penitencia y eucaristía

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J. M. R. TILLARD, O.P.
PENITENCIA Y EUCARISTÍA
En la Iglesia latina se ha olvidado casi enteramente el aspecto del perdón propio de la
Eucaristía. La pastoral se resiente de este olvido. El presente artículo es un intento de
revalorizar dogmáticamente este aspecto buscando la íntima relación que se da entre
Eucaristía y Penitencia.
Pénitence et Eucharistie, La Maison-Dieu, 90 (1967) 103-131
Sören Kierkegaard escribía en 1851 que en la eucaristía resuena la palabra del Señor:
"Venid a Mí todos los que estáis fatigados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré". Y
decía que se tendría que escribir en la puerta de salida de la iglesia estas otras palabras:
"A quien poco se le perdona, poco ama." Mientras que las primeras palabras expresan la
invitación que la eucaristía nos dirige, las últimas parecen decirnos esto: "si en la
eucaristía no has experimentado el perdón de tus pecados, la causa no la busques en la
comunión, sino en tí que amas poco; la gracia te invita al perdón de todos tus pecados;
deberías salir de la eucaristía con el corazón ligero, y tanto más cuantas más cosas lo
hayan oprimido. En la Santa Mesa nadie retiene tus pecados, nadie, excepto tú."
Este pensamiento de Kierkegaard nos muestra con exactitud la relación que existe entre
el poder purificador de la eucaristía y la situación del cristiano; hace eco a las anáforas
de las liturgias orientales y a muchas oraciones de las liturgias latinas.
Sin embargo, qué pocos católicos de hoy se presentan a la eucaristía con la certeza de
recibir la purificación de sus pecados, aun cuando respondan en la caridad a la
misericordia del Señor. Sí, son pocos los que ven en la eucaristía un sacramento del
perdón. En su vida cristiana relegan este aspecto únicamente al sacramento de la
penitencia.
Esto tiene su explicación en lo siguiente: tanto la catequesis como los libros de
sermones y los manuales de teología olvidan casi enteramente el aspecto de la eficacia
purificadora del pan eucarístico. Cuando uno los lee, saca la impresión de que en el
fondo hay una implícita confusión que viene a identificar "sacramentos de vivos" con
"sacramentos de puros".
Así pues, parece que desde hace varios siglos, la Iglesia latina ha descuidado la
dimensión de perdón propia del misterio eucarístico. En el presente artículo
estudiaremos desde un punto de vista estrictamente dogmático la relación eucaristíapecado, a fin de percibir tanto las profundas convergencias como las diversas funciones
de ambos sacramentos, que son los puntos de contacto más frecuentes del cristiano
adulto con el poder redentor de la Pascua del Señor.
LA EUCARISTÍA, SACRAMENTO DE LA RECONCILIACIÓN DEL PADRE Y
DEL HOMBRE EN LA PASCUA DE JESÚS
Al intentar reflexionar dogmáticamente sobre la relación entre la eucaristía y el perdón
de los pecados, el teólogo se ve remitido a dos importantes grupos de textos tridentinos.
En realidad, la fe y la práctica actuales de la Iglesia latina se basan en ellos. Mientras
que el primer grupo de textos pone de relieve la eficacia propiciatoria del sacrificio de la
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misa (basándose en el poder de la Cruz de Cristo presente en él), el segundo insiste en
los efectos de la comunión, precisando las condiciones requeridas para que el Cuerpo
del Señor sea recibido saludablemente.
Sin embargo, cuando se leen los textos por vez primera, se tiene la impresión de que lo
afirmado con realismo por el primer grupo queda restringido por las exigencias del
segundo. En efecto: si el sacrificio eucarístico puede perdonar los pecados incluso más
graves ¿por qué prohibir el acceso a la comunión al que sin haberse confesado de sus
pecados mortales se siente, con todo, verdaderamente arrepentido? El recurso a la
penitencia sacramental ¿no usurpa una de las funciones esenciales de la eucaristía? Para
aclarar estas graves cuestiones hemos de buscar el sentido de los textos tridentinos.
