AFRODITA Y LAS REINAS: UNA MIRADA AL pODER

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AFRODITA Y LAS REINAS:
UNA MIRADA AL PODER FEMENINO EN LA
GRECIA HELENÍSTICA1
Mª Dolores Mirón Pérez
Universidad de Granada
Recibido: 2/7/2012
Aceptado: 08/10/2012
Resumen
Afrodita era la diosa griega del amor, popular sobre todo entre las mujeres, en una
sociedad patriarcal donde eran definidas en relación –particularmente en relación sexual– con los hombres. Pero también era expresión simbólica de un poder esencialmente femenino: el poder de seducción. Las reinas del mundo helenístico (ss. III-I a.
C.) se asociaron frecuentemente a ella, dentro de una propaganda que resaltaba su
carácter de reproductoras dinásticas y benefactoras de la comunidad, presentándose
el amor conyugal entre el rey y la reina como garante de la sucesión legítima y de la
prosperidad del pueblo. Pero la asociación simbolizaba y enfatizaba asimismo el propio poder de las reinas en el plano público (político), al mismo tiempo que señalaba
sus limitaciones como mujeres.
Palabras clave: Reinas. Poder. Divinidad. Amor. Mundo helenístico.
Abstract
Aphrodite was the Greek goddess of love, and was especially popular for women,
in a patriarchal society was women were defined in relation –particularly sexual– to
men. But she was as well expression of a essentially feminine power: the power of
seduction. The queens of the Hellenistic world (3th-1st centuries BC) were frequently
associated to Aphrodite, as part of a propaganda that emphasized their role as dynastic
1. Este trabajo se inscribe dentro del Proyecto I+D HAR2008-01368/HIST: Política y genero
en la propaganda en la Antigüedad: antecedentes y legado.
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mothers and wives, and benefactresses for the community. In this way, the conjugal
love between king and queen was presented as a guarantee of both rightful succession and people’s prosperity. But this association also symbolized and emphasized
the queen’s power in a public (political) level, at they same time it pointed to their
limitations as women.
Key words: Queens. Power. Divinity. Love. Hellenistic world.
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Iba [Cleopatra] tendida bajo dosel espolvoreado de oro, adornada como se
pinta a Afrodita. Asistíanla a uno y otro lado, para hacerle aire, muchachitos
parecidos a los Amores que vemos pintados. Tenía asimismo cerca de sí criadas de gran belleza, vestidas de ropas con que representaban a las Nereidas y
a las Gracias, puestas unas a la caña de los timones y otras junto a las drizas.
Sentíanse las orillas perfumadas de muchos y exquisitos aromas, y un gran
gentío seguía la nave por una y otra orilla, mientras unos bajaban de la ciudad
a gozar de aquel espectáculo, al que pronto corrió toda la muchedumbre que
había en la plaza, hasta haberse quedado Antonio solo sentado en el tribunal;
y la voz que de unos en otros se propagaba era que Afrodita venía a ser festejada por Dioniso en bien del Asia.
(...) Según dicen, su belleza no era en sí misma incomparable o tal que
dejase parados a los que la veían; pero su trato tenía un gancho inevitable, y
su figura, ayudada de su labia y de una gracia inherente a su intimidad, parecía que dejaba clavado un aguijón en el ánimo2.
Este pasaje del biógrafo grecorromano Plutarco, sobre el encuentro entre el
general romano Marco Antonio y la reina Cleopatra VII de Egipto, que da
inicio a uno de los amores más célebres de la historia, ha sido fecunda fuente
de inspiración, hasta nuestros días, para un inmenso material historiográfico, literario, plástico y cinematográfico, incluso en el cómic. La imagen de
Cleopatra como irresistible seductora –en particular de generales romanos–
ha impregnado nuestro acervo histórico-cultural, incluida, como vemos, la
cultura popular.
Plutarco escribió más de un siglo después de producirse estos hechos; y
el relato fue forjado tanto con datos históricos como con tradiciones romanas
interesadas3. De este modo, la greco-egipcia Cleopatra –no lo olvidemos: enemiga de Roma, o más bien de su vencedor, Octavio Augusto–, es presentada
como seductora, más que por su belleza, por su adorno, su encanto en el trato
2. Plutarco, Antonio, 16-17.
3. Sobre la construcción de la imagen de Cleopatra VII, ver Cid López, Rosa María: «Marco
Antonio y Cleopatra. El fracaso de un sueño político y la construcción de una leyenda»,
en Rosa María Cid y Marta González (eds.): Mitos femeninos de la cultura clásica, Oviedo, KRK, 2003, pp. 223-246; Puyadas Rupérez, Vanessa: «Cleopatra VII: descendiente
de faraones», en Almudena Domínguez (ed.): Mujeres en la Antigüedad Clásica: género,
poder y conflicto, Madrid: Sílex, 2010, pp. 103-123.
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y habilidad en la intimidad sexual; frente a ella, Octavia, la legítima esposa
romana de Marco Antonio y hermana de Octavio, aparece como modelo de
virtudes morales y belleza natural sin afeites, estando una cosa unida a la
otra. Por tanto, hay que tener en cuenta en la descripción del aparato con que
Cleopatra se ofrece ante su próxima «víctima», una posible construcción interesada a partir de la propaganda de Augusto. Pero, por otro lado, que Cleopatra se presentase con los atributos de Afrodita está lejos de ser inverosímil.
De hecho, la asimilación o asociación de reinas helenísticas a Afrodita era un
fenómeno habitual; formaba parte de la propaganda de sus propios reinos y
de ellas mismas.
Afrodita era la diosa griega del amor, en su más amplio sentido. Se la
conoce especialmente como divinidad de la belleza, la seducción erótica y la
unión sexual, pero abarca otros lazos de afecto menos físicos, como el mismo
mantenimiento de la armonía entre ciudadanos, rige tanto sobre los amores
heterosexuales como homosexuales, en lo físico y en lo mental. Patrona de las
prostitutas, lo es también de las mujeres casadas y del matrimonio, en tanto
la atracción sexual y el afecto entre esposos se consideran necesarios para la
procreación y la deseable concordia conyugal. Aunque, como vemos, sus poderes interesan tanto a hombres como a mujeres, el vínculo con las segundas
es estrecho, pues, en un mundo donde las mujeres son definidas socialmente
en relación con los hombres –y particularmente en relación sexual con los
hombres–, los ámbitos de competencia de Afrodita coinciden en buena parte
con los ámbitos de competencia y las metas vitales de las mujeres. Afrodita
es una diosa rabiosamente femenina, y su poder de seducción el más generalmente reconocido a las mujeres en el mundo griego4.
