mitologa y literatura en el mundo griego

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ISSN 1989-1709
MITOLOGÍA: TEORÍA Y PRÁCTICA
AMALTEA. REVISTA DE MITOCRÍTICA
Nº 0 (2008)
http://www.ucm.es/info/amaltea/revista/revista.html
UNIVERSIDAD COMPLUTENSE (MADRID)
José Manuel Losada Goya (coord.)
Con la colaboración de Esther Navío Castellano y Erea Fernández Folgueiras
Amaltea. Revista de mitocrítica http://www.ucm.es/info/amaltea/revista/revista.html U. Complutense (Madrid) nº 0 (2008)
ISSN 1989-1709
SUMARIO
Nota preliminar / Preliminary Note ............................................................................................. i
CUESTIONES DE TEORÍA ...................................................................................................... - 1 Mitología y literatura en el mundo griego (Carlos García Gual)................................................ - 1 Mito y mitología en el romanticismo alemán (Arno Gimber) ................................................... - 13 Arqueología mítica: el tematismo (Javier del Prado Biezma) ................................................. - 25 Paradigmas e ideologías de la crítica mitológica (José Manuel Losada Goya) ..................... - 39 Los mitos según René Girard (José Antonio Millán Alba) ...................................................... - 63 Los mitos y Jung (Rosario Scrimieri Martín) ........................................................................... - 87 La tradición simbólica y mitológica que asume Paul Ricœur (Daniel Vela).......................... - 113 APORTACIONES PRÁCTICAS ........................................................................................... - 127 El mito de Ceres en la obra de Yves Bonnefoy (Patricia Martínez)...................................... - 127 Eneas en la narrativa de Michel Butor (Lourdes Carriedo)................................................... - 151 Orfeo y Eurídice en un relato de Julio Cortázar (Francisco Javier Capitán Gómez) ............ - 171 La mitología del doble en Anfitrión 38 de Giraudoux (Pilar Andrade Boué) ......................... - 199 La figura del ángel en Un cura casado de Barbey d’Aurevilly (Mª Luisa Guerrero Alonso) . - 219 De Dioniso a Maximin, el nuevo Cristo, en la obra de S. George (Carmen Gómez García) - 233 Narciso y Dioniso en W. Pater y O. Wilde (Luis Martínez Victorio) ...................................... - 251 Penélope (y Ulises) en la dramaturgia femenina contemporánea (Mar Mañas Martínez) ... - 277 Amaltea. nº 1 - Petición de originales / Call for Papers................................................... - 303 -
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ISSN 1989-1709
Nota preliminar / Preliminary Note
As an exception, issue “0” of Amaltea contains only articles in Spanish.
These come from lectures given at the Universidad Complutense de Madrid
during the academic year 2007/2008, within the framework of a project
subsidised by the Spanish Ministry of Innovation. As from issue 1, the journal
Amaltea will accept articles in the six languages indicated in the Call for Papers.
Con carácter extraordinario, el numero "0" de Amaltea contiene sólo
artículos en español: proceden de las conferencias impartidas durante el curso
académico 2007/2008 en la Universidad Complutense de Madrid, en el marco
de un proyecto subvencionado por el Ministerio de la Ciencia y de la Innovación
español. A partir del numero 1, la revista Amaltea acepta artículos en las seis
lenguas indicadas en la “Petición de originales”.
De manière extraordinaire, le numéro “0” d’Amaltea contient seulement
des articles en espagnol: ils sont le résultat des conférences données pendant
le cours académique 2007/2008 à l’Université Complutense de Madrid, dans le
cadre d’un projet financé par le Ministère espagnol de la Science et de
l’Innovation. À partir du numéro 1, la revue accepte des articles dans les six
langues indiquées dans l’“Appel à contribution”.
Das Heft 0 der Zeitschrift "Amaltea" enthält ausnahmsweise nur auf
Spanisch verfasste Beiträge, die aus Vorträgen hervorgegangen sind. Diese
Vorträge wurden im Lauf des Studienjahres 2007/08 an der Madrider
Universität Complutense im Rahmen eines Forschungsprojekts gehalten, das
vom Spanischen Wissenschafts- und Innovationsministerium finanziell
unterstützt worden ist. Ab dem ersten Heft nimmt "Amaltea" auch jene Beiträge
an, die in den "Call for papers" genannten sechs Sprachen verfasst sind.
In modo eccezzionale, il numero "0" di Amaltea si compone soltanto
di articoli in spagnolo: provengono dalle conferenze impartite durante l’anno
accademico 2007/2008 all’Università Complutense di Madrid, all’interno di un
Progetto di Ricerca finanziato dal Ministero di Ciencia e Innovación spagnolo.
Per prossimi numeri, a partire dal numero 1, la rivista Amaltea accetterà articoli
nelle sei lingue indicate sulla "richiesta di originali".
Com carácter extraordinário, o número "0" de Almatea contém apenas
artigos em espanhol: procedem das conferências pronunciadas durante o
ano lectivo 2007/2008, na Universidade Complutense de Madrid, no âmbito de
um projecto subsidiado pelo Ministério espanhol de "Ciencia e Innovación". A
partir do número 1, a revista Almatea passará a aceitar artigos em qualquer
das seis línguas que se indicam em "Pedido de originais".
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CUESTIONES DE TEORÍA
Mitología y literatura en el mundo griego
(Carlos García Gual)
Resumen
En primer lugar hablaré de conceptos como mito, mitema, mitología,
mitologema; a continuación, de mitología, religión y literatura en el mundo
griego, y en tercer lugar, de la relación entre los mitos y la literatura moderna.
Me apoyaré en alguno de mis libros. En Introducción a la mitología griega
(Madrid, Alianza, 2004) incluyo estas definiciones. He hecho una versión más
actual, que recoge cambios de los últimos veinte años, una puesta al día,
subrayando cómo han aumentado estos estudios en torno a la tradición
literaria.
1. Definiciones preliminares
En un libro publicado en 2002 se subraya cómo se han multiplicado los
estudios sobre la presencia de la mitología en la literatura en los últimos años:
Bien sea en los cursos de letras clásicas, […] bien en los de otras
lenguas y literaturas, este tipo de estudios ha cobrado de modo
incontestable un lugar cada vez más importante desde hace una veintena
de años, pero a pesar de este éxito y esta inflación, este campo de estudio
sigue relativamente mal definido tanto epistemológica como
metodológicamente.
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Y yo sí quisiera empezar con algunas definiciones. Tengo una definición
de mito, que me parece útil para trabajar con ella: el mito es una narración o un
relato tradicional, memorable y ejemplar, paradigmático, de la actuación de
personajes extraordinarios (en el mundo griego, dioses y héroes) en un tiempo
prestigioso y lejano. Rápidamente, voy a comentar esto. Jean-Pierre Vernant
dice que el mito en mayúsculas como se utilizaba en la antropología del siglo
XIX ya no se usa hoy. El mito casi ha desaparecido. Ahora tratamos de mitos.
Y como también Vernant subrayaba, una de las características del siglo XX es
tomarse los mitos en serio, como una especie de lenguaje que nos habla de
cosas que interesan a la sociedad. Pero el mito se define por ser:
• Una narración o relato.
• Tradicional: se heredan. Esto plantea un problema: ¿qué se hace con
los mitos literarios, que se diferencian de los grandes mitos del pasado porque
tienen una fecha de entrada en la memoria colectiva? Lévi-Strauss ha
destacado en varias publicaciones que lo más característico del mito es la
memoria.
• Memorable: Marcel Detienne señala que “los mitos habitan en el país de
la memoria”, entendiendo que esta memoria es colectiva, y no individual.
• Ejemplar o paradigmático: el mito de alguna manera es un ejemplo de
actuación.
Los
mitos
como
hechos
extraordinarios
de
personajes
extraordinarios han cambiado el mundo, han dejado una huella o una impronta
que están ahí. Eliade ha insistido en que cuando los primitivos actúan
reproducen un modelo mítico. Éste es el sentido en el que el mito es
paradigmático o ejemplar, no en un sentido moral. El mito de Edipo refleja una
manera de actuar, de ser, pero no es un ejemplo moral, no se puede sacar una
moralidad que llevaría a matar al padre y a casarse con la madre.
• Pasado prestigioso y lejano: hay antropólogos que han insistido en que
el mito ha de contar historias de otro tiempo. Ya no vivimos en el tiempo de los
mitos. Los héroes están todos muertos y pertenecen a otro tiempo.
Naturalmente, sin entrar en muchos detalles, hay mitos de un tiempo primordial
(la creación, la aparición de los dioses) y otros más recientes que aluden a los
héroes (por ejemplo, la guerra de Troya). El tiempo del mito es circular,
mientras que el de la historia es lineal. El tiempo del mito es de otra calidad.
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El siguiente concepto importante es el de mitología. Hay un excelente libro
del profesor inglés Geoffrey S. Kirk, El mito: su significado y funciones en las
distintas culturas (Barcelona, Barral, 1973; Barcelona, Paidós, 1985). A Kirk no
le gusta la palabra mitología. A los ingleses no suelen gustarles las palabras
muy largas porque piensan que son cosa de los alemanes. Es curioso que en
castellano la palabra mitología haya entrado antes que la palabra mito. Entró
en el Diccionario de la Real Academia bastante tarde, en el XIX, mientras que
mitología se utilizaba ya en el XVIII. Creo que es importante mantener la
palabra mitología, en primer lugar, como colección de mitos o una especie de
red de relatos míticos interconectados. Y en segundo lugar, como estudio
científico de esos mitos. Cuando en el título de un libro se usa “mitología”
puede ser una cosa u otra. Generalmente, se refiere a la colección de relatos.
Graves titula su obra Los mitos griegos y nosotros quizá hubiéramos utilizado la
palabra mitología. Es importante que esos mitos que forman parte de una
mitología, que forman el acervo cultural y la herencia de un pueblo, tengan una
mutua interconexión. En los mitos salen los mismos personajes. Cuando los
griegos cuentan un mito nunca presentan a los mitos, porque esos personajes
son conocidos, están en la mitología. Cuando sale el dios Hermes todos saben
ya quién es y qué puede hacer. Esta definición de mitología como red de
relatos sirve también para distinguir los mitos de los cuentos, en el sentido de
cuentos fantásticos (como cuentos populares, Folk Tales, Märchen en alemán).
Los cuentos tienen muchas veces los mismos motivos que los mitos, pero van
sueltos, y los personajes no suelen tener nombre, mientras que los personajes
de los mitos siempre tienen nombre y se pueden colocar dentro de esa red
mítica de la que hablábamos antes. Por ejemplo, un cuento podría ser el de “El
náufrago y el ogro”. El náufrago llega a una isla desierta donde hay un ogro, y
el náufrago logra engañar al ogro diciéndole que se llama “Nadie”, lo deja ciego
y se escapa. Este cuento está en todo el mundo, por ejemplo, en la cultura
polinesia. Pero este personaje no tiene nombre. O, ¿cómo se llama Caperucita
Roja? No tiene nombre. Ni el lobo. El bosque es el bosque; el lobo es el lobo y
la niña es la niña. Los motivos del cuento del náufrago se encuentran en La
Odisea: Ulises se enfrenta a Polifemo, en la isla de los Cíclopes. Polifemo es
hijo del dios Poseidón. Ulises es el héroe de Troya que va a Ítaca. Es decir, hay
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una serie de rasgos que definen al mito frente al cuento, y uno de ellos es éste,
los personajes y los mitos están insertos en una red narrativa, cultural, y tienen
nombre propio. Mientras que los personajes de los cuentos son mucho más
abstractos y universales. Este carácter de interconexión, esta inserción en una
red narrativa y pertenencia a un espacio mítico definido diferencia a los mitos
de los cuentos.
Hay que considerar siempre la mitología en su conjunto, porque la
mitología puede decirnos mucho de la cultura de un pueblo. Cada mitología
insiste más en unos aspectos que en otros. Por ejemplo: en la cultura griega
los dragones tienen un papel bastante pobre, mientras que en la mitología
germánica o nórdica tienen un papel importante, como en la china. Hay rasgos
que caracterizan a las mitologías, y están en relación con las culturas
respectivas.
Pasando a cosas más concretas, que el mito sea una narración permite el
análisis narrativo del mito, y este aspecto es muy importante. Un mito puede
tener en su relato varios símbolos. El símbolo es puntual, mientras que el mito
es lineal, lo que permite una segmentación y un análisis. Lévi-Strauss llama
mitemas a los segmentos mínimos de una narración mítica, de la misma forma
que los fonemas existen en fonética o los morfemas en morfología, como
unidad mínima significativa del relato mítico.
Otro concepto que se utiliza en los análisis, que en este caso no procede
de la lingüística, es mitologema. Es muy interesante de cara al análisis
simbólico de los mitos. Procede más bien de Jung y más que una unidad
narrativa, es una unidad icónica o imaginativa. Es un motivo que tiene una
cierta consistencia propia y que puede repetirse en otras mitologías. Por
ejemplo, la Virgen con el Niño o el abandono del niño que será héroe en un río.