El primer grupo de textos
Estas afirmaciones del Concilio están provocadas por las sentencias de los
Reformadores; Lutero, Calvino y Mélanchthon cuestionaban la relación entre la misa y
el perdón de los pecados. Decían que la misa ni es un sacrificio ni es una oblación por
los pecados; que no es más que la conmemoración del sacrificio de la Cruz; que la misa,
en cuanto sacrificio, no aprovecha ni a los vivos ni a los muertos... El Concilio,
planteándose esta cuestión, responde: "Puesto que en este santo Sacrificio que se realiza
en la misa se inmola de modo incruento el mismo Cristo que en el altar de la Cruz se
ofreció una vez de modo sangriento, el Santo Concilio enseña que este sacrificio
verdaderamente es propiciatorio, y que por él obtendremos misericordia y
encontraremos la gracia para una oportuna ayuda, si nos acercamos a Dios con un
corazón sincero, con una fe recta, con temor y con respeto, contritos y penitentes. El
Señor, aplacado por esta oblación y concediendo la gracia y el don de la penitencia,
perdona los crímenes y los pecados, por grandes que sean..."
La primera impresión que se tiene ante este texto es que el fiel que participa en el
ofrecimiento del sacrificio de la misa (que para Trento no implica la comunión
sacramental) con las disposiciones subjetivas indicadas, percibe en ella la gracia del
perdón, por muy graves que sean los pecados cometidos. Y la razón es ésta: el poder
salvífico de la misa es el de la Muerte del Señor, ya que la misa no es otra cosa que la
apropiación por parte de la Iglesia del Acto de Jesucristo.
Sin embargo, surge una cuestión: ¿qué quiere decir el Concilio, en el fondo, cuando
afirma que Dios perdona los pecados "concediendo la gracia y el don de la penitencia"?
En el texto no se habla explícitamente del sacramento de la penitencia. Tampoco se
menciona la necesidad de recurrir a un sacramento ulterior. Más aún: no sólo habla de la
contrición y de la penitencia como de condiciones subjetivas que se requieren para
participar del sacrificio, sino que también las considera como las consecuencias
objetivas procedentes de esa participación. Si nos fijamos en el texto veremos que se
menciona dos veces a la penitencia: como condición subjetiva necesaria para el perdón
de los pecados, y como don divino en el que se realiza este perdón. ¿Quiere esto decir
que la contrición y penitencia interiores con las que el fiel ha de acceder para celebrar
fructuosamente el sacrificio se transforman en esta gracia y en este don de la penitencia
procedentes de Dios?; ¿que el que se presenta con una cierta contrición y con una cierta
penitencia recibe de Dios (en virtud de la Cruz de Jesús) el don de la verdadera
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contrición y penitencia, sin la cual no hay perdón? Una mirada atenta a las
circunstancias y a la mentalidad de los Padres de Trento nos inclina a decir que sí.
Si nos fijamos en el Decreto sobre la Justificación nos daremos cuenta de que el
Concilio no tiene una idea tan simple y clara sobre la "contrición" como la que tenía
santo Tomás. Admite una contrición imperfecta, con detestación de pecado y resolución
de conversión, pero motivada por razones humanas. Y, sin embargo, afirma que "a
veces esta contrición se vuelve perfecta por la caridad, con lo que reconcilia al hombre
con Dios aun antes de la recepción efectiva del sacramento (de la penitencia)", pero que
"esta reconciliación no se debe atribuir a una contrición que no incluyera el deseo
(votum) de recibir el sacramento". Pues bien, nos parece que este es el caso que se tiene
presente en el texto que comentamos: en la misa, Dios transforma unos sentimientos de
contrición y penitencia embrionarios, haciéndoles hallar su plenitud; en esta plenitud
está incluido al menos el deseo (votum) de la penitencia sacramental. Esto basta para
que hic et nunc, aun antes de someterse al poder de las llaves, se le perdonen sus
pecados.
La eucaristía, fuente del perdón
Y es que en realidad el Sacrificio de la misa está en el corazón de la actual economía
divina del perdón. El Padre nos concede el don de la caridad que quita los pecados "por
muy grandes que sean" sobre todo en el memorial del Acto de Jesús, de ese Acto en el
que Él se sumerge en la muerte a fin de rescatarnos de nuestros pecados, y resucita
como Señor de la nueva humanidad. Notemos que la Iglesia, al actualizar aquí y ahora
el Sacrificio de Jesús, no lo hace sólo para la asamblea, sino en la oración, súplica y
eucaristía de esta asamblea. Esto también tiene su importancia para una teología (que
está por hacer) de la participación activa de los fieles: en la misa, la asamblea no se
contenta con dirigir al Padre una vaga súplica o una vaga bendición; lo que en la
asamblea se difunde, suscitando y asumiendo las actitudes de los fieles, es la misma
actitud de Cristo hacia el Padre. Sólo así se comprende que los pecados de la asamblea
sean quemados en la respuesta del Padre a este Acto de Caridad del Hijo.
