Caracoles blancos

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Cuentos
Iguana roja
Caracoles blancos
Federico Naranjo Briceño
1
Cuentos
Iguana roja
La ensenada relampagueaba tenuemente al fondo. Era una de esas noches
plomizas y arropadas hasta la mitad que arrinconan tormentas mozas en sus cabos.
Al ceñirlas, degluten resplandores y ahogan truenos que desvanecen como vahos
mansos en la distancia . . . , como ovillos de tejer al terminar la frazada.
En su desvelo, Simón Calena, navegaba con la brisa que celaba la bahía
rendida bajo el influjo del oleaje. Su curtido perfil se endulzaba con sus ojos caídos
y con sus cejas níveas que se enroscaban simulando caracoles marinos.
La tormenta desaparecía en el horizonte y la madrugada daba paso a un gris
vaporoso que abría sus faldones con una nostalgia de gardenias tiznadas.
La hamaca aguó la tensión cuando, Simón Calena, se paró. Sus pies
encontraron a toque sus pantuflas gastadas y caminó con dificultad hasta el
aguamanil para enjuagar de nuevo un insomnio que se había sembrado tiempo
atrás.
Una luz serena, que comenzaba a filtrarse entre las palmas y los maderos que
sostenían su morada, trazó el humo tibio del guarapo marcando el inicio del día.
Simón Calena recorrió la costa desenfundando el peso de sus huellas que
eran borradas por el mar. Sentía a instantes como sus pies eran alcanzados por una
marea grácil que se estiraba a su paso como un bálsamo de espuma blanca.
Al llegar al fondo del acantilado, aguardó ansioso aquella antigua sensación
que no tardaría en aparecer, asaltándolo como una helada súbita. Simón, llevaba
años entregándose a aquella emboscada sobrenatural con una fascinación casi
nupcial, que lo crispaba de hechizos cristalinos y remitentes que repentinamente
desaparecían. A veces, distinguía un fulgor escarlata que latía entre las rocas, como
llamándolo, y era cuando Simón Calena huía para resguardarse en su morada.
Aquel, era el mismo fulgor que le había atraído y arrancado el alma hacía
exactamente 42 años, cuando no pudo evitarlo y la vio por primera vez.
Ese día había amanecido con el valor para continuar.
2
Cuentos
Iguana roja
Esta vez no iba a retroceder.
Endureció su mirada para fortalecer su coraje y apretó el temblor con sus
puños antes de cruzar decididamente la gruta que se incrustaba en las rocas.
Zozobrando entre las piedras se adentró en la vieja caverna que estaba impregnada
de un moho húmedo y cetrino. Pudo agazaparse entre los resquicios filosos de un
largo pasadizo hasta que llegó a un claustro que había permanecido intacto desde la
última vez. Allí estaba, como dormida, iluminada tenuemente con el haz de una luz
angosta, sobre los restos de un altar hecho con algas y flores. Simón vio con
asombro que todavía conservaba su cuerpo integro a pesar de los años. Su rostro
poseía un gris aceitunado y el carmesí de sus cabellos había languidecido. Los ojos
de Simón lloraron largamente una nostalgia insondable, mientras que sus cejas de
caracol blanco se acurrucaban en su ceño, resistiéndose a resignarse a dejarla allí
otra vez.
La cargó como pudo sintiendo que vulneraba algo sagrado, pero su corazón
le decía que debía continuar. Cuando salió de la caverna descubrió que el cielo
estaba bruñido con el manto fosforescente del ocaso. Era un resplandor angular
que encendía polvos marinos y entumecía el aire.
El sonido inquisidor de las olas recobraba su aliento y la respiración agitada
de Simón comenzó a menguar.
Permaneció de pie, inmutable ante un temblor que reverberaba en sus
coyunturas seniles, viendo absorta y decididamente hacia el mar, convencido de no
desprenderse nunca más de ella.
Simón Calena cargó la sirena en sus brazos hasta que se hizo de noche,
mientras que era alcanzado por una marea que se erguía lentamente, revelando
designios que rebasaban los sentidos.
Desde entonces, los prados se mecen en las profundidades y la estela no cesa
de tejer caracoles blancos en la superficie.
3
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