Tiene más que ver con imágenes que con texto.
Ahora pasaremos a ver la importancia que tiene en los mitos la tradición
mítica. El mito es una narración memorable y tradicional, viene de atrás y pasa
de generación en generación. En ese sentido, hay que subrayar dos cosas.
Aunque parece que el mito debería reproducirse siempre idéntico, como el rito
o la ceremonia, no es así. El mito va sufriendo variantes, y mucho más cuando
se incorpora a la tradición escrita y literaria. Habría que contar con algo que
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dice Hans Blumenberg en Trabajo sobre el mito (Barcelona, Paidós, 2003),
donde habla de la constancia icónica presente en el mito, de la permanencia de
una serie de motivos en la tradición mítica, aunque luego hay una notable
variedad en la reinterpretación de los mitos. Y deberíamos tener en cuenta
estas dos notas de permanencia y variación. Respecto a la constancia icónica,
resulta interesante el término invariantes, utilizado por Jean Rousset (El mito de
Don Juan, México, Fondo de Cultura Económica, 1985), en referencia a estos
motivos que tienen una alusión icónica. Es importante en el mito señalar las
invariantes que definen una estructura mítica frente a la variación que puede
introducirse después. Por ejemplo, en el mito de Don Juan, Rousset señala
varias invariantes: es objeto del amor de varias mujeres, encuentro con el
comendador y muerte… O en el caso de Edipo, siempre mata a su padre y se
casa con su madre. Pero luego, los mitos varían en aspectos menores.
Aristóteles en la Poética señala ya, hablando del tratamiento que daban los
trágicos a los mitos, que el autor literario no debe destrozar o descomponer el
mito. El mito tiene siempre una estructura básica.
2. Mitología, religión y cultura en Grecia
Grecia tiene una mitología rica, básica para la tradición occidental y es
importante subrayar que pasa a la literatura en una época bastante antigua, en
torno a la segunda mitad del s. VIII a.C.: Homero (La Odisea, La Ilíada),
Hesíodo (Teogonía). Homero habla de dioses y héroes, pero de la época
heroica, que es la última época de construcción de la gran mitología, mientras
que Hesíodo cuenta los orígenes del mundo, la aparición de los dioses y en
este sentido parece más antiguo y fundamental su mundo. Hesíodo es un
narrador de un gran catálogo, un ordenador del mundo mítico, la gran literatura
empieza con Homero. En Homero hay mucha más creatividad, pero aquí
comienza el mundo mítico griego. No conocemos la tradición oral anterior, pero
es evidente que los mitos vienen de un mundo oral anterior.
Jean-Pierre Vernant y Marcel Detienne han señalado que el paso de la
mitología a la escritura marca diferencias. Por un lado, podemos pensar que la
escritura supone una fijación, lo que da estabilidad. Pero, a la vez, en el mundo
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griego, da también un margen enorme de libertad para variantes míticas. Es
también muy importante ver en cada cultura quién se encarga de mantener y
custodiar la tradición mítica. No es lo mismo que se mantenga por la tradición
oral, o mediante un libro sagrado. En el mundo griego la mitología también está
asociada a la religión, pero los guardianes de los mitos son los poetas. En
Grecia no había libros sagrados ni una estructura jerárquica interesada en
mantener una unidad mítica. Saber que los mitos están ya escritos da un
enorme margen de libertad, lo que hace que la literatura griega, que en la
época clásica se nutre esencialmente de los mitos, tenga esa gran libertad de
relatos. Un ejemplo de esta libertad respecto al mito de Helena lo ofrece
Estesícoro (s. VI a.C.), que escribió una palinodia, que era un canto donde se
alejaba de una versión mítica anterior y decía que Helena no había ido nunca a
Troya, sino que la que iba a Troya era una doble exacta de Helena y que la
verdadera fue a Egipto, donde la encontró Menelao. Esta versión sólo es
posible en un mundo donde ya existen otras versiones literarias, donde el poeta
(poeta es creador, de poietés) ya no es un mero repetidor, no es un rapsoda ni
un aedo, sino que es alguien que pone su obra por escrito y sabe que hay otros
escritos que le preceden, por lo que no tiene que contar la versión canónica.
Esto es lo que caracteriza a la literatura griega, que utiliza constantemente los
mitos, pero que se permite cambios sin tocar la estructura fundamental.
Podemos ubicar el inicio de esta literatura mítica en el siglo VIII a.C., pero
es dudoso saber cuándo termina. Quizá en el s. II d.C., con Luciano, que se
toma a broma los mitos y cuenta las historias míticas burlándose de ellas, con
gran irreverencia. También es la época de Apolodoro, que escribe el mayor
resumen mítico que hemos conservado (Biblioteca mitológica). Esto serían mil
años de contar mitos. Pero podríamos llegar más allá, porque Nono de
Panópolis (Egipto), del siglo V d.C., escribe el poema épico griego más largo
que conservamos, Las dionisíacas, formado por unos cuarenta cantos y
compuesto en hexámetros, y que recoge toda la mitología griega a modo de
recopilación enciclopédica. Las bodas de Cadmo y Harmonía, de Roberto
Calasso, está hecha sobre este poema.
En Grecia la mitología y la literatura están muy relacionadas. La épica, la
lírica y la tragedia se fundan sobre el repertorio mítico. Está muy claro en el
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caso de la épica. Es quizá menos claro en la lírica. La lírica griega tiene dos
facetas. Hay una lírica coral, cuyo máximo exponente es Píndaro, y una lírica
personal, mucho más libre, en la que se ha hablado por ejemplo del
descubrimiento del yo, y que está más alejada de los mitos, como por ejemplo
Safo, aunque no es independiente de ellos. Para aclarar el sentido de sus
versos, Safo cita episodios míticos. Para decir que el amor es lo que valoriza el
mundo, lo compara con Helena: “Y es sencillo hacer que cualquiera entienda /
esto, pues Helena, que aventajaba / en belleza a todos, a su marido, / alto en
honores, / lo dejó y se fue por el mar a Troya, / y ni de su hija o sus propios
padres / quiso ya acordarse”. Para aclarar el presente se pone un ejemplo
mítico. Píndaro hace cosas parecidas. En medio de una de sus narraciones,
siempre hay uno o dos mitos contados, como si los fogonazos del mundo
mítico pudiesen iluminar el presente.
En cuanto a las tragedias de la época clásica, se conservan 33, aunque
hubo cientos y quizá miles, y casi siempre tratan de mitos. No era obligatorio,
pero de entre las que se conservan sólo hay una que no trata de mitos, que es
Los persas, de Esquilo, la más antigua (472 a.C.). Es la única tragedia
conservada que no trata de mitos, sino que cuenta la batalla de Salamina
(480), quizá porque relata un hecho histórico tan grande, que quizá podía
compararse con el mundo mítico. Tenemos noticia de otra tragedia de tema
histórico, La toma de Mileto, de Frínico, pero se perdió. Aristóteles nombra en
la Poética una, titulada Anthos (Flor), que habría sido escrita por el poeta
Agatón, al que conocemos por ser organizador del banquete de Platón. Hizo
una tragedia con tema inventado, pero no parece ser lo más común. Pero de
entrada las tragedias tratan siempre de temas míticos y heroicos. Y frente a la
épica que canta la gloria de los héroes, la tragedia canta el sufrimiento final de
los héroes, el pathos.
La tragedia se mantuvo más de un siglo en Atenas, en pleno
florecimiento, con estrenos continuos durante el siglo V. Parece que no se
repusieron obras en el siglo V en Atenas. Los estrenos eran continuos: podría
decirse que quien no vio Edipo Rey en el 430 se quedó sin verla. Hay, por
tanto, continuos estrenos y continuos tratamientos de los mismos mitos, con un
público al que le encantaba el teatro, formado por gente del pueblo: marineros,
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artesanos… En el teatro de Atenas cabían entre 15.000 y 20.000 espectadores.
Quienes daban los premios eran diez de los ciudadanos que entonces tenían
algún cargo, al que se accedía por sorteo, y así se creó el teatro más
impresionante de la historia occidental. Sófocles ganaba casi siempre el primer
premio; Eurípides, casi nunca. Aunque luego Eurípides sería el más amado. En
las grandes Dionisias, que constaban de tres días, a cuatro piezas cada día
(tres tragedias y una pieza satírica), se representaban unas 12 piezas. En las
Leneas, otras fiestas dedicadas a Dionisos, que duraban un día, se
representaban otras cuatro. Si se suman, tenemos 16 piezas cada año, a lo
largo de un siglo. Del siglo IV no se ha conservado ninguna tragedia, sólo
fragmentos. Cuando Aristóteles escribía el gran teatro era ya una cosa del
pasado, eran ya “clásicos”, aunque no se usara esta palabra. Aristóteles no
escribe de sus contemporáneos. El teatro del siglo V era innovador, pero a la
vez, repetía y se apoyaba en el mito. En Atenas se apreciaba mucho la
innovación. Continuamente se volvían a tratar los mitos, pero también hablaban
de la condición humana. Aristóteles habla de los efectos de la tragedia:
purificación, compasión y terror.
Los mitos en la vida griega son muy importantes. José Manuel Losada me
sugería la semana pasada que hablase de hasta qué punto los griegos creían
en sus mitos. Ése es un tema que yo evito. Paul Veyne aborda la cuestión en
¿Creyeron los griegos en sus mitos?: ensayo sobre la imaginación
constituyente (Buenos Aires, Granica, 1987), un libro bastante bueno. Pero la
respuesta es muy compleja. Primero porque creer o no creer no es un acto
sencillo: se puede creer más o menos. Y depende mucho de los individuos. No
se puede decir que todo el mundo cree algo. E incluso, aunque no se crea en
ellos, los mitos perviven en las ceremonias, en los ritos, están en el ambiente,
de manera que es una cuestión difícil de discernir. En todo caso, el mundo
griego estuvo animado por los mitos durante toda la etapa clásica.
Hay otro tema, ligado a éste, que es el enfrentamiento del mito y el logos.
Es un tema del que se ha escrito mucho, y hay un famoso libro de Wilhelm
Nestle, Del mito al logos (Von Mythos zum Logos, Stuttgart, Scientia, 1966), en
el que el autor interpreta la cultura griega como una marcha del mito al logos.
Se pasa del mito a una etapa en la que la explicación del mundo requiere una
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investigación lógica, activa, racional. A este respecto les recomendaría Los
griegos y lo irracional, de Eric Robertson Dodds (Madrid, Alianza Editorial,
1999), donde habla del combate de la razón y lo irracional en el mundo griego,
y subraya algo importante: en esa larga lucha entre el mito y el logos, y a pesar
de las apariencias, no triunfó del todo el logos. El logos no termina de explicar
los grandes enigmas de la existencia humana: qué hay más allá de la muerte,
qué sentido tiene vivir. Puede verse en el caso de Platón. Platón es un gran
creador de mitos. La filosofía de Platón estaría falta de algunas de sus facetas
más interesantes si prescindiese de algunos mitos, como el relato del viaje del
alma más allá de la muerte, o el del amor, Eros, hijo de la abundancia. Si
pensamos en los finales del mundo griego, no asistimos al triunfo del
racionalismo. Las últimas filosofías son irracionales o tienen fuertes ataduras
con lo mítico, como es el caso del neoplatonismo, de los gnósticos. Dodds
insiste en esto, y tiene un capítulo titulado “El miedo a la libertad”, que resulta
muy significativo, y señala que en este final del mundo antiguo el hombre
parece necesitar otra cosa, más allá de la filosofía.
3. Modernidad de los mitos
Hemos conservado los mitos antiguos, pero ya los tenemos sólo como
literatura, no tienen dimensión religiosa alguna. La modernidad también ha
creado algunos mitos literarios, que podrían acogerse de alguna manera a la
definición de mitos, en el sentido de que son relatos heredados, ejemplares,
memorísticos (Don Juan, Fausto). Estos mitos se conocen sin haber leído las
obras. Sin embargo, hay que diferenciarlos de los antiguos, porque tienen
fecha de entrada en la historia. Por ejemplo, el mito de Fausto aparece primero
como leyenda popular, luego lo toma Marlowe en el teatro inglés, y Goethe más
tarde.
El mito varía en función de sus versiones literarias. Hay grandes versiones
literarias que ya han marcado el mito para nosotros. Por ejemplo, Ulises para
nosotros es el de La Odisea, no el Ulises anterior a Homero y el de la tradición
oral. Edipo Rey de Sófocles ha marcado la historia de Edipo. Cuando Freud
habla de Edipo se está refiriendo casi siempre al de Sófocles. Hay versiones
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literarias que son tan fuertes que marcan un mito para siempre, y éste es el
caso de Sófocles (puede verse un tratamiento teatral del mito en la excelente
obra de Guido Paduano, Lunga storia di Edipo ré, Torino, Einaudi, 1994).