Siendo esto así hemos de afirmar que cualquier otro don sacramental del perdón tiene
aquí su origen, y por tanto, también el sacramento de la penitencia. Y es que, si ol
consideramos desde el punto de vista de Dios, el fruto de la absolución sacramental no
es más que una derivación del efecto del sacrificio eucarístico. Aquí reside la causa de
que las diversas tradiciones litúrgicas hayan hecho brotar oraciones de perdón en la
estructura eucarística, no sólo con el fin de prepararse a una digna celebración, sino con
el propósito de conseguirlo en y por la misma celebración.
El texto tridentino analizado también nos confirma. Veíamos que el don de la penitencia
proveniente de la misa incluía un votum, un deseo del sacramento de la penitencia. Por
tanto, los pasos que conducirán al hombre a la confesión y a la absolución tienen su
origen en el don que Dios le hace en la celebración del memorial. En el fondo, la
estructura del sacramento de la penitencia, considerado ahora desde, el hombre, consiste
en una cierta explicitación del movimiento sacrificial de la eucaristía. P. menudo se
concibe a la confesión como un medio preliminar que permite a los fieles pecadores
participar plenamente en la eucaristía. Esto no es falso, pero tampoco es completo. El
sacramento de la penitencia también es (y hablando dogmáticamente tendríamos que
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decir: "sobre todo") un despliegue de la gracia eucarística que, enraizada realísticamente
en la conciencia creyente del pecador, le impulsa y le lleva a volver hacia el Padre. Pero
sigamos estudiando la naturaleza de la Eucaristía.
Separación tridentina: eucaristía-sacrificio y eucaristía-sacramento
Los textos de Trento, por razones conocidas, separan claramente, al considerar el
misterio eucarístico, el plano eucaristía-sacrificio del plano eucaristía-sacramento. Esta
dicotomía es lamentable. Hoy la teología ha vuelto a descubrir la unidad profunda tanto
del sacrificio y la comunión. como de la eucaristía-sacrificio y la eucaristía-sacramento.
Por un lado, el sacrificio es sacramental (ya que se celebra mediante signos que remiten
al ephapax de la Cruz), y por otro es para la comunión, que normalmente también se
realiza sacramentalmente. Ofrenda del sacrificio y comunión sacramental 'están
íntimamente relacionadas y pertenecen a un único misterio, tal como las palabras del
Señor en la Cena lo muestran claramente: en el "haced esto en memoria mía" (que es
donde la Iglesia reconoce la institución del sacrificio eucarístico) ya está incluida la
voluntad expresada en el "tomad y comed", "bebed todos de él". Si Cristo deja a su
Iglesia el memorial de su Pascua bajo el signo sacramental de la comida, es
precisamente para que el poder redentor de su sacrificio de Siervo de Yahvé se
comunique a los creyentes mediante la sunción de estos alimentos consagrados.
Esta unión entre sacrificio y comunión no es exclusiva de la eucaristía. La misma
naturaleza del sacrificio lo indica. En Israel, la estructura del sacrificio es ésta: se hace
una ofrenda a Dios; una ofrenda que es portadora de adoración,. de una proclamación de
Su fidelidad y justicia, de una oración por el Pueblo o de una intención expiatoria.
Yahvé, aplacado por esta ofrenda, responde a su Pueblo, le llena de su bendición,
renueva con él los lazos de una comunión de Alianza. A veces esto se expresa en la
comida sagrada, en la que los fieles comen los restos del sacrificio y así se unen
vitalmente a él.
Esta estructura también se cumple en el Sacrificio de Jesús. En su muerte de Siervo
entrega al Padre toda su vida; en la Resurrección, recibe de nuevo esta vida entregada,
pero glorificada, colmada por la plenitud del Espíritu Santo. La gracia de la salvación
consistirá en la comunión con esa humanidad resucitada del Señor; por eso la Iglesia de
Dios, el Pueblo de los salvados, no es más que el Cuerpo eclesial de Cristo.
