para valerme por mí misma me fui de casa. Eso fue justo el día en que llegué a aquí. Antes me di el gusto de decirle lo que pensaba de ella, que no se lo voy a contar pues no merece la pena, pero sí le diré que según iba yo hablando ella se iba poniendo roja, los ojos se le salieron de las órbitas, y por las narices echaba humo cual toro enfurecido y se levantó de la cama dispuesta a abalanzarse sobre mí. Me escapé a tiempo y allí la dejé sola, que es mucho menos de lo que se merece. El otro día una vecina me dijo que estaba chiflada, que durante el día se dedicaba a chillar por la casa llamándome y hablando como si yo estuviera presente. No me importa. La odio, aunque sea duro decirlo, y lo único que deseo es que se muera, sólo así me quedaré tranquila. -Pues tenía usted razón doña Dolores, ha tenido usted una vida muy dura. Y dígame ¿qué estudios completó usted? -dijó Silvana, después de escuchar con gran atención el relato que había hecho su amiga. -Estudié turismo, es que ¿sabe usted? mi ilusión siempre fue poder viajar, conocer mundo - contestó doña Dolores suspirando y mirando al infinito - ahora intento buscar trabajo, pero está tan difícil.....sólo espero que no se me termine el dinero antes, porque si eso ocurre me quedaría en la calle, no tendría con qué pagarle. -Ande, ande, por eso no se preocupe usted. Si no me puede pagar unos meses ya lo hará, mujer, ya lo hará. Pero ahora que lo pienso....¿sabe usted que el otro huesped tiene una agencia de viajes? -Ah pues no, no lo sabía ¿y sabe si tendrá algún puesto para mí? -Pues no lo se, pero ahora mismo se lo vamos a preguntar. Se levantaron ambas de los cómodos sofás y se dirigieron al cuarto de Don Angel, sin darse cuenta de que eran las dos de la mañana y de que el hombre estaba durmiendo a pierna suelta, vamos, lo normal a esas horas de la noche. Golpearon la puerta tres o cuatro veces. -¿Quién es? ¿qué pasa? - se oyó dentro. -Don Angel ¿puede salir un momento? es que tengo algo que decirle. A los pocos segundos la puerta se abrió y apareció el hombre con cara soñolienta y en ropa interior. Semejante visión hizo tartamudear a Silvana, que no había visto un hombre de aquella guisa desde su aventura con el gitano. -Ve...verá, es que.....me..me parece que ti...tiene usted. -Que tengo yo qué, por favor acabe de una vez, que no son horas. -Bueno, pues que tiene usted una agencia de viajes y precisamente Doña Dolores, anda buscando trabajo de guía turístico. El hombre miró a Doña Dolores con interés. -¿Ah si? Pues no me vendría mal que alguien me echara una mano, la verdad. Pero, lo siento, no puedo ayudarla, acabo de comenzar el negocio y no tendría dinero para pagarle. Si me disculpan, buenas noches. Se disponía a cerrar la puerta, cuando Dolores se lo impidió. -Por favor, si no puede pagarme un sueldo....tal vez pueda...pagarme la pensión, con eso me conformo. Cuando el negocio haya arrancado, entonces me paga. El hombre la miró de arriba abajo. No tenía mal aspecto, a pesar de sus ojos torcidos y parecía agradable. Seguro que a los viejos verdes a los que organizaba las excursiones les encantaría y la harían musa de sus fantasías. -Acepto. Pero ahora me voy a dormir, mañana hablamos con más calma, si no le importa. -Claro, claro, buenas noches. Las dos amigas se felicitaron por el éxito obtenido y se fueron a la cama contentas y felices. Aquello, definitivamente, empezaba a marchar. IV) A la mañana siguiente Doña Dolores y Don Angel concretaron los puntos de su nueva relación laboral. -Las cosas parece que están respondiendo - le dijo él - y si siguen así en dos o tres meses podré pagarle un sueldo ....digamos modesto, aunque le prometo que en unos meses se lo revisaré. Doña Dolores accedió gustosa, divisando por fin la luz al final del larguísmo túnel negro que había sido su vida. Aprendió pronto los entresijos del negocio y a pesar de su timidez y de su falta de experiencia, pronto se movió en el mundo de los viajes (cortos, eso si) como pez en el agua. Los muchachos de la tercera edad que se apuntaban masivamente a las excursiones que la agencia organizaba, la adoraban por su simpatía y su buen humor, pasando por alto el estrabismo recalcitrante que padecía la mujer, que muchos intepretaban como mirada ausente y meláncolica. Algunos, tal como había vaticinado don Angel en su día, la hicieron protagonista de sus extintos sueños eróticos, apuntándose a excursión tras excursión para poder disfrutar del mero hecho de tenerla ante sí, con el consiguiente menóscabo ecónomico de sus exíguas pensiones. Dolores se convirtió en un excelente reclamo para el negocio. Las excursiones organizadas cada vez eran más y los beneficios comenzaron a subir como la espuma, de tal manera que al segundo mes de trabajo la mujer recibió su primer sueldo , cuarenta mil pesetas que la pusieron más feliz que unas castañuelas. Don Angel, por su parte, fue suavizando su carácter al tiempo que su negocio evolucionaba. Por fin su sueño se estaba haciendo realidad, lo único que le faltaba era, ya olvidado su suegro, encontrar un amor sincero con el que compartir penas y alegrías. Mientras, concentró todas sus fuerzas en el trabajo y en una vida que cada vez le resultaba más agradable de vivir. Incluso empezó a trabar amistad, no sólo con su empleada, sinó también con Doña Silvana, compartiendo con ambas las noches de tertulia en la acojedora salita, delante de la consabida copita de jerez. Su existencia anterior, marcada por la incomprensión y el infortunio, comenzaba a desdibujarse en su mente. Lo mismo le pasaba a las otras dos protagonistas de nuestra historia. Por fin empezaban a disfrutar de algo parecido a la felicidad. Antoñito hacía la maleta con desgana y tristeza, metiendo su mejor ropa en ella, mientras la más vieja y desgastada iba a parar a una cajón, que luego depositaría en la basura. Tenía que irse de aquella casa que había sido la suya durante más de treinta años. Nadie lo echaba, eso era cierto, pero se sentía sólo. Le parecía que ya no pintaba nada allí, que su feudo había sido abandonado. Antonio Martinez Roldan eran un muchacho larguirucho, de tez morena y ojos tan pequeños que parecían dos puñaladas, lo que unido a su boca diminuta y de dientes medio prominentes le daba un aspecto de topo,o tal vez de castor, dependiendo del pundo desde donde se le mirase. Hombre fijo en sus ideas y en sus maneras. Le gustaba cambiarse de camisa una vez a la semana, aunque el cuello empezara a mostar signos evidentes de suciedad o la tela desprendiera olor inclonfundible a los fritos cocinados el día anterior. Tal vez fuera una manía,como manía también era no cambiarse de zapatos ni en verano ni en invierno. Zapatos que se compraba, zapatos que usaba hasta que se le rompían y no le quedaba más remedio que sustituírlos por unos nuevos. Por otro lado era un muchacho serio y culto, o al menos eso se creía él. Conoció la desgracia de muy pequeño, cuando poco después de cumplir los dos años, su madre murió prematuramente a causa de un faringitis mal curada, o al menos esa fue la versión oficial que les dio el médico y que su padre creyó como un idiota. Antoñito, con los años, y después de leer muchos libros de medicina y de bioquímica, llegó a la conclusión de que su madre había muerto, probablemente, de un cáncer en las amígdalas, pero claro, ya no lo podía demostrar y tampoco merecía la pena desenterrar antiguas desgracias que no harían más que daño a quienes las vivieron. Su padre Antonio Martínez Expósito, funcionario de educación, es decir, maestro de escuela, contrajo segundas nupcias con Baltasara Jiménez, una gitana con mucho remango y más picardía, que vió en aquel matrimonio la posibilidad de salir de la miseria en la que vivía. Al cabo de los años pudo combrobar cuan equivocada estaba. El sueldo del maestro daba justito para vivir y caprichos los mínimos, tanto más cuando, aparte de Antoñito, que a pesar de estar más delgado que una escoba devoraba la comida casi sin mirarla, había cuatro bocas más que alimentar. Y es que de aquel matrimonio nacieron cuatro niñas preciosas y tan tontas y superficiales como trabajador y estudioso era su hermano. Antoñito, sin embargo, no quiso estudiar. Argumentaba que ninguna carrera era lo suficientemente interesante para él. Le hubiera gustado hacer una amalgama, una mezcolanza de tres o cuatro disciplinas para así estudiar a gusto, pero como eso no era posible decidió convertirse en autodidacta. Se compró la enciclopedia Espasa y se dedicó a leerla, punto por punto, definición tras definición, aumentando así su natural sapiencia. Además, como ya se señaló, leía libros de medicina, de bioquímica, de física cuántica y de física nuclear, creyendo que con eso se convertiría en un erudito. Pero el hecho era que no podía pasarse la vida leyendo, por mucha cultura que con ello adquiriese, había que ganarse la vida y por ello su padre le consiguió un empleo en una fábrica de confeti. A Antoñito no le gustó aquel empleo, creía que con sus conocimientos se merecía algo mejor. Por ello se dedicó a enviar curriculums imaginarios a empresas que según él eran merecedoras de contar con sus servicios. Tuvo tanta suerte que lo cogieron en una farmacéutica, como supervisor químico. Sólo cuando la primera remesa de medicamentos para el extreñimiento casi mata a media población,sus jefes se dieron cuenta del error que habían cometido y lo largaron con viento fresco, no sin antes advertirle de que había tenido mucho suerte, pues habían decidido no emprender acciones legales contra él. No tuvo más remedio, pues, de aceptar el trabajo en la fábrica de confeti, aunque no por ello dejó de alimentar su sabiduría que, a su saber y entender, era cada vez mayor. El caso es que la fabrica de confeti, a la que acudía en turno de mañanas de