En algún trabajo he subrayado que hay diversas formas de tratar un mito.
Si pensamos en los géneros clásicos, vemos que la épica es la narración larga
y abierta, puede prolongarse indefinidamente. La Ilíada tiene unos 16.000
versos, pero nadie se opone a que hubiera tenido 24.000. En cambio, la
tragedia es una obra cerrada. La más extensa es Edipo en Colono y tiene cerca
de 1.800 versos. La lírica es un arte alusiva, la incrustación del mito en un
contexto de actualidad, mientras que la tragedia es la escenificación, la
representación, es traer a los personajes a escena para que hablen por sí
mismos. No se cuenta la historia de Edipo, sino que es Edipo mismo quien sale
a escena.
En el mundo moderno existen estas tres variantes. La épica, por así decir,
ya no se lleva, no existe, aunque hay ciertas secuelas, como Odisea, de Nikos
Kazantzakis, que es una continuación de la de Homero, y cuenta cómo Ulises
se aburría en casa a su regreso, y abandona Ítaca de nuevo. Llega a Esparta,
rapta a Helena, va a Egipto…, es un largo relato de 33.333 versos, de 18
sílabas. Aquí hay algo de épico, pero es un caso raro.
También existen versiones dramáticas. Hay muchas, y quizá ahora se
llevan menos, pero entre los años treinta y mediados del siglo XX, por ejemplo,
en el teatro francés hubo una época dorada: varias Electras, varias Antígonas
(la de Jean Anouilh es la más conocida), La Machine infernale, de Cocteau
(Edipo), Les Mouches, de Sartre… También es importante en otros teatros,
como muestra El luto le sienta bien a Electra, de O’Neill. Todo esto es una
continuación del teatro griego, pero ya no son tragedias, porque para que haya
tragedia debe haber dioses, y en el mundo moderno no hay dioses. Entonces
son dramas, con bastante ironía.
El mito cae un poco en la lírica moderna. Aunque hay algunos poetas que
recurren a los mitos, como Ezra Pound, que comienza Los Cantos con el viaje
de Ulises al mundo de los muertos, pero tomado de una traducción de un autor
italiano del Renacimiento. Pound dijo alguna vez que todo gran poeta debe
hacer un viaje al mundo de los muertos. Recordando a Ulises, dice: “Yo
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también soy nadie y de la familia de nadie”. También está presente el mito en
Rilke (Orfeo). Y cuando se usa el mito en la lírica moderna se hace también
mediante la alusión.
En cambio, el mundo moderno ha aportado una novedad: la novela
mitológica, que es más bien una novela histórica, aunque sus personajes en
vez de pertenecer a la historia proceden de la mitología. Por ejemplo, El
vellocino de oro, de Robert Graves; o Casandra, de Christa Wolf. Se pueden
escribir novelas de mitos, lo que es algo bastante reciente, porque aunque los
griegos tenían novelas, no utilizaban el mito en ellas. Y en la novela moderna,
cuando se utilizan los mitos, se hace también con una cierta ironía. Por
ejemplo, Mary Renault tiene dos novelas sobre el mito de Teseo, El rey debe
morir y El toro del mar (también traducida como Teseo, rey de Atenas).
Hay muchas pervivencias del mito clásico en el mundo moderno. Lo que
caracteriza al tratamiento moderno de la mitología es que están teñidos de
nostalgia por ese mundo perdido e irrecuperable (en la lírica, Hölderlin, Keats,
Rilke, Schiller…), o de ironía, que puede resumirse como “contamos las
mismas historias, pero ya no creemos en ellas”. No es posible creer en las
grandes pasiones, no se llevan, y si se vuelve a ellas se ponen entre comillas.
Y esto está más presente en la comedia y en la novela. Por poner algunos
ejemplos, puede recordarse el amplio tratamiento de la vuelta de Ulises en el
teatro español contemporáneo. Hay por lo menos 12 piezas con este tema en
el teatro español del siglo XX. Las más conocidas son La tejedora de sueños
(Antonio Buero Vallejo), ¿Por qué corres, Ulises? (Antonio Gala), Último
desembarco (Fernando Savater). El final feliz de La Odisea no es creíble para
estos autores modernos. El regreso es imposible. El tiempo lo destruye todo.
Ulises no puede regresar a Ítaca de forma ingenua y feliz. En la obra de Buero,
el horizonte de Penélope ha cambiado mucho en estos veinte años. En la de
Gala, Nausicaa le dice a Ulises que por qué corre, que aproveche el momento.
En la obra de Savater, nadie espera a Ulises: la nodriza no lo reconoce;
Telémaco no quiere que regrese. La ironía lo corroe todo. Las grandes historias
no son grandes para nuestro tiempo, pero son a la vez las más bellas historias.
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Mito y mitología en el romanticismo alemán
(Arno Gimber)
Resumen
Considerando las teorías sobre la nueva mitología como aportación
destacada del romanticismo alemán a las discusiones sobre el uso literario y el
tratamiento del mito en la Edad Moderna, nos hemos limitado en nuestra
primera intervención en el grupo “Antropología mítica contemporánea” a la
contextualización de esta tesis romántica y al esbozo de las consecuencias
para el tratamiento de los mitos en la literatura posterior. Tanto la referencia al
mito clásico como la mitología entendida como pensamiento y estudio sobre los
mitos, tienen un papel importante en el romanticismo alemán.
La nueva mitología nace de un malestar debido a la falta de magia en el
mundo moderno. Cuando el mito fue abandonado por la Ilustración al ser
considerado rudimento de épocas de superstición que no resistía a los criterios
de la razón, prerrománticos como Johann Gottfried Herder o Kart Philipp Moritz
ya reivindicaron su reutilización en la literatura. Sostiene Herder en De la nueva
utilización de la mitología (1767) que la mitología de los antiguos tiene una
estructura poética que aún es válida para escribir literatura, siempre que se
haga sobre una imitación libre e ilimitada. Moritz en su Estudio sobre los dioses
o poesía mítica de los antiguos (1791) radicaliza aún más la reivindicación de
que “la literatura mitológica tiene que ser considerada como un lenguaje de la
fantasía”, idea central para el planteamiento de una nueva mitología romántica.
En el conocido Systemprogramm, documento fundacional en nuestro
contexto de autoría compartida entre Schelling, Hegel y Hölderlin, se habla por
primera vez de una nueva mitología como elemento unificador en el sentido
político. Importa que al inicio del desarrollo de la teoría de una nueva mitología
se halle el deseo utópico de integrar a partes iguales todos los estamentos de
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la sociedad. Pero el texto va más allá de las implicaciones sociales apuntando
a otras artísticas y casi religiosas. Novalis desarrollará más estas últimas,
Schlegel las artísticas y en el Wagner de mediados del siglo XIX se deja
entrever de nuevo la idea social: el arte convertido en mito es el garante de la
unión de todo el pueblo (alemán).
Como consecuencias de la nueva mitología que tiene que compensar la
pérdida de una armonía originaria, vemos una cierta inestabilidad e inseguridad
en el tratamiento de los temas mitológicos debido al dictado de una originalidad
artística que abarca no solamente un nuevo tratamiento de los temas de
mitología clásica sino también la búsqueda de nuevos mitos en las leyendas
germánicas y medievales en general.
Introducción
Uno de los problemas que plantea esta intervención es que quizá diré
generalidades que todo el mundo sabe, pero a lo mejor no. Comenzamos con
una definición de mito, a modo de base para poder trabajar. Los mitos son
“expresiones sintéticas de innumerables experiencias acumuladas por los seres
humanos en un proceso psíquico evolutivo, cuyo origen se pierde en el
inconsciente colectivo”. Lo formulo así pensando ya en mis románticos, porque
lo de perderse en el inconsciente colectivo tiene que ver con sus teorías. Esta
mañana han surgido ideas que son la esencia de mi ponencia, como el mundo
perdido, la nostalgia romántica de recuperar el mito, y evidentemente el
enfrentamiento entre mitos y logos. Se puede completar la definición anterior
añadiendo lo siguiente: “la fijación del mito en distintas manifestaciones
artísticas no es otra cosa que su continuación desde la narración mitológica
oral. En este sentido, todos los mitos son paradigmas atemporales y a nosotros
nos interesa su realización en uno u otro contexto histórico y cultural
determinado y concreto”.
En esta ponencia quisiera dejar claro el contexto histórico y social sobre el
que comienzan a trabajar los románticos. Los románticos reaccionan contra la
Revolución Francesa, contra la alienación del individuo y su entorno, contra la
alienación del ser ante la naturaleza. Éstas son tesis que se encuentran en
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Schiller, sobre todo en su Ensayo de la poesía ingenua y elemental, al que no
me referiré, pero sí que está en el fondo de lo que partimos. Los románticos
hablan de esa crisis, y una de las reacciones es la articulación de la crisis
mediante el mito y la mitología y buscar soluciones mediante la recuperación
del mito.
En este contexto, cabe citar a Friedrich Schlegel, que en Sobre el estudio
de la poesía griega (1795-1797), dice:
En el genio de Sófocles se fundieron de forma igual la divina
embriaguez de Dionisos, la profunda sensibilidad de Atenea y la silenciosa
prudencia de Apolo. Con un poder mágico su literatura aparta los espíritus
de sus lugares y los lleva a un mundo superior; con dulce fuerza seduce
los corazones y los arrebata de forma irresistible.
Pongo este fragmento al comienzo de la ponencia para mostrar que el discurso
ha cambiado. Esta forma de hablar del mito no pertenece ya a la Ilustración.
Los románticos introducen ya todo su mundo en este tratamiento del mito:
“genio”, “fusión”, “Dionisos”, “poder mágico”…, todo esto remite ya al mundo
romántico.
1. El mito en la Ilustración
Antes de entrar en los mitos de los románticos tengo que esbozar en
pocas palabras lo que dicen del estado de la cuestión los ilustrados. Cabe
mencionar un texto de Fontenelle, De l’origine des fables (París, 1724), que se
discute mucho en Alemania a partir de mediados del siglo XVIII. La tesis de
este texto no es original, sino que es la tesis de la Ilustración, donde se dice
que los mitos nacen de causas erróneas. Consideran que los mitos son
rudimentos de épocas anteriores y supersticiosas que no resisten los criterios
de la razón. El ser humano busca explicaciones para los fenómenos de la
naturaleza o intenta entender lo desconocido mediante analogías, y ésta no es
la forma de acumular conocimiento mediante la razón. En este contexto, nace
en Francia una discusión sobre la función del mito en la literatura. Según los
ilustrados, el mito puede entrar en la literatura como decoración retórica o para
fines didácticos.
Aquí aparece la expresión de una “nueva mitología”. Bodmer y Breitinger,
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dos críticos suizos que se oponen a Gottsched, el gran representante ilustrado
y de la poética normativa, hablan ya hacia 1740 de una nueva mitología que se
plasma en literatura, pero no se refieren a la clásica, sino a la cristiana, y la ven
en Klopstock y su Mesías. Esta discusión se relaciona con una problemática
más general, que es el papel de la fantasía en la poesía o en la literatura.
En este contexto es muy importante Giambattista Vico, que en Scienza
Nuova (Nápoles, 1744), dice que el mito nace de la fantasía en épocas cuando
el logos aún era mudo y la imaginación resume lo que la razón analítica separa.
Insiste mucho en la razón analítica porque después los románticos tienen otra
razón, que es la sintética. En este sentido, el mito es esencial al espíritu
humano, expresa una unidad entre ser humano y naturaleza, y es esta unidad
la que los románticos consideraron perdida a principios o mediados del siglo. Y
volvemos a Schiller.
Ahora quisiera hablar de una problemática previa antes de llegar a los
románticos. Para ello me voy a referir a una tesis de Adorno y Horkheimer, en
su Dialéctica de la Ilustración (1944). Éste es un libro complejo, publicado ante
el nazismo en Alemania, y una de sus tesis es la del abandono de los logros de
la Ilustración. Los románticos, reivindicando el mito, abandonan los logros de la
razón y la Ilustración, y esto es un primer paso hacia mundos más peligrosos:
Desde siempre la Ilustración en su sentido global de pensamiento
progresista ha tenido el objetivo de liberar al hombre de sus miedos y
declararlo dueño y señor. […] El programa de la Ilustración era el
desencantamiento del mundo. Quiso deshacer los mitos y derrotar la
imaginación a través del conocimiento.
En este contexto, hay un artículo de Schlegel de 1798 contra la Ilustración en el
que se entrevé todo esto perfectamente. Es un texto que también puede ser
importante para Novalis; es una alabanza de la oscuridad:
Precisamente en la oscuridad en la que se pierde la raíz de nuestra
existencia, en el misterio insoluble, reposa el hechizo de la vida, ésta es el
alma de la poesía. […] ¿Ha hecho la Ilustración un gran bien a los hombres
mediante la liberación de los grandes miedos que trae consigo la
superstición? Yo no veo que éstos fueran tan malos, sino que encuentro
que a cada miedo se opone una confianza (Contra la Ilustración, 1798).