Afrodita es quizá la más poderosa de las diosas, «despierta en los dioses el
dulce deseo y domeña las estirpes de las gentes mortales, a las aves que revolotean en el cielo y a las criaturas todas»5. Entre las divinidades, sólo Atenea,
Ártemis, y Hestia se le resisten: «Pero de lo demás nada ha podido sustraerse
a Afrodita, ni entre los dioses bienaventurados, ni entre los hombres mortales.
Ella le arrebata el sentido incluso a Zeus que se goza con el rayo, él que es el
más grande y el que participa del mayor honor»6.
Afrodita, el poder del amor, une matrimonios y pueblos; pero también causa adulterios y guerras, como la mítica de los griegos contra Troya, provocada
4. Mirón Pérez, Mª Dolores: «El don de Afrodita: La belleza femenina en Grecia antigua»,
en Mercedes Arriaga y José Manuel Estévez (eds.): Cuerpos de mujer en sus (con)textos,
Sevilla, ArCiBel, 2005, pp. 209-225.
5. Himno homérico a Afrodita, 5,2-5.
6. Himno homérico a Afrodita, 5, 35-37.
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por el adulterio de la mujer más bella, Helena. Se la desea y se la teme. Pero,
por encima de todo, es una divinidad cuya protección y ayuda es deseable
obtener; prevaleciendo su carácter benefactor sobre los peligros. Es atractiva
y divertida, incluso «humana»7. Es, entre las divinidades griegas, una de las
más populares y cercanas a las personas y a sus intereses más particulares,
sobre todo para las mujeres.
Su popularidad, siempre grande, creció aún más a finales de la época clásica y en el período helenístico (ss. III-I a. C.). La crisis de la ciudad-Estado, iniciada a finales del siglo V a. C., conllevó una crisis de los ideales comunitarios
de la ciudad, impulsando el individualismo y el interés por los asuntos más
particulares e íntimos, por expresar y significar las emociones, singularmente
el amor. El siglo IV asiste a una eclosión de arte y literatura eróticas, al mismo
tiempo que a un interés de la filosofía por tratar las relaciones entre hombres
y mujeres; tendencia que no hace más que afianzarse en época helenística,
coincidiendo con una mayor presencia pública y acaso mayor libertad y autonomía de las mujeres, al menos entre las clases altas.
Es en esa época de cambio, el siglo IV, cuando se produce una novedad
significativa: la aparición del desnudo íntegro –antes exclusivo de varones–
femenino en escultura mayor. Su primer ejemplo fue la Afrodita de Cnido,
obra de Praxíteles, para la que se decía sirvió de modelo la cortesana Friné.
A partir de ahí, las estatuas del tipo Venus Púdica se hicieron muy populares
en el mundo helenístico y romano. En ellas, la diosa desnuda cubre su sexo
con una mano, al mismo tiempo tapándolo y señalándolo. Al respecto, Nanette Salomon afirma que mediante estas imágenes se humilla a las mujeres
y se las reduce a un objeto sexual, precisamente con el objetivo de controlar
su sexualidad, en un momento en que gozan de mayor libertad y presencia
pública; el pudor sería una manifestación de vergüenza de su propio sexo8.
Sin embargo, cabe hacer otras lecturas. En un mundo donde las mujeres habían de depender de un hombre y, por tanto, influyentes o no, su vida giraba
en torno fundamentalmente al matrimonio y la procreación, el poder de la
belleza seductora de Afrodita podía ayudarlas a obtener un marido o hacer
que alguien se enamorase de ellas, sin dejar de lado la posibilidad del placer
7. Wulff Alonso, Fernando: La fortaleza asediada. Diosas, héroes y mujeres poderosas en el
mito griego, Salamanca, Universidad, 1997, p. 218.
8. Salomon, Nanette: «Making a world of difference. Gender asymetry, and the Greek nude», en Ann Olga Koloski-Ostrow y Claire L. Lyons (eds.): Naked thruths. Women, sexuality, and gender in classical art and archeology, Londres, Routledge, 1997, pp. 197-219.
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sexual; además de evocar la promesa de salud y descendencia9. Y también el
poder seductor podía ser ligado al poder de influir sobre los hombres, punto
sumamente importante para las mujeres, en un mundo donde sus capacidades
de poder eran bastante limitadas.
Las mujeres poderosas por antonomasia en el mundo griego fueron las
reinas helenísticas. Las postrimerías del siglo IV asistieron a una novedad
política, hasta entonces restringida en Grecia a la periferia del norte: grandes
estados monárquicos, formados en todo el Mediterráneo oriental sobre el desmembramiento del Imperio de Alejandro Magno, en competencia entre ellos,
que extendieron su influencia y hegemonía a las antiguas ciudades-estado, las
poleis griegas, nominalmente independientes. Estas monarquías, que se impusieron sobre todo mediante las armas, no tardaron en ser hereditarias, ligadas
por tanto a linajes, a familias en cuyo seno se reproducían. Aunque a la cabeza
del poder político se hallaba un varón (el rey), este poder se hacía extensivo
a toda la familia, ya que ésta había de ser reproducía dinásticamente. De este
modo, la figura de la reina –como por lo general en toda monarquía hereditaria– formó parte esencial del aparato de poder, como vehículo de transmisión
del poder, pero también como elemento fundamental tanto en su justificación
como en su funcionamiento práctico10.
Muchas de estas mujeres se asociaron y asimilaron a diosas –los reyes hicieron otro tanto con dioses–; sobre todo a Afrodita. Veamos algunos ejemplos.
La primera reina en ser asimilada a Afrodita fue Fila II, hija de Antípatro,
regente de Macedonia, y esposa de Demetrio Poliorcetes (306-288 a. C.), personaje poderoso en busca de un reino y temporalmente rey de Macedonia. No
fue una decisión emanada del poder real. Fueron los ciudadanos de Atenas
quienes adoraron a Fila Afrodita y le erigieron un templo (Fileo), después de
9. Kampen, Natalie B.: «Epilogue. Gender and desire», en Koloski-Ostrow. Op.cit., en p.
270.
10. Sobre las reinas helenísticas, ver fundamentalmente Carney, Elizabeth D.: Women and
monarchy in Macedonia, Norman, University of Oklahoma Press, 2000; Le Bohec, Sylvie: «Les reines de Macédonie de la mort d’Alexandre à celle de Persée», Cahiers du
Centre G. Glotz 4 (1993), pp. 229245; Macurdy, Grace H.: Hellenistic Queens. A Study
of WomenPower in Macedonia, Seleucid Syria, and Ptolemaic Egypt, Baltimore, The Johns
Hopkins Press, 1932; Mirón Pérez, Mª Dolores: «Transmitters and representatives of
power: Royal women in ancient Macedonia», Ancient Society 30 (2000), pp. 35-52.