seis a dos, le dejaba toda la tarde libre y cumplidos los veintiocho, cuando consideró que el conocimiento que había adquirido a través de sus lecturas ya era más que suficiente, decidió que tenía que buscarse alguna aficción. Como, en principio no le gustaba ningun entretenimiento en especial, recurrió de nuevo a sus lecturas. Consultó estudios y estadísticas y finalmente llegó a la conclusión de que dada su erudicción y sus conocimientos los pasatiempos que iba a adoptar serían el fútbol, los toros y la cría de aves en cautividad. Empezó a ir todos los domingos al estadio con la radio pegada a la oreja, a cubrir quinielas y a interesarse por tal o cual fichaje. También se hizo asiduo de las corridas de toros, aunque antes de ello se compró una enciclopedia taurina para hacerse con los términos propios de la disciplina, así como conocer alguna que otra vida de toreros famosos. En la práctica, la aficción que le dió más problemas fue la de la cría de las aves. Vivía en un piso con su padre, su madrastra y sus cuatro hermanas, con lo cual todas las habitaciones de la casa estaban ocupadas. Había que poner nidos para la cría, comederos y demás, así que decidió hacer sitio en su armario. Sacó de allí la ropa que consideró innecesaria y acomodó jaulas y demás accesorios. Compró tres jilgueros y cinco canarios que alegraron sus mañanas con sus dulces trinos. Los inconvenientes comenzaron cuando en ocasiones se olvidaba de limpiarlos. El olor que desprendían era tan fuerte y nausabundo que se extendía por toda la casa. De nada sirivieron ambientadores y remedios caseros. El padre lo llamó a corrección, después de escuchar una y otra vez las quejas de su madre y hermanas. Intentó tener más cuidado con el aseo de los animales. Pero lo peor llegó con la época de cría. Quiso comprar una incubadora pero se dió cuenta de que no tenía sitio donde colocarla, asi que no se le ocurrió idea mejor que repartir los huevos de los pajarillos por los armarios de la casa, poniéndolos entre las ropas de sus hermanas, donde pudieran conservar el calor. Tuvo la precaución, no obstante, de colocar los huevecillos en los estantes más altos, donde presumiblemente, estaba la ropa que menos se ponía. Su fallo fue no anotar el sitio exacto de colocación, ya que al cabo de unos días ya no recordaba donde los había puesto. La que se armó fue muy gorda cuando las chicas descubrieron los pollitos nacidos entre sus jerseys. Hasta quisieron echarlo de casa, cosa a la que su padre se opuso rotundamente, aunque le pidió que por piedad, dejara la cría de pájaros para otro momento. Así lo hizo. Desde entonces se limitó a tener dos pajarillos en sus jaulas, centrándose en sus otras dos aficciones, que ya eran bastante. Así fueron pasando los años hasta que dos acontecimientos voltearon su tranquila vida. Por un lado, su padre, jubilado y cansado de aguantar a tantas mujeres en casa, sobre todo a la esposa que no cesaba de hacerle reproches continuos por los motivos más estúpidos, decidió que ya no podía más y se marchó con una mulata jovencita, de tetas turgentes y culo prieto, que se comprometió a hacerle feliz los pocos años de vida que le quedaran. Una noche convocó una reunión familiar y les comunicó la noticia. -Lo siento Antoñito - le dijo- tendrás que buscarte la vida. Yo ya no podré defenderte de estas cinco arpías. Lo último que supo de él fue que se había marchado con la mulata a Brasil y allí vivía a cuerpo de rey, aunque nunca llegó a saber de qué. El otro acontecimiento que contribuyó a cambiar su vida vino de parte de su hermana pequeña, Marta, muchacha de gran belleza y cabeza absolutamente hueca. Gustaba de presentarse a concursos de belleza, pruebas para modelos y eventos por el estilo. En el último de ellos había salido elegida Miss Cádiz, pero nadie se esperaba que finalmente ganara también el concurso de Miss España. Fue una grata sorpresa para todos y sobre todo para su madre, que tomó las riendas de la prometedora carrera de su hija cual madre de la Pantoja, que por aquel entonces estaba empezando a ser conocida. Le llovieron ofertas de televisión, le ofrecieron grabar un disco, actuó como actriz en una película y con ello el dinero comenzó a entrar a raudales en la casa, de tal manera que ésta se le quedó pequeña, lo mismo que la ciudad y la muchacha cogió sus bártulos y se marchó a la capital, llevándose consigo a sus hermanas y por supuesto a su madre que ya se había convertido en su representante oficil. El día de su marcha se acercó a Antoñito y le habló muy sinceramente: -No te he dicho que vinieras porque supongo que no querrás. Además, ya sabes que ninguna de nosotras aguantamos tus rarezas, aunque el el fondo te queremos. Quédate con la casa si quieres, es para tí, a nosotras no va a hacernos falta ya que por supuesto no volveremos a esta ciudad. Fue la única que tuvo la deferencia de despedirse. Las otras la siguieron sin decir ni una palabra. Allí se quedó pues Antoñito, más sólo que la una, sin saber que hacer, sintiendo por momentos como las paredes de su solitario hogar se le venían encima. No quería seguir así, ni podía, porque no sabía ni freirse un huevo. Necesitaba con urgencia alguien que lo cuidara, que atendiera sus necesidades básicas. En la fábrica de confeti, un compañero le habló de una discreta y agradable pensión en la calle del Huerto número seis. -La dueña es una mujer horrorosa, con pinta de enano y cara de caballo, búscala y no tendrás pérdida. Dicen que es buena mujer y que atiende a sus huespedes de lo mejorcito. Allí estaba, pues, nuestro muchacho. Terminó de hacer su maleta y después de pasear una meláncolica mirada por la casa vacía, salió y echó la llave, con la intención de no volver jamás por allí. Tal y como le había dicho su compañero no fue difícil dar con la pensión. Cuidadosamente caleada y con un enorme letrero de neón, apagado a aquellas horas, la casita destacaba en el medio de la calle, entre los demás edificios medio derruídos y con la pintura descascarillada. Según puso su pié dentro su mirada se cruzó con la de un ser extremadamente feo que le recibió con una grata sonrisa. Era la dueña, sin duda. -Buenas tardes - saludó Silvana - ¿deseaba una habitación? -Si, bueno, en realidad, deseo una habitación y lo demás. Es decir, tengo intención de hacer de su adorable pensión mi refugio permanente. Silvana se maravilló de la excelente oratoria de aquel muchacho con cara de topillo, fruto, sin duda alguna, de horas de estudio y lectura, y se maravilló de que de nuevo y por tercera vez en poco tiempo, la suerte llamara a su puerta trayéndole un nuevo huesped permanente. -Por supuesto - le respondió contenta- aquí le atenderemos estupendamente. -Bien, y ¿cuánto tendré que pagarle? -Cinco mil a la semana, todo incluído por supuesto, ah y ....dos mil de adelanto, a pagar ahora mismo si no le importa. Él sonrió dejando a la vista sus dientes amarillentos y llevando la mano a la cartera sacó las dos mil pesetas y se las entregó a la mujer. -Claro que no me importa -le dijo - ¿cómo había de importarme adelantarle ese dinero a una persona tan agradable como usted? Silvana se ruborizó sin saber qué decir. Hacía años que un hombre no le dedicaba cumplido semejante y lo agradecía, aunque viniera de parte de alguien tan poco atractivo. Hizo subir a Antoñito al piso de arriba y le enseñó su cuarto, algo más pequeño y no tan luminoso como los de los otros huéspedes, porque este daba a la parte de atrás del edificio, pero igualmente límpio y acogedor. -Muchas gracias, señorita - le dijo el muchacho cuando se hubo acomodado ¿o debo llamarle señora? -Silvana, Silvana es mi nombre, llámeme así. Antoñito tomó la mano de la mujer y la besó galantemente. -Encantado, Doña Silvana. Yo soy Antonio, Antoñito para los amigos. -Pues muy bien - dijo la mujer retirando la mano tímidamente - a las ocho y media servimos la cena. El comedor está en la planta baja. Y dicho esto dio media vuelta y se fue. V) Antoñito se integró muy pronto en el reducido grupo de habitantes de la pensión. Como era simpático y galante, pronto lo invitaron a compartir sus sobremesas nocturnas, que con su llegada ganaron en las formas y en el fondo. El muchacho no dudó en compartir con sus tres nuevos amigos los conocimientos adquiridos a lo largo de sus años de aprendizaje autodidacta. Ellos, por su parte, admiraban profundamente su forma delicada de hablar, sus ademanes finos, sus amplios conocimientos sobre cualquier tema que tocara....lo escuchaban embobados y cuando él no estaba presente comentaban la suerte que habían tenido al haber caído entre ellos un hombre tan culturizado. Cierta tarde de domingo, en la que las mujeres habían salido a dar un paseo, Don Angel y Antoñito se reunieron en la salita de estar y comenzaron a charlar. Entre palabrería barata descubrieron que tenían una aficción común: los toros. En cuanto el muchacho hizo referencia al mundo taurino Don Angel recordó aquel amor jamás correspondido y su mirada se llenó de melancolía. Antoñito le hablaba sobre los pases taurinos, que si chicuelinas, que si verónicas, y tanto se entusiasmaba con su discurso que lo acompañaba con gestos de lo más elocuentes. De pié, en el medio de la estancia, su cuerpo se movía al ritmo de un toro imaginario. Fue en aquel momento cuando Don Angel se percató de su virilidad, de su cuerpo masculino, y al imaginárselo desnudo, calentando su lecho, no pudo contener una erección que intentó disimular como pudo. Se estaba enamorando perdidamente del muchacho y cuando por fin aquella noche se retiró a su cuarto y se acostó en la mullida cama, dejó volar su caliente imaginación hasta límites insospechados, de tal manera que no pudo evitar abandonarse a sus propias caricias, que le hicieron sentir de nuevo placeres casi olvidados. Desde