Tal visión del sacrificio pascual implica que el modo normal de participar en el poder de
la ofrenda eclesial y sacramental del memorial sea el de la comunión con el Cuerpo y la
Sangre glorificados del Señor. Es verdad que el memorial del Señor no despliega su
plenitud únicamente en el acto de comunión sacramental; sin embargo, es ahí donde el
profundo efecto de la ofrenda del Sacrificio pascual alcanza el corazón del creyente, y
donde acaba el movimiento del Sacrificio. El cristiano, al recibir la carne glorificada del
Siervo de Yahvé, y tras haber entrado en el misterio de su oblación y haberse dejado
traspasar por la intención de Cristo en Cruz, queda íntimamente asociado por el Padre al
fruto y al efecto de la Pascua.
Todo esto vale, evidentemente, para el perdón de los pecados. Más arriba decíamos que
el fiel, con ciertas disposiciones, obtenía en la ofrenda del sacrificio el "don de la
penitencia" y la gracia que le perdonaba los pecados "incluso más graves". Señalábamos
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que esto era debido a la infusión de la Caridad pascual en el corazón arrepentido y
decidido a dar los pasos normales en su conversión hacia el Padre. Ahora hemos de
añadir que este don del perdón se concede normalmente en el interior del sacrificio
eucarístico, precisamente por la recepción sacramental del Cuerpo de Cristo. Así
podemos comprender el poder purificador del pan eucarístico, poder que ha sido
afirmado y cantado a lo largo de la Tradición viva, especialmente la oriental.
El segundo grupo de textos
En ellos se trata la espinosa cuestión de las condiciones requeridas para acceder a la.
comunión eucarística.
En el fondo de todo este debate se encuentra la afirmación de Lutero : "La sola fe es una
preparación suficiente para la recepción de la eucaristía". En las discusiones de 1547
todo se centra alrededor de la "sola fides" luterana. Pero ya en 1551 se empieza a
plantear el problema de la necesidad de la confesión antes de la comunión, problema
que irá invadiendo todo el debate. Una mirada atenta a estas discusiones puede aportar
mucha luz a lo que aquí nos interesa: cómo la comunión sacramental, por su esencial
relación con la oblación del Sacrificio pascual, concede el perdón de los pecados y de
los crímenes.
Sobre este tema, los teólogos están muy divididos. Por un lado, los que eran
considerados "amplios" (hombres como Cayetano, Juan Fisher, el papa Adriano VI...) y
que insistían sobre todo en la contrición del corazón. Por otro, los que insistían sobre
todo en los medios que se han de emplear para acercarse digna y saludablemente a la
comunión.
Tras muchas discusiones, en septiembre de 1551, antes que la comisión designada se
pusiera a redactar los cánones, el cardenal legado, resumiendo la discusión de los
obispos, tuvo que reconocer: "Sobre la confesión, los Padres no se pusieron de
acuerdo". De todas formas, la mayoría afirmaba la necesidad de recurrir a la confesión
antes de comulgar.
Por fin, salen los cánones en los que las palabras se miden mucho. Se limitan a
sancionar la costumbre de confesarse antes de comulgar, mostrando su enraizamiento
eclesial; por eso no quieren hablar de anatema respecto a quienes sostengan lo contrario.
Desde el punto de vista dogmático, no se pronuncian sobre la suficiencia de la
contrición perfecta como condición requerida para la comunión. Reconocen que en caso
de necesidad y no habiendo confesor, un sacerdote puede celebrar sin confesarse. Esta
concesión está cargada de consecuenc ias teológicas; el Código de Derecho Canónico
extenderá esta concesión al simple fiel que tiene necesidad de comulgar y no encuentra
confesor, con tal que haga un acto de contrición perfecta (c 856).
Bien; todo esto nos muestra que la Iglesia no se ha pronunciado sobre el origen divino
de la confesión preeucarística prescrita por ella, mientras que confiesa solemnemente
hallar en la Revelación la certeza del don del perdón mediante la participación en el
memorial del Sacrificio de Jesús. Por tanto, no prohíbe afirmar que de suyo la eucaristía
(tomada en las dos grandes dimensiones de su realidad sacrificial, como son la oblación
y la comunión) tiene el poder de borrar todos los pecados. Es verdad que la legislación
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de la Iglesia, apoyada en una tradición no tan inmemorial como pudiera parecer (ya que
está relacionada con la aparición bastante tardía de la penitencia privada), exige al
pecador que antes de comulgar se reconcilie con Dios por medio de la confesión. Trento
la ratifica y la confirma, pero no quiere decir que aquí se trate de algo de derecho
divino. Por tanto, de suyo, el pecador que tiene el corazón contrito y que desea recurrir a
la penitencia sacramental a su tiempo normal, está invitado a la Cena eucarística.
