la pensión de la media estrella

Anuncio
LA PENSION DE LA MEDIA ESTRELLA
I)
El despertador esparció su estridente sonido por el pequeño y caldeado
cuarto a las siete y media de la mañana, como siempre. Un bulto en la cama se
movió levemente, remoloneando, dilatando un poco más el momento de
empezar el día, hasta que finalmente Doña Silvana se incorporó. Con el cabello
revuelto y sus saltones ojos hinchados, parecía mas bien un cochinillo que la
distinguida dama que ella pretendía ser. Si a ello le sumábamos su baja
estatura, su gordura más que incipiente, y sus dientes de caballo, la mezcla
daba un resultado verdaderamente inquietante. Silvana se levantó del lecho con
desgana. Se dirigió al cuarto de baño y se miró al espejo. Una vez más maldijo
su mala suerte, la mala estrella que le había acompañado intermitentemente a lo
largo de casi toda su vida. Realmente estaba exagerando. Cierto que su vida no
había sido precisamente un camino de rosas, pero no le había ido del todo
mal.Había pasado por episodios dolorosos y por aventuras emocionantes, perp
bueno,no más que cualquier otra persona de vida más o menos agitada.
Nació como Ana de Castro y Cifuentes-Maldonado, proveniente de una
adinerada familia cordobesa, de padre Magistrado y madre....madre esposa de
magistrado. Ya el mismo día de su natalicio, justo cuando la partera se la
enseñó a su progenitor, envuelta en una blanca y suave toalla,con la piel todavía
machada por los restos del parto, éste dirigió sus ojos al cielo rogando a Dios
que le diera a aquella niña una vida más fácil que la que tuvo su tía Aniceta, con
la que compartía la misma repugnante fealdad. La tía en cuestión jamás pudo
conquistar a un hombre que la pudiera mantener y puesto que sus padres
murieron jóvenes y no le dejaron posibles, no le quedó mas remedioque trabajar
duramente de sol a sol en las más variopintas tareas, incluso de leñadora en los
bosques y de limpiadora en los servicios del mercado municipal, una pena,
desde luego. No hubo suerte. Aunque la pequeña Ana fue criada entre
algodones y educada para ser una señorita de bien, su desagradable aspecto,
unido a un agrio carácter, le fueron cerrando puerta tras puerta, sin que las
influencias de su padre pudieran hacer nada al respecto. Ella, que de tonta no
tenía un pelo, supo pronto que si quería ser algo en la vida (puesto que el
ejercer de esposa de algún aristócrata adinerado fue una posibilidad descartada
con el tiempo) tenía que poner a trabajar su inteligencia. Estudió derecho, como
su padre, cosa que, por una parte lo llenó de orgullo, pero por otra le comminó
sin remedio a escuchar los estúpidos lamentos de su mujer, que
todavía
pretendía que su niña casara con un caballero rico y encima guapo, y no que
tuviera que ponerse a estudiar para ganarse el pan, eso era cosa de hombres.
Mas la muchacha, haciendo gala de una inteligencia y un tesón sin par, terminó
la carrera con notas brillantes y enseguida se puso a preparar oposiciones a
juez. A los poco meses se presentó y fue la número uno de su promoción. Nadie
esperaba menos, sobre todo su padre que rebosaba de orgullo.
Tanta suerte tuvo que el primer destino no la separó de su Córdoba natal, aun
así, a vida le cambió por completo. Iba a ocupar un cargo público y debía
suavizar un poco su carácter impetuoso y en ocasiones harto desagradable,
hablando en plata, su mala leche, puesto que debía tratar con asiduidad a un
público con el que no siempre sería fácil lidiar. Lo intentó, pero no siempre lo
consiguió. No era sinó su aspecto repulsivo lo que hacía que la gente se
acercara a ella con cautela, casi con miedo, no sólo los ciudadanos de a pie,
sinó incluso los propios funcionarios de su juzgado y aunque ella hacía enormes
esfuerzos por mostrarse amable y compresiva, la continua desconfianza que le
mostraban los demás, simplemente por ser más fea que un cuerno, la sacaba de
quicio. Por ello, fue ganándose fama, no sólo de fea, lo cual estaba a la vista,
sinó tambien de persona huraña y taciturna.
Todo cambió el día que conoció a Oliverio, un gitano al que tuvo que juzgar
por un delito contra la salud pública, es decir, por traficante de drogas. Oliverio
era unos años mayor que Ana y con nula cultura, pero tuvo la suerte, o tal vez la
desgracia, de echarle un piropo a la mujer a la salida del juicio.
-Ay, con ese cuerpo serrano, ¿pa que queremos a la benere....benete.... a la
guardia siví?
Ella le miró con asco, pero sólo al principio, pues por primera vez sintió la
agradable sensación que provocaban los ojos de un hombre paseando sobre su
cuerpo, desnudándolo con deseo, aunque fueran los de un convicto sucio y
desgarbado. Aquella noche, mientras en la soledad de su despacho le daba
vueltas a la cabeza pensando en la redacción de la sentencia que había de
condenar al susodicho, descubrió que no podía apartar de su pensamiento al
gitano cochino y repulsivo. Recordaba aquellos ojos negrísimos recorriendo su
cuerpo serrano con deseo, o al menos eso le pareció a ella. Entre tanto
pensamiento y tanta conclusión infundada, se enamoró de él como una estúpida,
hasta el punto de dictar una sentencia de todo punto absurda que despertó la
preocupación entre sus colegas. Tuvo que condenar a Oliverio, porque las
pruebas en su contra eran de una claridad apabullante, pero en lugar de echarle
encima años de cárcel, lo condenó
lisa y llanamente a presentarse en su
despacho todos los días a las diez de la mañana. De nada sirvieron los intentos
por hacerla entrar en razón de sus compañeros, e incluso de su padre,
argumentando que no exitía fundamento legal alguno para dictar aquella
barbaridad, aquella burrada. Ella siguió en sus trece. Con ello sólo consiguió que
le abrieran un expediente informativo,cuya finalidad era, fundamentalmente
comprobar si aquella mujer conservaba la cabeza en su sitio. No le importó
demasiado, sabía que teniendo un padre presidente del Tribunal Superior de
Justicia, aquel absurdo expediente quedaría en agua de borrajas, Y al fin y al
cabo obtuvo lo que buscaba: la posibilidad de conquistar a Oliverio. El hombre
se presentaba todos los días frente a ella, la mayoría de las veces tan ebrio que
no sabía lo que hacía, lo que decía ni, en muchas ocasiones, dónde se
encontraba. Fue en una de esas ocasiones cuando Ana literalmente violó al
pobre viejo, que entre la borrachera y el resto de excesos acumulados en su
cuerpo a lo largo de los años, casi ni podía mantener la erección. Pero ella
insistió, si algo tenía claro es que no se iba a dar por vencida fácilmente. No se
le ocurrió mejor solución al gatillazo del viejo que aplicar las técnicas que había
visto cientos de veces en las películas porno que alquilaba, y que le habían
ayudado a sobrevivir sexualmente en todos aquellos años de abstinencia
obligada. Según fué pasando el tiempo , esos encuentros se hicieron más
frecuentes y consentidos por ambas partes. Ella por amor y deseo, él, porque
por fin una mujer, aunque fuese más fea que un cuerno, le dejaba jugar con su
cuerpo sin hacerle ascos. Pero ninguno contaba con que semejantes encuentros
amorosos dieran su fruto y Doña Ana de Castro y Cifuentes-Maldonado, se
encontró un buen día con que estaba embarazada de un hombre barriobajero y
maloliente del que apenas sabía nada y cuya relación había mantenido oculta a
los ojos de la gente. Se le ocurrió que lo mejor que podía hacer era dictar un
auto de libertad para el reo y llevarlo consigo para someterlo a una cura de
culturización y aseo, aunque en el fondo dudaba de que eso fuera a ser posible.
Evidentemente no lo fue. En cuanto le dijo a Oliverio, con su mejor sonrisa
caballar que iban a ser padres, al hombre le faltó tiempo para desaparecer. Al
día siguiente no se presentó a su cita obligada, ni al otro, ni al otro tampoco y a
ella no le quedó más remedio que comunicar la desaparición a la Guardia Civil,
con la orden expresa de que lo buscaran hasta debajo de las piedras. Un mes
entero lo estuvieron buscando por todos lados sin encontrar ni rastro. Meses
más tarde por la ciudad empezaron a circular dos tipos de rumores. Unos decían
que se encontraba guarecido en alguna cueva, por los montes, otros sin
embargo afirmaban que había embarcado en un petrolero que se hundió en alta
mar. El caso es que jamás se volvió a ver por aquellos parajes. El verse
abandonada y compuesta fue el desencadenante de la desesperación para Ana,
que auguró convertirse en la comidilla de la ciudad. Su reputación se vería tirada
por los suelos y el disgusto que le iba a dar a sus padres iba a ser mayúsculo.
Todo eso, junto a la preocupación por el engendro que tenía dentro de si, que
vayan ustedes a saber como podía salir, vistos los progenitores, la hicieron
tomar una drástica decisión, que no fue, ni más, ni menos, que desaparecer ella
también. No se despidió de nada ni de nadie. Un buén día metió cuatro
pertenencias en una maleta y tomó el tren rumbo a Cádiz, abandonando su
Córdoba natal, a la que ya jamás regresaría.
Ya en la Tacita de Plata, según bajó del comboy, se sentó en un banco de la
estación y se puso a dilucidar qué hacer con su vida. Estaba tan enfadada con el
mundo en general y con los hombres en particular, que decidió que su próxima
profesión sería la de ramera. Primero tendría su bástago y después se dedicaría
a vender su horrenda mercancía a aquellos cerdos ávidos de sexo. Tomó su
maleta y enfiló camino sin rumbo. Su instinto no la engañó, pues fue a
adentrarse sin ella saberlo en los barrios bajos de la ciudad. Cuando se cansó
de caminar entró como una autómata en lo que ella creyó pensión, pero dió la
casualidad de que no era más que un putiferio. La dueña, que estaba en
recepción, si es que a aquella entraba deprimente podía llamarse recepción, se
extrañó de que semejante especimen entrara en su antro, se suponía que en
busca de trabajo, mas pronto se dió cuenta de la equivocación de la muchacha.
-Esto no es un hotel - le dijo - es un putiferio. Y me temo que no hay sitio para
tí.
A Ana se le iluminó la cara, ignorando el comentario de aquella vieja y pensó
que no podía haber caído en mejor sitio, dadas sus intenciones. Se las explicó
ilusionada a la mujer, Doña Paquita, la cual escuchó estupefacta los planes de
aquella especie de monstruillo que se le había presentado en casa. A Paquita le
dió pena. Era evidente que si incluída a aquella mujer entre su elenco de
rameras, se le iba el negocio al garete en menos que canta un gallo, pero verla
así, embarazada y sola, despertó su compasión y decidió ofrecerle su ayuda. La
invitó a vivir allí, poniéndole como condición que la ayudara en diversas tareas
mientras esperaba la llegada del bebé y después....después ya se vería. Ana
aceptó con gusto, agradeciendo a Doña Paquita la maravillosa atención que
había tenido con ella. Es probable que aquellos meses de dulce espera fueran
los más hermosos en la vida de aquella mujer. Hizo amistad con las cuatro o
cinco putas que trabajaban en el burdel, las cuales pensaban que estaba loca de
remate cuando les contaba sus planes de unirse a ellas en sus honrosos
quehaceres. No obstante les pareció simpática, puesto que no se sabe muy bien
porqué, se le había suavizado el carácter, y la tomaron casi como su mascota.
Una noche de truenos y relámpagos Ana se puso de parto. Ninguna de
aquellas mujeres quiso salir para avisar al médico en medio de semejante
tempestad, así que ayudaron ellas mismas a parir a la mujer, que
milagrosamente tuvo un parto fácil y rápido, dando a luz un bástago rollizo y
sano que pesó más de cinco kilos y era tan feo como su madre. Aquella noche,
seguramente debido al ajetreo del parto, a doña Paquita le dió un pasmo y cayó
fulminada, se supone que de un ataque al corazón. Fueron días difíciles, entre el
entierro y los berridos de aquel muchachito que lo único en que pensaba era en
comer y que en dos días le puso las tetas a la madre más coloradas que el culo
de un mandril. Pero no todos eran sinsabores. A los pocos días de la muerte de
la buena mujer, recibieron una llamada del notario para que todas ellas fueran a
escuchar la lectura de su testamento. Sorprendentemente doña Paquita dejó
todo lo que tenía, que no era ni más ni menos que el burdel, y bastante dinero
en el banco, a Ana, aduciendo que era la que más lo necesitaba de todas. Ello
no hizo más que despertar las envidias de las otras chicas, que no comprendían
que una recién llegada se hiciera con todo aquello que ellas mismas un día
habían ayudado a levantar. Ni cortas ni perezosas dejaron a la pobre de Ana en
la estacada, tomaron sus pertenencias y se despidieron con viento fresco
dejando el burdel triste y vacío. Así fue como nuestra mujer se quedó compuesta
y sin negocio, yéndose al tacho sus planes de convertirse en mujer de la vida.
Pero no se amedrantó. Si se había quedado sin negocio, abriría otro. Hizo su
estudio de mercado particular, recorrió barrios y calles olisqueando por negocios
ya abiertos y divagando sobre los que quedaban por abrir. Al final utilizó parte
del dinero en remodelar el medio derruído edificio y abrió una pensión. La llamó
"La media estrella", porque no creía que pudiera llegar a categoría de una. Aún
así, se sentía orgullosa. El día de la inaguración, con su hijo en brazos le habló
situándose frente a la fachada.
-Mira Paquiyo, este será a partir de ahora nuestro sustento.
Y miró melancólicamente el letrero de neón. Acababa de nacer La Media
Estrella.
II)
Se arregló como no lo había echo nunca, intentando sacar un poco de partido
a su picassiano físico. Se cambió de nombre, Ana era demasiado simple, y
pensando en aquella maravillosa actriz fruto de sus admiraciones, se puso
Silvana, como Silvana Mangano. Y encaró su nueva vida, deseando hacer de su
pensión la mejor de la ciudad. Así fueron pasando los años, sin que su sueño
acabara de cumplirse. Un huesped, de vez en cuando, recalaba en La Media
Estrella haciendo un alto en el camino, pero poco más. Ella y su hijo malvivían,
pero con dignidad. El muchacho heredó lo peor de sus progenitores. Era feo
como su madre, torpe y sucio como su padre, pero con una extraña habilidad
para el contorsionismo. Silvana se preguntaba una y otra vez de quién había
heredado tal don y recordó una anécdota contada por su madre, muchos años
atrás, que hablaba de un antepasado con gusto desmesurado por el espectáculo
circense de tal manera que se recorría el país de función en función hasta que
se quedó en la ruína. Tal vez fuera de él de quien Paquiyo había heredado sus
habilidades. El muchacho se pasaba los días danzando y haciendo piruetas,
volteretas sin sentido, calle arriba, calle abajo. De vez en cuando se tomaba un
descanso, pero no como cualquier mortal, sinó colocando su cuerpo en
posiciones imposibles. Cierto día apareció por la ciudad una banda de titiriteros
de los que se encandiló sin remedio. Ellos también vieron en él una apatecible
posibilidad de aumentar enormemente sus ingresos, y le propusieron formar
parte del grupo. Él no lo dudó un instante. Corrió a su casa a despedirse de su
madre, a la que prometió enviar una postal desde cada una de las ciudades
donde montaran su espectáculo. Ella, que sabía que aquel momento llegaría
más temprano que tarde, aceptó con resignación la decisión de su hijo y se
quedó, por primera vez, absolutamente sóla, llorando, sentada en una banqueta
en una esquina de la cocina, maldiciendo su mala suerte.