aquel día Don Angel concentró todos sus esfuerzos en atraer la atención de su amado. Roces forzados de manos, miradas provocadoras, palabras murmuradas a media luz, pero Antoñito no se daba cuenta o parecía no querer dársela, para desesperación del otro que veía como todos sus esfuerzos caían en saco roto. Influenciado por la erudicción del ser que consideraba su enamorado, comenzó a sentirse como los escritores románticos de antaño, que no cesaban de sufrir por un amor imposible, llegando incluso al suicidio. Hizo de Bécquer su aliado, recitando sus rimas en las noches de tertulia con profundo frenesí, ante el regocijo de las dos mujeres y el asombro de Antoñito, que comenzó a pensar que su compañero de fatigas sufría alguna especie de enfermedad mental. No le faltó tiempo para consultarlo en uno de sus libros, más como no encontró nada que pudiera relacionar con el comportamiento estúpido de su amigo, lo dejó pasar, no sin dejar de observarlo por si aquellos alarmantes síntomas de idiotez se acentuaban. Por otra parte, el negocio de la agencia de viajes iba viento en popa. Dolores había tenido la brillante idea de ponerse ella misma de reclamo publicitario, ya que tanto éxito tenía entre el caduco personal masculino asiduo a las excursiones. Así las cosas, se hizo unas hermosas fotos en un estudio de un conocido suyo, el cual se las vió y se las deseó para que aquella mujer mostrara no sólo su mejor sonrisa, sinó también su mirada más sugerente. Al final desistió en aquella tarea del todo imposible. Vistió a la mujer con ropa de invierno, con ropa de verano, en bikini e incluso en ropa interior, intentando que sus torcidos ojos no llamaran mucho la atención. El trabajo no quedó del todo mal y las enormes fotos a tamaño natural cubrieron los escaparates de la agencia invitando a los transeuntes a un agradable paseo por los Pueblos Blancos, o un fin de semana de ensueño en la Sierra de Cazorla. El éxito de la campaña fue descomunal, las solicitudes de giras les llovían hasta límites que no se imagiaban, incluso tenían que rechazar muchas de ellas. Don Angel pensó que ese era el momento propicio para ampliar el negocio. Compró dos autobuses y contrató otra guía turística que descargara un poco a Dolores del extenuante trabajo con el que se enfrentaba cada día. Necesitaba, de igual manera, alguien que le echara una mano a él en la oficina y no se le ocurrió otra cosa que proponérselo a Antoñito el cual, en numerosas ocasiones, le había comentado su intención de abandonar la fábrica de confeti en cuanto le ofrecieran algo mejor. Aquella misma noche, durante la cena, propuso a su enamorado el cambio de trabajo, argumentando que no sólo necesitaba alguien que le ayudara sin más, sinó que deseaba contratar a una persona con cierta cultura geográfica, no sólo de España, también del resto del mundo, para el caso, más que hipotético, de que el negocio siguiera su curso y tuvieran que organizar viajes al extranjero. -Me alaga que me hagas esa propuesta - respondió Antoñito - y ten por seguro que has dado con el hombre adecuado. De esta manera quedó sellada su relación laboral. Para celebrarlo Silvana abrió unas botellas de champan que tenía en la nevera y todos brindaron por la prosperidad del negocio. Aquella noche, en la soledad de su habitación, Silvana se vio presa de un profunda melancolía. Sabía que no había lugar para ello. Acababan de celebrar la buena marcha de la agencia de Don Angel. Si las cosas marchaban bien para sus huéspedes, ya sus amigos, casi su familia, para ella también. Por eso no entendía por qué a veces se instalaba dentro de su corazón y de su alma una desazón que la ponía triste hasta hacerla llorar. Abrió el cajón de su mesita de noche y sacó la postal que hacía ya bastantes años le había enviado su hijo Paquiyo, desde Pekín de la China (en realidad desde Almendralejo, pero ella jamás se había dado cuenta). Estaba ajada y medio amarillenta por el paso del tiempo, las letras se desdibujaban. Qué importaba eso. Silvana la apretó contra su pecho, mientras una lágrima se escapaba de sus ojos saltones y resbalando por su mejilla caía y se perdía en su regazo. -Ay mi Paquiyo, ¿dónde estarás? no sabes cuánto te echo de menos. A pesar de que el muchacho le había prometido enviarle una postal desde cada lugar donde actuaran, jamás recibió otra que aquella primera que con tanto cariño guardaba. Bien es verdad que los quehaceres cotidianos conseguían mitigar e incluso suprimir por momentos, la pena que sentía por la marcha de su hijo, pero en ocasiones, el desasosiego volvía a hacer acto de presencia, sobre todo en momentos felices, aquellos que tanto le hubiera gustado compartir con su vástago. Finalmente guardó la postal en su rincón del cajón y se durmió. Soñó con su adorado hijo, lo vio en sus actuaciones por el mundo, cosechando éxitos, recogiendo apalusos y, aún en sueños, su sonrisa equina endulzó un poco su feo rostro. Antoñito comenzó con renovadas ganas su nueva aventura laboral. Tenía que reconocer que trabajar en una oficina era mucho más grato que la maldita fábrica de confeti. Le hacía sentirse mucho más importante, entre otras cosas, porque allí se le daba oportunidad de poner en práctica sus múltiples conocimientos. A decir verdad, la geografía no era su fuerte, pero su carencia la arregló como siempre,comprándose una enciclopedia de geografía mundial. Era tal su ignorancia en la materia que se soprendió grandemente cuando leyó que la capital de Argentina era Buenos Aires , él siempre había pensado que era Río de Janeiro, o que había un mar al que llamaban Muerto. Mucho más grave era situar el Teide en los Montes Pirineos. Reconocía que eran conocimientos que debía poseer, puesto que los había estudiado en la escuela, pero se justificaba argumentando que los había tenido que sacar de su mente para dejar paso a todos los que había adquirido posteriormente a lo largo de toda su vida, que eran mucho más importantes. El caso es que no tardó mucho en ponerse al día y ello contribuyó a hacer que se sintiera especialmente orgulloso de su nuevo trabajo. Además, su incorporación a la agencia aportó algo mucho más novedoso a su vida. Por primera vez se sintió atraído por una mujer. Y es que el trato diario y tan cercano con doña Dolores, observar su extrema simpatía, lo delicadamente que trataba al público y lo mucho que los viejetes la querían, le hicieron verla con otros ojos. Hasta entonces no habían tenido más roce que el propio de las noches de tertulia, pero ahora....ahora sentía despertar en su corazón un cariño desmesurado por aquella mujer de voz suave y mirada soñadora. Nunca antes se había relacionado con mujer alguna, no sabía lo que era un beso pasional o una caricia cargada de erotismo, nunca había disfrutado del placer del sexo, era por ello que, aunque conforme pasaba el tiempo su amor crecía por momentos, no encontraba ni la manera ni el momento, de declarárselo a su amada. De lo único de lo que era capaz, era de sentarse a su lado en las reuniones nocturnas, de sonreirle con ternura o de guiñarle uno de sus ojos de topo cuando le miraba, nada más. Ensayaba delante del espejo las palabras, las maneras, incluso tenía elegida la hora, el momento preciso y propicio para su declaración de amor, pero en el último momento algo en su interior se lo impedía. Lo que no sabía era que, desde luego, no podía ocurrirle nada mejor. Dolores comentó con Silvana algo que venía notando desde hacía una larga temporada: Antoñito estaba extraño con ella. No sabría decir el motivo, tal vez en el trabajo ella hubiera dicho o hecho algo inoportuno que a él pudiera molestarle o tal vez, y esa era la sospecha que cobraba más peso, él se sintiera atraído por sus encantos. Silvana no dijo nada ante tal afirmación, pues por más que miraba y remiraba a su amiga no le encontraba encanto alguno, únicamente se limito a quitarle importancia al asunto. -Si a mi me parece que el Antoñito es de la otra acera – le dijo a su amiga. Dolores soltó una carcajada. -Estás equivocada Silvana, y para que veas que lo que yo digo es cierto, fíjate esta noche, cuando nos reunamos los cuatro, en los gestos que me hace y en su actitud conmigo. Ya verás Mas no hubo oportunidad para ello. Ni don Angel ni Antoñito se presentaron a la cita nocturna. Ni siquiera bajaron a cenar. Habían encontrado algo mucho más interesante que hacer. Cierta tarde, cuando regresó del trabajo, Antoñito se metió en su cuarto y se sentó en la cama con gesto desesperado. Ya no sabía qué hacer con Dolores. Por más que intentaba demostrarle sus sentimientos con gestos disimulados ella no se daba por aludida, lo cual lo hacía caer en la desesperación más absoluta. La amaba, la amaba con una pasión desenfrenada, deseaba poder tenerla entre sus brazos, besarla, acariciar su grácil cuerpo, contemplar con embeleso su dulce mirada, pero no se atrevía a dar el primer paso. Se pasó la mano por su espeso y negro cabello con nerviosismo. -Tengo que contárselo a alguien o reviento – se dijo en voz alta – se lo contaré a Angel, él seguro que podrá darme consejo El mero hecho de poder compartir su amor secreto con alguien calmó un poco su inquietud. Fue a la habitación de su amigo y jefe y llamó a la puerta con dos golpes suaves. Angel preguntó quién era y cuando él le contestó abrió la puerta. Se encontraba en ropa interior. Se excusó diciendo que se estaba preparando para bajar a cenar. Antoñito no se anduvo con rodeos y le contó lo que sentía por Dolores y sus miedos a la hora de dar un paso más. Se lo soltó así, de repente, produciendo en Angel una desilusión tan grande que le dio un mareo y tuvo que agarrarse a la cabecera de la cama para no caer. Antoñito estaba enamorado de una mujer con la que le pasaba exactamente lo mismo que a Don Angel con él. Se le encogió el corazón, pero su mente se puso a trabajar a mil por hora buscando una solución a aquel trejemeneje. Antoñito hablaba, pero él no le escuchaba. Con la mirada perdida en el vacío se levantó de la cama, donde se había sentado y se dirigió al pequeño balconcillo que daba a la calle. A aquella hora el calor todavía se dejaba sentir, aunque las primeras estrellas hacían su acto de presencia en un cielo de un intenso azul. Antoñito enmudeció y se lo quedó mirando atónito. Decididamente a aquel hombre le estaba dando alguna especie de chifladura. Don Angel estuvo unos minutos mirando absorto al cielo, hasta que finalmente una lucecilla se encenció en su cerebro. Se dió la vuelta y obsequió a su amado con la mejor de sus sonrisas. -Antoñito ¿has estado alguna vez con alguna mujer? Me refiero a....