LA PENITENCIA SACRAMENTAL Y SU RELACIÓN CON LA GRACIA
EUCARÍSTICA DEL PERDÓN
El deseo de la penitencia
Como se habrá podido notar, al hablar de la verdadera contrición hemos subrayado que
debía incluir necesariamente una referencia a la penitencia sacramental, Expresábamos
esta referencia por la noción de deseo (votum), dándole el sentido que tiene para Santo
Tomás. Para él, el "votum" no es ni una veleidad ni un simple deseo sociológico, sino
un acto voluntario que capta verdaderamente la ordenación ontológica existente entre
dos realidades de salvación.
En el caso que nos ocupa -que es el del don de la gracia-, si lo vemos desde el punto de
vista del hombre, encontramos en él una serie de etapas sucesivas, necesarias todas en
caso normal, y ontológicamente ordenadas entre sí. Se puede decir que la última etapa
ya está dinámicamente presente en la primera. Esta presencia de la última etapa en la
primera se capta y se expresa por el deseo de llevarla a cabo. En este sentido, Santo
Tomás, al hablar de aquel que se presenta al bautismo o a la penitencia sacramental,
dice: "El movimiento de la voluntad humana no bastaría para la remisión del pecado si
no estuviera acompañado de la fe en la Pasión de Cristo y del propósito de participar en
ella, sea recibiendo el bautismo, sea sometiéndose al poder de las llaves". Ese deseo o
propósito es la expresión de que la última etapa ya ha actuado aun antes de ser puesta.
Es verdad que llegado el momento habrá de ser puesta en concreto, pero se puede decir
que Dios ya la tiene en cuenta, y previéndola, concede ya el efecto (tanto más, cuanto
que desde el punto de vista de Dios el don de la gracia no tiene esa sucesión de etapas).
Así se puede comprender por qué cuando la contrición nace fuera del sacramento de la
penitencia, ha de llevar grabado un deseo de recibir el sacramento "del retorno al
Padre". Cumpliendo este retorno, el fiel expresará en actos humanos suscitados por el
Espíritu los sentimientos de su corazón pecador arrepentido: intenso dolor, conciencia
de haber faltado a la fidelidad y amistad del Padre, propósito de no volver a separarse,
deseo de reparar, confesión leal de su miseria. Todo esto -puesto que ya se le supone
perdonado- aumentará en él el poder de la gracia.
La penitencia como "sacramento del retorno al Padre"
Acabamos de emplear la expresión "sacramento del retorno al Padre" para caracterizar
la penitencia sacramental. Nos parece que es una expresión adecuada. La teología
clásica insiste en que la materia de este sacramento está formada por el conjunto de los
actos del penitente que llora sus pecados, que se acusa de ellos y que cumple por ellos
una satisfacción. Ahora bien, para Santo Tomás, el fin de estos actos no es simplemente
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el restablecimiento de la justicia, sino la reconciliación en la amistad. Por eso se trata de
algo en que están implicados tanto el ofensor como el ofendido. Nos hallamos en el
clima evangélico de la parábola del hijo pródigo tal como la Tradición lo ha
comprendido. El amor del Padre ha tomado la delantera. Aun antes duque el hijo vuelva
efectivamente, el perdón ya está concedido. Y, sin embargo, es necesario que el hijo
rompa con esa vida libertina cuyo peso lleva dolorosamente, que se ponga en camino
para echarse, llorando, en los brazos abiertos que le esperan; es necesario, pues, que
experimente en su sufrimiento el verdadero valor del amor paterno. Y no porque sepa
que el padre le abrirá la puerta, dejará de hacer esto. Ahora bien: estos pasos del hijo no
han causado el perdón; simplemente han expresado -conforme a la misma naturaleza de
las cosas- la actitud del corazón humano frente a la conciencia de su pecado. Y para que
el perdón se enraizara en el corazón del pecador, era necesario que ese movimiento de
retorno al Padre se realizase, o al menos anidara ya en él el deseo de realizarlo. La
Iglesia, interpretando en el Espíritu la voluntad de Cristo, enseña que ese camino de
retorno es el del sacramento de la penitencia. Así pues, según ella, no hay auténtico
perdón sin que se tenga al menos el deseo de acudir a él.