Nourse, Kyra L.: Women and the early development of royal power in the Hellenistic East,
PhD Dissertation, University of Pennsylvania, Ann Arbor, UMI, 2002; Pomeroy, Sarah B.: Women in Hellenistic Egypt. From Alexander to Cleopatra, Nueva York, Shocken
Books, 1984, pp. 3-40; Savalli-Lestrade, Ivana: «Il ruolo pubblico delle regine ellenistiche», en Salvatore Alessandri (ed.): Historie. Studi offerti dagli allievi a Giuseppe Nenci
in occasione del suo settantesimo cumpleanno, Puglia, Congedo, 1994, pp. 415-432.
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que Demetrio liberara a la ciudad de la tiranía11. También en Atenas fueron
asimiladas a Afrodita dos amantes de Demetrio, Lamia y Lena, acto que, por
cierto, irritó al rey, quien, no obstante, no mostró enfado respecto a los honores a su esposa y a sí mismo12.
La identificación de mujeres hermosas, en particular cortesanas, a Afrodita, la diosa del amor y la belleza, en el mundo griego, no era infrecuente, sobre todo en época helenística13. Sin embargo, Fila II jamás fue alabada por su
belleza, sino por su inteligencia, plasmada tanto en sus buenos consejos a sus
parientes varones en el poder, como en sus actividades diplomáticas y en favor de la paz social, como la mediación en los conflictos dentro de la tropa, la
ayuda a personas acusadas injustamente y el patronazgo sobre el matrimonio
de mujeres pobres, con la concesión de dotes14. Su esposo Demetrio fue famoso –hechos militares aparte– por mantener un buen número de amantes y ser
un entusiasta polígamo. Pero, de entre todas sus mujeres, Fila fue la única que
siempre perduró, la única que fue ostentó el título de reina (basilissa). Madre
de su heredero y estrecha colaboradora en los intereses políticos de Demetrio,
siempre le fue leal a su marido, y –dentro de los cánones de la época, que no
incluyen la fidelidad sexual masculina– él a ella. Es posible que la irritación
de Demetrio ante la semidivinización de sus amantes fuese motivada por una
consideración de falta de respeto a su reina, igualada inconvenientemente en
honores a unas cortesanas, y también porque quizá dañaba la imagen pública
de sí mismo –al margen de veleidades privadas, por públicas y notorias que
fuesen– y de su familia. Fila, por su parte, no era una mujer pasiva, como
hemos visto. Fue una de las mujeres que más contribuyó a la construcción
–que hunde sus raíces en la Macedonia clásica– de la figura de la reina en el
mundo helenístico, como estrecha colaboradora del rey, fiel esposa y madre de
herederos, mediadora pública hacedora de paz social e involucrada en la diplomacia; de la reina poderosa, en suma, aunque no como detentadora –pero
sí como participante– del poder político explícito, en manos del rey.
Su hija, Estratonice II, también ejerció activamente la diplomacia, fue repetidamente honrada en diversos lugares, y adorada en Esmirna como Afrodita Estratonice15. En su caso, fue además protagonista de una historia «román-
11. Ateneo, 6, 254a, 255c.
12. Ateneo, 6, 253ab.
13. Ateneo, 13, 591bc, 595c. Diógenes Laercio, 6, 66; Pausanias, 9, 27,5.
14. Diodoro, 19, 59,4-5. Sobre Fila II, ver Nourse, Kyra. Op.cit., pp. 191-207; Wehrli,
Claude: «Phila, fille d’Antipater et épouse de Démétrius, roi des Macédoniens2, Historia 13 (1965), pp. 140-146.
15. O
GIS 228, 229; SIG 3, 990.
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tica». Se había casado, por razones políticas, con el rey Seleuco I de Seleucia,
con quien tuvo un hijo. Pasado un tiempo, el rey se divorció de ella y se la
entregó a su hijo y heredero, Antíoco, al saber que éste estaba perdidamente enamorado de su madrastra16. Los síntomas del muchacho, tal como los
refiere Plutarco, eran dignos de un poema de Safo: «apocamiento de la voz,
encendimiento del color, caimiento de los ojos, repentinos sudores, alteración
e intercadencia del pulso», «desmayos, dudas, temores, y poco a poco se iba
quedando pálido». En cuanto a los sentimientos amorosos de Estratonice, no
parecen ser tenidos en cuenta, pero se nos dice que Seleuco encargó que las
personas de su confianza la persuadiesen si ella se negaba, lo cual significa
que su aquiescencia se consideraba imprescindible y, por tanto, no era una
mera marioneta en manos de los hombres. En realidad, esta historia sirve
más como elevado paradigma de amor paterno-filial, que de amor hacia una
mujer. Se ha sugerido17 que la romantización de la historia sería una construcción de Plutarco; este matrimonio en realidad se debería a motivos políticos:
afianzar la sucesión de Antíoco y evitar futuros conflictos de éste con la futura reina viuda. Sin negar estas razones políticas, pienso que la construcción
de este episodio como historia amorosa –de no ser auténtica– emanaría más
bien, para justificar la inusual unión entre madrastra e hijastro, de la propia
dinastía, que se encargaría de hacerla bien pública y celebrada. En todo caso,
el poder de seducción –por involuntario que fuese18– que ejerce Estratonice
sobre su hijastro es digno de Afrodita.
El amor entre el rey y la reina fue a veces celebrado públicamente. De nuevo en Seleucia, Antíoco III (223-187 a. C.), a la hora de establecer el culto a su
esposa Laodice III, la elogió por su conducta ejemplar como esposa, por «vivir
amorosamente» con él19. Su matrimonio, como en los anteriores ejemplos,
parece haber tenido un carácter eminentemente político. Laodice era hija del
rey Mitrídades II del Ponto y prima hermana de Antíoco por línea materna, así
que esta nueva unión suponía una reafirmación de lazos entre ambas dinastías. Cuenta Polibio que Mitrídades envió a su hija ante Antíoco para ofrecerla
16. Apiano, Siria, 59-61; Plutarco, Demetrio, 38.
17. Widmer, Marie: «Comment construire la biographie des reines héllénistiques?», en Ph.
Kaenel et al. (eds.): La vie et louvre? Recherches sur la biographie, Lausana, Université de
Lausanne, 2008, pp. 56-68.
18. O no. ¿Por qué no pensar que entre los jóvenes Estratonice y Antíoco se había producido una atracción mutua y Seleuco, resignado tanto por amor a su hijo como por
consideración hacia una princesa y su propio honor, hizo correr una historia menos
«escandalosa» para su esposa y para sí mismo?