Lo que quieren los románticos es buscar este origen, y relacionan este
origen con el mito. Por eso el mito para ellos es uno de los elementos más
importantes de su sistema literario. La discusión de los románticos en torno al
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mito hay que entenderla en este contexto, pero llegaremos más adelante.
2. El tránsito: Herder y Moritz
Ahora importan también otras discusiones en el camino, y ahí está Johann
Gottfried von Herder. Herder no va todavía tan lejos, no iguala mito con verdad,
ni mito con origen de la vida como hacen los románticos, pero sí piensa la
mitología en clave de imaginación. Y me refiero sobre todo a su Vom neuen
Gebrauch der Mythologie (De la nueva utilización de la mitología, 1767), donde
se nota que la discusión está ya en curso. No habla todavía de una nueva
mitología, pero sí de una nueva utilización de la mitología. Se pregunta qué
significa la mitología para los clásicos y qué aporta o puede aportar a la
literatura actual, y puede ser:
1. Historia: los mitos interpretan para Herder la historia de una sociedad
2. Alegoría
3. Religión
4. Estructura o base poética: Herder habla literalmente de andamios
Herder ve la necesidad de aportar algo nuevo a la literatura,
transformando la mitología o llevándola al contexto moderno. Éste es el primer
paso que darán los románticos. Herder pide un estudio de la mitología clásica,
no para utilizarla tal cual en la propia literatura, sino para ver su funcionamiento
y adaptarlo a la literatura actual. Y aquí está ya la base de la nueva mitología.
Hay que inventar una nueva mitología, nuevos temas, para poder aplicar una
nueva mitología a la historia del propio pueblo, del pueblo actual. Esto se
interpreta ya con el nacimiento de una conciencia nacional, que todavía no es
excluyente.
El interés de Herder por la mitología es un interés por la actualidad. Para
tal fin, considera que se necesitan dos fuerzas:
1. Un espíritu de reducción: reducir el material mitológico existente
2. Un espíritu de ficción o invención
Es decir, la capacidad de análisis del filósofo y la capacidad de
composición, de síntesis del poeta. Y de aquí surge ya el intento de unir al
filósofo con el poeta, que será uno de los temas de los románticos.
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Es quizá el artículo más importante que nos lleva a la nueva mitología.
Herder ya en este texto habla de un poeta que debería crear una nueva
mitología, no la llama nueva, pero sería el primero que crearía su propia
mitología política. Se relaciona la necesidad de una mitología con el contexto
político, y esto se ve todavía más claro en el texto fundacional. Añade Herder:
… el primero que crearía su propia mitología política, tal y como
algunos poetas comienzan a crear una mitología teológica. Mientras nadie
se atreva a hacerlo, resultará más fácil y más seguro utilizar una estructura
ya hecha de la poesía sobre la que aún se puede hacer mucho mérito
poético, siempre que se haga con imitación libre e ilimitada.
Aquí se ve el tránsito. Herder dice que necesitamos una mitología política y la
debe escribir el artista, pero, mientras, debemos servirnos de la antigua porque
tiene ya una estructura poética que puede utilizarse de una forma más libre y
no limitada. Y en este contexto ya aparecen las primeras exigencias de una
mitología germánica o nórdica en la literatura de habla alemana:
• Gerstenberg, Briefe über Merkwürdigkeiten der Literatur (Cartas sobre
rarezas en la literatura, 1767)
• Herder, Iduna (1796)
Incluso hay autores que consideran que la mitología griega es incompatible con
la riqueza metafórica de la lengua alemana. Sólo a través de la mitología
nórdica se puede explicar el mundo de la cultura alemana. Y de verdad que
todavía no se trata de un nacionalismo excluyente, sino de la necesidad de
ampliar el material mitológico e incluir una mitología nórdica para encontrar una
correspondencia con el contexto político actual entre formas de pensar y
formas de expresión.
El 4 de noviembre de 1795 Schiller escribe a Herder:
Se puede […] demostrar que nuestro pensar y actuar, nuestra vida y
nuestro obrar burgués, político, religioso, científico […] está opuesto a la
poesía […]. Por esta razón no conozco remedio para el genio político
excepto que se retire del terreno del mundo real […] y que se centre en sus
afanes en la separación. Por eso me parece ser una ventaja para el que
formase su propio mundo y que, a través de los mitos griegos sea pariente
de una época lejana, extraña e idealista, puesto que la realidad sólo lo
ensuciaría.
Este texto ilustra la diferencia entre la exigencia romántica, que va hacia otras
mitologías, y la insistencia de Schiller —en este contexto siempre se cita su
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famoso poema “Los dioses de Grecia”— en el lamento de la pérdida de los
dioses griegos. Schiller sí se basa en la mitología clásica.
De Karl Philipp Moritz, sólo citaremos un fragmento de Götterlehre oder
mythische Dicthung der Alten (Estudio sobre los dioses o poesía mítica de los
antiguos, 1791): “Die mythologischen Dichtungen müssen als eine Sprache der
Phantasie betrachtet werden” (“La literatura mitológica tiene que ser
considerada como un lenguaje de la fantasía”). Éste es el gran tema de los
románticos, que están buscando nuevos lenguajes en la fantasía, y aparte de la
mitología, aquí entra el sueño, la noche… Terminamos con esto la parte
preparatoria, y pasamos a tratar ya el Romanticismo.
3. El mito en el romanticismo
3.1. El texto fundacional: Systemprogramm (1793-95)
Se considera que este breve texto es el primero del Romanticismo
alemán. Es un texto que reacciona contra la Revolución Francesa, la Terreur.
Se desconoce la fecha exacta. La autoría también es dudosa. Normalmente se
cita a Schelling, a Hegel y a Hölderlin. En cualquier caso, es un texto de su
juventud y fue descubierto en 1924. Los tres estaban entonces en el colegio de
Tubinga. Es un texto en la línea de Kant y Fichte, porque parte de la idea del
sujeto como medida de nuestro conocimiento, del sujeto libre. Hay una crítica
radical contra el Estado que resulta de la Revolución Francesa. El Estado es
algo mecánico, y buscan la libertad en lo orgánico. Nos interesa más el final del
texto: de la idea del sujeto como medida de la realidad se va a una idea de la
estética como primera disciplina y como disciplina de la verdad. Y de este
concepto de estética depende ahora la organización del mundo. A partir de la
estética buscan un nuevo mundo, porque la obra de arte, según Schiller, es la
única obra de la libertad. Se trata de reconciliar el mundo fragmentado del que
hablan todos en esta época, a través de un acto estético, y este acto estético
está en la nueva mitología:
Hablaré primero de una idea que, por lo que sé, aún no se le ha
ocurrido a nadie —hemos de tener una nueva mitología: esta mitología
debe estar, empero, al servicio de las ideas, tiene que devenir mitología de
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la razón. En tanto no les demos un sentido estético, esto es, mitológico, las
ideas no tendrán interés alguno para el pueblo y a la inversa; en tanto que
la mitología no sea razonable, deberá el filósofo avergonzarse de ella. […]
Un espíritu superior, enviado del cielo, debe fundar esta nueva religión,
que será la última, la mayor obra de la humanidad.
Al margen del atrevimiento de decir que esto no se le había ocurrido a
nadie, porque no es verdad, lo que se ve aquí es un intento de conciliar las
diferentes capas de la sociedad, el pueblo y los intelectuales que son ellos,
mediante esta nueva mitología. La nueva mitología tiene que ser popular y
racional a la vez (y racional conforme a la razón sintética, no a la analítica). La
última frase de esta cita nos causa muchísimos problemas, porque este
“espíritu superior” se puede interpretar en clave religiosa, o entreviendo ya a
Dionisos… Si luego vemos a Novalis queda claro que la religión ahí tiene
mucha importancia. Lo que se intenta es elevar la mitología al nivel de la
religión, como se hace con el arte en general: el artista en el Romanticismo
alemán es un sacerdote.
Se lanza la idea de una nueva mitología, con implicaciones políticosociales detrás (unión del pueblo). Este tema se puede seguir viendo en una
línea directa que une a varios mitólogos, profesores de literatura clásica en las
universidades alemanas hasta Wagner, para quien el mito también tiene esta
función unificadora del pueblo. A través del arte, del canto, se unifica el pueblo.
Esta nueva mitología puede interpretarse atendiendo a los siguientes aspectos:
• Implicaciones político sociales.
• Relación entre filosofía y poesía, reflexión y sensibilidad, universalismo y
fragmento: aquí esta presente esa misma idea de unión, pero a un nivel
estético.
• Identificación entre mitología y poesía en un proyecto mitopoetológico:
más que en los casos anteriores, ahora la mitología está al nivel de la poesía y
la literatura.
• Elevación del arte a un órgano verdadero y eterno (Schelling).
• Religión del arte romántico.
3.2. Friedrich Schlegel y Novalis
La idea que se desprende de todo esto es un intento de encontrar
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soluciones ante la alienación y la fragmentación del mundo y una de ellas viene
de la nueva mitología. Aquí se inscribe también Rede über die Mythologie
(Alocución sobre la mitología, 1800) de Schlegel, que forma parte del canon del
Romanticismo alemán (como todas las que se vienen citando). En esta obra,
Schlegel afirma:
Llego sin más demora al objetivo. Le falta a nuestra poesía, me
parece, un centro, como lo fue la mitología para los antiguos, y todo lo
esencial, en lo que el arte poético moderno es inferior al antiguo, se puede
resumir en las siguientes palabras: no tenemos una mitología. Pero añado
que estamos a punto de obtenerla, o mejor, que es el momento de que
contribuyamos a articular una. Pues éste es el comienzo de toda poesía,
abolir el funcionamiento y las leyes de la razón que piensa
razonablemente, y trasladarnos de nuevo a la bella confusión de la
fantasía, al caos original de la naturaleza humana, para el que hasta ahora
no he conocido símbolo más hermoso que el abigarrado hervidero de los
dioses antiguos.
Este tipo de ensayos ya tiene carácter de manifiesto de unir a los poetas
del momento para crear conciencia de grupo y de cambio. La nueva mitología
no es sólo el intento de buscar otra mitología (nórdica, germánica), sino de
tratar la mitología clásica de otra forma, y de sacar de la mitología clásica valor
romántico. Por ejemplo, cuando habla de este “hervidero de los dioses
antiguos”, lo que le interesa es que se corresponde con el caos, que para
Schlegel es esencial para que se desarrolle la filosofía. Lo que hay también
detrás de esta cita es el concepto de lo arabesco, en su forma irregular, como
principio de composición de los románticos (y esto se puede aplicar a la
composición de novelas en Novalis o E.T.A. Hoffmann). Y a través de este
caos, la fantasía combina elementos disparatados y diversos, y los románticos
encuentran este mismo valor en la mitología griega, no sólo en la alemana.
Cuando se habla del Romanticismo alemán, como rechazo del mundo clásico y
búsqueda de lo medieval, hay que tener en cuenta que no buscan sólo eso,
sino también la clásica.
Seguimos con Novalis y sus Himnos a la noche (1799):
… a él regresaron los dioses — en él se durmieron para resurgir en
nuevas y magníficas figuras ante el mundo transfigurado … apareció con
rostro nunca visto, el nuevo mundo — en la poética cueva de la pobreza —
un hijo de la primera Virgen y Madre — de un misterioso abrazo el infinito
fruto. Rico en flor y en presagios, el saber de Oriente reconoció el primero
el comienzo de los nuevos tiempos.
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Aquí sí que se ve la relación entre mitología y cristianismo. Novalis tiene un
concepto precristiano, unido a los dioses si se quiere, pero estos dioses llegan
a un fin y después surge un nuevo mundo cristiano. Encontramos la misma
idea en su discurso Europa, del mismo año, donde habla de nuevo del peligro
de la lejanía de los dioses, y añora, como todos los románticos, este fin de la
fragmentación.
Hölderlin, en Friedensfeier Hymnen (Himnos de la celebración de la paz),
habla de la llegada de un extraño que es evidentemente Dionisos. Después en
Novalis, en su novela Hiperión, se ve cómo utiliza la mitología en el texto, una
mitología muy ecléctica, pero la utiliza sobre todo a través de cuentos
intercalados, que son narraciones de su propia mitología, donde aparece Eros,
ahora novio de Freya, diosa germánica, lo que refleja este deseo de fusión tan
importante para los románticos.
La idea de la lejanía de los dioses está también en Schelling, en
Philosophie der Kunst (Filosofía del arte, 1802-03), pero no en relación al
cristianismo, sino a Dionisos. Aquí expresa la exigencia de volver al mito. Su
trabajo con el mito se centra en los dioses griegos, como vimos en Schlegel,
pero insiste en que sus conclusiones son válidas para el trabajo con otros
mitos. Quizá es donde vemos mejor la tensión entre Antigüedad y cristianismo.