He aquí, pues, el lugar en el que a nuestro parecer se articula el papel de la eucaristía y
el de la penitencia sacramental en el misterio del perdón. Esto explica también la
necesidad de ambos para que el hombre consiga plenamente su Salvación.
Colocándonos en el punto de vista de Dios, hemos de ver en la eucaristía la fuente
sacramental por excelencia de la remisión de los pecados del fiel bien dispuesto. Y este
punto de vista es el más importante. Pero, evidentemente, esto no quiere decir que no
exista ningún compromiso humano, ningún camino verdaderamente "penitencial" que el
hombre tenga que recorrer. Por el contrario, hemos subrayado todo el proceso: entrada
del penitente en el movimiento sacrificial del Hijo; don del Padre que suscita en él el
deseo de someterse a los ritos eclesiales de la penitencia; por fin, despliegue y
realización de este deseo volviendo efectivamente al Padre y diciéndole: "Padre, he
pecado contra el Cielo y contra tí; ya no merezco ser llamado hijo tuyo; apiádate de mí".
Por tanto, eucaristía y penitencia sacramental confluyen en un único misterio de perdón
sin hacer de ambos un doble empleo y sin yuxtaponerlos. Y, sin embargo, el centro de
este único misterio es la eucaristía. No es bueno separar tajantemente los diversos
efectos de los sacramentos, ya que hay un único perdón. Pero también hay que evitar la
confusión entre ambos. Son complementarios, pero de forma que el perdón no resulta de
su adición, pues ambos recubren, cada uno según su propia modalidad, la totalidad de
este único misterio.
Consecuencias finales
Si lo dicho hasta aquí es exacto, hay que sacar algunas consecuencias que nos parecen
importantes. En primer lugar, la necesidad de colocar de nuevo a la eucaristía en el
centro del misterio del perdón de Dios. Tal como lo constatábamos al principio de este
estudio; hoy día ocupa prácticamente este centro el sacramento de la penitencia. Sin
embargo, acabamos de mostrar que la eucaristía posee una eficacia propia, y que
teológicamente tiene mayor importancia que la de la penitencia por ser precisamente su
fuente. A esta tarea se ha de dedicar seriamente tanto la predicación como la catequesis.
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La segunda consecuencia se refiere a la actual necesidad de la confesión preeucarística.
La legislación de la Iglesia en este punto está ligada a la decisión de Trento. Sin
embargo, hoy día, tal como nos lo confiesan los pastores, esta obligación eclesiástica o
bien enrarece el número de los que comulgan, o bien impulsa a un creciente número de
cristianos a prescindir de las prescripciones de la Iglesia y, por tanto, a acercarse al
sacramento de la unidad eclesial atentando contra la autoridad encargada precisamente
de mantener el Pueblo de Dios en esta unidad. En éstos, la falta de aprecio por el
sacramento de la penitencia también va en aumento. Y todo esto es grave. Ahora bien:
hemos visto que la obligación de la confesión preeucarística reposaba sobre una
decisión de la Iglesia, y que la participación en el memorial del Señor con un corazón
contrito era por sí misma fuente de perdón, con tal que hubiera voluntad de acercarse a
su tiempo al sacramento de la penitencia. Tal vez se pudiera disociar el acceso a la
comunión y el acceso a la confesión, de modo que siendo necesario el recurso al
sacramento de la penitencia, no lo fuera, sin embargo, como condición previa para
recibir el Cuerpo de Cristo. Entonces ambos sacramentos cobrarían todo su sentido. Es
verdad que es una solución delicada, pero la actual práctica del sacramento de la
penitencia nos obliga a plantearlo. Ciertamente, cuando vemos cómo se confiesan
muchos bautizados hemos de reconocer que a menudo se admite a la comunión a
personas por el simple hecho de haber cumplido materialmente unos ritos, pero sin
verdadera contrición, y, por tanto, sin perdón.
Respecto a la confesión pascual, es posible que así se volviera a encontrar su auténtico
sentido. Y por último, formulemos un deseo: que en la actual revisión de los ritos de la
misa se reflexione seria y teológicamente antes de eliminar algunas oraciones más
penitenciales, que tal vez no sean del gusto de la época, pero que expresan la fe del
Pueblo de Dios en el maravilloso poder de la eucaristía del Señor.
Tradujo y condensó: EDUARDO POU
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