19. OGIS 224; Bielman, Anne: Femmes en public dans le monde hellénistique, Lausana, SEDES/VUEF, 2002, nº 6;
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como esposa, y que éste la acogió «con los honores y la pompa convenientes»
y que celebró la boda «con un aparato y una magnificencia verdaderamente
reales», tras lo cual la proclamó reina; luego siguió con la guerra que tenía
emprendida20. Años más tarde, el mismo historiador relata que Antíoco se
enamoró de una joven de ilustre linaje y gran belleza de la ciudad griega de
Calcis y se casó con ella21. Seguramente para entonces Antíoco era viudo. En
todo caso, lo que interesa destacar es que, aunque en ambas ocasiones la boda
no parece planeada, en la primera no se habla de amor, mientras que en la
segunda éste es tan potente que hace que Antíoco se olvide de la guerra y la
pierda, lo cual por tanto, podría servir como ejemplo de los trastornos –y sus
efectos perniciosos– que produce el amor. No sabemos si la joven y bella Eubea fue asimilada a Afrodita, pero Laodice recibió culto en algunas ciudades
como Afrodita Laodice22.
En la ciudad de Iasos, devastada por un terremoto, la reina instituyó, con
el propósito de reconstruirla mediante la regeneración de sus gentes, una fundación para dotar a las muchachas pobres. El pueblo de Iasos respondió instituyendo un sacerdocio femenino de Afrodita Laodice; una procesión anual en
el cumpleaños de la reina, en la que habían de participar los hombres y mujeres casaderos; y la costumbre de ofrecer un sacrificio, por parte de los novios
después de la boda, a Afrodita Laodice23. Asociación a Afrodita y rituales sin
duda muy adecuados en este caso a la actividad de Laodice como favorecedora
del matrimonio24.
En otra ciudad, Teos, se decretó la construcción en el ágora de una fuente
con el nombre de Laodice, de donde todos los sacerdotes y sacerdotisas deberían recoger el agua para sus libaciones, los ciudadanos la de sus ofrendas,
y las novias la del baño ritual de la boda25. Dado el estado fragmentario de la
documentación, no es posible saber cuál fue el beneficio que Laodice otorgó
a Teos, pero, por el carácter de los honores, pudo tener un sentido similar a
Iasos26.
20. Polibio, 5, 43,1-4.
21. Polibio, 20, 8.
22. Sobre Laodice III, su actividad evergética y los honores recibidos en las ciudades, ver
Ramsey, Gillian: «The queen and the city: Royal female intervention and patronage in
Hellenistic civic communities», Gender & History 23.3 (2011), pp. 510-527. Sobre la
asimilación de reinas seléucidas a Afrodita, ver Iossif, Panagiotis y Lorber, Catharine:
«Laodikai and the goddess Nikephoros», L’Antiquité Classique 76 (2007), pp. 63-88.
23. SEG 26, 1226; Bielman, Anne. Op.cit., nº 30; MA, John. Antiochos III and the cities of
western Asia Minor. Oxford, Oxford University Press, 2000, pp. 329-321.
24. Ramsey, Gillian. Op.cit., pp. 513-514.
25. Ma, John. Op.cit., nº 18 y 19D; Bielman, Anne. Op.cit., nº 13.
26. Ramsey, Gillian. Op.cit., pp. 514-515.
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Se conservan epigráficamente las cartas que Laodice escribió a ambas ciudades. En ellas señala que actúa dentro de una política que mantiene su marido, pero la iniciativa –así al menos lo expresa– corresponde a ella, que se
erige por sí misma en autoridad interlocutora con la autoridad de la ciudad.
Sabemos que, en otros casos, recibió embajadas y medió entre las ciudades
y el poder real. Puede que estuviese actuando en favor de los intereses de
su marido –o más bien de su dinastía–, pero en todo caso estaba haciendo
ejercicio patente de poder político, aunque no fuese la cabeza de éste. En este
sentido, cabe destacar el modo en que se complementaban las acciones de la
pareja real: aunque ambos se presenten como benefactores, las acciones de
Laodice aparecen ante todo como pacificadoras y reconstructoras, frente a las
desestabilización y destrucción provocadas por las campañas militares de su
marido27, representando, por tanto, la cara más amable del poder real.
Otra figura importante para la imagen de una casa real fue Apolonis de
Pérgamo, esposa del rey Atalo I de Pérgamo (241-197 a.C.) y madre de Eumenes II (197-159 a.C.) y Atalo II, quien fue presentada como modelo de virtudes matronales y elogiada sobre todo por el amor mutuo que se profesaban
ella y sus hijos28. Apolonis aparece en los textos literarios y epigráficos como
agente protagonista de la armonía familiar que formaba parte de la imagen
paradigmática de la dinastía Atálida, interesada en representarse a sí misma
como campeona de los tradicionales valores ciudadanos griegos. De hecho,
Apolonis, al contrario que otras reinas, no procedía de una familia real, sino
burguesa, lo que sin duda contribuyó a reforzar esa imagen de gobernantes
ciudadanos de los Atálidas. Por otro lado, no se trata de una simple figura
secundaria que realza las virtudes familiares de los reyes de Pérgamo. Aparte
de sus virtudes domésticas, tan convenientemente publicitadas, fue una activa
benefactora y constructora de monumentos, muy popular en el reino y en las
poleis de su área de influencia, y dotada de prestigio por sí misma29.
Apolonis de Pérgamo recibió culto tras su muerte. En la mencionada ciudad de Teos –las ciudades-estado podían honrar a diversas dinastías–, compartía un mismo sacerdote con Afrodita, fue adorada como protectora de los
puertos –sobre Afrodita como señora del mar ver infra–, y se organizaron en
su honor coros de niños y de muchachas30. Recuerda un tanto las celebraciones en honor de Laodice III decretadas por la misma ciudad por aquellos
27. Ramsey, Gillian. Op.cit., p. 516.
28. OGIS 248; 308; Plutarco, Moralia, 480C; Polibio, 22, 20.
29. V
er Van Looy, Herman: «Apollonis reine de Pergame», Ancient Society 7 (1976), pp.
151-165.
30. O
GIS 309; Bielman, Anne. Op.cit., nº 7.
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años, quizá siguiendo una pauta, quizá porque Apolonis también fue favorecedora del matrimonio, cuyo fruto son los hijos y la reproducción de la ciudad. Apolonis fue celebrada ante todo como madre, y es el amor materno-filial
el mayormente resaltado. Afrodita aparece, pues, también como protectora de
la maternidad. Sobre sus relaciones con su marido, al que sobrevivió durante
muchos años, aparte de alguna mención a su vida distinguida, Polibio destaca
que, siendo una simple ciudadana –aunque de familia de la élite–, llegó a reina «y logró conservar esta dignidad hasta el fin»; y que para ello no empleó
«ni seducciones ni artes de ramera», sino que «se comportó con gravedad y
corrección»31. Es el modelo, casto y honorable, de amor en el seno del matrimonio burgués, también patrocinado por Afrodita. Pero, aunque se rechace el
uso del poder de seducción, no deja de leerse entre líneas que Apolonis debió
su posición –y sobre todo mantenerse en ella hasta la viudez– a una buena
relación conyugal.