El cristianismo para Schelling es una parte de la verdad. Él establece una
filosofía de la mitología que sirve de mediación entre ambas épocas, establece
un puente entre la antigüedad y el tiempo moderno. Schelling en esta obra
aporta explicaciones sobre el origen del mito. Esto es algo que le gusta mucho.
Para él, la imaginación mitológica nace porque hay una necesidad de pasar del
estado arcaico de la naturaleza, ya vencido, al estado de la cultura, y este
estado se describe a través del mito para Schelling.
Hölderlin en Poetische Fragments (Fragmentos poéticos) también habla
de Dionisos. Resulta interesante comparar los poemas de Hölderlin sobre
Grecia de su primera fase con los últimos. Al principio sí que hay descripción
de Grecia, pero al final casi desaparece Grecia como tal y lo único que
encontramos es una experiencia de unión y comunión del ser humano con la
naturaleza.
No sé si Friedrich Creuzer hoy día es conocido. Era rector de la
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Universidad de Heidelberg. Tiene dos libros importantes para nosotros:
Dionysus (Dionisos, 1809) y Symbolik und Mythologie der alten Völker
(Simbología y mitología de los pueblos antiguos, 1811). Quizá está en el inicio
de lo que después hace Cassirer. Creuzer es quizá el primero que se ocupa de
la dimensión simbólica del mito. Distingue mito (cobra expresión mediante el
lenguaje) de rito (es anterior al lenguaje). Se ve también en su obra una nueva
recepción de Homero. Busca las sombras en sus obras, y se va a la mitología
anterior, a la de Hesíodo. Se habla mucho de las hijas de la noche, y de la
noche en general. Hablando de Dionisos, dice que es el dios enigmático del
nuevo mundo. Este dios enigmático del nuevo mundo está presente en la obra
de Nietzsche, y se sabe que Nietzsche sacó varias veces las obras de Creuzer
de la biblioteca universitaria.
4. Perspectivas hacia Nietzsche
Todo esto abre algunas perspectivas en las que podríamos trabajar los
del área de alemán:
• Dionisos, en la obra de Hölderlin.
• Narciso, en la de Hoffmann: aparece como si no estuviera. El mito está
de forma implícita. Por ejemplo, en su cuento El hombre de arena está Narciso.
El protagonista se enamora de una muñeca, pero la muñeca tiene ojos de
cristal y en los ojos de cristal se refleja su propia imagen. Es un tratamiento
perteneciente a la nueva mitología, porque late la idea de libertad y de poder
tratar los mitos de una nueva forma.
• Nueva mitología en cuanto a temas: mitología medieval. Podría
estudiarse en De la Motte Fouqué, en su obra Ondina.
• Recopilación de leyendas germánicas de los hermanos Grimm.
Para terminar:
• La nueva mitología tiene que compensar la pérdida de la armonía
anterior.
• Inestabilidad e inseguridad de la nueva mitología frente a la antigua: ésta
es la gran preocupación de los románticos, cómo se puede establecer o
canonizar una nueva mitología.
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• Originalidad (individualidad) de la nueva mitología: a partir de ahora
surgen temas nunca abordados en la literatura alemana en torno a la mitología.
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Arqueología mítica: el tematismo
(Javier del Prado Biezma)
Voy a intentar exponer en este tiempo, en función de mi postura o de mi
evolución, que ya es larga (han pasado algo así como 40 años desde que
presenté la tesis, y creo que la esencia de lo que voy a decir está ya allí), cómo
se inserta el concepto del mito en el tematismo y, en segundo lugar, lo que
podría ser un tematismo estructural, distinguiendo dos niveles, desde el punto
de vista siguiente. El tematismo es una corriente crítica que nace en Francia
hacia los años cincuenta en el contexto del existencialismo y de la
fenomenología y, por consiguiente, pagará un tributo al existencialismo y a la
fenomenología. El tematismo tiene un problema, la palabra misma de la que
surge, tema, puesto que es una palabra cajón de sastre que ha sido utilizada
por toda la crítica y en cualquier nivel. Por eso una de las primeras cosas que
harán los temáticos será definir la palabra “tema”. Su problema no es muy
diferente al de los mitólogos, que tienen que comenzar definiendo el concepto
de mito.
En el tematismo hay una herencia mutua, que es la herencia
bachelardiana, en función de la ensoñación material, es decir, cómo toda
ensoñación, cómo todo elemento espiritual o imaginario siempre busca un
elemento físico, objeto, materia del cosmos, para encarnarse. Aquí está el tema
de la encarnación al que aludiré en varias ocasiones. Lógicamente, esto lleva a
la entrada de los arquetipos y los mitos en el tematismo. Herencia de los
mitólogos, que se van incorporando al tematismo según van apareciendo:
Mircea Eliade, como referencia, aunque me da la impresión de que Eliade no
les va bien por la dimensión trascendente que tiene siempre el mito en él,
cuando ellos son materialistas y se sitúan en el agnosticismo. Creo que les es
más interesante el concepto de subconsciente colectivo jungiano. Gilbert
Durand: el que más apoyatura les da, porque les da una apoyatura de carácter
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más arquetípico que mítico. Si observamos la función del mito o de la historia
mítica en el tematismo, el concepto de arquetipo es más importante que el de
mito. Entre otras cosas, porque casi todos los temáticos trabajan con
estructuras semánticas.
En el tematismo hay tres corrientes esenciales que catalizan en Francia:
1. Una que da más importancia a los elementos existenciales en juegos
de espacialidad y temporalidad, con una dimensión metafísica bastante
importante: Georges Poulet, autor de Estudios sobre el tiempo humano y La
metamorfosis del círculo. El tematismo de Poulet tiene siempre una dimensión
conceptual y filosófica.
2. Hay un tematismo más en contacto con el psicoanálisis, donde los
temas van a surgir de los conflictos existenciales, ligados al psicoanálisis
freudiano. El caso más evidente es el de Starobinski (Dubrovsky también), que
trabaja en Ginebra, lo que indica más conexión con el mundo alemán que con
el francés. Era del norte de Francia, y permanece en abstracto
3. Jean-Pierre Richard, que será en quien me centraré. Es marsellés,
pertenece por tanto al Mediterráneo y, como tal, se ocupa más del cuerpo, de
la sensación, del contacto. Os he dado unas fotocopias con textos de Richard.
No está traducido al español, es un pecado mío, ya que es mi maestro, y un
80% de lo que pueda decir ahora se lo debo a él. Sólo está traducido Études
sur le Romantisme, con el título de El Romanticismo en Francia (Barcelona,
Barral, 1975), lo que lo convierte en un falso libro de historia de la literatura, del
Romanticismo francés, que es lo que vende en España.
El primero de los textos que os he dado, de Poésie et profondeur (París,
Seuil, 1956), está encabezado por una cita de Jean Wahl (“Le monde crée en
moi le lieu de son accueil”). La escritura consiste en crear la morada del yo, el
texto es la morada del yo. El texto está hecho de una fusión entre el imaginario
y el soporte material que permite el imaginario. De ahí que justamente la
mayoría de los títulos de Richard vayan en esa dirección. Tenemos El universo
imaginario de Mallarmé, La geografía mágica de Nerval, Territorios de lectura…
Son metáforas espaciales que dan significado, que muestran cómo a través de
la palabra, en el contacto directo de la palabra con el mundo, se crea ese
espacio. Dice Richard:
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Es en el contacto de un hermoso verso, de una frase dichosa, de una
imagen, de un adjetivo, incluso de una inflexión, de un ritmo o de un
silencio, donde todo escritor descubre y crea a la vez su grandeza de
escritor y su verdad de hombre. La gran literatura constituiría a partir de
ese momento algo así como el dominio electivo de la relación dichosa.
C’est au contact d’un beau vers, d’une phrase heureuse, d’une
image, d’un adjectif, voire d’une inflexion, d’un rythme ou d’un silence que
tout grand écrivain découvre et crée à la fois sa grandeur d’écrivain et sa
vérité d’homme. La grande littérature constituerait dès lors comme le
domaine électif de la relation heureuse (Poésie et profondeur,
“Introduction”, p. 9).
He leído hasta aquí para ver cómo en la crítica richardiana domina el concepto
de escritura como acto feliz, frente a otra parte de la crítica moderna, que se
refiere más a la temporalidad, mientras que la crítica richardiana se centra en la
espacialidad, en el aquí y el ahora presencial, y es una crítica que pone de
manifiesto la relación dichosa (heureuse) del yo con el cosmos. También tiene
que ver con que sea del Mediodía, me da la impresión.
Creo que Poésie et profondeur marca un punto de inflexión en el estudio
de la poesía occidental. Richard no hace nunca teoría, incluso dice: “por eso he
ido esencialmente al poema, y nunca a la teoría de los autores que estudio, y si
en algún caso he ido a la teoría, la he leído como si fuera un poema más”. Por
eso es muy difícil que haya una escuela oficial, porque para que haya una
escuela oficial deben haberse dado unos principios metodológicos, y Richard
nunca da principios metodológicos, sólo da prólogos. El más largo es quizá el
que precede a El universo imaginario de Mallarmé, de 30 ó 40 páginas,
resultado de su tesis doctoral: ahí sí esboza algunos presupuestos
metodológicos, empezando por una definición de tema.
En esta introducción, haciendo algo muy propio de él, Richard intenta
buscar en el texto los elementos que conducen o van a conducir su análisis de
esos textos. Toda obra lleva en su interior las pautas de su lectura, en cierto
modo. Partiendo de una definición que hace Mallarmé de raíz, de racine, en su
sentido gramatical, en Les mots anglais, donde analiza los principios
significantes de la fonética inglesa (que da lugar a la teoría moderna del
significante), Richard ofrece una definición de tema: “un tema sería entonces
un principio concreto de organización, un esquema [en el sentido kantiano] o un
objeto fijo, en torno al cual tendría tendencia a constituirse y a desplegarse un
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mundo” (“un thème serait alors un principe concret d’organisation, un schème
ou un objet fixes, autour duquel aurait tendance à se constituer et à se déployer
un monde” (L’univers imaginaire de Mallarmé, “Introduction”, p. 24).
Por tanto, el tema es un esquema mental, un esquema imaginario. A
veces, ese esquema imaginario está fijado a un objeto. Richard no da a este
esquema ni a este objeto un alcance psicoanalítico (puede tenerlo o no, pero
no dice nunca que tenga que tenerlo), lo que lo diferencia de la crítica
psicoanalítica, de Mauron y de su teoría de las métaphores obsédantes.
Tampoco dice que estos temas necesariamente tengan algo que ver con
ningún otro tipo de escuela: lo único con lo que tienen que ver es con el yo.
Esto es lo que diferencia a esta escuela de la psicoanalítica, cuando apunta el
concepto de profondeur: no es una crítica psicoanalítica, sino de las
profundidades. Probablemente esta metáfora surge de Proust: cuando dice que
el yo es ese espesor existencial y de vez en cuando un acontecimiento
remueve este fondo, estas profundidades del espesor del yo, e igual que del
fondo de un agua dormida empiezan a subir burbujas y objetos que afloran a la
superficie, así este acontecimiento hace que el yo se mueva. Proust establece
ese concepto de espesor existencial (espesor de conciencia, o de
inconsciencia). La crítica temática tendría un asentamiento en este concepto de
profundidad, pero sin darle a esta profundidad ninguna dimensión de escuela,
ni psicoanalítica ni no psicoanalítica. Puede tenerla, pero no les preocupa.
Después va a desarrollar una teoría de lo que podríamos llamar una
posible estructuración de estos temas. Pero no es esto lo que me interesa. Sí
me interesa en la página 28, cómo ya desde el primer momento el mito está
presente:
Mais la compréhension qui s’exerce sur le thème, n’a-t-elle pas le tort
de fixer son objet en un point limité, et peut-être très contingent de son
histoire? Le poète en effet n’invente pas les thèmes de sa rêverie: ceux-ci
existent hors de lui, avant lui, dans l’imagination traditionnelle des hommes,
dans celle, en tout cas, de poètes qui l’on précédé.
Esta idea de que el poeta no inventa los temas de su ensoñación es de
herencia rousseauniana. Lo esencial del pensamiento y de la sensación está
en la ensoñación.
En este fragmento que comentamos, Richard hace un recuento de dónde
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pueden estar esos temas, y llega a Bachelard y a Durand (“se podrían incluso
reunir, con Gilbert Durand, los datos más diversos surgidos de la reflexología”).
El pensamiento de Durand, a diferencia del de Eliade, que es trascendente, y
del de Lévi-Strauss, que sería sociopolítico, es esencialmente reflexológico, se
apoya en los soportes materiales de los arquetipos, posturales incluso. Para un
crítico que se instala de lleno en la sensación, para después instalarse en la
percepción, el mejor sistema es el de la ensoñación material. Una teoría mítica
reflexológica le interesa más que una trascendente o estructuralista
sociopolítica.