Meses más tarde de su marcha, Paquiyo envió a su madre la primera postal
prometida. Con letra torpe y desigual le contaba que se encontraban en Pekín
de la China, donde su espectáculo estaba teniendo un éxisto desmesurado.
Silvana no se percató de que el matasellos era de Almendralejo, y guardó la
postal amorosamente en el cajón de su mesilla de noche, feliz de que su hijo
estuviera disfrutando un éxito que ninguno de los dos llegó nunca a imaginar.
Poco después las cosas comenzaron a marchar un poco mejor. Cierta mañana,
apareció por la pensión un caballero pidiendo habitación. Era un hombre alto y
extremadamente delicado, tal vez demasiado . De su rostro, serió y blanquecino,
sobresalía su larga, aunque bien formada, nariz puntiaguda. Silvana lo miró con
cierta desconfianza. No era normal que un hombre tan correcto, tan
exquisitamente vestido, de traje y corbata, apareciera por su pensión
solicitándole cobijo.
-Si, tengo habitaciones libres- respondió ella a su petición - ¿Se va a quedar
muchos días?
-De momento indefinidamente. Puedo pagarle por meses, por semanas, por
días....como usted quiera.
A SIlvana casi le da un mareo cuando oyó al hombre decir que se quedaría
allí indefinidamente.
-¿ Quiere usted, dormir solamente o desea también manutención?
-Ambas cosas, si es tan amable.
-Entonces tendré que cobrarle.... - Silvana echó rápidos cálculos mentales,
estudiando la mejor manera de sacar tajada a aquella inesperada situación tendré que cobrarle cinco mil pesetas por semana.... a pagar los viernes, y un
adelanto de dos mil pesetas...ahora mismo, si no le importa.
El hombre sacó de su cartera las dos mil pesetas sin rechistar y se las tendió
a Silvana, que las recogió con rapidez guardándoselas en el escote ante la
mirada sorprendida de su huesped.
-Venga conmigo, le enseñaré su cuarto.
La pensión tenía solamente seis habitaciones y un cuarto de baño para
compartir. No obstante, todo hay que decirlo, Silvana las mantenía límpias y
pulcras. Así condujo al hombre a la mejor alcoba. Daba a la calle, era amplia y
luminosa y olía a espliego y a limón, (aunque con un ligero toque de humedad
rancia).
-Aquí tiene, este será su cuarto. Y si me lo permite ¿cómo es que ha venido a
parar aquí?
La mirada furibunda que le dirigió el hombre le hizo darse cuenta al momento
de que había metido la pata.
-No se lo permito, ese no es su problema. Limítese a cumplir con sus
obligaciones y yo le pagaré puntualmente. Pero por favor, no me haga
preguntas. MI vida ha sido demasiado turbulenta para poder contarla.
Silvana se dió la vuelta sin decir nada. Que no se preocupara el huesped, que
no le iba a molestar con sus preguntas. A ella mientras le pagara....el resto le
daba igual.
-----------------------------------------------------------------------------------Le habían hablado de aquella pensión de mala muerte y a ella se había
dirigido porque no se podía permitir pagar un buen hotel, como hubiera sido su
gusto. Don Angel Montesinos Vergara, sí que había tenido una vida llena de
sinsabores, tal y como le había dicho a aquel engendro que resultó ser la dueña
de la posada. Don Angel pertenecía a una conocida familia de terratenientes
extremeña. Sus padres eran dueños de tantas hectáreas de tierra que casi
habían perdido la cuenta. De familia conservadora, religiosa y casi puritana, el
muchacho no pudo jamás mostrar sus verdaderas inclinaciones. Ya de muy
pequeño le gustaba jugar con las muñecas de sus hermanas, a pesar de que su
madre no hiciera más que comprarle trabucos, camiones y demás juguetes
propios del género masculino. Le gustaba ver a las chicas, como se vestían, se
peinaban y se maquillaban acorde con la moda del momento. Un día se le
ocurrió hacerlo a él. No tendría más de catorce o quince años. Se metió a
hurtadillas en la habitación de su hermana Carmen y revolviendo por el armario
dió con lo que buscaba. Unas bragas, un sujetador y una falsilla. Mientras se iba
poniendo aquellas prendas una extraña excitación recorrió su cuerpo. Se vestía
lentamente, mirándose y remirándose al espejo una y otra vez, como si quisiera
disfrutar a tope de aquel especial momento que estaba viviendo. Se colocó bien
su pene para que no se le notara un bulto extraño en las braguitas, se introdujo
unos calcetines dentro de las copas del sujetador y cuando finalmente se puso la
falsilla, la visión que se reflejó en el espejo le agradó tanto que sin quererlo una
tremenda excitación recorrió todo su cuerpo. Luego se pintó los labios y los ojos,
quedándole la cara cual máscara horrenda de carnaval. Mas a él le gustaba. Lo
que no le gustó en absoluto fue percatarse de que su propia madre le estaba
espiando desde el quicio de la puerta.
-¿Qué siginifica todo esto Angelito?- le preguntó con la voz más utoritaria que
el muchacho hubiese escuchado nunca.
-Nada madre, sólo.....estaba pasando el rato.
-¿Pasando el rato poniendote las ropas de tus hermanas? - preguntó de
nuevo aquella mujer, amenzante, mientras lentamente se acercaba a su hijo ¿Pasando el rato pintándote la cara como si fueras una furcia? ¿No me estarás
saliendo un vicioso, verdad? Contesta.
Cogió al chico de una oreja con tal fuerza que casi lo suspendió en el aire.
-No, madre, de verdad...Ayyyyyy, me está haciendo daño.
-Claro eso pretendo, y más daño te va a hacer tu padre cuando se lo cuente.
¡Te azotará con el cinturón! ¿te enterás?, ¡con el cinturón!
-No madre, por favor, no se lo diga a padre, de verdad, haré lo que usted me
diga, pero por favor a padre no.
-¿Y porqué no había de decírselo? Eh, degenerado, que no eres más que
eso, un degenerado.
-Madre, tenga usted piedad. Si se lo dice a mi padre, no sé que podría pasar.
Además le repito que eso sólo era una manera de divertirme de la que estoy
profundamente arrepentido. Por favor madre....
El muchacho lloraba desconsoladamente, muerto de miedo ante la más que
probable perspectiva de su padre cinturón en mano, dispuesto a darle su
merecido.
-Está bien, no se lo diré- repuso finalmente su madre -Pero vete ahora mismo
a la iglesia a confesar. Y como te vuelva a ver de esta guisa, te juro que te
arranco los hígados.
Su madre cumplió lo pactado y no se lo contó a su marido, pero desde aquel
día Angel sintió su mirada inquisidora sobre él todo el tiempo. Tuvo que reprimir
sus gestos afeminados, y hasta empezó a salir con una chica, empeñado en
disimular lo evidente. Por supuesto no sirvió de nada, era mariquita, y cuanto
antes lo asumiera mejor, aunque
también debería asumir que tendría que
ocultar su condición a su familia por siempre jamás. Y así lo hizo,soportando la
presión silenciosa de su madre, que era la única que sospechaba de su
desviación. Fue por ello que la buena mujer desarolló una obsesión enfermiza
por casar a su hijo cuanto antes, ante el asombro de su marido, que era de la
opinión de que Angelito, debería estudiar economía para poder dirigir con
firmeza y tino todo el imperio que un día había de heredar. De nada sirvieron los
argumentos del pobre hombre. En cuanto el chico cumplió veinte años, su
madre, que llevaba ya tiempo indagando entre las familias bien de la zona, en
cuales había muchachas casaderas, le metió por los ojos a Susana Carbajosa
del Rio, una chica (si es que se le pudiera llamar así) millonaria por derecho
propio, hija de un torero famosísimo en aquella época, dueño además de una
ganadería de renombre. Susana era más fea que pegarle a un padre, alta y
desgarbada, de aspecto hombruno y voz de camionero. Portadora de
semejantes características, a la madre de Angel le pareció la mujer perfecta,
dadas las inclinaciones de su hijo. Por otra parte la familia de la chica, cuya
madre ya estaba cansada de ofrecer misas al Sagrado Corazón de Jesús para
que su hija casara como era debido, no se podía creer el golpe de suerte que les
había llegado. Iban a casar a su pequeña con uno de los hombres más ricos y
de más porte de la región, cosa que, por otra parte, no podía ser de otra manera
dada su posición. A Angelito la novia impuesta no le pareció ni bién ni mal,
simplemente no le pareció, ya que para él ver una mujer era como ver un muro
de piedra, que no le hacía sentir ni padecer. De quien se enamoró perdidamente
fue del padre de la susodicha, es decir, de su suegro. Se percató de su
sentimiento el día de la pedida de mano, cuando se reunieron todos alrededor
de la pequeña plaza de toros que sus suegros tenían en la finca , para ver al
padre de la novia torear. Cuando lo vió con el traje de luces, con la taleguilla
abultada y sugerente , bien puesta en la ingle, se dijo que aquel, y sólo aquel,
era el hombre de su vida. Cayó entonces en el callado tormento de sufrir un
amor secreto e imposible que nunca podría ser descubierto ni mucho menos
corespondido. Se consolaba pensando que por lo menos tenía la suerte de
poder verlo y estar a su lado con bastante frecuencia, dada la relación de familia
que iba a unirles. Se casó con Susana apenas unos meses después de
conocerla, en el fondo daba igual cuanto tiempo hubera pasado, pues jamás
podría sentir nada por ella. La noche de bodas fue un verdadero tormento. Ella,
haciendo gala de una brutalidad impropia de una señorita, se echó desnuda en
la cama mientras él fue al baño, recibiéndolo con las piernas abiertas y con
comentarios soeces.
-Venga, mi Angelito, entra aquí de una vez, que estoy caliente y necesito que
me aplaques.
Aquella visión no le excitó en absoluto, más bien le dió ganas de vomitar. Sólo
consiguió cumplir pensando en su suegro y en la imagen de la taleguilla
abultada que se le había quedado plasmada en la mente. Aquella noche se
inició su verdadero suplicio. Casado con una mujer burda y simple a la que no
amaba, enamorado del padre de la misma, la situción se hacía insostenible por
momentos. Aún así consiguió aguantar diez años haciendo el paripé, años en
los que el asco que sentía por su esposa se fue haciendo más y más grande, lo
cual no impidió que su matrimonio diera como frutos dos vástagos, niño y niña ,
los cuales salieron tan listos e inteligentes que se percataron enseguida de la
desviación de su padre y de brutalidad de su madre, lo que provocó en ambos
graves problemas psicológicos y de conducta, que derivaron en una
subnormalidad encubierta cuando su progenitor, finalmente, se derrumbó y una
tarde de fiesta en la que el suegro se empeñó de nuevo en enseñar a los
asistentes sus habilidades taurinas, saltó al coso durante la vuelta al ruedo del
buen hombre y allí, delante de todo el mundo le declaró su amor incondicional
mientras le acariciaba con disimulo la entrepierna. El escándalo que se originó
fue de órdago. A su madre le dió un ataque de nervios que le provocó una
alopecia galopante, su padre se quedó mudo del susto y su suegro lo echó de la
casa y de la familia prohibiéndole que se acercara a su hija y a sus nietos en lo
que le quedara de vida, mientras su mujer, que era adicta a los programas del
corazón, respiraba aliviada al poder verse libre de aquel ser insulso que tuvo que
aguantar por marido. Ahora por fín tenía vía libre para intentar conquistar al
apuesto presentador del progama de variedades que echaban en la tele todas
las tardes, que era de quien en realidad estaba enamorada. Evidentemente
Angel también fue repudiado por su propia familia, que lo consideraron un
completo degenerado, confirmando las sospechas de su pobre madre. Triste y
cabizbajo, marchó sin rumbo, llevando por todo equipaje, lo puesto y algo de
dinero que se había apresurado a retirar del banco y con el que tenía pensado
cumplir uno de sus sueños: abrir una agencia de viajes. Fue así que recaló en
"La Media Estrella", donde ahora se encontraba, en aquella habitación luminosa
y clara, sin saber que en aquel tugurio iniciaría la etapa más feliz de su vida.
III)
El nuevo huesped era serio, discreto, límpio y, sobre todo, pagador. Tal vez
pecara un poco de silencioso. A Silvana le hubiera gustado chalar un rato con él
todas las noches, en la cocina a la sobremesa de la cena o delante de la
televisión; pero él, en cuanto terminaba su frugal cena, se retiraba a su cuarto y
de allí no salía hasta la mañana siguiente, bien temprano, rumbo a sabe Dios
dónde. Silvana respetaba su silencio, no le quedaba más remedio. No obstante,
entre sus vecinas circulaban un montón de rumores que a ella le gustaba
escuchar de vez en cuando. Si les había impactado sobremanera el hecho de
que un huesped permanente se instalara en La Media Estrella, más curiosidad
sentían ahora por saber a dónde se dirigía todas las mañanas. Ninguna se
aventuraba a comentar su pasado, pero todas creían estar en lo cierto sobre su
presente. Las opiniones iban desde la que decía que era dueño de un cabaret,
hasta la que afirmaba que era un maestro de escuela. Solamente Purita, una
muchacha un poco atrasada que se dedicaba a seguir a los transeuntes, dió en
el clavo.
-Tiene una oficina en la avenida. Allí va todos los días.
Purita había soltado el ovillo, las demás siguieron el hilo y finalmente llegaron
a la verdad.
-Tiene una oficina en la avenida, es cierto - contaba una de ella a Silvana aunque es muy cutre. Por todo mobiliario tiene una mesa con dos o tres sillas y
unas estanterías vacías. En los cristales ha puesto unos carteles escritos
seguramente por él mismo, en los que dice que organiza excursiones, a Málaga
y a Granada.
-Pues debe de ser cierto - decía otra - porque yo el otro día pasé por allí y
había un bus aparcado en el que se estaba montando bastante gente.
En esa conversación estaban, cuando Silvana se fijó en una mujer que con
paso lento y vacilante se dirigía hacia ellas mirando con curiosidad las fachadas
de las casas, como si buscase algo. Tenía el rostro macilento y los ojos
estrávicos, a pesar de disimularlo con unas gruesas gafas con montura de pasta.
Silvana tuvo el presentimiento de que lo que buscaba era su pensión, y no se
equivocó. En cuanto la mujer vió el letrero luminoso, que a esas horas estaba
apagado, entró en el edificio arrastrando tras de sí una pesada maleta, en la que
parecía llevar toda su vida. Silvana entró inmediatamente, a tiempo de ver como
la otra se acercaba al pequeño mostrador que hacía las veces de recepción.
-Deseaba una habitación ¿verdad?
La mujer se volvió y superado el primer momento de shok al toparse de
narices con semejante adefesio, mostró una tímida sonrisa y contestó
afirmativamente.