El lugar donde la asimilación a Afrodita vinculada a la celebración del
amor conyugal adquirió un carácter más elaborado y oficial, formando parte
esencial de la propaganda real, fue el Egipto ptolemaico32. La asociación con
Afrodita aparece con la primera reina madre de reyes, Berenice I, quien parece
ser debió su particular posición a una genuina atracción amorosa, aunque
la historia tiene bastantes puntos oscuros. Al parecer, Berenice, que era una
joven viuda, formaba parte de la corte de su prima Eurídice –hermana de Fila
II–, quien había contraído matrimonio con Ptolomeo I (305-282 a. C.), fundador de la dinastía. No se conoce con exactitud su estatus inicial, pero en un
momento dado, se convirtió en amante o, mejor, en esposa, del rey, que era
polígamo. Con el tiempo, llegó a desplazar a Eurídice, que era de mayor rango, como mujer principal, y sus hijos a los de ésta como herederos al trono.
Finalmente Eurídice se divorció y regresó a Macedonia33.
Tras su muerte, Berenice fue divinizada –al igual que su marido– por su
hijo Ptolomeo II y asimilada a Afrodita, aunque la asociación pudo aparecer
en vida34. El poeta Teócrito, en su Encomio a Ptolomeo, señala que fue la propia
Afrodita quien la rescató de la muerte, la convirtió en diosa y la colocó en un
templo, donde Berenice, «benévola a todos los mortales, les inspira tiernos
amores, mientras da leves inquietudes al que añora». Sobre el amor entre
31. Polibio, 22, 20,1-2.
32. Gutzwiller, Kathryn. «Callimachus Lock of Berenice: fantasy, romance, and propaganda», American Journal of Philology 113.3 (1992), pp. 359-385.
33. Pausanias, 1, 7; Plutarco, Pirro, 4,4.
34. Ateneo, 5, 196-203; Teócrito, Idilios, 17; Gutzwiller, Kathryn. Op.cit., pp. 364-368.
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Berenice y Ptolomeo, y la protección que Afrodita dio a la primera, dice el
poeta lo siguiente:
En atención a ella, la deidad que mora en Chipre, la augusta hija de Dione,
sobre su seno perfumado le dejó las huellas de sus manos delicadas. Así,
todavía no se ha dicho de ninguna mujer que haya complacido tanto a su
marido; así Ptolomeo amó a su esposa. Y en verdad que él, a su vez, era
amado mucho más todavía. De este modo un hombre puede confiar seguro
a sus hijos la casa entera, cuando enamorado va al lecho de su esposa enamorada. Una mujer sin amor, por el contrario, tiene siempre el pensamiento
en hombre ajeno, y es fácil que conciba, pero los hijos no guardan parecido
con el padre.
Así pues, el amor conyugal no es sólo una fuente de placer y concordia, sino
también de fidelidad y fecundidad, siendo la mutua atracción sexual una de
sus bases fundamentales. Sin negar que la posición de Berenice fuese fruto de
sentimientos amorosos, es posible que la instauración oficial de la asimilación
de la reina a Afrodita y el culto a las reinas fuese creación de los hijos de Berenice I, Ptolomeo II y sobre todo Arsínoe II, construyendo así un imaginario
religioso de la dinastía que incluye el deseo mutuo en el seno de la pareja
real35. Por otro lado, la fuerza del amor sirve a los dos hermanos para subrayar
y justificar la prevalencia de su madre Berenice sobre Eurídice y, desde luego,
la de ellos sobre sus hermanastros. Y, sobre todo, enfatiza la sucesión real; es
mediante el amor conyugal que se asegura el nacimiento de herederos «semejantes a su padre», es decir, legítimos.
La entrada en acción de Arsínoe II36 supuso el fin de la poligamia real en
Egipto y la introducción de una novedad por completo ajena a la tradición
griega: el matrimonio entre hermanos de padre y madre. Antes de llegar a
esto, Arsínoe había estado casada con varios personajes poderosos y ambiciosos, había hecho ella misma manifestación de poder y ambición, había
participado en intrigas políticas, había ordenado y eludido asesinatos, había
gobernado ciudades, había obtenido unos pocos y efímeros éxitos y acumulado unos cuantos fracasos. De vuelta a Egipto, hacia los cuarenta años de edad,
se casó con su hermano, el rey Ptolomeo II (285-246 a. C.), quien para ello se
divorció de su esposa y madre de sus hijos, y a la postre sus herederos, pues
el matrimonio consanguíneo no tuvo descendencia. Sobre las razones de este
matrimonio inusual, se ha aludido tanto a la tradición faraónica como a una
35. Gutzwiller, Kathryn. Op.cit.
36. Sobre Arsínoe II, ver Carney, Elizabeth. Women and monarchy... Op.cit., pp. 173-177;
Longega, Gabriella. Arsinoe II, Roma, «L’Erma» di Bretschneider, 1968; Pomeroy, Sarah. Op.cit., pp. 17-20.
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177
igualación con la pareja divina soberana en el panteón griego, Zeus y Hera
–así como la pareja egipcia Isis-Osisris–, con quienes los reyes hermanos se
asimilaron37. Algunas fuentes antiguas hablan de amor38.
Durante los años en que Arsínoe fue reina de Egipto, gozó de los más altos
honores, se asoció al poder real y se involucró en política exterior, particularmente en la expansión del imperio marítimo ptolemaico y de la influencia de
Egipto sobre las ciudades griegas, presentándose la pareja real como campeona de la libertad de los griegos, como así fue reconocido públicamente39. Tras
su muerte, recibió culto como diosa y fue muy popular tanto en Egipto como
en las ciudades griegas, en las que recibió numerosos honores –divinos o no–,
frecuentemente asociada a Afrodita, como diosa patrona del amor conyugal,
pero también como protectora de los marinos –véase también el ejemplo de
Apolonis de Pérgamo–, en relación con el imperio marítimo egipcio; imagen
que Ptolomeo II se encargó asimismo de fomentar40. En este sentido, además
de ser renombrados varios puertos egipcios con su nombre, se le erigió un
templo en Cabo Cefirio, asimilada a Afrodita Euploia («de la navegación feliz»), de modo que Arsínoe se convirtió en símbolo del poder naval egipcio.