El problema no está en saber cómo, dónde, por qué canal mítico, social o
histórico Mallarmé ha recibido esas imágenes. Richard dice que no le importa
de dónde vienen esas imágenes, esos mitos o esos arquetipos. Ni siquiera qué
sentido podrían encerrar antes de que Mallarmé los tomara y los adoptara por
cuenta propia. Esto sería un problema de historia del mito: sólo nos interesa
esta recuperación (“cette réprise seule nous a concerné”, p. 29). Se trata de
decir que el mito en sí, en sus orígenes y en su caminar hacia nosotros no nos
interesa, sino la recuperación que se hace desde el presente: el por qué, el
cómo y el para qué realiza Mallarmé esta recuperación. Es esa inserción del
mito como función textual (con perdón de los mitólogos) la que interesa a un
temático, la que le interesa a Richard, y la que me interesa a mí.
Y ahora si me permitís voy a tener un momento de recuerdo personal. Los
compañeros del Departamento de Filología Francesa saben que he tenido
discusiones muy fuertes con Gilbert Durand, desde la perspectiva del enano
contra el gigante. Durand tiende a asumir que el mito es un absoluto que tiene
una permanencia, un valor en sí, que trasciende las circunstancias esté donde
esté. La discusión más fuerte la tuvimos en Barcelona, en un congreso sobre
Hermes. Tuve que sustituir a uno de los ponentes y opté por hacer lo más fácil:
meterme con Durand, que estaba allí presente —por eso pude hacerlo—, con
esa actitud del gran maestro frente a los jóvenes que van llegando. Mi tesis era
que a mí no me interesaba que se dijese que en Yourcernar estaba el mito de
Hermes. Sé leer y veo que el mito está ahí presente. Lo que me interesa es
saber por qué una francesa belga escribe en 1954 una autobiografía de
Adriano en la que subyace el mito de Hermes. No interesa señalar que Hermes
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está en Yourcenar, sino saber qué pinta el mito en un texto de 1954: no se
puede remitir de un mito a otro y de ahí a una estructura mítica. Yo tengo que
decir por qué, y decir por qué es reducir el mito, por un lado, a su categoría de
elemento textual, por consiguiente, funcional, y por otro, darle un soporte
interpretativo, hermenéutico, histórico, existencial o social a ese mito. Eso es lo
que me interesa. Tengo que traducir el mito a función textual, a racionalidad
histórica (esto puede ser desde el punto de vista del mitólogo una aberración; o
a lo mejor no, porque entonces no existiría el conflicto de las interpretaciones).
Y pueden recordarse en este punto las polémicas de Sartre contra Ricœur y de
Durand contra Sartre.
Si uno quiere estudiar la dialéctica de fecundidad y la esterilidad como
esquemas organizadores de Fortunata y Jacinta, no se puede ser ajeno a que
todo el mundo galdosiano está sustentado por dos elementos míticos básicos:
el mito del narcisismo estéril (Narciso y Jacinto) y el de la fertilidad, sustentado
por la diosa Fortuna y el cuerno de la abundancia. Después se pueden hacer
los malabarismos que se quiera con la novela, pero para empezar la novela se
llama Fortunta y Jacinta, y no se puede analizar sin partir de este presupuesto.
Y no es un problema de puros arquetipos, sino de una organización mítica de
dos personas.
Esta discusión con Durand la escribí para el congreso, pero no la
publicaron en las Actas. La exposición duró 15 minutos, mucho menos que la
discusión. El título era “Cuando Hermes es otro” y fue publicado en el capítulo
primero de la primera parte de Teoría y práctica de la función poética (Madrid,
Cátedra, 1993), con el título de “La poética de los dioses”.
Richard, en un momento dado, dice que podemos considerar que en
algún momento un análisis temático puede convertirse en estructural, pero
entonces sólo podría aplicarse a una obra. Esto significa que, dentro de la
perspectiva temática richardiana, el concepto de ensoñación, que se asienta
sobre el soporte material de todos los esquemas heredados de todo ese
conjunto de elementos míticos, arquetípicos y más o menos psicoanalíticos,
tanto desde la perspectiva de Poulet, de Starobinski, como de Richard, siempre
se aplica a la totalidad de la obra. Para ellos no existe el límite del género.
Existe el libro, la obra, porque esa coherencia de la ensoñación vertebrada por
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esquemas simbólicos funciona de una obra a otra, sean una carta, una novela
o una obra teatral. Lo que interesa es el universo imaginario que trasciende las
lindes de los géneros en sí, pero también de las obras en sí.
Si recordáis el epílogo de Introducción al architexto de Genette, está
escrito en forma de diálogo. Genette dice que no puede haber crítica sin
considerar el género, y su partenaire dice que lo que existen son textos y que
no le importan los géneros. La crítica dice que este partenaire era Richard.
Teniendo posturas antitéticas, eran grandísimos amigos. De hecho, las
primeras críticas positivas sobre Richard nacen de la pluma de Genette. Intenta
definir dos conceptos de crítica: la de participación y la de descripción, el
estructuralismo y, en cierto modo, el tematismo. La crítica de participación sólo
puede llevarse a cabo en autores con los cuales uno entra en diálogo
existencial, dice Genette, y cita a Richard, mientras que la crítica de descripción
sólo se puede llevar a cabo cuando el yo crítico puede asumir un
distanciamiento objetivo.
Richard prevé que sí puede haber una crítica temática que se asiente
sobre un principio ligado a un texto único. Esto lleva lógicamente al concepto
de tematismo estructural, que me tentó en un momento dado, por dos razones
básicas: en primer lugar, soy discípulo de Richard, y por generación soy hijo del
estructuralismo; en segundo lugar, para enseñar a leer no se puede trabajar
con macrotextos, lo que me llevó a la reflexión sobre el tematismo estructural.
Me encontré con una frase de Genette: “porque, en el fondo, la semántica
estructural no ha sido sino un tematismo estructural encubierto”. Esto me lleva
a estudiar a Greimas. Si alguien ojea mi tesis, verá que es completamente
richardiana y que la comencé con él, cuando él era lector de lujo de la Facultad
de Filosofía y Letras de Madrid, sin que nadie se enterase, y director del
Instituto Francés de Madrid, durante diez años de exilio gaulliano, del 58 al 68.
Richard me dirigió la tesina y comencé la tesis con él: “Toma un símbolo, ve
cómo se desarrolla y analiza cómo se prolonga en otros símbolos, hasta
construir una cadena en deriva”, fue lo que me dijo en esta sala. Cuando uno
lee una obra de Richard, es muy difícil hacer un esquema de lo que ha dicho,
porque no estructura —salvo en su obra dedicada a Proust, Proust et le monde
sensible (París, Seuil, 1974). Su análisis va siempre en deriva simbólica: cada
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símbolo devora al anterior, y así sucesivamente y siempre hacia delante.
Cuando empecé con la tesis me di cuenta de que eso no me satisfacía. Mi tesis
se dividía en tres partes:
• Estudio de la infraestructura psicosensorial del texto.
• Estudio de la estructura semántica.
• Estudio de la superestructura ideológica.
Tenía ya los tres niveles de lo que luego voy a desarrollar. Uno de los
primeros textos temáticos es “Estructura metafórica del metalenguaje de la
poesía de Víctor Hugo”, publicado en el nº 82 en la desaparecida Revista de
Filología Moderna. Aquí intento hacer lo que podíamos llamar el estudio del
metalenguaje de Víctor Hugo, basándome esencialmente en el prefacio de
Cromwell, para demostrar cómo toda la dinámica conceptual, todo el discurso
argumentativo, está sustentado por una especie de vértebra paradigmática,
que se asienta sobre una infraestructura psicosensorial —a la que después
llamaré arqueología mítica—, una estructura semántica, y una superestructura
ideológica, que parte de lo que podría ser el esquema de la dinamicidad
animal, todas las metáforas que se organizan en torno a esta dinamicidad
material, y finalmente, el concepto de historicismo, frente al concepto de
estructura. Si alguno ha leído Teoría y práctica de la función poética, recordará
que lo que hago aquí con Víctor Hugo lo hago también con el metadiscurso de
Vigny, demostrando que toda la estructura argumentativa (todo el eje
sintagmático) está sustentada por un eje paradigmático —y aquí se ve el
principio básico del tematismo estructural—, que se asienta sobre el concepto
de forma o perfección formal; frente a la dinamicidad, el estatismo y la
ensoñación del mundo como estático: frente al león, al tigre, al torrente…, el
tema de la perla o el de la mariposa. Dos poetas análogos, Vigny y Víctor Hugo
construyen todo su texto a partir de esquemas míticos, simbólicos, en cierto
modo antagónicos. Y después tienen una reválida en el nivel noémico,
conceptual. No hay en Vigny ni una sola metáfora dinámica. Vigny tenía
clavada una espina, que era la siguiente: que él había sido romántico antes que
Víctor Hugo, por una razón esencial: que era más viejo.
Os voy a dar ahora otro artículo mío, “Du mythe à l’archéologie mythique”
(Revista de Filología Francesa, nº 7, 1995, pp. 129-155). Aquí concentro toda
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la esencia teórica de lo que quiero decir sobre el tematismo estructural, en
función de esa necesidad de incorporar el elemento mítico en su condición de
elemento textual, de convertir el mito en función textual. Éste es un concepto,
no voy a decir estructuralista, pero sí estructural, y remite a un presupuesto que
está bastante desarrollado, que es el de bricolaje antropológico, lanzado al
mercado por Lévi-Strauss. Como parte práctica de este desarrollo, os tengo
que remitir a mi lectura sobre San Julián el Hospitalario, que apareció primero
como artículo, resultado de un seminario organizado por este departamento, y
después lo incorporé al último capítulo de Análisis e interpretación de la novela:
cinco modos de leer un texto narrativo (Madrid, Síntesis, 1999). Este artículo
(“Du mythe à l’archéologie mythique”) es más difícil de encontrar, porque es el
resultado de un congreso organizado por directores de teatros de ópera para
analizar la función del mito en la ópera. En este artículo hago un análisis de
Norma, de Bellini, porque observé que había una disfunción brutal del mito
lunar, y que no figura en el texto de Soumet —en el que se basa la ópera—. La
disfunción venía en el sentido siguiente. La luna es uno de los grandes mitos
que ha venido hacia nosotros: primero de la tradición grecolatina, después de
la nórdica, de la tradición árabe e islámica… La luna ha configurado un espacio
mítico que en Roma tenía tres manifestaciones básicas: diosa de la guerra
(luna roja), diosa de la muerte (luna negra) y diosa de la virginidad (luna
blanca), pero de una virginidad agresiva (Artemis, Diana). Cuando se pasa a
los textos galos, la luna aparece encarnando la dimensión de diosa de la
violencia y de la muerte, es la acompañante del dios de la guerra, de Irminsul.
Sabemos que Norma es una sacerdotisa de Irminsul, y tendría que obedecer a
la dinámica del mundo de la guerra, de la violencia…, y es así como debería
aparecer en escena, cuando le dicen que salga de la tienda e invoque a
Irminsul para enardecer a los guerreros contra los romanos. Sin embargo,
Norma sale a escena con el aria de la Casta Diva, donde dice a la luna que
atempere el sagrado furor de los guerreros, y que vierta sobre los campos la
dulzura de su amor. El mito lunar queda completamente subvertido, en sus tres
niveles, y la luna entra en lo que podemos llamar no el mito lunar clásico sino la
estética de la luna como elemento eufemístico, que se va a condensar
paulatinamente en el tema del claro de luna, que no es un nocturno. Hay que
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establecer una diferencia entre claro de luna y nocturno. Me di cuenta de que
entrábamos de lleno en una herencia que, de repente, queda subvertida, al
entrar en un momento histórico, donde paulatinamente el tema lunar va a
usurpar en cierto modo el espacio del espacio solar, en el paso del
Romanticismo al Simbolismo.
Lorca es el poeta más lunar que yo conozco. La luna sufre una pequeña
devaluación del mito de Selene (luna blanca), y vuelve como Hécate, de forma
brutal, en Poeta en Nueva York, y también de forma interesante en algunos de
los textos teatrales, como en Bodas de sangre.