-¿Y piensa usted quedarse mucho tiempo?
-No lo se - contestó con voz apenas audible - no tengo a donde ir, así que en
principio me quedaré unos días. Luego.....tal vez me busque un pisito de
alquiler....aunque no se, no estoy acostumbrada a vivir sola y tal vez no sea
capaz de adaptarme.
Silvana no se lo podía creer. En apenas un mes dos huespedes permanentes.
Tenía que hacer todo lo posible para que esta se quedara también.
-Aquí estará muy bien - dijo - yo le atenderé de mil amores. Las habitaciones
son amplias y luminosas y sobre todo muy limpias. Además si quiere le daré de
comer, vamos, pensión completa.
A la mujer, que era tímida pero no imbécil, no se le pasó por alto que aquella
enana gordinflona y con cara de caballo, quería sacar tajada de la situación.
-Bueno - dijo con su voz más lastimosa - eso está muy bien, pero verá, yo no
tengo mucho dinero, estoy buscando trabajo y ahora mismo apenas tengo diez
mil pesetas conmigo, ya ve usted. ¿Cuánto me cobraría por la pensión
completa?
Silvana, que al principio tenía pensado cobrarle lo mismo que al otro huesped,
se apiadó de la pobre mujer, que parecía llevar consigo una inmensa pena y se
dijo que debía rebajarle un poco el precio.
-Le cobraré cuatro mil por semana, todo incluido, menos no puedo, no me
sería rentable.
- Ah bueno - contestó la otra como si esperara un precio muchísimo más alto pues mire me parece bien, me quedo.
-Estupendo, venga, venga, le enseñaré su cuarto.
La acomodó en la habitación contigua a la del otro huesped. Como la de él,
daba a la calle y en ella entraba la luz a raudales.
-Tómese su tiempo y póngase cómoda. A las dos serviré la comida.
Buenos tiempos parecían avecinarse para La Media Estrella.
A diferencia del primer huesped a la nueva le gustaba la conversación y
accedía gustosa a charlar animadamente con Silvana después de la cena,
mientras tomaban una copita de jerez, que es muy bueno para la salud, dicen.
Tan gratos le eran aquellos momentos que Silvana decidió habilitar un rincón lo
suficientemente comfortable en la casa para que pudiera albergarlos. Suprimió
una habitación, que seguramente jamás le haría falta, y allí montó una salita la
mar de cómoda. Como por aquel entonces todavía no existía Ikea, acudió a una
tienda de muebles de segunda mano, donde se hizo con una mesa camilla ,
unos sofás y otra pequeña mesita para la televisión. Le quedó una salita de lo
más mona y acogedora, donde por fin ella y su huesped, que resultó llamarse
doña Dolores, podían disfrutar de sus animadas charlas nocturnas. Fue
precisamente en una de esas fantásticas veladas donde doña Dolores depositó
toda su confianza en aquella mujer, que ya se había dignado a contarle sus
aventuras y desventuras, y se decidió a relatarle ella también las suyas, que no
se quedaban cortas en suplicios y fatalidades.
-Pues sí, doña Silvana, mi vida no fue tampoco un camino de rosas
precisamente, más bien al contrario, sobre todo desde que murió mi padre, que
en gloria esté, que era el que me protegía y me daba más cariño. Nací como
Maria Dolores de la Purísima Encarnación de María Solano y Alvarez de
Villegas. Si ya se, no ponga esa cara tan rara doña Silvana, se que tengo un
nombre de lo más peculiar, fruto de la devoción mariana de mi madre. Fíjese si
tenía amor a la virgen que todos los años, mientras fui pequeña, me llevaba de
peregrinación a Lourdes. Allí íbamos en procesión con los pobres lisiados que
acudian a su cita año tras año, esperando un milagro que nunca llegaba.
Cuando era pequeñita me daban miedo, muchísimo miedo, pero al final me fui
acostumbrando a verlos. Yo no entendía porqué mi madre se empeñaba en
llevarme a aquel lugar que a mí se me antojaba del todo extraño. Además se
empecinaba en hacerme beber agua que previamente había recogido de una
especie de piscina donde la gente se bañaba. Después estaba mala del
estómago una buena temporada y gracias a Dios que no pillé nada peor. Pero
bueno, me estoy desviando del tema. Mi padre provenía de una familia muy
humilde, jornaleros de Jaén que andaban a la aceituna y que no tenían los
pobres dónde caerse muertos. Mi madre, por el contrario, viene de una familia
ilustre, aunque no me pregunte usted el porqué de esa ilustración. Jamás me
habló de sus padres,es decir, de mis abuelos, que la echaron de casa cuando
ella se empeñó en casarse con alguien de tan baja alcurnia como mi padre. El
caso es que mi padre, que siempre tuvo mucha visión para los negocios, siendo
niño se dedicaba a sisar la aceituna que se dedicaban a recoger, sin que lo
supieran mis abuelos. No me diga de qué manera porque nunca lo contó, pero
se fabricaba su propio aceite que después vendía por las casas. Cuando
cumplió veinte años ya tenía hecha una pequeña fortuna y a los veinticinco ya
era un empresario del aceite que sacó a su familia de la miseria. Montó en la
ciudad un pequeño almacen de venta al por mayor y así fue como conoció a mi
madre que iba allí a proveerse del aceite. Se enamoraron enseguida e iniciaron
un noviazgo que al principio funcionó sin problemas, hasta que la familia de mi
madre supo de los orígenes humildes de mi padre. Entonces todos fueron
inconvenientes. No podían permitir que su hija se casara con un jornalero, aún
cuando a aquellas alturas mi padre seguramente era uno de los hombres más
ricos de Jaén. Pero mi madre, que siempre fue una mujer de carácter fuerte,
defendió a cal y canto aquel amor y se casó, lo que conllevó que le prohibieran
pisar la casa matriz . Por ello no puse jamás los pies en casa de mis abuelos, a
los que por supuesto nunca conocí.
A los diez meses de aquel matrimonio nací yo. Mi madre tuvo un parto difícil,
muy complicado, que casi la envía para el otro barrio y que, por supuesto, la
imposibilitó para tener más hijos. Esa fue la cruz con la que injustamente tuve
que cargar yo durante toda mi vida. Mi madre esperaba un varón y aparecí yo,
encima no podría volver a parir jamás y cargó sobre mí la culpa de ambas
cosas. Nunca me sentí querida por ella. Jamás pude disfrutar de sus besos y
sus caricias, como hacía con mi padre. Durante mi infancia me trató con
absoluta indiferencia, aunque mi padre cubría todas las carencias que yo
pudiera tener. Pero para mi desgracia, él murió en un estúpido accidente.
Podando el huerto, se cayó de un árbol y rompió la crisma. A partir de entonces
ella se ensañó conmigo. Lo primero que hizo fue cambiarme de colegio. Me
matriculó en uno de monjas, no sin antes advertirles de que yo era una niña
difícil y rebelde. Nada más lejos de la realidad, pero ellas ya estaban sobreaviso
y no me dieron oportunidad de demostrar que yo era buena y respetuosa. Tuve
que soportar castigos y vejaciones, ya sabe usted como eran las monjas antes, y
me convertí en una adolescente miedosa y sin carácter. Mi madre me trataba
como a una esclava, me mandaba hacer todos los trabajos de la casa, mientras
ella finjía unas enfermedades que nunca existieron más que en su malvada
imaginación. Además estaba obsesionada con la religión, lo estuvo siempre y a
mí su actitud me atormentaba. Tenía que oir misa todos los días, confesar todas
las semanas unos pecados que nunca había cometido, incluso, durante una
temporada, me presionó para que ingresara en un convento. No se imagina
usted doña Silvana la que armó el día que se enteró que el hijo del deshollinador
me pretendía. Era un buén chico, pobre, pero bueno y a mí su posición me daba
lo mismo. LLegó un momento que con tal de escapar de las garras de mi madre
hubiera hecho cualquier cosa. El joven, Luciano se llamaba, me esperaba todas
las tardes a la salida de misa y me acompañaba a casa. A veces me invitaba a
tomar un refresco en la tasca de Marcelo, que estaba junto a la Iglesia. Éramos
muy correctos, fíjese usted que a lo máximo que llegamos fue a rozar nuestras
manos, con decirle que tengo cuarenta y cinco años y aún estoy entera, se lo
digo todo. El caso es que un día mi madre, entre visillos, me vió llegar a casa
acompañada por Luciano y la que se armó fue muy gorda. Cuando entré por la
puerta me la encontré tan furiosa que se estaba arrancando el pelo a tirones. Me
llamó de todo y me dió una paliza, mientras me decía que ya podía ir a confesar
mi pecado y hacer penitencia. Fíjese que por aquel entonces, yo me había
comprado lencería muy mona, bueno, lo que se llevaba por aquel entonces,
unas braguitas y un sujetador de lo más decentes. Ella me los vió y me los
arrebató alegando que eran pecaminosos y que lo mejor era tirarlos. Pero no lo
hizo y el día que nos ocupa me los devolvió diciéndome que los iba a estrenar y
que me iba a encantar hacerlo. Me obligó a ponérmelos, estiró las bragas hasta
que me llegaron debajo de los pechos y me las prendió al sujetador con alfileres,
que se me clavaban en la carne. "Toma ropa fina, toma ropa fina" repetía una y
otra vez. Me tuvo así cinco dias con sus noches, sin dejarme siquiera cambiarme
las bragas, a mí, que soy tan límpia que me ducho una vez por semana y me
cambio de ropa interior día sí y día no. Hasta llegó a ir a casa del deshollinador,
al que según me contaron, le armó un escándalo de los que hacen historia,
recriminándole que se hubiera llevado mi flor, mi pureza y le dió un golpe en la
cabeza con una pala que encontró por allí, con tal fuerza que si no es por los
vecinos, tal vez lo hubiera matado. Aquello fue la gota que colmó mi paciencia y
decidí que no podía seguir dejando que aquella malvada mujer gobernara mi
vida a su antojo. A partir de aquel día me mostré sumisa e hice todo lo que me
mandaba sin rechistar, de tal manera que no tuviera motivos para regañarme. Si
hasta aquel entonces me había tratado como una criada, no quiero ni contarle lo
que hizo después. Se finjió enferma y se metió en la cama, luego se hizo con
una campanilla que hacía sonar cada vez que quería algo de mí. Me llamaba
para cosas tan estúpidas como que le alcanzara algo de la mesilla de noche y
me lo decía con voz lastimosa, siempre laméntandose y echándome la culpa de
su desgracia. Pero cuando creía que yo no estaba en la casa, se levantaba y
campaba a sus anchas la mar de bien. Yo callaba. Esa situación duró ni más ni
menos que cuatro años, durante los cuales, por las noches, me dediqué a
estudiar y prepararme, a la vez que le fuí sisando dinero, pues ella no me daba
un duro. Cuando obtuve mi título y suficiente dinero en el banco para valerme
por mí misma me fui de casa. Eso fue justo el día en que llegué a aquí. Antes
me di el gusto de decirle lo que pensaba de ella, que no se lo voy a contar pues
no merece la pena, pero sí le diré que según iba yo hablando ella se iba
poniendo roja, los ojos se le salieron de las órbitas, y por las narices echaba
humo cual toro enfurecido y se levantó de la cama dispuesta a abalanzarse
sobre mí. Me escapé a tiempo y allí la dejé sola, que es mucho menos de lo que
se merece. El otro día una vecina me dijo que estaba chiflada, que durante el día
se dedicaba a chillar por la casa llamándome y hablando como si yo estuviera
presente. No me importa. La odio, aunque sea duro decirlo, y lo único que deseo
es que se muera, sólo así me quedaré tranquila.
-Pues tenía usted razón doña Dolores, ha tenido usted una vida muy dura. Y
dígame ¿qué estudios completó usted? -dijó Silvana, después de escuchar con
gran atención el relato que había hecho su amiga.
-Estudié turismo, es que ¿sabe usted? mi ilusión siempre fue poder viajar,
conocer mundo - contestó doña Dolores suspirando y mirando al infinito - ahora
intento buscar trabajo, pero está tan difícil.....sólo espero que no se me termine
el dinero antes, porque si eso ocurre me quedaría en la calle, no tendría con qué
pagarle.
-Ande, ande, por eso no se preocupe usted. Si no me puede pagar unos
meses ya lo hará, mujer, ya lo hará. Pero ahora que lo pienso....¿sabe usted que
el otro huesped tiene una agencia de viajes?
-Ah pues no, no lo sabía ¿y sabe si tendrá algún puesto para mí?
-Pues no lo se, pero ahora mismo se lo vamos a preguntar.
Se levantaron ambas de los cómodos sofás y se dirigieron al cuarto de Don
Angel, sin darse cuenta de que eran las dos de la mañana y de que el hombre
estaba durmiendo a pierna suelta, vamos, lo normal a esas horas de la noche.
Golpearon la puerta tres o cuatro veces.
-¿Quién es? ¿qué pasa? - se oyó dentro.
-Don Angel ¿puede salir un momento? es que tengo algo que decirle.
A los pocos segundos la puerta se abrió y apareció el hombre con cara
soñolienta y en ropa interior. Semejante visión hizo tartamudear a Silvana, que
no había visto un hombre de aquella guisa desde su aventura con el gitano.
-Ve...verá, es que.....me..me parece que ti...tiene usted.
-Que tengo yo qué, por favor acabe de una vez, que no son horas.
-Bueno, pues que tiene usted una agencia de viajes y precisamente Doña
Dolores, anda buscando trabajo de guía turístico.
El hombre miró a Doña Dolores con interés.
-¿Ah si? Pues no me vendría mal que alguien me echara una mano, la
verdad. Pero, lo siento, no puedo ayudarla, acabo de comenzar el negocio y no
tendría dinero para pagarle. Si me disculpan, buenas noches.
Se disponía a cerrar la puerta, cuando Dolores se lo impidió.
-Por favor, si no puede pagarme un sueldo....tal vez pueda...pagarme la
pensión, con eso me conformo. Cuando el negocio haya arrancado, entonces
me paga.
El hombre la miró de arriba abajo. No tenía mal aspecto, a pesar de sus ojos
torcidos y parecía agradable. Seguro que a los viejos verdes a los que
organizaba las excursiones les encantaría y la harían musa de sus fantasías.
-Acepto. Pero ahora me voy a dormir, mañana hablamos con más calma, si
no le importa.
-Claro, claro, buenas noches.
Las dos amigas se felicitaron por el éxito obtenido y se fueron a la cama
contentas y felices. Aquello, definitivamente, empezaba a marchar.
IV)
A la mañana siguiente Doña Dolores y Don Angel concretaron los puntos de
su nueva relación laboral.
-Las cosas parece que están respondiendo - le dijo él - y si siguen así en dos
o tres meses podré pagarle un sueldo ....digamos modesto, aunque le prometo
que en unos meses se lo revisaré.