íntimamente , ya sabes. El muchacho negó con la cabeza mientras veía que el otro se acercaba a él con paso lento sin apartar la mirada de sus ojos de topillo, a la vez que se pasaba la lengua por los labios con lascivia y un bulto sospechoso iba creciendo en su calzoncillo. La primera reacción del chico fue intentar huir y eso fue lo que hizo, correr a su habitación y cerrarse con llave, no fuera ser que a aquel degenerado se le diera por seguirle con malévolas intenciones. Si había acudido a él en busca de ayuda, no sólo no se la había dado sinó que había añadido un nuevo problema a su convulsionada mente. Jamás había pensado que su jefe, su amigo, tuviese semejantes inclinaciones y mucho menos con él. Al cabo de un rato salió despacio de su cuarto y fue a la salita, donde las dos mujeres esperaban que los varones acudieran a la tertulia de todas las noches. -Menos mal, que vienes Antoñito, ya pensamos que no íbais a bajar y estábamos apenadísimas temiendo no poder disfrutar de los discursos que nos brindas a diario -le dijo Silvana con evidente peloteo - ¿No viene Angel? -No se, ¿me puede hacer usted una manzanilla? Es que no me encuentro nada bien. Silvana hizo la manzanilla a su huesped, que depués de tomársela rápidamente se fue de nuevo a su cuarto con el corazón encogido y la lengua quemada. Aquella noche tardó en dormirse una eternidad y cuando lo consiguió su sueño fue ligero e inquieto, con pesadillas intermitentes en las que su jefe, vestido de mujer, lo perseguía y cuando por fin lo atrapaba, la cara era la de Dolores. Por la mañana, decidió no ir a trabajar, pues no se sentía con fuerzas suficientes para enfrentarse a don Angel. No sabría que decirle, no podría mirarle, en resumen, no soportaría estar a su lado. Por eso, cuando Silvana acudió puntual a avisarle para que se levantara, fingió estar resfriado y le pidió por favor que avisara a Don Angel de que no pasaría por la agencia debido a lo que probablemente era una gripe galopante. Necesitaba pensar. Cuando Silvana le comunicó que Antoñito no acudiría al trabajo porque estaba enfermo, Angel se dio cuenta de su metedura de pata. Lo había asustado, pero no lo había podido evitar. Saber que el hombre que amaba estaba enamorado de otra mujer le partió el corazón. Estaba visto que el amor no era lo suyo. Por segunda vez se le negaba el derecho a ser feliz. Sintió tanta pena de si mismo que se echó a llorar, ante el asombró de la mujer que ocupaba el asiento contiguo en el autobús. -¿Se encuentra bien? -le preguntó. El la miró sin contestar y arreció su llanto. Las lágrimas brotaban de sus ojos y los mocos de su nariz. Todo el bus estaba pendiente de él y de su llantina descontrolada. No pudo parar hasta que llegó a la oficina y el trabajo tuvo el saludable efecto de apartar de sus pensamientos su desgracia. Antoñito no acudió a trabajar durante varios días, durante los cuales no dejó de pensar y de darle vueltas al asunto. Él jamás había amado ni lo habían amado, no conocía los placeres del sexo y aunque nunca había entrado en sus planes tener amoríos con alguien de su mismo sexo, tal vez fuera el momento de probar, simplemente por eso, por probar, por saber lo que se siente cuando uno se entrega a otro. Sería sincero con su amigo, le diría que aceptaría tener sexo con él para aprender. Por eso una noche, ni corto ni perezoso acudió de nuevo a su alcoba. El otro lo recibió tímida y humildemente, dispuesto de pedirle disculpas por su comportamiento, pero no le dio tiempo. Antoñito soltó de carrerilla lo que llevaba preparado, ante la estupefacción del otro al que por un momento, al escuchar semejante proposición se le nubló el entendimiento. Ni que decir tiene que accedió gustoso. Era su oportunidad. Tenía que hacerlo tan bien que al otro se le olvidara Dolores para siempre. Así que no perdió el tiempo y allí mismo lo besó con pasión, mientras le reventaba los botones de la camisa para acariciar su peludo pecho. Antoñito penso que tal vez se había equivocado con Dolores. Tal vez esto era lo que había estado esperando toda su vida. Se dejó llevar, se dejó arrastrar por la pasión y su amigo le hizo sentir placeres jamás disfrutados, ni siquiera imaginados. VI) Las dos mujeres no dejaron de mostrar su extrañeza ante la falta de asistencia de los muchachos, ahora que Antoñito ya estaba mejor, a la acostumbrada tertulia nocturna. Estuvieron esperando hasta cerca de las dos de la mañana, hora a la cual se retiraron a sus respectivas alcobas. Pero su sopresa fue todavía más grande cuando a la noche siguiente tampoco hicieron acto de presencia, ni a la siguiente, ni a la otra tampoco. Dolores, que aquellos días apenas paraba en la oficina debido a sus continuos viajecillos, no pudo dar respuesta a los interrogantes de su amiga, que le preguntaba por la actitud de los hombres en el trabajo. Podía ser que alguna confrontación entre ambos, de la que ellas no se hubieran enterado, los mantuviese enojados. El caso es que Angel y Antoñito salían de la pensión bien temprano y cuando regresaban, al anochecer se metían en sus respectivas habitaciones y no se volvía a saber nada de ellos. Fue al sábado siguiente cuando, sin buscarla, encontraron la respuesta. Los muchachos habían comido en la pensión, sin mirarse, en silencio, mas ni una ni otra se atrevió a preguntarles qué les ocurría. Después ambos se sentaron en la salita a disfrutar un rato de las supinas estupideces que echaban en la televisión. No parecían estar enfrentados, sin embargo no se dirigían la palabra. Dolores invitó a Silvana a dar una vuelta por la ciudad, aprovechando la magnífica primavera de la que estaban disfrutando. Silvana aceptó de buena gana, por unas horas que se ausentara de su puesto en la recepción de la pensión no iba a pasar nada, seguramente no llegaría ningún nuevo huesped. Aún así, por si acaso, habló con Don Angel y le pidió que estuviera sobreaviso. Salieron las dos mujeres a dar el paseo deseado. Enfilaron rumbo a la Caleta, charlando sobre sus cosas. Dolores contaba que se había comprado un conjunto de lencería de lo más mona, de encaje, de color rojo, el de la pasión, mientras la otra sonreía como una boba, pensando para qué rayos aquella mujer que no había conocido todavía el calor masculino, se compraba semejante ropa interior. Luego fue ella quien relató a su amiga como había conseguido una crema para el cutis, carísima, pero de lo mejorcito, de esas que te dejan el rostro terso y suave. Esta vez era Dolores la que sonreía, mientras se decía a sí misma que por mucha crema que se diera la pobre de Silvana, aquella cara entre caballo y sapo no había quien se la cambiara. Tomaron un helado en el bar de la Caleta y cuando el sol empezaba a ponerse emprendieron el camino de regreso. No serían más de las ocho de la tarde. La puerta de la pensión estaba abierta, como siempre, más cuando pusieron el pie en la primera escalera que conducía al interior escucharon una respiración jadeante y pararon en seco. Se miraron entre alarmadas y divertidas. -Entremos despacio - dijo Silvana con aire detectivesco – aquí hay gato encerrado. Así lo hicieron, incluso se descalzaron para no hacer ningún ruido. Los jadeos venía de la salita. De vez en cuando se dejaba oir algún gemido pasional que se hacía más fuerte según se iban acercando. Finalmente entraron en el cuarto y lo que vieron las dejó estupefactas. Don Angel, sentado cómodamente en el sofá, sostenía en sus rodillas a Antoñito mientras se besaban. Antoñito estaba desnudo y con sus enormes atributos empinados cual mástil de bandera al viento. El otro se los acariciaba, a veces suavemente, a veces con una bravura que hacía que el muchacho se derritiese de gusto. No se percataron de la presencia de las mujeres y durante un rato continuaron a lo suyo. Don Angel se metió la mano en la bragueta del pantalón y liberó su miembro, que era más pequeñito y morcillón que el de Antoñito. A éste la faltó tiempo para arrodillarse e introducirselo en la boca. Las mujeres, que llevaban muchísimo tiempo sin catar varón, dudaban si retirarse silenciosamente, si pedir a aquellos dos que las dejaran unirse al festín, pues tanto una como otra, empezaban a sentir humedades en salva sea la parte. Pero un gemido reprimido de Silvana los sacó bruscamente de la vorágine sexual en la que estaban sumergidos. Los dos se separaron y se apresuraron a tapar sus vergüenzas, Antoñito con sus manos, el otro con una mantita que por allí estaba. Durante un rato ninguno de los cuatro supo qué decir. Luego Silvana los animó a seguir. -Por nosotras no se corten, continúen, continúen ¿verdad, Dolores? Ésta, que no podía apartar su mirada de la melosa pareja, asintió tenuemente con la cabeza, mientras un hilillo de baba resbalaba por sus barbilla. Los otros, tan excitados estaban que les hicieron caso y continuaron con su juego erótico, animados todavía más al saberse observados, hasta llegar al clímax final, momento en el cual, las mujeres