HILOS DE LA MARAÑA Blanca Álvarez Cuando yo era niña

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ENCUENTROS EN VERINES 1994
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
HILOS DE LA MARAÑA
Blanca Álvarez
Cuando yo era niña esperaba los veranos con la ansiedad del preso ante un
permiso excepcional. Los veranos suponían volver al pueblo de mis antepasados donde
las mujeres de mi casa contaban “historias” que no cuentos, porque todas, según se
afirmaba en el encabezamiento, “eran reales sucedidos de otros tiempos”. Los sucedidos
podían variar ligeramente en los personajes en los paisajes o en algunos diálogos, pero
tenían en común una ineludible dosis de truculencia, tragedia y final sangriento. Tal vez
fuera condición indispensable para que los relatos de aquellas tías casi sagradas no
fueran “cuentos” sino “sucedidos”. Todos, contados, en medio de la noche o frente a la
tortilla que marcaba el descanso del campo, tenían el toque fundamental de magia, ese
duende inapreciable, que convierte una frase en carne mientras se espera hambriento la
siguiente.
Todas aquellas historias de mi infancia se mezclaban en los sueños y los juegos
hasta componer un solo y larguísimo relato donde podían mezclarse el marino muerto
en El Gran Sol con la novia infiel de aquel otro que fue a la guerra de Melilla y al volver
la encontró casada. Tratábase de una larga saga inacabada como pretexto para hablar del
amor, el deseo, la muerte, el diablo..., del destino, en definitiva. Eran un enorme
laberinto sin entrada precisa y, desde luego, sin salida posible.
Mis tías, sin saberlo, me habían introducido en el gran enredo de la literatura.
Años más tarde tropecé con aquellos otros laberintos del ciego Borges o con los dédalos
obsesivos de cada uno de los autores leídos, porque escribir es fundamentalmente
introducirse en un sendero que te aleja, te acerca, te descompone, te incita, te pervierte,
te comunica y te aísla. Significa entrar en una cueva de la que nunca se sale sino
muerto, es decir, sin una gota de sangre porque ya toda se habrá convertido en tinta que
manche las grutas, los jardines y precipicios de ese otro país de maravillas y miserias
llamado literatura.
Todo escritor es Teseo, héroe a su pesar, confiado con el hilo protector de la
palabra que habrá de servirle como espada, ladrillo y sudario. Ha de saber, quien
profese martirio en este oficio, que en su discurso creativo se mezclaran varios hilos en
la maraña.
El primero será aquel de sus propias obsesiones. Incluso el menos avezado
lector, una vez que haya leído dos o tres títulos de un autor, podrá decir, sin demasiado
error, cuáles son las fijaciones que repite, incansablemente, en cada una de sus historias
como si en todas ellas buscara una posible solución a esa idea fija de la que nunca
conseguirá escapar enteramente. Para unos será el incesto, para otros la peste
anunciadora de finales, para otros más la muerte. Todas responderán a un miedo común
a todo hombre, aquel que produce el conocimiento de la inmanencia y que en el
narrador se hace llaga, palabra y tintero.
El segundo tendrá que ver con el oscuro impulso según en cual cada uno opta
por la creación. Se escribe, además de por las oficiales razones esgrimidas, porque se
pretende, a través de la literatura, dar respuesta a determinada necesidad, confesada u
oculta, asumida o rechazada; esa necesidad será el motor que aliente tanto desaliento
como habrá de encontrar. Por ejemplo, se puede escribir para inventarse un determinado
pasado personal, el que uno quisiera haber tenido y acabar haciéndolo cierto, es decir,
verosímil, en los personajes que son la personal sombra del autor. Se puede escribir
para ser como nunca de otro modo se podría; para poner frente a uno el ustorio que
distorsione su propia mezquindad... Se escribe, tal vez y de manera absoluta, para ser
uno u otro que se sueña y soportarse.
El tercero le vendrá dado. Existe un sendero cimentado en la pasional lectura
que ha constituido el alimento de cada autor. Con el tiempo uno va añadiendo a sus
propios mitos aquellos inducidos por los autores que consiguieron engancharlo. Tal vez
sea la simbiosis muy similar a la inducida por el psiquiatra, es decir al descubrimiento
en el otro de una nueva faceta oscura que incorporar como propia. Es ésta una razón
fundamental por la cual cada lector elige a su autor, lo busca, se arrellana en el mundo
propuesto y lo descubre como propio.
Naturalmente, toda esta descripción anterior tiene que ver con el privado, oscuro
e intransitable mundo del escritor a solas con su sombra y su ordenador, con su opción,
sus miedos, sus obsesiones y sus delirios.
Existe otro laberinto externo al autor y que puede llegar a condicionarlo tanto o
más que los dédalos interiores. Uno escribe para ser leído, es decir, para publicar, léase,
para entrar, de uno u otro modo, en el complicado mundo editorial.
Cortázar decía que uno elige ser escritor pero también elige qué tipo de escritor
quiere ser. Imagino que con esto quería señalar esas opciones, no siempre libres, que
cada cual hace para ser minoritario, popular, reconocido, famoso, maldito, elitista...
Añadan los adjetivos que se les vayan ocurriendo sobre la marcha. Si bien no es cierto
que el reconocimiento y la fama estén reñidos con la calidad y el compromiso ético con
la literatura, y ejemplos tenemos, si pueden darse circunstancias extemporales al hecho
de escribir que puedan hacer optar por una u otra posibilidad. Las modas, las decisiones
editoriales, las supuestas vanguardias, el supuesto gusto del público, las redes de
distribución según sea el discurso narrativo..., el caldo de cultivo social en medio del
cual el escritor, como cualquier ciudadano vive, malvive o triunfa, supone un laberinto
añadido para el cual los mapas o planos pueden ser tanto o más complicados que
aquellos otros de los que parte el pobre creador de “historias o sucesos que realmente
acontecieron”, como diría mi abuela.
Escasísimas veces un autor elige el silencio, el suicidio literario, como forma de
librarse definitivamente de ese laberinto añadido. Pocos son quienes, alabados y
deseados por su público queman las naves y desertan, se disparan un certero balazo en
su corazón creador. Deduzco, por tanto, que algún canto de sirena más fuerte que los
tormentos ha de ocultarse en esta mañana de complicidades, chantajes, premuras y
“debieras” que condicionan al autor.
Véase que, a la postre, asumir ese papel creador, ese cuartel de hechicero de
palabras y “sucedido”, supone encerrarse en un doble laberinto para volverse
definitivamente diferente, es decir, incapacitado para la normalidad aunque, la más de
las veces, tal sea su social apariencia externa.
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