Doña Dolores accedió gustosa, divisando por fin la luz al final del larguísmo
túnel negro que había sido su vida. Aprendió pronto los entresijos del negocio y
a pesar de su timidez y de su falta de experiencia, pronto se movió en el mundo
de los viajes (cortos, eso si) como pez en el agua. Los muchachos de la tercera
edad que se apuntaban masivamente a las excursiones que la agencia
organizaba, la adoraban por su simpatía y su buen humor, pasando por alto el
estrabismo recalcitrante que padecía la mujer, que muchos intepretaban como
mirada ausente y meláncolica. Algunos, tal como había vaticinado don Angel en
su día, la hicieron protagonista de sus extintos sueños eróticos, apuntándose a
excursión tras excursión para poder disfrutar del mero hecho de tenerla ante sí,
con el consiguiente menóscabo ecónomico de sus exíguas pensiones. Dolores
se convirtió en un excelente reclamo para el negocio. Las
excursiones
organizadas cada vez eran más y los beneficios comenzaron a subir como la
espuma, de tal manera que al segundo mes de trabajo la mujer recibió su primer
sueldo , cuarenta mil pesetas que la pusieron más feliz que unas castañuelas.
Don Angel, por su parte, fue suavizando su carácter al tiempo que su negocio
evolucionaba. Por fin su sueño se estaba haciendo realidad, lo único que le
faltaba era, ya olvidado su suegro, encontrar un amor sincero con el que
compartir penas y alegrías. Mientras, concentró todas sus fuerzas en el trabajo y
en una vida que cada vez le resultaba más agradable de vivir. Incluso empezó a
trabar amistad, no sólo con su empleada, sinó también con Doña Silvana,
compartiendo con ambas las noches de tertulia en la acojedora salita, delante de
la consabida copita de jerez. Su existencia anterior, marcada por la
incomprensión y el infortunio, comenzaba a desdibujarse en su mente. Lo mismo
le pasaba a las otras dos protagonistas de nuestra historia. Por fin empezaban a
disfrutar de algo parecido a la felicidad.
Antoñito hacía la maleta con desgana y tristeza, metiendo su mejor ropa en
ella, mientras la más vieja y desgastada iba a parar a una cajón, que luego
depositaría en la basura. Tenía que irse de aquella casa que había sido la suya
durante más de treinta años. Nadie lo echaba, eso era cierto, pero se sentía
sólo. Le parecía que ya no pintaba nada allí, que su feudo había sido
abandonado. Antonio Martinez Roldan eran un muchacho larguirucho, de tez
morena y ojos tan pequeños que parecían dos puñaladas, lo que unido a su
boca diminuta y de dientes medio prominentes le daba un aspecto de topo,o tal
vez de castor, dependiendo del pundo desde donde se le mirase. Hombre fijo en
sus ideas y en sus maneras. Le gustaba cambiarse de camisa una vez a la
semana, aunque el cuello empezara a mostar signos evidentes de suciedad o la
tela desprendiera olor inclonfundible a los fritos cocinados el día anterior. Tal vez
fuera una manía,como manía también era no cambiarse de zapatos ni en verano
ni en invierno. Zapatos que se compraba, zapatos que usaba hasta que se le
rompían y no le quedaba más remedio que sustituírlos por unos nuevos. Por otro
lado era un muchacho serio y culto, o al menos eso se creía él. Conoció la
desgracia de muy pequeño, cuando poco después de cumplir los dos años, su
madre murió prematuramente a causa de un faringitis mal curada, o al menos
esa fue la versión oficial que les dio el médico y que su padre creyó como un
idiota. Antoñito, con los años, y después de leer muchos libros de medicina y de
bioquímica, llegó a la conclusión de que su madre había muerto, probablemente,
de un cáncer en las amígdalas, pero claro, ya no lo podía demostrar y tampoco
merecía la pena desenterrar antiguas desgracias que no harían más que daño a
quienes las vivieron. Su padre Antonio Martínez Expósito, funcionario de
educación, es decir, maestro de escuela, contrajo segundas nupcias con
Baltasara Jiménez, una gitana con mucho remango y más picardía, que vió en
aquel matrimonio la posibilidad de salir de la miseria en la que vivía. Al cabo de
los años pudo combrobar cuan equivocada estaba. El sueldo del maestro daba
justito para vivir y caprichos los mínimos, tanto más cuando, aparte de Antoñito,
que a pesar de estar más delgado que una escoba devoraba la comida casi sin
mirarla, había cuatro bocas más que alimentar. Y es que de aquel matrimonio
nacieron cuatro niñas preciosas y tan tontas y superficiales como trabajador y
estudioso era su hermano. Antoñito, sin embargo, no quiso estudiar.
Argumentaba que ninguna carrera era lo suficientemente interesante para él. Le
hubiera gustado hacer una amalgama, una mezcolanza de tres o cuatro
disciplinas para así estudiar a gusto, pero como eso no era posible decidió
convertirse en autodidacta. Se compró la enciclopedia Espasa y se dedicó a
leerla, punto por punto, definición tras definición, aumentando así su natural
sapiencia. Además, como ya se señaló, leía libros de medicina, de bioquímica,
de física cuántica y de física nuclear, creyendo que con eso se convertiría en un
erudito. Pero el hecho era que no podía pasarse la vida leyendo, por mucha
cultura que con ello adquiriese, había que ganarse la vida y por ello su padre le
consiguió un empleo en una fábrica de confeti. A Antoñito no le gustó aquel
empleo, creía que con sus conocimientos se merecía algo mejor. Por ello se
dedicó a enviar curriculums imaginarios a empresas que según él eran
merecedoras de contar con sus servicios. Tuvo tanta suerte que lo cogieron en
una farmacéutica, como supervisor químico. Sólo cuando la primera remesa de
medicamentos para el extreñimiento casi mata a media población,sus jefes se
dieron cuenta del error que habían cometido y lo largaron con viento fresco, no
sin antes advertirle de que había tenido mucho suerte, pues habían decidido no
emprender acciones legales contra él.
No tuvo más remedio, pues, de aceptar el trabajo en la fábrica de confeti,
aunque no por ello dejó de alimentar su sabiduría que, a su saber y entender,
era cada vez mayor. El caso es que la fabrica de confeti, a la que acudía en
turno de mañanas de seis a dos, le dejaba toda la tarde libre y cumplidos los
veintiocho, cuando consideró que el conocimiento que había adquirido a través
de sus lecturas ya era más que suficiente, decidió que tenía que buscarse
alguna aficción. Como, en principio no le gustaba ningun entretenimiento en
especial, recurrió de nuevo a sus lecturas. Consultó estudios y estadísticas y
finalmente llegó a la conclusión de que dada su erudicción y sus conocimientos
los pasatiempos que iba a adoptar serían el fútbol, los toros y la cría de aves en
cautividad. Empezó a ir todos los domingos al estadio con la radio pegada a la
oreja, a cubrir quinielas y a interesarse por tal o cual fichaje. También se hizo
asiduo de las corridas de toros, aunque antes de ello se compró una
enciclopedia taurina para hacerse con los términos propios de la disciplina, así
como conocer alguna que otra vida de toreros famosos. En la práctica, la
aficción que le dió más problemas fue la de la cría de las aves. Vivía en un piso
con su padre, su madrastra y sus cuatro hermanas, con lo cual todas las
habitaciones de la casa estaban ocupadas. Había que poner nidos para la cría,
comederos y demás, así que decidió hacer sitio en su armario. Sacó de allí la
ropa que consideró innecesaria y acomodó jaulas y demás accesorios. Compró
tres jilgueros y cinco canarios que alegraron sus mañanas con sus dulces trinos.
Los inconvenientes comenzaron cuando en ocasiones se olvidaba de limpiarlos.
El olor que desprendían era tan fuerte y nausabundo que se extendía por toda la
casa. De nada sirivieron ambientadores y remedios caseros. El padre lo llamó a
corrección, después de escuchar una y otra vez las quejas de su madre y
hermanas. Intentó tener más cuidado con el aseo de los animales. Pero lo peor
llegó con la época de cría. Quiso comprar una incubadora pero se dió cuenta de
que no tenía sitio donde colocarla, asi que no se le ocurrió idea mejor que
repartir los huevos de los pajarillos por los armarios de la casa, poniéndolos
entre las ropas de sus hermanas, donde pudieran conservar el calor. Tuvo la
precaución, no obstante, de colocar los huevecillos en los estantes más altos,
donde presumiblemente, estaba la ropa que menos se ponía. Su fallo fue no
anotar
el sitio exacto de colocación, ya que al cabo de unos días ya no
recordaba donde los había puesto. La que se armó fue muy gorda cuando las
chicas descubrieron los pollitos nacidos entre sus jerseys. Hasta quisieron
echarlo de casa, cosa a la que su padre se opuso rotundamente, aunque le pidió
que por piedad, dejara la cría de pájaros para otro momento. Así lo hizo. Desde
entonces se limitó a tener dos pajarillos en sus jaulas, centrándose en sus otras
dos aficciones, que ya eran bastante.
Así fueron pasando los años hasta que dos acontecimientos voltearon su
tranquila vida. Por un lado, su padre, jubilado y cansado de aguantar a tantas
mujeres en casa, sobre todo a la esposa que no cesaba de hacerle reproches
continuos por los motivos más estúpidos, decidió que ya no podía más y se
marchó con una mulata jovencita, de tetas turgentes y culo prieto, que se
comprometió a hacerle feliz los pocos años de vida que le quedaran. Una noche
convocó una reunión familiar y les comunicó la noticia.
-Lo siento Antoñito - le dijo- tendrás que buscarte la vida. Yo ya no podré
defenderte de estas cinco arpías.
Lo último que supo de él fue que se había marchado con la mulata a Brasil y
allí vivía a cuerpo de rey, aunque nunca llegó a saber de qué.
El otro acontecimiento que contribuyó a cambiar su vida vino de parte de su
hermana pequeña, Marta, muchacha de gran belleza y cabeza absolutamente
hueca. Gustaba de presentarse a concursos de belleza, pruebas para modelos y
eventos por el estilo. En el último de ellos había salido elegida Miss Cádiz, pero
nadie se esperaba que finalmente ganara también el concurso de Miss España.
Fue una grata sorpresa para todos y sobre todo para su madre, que tomó las
riendas de la prometedora carrera de su hija cual madre de la Pantoja, que por
aquel entonces estaba empezando a ser conocida. Le llovieron ofertas de
televisión, le ofrecieron grabar un disco, actuó como actriz en una película y con
ello el dinero comenzó a entrar a raudales en la casa, de tal manera que ésta se
le quedó pequeña, lo mismo que la ciudad y la muchacha cogió sus bártulos y se
marchó a la capital, llevándose consigo a sus hermanas y por supuesto a su
madre que ya se había convertido en su representante oficil. El día de su
marcha se acercó a Antoñito y le habló muy sinceramente:
-No te he dicho que vinieras porque supongo que no querrás. Además, ya
sabes que ninguna de nosotras aguantamos tus rarezas, aunque el el fondo te
queremos. Quédate con la casa si quieres, es para tí, a nosotras no va a
hacernos falta ya que por supuesto no volveremos a esta ciudad.
Fue la única que tuvo la deferencia de despedirse. Las otras la siguieron sin
decir ni una palabra. Allí se quedó pues Antoñito, más sólo que la una, sin saber
que hacer, sintiendo por momentos como las paredes de su solitario hogar se le
venían encima. No quería seguir así, ni podía, porque no sabía ni freirse un
huevo. Necesitaba con urgencia alguien que lo cuidara, que atendiera sus
necesidades básicas. En la fábrica de confeti, un compañero le habló de una
discreta y agradable pensión en la calle del Huerto número seis.
-La dueña es una mujer horrorosa, con pinta de enano y cara de caballo,
búscala y no tendrás pérdida. Dicen que es buena mujer y que atiende a sus
huespedes de lo mejorcito.
Allí estaba, pues, nuestro muchacho. Terminó de hacer su maleta y después
de pasear una meláncolica mirada por la casa vacía, salió y echó la llave, con la
intención de no volver jamás por allí. Tal y como le había dicho su compañero no
fue difícil dar con la pensión. Cuidadosamente caleada y con un enorme letrero
de neón, apagado a aquellas horas, la casita destacaba en el medio de la calle,
entre los demás edificios medio derruídos y con la pintura descascarillada.
Según puso su pié dentro su mirada se cruzó con la de un ser extremadamente
feo que le recibió con una grata sonrisa. Era la dueña, sin duda.
-Buenas tardes - saludó Silvana - ¿deseaba una habitación?
-Si, bueno, en realidad, deseo una habitación y lo demás. Es decir, tengo
intención de hacer de su adorable pensión mi refugio permanente.
Silvana se maravilló de la excelente oratoria de aquel muchacho con cara de
topillo, fruto, sin duda alguna, de horas de estudio y lectura, y se maravilló de
que de nuevo y por tercera vez en poco tiempo, la suerte llamara a su puerta
trayéndole un nuevo huesped permanente.
-Por supuesto - le respondió contenta- aquí le atenderemos estupendamente.
-Bien, y ¿cuánto tendré que pagarle?
-Cinco mil a la semana, todo incluído por supuesto, ah y ....dos mil de
adelanto, a pagar ahora mismo si no le importa.
Él sonrió dejando a la vista sus dientes amarillentos y llevando la mano a la
cartera sacó las dos mil pesetas y se las entregó a la mujer.
-Claro que no me importa -le dijo - ¿cómo había de importarme adelantarle ese
dinero a una persona tan agradable como usted?
Silvana se ruborizó sin saber qué decir. Hacía años que un hombre no le
dedicaba cumplido semejante y lo agradecía, aunque viniera de parte de alguien
tan poco atractivo. Hizo subir a Antoñito al piso de arriba y le enseñó su cuarto,
algo más pequeño y no tan luminoso como los de los otros huéspedes, porque
este daba a la parte de atrás del edificio, pero igualmente límpio y acogedor.
-Muchas gracias, señorita - le dijo el muchacho cuando se hubo acomodado ¿o debo llamarle señora?
-Silvana, Silvana es mi nombre, llámeme así.
Antoñito tomó la mano de la mujer y la besó galantemente.
-Encantado, Doña Silvana. Yo soy Antonio, Antoñito para los amigos.
-Pues muy bien - dijo la mujer retirando la mano tímidamente - a las ocho y
media servimos la cena. El comedor está en la planta baja.
Y dicho esto dio media vuelta y se fue.
V)
Antoñito se integró muy pronto en el reducido grupo de habitantes de la
pensión. Como era simpático y galante, pronto lo invitaron a compartir sus
sobremesas nocturnas, que con su llegada ganaron en las formas y en el fondo.
El muchacho no dudó en compartir con sus tres nuevos amigos los
conocimientos adquiridos a lo largo de sus años de aprendizaje autodidacta.
Ellos, por su parte, admiraban profundamente su forma delicada de hablar, sus
ademanes
finos, sus amplios conocimientos sobre cualquier tema que
tocara....lo escuchaban embobados y cuando él no estaba presente comentaban
la suerte que habían tenido al haber caído entre ellos un hombre tan culturizado.
Cierta tarde de domingo, en la que las mujeres habían salido a dar un paseo,
Don Angel y Antoñito se reunieron en la salita de estar y comenzaron a charlar.
Entre palabrería barata descubrieron que tenían una aficción común: los toros.