rompieron a aplaudir, cual si huieran sido espectadoras del más maravilloso espectáculo. Despejadas pues las dudas sobre los amoríos de Antoñito, tranquila Dolores ante la evidencia de su equivocación y felices por la nueva pareja, la vida volvió a su rutina diaria, sin sorpresas, sin sobresaltos, hasta que unos meses después apareció por la pensión un misterioso hombre preguntando por Silvana. Aquella lluviosa y gris tarde de invierno, Silvana había salido a hacer unos recados, dejando la pensión a cargo de una vecina. Fue precisamente en ese intre cuando se apareció el muchacho. Debía de rondar los treinta años, de mediana estatura, con cuerpo atlético y cara de animal salvaje, el hombre entró en la pensión como perico por su casa e ignorando a la pobre mujer que lo miraba asombrada desde la recepción, se dirigió a la cocina como si esperase encontrar allí aquello que venía buscando. Desconcertado salió de la estancia y finalmente reparó en la mujercilla que no le quitaba ojo desde detrás del viejo mostrador. -¿No está Silvana? - preguntó. -Ha salido a hacer unos recados vuelve enseguida, pero si lo desea le puedo atender yo. -No es necesario muchas gracias, la esperaré. No pasarían ni diez minutos cuando la dueña de nuestra pensión regresó al hogar. En cuanto entró y vió al hombre, las bolsas se le cayeron al suelo y las lágrimas asomaron a sus ojos. -¡Paquiyo! Hijo mío ¿eres tú? El muchacho se levantó de su asiento y abrazó a la mujer con fuerza. Un nudo en la garganta le impedía pronunciar palabra alguna. Después de recorrer practicamente el mundo entero, de conocer las mieles del éxito, pero también la amargura del fracaso, por fin se encontraba de nuevo en su casa. Por fin podía abrazar de nuevo a aquel ser que ahora estrechaba con ternura y que tanto había recordado en su trotar por el mundo: su madre. Aquella noche la tertulia tuvo un nuevo miembro. Silvana presentó con orgullo su hijo a sus amigos, que se mostraron encantados de conocerlo, sobre todo Dolores, a la que no pasó despercibida la buena planta de muchacho, a pesar de que apenas medía unos centímetros más del metro y medio. Su madre le pidió que, por favor, ante tan exquisita audiencia tuviera por bien relatar las andanzas que lo habían retenido lejos de la ciudad tantos años. Paquiyo, acostumbrado como estaba a ser el centro de atención de aglomeraciones mucho mayores que aquel exíguo público, no tuvo inconveniente en deleitarlos con sus aventuras y después de un leve carraspeo, comenzó su relato. -Como sabreis, pues seguro os lo habrá contado mi madre, siempre sentí una especial atracción por el mundo del circo en general y del contorsionismo el particular. De hecho, muchas veces he pensado que mi extraordinaria aptitud para los saltos y los movimientos imposibles, tenía que ser algo innato. Me gustaba tanto que hice de ello el “leiv motiv” de mi vida – en este punto su madre sonrió y miró de soslayo a los demás, buscando un gesto que delatara la admiración de sentían por la formidable oratoria del muchacho, como en su día habían hecho con Antoñito, sin embargo no lo encontró y siendo así, continuó escuchando – Y cuando aquella pandilla de titiriteros acudió a la ciudad, a mostrar su arte, y se interesaron por mis habilidades, no dudé ni un momento en emprender mi aventura a su lado, creyendo haber encontrado la gran oportunidad de mi vida. Craso error, se lo puedo asegurar. Me hicieron creer que el mundo entero sería expectador de nuestro espectáculo, pero nada más lejos de la realidad. Aquella postal que le envié madre, no le llegó desde Pekín de la China, sinó desde Almendralejo, practicamente aquí al lado, pero la engañé porque fíjese, ya al principio de mi vagar, me dada vergüenza reconocer mi fracaso. Esos malditos titiriteros no me dejaban actuar, me tuvieron casi como un esclavo y sólo en los entreactos de su nimio espectáculo me permitían deleitar al público con mis saltos, acrobacias y posturas imposibles. Por lo demás yo era el que hacía los trabajos más pesados, lo que nadie quería para sí, buscar agua, alimentar y limpiar a los animales, cortar leña para calentarnos en las noches de invierno. Además no tenían la deferencia de pagarme por mis servicios, argumentaban que con la comida y el vestido iba más que pagado. Me sentí engañado y caí en una profunda tristeza. Fue tal mi desgana por todo que ya ni me interesaba actuar en los intemedios de sus funciones, me limitaba a hacer lo que me mandaban, callado y cabizbajo, sin rechistar. También eran falsas sus promesas de recorrer el mundo, ni siquiera llegamos a recorrer España ni a actuar en ciudades importantes. Su estancia aquí, según pude saber más tarde, fue casual, pues ellos se limitaban a recorrer los pueblos, por eso madre no le mandé ya más postales, no pude. Después de Almendralejo ya iniciamos la ruta por puebluchos escondidos de la mano de Dios, donde no había ni servicio de correos. Así pasé casi tres años, durante los cuales, a pesar de que no actuaba y una vez superada mi tristeza inicial, nunca dejé de entrenarme. Hice bien, porque en parte fue esa perseverancia lo que me ayudó a salir del agujero donde había caído. Un día, de camino no recuerdo a qué lugar, hicimos parada para comer algo y aprovisionarnos de agua a la vera de un río. Como siempre, me armé con unos cubos para carrear el agua y me alejé un poco del campamento pues nada deseaba más que perderlos de vista. Caminé río abajo, bueno, lo de caminar es un decir, más bien fui dado volteretas mientras hacía equilibrios con los calderos y cuando paré me topé con un hombre que me miraba fijamente, sentado sobre un lecho de erizos, si, si, como los oís, de erizos. Era un fakir, que al ver mi buen hacer se levantó y vino hacia mí como hipnotizado. Me dijo que jamás había visto alguien que se moviera como yo, que fuera capaz de dar semejantes saltos y hacer tan grandes piruetas con tanta elegancia, y me ofreció trabajar en su circo como primera figura. Yo no me lo podía creer, no era posible que mi suerte fuera a cambiar de un momento a otro, pero así fue. Ni siquiera me despedí de los malditos titiriteros, allí dejé los cubos vacíos y me fui con el fakir río abajo, donde estaba el circo acampado. Caundo llegamos me pareció estar viviendo un sueño. Todo lo que había deseado en mi vida estaba allí. Payasos, trapecistas, saltimbanquis, malabaristas, la mujer barbuda, domadores, ilusionistas....y yo iba a formar parte de ellos. Me acogieron como si fueran mis hermanos, incluso aquella noche celebraron una gran fiesta en mi honor y a partir de entonces comenzó mi época de bonanza. Recorrí el mundo entero, cosechando éxitos por doquier, embriagándome con los aplausos del público que caía rendido a mis pies. Sólo una vez tuve un percance. Haciendo un quítuple salto mortal calculé mal las distancias y fuí a caer encima de la mujer barbuda. Fue mi salvación, pues además de barbuda pesaba algo mas de ciento cincuenta kilos y amortiguó mi caída. A ella no le pasó nada y yo tan agradecido quedé de su casual hazaña que, sabiendo desde hacía tiempo que bebía los vientos por mí, la hice mi esposa. Bien es verdad que me daba un poco de asco por sus barbas y todos esos kilos de carne entre los que casi me perdía, pero hice de tripas corazón y la aguanté durante dos años al cabo de los cuales, por un descuido de ella misma, el león la devoró y después él mismo falleció a causa del empacho. Después de su muerte, que a pesar de todo me dejó muy apenado, me centré en mi trabajo y en mis éxitos, sin que haya más meritorio que contar. Ahora que han pasado los años, tengo una buena fortuna y una artrosis galopante en la rodilla izquierda ya no me permite hacer mis piruetas como antes, he decidido retirarme y aquí me tienen. Al acabar su discurso de levantó a saludar con galantería y a continuación en lugar de sentarse normalmente pasó su pierna derecha por detrás de su cabeza y la dejó apoyada sobre su cuello. Silvana rompió a aplaudir con entusiasmo y sus amigos la siguieron. Dolores no podía dejar de mostrar su entusiasmo y su admiración por aquel hombre que había conocido hacía unas horas y que a partir de entonces ocupó todos sus sueños y se convirtió en el objeto de sus más oscuros deseos, sobre todo después de observar el bultillo que se le formaba en el pantalón al ponerse en aquella postura imposible.. VII) Lo que no sabía Dolores era que al hijo de Silvana le había pasado lo mismo que a ella. Desde que la había visto por primera vez una extraña sensación se apoderó de su cuerpo y de su alma, sensación que no dudó en identificar con el amor, un amor puro y límpio, o tal vez no tanto, si tenemos en cuenta la paja que se hizo aquella noche pensando en la mujer. El caso es que Paquiyo, a partir de entonces, puso todo su empeño en la conquista de su enamorada. Cada mañana la saludaba con sus mejores piruetas, le dedicaba las frases más galantes y los gestos más elocuentes, algo que a ella no le pasaba desapercibido y que le producía una excitación tan grande que se tenía que cambiar la ropa interior dos veces al día. El no va más fue una tarde en la que él muchacho la esperó a la salida del trabajo con un ramo de rosas. Entonces ya no pudo aguantar más y lo besó en los labios, beso que fue gratamente correspondido, preludio de lo que ocurrió al llegar a la pensión. Presos ambos de un furor inexplicable, se dirigieron a la habitación de Dolores y allí consumaron el acto que llevaban tiempo soñando. Paco fue delicado y se sorprendió gratamente al darse cuenta de que había tenido el honor de estrenar a su novia, aunque no entendía bien el porqué, dada su belleza y su simpatía sin par. Se hicieron novios y esa misma noche lo comunicaron a los demás con grandilocuencia. De nuevo Silvana rescató el champán de