Sobre la protección de Afrodita a los marineros, cabe señalar que la diosa
nació en el mismo mar, pero también que no fue la única diosa del amor y el
matrimonio que cumplió una función similar. Así pudo ocurrir con Astarté,
diosa fenicia del amor, y Hera, diosa griega del matrimonio, quien en época arcaica aparecía a menudo como protectora de las relaciones entre extranjeros y
mediadora entre la ciudad y el exterior –en particular ante el mar–, en tanto el
matrimonio es «la forma primordial y el resorte fundamental del intercambio
equilibrado» entre extraños41. De este modo, Arsínoe Afrodita respondía tanto
a las plegarias de pescadores y marineros como a las de «las sagradas hijas de
los griegos», estas últimas probablemente en particular en relación su boda,
quizá solicitando para su matrimonio una felicidad similar a la exhibida por
la pareja real42. También esta imagen de amor y concordia conyugales y poder
37. T
eócrito. Idilios, 17. Ver Carney, Elizabeth D.: «The reappearance of royal sibling marriage in Ptolemaic Egypt», La parola del passato 42 (1987), pp. 420439.
38. Pausanias, 1, 7,1; Teócrito, Idilios, 17.
39. IG II2 687; SIG3 434/5; Bielman, Anne. Op.cit., nº 12.
40. Estrabón, 17, 1,33; Pausanias, 9, 31,1. Cfr. Barbantani, Silvia: «Goddess of love and
mistress of the sea. Notes on a Hellenistic hymn to Arsinoe-Aphrodite (P. Lit. Goodsp. 2,
I-IV)», Ancient Society 35 (2005), pp. 135-165; Longega, Gabriella. Op.cit.
41. Polignac, François de: «Héra, le navire et la demeure: offrandes, divinité et société
en Grèce archaïque», en J. de La Genière (ed.): Héra. Images, espaces, cultes, Nápoles,
Centre Jean Bérard, 1997, pp. 113-122, en p. 118.
42. Gutzwiller, Kathryn. Op.cit., p. 366.
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de la reina se extendió a la población autóctona, con iconografía y lenguaje
egipcios, siendo ahora asociada sobre todo a Isis43, diosa egipcia del amor, la
procreación y la navegación marítima, que en época ptolemaica acabó asimilándose a Afrodita44.
La historia del matrimonio entre el sucesor de Ptolomeo II, su hijo Ptolomeo III (246-222 a. C.) y Berenice II alcanza ribetes fantástico-mitológicos.
Sobre el casamiento mismo, cuenta Justino que Berenice, hija única, había
sido prometida por su padre, Magas, rey de Cirene, ya difunto, a su primo
hermano Ptolomeo III; pero que su madre, Apama, más inclinada por Macedonia, decidió casarla con el hermano del rey Antígono Gonatas, Demetrio,
quien se convertiría así en rey de Cirene. A su llegada, el novio se fijó más en
la madre que en la hija. Berenice, quien contaba con apoyo popular y militar,
hizo asesinar a Demetrio, pero perdonó la vida de su madre. Y así pudo al
fin casarse con Ptolomeo, con lo que Cirene pasó a formar parte del reino
egipcio45. Aunque Justino es un autor tardío y poco de fiar por su inclinación
a adornar las historias con detalles sensacionalistas e incluso inventárselos,
sobre todo cuando habla de mujeres poderosas a las que suele presentar como
modelos de licencia sexual y perversidad, esta historia tiene algunos fundamentos de verdad: el origen de Berenice, las disputas entre los diversos reinos
por la hegemonía, el control egipcio sobre Cirene, la alta posición real de
Berenice. También es interesante ver la figura misma de Berenice como mujer
capacitada, influyente y con ideas propias, tanto como para decidir su propio
casamiento. Cuadra con su posición como reina de Egipto, como copartícipe
del poder, y de los beneficiosos efectos del reinado de Ptolomeo III y Berenice
II Evergetes («benefactor/a»)46, aunque todavía sea el rey la parte principal en
el poder político.
Sobre Berenice II circuló otra historia, narrada por el poeta Calímaco (La
cabellera de Berenice), conservada a través de fragmentos de papiro y una versión latina de Catulo47. La acción transcurre en 245/246 a. C., poco después
de la boda, y en el contexto de un hecho real: la campaña militar de Ptolomeo
III en Siria. En el poema, Berenice promete, si su amado esposo regresa a salvo, sacrificar un mechón de su cabello; y durante la ausencia se muestra como
una esposa enamorada y nostálgica de sus abrazos, adquiriendo el poema un
43. Quaebegeur, Jan: «Ptolémée II en adoration devant Arsinoé II divinisée», Bulletin de
l’Institud Français d’Archéologie Orientale 69 (1971), pp. 191-217.
44. Barbantani, Silvia. Op.cit., pp. 150-152.
45. Justino, 26, 3.
46. OGIS, 56.
47. Gutzwiller, Kathryn. Op.cit.
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tono sensual, aunque la joven es honesta y virginal. Ptolomeo regresa victorioso, y Berenice ofrece a todos los dioses un mechón de su cabello en el altar
de Afrodita Arsínoe en Cabo Cefirio. Al día siguiente, el mechón ha desaparecido. Entonces el astrónomo Conón asegura que lo ha descubierto en el
cielo, en forma de una nueva constelación, la Cabellera de Berenice (Coma
Berenices), como así se la sigue llamando hoy en día.
El sacrificio de cabellos estaba relacionado en Grecia con transiciones y
crisis, siendo habitual por parte de mujeres en rituales nupciales, y también
por parte de hombres –y mujeres– para la consecución de una victoria militar48. El sacrificio del cabello de Berenice tiene, así pues, connotaciones tanto
erótico-maritales como políticas, en el sentido de que se pide tanto el regreso
del amado como implícitamente la victoria del rey sobre sus enemigos; de ahí
la perfecta conexión con Arsínoe como Afrodita Euploia, protectora de matrimonios y de imperios navales.
Kathryn Gutzwiller ha señalado que Calímaco, procedente de Cirene como Berenice, a través del tema y el tono del poema, escribió desde la experiencia femenina, aunque desde la perspectiva masculina, pero apelando
especialmente a los gustos femeninos –comparar con los poemas de Safo y
Erina. Contribuía así a la construcción de una imagen pública del matrimonio
real, atractiva en particular para las mujeres, promocionada por la corte de
Berenice II, siguiendo a Arsínoe II a través de las artes, las letras y los cultos49.
No hay tampoco que extrañarse del tono erótico: en el mundo griego el placer sexual en el seno del matrimonio no sólo era considerado una aspiración
legítima, sino también deseable.
