Una copa de vino dulce El sol del mediodía entra por las ventanas de la gran casa de piedra. Ella está quieta, esperando, de vez en cuando se le dispara el párpado del ojo derecho con unos latidos que no puede controlar. Pero qué es lo que he hecho, piensa, o mejor dicho, lo que no he hecho. Todo ha pasado tan rápido, ha sido tan fácil… Recuerda la cena de la noche anterior. Ana y Pedro, amigos de toda la vida, celebraban sus bodas de plata. Recuerda como su marido llegó a casa acelerado como siempre, la cara enrojecida, dejando la americana de cualquier manera encima de la butaca. — ¿Pero aún estás sin arreglar? — Sabes que tenemos tiempo de sobra —le contesté. —Ya, con lo lenta que eres… Con lo lenta que eres, con lo patosa que eres, deja eso que aún lo romperás, ¿tú, trabajar?, no me hagas reír. Palabras cotidianas que le retumban en la cabeza. Escogió para la fiesta el vestido tostado que le hacía resaltar sus ojos color miel, ¿en qué momento perdieron el brillo? Unas medias satinadas y zapatos de tacón alto. Se abrochó el collar a juego con los pendientes de perlas, cogió el frasco de perfume y se puso unas gotas. Cuando él la vio, sin apenas abrir la boca, le dijo: —Te estás haciendo mayor, cariño —y de un trago acabó el whisky que se había servido. Ella lo miró y prefirió callar. ¡Qué guapa!, le dijeron los amigos al verla, y ella, la reina del disimulo, sonrió. En la cena las risas acompañaban los chistes de su marido, sus anécdotas ingeniosas. Él le prodigaba constantes atenciones. Con un guiño cogió una pequeña rosa que eligió del hermoso centro de la mesa y se la colocó a un lado de su melena castaña. Ella, más tarde, se la quitó y la dejó caer. —Los próximos en celebrarlo seréis vosotros —les dijo Ana, alzando su copa de cava para invitar a un brindis. Él bebió y comió sin medida, a pesar de las advertencias de su médico unas semanas antes. Fueron de los últimos en irse, y hoy, cuando se ha levantado temprano, nada hacia prever lo que luego pasaría. En el jardín, quitó unas hojas secas de los rosales. Un tordo picoteaba unas olivas maduras que habían caído sobre la tierra. Mientras le llegaba la suave fragancia del jazmín, cortó unas rosas amarillas que luego colocó en un jarro de porcelana. Se preparó un café que acompañó con una tostada con mermelada. Si pudiera ser siempre así, este silencio, pensó. Pero estoy atrapada, cuántas veces me ha dicho que me lo quitaría todo, empezando por los niños. —Tráeme el café — le gritó—, no me hagas esperar que tengo prisa, ¡joder! De repente oyó un ruido seco, fue a la sala y lo vio allí tendido sobre la alfombra persa, al lado de la chimenea. Los ojos desencajados, implorantes, una mueca en la boca, el brazo extendido. Las pastillas, corre, en el bolsillo de la americana, logró decirle. Ha sido tan fácil, solo he tenido que quedarme quieta. Y de nuevo el silencio envuelve la casa, los rayos de sol iluminan la estancia. Cogió el teléfono y marcó el número de urgencias. Vengan pronto, les dijo, creo que mi marido está…, y no acabó la frase. Tranquilícese señora, le contestaron, enseguida salimos. Sabe que tardarán un rato, la carretera de curvas hasta llegar a la casa no es de fácil acceso. Por primera vez desde hace mucho tiempo sonríe. Coge una copa de cristal de la vitrina y se sirve un vino dulce, la última botella de nuestra cosecha, solo para las grandes ocasiones, piensa que le diría él. Se acerca a la ventana, ve un velero sobre el mar, el cielo despejado. El vino le deja un sabor a uva madura en la boca. Cuando ha vaciado la copa, la limpia, la seca con cuidado, y la vuelve a poner en la vitrina. Se sienta en la butaca junto a la chimenea. No he tenido que hacer nada, quedarme quieta, y ahora solo tengo que esperar, piensa, mientras hace girar el anillo de oro de su dedo anular. Una copa de vino dulce, de Maria José Ariño Labry