En cuanto el muchacho hizo referencia al mundo taurino Don Angel recordó
aquel amor jamás correspondido y su mirada se llenó de melancolía. Antoñito le
hablaba sobre los pases taurinos, que si chicuelinas, que si verónicas, y tanto se
entusiasmaba con su discurso que lo acompañaba con gestos de lo más
elocuentes. De pié, en el medio de la estancia, su cuerpo se movía al ritmo de
un toro imaginario. Fue en aquel momento cuando Don Angel se percató de su
virilidad, de su cuerpo masculino, y al imaginárselo desnudo, calentando su
lecho, no pudo contener una erección que intentó disimular como pudo. Se
estaba enamorando perdidamente del muchacho y cuando por fin aquella noche
se retiró a su cuarto y se acostó en la mullida cama, dejó volar su caliente
imaginación hasta límites insospechados, de tal manera que no pudo evitar
abandonarse a sus propias caricias, que le hicieron sentir de nuevo placeres
casi olvidados.
Desde aquel día Don Angel concentró todos sus esfuerzos en atraer la
atención de su amado. Roces forzados de manos, miradas provocadoras,
palabras murmuradas a media luz, pero Antoñito no se daba cuenta o parecía no
querer dársela, para desesperación del otro que veía como todos sus esfuerzos
caían en saco roto. Influenciado por la erudicción del ser que consideraba su
enamorado, comenzó a sentirse como los escritores románticos de antaño, que
no cesaban de sufrir por un amor imposible, llegando incluso al suicidio. Hizo de
Bécquer su aliado, recitando sus rimas en las noches de tertulia con profundo
frenesí, ante el regocijo de las dos mujeres y el asombro de Antoñito, que
comenzó a pensar que su compañero de fatigas sufría alguna especie de
enfermedad mental. No le faltó tiempo para consultarlo en uno de sus libros,
más como no encontró nada que pudiera relacionar con el comportamiento
estúpido de su amigo, lo dejó pasar, no sin dejar de observarlo por si aquellos
alarmantes síntomas de idiotez se acentuaban.
Por otra parte, el negocio de la agencia de viajes iba viento en popa. Dolores
había tenido la brillante idea de ponerse ella misma de reclamo publicitario, ya
que tanto éxito tenía entre el caduco personal masculino asiduo a las
excursiones. Así las cosas, se hizo unas hermosas fotos en un estudio de un
conocido suyo, el cual se las vió y se las deseó para que aquella mujer mostrara
no sólo su mejor sonrisa, sinó también su mirada más sugerente. Al final desistió
en aquella tarea del todo imposible. Vistió a la mujer con ropa de invierno, con
ropa de verano, en bikini e incluso en ropa interior, intentando que sus torcidos
ojos no llamaran mucho la atención. El trabajo no quedó del todo mal y las
enormes fotos a tamaño natural cubrieron los escaparates de la agencia
invitando a los transeuntes a un agradable paseo por los Pueblos Blancos, o un
fin de semana de ensueño en la Sierra de Cazorla. El éxito de la campaña fue
descomunal, las solicitudes de giras les llovían hasta límites que no se
imagiaban, incluso tenían que rechazar muchas de ellas. Don Angel pensó que
ese era el momento propicio para ampliar el negocio. Compró dos autobuses y
contrató otra guía turística que descargara un poco a Dolores del extenuante
trabajo con el que se enfrentaba cada día. Necesitaba, de igual manera, alguien
que le echara una mano a él en la oficina y no se le ocurrió otra cosa que
proponérselo a Antoñito el cual, en numerosas ocasiones, le había comentado
su intención de abandonar la fábrica de confeti en cuanto le ofrecieran algo
mejor. Aquella misma noche, durante la cena, propuso a su enamorado el
cambio de trabajo, argumentando que no sólo necesitaba alguien que le ayudara
sin más, sinó que deseaba contratar a una persona con cierta cultura geográfica,
no sólo de España, también del resto del mundo, para el caso, más que
hipotético, de que el negocio siguiera su curso y tuvieran que organizar viajes al
extranjero.
-Me alaga que me hagas esa propuesta - respondió Antoñito - y ten por
seguro que has dado con el hombre adecuado.
De esta manera quedó sellada su relación laboral. Para celebrarlo Silvana
abrió unas botellas de champan que tenía en la nevera y todos brindaron por la
prosperidad del negocio.
Aquella noche, en la soledad de su habitación, Silvana se vio presa de un
profunda melancolía. Sabía que no había lugar para ello. Acababan de celebrar
la buena marcha de la agencia de Don Angel. Si las cosas marchaban bien para
sus huéspedes, ya sus amigos, casi su familia, para ella también. Por eso no
entendía por qué a veces se instalaba dentro de su corazón y de su alma una
desazón que la ponía triste hasta hacerla llorar. Abrió el cajón de su mesita de
noche y sacó la postal que hacía ya bastantes años le había enviado su hijo
Paquiyo, desde Pekín de la China (en realidad desde Almendralejo, pero ella
jamás se había dado cuenta). Estaba ajada y medio amarillenta por el paso del
tiempo, las letras se desdibujaban. Qué importaba eso. Silvana la apretó contra
su pecho, mientras una lágrima se escapaba de sus ojos saltones y resbalando
por su mejilla caía y se perdía en su regazo.
-Ay mi Paquiyo, ¿dónde estarás? no sabes cuánto te echo de menos.
A pesar de que el muchacho le había prometido enviarle una postal desde
cada lugar donde actuaran, jamás recibió otra que aquella primera que con tanto
cariño guardaba. Bien es verdad que los quehaceres cotidianos conseguían
mitigar e incluso suprimir por momentos, la pena que sentía por la marcha de su
hijo, pero en ocasiones, el desasosiego volvía a hacer acto de presencia, sobre
todo en momentos felices, aquellos que tanto le hubiera gustado compartir con
su vástago. Finalmente guardó la postal en su rincón del cajón y se durmió.
Soñó con su adorado hijo, lo vio en sus actuaciones por el mundo, cosechando
éxitos, recogiendo apalusos y, aún en sueños, su sonrisa equina endulzó un
poco su feo rostro.
Antoñito comenzó con renovadas ganas su nueva aventura laboral. Tenía
que reconocer que trabajar en una oficina era mucho más grato que la maldita
fábrica de confeti. Le hacía sentirse mucho más importante, entre otras cosas,
porque allí se le daba oportunidad de poner en práctica sus múltiples
conocimientos. A decir verdad, la geografía no era su fuerte, pero su carencia la
arregló como siempre,comprándose una enciclopedia de geografía mundial. Era
tal su ignorancia en la materia que se soprendió grandemente cuando leyó que
la capital de Argentina era Buenos Aires , él siempre había pensado que era Río
de Janeiro, o que había un mar al que llamaban Muerto. Mucho más grave era
situar el Teide en los Montes Pirineos. Reconocía que eran conocimientos que
debía poseer, puesto que los había estudiado en la escuela, pero se justificaba
argumentando que los había tenido que sacar de su mente para dejar paso a
todos los que había adquirido posteriormente a lo largo de toda su vida, que
eran mucho más importantes. El caso es que no tardó mucho en ponerse al día
y ello contribuyó a hacer que se sintiera especialmente orgulloso de su nuevo
trabajo. Además, su incorporación a la agencia aportó algo mucho más
novedoso a su vida. Por primera vez se sintió atraído por una mujer. Y es que el
trato diario y tan cercano con doña Dolores, observar su extrema simpatía, lo
delicadamente que trataba al público y lo mucho que los viejetes la querían, le
hicieron verla con otros ojos. Hasta entonces no habían tenido más roce que el
propio de las noches de tertulia, pero ahora....ahora sentía despertar en su
corazón un cariño desmesurado por aquella mujer de voz suave y mirada
soñadora. Nunca antes se había relacionado con mujer alguna, no sabía lo que
era un beso pasional o una caricia cargada de erotismo, nunca había disfrutado
del placer del sexo, era por ello que, aunque conforme pasaba el tiempo su amor
crecía por momentos, no encontraba ni la manera ni el
momento, de
declarárselo a su amada. De lo único de lo que era capaz, era de sentarse a su
lado en las reuniones nocturnas, de sonreirle con ternura o de guiñarle uno de
sus ojos de topo cuando le miraba, nada más. Ensayaba delante del espejo las
palabras, las maneras, incluso tenía elegida la hora, el momento preciso y
propicio para su declaración de amor, pero en el último momento algo en su
interior se lo impedía. Lo que no sabía era que, desde luego, no podía ocurrirle
nada mejor.
Dolores comentó con Silvana algo que venía notando desde hacía una larga
temporada: Antoñito estaba extraño con ella. No sabría decir el motivo, tal vez
en el trabajo ella hubiera dicho o hecho algo inoportuno que a él pudiera
molestarle o tal vez, y esa era la sospecha que cobraba más peso, él se sintiera
atraído por sus encantos. Silvana no dijo nada ante tal afirmación, pues por más
que miraba y remiraba a su amiga no le encontraba encanto alguno, únicamente
se limito a quitarle importancia al asunto.
-Si a mi me parece que el Antoñito es de la otra acera – le dijo a su amiga.
Dolores soltó una carcajada.
-Estás equivocada Silvana, y para que veas que lo que yo digo es cierto, fíjate
esta noche, cuando nos reunamos los cuatro, en los gestos que me hace y en su
actitud conmigo. Ya verás
Mas no hubo oportunidad para ello. Ni don Angel ni Antoñito se presentaron a
la cita nocturna. Ni siquiera bajaron a cenar. Habían encontrado algo mucho más
interesante que hacer.
Cierta tarde, cuando regresó del trabajo, Antoñito se metió en su cuarto y se
sentó en la cama con gesto desesperado. Ya no sabía qué hacer con Dolores.
Por más que intentaba demostrarle sus sentimientos con gestos disimulados ella
no se daba por aludida, lo cual lo hacía caer en la desesperación más absoluta.
La amaba, la amaba con una pasión desenfrenada, deseaba poder tenerla entre
sus brazos, besarla, acariciar su grácil cuerpo, contemplar con embeleso su
dulce mirada, pero no se atrevía a dar el primer paso. Se pasó la mano por su
espeso y negro cabello con nerviosismo.
-Tengo que contárselo a alguien o reviento – se dijo en voz alta – se lo
contaré a Angel, él seguro que podrá darme consejo
El mero hecho de poder compartir su amor secreto con alguien calmó un poco
su inquietud. Fue a la habitación de su amigo y jefe y llamó a la puerta con dos
golpes suaves. Angel preguntó quién era y cuando él le contestó abrió la puerta.
Se encontraba en ropa interior. Se excusó diciendo que se estaba preparando
para bajar a cenar. Antoñito no se anduvo con rodeos y le contó lo que sentía
por Dolores y sus miedos a la hora de dar un paso más. Se lo soltó así, de
repente, produciendo en Angel una desilusión tan grande que le dio un mareo y
tuvo que agarrarse a la cabecera de la cama para no caer. Antoñito estaba
enamorado de una mujer con la que le pasaba exactamente lo mismo que a
Don Angel con él. Se le encogió el corazón, pero su mente se puso a trabajar a
mil por hora buscando una solución a aquel trejemeneje. Antoñito hablaba, pero
él no le escuchaba. Con la mirada perdida en el vacío se levantó de la cama,
donde se había sentado y se dirigió al pequeño balconcillo que daba a la calle. A
aquella hora el calor todavía se dejaba sentir, aunque las primeras estrellas
hacían su acto de presencia en un cielo de un intenso azul. Antoñito enmudeció
y se lo quedó mirando atónito. Decididamente a aquel hombre le estaba dando
alguna especie de chifladura. Don Angel estuvo unos minutos mirando absorto al
cielo, hasta que finalmente una lucecilla se encenció en su cerebro. Se dió la
vuelta y obsequió a su amado con la mejor de sus sonrisas.
-Antoñito
¿has
estado
alguna
vez
con
alguna
mujer?
Me
refiero
a....íntimamente , ya sabes.
El muchacho negó con la cabeza mientras veía que el otro se acercaba a él
con paso lento sin apartar la mirada de sus ojos de topillo, a la vez que se
pasaba la lengua por los labios con lascivia y un bulto sospechoso iba creciendo
en su calzoncillo. La primera reacción del chico fue intentar huir y eso fue lo que
hizo, correr a su habitación y cerrarse con llave, no fuera ser que a aquel
degenerado se le diera por seguirle con malévolas intenciones. Si había acudido
a él en busca de ayuda, no sólo no se la había dado sinó que había añadido un
nuevo problema a su convulsionada mente. Jamás había pensado que su jefe,
su amigo, tuviese semejantes inclinaciones y mucho menos con él. Al cabo de
un rato salió despacio de su cuarto y fue a la salita, donde las dos mujeres
esperaban que los varones acudieran a la tertulia de todas las noches.
-Menos mal, que vienes Antoñito, ya pensamos que no íbais a bajar y
estábamos apenadísimas temiendo no poder disfrutar de los discursos que nos
brindas a diario -le dijo Silvana con evidente peloteo - ¿No viene Angel?
-No se, ¿me puede hacer usted una manzanilla? Es que no me encuentro
nada bien.
Silvana hizo la manzanilla a su huesped, que depués de tomársela
rápidamente se fue de nuevo a su cuarto con el corazón encogido y la lengua
quemada. Aquella noche tardó en dormirse una eternidad y cuando lo consiguió
su sueño fue ligero e inquieto, con pesadillas intermitentes en las que su jefe,
vestido de mujer, lo perseguía y cuando por fin lo atrapaba, la cara era la de
Dolores. Por la mañana, decidió no ir a trabajar, pues no se sentía con fuerzas
suficientes para enfrentarse a don Angel. No sabría que decirle, no podría
mirarle, en resumen, no soportaría estar a su lado. Por eso, cuando Silvana
acudió puntual a avisarle para que se levantara, fingió estar resfriado y le pidió
por favor que avisara a Don Angel de que no pasaría por la agencia debido a lo
que probablemente era una gripe galopante. Necesitaba pensar.
Cuando Silvana le comunicó que Antoñito no acudiría al trabajo porque estaba
enfermo, Angel se dio cuenta de su metedura de pata. Lo había asustado, pero
no lo había podido evitar. Saber que el hombre que amaba estaba enamorado
de otra mujer le partió el corazón. Estaba visto que el amor no era lo suyo. Por
segunda vez se le negaba el derecho a ser feliz. Sintió tanta pena de si mismo
que se echó a llorar, ante el asombró de la mujer que ocupaba el asiento
contiguo en el autobús.
-¿Se encuentra bien? -le preguntó.
El la miró sin contestar y arreció su llanto. Las lágrimas brotaban de sus ojos
y los mocos de su nariz. Todo el bus estaba pendiente de él y de su llantina
descontrolada. No pudo parar hasta que llegó a la oficina y el trabajo tuvo el
saludable efecto de apartar de sus pensamientos su desgracia.
Antoñito no acudió a trabajar durante varios días, durante los cuales no dejó
de pensar y de darle vueltas al asunto. Él jamás había amado ni lo habían
amado, no conocía los placeres del sexo y aunque nunca había entrado en sus
planes tener amoríos con alguien de su mismo sexo, tal vez fuera el momento
de probar, simplemente por eso, por probar, por saber lo que se siente cuando
uno se entrega a otro. Sería sincero con su amigo, le diría que aceptaría tener
sexo con él para aprender. Por eso una noche, ni corto ni perezoso acudió de
nuevo a su alcoba. El otro lo recibió tímida y humildemente, dispuesto de pedirle
disculpas por su comportamiento, pero no le dio tiempo. Antoñito soltó de
carrerilla lo que llevaba preparado, ante la estupefacción del otro al que por un
momento, al escuchar semejante proposición se le nubló el entendimiento. Ni
que decir tiene que accedió gustoso. Era su oportunidad. Tenía que hacerlo tan
bien que al otro se le olvidara Dolores para siempre. Así que no perdió el
tiempo y allí mismo lo besó con pasión, mientras le reventaba los botones de la
camisa para acariciar su peludo pecho. Antoñito penso que tal vez se había
equivocado con Dolores. Tal vez esto era lo que había estado esperando toda
su vida. Se dejó llevar, se dejó arrastrar por la pasión y su amigo le hizo sentir
placeres jamás disfrutados, ni siquiera imaginados.