En este mismo artículo, en la página 136, me detengo en el análisis de la
relativización del campo mítico, y sigo con un análisis de La pensée sauvage,
de Lévi-Strauss, que es donde mejor formula su teoría sobre el pensamiento
analógico, y esto me lleva a lo que sería el campo mítico en cuanto a
arqueología mítica. Y me baso en el elemento del bricolaje. No quiero entrar en
más ejemplos, pero he puesto antes uno. La ensoñación de la luna moderna es
un resto fragmentario de toda la herencia clásica. Puede verse la función que el
claro de luna va a ocupar en el imaginario simbolista respecto de la muerte de
Dios, es decir, el crepúsculo de Dios: “El sol se ha ahogado en su sangre que
se cuaja” (“Le soleil s’est noyé dans son sang qui se fige”), dice Baudelaire, o
Mallarmé: “El sol que se muere amarillento en el horizonte / —El cielo ha
muerto” (“Le soleil se mourant jaunâtre à l’horizon! / ―Le Ciel est mort”), y
pueden tomarse ejemplos de todos los poetas simbolistas: “Dieu n’est pas;
Dieu n’est plus”, dice Nerval en su poema sobre Jesús en el huerto de los
olivos. Y después viene la creación del espacio simbólico del agujero negro: el
mundo ya no es un cosmos, es un agujero negro. El papel que pueda después
venir a ocupar toda la ensoñación de una posible trascendencia doméstica,
como sustituto de una trascendencia en crisis o muerta, a través del tema solar,
es un uso de puro bricolaje antropológico. La luna llega a nosotros con una
morfología, ha perdido sus funciones y se le da a esa morfología un uso nuevo,
igual que a una bicicleta vieja le quito una rueda y la convierto en el eje que
mueve todas las figuras de un nacimiento. Bricolaje, pero en su acepción
francesa, de coger desechos de objetos que ya no sirven y buscarles una
función nueva. Siguiendo la teoría de Lévi-Strauss, todas las culturas acaban
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siendo ruinas de mitos y de elementos arquetípicos, y las culturas nuevas se
construyen sobre el uso y nuevo empleo de esas ruinas. Los italianos son
maravillosos para esto. Por la zona de la embajada de Francia en Roma, hay
unas jardineras impresionantes, que son sarcófagos romanos. ¿Para qué sirve
un sarcófago romano, si no es para ser una jardinera? Esto es un buen ejemplo
de los conceptos de intertextualidad y fragmentación intertextual. La morfología
del sarcófago romano le permite reconvertirse en jardinera. También se han
reutilizado como dinteles de puertas en diversos palacios.
Ahora me tengo que defender de los críticos que me dicen que desprecio
el mito. No, cuando hablo de arqueología mítica, si os dais cuenta, empleo la
palabra arqueología, que remite a archaios, principio, fundamento, fundación,
que es lo que está en la base de todo, pero esto no significa que su presencia
en el texto se agote en su condición de base. Yo no puedo leer Fortunata y
Jacinta sin ver que todo el eje simbólico ligado a la dialéctica entre esterilidad
(Jacinta) y fertilidad (Fortunata) está construido sobre la arqueología mítica que
sustentan la diosa Fortuna, con el cuerno de la abundancia, y Narciso (Jacinta).
Esta arqueología mítica sustenta toda la ensoñación galdosiana, y Galdós era
consciente de ello. Hay quienes han dicho que no lo era, que el título era
accidental, pero alguien que titula su novela Fortunata y Jacinta tiene que ser
consciente de ello. A ver cuántas hijas del pueblo de Madrid se llamaban
Fortunatas y Jacintas en el siglo XIX. Después se puede ver que toda la
estructuración metonímica, todo el desarrollo de este eje a través de los
decorados, repite esa dialéctica. Y frente al mundo de la esterilidad de Jacinta,
se construye todo el eje metonímico de la diosa Fortuna, y tenemos la
ensoñación de la materia textil (tejidos, entramado), de la materia comestible
(presencia de los mercados, en especial los de la Cava Alta y de Olavide), la
presencia de las listas de lo que se puede comprar en esos mercados cada día.
Yo no haría una lectura de Fortunata y Jacinta si no llegase a las
conclusiones finales ligadas al elemento último del texto, de la arqueología
mítica a la organización metafórica y ficcional del texto: todo el texto está
organizado para que al final Jacinta tenga un hijo, para que así se corrija lo que
la naturaleza ha hecho mal, que es no darle un hijo. También surge una
reflexión ligada al nivel noémico o conceptual y que tiene que ver con la
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producción y la explotación: los que viviendo producen, y los que para vivir
tienen que explotar, lo que remite al naturalismo zoliano. Posiblemente, ésta no
es la función del mito de la diosa Fortuna en el mundo grecolatino. La
arqueología mítica le ha permitido sustentar un edificio donde el mito cobra una
función diferente que permite organizar el texto de una manera diferente, y que
le permite desarrollar elementos brutales, como todos los que están
relacionados con las metáforas del niño o los niños (todo el tema del gato, la
ensoñación de lo que podríamos llamar la materia gatuna, del gato como
animal que simboliza la proliferación en el ámbito doméstico, en un equivalente
muy similar al tema del conejo en el mundo rural en la obra de Zola).
Evidentemente, hago una lectura ideológica, pasando, en ascensión, de la
arqueología mítica a una lectura ideológica. Si cogéis el último esquema de las
fotocopias entregadas, sintetiza la estructura en función del tema de San Julián
el Hospitalario. Hay un momento central en el avance de la obra, cuando Julián
ha matado a sus padres sin darse cuenta, deambula por los campos,
totalmente loco, porque los ha matado sin querer, y en un momento dado, tiene
sed. Llega a una fuente, se inclina sobre la fuente y ve un reflejo. Pero a mí no
me importa el mito de Narciso, sino lo que Flaubert hace con el mito de
Narciso, que es a la vez una negación del mito de Edipo, pero en el sentido
más freudiano. Julián mira el agua y ve en el fondo una persona, y dice: “Se
parece a mi padre”, y toma conciencia de que él se parece a su padre, de que
su padre y él forman una identidad. Es a la vez subversión del mito de Narciso,
y del de Edipo, porque asume el compromiso de ser bueno, y convertirse, y
dedicarse a servir a los demás. Se convierte en barquero y asume así también
el mito de San Cristóbal, más que el de Caronte, y por consiguiente se redime.
¿Cómo? Asumiendo la identidad del hijo con el padre, por eso hay una
subversión del mito de Edipo, y todo a partir de una aparición circunstancial del
mito de Narciso.
En el esquema anterior, señalo los diferentes niveles de un campo
temático estructural, que estaría definido por un eje paradigmático y un eje
sintagmático. Señalo también los niveles de estos ejes. Y si me preguntaseis
cuándo puedo hablar de que un texto responde al principio de tematismo
estructural, para acabar con Richard, sería cuando un tema dominante en una
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obra se convierte en fuerza o estructura actancial, y como estructura actancial
provoca la organización del texto como sintagma narrativo, o como estructura
semántica en la poesía. Hay un cruce si queréis entre el eje paradigmático y el
sintagmático, y ese cruce es el campo temático. Por eso quienes han hecho
tesis bajo el epígrafe de tematismo estructural no se ajustan a lo que yo
entiendo por tematismo estructural. Hablan de tematismo estructural porque
hablan de temas y estructuras, pero el tematismo estructural está en la
posibilidad de hacer coincidir en los textos la organización paradigmática en
torno a un tema, por ejemplo, la ensoñación de la fecundidad en dialéctica con
la esterilidad, con el eje sintagmático. La fuerza actancial es el deseo de
fecundidad de Jacinta, es lo que mueve toda la narrativa: si no consigue el hijo
en la primera parte, debe haber una segunda parte para que lo consiga. Vemos
cómo el tema de la fecundidad, en su vertiente paradigmática, genera la
dinámica sintagmática. Todo está movido por el mito, pero por el mito como
función.
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Paradigmas e ideologías de la crítica mitológica
(José Manuel Losada Goya)
Resumen
En una intervención deliberadamente arriesgada, José Manuel Losada
considera que, en rasgos generales, las diversas perspectivas de acceso al
mito en la reflexión de Occidente se reducen a dos: desde la esencia y desde la
existencia
o,
ideológicamente,
desde
el
esencialismo
y
desde
el
existencialismo. Hasta el idealismo absoluto de Hegel el mito entraba
prioritariamente en el terreno del esencialismo; desde entonces, los grandes
pensadores han optado por el existencialismo propiamente dicho o han
adoptado etiquetas diversas: marxismo, psicoanálisis, estructuralismo; a ellos
se ha unido la “mitocrítica” acuñada por G. Durand y, en principio, la mayor
parte de la mitocrítica contemporánea. Tras esbozar el concepto de mito en
estas ideologías, el estudio se centra en el tratamiento del mito de Edipo,
sintomático de modo particular en la ideología existencialista.
Introducción
Mi objetivo es llegar a una comprensión más o menos convincente de los
paradigmas y las tendencias ideológicas que modelan los principales enfoques
del mito literario en el siglo XX. La extensión del espectro incluye caer en
generalidades y excluye entrar en matices; en aras de una comprensión global,
necesariamente imperfecta, he preferido correr este riesgo.
Exponer las ideologías de la mitocrítica supone apuntar a las diversas
metodologías
críticas:
historia
literaria,
sociología,
lingüística,
retórica,
marxismo, psicoanálisis, estructuralismo, tematismo… El problema de tal
procedimiento es doble: provoca una atomización indeseable para una visión
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de conjunto, implica un alejamiento del objeto de estudio. Con el fin de limitar
las vías de acercamiento, cabría recurrir a clasificaciones de la misma crítica.
Para Compagnon, todos los acercamientos se resumen en una serie de
modelos críticos: explicativos, interpretativos, textuales e “indeterminados”; por
desgracia, tal agrupación entraña escollos como la inclusión, dentro de un
mismo saco, de la historia de la literatura y el psicoanálisis (según el crítico,
ambos se enmarcan dentro del modelo explicativo); contradicciones como ésta
aconsejan explorar otros caminos. Aquí voy a esbozar una tipología aún más
restringida; considero que los enfoques del mito se reducen prácticamente a
dos: desde la esencia 1 y desde la existencia. Vaya por delante que no es mi
intención hacer filosofía, dar una explicación del hombre ni arrimarme a ningún
sistema filosófico. Independientemente de cuál sea mi pensamiento (literario o
antropológico), considero que la historia de la reflexión ideológica en Occidente
está de algún modo marcada por dos ideologías: esencialista o existencialista.
Dos definiciones generales y neutras: es esencia aquello que hace que
una cosa sea lo que es; es existencia el hecho de ser. Llevadas hasta sus
últimas consecuencias y cargadas de apriorismo o afectividad según los casos,
la esencia se torna en esencialismo y la existencia en existencialismo; en
ideología, en cualquiera de los casos. Es característica de la concepción
esencialista la prioridad atribuida a las ideas, a los conceptos y al espíritu con
menosprecio de sus entidades complementarias, al racionalismo y a la
arbitrariedad, a la lógica, a la necesidad y la trascendencia. En el polo opuesto,
el existencialismo prima los hechos, las cosas y la materia, los instintos y la
biología, el determinismo y la espontaneidad, la psicología, el individuo y los
afectos, la contingencia y la inmanencia. El esencialismo es la filosofía del
concepto que concede a la esencia la primacía sobre la existencia; el
existencialismo es la filosofía del modo de ser del sujeto humano.
Para apuntalar esta descripción precisaré mi pensamiento sobre la
1
Aquí salta a la vista una de esas generalizaciones a las que he aludido: una tercera
concepción es la ontológica (la que más conviene a Aristóteles y Tomás de Aquino); pero por
razones de claridad en mi exposición evitaré abordarla aquí por separado. Pudiera pensarse
que estas dos concepciones del mundo (esencialista y existencialista) se solapan sobre las
principales corrientes de la crítica literaria, que todas trazan una línea divisoria más o menos
perceptible a ambos lados de la crítica tradicional: en un lado se encontrarían las corrientes
cercanas a la historia literaria, en el opuesto, las que se alejan de ella; una investigación más
detallada demostraría que la relación es sólo superficial.
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esencia, la existencia y sus respectivas ideologías a partir de tres paralelismos.
El primero: se puede establecer una correlación entre el pensamiento de
las esencias y la lógica (ciencia de las leyes de los juicios), entre el
pensamiento de las existencias y la psicología (ciencia de las leyes de los
hechos psíquicos). Para corroborarlo basta con fijar la mirada en Descartes,
cuya filosofía estudia la relación sujeto-objeto a través del pensamiento como
enunciado; o en los empiristas ingleses del siglo XVIII, cuya filosofía estudia
dicha relación a través del pensamiento como vivencia. Más precisamente, el
primero reduce todas sus ideas a pensamiento (las confusas a claras y las
claras a pensamiento); inversamente, los segundos eliminan del pensamiento
lo que tiene de lógico, de enunciativo, reducen todo pensamiento a vivencia, a
modificación psicológica de su conciencia (García Morente 2000: 169 y 191).
Segundo paralelismo: no es descabellado ligar el pensamiento de las
esencias con el idealismo, el pensamiento de las existencias con el
materialismo. Los esencialistas sostienen la primacía de la idea, ya sea eterna
(Platón), innata (Descartes), trascendental (Kant), absoluta (Hegel), siempre
con la consiguiente desvalorización de la materia; por el contrario, los
existencialistas defienden la primacía de la materia, ya sea naturalista
(Epicuro), sensualista (ilustrados franceses e ingleses), dialéctica (Marx) o
existencialista propiamente dicha (Sartre).