su nevera para brindar por la felicidad, tanto de su hijo como de la mejor amiga que había tenido nunca. Realmente que Paco y Dolores se hicieran novios no podía hacerla más dichosa, pues consideraba que era la mejor mujer que su hijo podía tener y estaba segura de que serían muy felices. Poco tiempo después contrajeron matrimonio en un ceremonia íntima, a la que únicamente acudieron amigos más cercanos, es decir los habitantes de la pensión y los antiguos compañeros del circo, que eran unos cuantos. Él eligió ir vestido de saltimbanqui, ella con un traje de guipour blanco. Hacían una pareja singular, pero se les veía tan contentos que la gente pasó por alto su extraña facha. Con aquel matrimonio la pensión perdió un huesped, pues Dolores pasó a ser parte de la familia, no obstante eso no fue ningún obstáculo para la buena marcha de aquella. Es más, Paco, que había hecho de verdad una pequeña fortuna y era un muchacho emprendedor como el que más, después de darle muchas vueltas al asunto y consultarlo con su madre, tuvo la feliz idea de ampliar el edificio, dándole un piso más e incorporando cuarto de baño a cada una de las habitaciones. La idea, que a primera vista puede parecer descabellada, dada la poca afluencia de público a la posada, no lo era, puesto que también le propuso a Angel que en su agencia diera publicidad al establecimiento. Huelga decir que la agencia de viajes iba viento en popa, tanto que incluso organizaba ya viajes en avión y al extranjero. A Angel le pareció una idea estupenda y no hubo más que decir, desde aquel momento los dos negocios casi se fundieron en uno. Silvana tenía que estar contenta con la marcha de las cosas. Y no es que no lo estuviera, pero a veces notaba que le faltaba algo. Algunas mañanas se levantaba con la sensación de que su vida era una mierda, como ocurrió el día en que comencé a narrarles esta historia. Silvana se miró al espejo, con el perlo revuelto y su nada agraciado rostro y le entraron ganas de llorar. En realidad lo único que le ocurría era que se sentía más sóla que la una. Antoñito y Angel se querían y aunque era un amor clandestino y escondido, ellos eran felices y dentro de la pensión nadie les impedía vivir libremente su pasión. Dolores había visto a Dios cuando se casó con su hijo y no es que Silvana no se alegrara por ello, que va, al contrario, pero tenía que reconocer que una casi cincuentona, con los ojos retorcidos que no se sabía si miraba a uno o al de al lado, y nada agraciada, había tenido mucha suerte de ser cortejada por un muchacho apuesto y fornido como Paquiyo, que encima era casi veinte años más joven. Siendo así que su amiga lo había conseguido, ¿porqué ella no?. Cierto es que no era muy guapa, pero tampoco se consideraba tan fea como para que en toda su vida no hubiera tenido más amoríos que con un gitano apestoso y maloliente, de los que se hubiera arrepentido toda su vida si no fuera por el hijo tan hermoso que le dejó como recuerdo. Y de eso habían pasado tantos años que ya ni se acordaba de las sensaciones vividas. Pero en fin, la vida era así de injusta, y no le quedaba más remedio que asumirlo. Por eso se atusó un poco el pelo y después de vestirse salió de su habitación con intención de comenzar a laborar. Ese día comenzaban las obras de remodelación de la pensión y el follón iba a ser muy gordo. Los obreros llegaron pronto y se pusieron a trabajar con brío y afán, vigilados de cerca por Paco, que no les permitía levantar la cabeza de lo que estaban haciendo. Seguía de cerca sus movimiento cual domador de fieras, y ellos, ante la cara de salvajismo que tenía el muchacho, no osaban dejar de lado sus obligaciones. La obra tenía que estar lista cuanto antes en pos de la buena marcha del negocio, por eso es que no los dejaba ni hablar. Fue su madre la que,tocado su corazón al ver el modo en que su hijo trataba a aquellos muchachos, intercedió por ellos e hizo que el chico suavizara un poco su presión, consiguiendo que les dejara descansar a mitad de la mañana media hora para tomarse un bocadillo. Observó entonces la mujer que en la hora del bocadillo todos los albañiles salían de la casa y se apostaban en un parque cercano a disfrutar de sus viandas, salvo uno, que se sentaba en las escaleras de la entrada y sacando de su mochila su frugal comida la engullía tristemente. Era un hombre mas bien de baja estatura, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo, con el pelo blanco y una prominente berruga en la punta de la nariz que a ojos de Silvana, le daba un toque muy varonil. Trabajaba en silencio y con mucho empeño y tenía escasa relación con sus compañeros. Ella pensaba que aquel hombre guardaba un secreto dentro de sí y aquello le hacía admirarlo profundamente. Un día en el que se encontraba sola en la pensión, cuando los trabajadores recogían sus cosas y se disponían a marchar hasta el día siguiente, Silvana invitó al hombre a una cerveza. -Hace calor – le dijo, aunque estaban en febrero y el calor que hacía era más que soportable - ¿le apetece una cerveza? El hombre la miró asombrado y a continuación la obsequió con una sonrisa que le daba a su cara un aspecto simiesco, dejando a la vista una dentadura amarillenta y estropeada por la piorrea, que, no obstante, a nuestra protagonista le pareció celestial. El hombre aceptó el ofrecimiento de buena gana, pues hacía muchísimo tiempo que nadie lo invitaba a nada, si siquiera a una mísera cerveza, y se sentó a la mesa de la cocina en la que, además de la bebida, Silvana había puesto unas olivas. -Y dígame – se atrevió a decirle -¿por qué no me cuenta ese secreto que tiene tan bien guardado? Ante tan extraña pregunta, el hombre estuvo a punto de salir corriendo. Estaba claro que aquella mujer no estaba bien de la cabeza, el no tenía ningún secreto y, aunque lo tuviera, desde luego que no tenía intención de contárselo a una desconocida. No obstante aguantó el tipo y, como se sentía tan solo, decidió darle un poco de conversación a aquella horrenda mujer que, vestida con una blusa roja de gran escote, le enseñaba con clara provocación al canalillo de sus tetas. -Yo no tengo ningún secreto – le respondió por fin – sólo tengo una vida solitaria e insulsa, fruto de mi mala cabeza y de mis peores acciones. -Ah bueno, pues cuente, cuente, soy todo oídos. El hombre se seguía preguntando porqué diablos aquel esperpento quería saber su vida, ¿sería tal vez porque su lozanía había despertado los sentidos dormidos de aquel engendro? Se convenció a sí mismo de que no podía ser otro motivo y de repente vió una excelente oportunidad para convertir su anodina existencia en una vida más animada, aunque fuera al lado de una mujer como aquella. -Pues mire si, le voy a contar mi vida y mis hechos, algo que nunca he contado a nadie, nadie sabe mi verdad, usted será la primera. Silvana se sintió orgullosa de aquellas palabras y se dipuso a escuchar con atención el relato del hombre. VIII) -Pues verá usted,- empezó el hombre- comenzaré presentándome. Yo ya sé que usted se llama Silvana, pero usted no sabe mi nombre. Soy José López Pérez, ya ve usted que nombre más simple, como simple fue mi vida hasta que se me ocurrió hacer lo que hice. Me arrepiento, me arrepiento muchísimo, pero a veces la vida te lleva por derroteros grises y sinuosos, o si la vida no te lleva, los buscas tú, en fin. Yo era un hombre modesto y trabajador. Vivía con mis padres en la calle del Medio en una corrala, ya sabe usted, esas edificaciones de vecinos donde compartíamos muchas cosas, desde el baño hasta a veces la propia intimidad. No me importaba, yo era feliz. Trabajaba de peón caminero, no ganaba mucho, pero como tampoco tenía demasiadas necesidades y no conocía el lujo, para mí era mas que suficiente. Un día conocí a Margarita y me enamoré de ella como un idiota. Margarita era enfermera y trabajaba en el hospital psiquiátrico. Una muchacha bella y culta. Tenía un pequeño defecto y es que cojeaba debido a una polio que había padecido de pequeña, también tenía la boca un poco torcida y un perro le había arrancado una oreja, pero a mi me daba igual, para mí era la más bella del mundo. La veía todos los días en el autobús, cuando regresaba a casa del trabajo. Ella se subía en la parada del hospital y se bajaba cerca del Parque Rosa. Un día me bajé con ella y la seguí. No supe ser muy discreto y enseguida se dio cuenta. Volvió la cabeza y yo me paré; claro, a ella le entró el miedo y empezó a correr, aunque debido a su pertinaz cojera no consiguió llegar muy lejos. Cuando la alcancé, no la dejé hablar y le declaré mi amor de carrerilla. Ella, pensando que me burlaba, me mandó a tomar por el culo y siguió su camino. Después de ese primer encuentro, cada vez que me veía se escondía de mí, así que decidí escribirle una carta declarándome de nuevo y afirmándole que mis intenciones eran buenas y enviársela al hospital. Aquella carta fue un revulsivo, pues al día siguiente de recibirla se acercó a mí en cuanto subió al bus y me empezó a contar sus planes de matrimonio conmigo. Y se preguntará usted, que coño decía esa carta para hacerle cambiar de opinión así tan rápido. Pues verá, la realidad es que esa carta fue el primer error que cometí. Estaba llena de mentiras. Entre otras cosas le contaba que tenía mucho dinero y que a mi lado podría disfrutar de los mayores lujos que pudiera imaginarse. Es evidente, pues, que si acercaba a mí era por mi supuesto dinero, un dinero que no tenía, como tampoco tenía posibilidad de ganarlo. Pero estaba tan enamorado que me cegué, me dejé llevar por mi propia mentira y ahí empezó mi declive. Tuve que pedir un préstamo muy gordo que me permitiera cambiarme de casa y pagar una boda y un viaje de novios que no estaba al alcance de cualquiera. Todo por darle el gusto a