VI)
Las dos mujeres no dejaron de mostrar su extrañeza ante la falta de
asistencia de los muchachos, ahora que Antoñito ya estaba mejor,
a la
acostumbrada tertulia nocturna. Estuvieron esperando hasta cerca de las dos de
la mañana, hora a la cual se retiraron a sus respectivas alcobas. Pero su
sopresa fue todavía más grande cuando a la noche siguiente tampoco hicieron
acto de presencia, ni a la siguiente, ni a la otra tampoco. Dolores, que aquellos
días apenas paraba en la oficina debido a sus continuos viajecillos, no pudo dar
respuesta a los interrogantes de su amiga, que le preguntaba por la actitud de
los hombres en el trabajo. Podía ser que alguna confrontación entre ambos, de
la que ellas no se hubieran enterado, los mantuviese enojados. El caso es que
Angel y Antoñito salían de la pensión bien temprano y cuando regresaban, al
anochecer se metían en sus respectivas habitaciones y no se volvía a saber
nada de ellos.
Fue al sábado siguiente cuando, sin buscarla, encontraron la respuesta. Los
muchachos habían comido en la pensión, sin mirarse, en silencio, mas ni una ni
otra se atrevió a preguntarles qué les ocurría. Después ambos se sentaron en la
salita a disfrutar un rato de las supinas estupideces que echaban en la televisión.
No parecían estar enfrentados, sin embargo no se dirigían la palabra. Dolores
invitó a Silvana a dar una vuelta por la ciudad, aprovechando la magnífica
primavera de la que estaban disfrutando. Silvana aceptó de buena gana, por
unas horas que se ausentara de su puesto en la recepción de la pensión no iba
a pasar nada, seguramente no llegaría ningún nuevo huesped. Aún así, por si
acaso, habló con Don Angel y le pidió que estuviera sobreaviso. Salieron las dos
mujeres a dar el paseo deseado. Enfilaron rumbo a la Caleta, charlando sobre
sus cosas. Dolores contaba que se había comprado un conjunto de lencería de
lo más mona, de encaje, de color rojo, el de la pasión, mientras la otra sonreía
como una boba, pensando para qué rayos aquella mujer que no había conocido
todavía el calor masculino, se compraba semejante ropa interior. Luego fue ella
quien relató a su amiga como había conseguido una crema para el cutis,
carísima, pero de lo mejorcito, de esas que te dejan el rostro terso y suave. Esta
vez era Dolores la que sonreía, mientras se decía a sí misma que por mucha
crema que se diera la pobre de Silvana, aquella cara entre caballo y sapo no
había quien se la cambiara. Tomaron un helado en el bar de la Caleta y cuando
el sol empezaba a ponerse emprendieron el camino de regreso. No serían más
de las ocho de la tarde. La puerta de la pensión estaba abierta, como siempre,
más cuando pusieron el pie en la primera escalera que conducía al interior
escucharon una respiración jadeante y pararon en seco. Se miraron entre
alarmadas y divertidas.
-Entremos despacio
- dijo Silvana con aire detectivesco – aquí hay gato
encerrado.
Así lo hicieron, incluso se descalzaron para no hacer ningún ruido. Los jadeos
venía de la salita. De vez en cuando se dejaba oir algún gemido pasional que se
hacía más fuerte según se iban acercando. Finalmente entraron en el cuarto y lo
que vieron las dejó estupefactas. Don Angel, sentado cómodamente en el sofá,
sostenía en sus rodillas a Antoñito mientras se besaban. Antoñito estaba
desnudo y con sus enormes atributos empinados cual mástil de bandera al
viento. El otro se los acariciaba, a veces suavemente, a veces con una bravura
que hacía que el muchacho se derritiese de gusto. No se percataron de la
presencia de las mujeres y durante un rato continuaron a lo suyo. Don Angel se
metió la mano en la bragueta del pantalón y liberó su miembro, que era más
pequeñito y morcillón que el de Antoñito. A éste la faltó tiempo para arrodillarse
e introducirselo en la boca. Las mujeres, que llevaban muchísimo tiempo sin
catar varón, dudaban si retirarse silenciosamente, si pedir a aquellos dos que las
dejaran unirse al festín, pues tanto una como otra, empezaban a sentir
humedades en salva sea la parte. Pero un gemido reprimido de Silvana los sacó
bruscamente de la vorágine sexual en la que estaban sumergidos. Los dos se
separaron y se apresuraron a tapar sus vergüenzas, Antoñito con sus manos, el
otro con una mantita que por allí estaba. Durante un rato ninguno de los cuatro
supo qué decir. Luego Silvana los animó a seguir.
-Por nosotras no se corten, continúen, continúen ¿verdad, Dolores?
Ésta, que no podía apartar su mirada
de la melosa pareja, asintió
tenuemente con la cabeza, mientras un hilillo de baba resbalaba por sus barbilla.
Los otros, tan excitados estaban que les hicieron caso y continuaron con su
juego erótico, animados todavía más al saberse observados, hasta llegar al
clímax final, momento en el cual, las mujeres rompieron a aplaudir, cual si
huieran sido espectadoras del más maravilloso espectáculo.
Despejadas pues las dudas sobre los amoríos de Antoñito, tranquila Dolores
ante la evidencia de su equivocación y felices por la nueva pareja, la vida volvió
a su rutina diaria, sin sorpresas, sin sobresaltos, hasta que unos meses después
apareció por la pensión un misterioso hombre preguntando por Silvana. Aquella
lluviosa y gris tarde de invierno, Silvana había salido a hacer unos recados,
dejando la pensión a cargo de una vecina. Fue precisamente en ese intre
cuando se apareció el muchacho. Debía de rondar los treinta años, de mediana
estatura, con cuerpo atlético y cara de animal salvaje, el hombre entró en la
pensión como perico por su casa e ignorando a la pobre mujer que lo miraba
asombrada desde la recepción, se dirigió a la cocina como si esperase encontrar
allí aquello que venía buscando. Desconcertado salió de la estancia y finalmente
reparó en la mujercilla que no le quitaba ojo desde detrás del viejo mostrador.
-¿No está Silvana? - preguntó.
-Ha salido a hacer unos recados vuelve enseguida, pero si lo desea le puedo
atender yo.
-No es necesario muchas gracias, la esperaré.
No pasarían ni diez minutos cuando la dueña de nuestra pensión regresó al
hogar. En cuanto entró y vió al hombre, las bolsas se le cayeron al suelo y las
lágrimas asomaron a sus ojos.
-¡Paquiyo! Hijo mío ¿eres tú?
El muchacho se levantó de su asiento y abrazó a la mujer con fuerza. Un
nudo en la garganta le impedía pronunciar palabra alguna. Después de recorrer
practicamente el mundo entero, de conocer las mieles del éxito, pero también la
amargura del fracaso, por fin se encontraba de nuevo en su casa. Por fin podía
abrazar de nuevo a aquel ser que ahora estrechaba con ternura y que tanto
había recordado en su trotar por el mundo: su madre.
Aquella noche la tertulia tuvo un nuevo miembro. Silvana presentó con
orgullo su hijo a sus amigos, que se mostraron encantados de conocerlo, sobre
todo Dolores, a la que no pasó despercibida la buena planta de muchacho, a
pesar de que apenas medía unos centímetros más del metro y medio. Su madre
le pidió que, por favor, ante tan exquisita audiencia tuviera por bien relatar las
andanzas que lo habían retenido lejos de la ciudad tantos años. Paquiyo,
acostumbrado como estaba a ser el centro de atención de aglomeraciones
mucho mayores que aquel exíguo público, no tuvo inconveniente en deleitarlos
con sus aventuras y después de un leve carraspeo, comenzó su relato.
-Como sabreis, pues seguro os lo habrá contado mi madre, siempre sentí
una especial atracción por el mundo del circo en general y del contorsionismo el
particular. De hecho, muchas veces he pensado que mi extraordinaria aptitud
para los saltos y los movimientos imposibles, tenía que ser algo innato. Me
gustaba tanto que hice de ello el “leiv motiv” de mi vida – en este punto su madre
sonrió y miró de soslayo a los demás, buscando un gesto que delatara la
admiración de sentían por la formidable oratoria del muchacho, como en su día
habían hecho con Antoñito, sin embargo no lo encontró y siendo así, continuó
escuchando – Y cuando aquella pandilla de titiriteros acudió a la ciudad, a
mostrar su arte, y se interesaron por mis habilidades, no dudé ni un momento en
emprender mi aventura a su lado, creyendo haber encontrado la gran
oportunidad de mi vida. Craso error, se lo puedo asegurar. Me hicieron creer que
el mundo entero sería expectador de nuestro espectáculo, pero nada más lejos
de la realidad. Aquella postal que le envié madre, no le llegó desde Pekín de la
China, sinó desde Almendralejo, practicamente aquí al lado, pero la engañé
porque fíjese, ya al principio de mi vagar, me dada vergüenza reconocer mi
fracaso. Esos malditos titiriteros no me dejaban actuar, me tuvieron casi como
un esclavo y sólo en los entreactos de su nimio espectáculo me permitían
deleitar al público con mis saltos, acrobacias y posturas imposibles. Por lo
demás yo era el que hacía los trabajos más pesados, lo que nadie quería para
sí, buscar agua, alimentar y limpiar a los animales, cortar leña para calentarnos
en las noches de invierno. Además no tenían la deferencia de pagarme por mis
servicios, argumentaban que con la comida y el vestido iba más que pagado. Me
sentí engañado y caí en una profunda tristeza. Fue tal mi desgana por todo que
ya ni me interesaba actuar en los intemedios de sus funciones, me limitaba a
hacer lo que me mandaban, callado y cabizbajo, sin rechistar. También eran
falsas sus promesas de recorrer el mundo, ni siquiera llegamos a recorrer
España ni a actuar en ciudades importantes. Su estancia aquí, según pude
saber más tarde, fue casual, pues ellos se limitaban a recorrer los pueblos, por
eso madre no le mandé ya más postales, no pude. Después de Almendralejo ya
iniciamos la ruta por puebluchos escondidos de la mano de Dios, donde no
había ni servicio de correos. Así pasé casi tres años, durante los cuales, a pesar
de que no actuaba y una vez superada mi tristeza inicial, nunca dejé de
entrenarme. Hice bien, porque en parte fue esa perseverancia lo que me ayudó
a salir del agujero donde había caído. Un día, de camino no recuerdo a qué
lugar, hicimos parada para comer algo y aprovisionarnos de agua a la vera de un
río. Como siempre, me armé con unos cubos para carrear el agua y me alejé un
poco del campamento pues nada deseaba más que perderlos de vista. Caminé
río abajo, bueno, lo de caminar es un decir, más bien fui dado volteretas
mientras hacía equilibrios con los calderos y cuando paré me topé con un
hombre que me miraba fijamente, sentado sobre un lecho de erizos, si, si, como
los oís, de erizos. Era un fakir, que al ver mi buen hacer se levantó y vino hacia
mí como hipnotizado. Me dijo que jamás había visto alguien que se moviera
como yo, que fuera capaz de dar semejantes saltos y hacer tan grandes piruetas
con tanta elegancia, y me ofreció trabajar en su circo como primera figura. Yo no
me lo podía creer, no era posible que mi suerte fuera a cambiar de un momento
a otro, pero así fue. Ni siquiera me despedí de los malditos titiriteros, allí dejé los
cubos vacíos y me fui con el fakir río abajo, donde estaba el circo acampado.
Caundo llegamos me pareció estar viviendo un sueño. Todo lo que había
deseado en mi vida estaba allí. Payasos, trapecistas, saltimbanquis,
malabaristas, la mujer barbuda, domadores, ilusionistas....y yo iba a formar parte
de ellos. Me acogieron como si fueran mis hermanos, incluso aquella noche
celebraron una gran fiesta en mi honor y a partir de entonces comenzó mi época
de bonanza. Recorrí el mundo entero, cosechando éxitos por doquier,
embriagándome con los aplausos del público que caía rendido a mis pies. Sólo
una vez tuve un percance. Haciendo un quítuple salto mortal calculé mal las
distancias y fuí a caer encima de la mujer barbuda. Fue mi salvación, pues
además de barbuda pesaba algo mas de ciento cincuenta kilos y amortiguó mi
caída. A ella no le pasó nada y yo tan agradecido quedé de su casual hazaña
que, sabiendo desde hacía tiempo que bebía los vientos por mí, la hice mi
esposa. Bien es verdad que me daba un poco de asco por sus barbas y todos
esos kilos de carne entre los que casi me perdía, pero hice de tripas corazón y la
aguanté durante dos años al cabo de los cuales, por un descuido de ella misma,
el león la devoró y después él mismo falleció a causa del empacho. Después de
su muerte, que a pesar de todo me dejó muy apenado, me centré en mi trabajo y
en mis éxitos, sin que haya más meritorio que contar. Ahora que han pasado los
años, tengo una buena fortuna y una artrosis galopante en la rodilla izquierda ya
no me permite hacer mis piruetas como antes, he decidido retirarme y aquí me
tienen.
Al acabar su discurso de levantó a saludar con galantería y a continuación en
lugar de sentarse normalmente pasó su pierna derecha por detrás de su cabeza
y la dejó apoyada sobre su cuello.
Silvana rompió a aplaudir con entusiasmo y sus amigos la siguieron. Dolores
no podía dejar de mostrar su entusiasmo y su admiración por aquel hombre que
había conocido hacía unas horas y que a partir de entonces ocupó todos sus
sueños y se convirtió en el objeto de sus más oscuros deseos, sobre todo
después de observar el bultillo que se le formaba en el pantalón al ponerse en
aquella postura imposible..