Berenice II fue asimilada a Afrodita, como otras reinas y princesas ptolemaicas antes y después que ella50. También lo fue Cleopatra VII (51-30 a.C.),
así que no es inverosímil que llegase a presentarse en público con sus atributos
ni descartable que apareciese ante Antonio de esta guisa. Sin embargo, la propaganda propia de Egipto y áreas de influencia no parece señalarla especialmente como a una mujer de poder erótico arrebatador. En concreto, en una
moneda acuñada en Chipre, aparece en el anverso Cleopatra como Afrodita,
48. V
er Oppen de Ruiter, Branko Fredde: Religious identification of Ptolemaic queens with
Aphrodite, Demeter, Hathor and Isis, Phd Dissertation, The City University of New York,
Ann Arbor, UMI, 2007, pp. 355-359.
49. Gutzwiller, Kathryn. Op.cit.
50. Para una relación exhaustiva, aunque algo antigua, de las asimilaciones a diosas de
reinas y princesas ptolemaicas, ver Tondriau, Julien: «Princesses ptolémaïques comparées ou identifiées à des déesses (IIIe-Ier s. a. C.)», Bulletin de la Société Royale
d’Archéologie d’Alexandrie 37 (1948), pp. 12-33. Un estudio reciente y completo en
Oppen de Ruiter, Branko. Op.cit.
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sosteniendo un esceptro –símbolo del poder– amantando a un niño –seguramente Cesarión, su hijo con Julio César–, al modo de las parejas Afrodita/Eros
y Isis/Horus; en el reverso, doble cornucopia, símbolo de la abundancia y emblema habitual en las monedas emitidas por reinas ptolemaicas51. Ciertamente
la asociación con Afrodita pudo estar influida por la tierra de emisión, pues
Chipre era el lugar de nacimiento mítico de esta diosa, pero concuerda con la
habitual asociación en las reinas. En este caso parece celebrarse más la fertilidad de Cleopatra que el amor sexual, pero no hay que olvidar que Cesarión
fue fruto de su relación –sexual– con un famoso y poderoso general romano.
En este sentido, la alusión al amor, simbolizado en Afrodita, quizá serviría
para dar legitimidad a una unión fuera del matrimonio legal y, por tanto, a su
fruto, Cesarión. Tampoco cabe descartar que Cleopatra hiciese uso consciente
del poder de seducción –entre otras cosas, desde luego– como instrumento de
acción política, un uso rechazable desde el punto de vista romano –y también
desde el actual–, pero quizá legítimo desde el punto de vista de una mujer
greco-egipcia. Después de todo, el uso de la seducción no era vituperable en
el mundo griego si los fines eran buenos –y sin duda lo eran para Cleopatra;
de hecho, ya en la polis griega, la seducción política empleada por los hombres
mediante el uso de la palabra formaba parte del mismo universo conceptual y
simbólico que la seducción erótica, estando ambas patrocinadas por Afrodita.
Así pues, existe una estrecha asociación entre Afrodita, diosa del amor
–con todas sus diversas connotaciones– y las reinas helenísticas, en especial
las más renombradas. Son varios los factores podrían explicar el fenómeno,
factores por lo demás no excluyentes, sino interrelacionados.
Ciertamente un factor a tener en cuenta es la propia popularidad y veneración de Afrodita entre las mujeres, intensificadas en época helenística.
Aunque adorada por todos, Afrodita es ante todo una «diosa de las mujeres»,
ligada estrechamente a los intereses femeninos en tanto las capacidades y el
reconocimiento de las mujeres dependía en buena medida de su relación con
los hombres. En época helenística, además, como ya señalé, se asiste a una
creciente preocupación por los temas personales, las emociones, y el amor
entre ellas. En este sentido, las mismas reinas debieron de ser devotas de Afrodita, y su asimilación a la diosa ser consecuente con este clima general. Así,
las reinas, mujeres después de todo, se asimilan a la divinidad femenina más
popular. Y también contribuyen de este modo a que la propaganda real cale
entre las mujeres, apelando a sus gustos e intereses.
51. Sear, David R.: Greek coins and their values, II, Londres, Seaby, 1979, nº 7954. Ver Puyadas, Vanessa. Op.cit., p. 112.
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Como las demás mujeres, las reinas también se definían en dependencia
con un varón; su posición, su misma condición de reinas, incluso su fama y
su influencia, derivaban después de todo de que mantenían una relación –sexual– con hombres poderosos. Al mismo tiempo, la asociación a Afrodita, la
más bella de las diosas, era un reconocimiento del poder de estos hombres52.
En el mundo griego, la belleza de la esposa o la amante era casi un atributo
del poder masculino: el hombre más poderoso ha de unirse a la mujer más
bella; esto explicaría también la asimilación de las amantes. Sin embargo, no
es la belleza el elemento definitorio de las reinas; de hecho, es raro que se las
designe como hermosas, salvo en Egipto53.
La asociación de las reinas a Afrodita se enmarca en la relación dicotómica, básica en el mundo griego, entre amor y guerra –símbolos a su vez de lo
femenino y lo masculino–, elementos opuestos, complementarios, interdependientes y a menudo de confusos límites54. Después de todo, el rey, aunque
estuviese dotado de otras virtudes cívicas y su campo de acción incluyese la
administración de la paz, era, ante todo, un líder militar55. A su complemento,
la reina, le correspondía, en consecuencia, ser campeona en el amor. Un amor
que no era sólo erótico, sino que se extendía a sus reinos y a su buena voluntad hacia las áreas sobre las que se pretendía influir. Las competencias de las
reinas, aparte de la reproducción dinástica, se dirigían sobre todo a la diplomacia, la justicia y la esfera socioeconómica, presentándose como propiciadoras de la prosperidad y cohesionadoras de su familia y del reino56. En este
sentido, la imagen y las acciones de las reinas pudieron ser complementarias a
las de sus maridos, ofreciendo la cara más amable y benéfica, «amorosa», del
poder monárquico, frente al claro militarismo –por más que se acompañe de
todo tipo de virtudes y acciones civiles– de los reyes. Afrodita, a pesar de sus
ambivalencias, era ante todo una diosa de la paz y la prosperidad, valores que
las reinas –hechos aparte– simbolizaban57.
52. Carney, Elizabeth. Women and monarchy... Op.cit., p. 224.
53. Oppen de Ruiter, Branko. Op.cit., pp. 125-133.
54. Ver Iriarte, Ana y González, Marta: Entre Ares y Afrodita. Violencia del erotismo y erótica de la violencia en la Grecia antigua, Madrid, Abada, 2008.
55. Oppen de Ruiter, Branko. Op.cit., pp. 377-500; Roy, Jim: «The masculinity of the Hellenistic king», en Lin Foxhall y John Salmon (eds.): When men were men. Masculinity,
power and identities in Classical Antiquity, Londres, Routledge, 1998, pp. 111-135.
56. Savalli-Lestrade, Ivana. Op.cit.
57. Ver Mirón Pérez, M. Dolores: «Eirene: Divinidad, género y paz en Grecia antigua»,
Dialogues d’histoire ancienne 30.2 (2004), 9-31; «Las buenas obras de las reinas helenísticas: benefactoras y poder político», Arenal 18.2 (2011), pp. 243-275.