aquella mala mujer. Compré un piso de lujo en la mejor zona de la ciudad, nos casamos por todo lo alto, aunque el menú tuvo que ser bastante simple, pues de lo contrario no me quedarían fondos para pagar la luna de miel a las Malvinas, fíjese usted, con lo a gusto que hubiéramos ido a Salmonejos de Arriba, a visitar a mi familia, pero ella se empeñó en ir a las Malvinas y en la boda tuvimos que comer callos y patatas fritas con huevos, que a mi me encantan, pero que no es menú para un bodorrio y dio mucho que hablar. A la vuelta de nuestro aburrido viaje fue cuando Margarita cambió. Dejó de ser la esposa cándida y amorosa para convertirse en una mujer fría y sin escrúpulos. Empezó a decir que mi sueldo no llegaba a nada y que tenía que pedir un aumento. El suyo, que era mucho mayor que el mío, lo guardaba en una cuenta a su nombre aduciendo que debíamos ahorrarlo para nuestros hijos, y claro, pretendía que el mío fuera suficiente para todos sus caprichos y para llevar la casa. Yo le había ocultado mi verdadera profesión, ella creía que trabajaba de jefe de mecánicos en una conocida casa de venta de vehículos y claro, esperaba más dinero del que en realidad ganaba. Yo hacía mis números, para lo que me tuve que comprar una calculadora porque las matemáticas nunca fueron mi fuerte, pero las cuentas jamás me salían, ni con calculadora ni sin ella. Cada vez estaba más desesperado, pues ella no paraba de presionarme. Al cabo de unos meses se me ocurrió un plan tan absurdo como descabellado, que estaba desde el principio, abocado al fracaso. Recorrí las casas de ventas de coches y utilizando las más burdas triquiñuelas conocí a los jefes de mecánicos con la intención de suplantar a alguno de ellos. Se preguntará usted como leches iba a suplantar a nadie, pues muy fácil:matándole y haciéndome pasar por él. Simplemente estudié durante un tiempo su carácter y sus condiciones físicas para saber cuál era el más débil y, en consecuencia, el más fácil de asesinar, ah, también tenía en cuenta que fuese lo más parecido a mí, pues eso era una parte fundamental de mi plan. Finalmente me decidí por un hombre que trabajaba en la SEAT, más o menos de mi edad, callado y reservado y, al igual que Margarita, con una leve cojera. Me informé de todo lo relacionado con su vida, principalmente de su nombre, circunstancias personales y del lugar donde vivía. Pude saber que era soltero y que vivía sólo en una apartamento junto a la playa, lo cual era perfecto pues nadie se interesaría por él, o al menos eso creía yo. Lo vigilé durante unos días y una tarde en que se encontraba solo en el taller finalmente puse mi plan en marcha. Entré y le pedí una lata de aceite para el coche y cuando se dio la vuelta para buscarla, cogí un extintor y le di un golpe en la cabeza. Cayó al suelo con un ruido sordo, sangrando como un cerdo. Lo envolví en una manta que tenía en mi coche, lo metí en el maletero y después de limpiar como pude los restos de sangre, que eran bastantes, lo llevé a un descampado y allí abandoné el cuerpo. Luego, desde una cabina llamé al taller y haciéndome pasar por él, les dije que me ausentaría durante unos días, pues me habían llamado de un hospital americano para corregirme la cojera y de paso hacerme la cirugía estética. El hombre que hablaba conmigo, que supuse sería un empleado, no sabía qué decir ante las burradas que estaba escuchando y antes de que se atreviera a replicarme algo lógico colgué el teléfono. A lo largo de los quince días que pasé sin incorporarme a mi nuevo trabajo, los nervios hicieron mella en mí. Por un lado, miraba todos los días el periódico, por si acaso publicaban la noticia de que un hombre había aparecido muerto en un descampado, pero dicha noticia jamás tuvo lugar, lo cual me tranquilizó un poco pues eso quería decir que seguramente no lo habrían encontrado y yo me vería libre de responder por mi deleznable acto. Por otro lado me daba miedo el momento de incorporarme a un trabajo sobre el que no tenía ni la menor idea, pero, claro, tuve que hacerlo. Pasados los quince días aparecí por el taller haciéndome pasar por mi víctima, que se llamaba Casimiro. Los demás empleados se quedaron mirándome como idiotas, no hace falta decir la causa. Tuve que explicarles que me habían operado la pierna para corregir mi cojera y que de paso me habían hecho la cirugía estética, puesto que habían observado que era muy feo y que eso, en el futuro, podría acarrearme graves problemas psicológicos. No contaba yo con que uno de mis subordinados, el más joven, un muchacho muy observador y avispado de nombre Juan Onofre, no se tragó mi mentira y me preguntó, mirándome con expresión detectivesca, que porqué me habían dejado esta horrible verruga que adorna mi nariz. -Vaya cirujanos de mierda – dijo con socarronería – antes eras feo, pero ahora te han dejado precioso. Como no encontré argumentos para justificar aquel lamentable fallo médico dije que era muy tarde y que había que ponerse a trabajar , con lo cual cada uno se fue a su puesto. Yo me dediqué a vigilarlos. Como era el jefe, ninguno se atrevía a mandarme trabajar , aunque yo me daba cuenta de que Juan Onofre no cesaba de observarme por el rabillo del ojo, seguramente para pillarme a la menor oportunidad que yo le diera. Así estuve más o menos durante dos meses. Mis sueldo aumentó considerablemente y Margarita estaba contenta por ello, aunque por otro lado, tenía una expresión de preocupación en su rostro a la que yo, por más que pensaba, no encontraba explicación. Poco me figuraba yo todo lo que se me venía encima. Una tarde, estando en el taller solos Juan Onofre y yo, se presentaron dos trabajos urgentes que había que llevar a cabo en el acto. -Jefe – me dijo con ironía – un coche lo arreglo yo y el otro usted. Pronunció el usted de una manera rara, extraña, como si supiera que su oportunidad había llegado y por fin iba a desenmascararme. Yo, que nunca había tocado un motor, cogí el toro por los cuernos y me puse manos a la obra. Durante el tiempo que llevaba allí, había observado mucho cómo trabajaban los demás y algo se me había quedado, malo sería que no pudiera arreglar el coche. Desmonté, limpié, saqué, metí, hice y deshice y cuando finalmente volví a montar el motor de nuevo vi que me sobraban dos o tres piezas. Las escondí para que el joven Onofre no las viera y me metí en el coche para ver si funcionaba. No se puede usted imaginar el alivio que sentí cuando al darle al contacto escuché el ruido del motor. El coche funcionaba y aquellas piececillas de nada seguramente serían inservibles. Me fui a mi casa satisfecho por el deber cumplido, mas contento que de costumbre, tanto, que al llegar le dije a Margarita que se preparara, que aquella noche le iba a echar un polvo de campeonato. Me miró de muy malos modos y me contestó que de eso nada, que aquella noche no estaba ella para polvos y me ignoró por completo. Lo que no sabía yo era que estaba preparando mi final. A la mañana siguiente me extrañó ver un gentío arremolinado a la puerta del taller. En cuanto yo me aproximé se hizo el silencio. Toda la plana mayor, los jefazos, estaban allí, más dos coches de la policía. Las piernas comenzaron a temblarme. Juan Onofre me señaló cual Judas señalando a Jesús. -Ese es – dijo. Un policía se acercó a mí con intención de ponerme una esposas, mas el director del concesionario lo detuvo. -¿Es usted Casimiro Antares? - me preguntó. -Si señor, yo soy – respondí. Entonces hizo un gesto y apareció ante mí lo que jamás hubiera esperado ver. Mi mujer empujando una silla de ruedas en la cual iba sentado el verdadero Casimiro Antares al cual no había matado, sinó dejado tonto. Yo no entendía nada, pero me lo explicaron enseguida. El coche que yo había creído arreglar el día anterior no era más que una trampa. Hacía tiempo que sospechaban que ni yo era Casimiro, ni era mecánico. La prueba de que no era mecánico la habían conseguido el día anterior, con aquel maldito coche que yo no había conseguido reparar. La prueba de que no era Casimiro fue mucho más compleja y fruto de la casualidad. Porque dígame usted si no es casualidad que yo fuera a elegir para suplantar al amante de mi mujer. Como lo oye, doña Silvana, Casimiro y Margarita eran amantes, se habían conocido en la asociación de cojos a la que ambos pertenecían. Margarita empezó a sospechar de que algo raro ocurría el día en que Casimiro no acudió a su cita. Entonces llamó al taller y le contaron la absurda historia que yo me había inventado para justificar la ausencia del pobre hombre. Ella no se la tragó y después de pasados unos días en los que esperó a ver si Casimiro daba señales del vida, se dedicó a investigar. Lo primero que hizo fue hurgar en los hospitales. No tuvo que hacerlo durante mucho tiempo. Encontró a su amor en el hospital de Caridad, a donde un mendigo lo había llevado, después de encontrárselo en el descampado medio muerto. Fue entonces cuando mi esposa llamó de nuevo al taller para darles la noticia. Le contestaron que era imposible, que Casimiro estaba allí trabajando, sin cojera y con una nueva cara, como había dicho él mismo. Claro, mi mujer fue un día por allí y comprobó que el que se hacía pasar por su amante era yo. Huelga decir, que descubierto el cotarro a mí me detuvieron y mi mujer me dejó. Luego supe que tampoco se quedó con el pobre Casimiro, pues un inválido no le servía para nada salvo para darle problemas, palabras textuales de ella. A mí me cayeron quince años de cárcel, de los que cumplí doce. Salí hace unos meses y aquí me tiene, sólo, sin familia, pues mis padres murieron, sin amigos.... pero bueno, con el consuelo de que una dama tan gentil como usted se digne a invitarme a una cerveza. IX) Silvana se quedó asombrada ante el magnífico relato que acababa de