VII)
Lo que no sabía Dolores era que al hijo de Silvana le había pasado lo mismo
que a ella. Desde que la había visto por primera vez una extraña sensación se
apoderó de su cuerpo y de su alma, sensación que no dudó en identificar con el
amor, un amor puro y límpio, o tal vez no tanto, si tenemos en cuenta la paja que
se hizo aquella noche pensando en la mujer. El caso es que Paquiyo, a partir de
entonces, puso todo su empeño en la conquista de su enamorada. Cada
mañana la saludaba con sus mejores piruetas, le dedicaba las frases más
galantes y los gestos más elocuentes, algo que a ella no le pasaba
desapercibido y que le producía una excitación tan grande que se tenía que
cambiar la ropa interior dos veces al día. El no va más fue una tarde en la que él
muchacho la esperó a la salida del trabajo con un ramo de rosas. Entonces ya
no pudo aguantar más y lo besó en los labios, beso que fue gratamente
correspondido, preludio de lo que ocurrió al llegar a la pensión. Presos ambos de
un furor inexplicable, se dirigieron a la habitación de Dolores y allí consumaron
el acto que llevaban tiempo soñando. Paco fue delicado y se sorprendió
gratamente al darse cuenta de que había tenido el honor de estrenar a su novia,
aunque no entendía bien el porqué, dada su belleza y su simpatía sin par. Se
hicieron novios y esa misma noche lo comunicaron a los demás con
grandilocuencia. De nuevo Silvana rescató el champán de su nevera para
brindar por la felicidad, tanto de su hijo como de la mejor amiga que había tenido
nunca. Realmente que Paco y Dolores se hicieran novios no podía hacerla más
dichosa, pues consideraba que era la mejor mujer que su hijo podía tener y
estaba segura de que serían muy felices. Poco tiempo después contrajeron
matrimonio en un ceremonia íntima, a la que únicamente acudieron amigos más
cercanos, es decir los habitantes de la pensión y los antiguos compañeros del
circo, que eran unos cuantos. Él eligió ir vestido de saltimbanqui, ella con un
traje de guipour blanco. Hacían una pareja singular, pero se les veía tan
contentos que la gente pasó por alto su extraña facha.
Con aquel matrimonio la pensión perdió un huesped, pues Dolores pasó a ser
parte de la familia, no obstante eso no fue ningún obstáculo para la buena
marcha de aquella. Es más, Paco, que había hecho de verdad una pequeña
fortuna y era un muchacho emprendedor como el que más, después de darle
muchas vueltas al asunto y consultarlo con su madre, tuvo la feliz idea de
ampliar el edificio, dándole un piso más e incorporando cuarto de baño a cada
una de las habitaciones. La idea, que a primera vista puede parecer
descabellada, dada la poca afluencia de público a la posada, no lo era, puesto
que también le
propuso a Angel que en su agencia diera publicidad al
establecimiento. Huelga decir que la agencia de viajes iba viento en popa, tanto
que incluso organizaba ya viajes en avión y al extranjero. A Angel le pareció una
idea estupenda y no hubo más que decir, desde aquel momento los dos
negocios casi se fundieron en uno.
Silvana tenía que estar contenta con la marcha de las cosas. Y no es que no
lo estuviera, pero a veces notaba que le faltaba algo. Algunas mañanas se
levantaba con la sensación de que su vida era una mierda, como ocurrió el día
en que comencé a narrarles esta historia. Silvana se miró al espejo, con el perlo
revuelto y su nada agraciado rostro y le entraron ganas de llorar. En realidad lo
único que le ocurría era que se sentía más sóla que la una. Antoñito y Angel se
querían y aunque era un amor clandestino y escondido, ellos eran felices y
dentro de la pensión nadie les impedía vivir libremente su pasión. Dolores había
visto a Dios cuando se casó con su hijo y no es que Silvana no se alegrara por
ello, que va, al contrario, pero tenía que reconocer que una casi cincuentona,
con los ojos retorcidos que no se sabía si miraba a uno o al de al lado, y nada
agraciada, había tenido mucha suerte de ser cortejada por un muchacho
apuesto y fornido como Paquiyo, que encima era casi veinte años más joven.
Siendo así que su amiga lo había conseguido, ¿porqué ella no?. Cierto es que
no era muy guapa, pero tampoco se consideraba tan fea como para que en toda
su vida no hubiera tenido más amoríos que con un gitano apestoso y maloliente,
de los que se hubiera arrepentido toda su vida si no fuera por el hijo tan hermoso
que le dejó como recuerdo. Y de eso habían pasado tantos años que ya ni se
acordaba de las sensaciones vividas. Pero en fin, la vida era así de injusta, y no
le quedaba más remedio que asumirlo. Por eso se atusó un poco el pelo y
después de vestirse salió de su habitación con intención de comenzar a laborar.
Ese día comenzaban las obras de remodelación de la pensión y el follón iba a
ser muy gordo.
Los obreros llegaron pronto y se pusieron a trabajar con brío y afán, vigilados
de cerca por Paco, que no les permitía levantar la cabeza de lo que estaban
haciendo. Seguía de cerca sus movimiento cual domador de fieras, y ellos, ante
la cara de salvajismo que tenía el muchacho, no osaban dejar de lado sus
obligaciones. La obra tenía que estar lista cuanto antes en pos de la buena
marcha del negocio, por eso es que no los dejaba ni hablar. Fue su madre la
que,tocado su corazón al ver el modo en que su hijo trataba a aquellos
muchachos,
intercedió por ellos e hizo que el chico suavizara un poco su
presión, consiguiendo que les dejara descansar a mitad de la mañana media
hora para tomarse un bocadillo. Observó entonces la mujer que en la hora del
bocadillo todos los albañiles salían de la casa y se apostaban en un parque
cercano a disfrutar de sus viandas, salvo uno, que se sentaba en las escaleras
de la entrada y sacando de su mochila su frugal comida la engullía tristemente.
Era un hombre mas bien de baja estatura, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo, con
el pelo blanco y una prominente berruga en la punta de la nariz que a ojos de
Silvana, le daba un toque muy varonil. Trabajaba en silencio y con mucho
empeño y tenía escasa relación con sus compañeros. Ella pensaba que aquel
hombre guardaba un secreto dentro de sí y aquello le hacía admirarlo
profundamente.
Un día en el que se encontraba sola en la pensión, cuando los trabajadores
recogían sus cosas y se disponían a marchar hasta el día siguiente, Silvana
invitó al hombre a una cerveza.
-Hace calor – le dijo, aunque estaban en febrero y el calor que hacía era más
que soportable - ¿le apetece una cerveza?
El hombre la miró asombrado y a continuación la obsequió con una sonrisa
que le daba a su cara un aspecto simiesco, dejando a la vista una dentadura
amarillenta y estropeada por la piorrea, que, no obstante, a nuestra protagonista
le pareció celestial. El hombre aceptó el ofrecimiento de buena gana, pues hacía
muchísimo tiempo que nadie lo invitaba a nada, si siquiera a una mísera
cerveza, y se sentó a la mesa de la cocina en la que, además de la bebida,
Silvana había puesto unas olivas.
-Y dígame – se atrevió a decirle -¿por qué no me cuenta ese secreto que
tiene tan bien guardado?
Ante tan extraña pregunta, el hombre estuvo a punto de salir corriendo.
Estaba claro que aquella mujer no estaba bien de la cabeza, el no tenía ningún
secreto y, aunque lo tuviera, desde luego que no tenía intención de contárselo a
una desconocida. No obstante aguantó el tipo y, como se sentía tan solo, decidió
darle un poco de conversación a aquella horrenda mujer que, vestida con una
blusa roja de gran escote, le enseñaba con clara provocación al canalillo de sus
tetas.
-Yo no tengo ningún secreto – le respondió por fin – sólo tengo una vida
solitaria e insulsa, fruto de mi mala cabeza y de mis peores acciones.
-Ah bueno, pues cuente, cuente, soy todo oídos.
El hombre se seguía preguntando porqué diablos aquel esperpento quería
saber su vida, ¿sería tal vez porque su lozanía había despertado los sentidos
dormidos de aquel engendro? Se convenció a sí mismo de que no podía ser otro
motivo y de repente vió una excelente oportunidad para convertir su anodina
existencia en una vida más animada, aunque fuera al lado de una mujer como
aquella.
-Pues mire si, le voy a contar mi vida y mis hechos, algo que nunca he
contado a nadie, nadie sabe mi verdad, usted será la primera.
Silvana se sintió orgullosa de aquellas palabras y se dipuso a escuchar con
atención el relato del hombre.
VIII)
-Pues verá usted,- empezó el hombre- comenzaré presentándome. Yo ya sé que
usted se llama Silvana, pero usted no sabe mi nombre. Soy José López Pérez,
ya ve usted que nombre más simple, como simple fue mi vida hasta que se me
ocurrió hacer lo que hice. Me arrepiento, me arrepiento muchísimo, pero a veces
la vida te lleva por derroteros grises y sinuosos, o si la vida no te lleva, los
buscas tú, en fin. Yo era un hombre modesto y trabajador. Vivía con mis padres
en la calle del Medio en una corrala, ya sabe usted, esas edificaciones de
vecinos donde compartíamos muchas cosas, desde el baño hasta a veces la
propia intimidad. No me importaba, yo era feliz. Trabajaba de peón caminero, no
ganaba mucho, pero como tampoco tenía demasiadas necesidades y no
conocía el lujo, para mí era mas que suficiente. Un día conocí a Margarita y me
enamoré de ella como un idiota. Margarita era enfermera y trabajaba en el
hospital psiquiátrico. Una muchacha bella y culta. Tenía un pequeño defecto y es
que cojeaba debido a una polio que había padecido de pequeña, también tenía
la boca un poco torcida y un perro le había arrancado una oreja, pero a mi me
daba igual, para mí era la más bella del mundo. La veía todos los días en el
autobús, cuando regresaba a casa del trabajo. Ella se subía en la parada del
hospital y se bajaba cerca del Parque Rosa. Un día me bajé con ella y la seguí.
No supe ser muy discreto y enseguida se dio cuenta. Volvió la cabeza y yo me
paré; claro, a ella le entró el miedo y empezó a correr, aunque debido a su
pertinaz cojera no consiguió llegar muy lejos. Cuando la alcancé, no la dejé
hablar y le declaré mi amor de carrerilla. Ella, pensando que me burlaba, me
mandó a tomar por el culo y siguió su camino. Después de ese primer
encuentro, cada vez que me veía se escondía de mí, así que decidí escribirle
una carta declarándome de nuevo y afirmándole que mis intenciones eran
buenas y enviársela al hospital. Aquella carta fue un revulsivo, pues al día
siguiente de recibirla se acercó a mí en cuanto subió al bus y me empezó a
contar sus planes de matrimonio conmigo. Y se preguntará usted, que coño
decía esa carta para hacerle cambiar de opinión así tan rápido. Pues verá, la
realidad es que esa carta fue el primer error que cometí. Estaba llena de
mentiras. Entre otras cosas le contaba que tenía mucho dinero y que a mi lado
podría disfrutar de los mayores lujos que pudiera imaginarse. Es evidente, pues,
que si acercaba a mí era por mi supuesto dinero, un dinero que no tenía, como
tampoco tenía posibilidad de ganarlo. Pero estaba tan enamorado que me
cegué, me dejé llevar por mi propia mentira y ahí empezó mi declive. Tuve que
pedir un préstamo muy gordo que me permitiera cambiarme de casa y pagar una
boda y un viaje de novios que no estaba al alcance de cualquiera. Todo por
darle el gusto a aquella mala mujer. Compré un piso de lujo en la mejor zona de
la ciudad, nos casamos por todo lo alto, aunque el menú tuvo que ser bastante
simple, pues de lo contrario no me quedarían fondos para pagar la luna de miel
a las Malvinas, fíjese usted, con lo a gusto que hubiéramos ido a Salmonejos de
Arriba, a visitar a mi familia, pero ella se empeñó en ir a las Malvinas y en la
boda tuvimos que comer callos y patatas fritas con huevos, que a mi me
encantan, pero que no es menú para un bodorrio y dio mucho que hablar.
A la vuelta de nuestro aburrido viaje fue cuando Margarita cambió. Dejó
de ser la esposa cándida y amorosa para convertirse en una mujer fría y sin
escrúpulos. Empezó a decir que mi sueldo no llegaba a nada y que tenía que
pedir un aumento. El suyo, que era mucho mayor que el mío, lo guardaba en
una cuenta a su nombre aduciendo que debíamos ahorrarlo para nuestros hijos,
y claro, pretendía que el mío fuera suficiente para todos sus caprichos y para
llevar la casa. Yo le había ocultado mi verdadera profesión, ella creía que
trabajaba de jefe de mecánicos en una conocida casa de venta de vehículos y
claro, esperaba más dinero del que en realidad ganaba. Yo hacía mis números,
para lo que me tuve que comprar una calculadora porque las matemáticas nunca
fueron mi fuerte, pero las cuentas jamás me salían, ni con calculadora ni sin ella.
Cada vez estaba más desesperado, pues ella no paraba de presionarme. Al
cabo de unos meses se me ocurrió un plan tan absurdo como descabellado, que
estaba desde el principio, abocado al fracaso. Recorrí las casas de ventas de
coches y utilizando las más burdas triquiñuelas conocí a los jefes de mecánicos
con la intención de suplantar a alguno de ellos. Se preguntará usted como
leches iba a suplantar a nadie, pues muy fácil:matándole y haciéndome pasar
por él. Simplemente estudié durante un tiempo su carácter y sus condiciones
físicas para saber cuál era el más débil y, en consecuencia, el más fácil de
asesinar, ah, también tenía en cuenta que fuese lo más parecido a mí, pues eso
era una parte fundamental de mi plan. Finalmente me decidí por un hombre que
trabajaba en la SEAT, más o menos de mi edad, callado y reservado y, al igual
que Margarita, con una leve cojera. Me informé de todo lo relacionado con su
vida, principalmente de su nombre, circunstancias personales y del lugar donde
vivía. Pude saber que era soltero y que vivía sólo en una apartamento junto a la
playa, lo cual era perfecto pues nadie se interesaría por él, o al menos eso creía
yo. Lo vigilé durante unos días y una tarde en que se encontraba solo en el taller
finalmente puse mi plan en marcha. Entré y le pedí una lata de aceite para el
coche y cuando se dio la vuelta para buscarla, cogí un extintor y le di un golpe
en la cabeza. Cayó al suelo con un ruido sordo, sangrando como un cerdo. Lo
envolví en una manta que tenía en mi coche, lo metí en el maletero y después
de limpiar como pude los restos de sangre, que eran bastantes, lo llevé a un
descampado y allí abandoné el cuerpo. Luego, desde una cabina llamé al taller y
haciéndome pasar por él, les dije que me ausentaría durante unos días, pues me
habían llamado de un hospital americano para corregirme la cojera y de paso
hacerme la cirugía estética. El hombre que hablaba conmigo, que supuse sería
un empleado, no sabía qué decir ante las burradas que estaba escuchando y
antes de que se atreviera a replicarme algo lógico colgué el teléfono. A lo largo
de los quince días que pasé sin incorporarme a mi nuevo trabajo, los nervios
hicieron mella en mí. Por un lado, miraba todos los días el periódico, por si
acaso publicaban la noticia de que un hombre había aparecido muerto en un
descampado, pero dicha noticia jamás tuvo lugar, lo cual me tranquilizó un poco
pues eso quería decir que seguramente no lo habrían encontrado y yo me vería
libre de responder por mi deleznable acto. Por otro lado me daba miedo el
momento de incorporarme a un trabajo sobre el que no tenía ni la menor idea,
pero, claro, tuve que hacerlo. Pasados los quince días aparecí por el taller
haciéndome pasar por mi víctima, que se llamaba Casimiro. Los demás
empleados se quedaron mirándome como idiotas, no hace falta decir la causa.
Tuve que explicarles que me habían operado la pierna para corregir mi cojera y
que de paso me habían hecho la cirugía estética, puesto que habían observado
que era muy feo y que eso, en el futuro, podría acarrearme graves problemas
psicológicos. No contaba yo con que uno de mis subordinados, el más joven, un
muchacho muy observador y avispado de nombre Juan Onofre, no se tragó mi
mentira y me preguntó, mirándome con expresión detectivesca, que porqué me
habían dejado esta horrible verruga que adorna mi nariz.