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Mª Dolores Mirón Pérez
No hay que olvidar, en este sentido, que el poder real es ante todo el poder de una familia, en la que se implican todos sus miembros, cada cual en
su papel –no siempre claramente definidos, no obstante–, y el rey a la cabeza,
y la reina a su lado como parte complementaria y necesaria. La asociación a
Afrodita en las monarquías helenísticas serviría para exaltar el amor conyugal entre el rey y la reina y, por tanto, la cohesión y legitimidad de la familia,
sacralizando el matrimonio real como productor de herederos y como proveedor de prosperidad y bienestar58. Algunas de las reinas incluso fueron protagonistas de historias de amor, o al menos como tales se nos han transmitido.
Ello formaría parte de una propaganda en la que la familia real se convierte
en «familia modelo», y en una época en la que se va imponiendo una idea
más «romántica» del matrimonio, por más que en estas uniones reales pesen,
sobre todo, los intereses políticos. De hecho, sin perder su carácter más sexual, Afrodita fue crecientemente considerada como diosa del matrimonio, en
tanto patrona del amor en el seno del mismo. De este modo, podía convertirse
en patrona de la maternidad, en tanto el amor conyugal da como fruto hijos
legítimos, futuros herederos. Asimismo, las reinas también podían asimilarse
a Afrodita en tanto favorecedoras ellas mismas del matrimonio, como Fila II
y Laodice II.
Todo esto es cierto, pero no lo es menos que la asimilación a Afrodita
resalta más el poder de la reina que el del rey, y un poder eminentemente
femenino. De hecho, como hemos visto en los ejemplos señalados, y en otros
que se han quedado en el tintero, otro de los rasgos comunes a las reinas asimiladas a Afrodita era que gozaban de un papel público reconocido y notable,
que eran mujeres poderosas, aunque fuese a la manera que se permitía a las
mujeres. Jim Roy ha señalado que el énfasis en la figura pública de la reina
consorte-madre obligó en cierto modo al rey helenístico, a pesar de su enorme
poder, a redefinir su identidad pública, al menos en parte, en relación con su
esposa, como marido; de ahí la imagen de la pareja real viviendo en armonioso amor –sea cierto o no– y como modelo de virtudes59.
Esta imagen de la reina, asociada a Afrodita, fue tan potente que formó
parte también del aparato propagandístico de las mujeres que ejercieron el
poder político de manera explícita y formal, como Cleopatra VII. Aunque
siempre estuvo asociada en el trono a un varón –el poder político de las mujeres, aun el formal, tenía sus limitaciones–fue la verdadera gobernante, y así
era reconocida y se reconocía a sí misma.
58. Oppen de RUITER, Branko. Op.cit., pp. 33-159.
59. Roy, Jim. Op.cit., pp. 117-119.
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Afrodita también era la divinidad femenina más poderosa –en el sentido
de tener los poderes más efectivos–, a la vez temida y venerada, encarnación
de la belleza y con un terrible poder de seducción, personificación de los «peligros» que suponían las mujeres, la «irresistible» atracción que ejercían sobre
los hombres60; pero también favorecedora de matrimonios felices y fértiles.
Las reinas eran mujeres cercanas al poder político, muchas de ellas tuvieron
una notable influencia pública, e incluso algunas llegaron a ejercer un poder
político, la mayoría de las veces informal, pero en algún caso formal y legal.
La asimilación a Afrodita es ambivalente, como lo es su célebre desnudo de
Praxíteles. Por un lado, se reconoce su poder, pero, por otro, simbólicamente
se neutraliza el mismo reconduciéndolo a una forma de poder más propiamente femenino. El poder de una mujer sería más fácilmente identificable
con el propio de Afrodita, basado en la seducción erótica. Quizá porque sea el
único atributo, procedente de las mujeres, que los varones griegos consideraban podía ejercer poder sobre ellos. Después de todo, aunque el amor podía
llegar a ser peligroso, también era deseable en el seno del matrimonio, y con
él se ensalzaban las buenas relaciones conyugales. De este modo, el poder de
una mujer, aunque sea político –es decir, masculino–, se diviniza del modo
más típicamente femenino.
No sabemos hasta qué punto las reinas eran conscientes de estas ambivalencias. Probablemente algunas de ellas promovieron su asociación a Afrodita,
o se reconocieron en ella o se sintieron halagadas cuando así eran reconocidas
públicamente. Seguramente los papeles de género estaban tan interiorizados
que ellas mismas identificaban su propio poder con el de Afrodita. Tal vez
alguna fue verdaderamente consciente de que, siendo rabiosamente femenina,
su propio poder sería más aceptado e incuestionado; pensemos en Arsínoe II
y los fracasos políticos de la parte más «masculina» –y violenta– de su vida.
En cierto modo, asimilar su poder al de Afrodita les permitió superar algunas
barreras de género, pero sin llegar a transgredir en esencia el orden de género. Y, por supuesto, esta asociación formó parte del aparato propagandístico
que sustentaba las monarquías, ofreciendo una imagen amable, benefactora y
pacífica del poder real, tanto o más atractiva para la población que el carisma
militar del rey; reforzando el poder real, del que las reinas formaban parte
en tanto miembros y reproductoras de una familia en el poder, reforzaban su
propia posición, su propio poder.
Pero, por encima de todo, aun cuando esta asociación suponga en última
instancia una neutralización del poder femenino y un mecanismo sustentador
60. V
er Iriarte, Ana y González, Marta. Op.cit.
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184
Mª Dolores Mirón Pérez
del orden de género, sin duda desde la perspectiva de las mujeres antiguas,
inmersas en un sistema patriarcal que no había proporcionado instrumentos
ideológicos para su cuestionamiento, la imagen de Afrodita debió de ser sumamente atractiva como representante de un poder esencialmente femenino,
un modo de subvertir las jerarquías de género, de señalar que las mujeres eran
también agentes, de sentirse y señalarse como sujetos. La imagen de las reinas
como Afrodita, además de ser atractiva para ellas mismas como expresión de
su poder, poniéndolas en un plano conceptual comparable al del rey, lo sería
asimismo para las demás mujeres, que podrían reconocer en las reinas a mujeres como ellas, aunque mucho más poderosas, y empoderarse ellas mismas.
Después de todo, esta difusión de la imagen de las reinas, en particular en su
asociación a Afrodita, iba destinada sobre todo al público femenino; cultualmente dio origen a rituales que favorecieron la participación pública de las
mujeres; ideológicamente les pudo servir para tener un modelo de felicidad
conyugal, acaso de poder sobre los hombres, en lo privado... y en lo público.
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