escuchar, no sólo por la grandeza intrínseca del mismo, sino porque recordaba perfectamente el caso. Aunque hacía años, muchos años, que ya no ejercía como juez, siempre había conservado intacto el interés por los asuntos judiciales, sobre todo los que formaban parte de una crónica negra. Lo que nunca se imaginó fue toparse bruces con el protagonista de ninguno de aquellos sucesos y mucho menos todavía que llegara a sentir algo por él. Pero así era. Silvana se sentía enamorada de aquel criminal arrepentido, como hacía años lo había estado de aquel gitano que la abandonó. Estaba claro que la atraían los hombre con problemas, no obstante esta vez era distinto. Todos nos merecemos una segunda oportunidad y José también. Ella estaba dispuesta a dársela y a hacer que Margarita quedara relegada al mundo de los recuerdos. Después de haberle contado ella también su vida, la que todos conocemos, el hombre se levantó cansinamente de su silla y se dispuso a marchar. -¿Y ahora donde vive? - le preguntó Silvana - ¿sigue conservando el piso? -Que va , el piso lo vendí para poder pagarle la indemnización a Casimiro, duermo en un banco del parque o de la alameda. La mujer entonces comprendió mejor el motivo del olorcillo a sudor que emanaba del cuerpo del hombre cada vez que movía los brazos. Si no tenía dónde vivir, tampoco donde lavarse. El caso es que le dio pena y le ofreció quedarse a dormir en su pensión. -Ahora mismo no tengo habitación libre debido a las obras, pero puede usted dormir en el sofá de la sala. José se lo agradeció en el alma, le dijo que tenía que salir a arreglar unos asuntos y que en una o dos horas regresaría. El hombre salió de la pensión con rumbo desconocido y Silvana se lo quedó esperando ilusionada. Durante la cena no dijo nada a los demás. Estaba segura de que iba a iniciar un romance, pero no lo haría público hasta que la cosa estuviera consolidada. Después de la acostumbrada tertulia, cuando los demás marcharon a sus respectivas habitaciones, ella abrió el sofá-cama de la salita y lo preparó para que José pudiera pasar la noche en él. Dudo si esperarlo levantada o no, pero al final se decidió por esto último, no era conveniente que mostrara demasiado interés por el gallardo caballero. No obstante no se durmió hasta que escuchó la puerta de la calle cerrarse. Probablemente se estarán preguntando, queridos lectores, qué rayos tenía que hacer José por ahí fuera si ni siquiera tenía casa, ni familia, ni nada de nada. Pues lo cierto es que no tenía nada qué hacer, simplemente había puesto aquella absurda excusa para tomar un poco el aire y pensar en lo ocurrido aquella tarde. Había vaciado su corazón y su alma con una desconocida que estaba loca por él, se le veía a las leguas. Encima le ofrecía su casa y no podía rechazarla, por un lado no estaría bien y por otro no le daba la gana de dormir de nuevo a la intemperie. Pero tenía que ser muy cauto. No quería que aquella mujer con cara de caballo interpretara mal sus gestos o sus palabras. Él no sentía nada por ella y no lo iba a sentir nunca, ni por ella ni por ninguna mujer, con Margarita había tenido su ración de mujer para toda su vida. Las odiaba hasta el punto de no acudir a ellas ni para satisfacer sus necesidades sexuales. Se limitaba a comprar revistas guarras cuya visión era suficiente para hacer que se entregara con fruidez a los placeres solitarios. Así que tendría que ser cauto y precavido para no caer en las fauces de aquella tipa. Lo mejor sería no hacerle demasiado caso, así se iría desengañando, tampoco era cuestión de hacerle daño, pues se notaba que era buena persona. José se fumó un último cigarrillo antes de entrar en la pensión. La perspectiva de dormir al calor le animaba bastante, pues la noche se presentaba despejada y estrellada y por ende extremadamente fría. No se oían ruidos en el interior de la casa, señal de que todos se habían retirado a dormir, así que entró con sumo sigilo y fue directo a la salita, donde se introdujo entre las confortables mantas y se quedó dormido en menos que canta un gallo. Paco se despertó a las cinco de la mañana con unas tremendas ganas de orinar, debido, probablemente a las cinco o seis cervezas que se había tomado la tarde anterior. Se encontraba tan a gusto metido en la cama que no le apetecía levantarse en absoluto, pero no le quedó más remedio si no quería transformar su lecho en una piscina. Tan pronto como abrió la puerta de su cuarto escuchó los ronquidos. Sus sentidos se agudizaron cual animal vigilante. Por un instante una sensación entre miedo y preocupación se adueñó de él, pero, valiente como era, se le quitó de encima enseguida, dando paso a su instinto protector. Fuera lo que fuera el ser que emitía aquellos horrendos sonidos, se había colado en la casa sin formar parte de ella, sin permiso y alevosamente y merecía su castigo. No podía permitir que terminara destrozando a los demás habitantes. Dio dos o tres volteretas sencillas en dirección a la salita y, en la penumbra pudo distinguir un bulto echado en el sofá. A tenor de los bramidos que brotaban de aquel ser, no cabía duda de que se trataba de una fiera, tal vez de una especie desconocida, pues en sus muchos contactos con animales salvajes durante sus años circenses, jamás había escuchado cosa semejante. No se lo pensó mucho. Cogió una estaca que estaba por allí, proveniente de las obras y con ella comenzó a atizarle al bulto sospechoso semejantes golpes que al pobre José casi le da un infarto del susto y del dolor. -Toma fiera, toma fiera- escuchaba el hombre sin poder articular palabra, mientras caía sobre el tan ingente cantidad de palos que por un momento pensó que aquello era el fin. Finalmente su instinto de supervivencia pudo más y comenzó a gritar pidiendo ayuda. Paco, al oír una voz humana suplicando de tal manera, detuvo su ataque y al encender la luz pudo ver a un hombre con la cara ensangrentada que le pedía sinceramente y con voz lastimosa, que por favor no le arreara más. Por supuesto los gritos despertaron a los demás que acudieron ipso facto al lugar de los hechos, en el momento en que Paco pedía cuentas al hombre, a ver que coño hacía durmiendo allí. Silvana se lo explicó y deshizo el entuerto si bien a José le habían caído encima unos cuantos golpes y no tuvieron más remedio que llamar una ambulancia y trasladarlo al hospital más cercano. Una conmoción cerebral, dos costillas rotas y una luxación en un hombro, aparte de rasguños por todo el cuerpo fue el resultado de la brutal paliza. José quedó ingresado en el hospital con pronóstico reservado. Los médicos preguntaron a Silvana qué le había ocurrido a aquel muchacho para presentar tan lamentable aspecto, a lo que ella respondió que se había caído por la escalera. Tan exigua explicación no convenció a los doctores, que sospechaban que la cara de caballo aquella había atizado al hombre en medio de un encuentro sexual clandestino, no obstante como la versión de la mujer fue corroborada por el lesionado, dejaron de hacer preguntas. -Que conste -dijo José a Silvana – que no culpo a su hijo por lo bien que usted se ha portado conmigo. Silvana le dio las gracias sinceramente, no quería que su Paco fuera separado de nuevo de ella y le prometió que le cuidaría tan bien que le haría olvidarse de la brutal paliza. Así lo hizo. No se separó de la cama del hombre, no reparó en cuidados con él, y de él comenzó a brotar un sentimiento que en principio identificó como gratitud, pero que finalmente tuvo reconocer como amor. Un amor mucho más tranquilo que el que había sentido por Margarita, un amor distinto, que no tenía nada que ver con la atracción física, sinó más bien con la unión de almas. El alma de Silvana era limpia, buena, y eso era lo que él buscaba, lo que siempre había buscado en una dama y no lo había encontrado hasta entonces. Mes y medio tuvo que pasar el hombre en el hospital. El día que le dieron el alta y regresó a la pensión lo recibieron con una fantástica fiesta de bienvenida. Las obras ya habían terminado así que lo instalaron en una magnífica habitación con baño incorporado. Paco le pidió perdón mil veces, llorando como un niño, absolutamente arrepentido de haberle propinado semejantes golpes que a punto habían estado de enviarle al otro barrio. Fue un momento muy emotivo y José aprovechó para, delante de todos los habitantes de tan singular establecimiento, pedir a Silvana en matrimonio. -Nada me haría más feliz que hacerte mi esposa -le dijo. A lo que ella, con lágrimas contenidas a causa de la emoción, respondió afirmativamente. Los demás rompieron a aplaudir y felicitaron a la nueva pareja. Los moradores de la Media Estrella habían conseguido, por fin, algo parecido a la felicidad completa. Han pasado algunos años. La Media Estrella se ha convertido en un hotel de lujo. La Agencia de Viajes hoy es una conocida cadena de la que no podemos decir su nombre por motivos obvios. Angel y Antonio han cumplido un sueño que se les hacía imposible:casarse. Paco y Dolores adoptaron una niña china dada la edad madura de ella, que ya no le permitía concebir. Además ella se operó su estrabismo y se le dulcificó el rostro. Silvana....bueno, ella disfruta de una vejez tranquila al lado de su José, orgullosa del imperio que levantó sola. Hoy mira hacia atrás y no se arrepiente de su vida, de aquella vida que inició cuando se bajó del tren con su hijo en brazos y con una maleta de cartón por todo equipaje. En la Media Estrella vivió sus mejores años, conoció las mejores gentes, pero la jubilación llegó por fin. Su hijo se hizo cargo del negocio. Y ella, en este momento, tumbada en una hamaca de una playa de Hawaii, con su marido al lado, sorbe por una pajita el refrescante daikiri y con su eterna sonrisa caballar, nos hace un guiño desenfadado.