-Vaya cirujanos de mierda – dijo con socarronería – antes eras feo, pero
ahora te han dejado precioso.
Como no encontré argumentos para justificar aquel lamentable fallo médico
dije que era muy tarde y que había que ponerse a trabajar , con lo cual cada uno
se fue a su puesto. Yo me dediqué a vigilarlos. Como era el jefe, ninguno se
atrevía a mandarme trabajar , aunque yo me daba cuenta de que Juan Onofre
no cesaba de observarme por el rabillo del ojo, seguramente para pillarme a la
menor oportunidad que yo le diera. Así estuve más o menos durante dos meses.
Mis sueldo aumentó considerablemente y Margarita estaba contenta por ello,
aunque por otro lado, tenía una expresión de preocupación en su rostro a la que
yo, por más que pensaba, no encontraba explicación. Poco me figuraba yo todo
lo que se me venía encima. Una tarde, estando en el taller solos Juan Onofre y
yo, se presentaron dos trabajos urgentes que había que llevar a cabo en el acto.
-Jefe – me dijo con ironía – un coche lo arreglo yo y el otro usted.
Pronunció el usted de una manera rara, extraña, como si supiera que su
oportunidad había llegado y por fin iba a desenmascararme. Yo, que nunca
había tocado un motor, cogí el toro por los cuernos y me puse manos a la obra.
Durante el tiempo que llevaba allí, había observado mucho cómo trabajaban los
demás y algo se me había quedado, malo sería que no pudiera arreglar el
coche. Desmonté, limpié, saqué, metí, hice y deshice y cuando finalmente volví
a montar el motor de nuevo vi que me sobraban dos o tres piezas. Las escondí
para que el joven Onofre no las viera y me metí en el coche para ver si
funcionaba. No se puede usted imaginar el alivio que sentí cuando al darle al
contacto escuché el ruido del motor. El coche funcionaba y aquellas piececillas
de nada seguramente serían inservibles. Me fui a mi casa satisfecho por el
deber cumplido, mas contento que de costumbre, tanto, que al llegar le dije a
Margarita que se preparara, que aquella noche le iba a echar un polvo de
campeonato. Me miró de muy malos modos y me contestó que de eso nada, que
aquella noche no estaba ella para polvos y me ignoró por completo. Lo que no
sabía yo era que estaba preparando mi final. A la mañana siguiente me extrañó
ver un gentío arremolinado a la puerta del taller. En cuanto yo me aproximé se
hizo el silencio. Toda la plana mayor, los jefazos, estaban allí, más dos coches
de la policía. Las piernas comenzaron a temblarme. Juan Onofre me señaló cual
Judas señalando a Jesús.
-Ese es – dijo.
Un policía se acercó a mí con intención de ponerme una esposas, mas el
director del concesionario lo detuvo.
-¿Es usted Casimiro Antares? - me preguntó.
-Si señor, yo soy – respondí.
Entonces hizo un gesto y apareció ante mí lo que jamás hubiera esperado
ver. Mi mujer empujando una silla de ruedas en la cual iba sentado el verdadero
Casimiro Antares al cual no había matado, sinó dejado tonto. Yo no entendía
nada, pero me lo explicaron enseguida. El coche que yo había creído arreglar el
día anterior no era más que una trampa. Hacía tiempo que sospechaban que ni
yo era Casimiro, ni era mecánico. La prueba de que no era mecánico la habían
conseguido el día anterior, con aquel maldito coche que yo no había conseguido
reparar. La prueba de que no era Casimiro fue mucho más compleja y fruto de la
casualidad. Porque dígame usted si no es casualidad que yo fuera a elegir para
suplantar al amante de mi mujer. Como lo oye, doña Silvana, Casimiro y
Margarita eran amantes, se habían conocido en la asociación de cojos a la que
ambos pertenecían. Margarita empezó a sospechar de que algo raro ocurría el
día en que Casimiro no acudió a su cita. Entonces llamó al taller y le contaron la
absurda historia que yo me había inventado para justificar la ausencia del pobre
hombre. Ella no se la tragó y después de pasados unos días en los que esperó
a ver si Casimiro daba señales del vida, se dedicó a investigar. Lo primero que
hizo fue hurgar en los hospitales. No tuvo que hacerlo durante mucho tiempo.
Encontró a su amor en el hospital de Caridad, a donde un mendigo lo había
llevado, después de encontrárselo en el descampado medio muerto. Fue
entonces cuando mi esposa llamó de nuevo al taller para darles la noticia. Le
contestaron que era imposible, que Casimiro estaba allí trabajando, sin cojera y
con una nueva cara, como había dicho él mismo. Claro, mi mujer fue un día por
allí y comprobó que el que se hacía pasar por su amante era yo. Huelga decir,
que descubierto el cotarro a mí me detuvieron y mi mujer me dejó. Luego supe
que tampoco se quedó con el pobre Casimiro, pues un inválido no le servía para
nada salvo para darle problemas, palabras textuales de ella. A mí me cayeron
quince años de cárcel, de los que cumplí doce. Salí hace unos meses y aquí me
tiene, sólo, sin familia, pues mis padres murieron, sin amigos.... pero bueno, con
el consuelo de que una dama tan gentil como usted se digne a invitarme a una
cerveza.
IX)
Silvana se quedó asombrada ante el magnífico relato que acababa de
escuchar, no sólo por la grandeza intrínseca del mismo, sino porque recordaba
perfectamente el caso. Aunque hacía años, muchos años, que ya no ejercía
como juez, siempre había conservado intacto el interés por los asuntos
judiciales, sobre todo los que formaban parte de una crónica negra. Lo que
nunca se imaginó fue toparse bruces con el protagonista de ninguno de aquellos
sucesos y mucho menos todavía que llegara a sentir algo por él. Pero así era.
Silvana se sentía enamorada de aquel criminal arrepentido, como hacía años lo
había estado de aquel gitano que la abandonó. Estaba claro que la atraían los
hombre con problemas, no obstante esta vez era distinto. Todos nos merecemos
una segunda oportunidad y José también. Ella estaba dispuesta a dársela y a
hacer que Margarita quedara relegada al mundo de los recuerdos. Después de
haberle contado ella también su vida, la que todos conocemos, el hombre se
levantó cansinamente de su silla y se dispuso a marchar.
-¿Y ahora donde vive? - le preguntó Silvana - ¿sigue conservando el piso?
-Que va , el piso lo vendí para poder pagarle la indemnización a Casimiro,
duermo en un banco del parque o de la alameda.
La mujer entonces comprendió mejor el motivo del olorcillo a sudor que
emanaba del cuerpo del hombre cada vez que movía los brazos. Si no tenía
dónde vivir, tampoco donde lavarse. El caso es que le dio pena y le ofreció
quedarse a dormir en su pensión.
-Ahora mismo no tengo habitación libre debido a las obras, pero puede usted
dormir en el sofá de la sala.
José se lo agradeció en el alma, le dijo que tenía que salir a arreglar unos
asuntos y que en una o dos horas regresaría. El hombre salió de la pensión con
rumbo desconocido y Silvana se lo quedó esperando ilusionada. Durante la
cena no dijo nada a los demás. Estaba segura de que iba a iniciar un romance,
pero no lo haría público hasta que la cosa estuviera consolidada. Después de la
acostumbrada tertulia, cuando los demás marcharon a sus respectivas
habitaciones, ella abrió el sofá-cama de la salita y lo preparó para que José
pudiera pasar la noche en él. Dudo si esperarlo levantada o no, pero al final se
decidió por esto último, no era conveniente que mostrara demasiado interés por
el gallardo caballero. No obstante no se durmió hasta que escuchó la puerta de
la calle cerrarse.
Probablemente se estarán preguntando, queridos lectores, qué rayos tenía
que hacer José por ahí fuera si ni siquiera tenía casa, ni familia, ni nada de
nada. Pues lo cierto es que no tenía nada qué hacer, simplemente había puesto
aquella absurda excusa para tomar un poco el aire y pensar en lo ocurrido
aquella tarde. Había vaciado su corazón y su alma con una desconocida que
estaba loca por él, se le veía a las leguas. Encima le ofrecía su casa y no podía
rechazarla, por un lado no estaría bien y por otro no le daba la gana de dormir
de nuevo a la intemperie. Pero tenía que ser muy cauto. No quería que aquella
mujer con cara de caballo interpretara mal sus gestos o sus palabras. Él no
sentía nada por ella y no lo iba a sentir nunca, ni por ella ni por ninguna mujer,
con Margarita había tenido su ración de mujer para toda su vida. Las odiaba
hasta el punto de no acudir a ellas ni para satisfacer sus necesidades sexuales.
Se limitaba a comprar revistas guarras cuya visión era suficiente para hacer que
se entregara con fruidez a los placeres solitarios. Así que tendría que ser cauto y
precavido para no caer en las fauces de aquella tipa. Lo mejor sería no hacerle
demasiado caso, así se iría desengañando, tampoco era cuestión de hacerle
daño, pues se notaba que era buena persona. José se fumó un último cigarrillo
antes de entrar en la pensión. La perspectiva de dormir al calor le animaba
bastante, pues la noche se presentaba despejada y estrellada y por ende
extremadamente fría. No se oían ruidos en el interior de la casa, señal de que
todos se habían retirado a dormir, así que entró con sumo sigilo y fue directo a la
salita, donde se introdujo entre las confortables mantas y se quedó dormido en
menos que canta un gallo.
Paco se despertó a las cinco de la mañana con unas tremendas ganas de
orinar, debido, probablemente a las cinco o seis cervezas que se había tomado
la tarde anterior. Se encontraba tan a gusto metido en la cama que no le
apetecía levantarse en absoluto, pero no le quedó más remedio si no quería
transformar su lecho en una piscina. Tan pronto como abrió la puerta de su
cuarto escuchó los ronquidos. Sus sentidos se agudizaron cual animal vigilante.
Por un instante una sensación entre miedo y preocupación se adueñó de él,
pero, valiente como era, se le quitó de encima enseguida, dando paso a su
instinto protector. Fuera lo que fuera el ser que emitía aquellos horrendos
sonidos, se había colado en la casa sin formar parte de ella, sin permiso y
alevosamente y merecía su castigo. No podía permitir que terminara
destrozando a los demás habitantes. Dio dos o tres volteretas sencillas en
dirección a la salita y, en la penumbra pudo distinguir un bulto echado en el sofá.
A tenor de los bramidos que brotaban de aquel ser, no cabía duda de que se
trataba de una fiera, tal vez de una especie desconocida, pues en sus muchos
contactos con animales salvajes durante sus años circenses, jamás había
escuchado cosa semejante. No se lo pensó mucho. Cogió una estaca que
estaba por allí, proveniente de las obras y con ella comenzó a atizarle al bulto
sospechoso semejantes golpes que al pobre José casi le da un infarto del susto
y del dolor.
-Toma fiera, toma fiera- escuchaba el hombre sin poder articular palabra,
mientras caía sobre el tan ingente cantidad de palos que por un momento pensó
que aquello era el fin.
Finalmente su instinto de supervivencia pudo más y comenzó a gritar
pidiendo ayuda. Paco, al oír una voz humana suplicando de tal manera, detuvo
su ataque y al encender la luz pudo ver a un hombre con la cara ensangrentada
que le pedía sinceramente y con voz lastimosa, que por favor no le arreara más.
Por supuesto los gritos despertaron a los demás que acudieron ipso facto al
lugar de los hechos, en el momento en que Paco pedía cuentas al hombre, a ver
que coño hacía durmiendo allí. Silvana se lo explicó y deshizo el entuerto si bien
a José le habían caído encima unos cuantos golpes y no tuvieron más remedio
que llamar una ambulancia y trasladarlo al hospital más cercano.
Una conmoción cerebral, dos costillas rotas y una luxación en un hombro,
aparte de rasguños por todo el cuerpo fue el resultado de la brutal paliza. José
quedó ingresado en el hospital con pronóstico reservado. Los médicos
preguntaron a Silvana qué le había ocurrido a aquel muchacho para presentar
tan lamentable aspecto, a lo que ella respondió que se había caído por la
escalera. Tan exigua explicación no convenció a los doctores, que sospechaban
que la cara de caballo aquella había atizado al hombre en medio de un
encuentro sexual clandestino, no obstante como la versión de la mujer fue
corroborada por el lesionado, dejaron de hacer preguntas.
-Que conste -dijo José a Silvana – que no culpo a su hijo por lo bien que usted
se ha portado conmigo.
Silvana le dio las gracias sinceramente, no quería que su Paco fuera
separado de nuevo de ella y le prometió que le cuidaría tan bien que le haría
olvidarse de la brutal paliza. Así lo hizo. No se separó de la cama del hombre, no
reparó en cuidados con él, y de él comenzó a brotar un sentimiento que en
principio identificó como gratitud, pero que finalmente tuvo reconocer como
amor. Un amor mucho más tranquilo que el que había sentido por Margarita, un
amor distinto, que no tenía nada que ver con la atracción física, sinó más bien
con la unión de almas. El alma de Silvana era limpia, buena, y eso era lo que él
buscaba, lo que siempre había buscado en una dama y no lo había encontrado
hasta entonces.
Mes y medio tuvo que pasar el hombre en el hospital. El día que le dieron el
alta y regresó a la pensión lo recibieron con una fantástica fiesta de bienvenida.
Las obras ya habían terminado así que lo instalaron en una magnífica habitación
con baño incorporado. Paco le pidió perdón mil veces, llorando como un niño,
absolutamente arrepentido de haberle propinado semejantes golpes que a punto
habían estado de enviarle al otro barrio. Fue un momento muy emotivo y José
aprovechó para, delante de todos los habitantes de tan singular establecimiento,
pedir a Silvana en matrimonio.
-Nada me haría más feliz que hacerte mi esposa -le dijo. A lo que ella, con
lágrimas contenidas a causa de la emoción, respondió afirmativamente. Los
demás rompieron a aplaudir y felicitaron a la nueva pareja. Los moradores de la
Media Estrella habían conseguido, por fin, algo parecido a la felicidad completa.
Han pasado algunos años. La Media Estrella se ha convertido en un hotel de
lujo. La Agencia de Viajes hoy es una conocida cadena de la que no podemos
decir su nombre por motivos obvios. Angel y Antonio han cumplido un sueño que
se les hacía imposible:casarse. Paco y Dolores adoptaron una niña china dada
la edad madura de ella, que ya no le permitía concebir. Además ella se operó su
estrabismo y se le dulcificó el rostro. Silvana....bueno, ella disfruta de una vejez
tranquila al lado de su José, orgullosa del imperio que levantó sola. Hoy mira
hacia atrás y no se arrepiente de su vida, de aquella vida que inició cuando se
bajó del tren con su hijo en brazos y con una maleta de cartón por todo equipaje.
En la Media Estrella vivió sus mejores años, conoció las mejores gentes, pero la
jubilación llegó por fin. Su hijo se hizo cargo del negocio. Y ella, en este
momento, tumbada en una hamaca de una playa de Hawaii, con su marido al
lado, sorbe por una pajita el refrescante daikiri y con su eterna sonrisa caballar,
nos hace un guiño desenfadado.
Descargar