Último paralelismo: el esencialismo no se opone frontalmente al espíritu ni
barre de su horizonte la religión; el existencialismo sí. Sin entrar en
disquisiciones sobre qué sea religión o su impacto en la vida de los
pensadores, es incuestionable que prácticamente todos los “esencialistas”
(griegos, metafísicos medievales, racionalistas modernos, románticos y
contemporáneos) reservan a Dios y, en menor medida, a la religión, un lugar
preponderante, como si el espíritu puro o absoluto fuera en última instancia el
mayor garante de su pensamiento. Muy distinto es el caso de los
“existencialistas”, que por lo general niegan el papel que tradicionalmente
nuestra cultura ha atribuido al espíritu, al que consideran usurpador de un
derecho del que sólo la materia debería gozar.
1. Esencialistas y existencialistas en la historia
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Puesto que mi hipótesis de partida es demostrar que los acercamientos al
mito no son ajenos a estos modos de pensar, preciso resumir su historia en el
pensamiento occidental.
Grosso modo, dan prioridad a la esencia Platón, Aristóteles y Tomás de
Aquino; a la existencia Epicuro, Montaigne, Gassendi. La ideología hace
irrupción con fuerza sobre todo en la filosofía moderna. Además de la
renovación en las diversas áreas, los descubrimientos científicos del siglo XVII
produjeron, en el terreno de la reflexión, una diversificación antes desconocida;
la ciencia positiva físico-matemática de Newton dio al traste con el racionalismo
de Descartes, del que sobrevivió sin embargo su dualismo esencialista
(Spinoza y Leibniz). Frente a la desagregación epistemológica (Leibniz, Hume,
Newton), Kant propuso la combinación de todos estos postulados en sus
sucesivas Críticas: el ser de las cosas, inasible en sí, no es sino “objeto” de
conocimiento para el sujeto pensante. Aunque el filósofo se deshace en elogios
del empirismo humeano, en ningún momento se desembaraza del racionalismo
cartesiano; en última instancia su idealismo trascendental propicia el
advenimiento del idealismo alemán en sus diversas fases: subjetivo (Fichte),
objetivo (Schelling) y absoluto (Hegel).
Durante todo este tiempo el existencialismo había logrado avanzar más
que nunca, tanto entre los empiristas ingleses (Locke, Berkeley, Hume), como
en el materialismo francés (Helvétius, d’Holbach, La Mettrie), considerado más
tarde mecanicista por no admitir sino los cambios cuantitativos de la materia.
Tan lejos fue su empuje que, a partir de entonces y durante los siglos XIX y XX,
desaparece progresivamente la dicotomía que nos ocupa y la reflexión va
adoptando un tono monocolor: mientras el esencialismo cuenta con grandes
pensadores, pero de mitigada influencia, el existencialismo triunfa de manera
avasalladora. Marcuse lo declara de modo taxativo: “Después de Hegel, la
corriente principal de la filosofía occidental está agotada. […] El cambio es
expresado por el hecho de que la esencia del ser ya no es concebida como
Logos” (1968: 116).
De manera más concreta y arriesgada yo me atrevería a afirmar que,
desde la caída del inconmensurable idealismo hegeliano, las grandes
ideologías son existencialistas; procuraré mostrarlo brevemente, primero con la
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mención de los pensadores propiamente existencialistas, después con tres
ideologías que lo explicitan cada una según su opción vital.
1.1. Existencialismo propiamente dicho
Schopenhauer, Wagner o Nietzsche son existencialistas; lo es más aún
Kierkegaard que, disgustado del mundo artificioso de Hegel y de la mentalidad
burguesa, se aferra al dato radical de la existencia y se entrega a la angustia
por su contingencia. El gran teorizador alemán del existencialismo en el siglo
XX es Heidegger. Descontento con la preocupación kantiana sobre la
posibilidad de los juicios sintéticos a priori, el autor de Ser y tiempo considera
que la ciencia es un “hacer del hombre”, que el mismo ser lo es también porque
el mismo hombre está convocado a la existencia, abrazado a la angustia y a la
muerte. El teorizador francés es Sartre, convencido de que “la existencia
precede a la esencia” (1996: 26), de que “no hay una naturaleza humana” ni
una “moral general”, sino opciones morales resultantes del compromiso, único
escape posible de la angustia de sabernos una “pasión inútil”.
1.2. Marxismo
Entre los existencialistas hay diversas ramas con etiqueta propia;
empezaré por el marxismo. Después del reproche antihegeliano de Feuerbach
(son los deseos y las necesidades del hombre, no sus ideas, los que rigen el
mundo), Marx retoma la dinámica del idealismo pero propugna la existencia
primordial de la naturaleza sobre el pensamiento, la reciprocidad de las
acciones (todo efecto se convierte en causa e inversamente) y la aparición de
modificaciones cualitativas consecutivas a la acumulación de cambios
cuantitativos (Durozoi & Roussel 1997: 252). Ciertamente la evolución de las
organizaciones políticas evidencia un fracaso: de Marx hoy sólo queda,
paradójicamente, su “espíritu” (Derrida, Spectres de Marx, 1993); mientras la
globalización del capitalismo celebra el “fin de la historia”, el fantasma de Marx
se ha convertido en un mito, inconfesado pero obsesivo, de las desigualdades
materiales que aquejan al hombre de hoy. No han faltado sin embargo análisis
sugerentes; todos ponen de manifiesto una ideología que rechaza el idealismo
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esencialista y se adhiere a la inmanencia existencialista; como botón de
muestra, este texto de Lukács a propósito de los géneros literarios:
El concepto de esencia lleva a la trascendencia por el simple hecho
de ponerla, y entonces, en la trascendencia, la esencia cristaliza en una
nueva y más elevada esencia que expresa a través de su forma una
esencia que debería ser ―una esencia que, como nace de la forma,
permanece independiente del contenido dado de lo que meramente existe.
El concepto de vida, por otro lado, no necesita de ninguna trascendencia
capturada y mantenida inmóvil como un objeto (1971: 47).
1.3. Estructuralismo
Otro existencialismo con etiqueta: el estructuralismo. El pistoletazo de
este método lo da Saussure, quien en su dialéctica de oposiciones (lengua /
habla, diacronía / sincronía, significante / significado) se distancia de la
tradicional búsqueda del origen del lenguaje para volcarse en el estudio de las
funciones. Surge así el estructuralismo, método de análisis que aglutina en
buena medida las investigaciones de Lévi-Strauss (etnología), Greimas
(semiótica), Barthes (semiología) 2 . Ciñéndome al terreno de la etnología
resaltaré que el estructuralismo surge de la aplicación de los descubrimientos
lingüísticos a los problemas de parentesco: en ambos terrenos los fenómenos
se
integran
en
sistemas
de
relaciones
íntima
e
inconscientemente
estructuradas (Lévi-Strauss 1958: 47).
1.4. Psicoanálisis
En fin, el psicoanálisis, cuyo máximo exponente es Freud; sus premisas
sobre el asesinato primitivo fundador de la civilización, así como su inscripción
del psiquismo en un horizonte biológico y determinista, dan al traste con una
concepción autónoma del sujeto, siempre sometido a deseos, obsesiones y
fantasmas que nublan la frontera entre la norma y sus patologías (Durozoi &
Roussel 1997: 161). Freud y Rank enfatizan las dificultades de la primera parte
del ciclo humano, Jung hace lo propio en la segunda.
2
Aquí no hablaré sino del estructuralismo antropológico. En un importante artículo (“Pour
une théorie de l’interprétation du récit mythique”, 1970: 185-230), Greimas ofrece un
acercamiento semiótico del mito a partir de las teorías de Lévi-Strauss; los ensayos de Barthes
y su aplicación semiológica a los mitos siguen siendo válidos (“Le mythe aujourd’hui”, 1957:
179-233).
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El psicoanalista austríaco debe su celebridad a la aceptación exponencial
de sus teorías sobre el sueño (La interpretación de los sueños, 1899). El
fenómeno onírico le interesa por su diferencia con la actividad mental en estado
de vigilia: en reposo “el sueño piensa principalmente en imágenes”, no en
conceptos; y estas “representaciones involuntarias”, a diferencia de lo
comúnmente aceptado, son para el psiquiatra “verídicas y verdaderas
experiencias del alma” (1983: 378-379): la psicología es el objetivo 3 . Freud
hace suya y afina una hipótesis de otros psicoanalistas de su época: la
actividad onírica tiene por finalidad la realización de deseos (421); por ello
concibe la interpretación del significado de los sueños como un útil
imprescindible para conocer la psicología de un individuo:
… esta eterna y más profunda esencia del hombre que todo poeta
tiende siempre a despertar en sus oyentes, se halla constituida por
aquellos impulsos y sentimientos de la vida anímica, cuyas raíces penetran
en el temprano período infantil considerado luego como prehistórico (497).
El postulado que mayores críticas ha levantado es el relativo a la
sexualidad, factor al que Freud adscribe “la máxima importancia en la génesis
de las afecciones nerviosas” (418 y 530). Sin entrar ahora a exponer sus
teorías sobre la actividad onírica 4 , reincido aquí en el carácter existencial de su
hipótesis, en su predilección por los aspectos más naturales y biológicos, por la
psicología en detrimento de la lógica, en su énfasis en la espontaneidad del
organismo, énfasis que no duda en extrapolar al mismo hombre en su conjunto
y cuyas expresiones, incluso las más íntimas, son siempre motivadas, nunca
decididamente arbitrarias (537).
Considerado como delfín de Freud, Jung rompe con el maestro tras la
aparición de Metamorfosis y símbolos de la libido (1912). Su desacuerdo brota
como consecuencia de la crítica que el discípulo hace del pansexualismo
freudiano, de la libido (que Jung concibe como expresión psíquica de una
3
Existen dos ramas principales de la psicología: por un lado, la psicología que estudia
los sentidos y sus funciones, la mente consciente y sus funciones, es decir, la psicología
metafísica, cuyo objeto de estudio es la psique consciente; por otro, la psicología que estudia la
existencia de una psique inconsciente “sin prejuicios filosóficos” (Jung 2002: 140), la primera es
una teoría filosófica, la segunda una “ciencia empírica” (54).
4
El contenido manifiesto de los sueños es una deformación (por desplazamiento y
condensación), de su contenido latente, deformación debida a traumas y represiones o
censuras ejercidos sobre el individuo en su período ontogénico, es decir, desde el desarrollo
hasta la edad adulta.
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energía
vital
cuya
orientación
distingue
los
tipos
psicológicos
entre
extrovertidos e introvertidos) y de la definición de la neurosis (cuyo origen el
psiquiatra suizo no limita a las turbulencias de la infancia); en última instancia,
ambos divergen en el materialismo, fundamental en el primero, relativo en el
segundo: según Jung, Freud reduce la psicología a una “parte de la fisiología
de los instintos” (2002: 54); el psicoanalista suizo sostiene que no hay prueba
alguna de que la psique sea una mera huella de procesos físicos o químicos
(57).
Cuatro concepciones del mundo, cuatro ideologías que se superponen
entre sí; el siglo XX asiste a una maraña de confluencias entre las que merece
la pena destacar varios puentes de unión: entre estructuralismo y marxismo
(Goldmann), entre estructuralismo y psicoanálisis (Piaget, Lacan), entre
estructuralismo, marxismo y psicoanálisis (Reich, Marcuse).
1.5. Mitocrítica
El término “mitocrítica” no ha sido acuñado por un mitólogo: Durand se
define como “sociólogo de los dinamismos imaginarios”. Su pensamiento
resulta de la aglutinación, con restricciones, de numerosas orientaciones: el
materialismo imaginario de Bachelard y Sartre, la etnología de Dumézil, Eliade
y Lévi-Strauss, el psicoanálisis de Freud y Jung, la epistemología de Piaget y la
reflexología
de
Betcherev.
Su
libro
fundacional
(Les
Structures
anthropologiques de l’imaginaire, 1960) es un elenco explicativo de “los
arquetipos fundamentales de la imaginación humana” (27); en él sostiene que
el semantismo del imaginario es la matriz original desde la que se despliega
todo el pensamiento racional y su cortejo semiológico. Ha de notarse que este
“racionalismo” ya nada tiene que ver con el de corte esencialista. Frente a la
psicología clásica (que concibe la imagen como la réplica memorística y
reducida de la percepción), frente a la fenomenología sartriana (que la identifica
con la vacuidad esencial de la conciencia, 21), Durand adopta una postura
marcadamente biológica, naturalista. Esta estrategia le distancia de la corriente
ontológica tradicional y del cogito cartesiano, de toda la epistemología
partidaria del sentido propio o del significado arbitrario del imaginario.
Conforme a la teoría de Bachelard, la imaginación es definida como un
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dinamismo
organizador
que
primero
deforma
y
después
uniformiza
metafóricamente las percepciones (26); consiguientemente, la imagen es un
símbolo muy particular: un signo “intrínsecamente motivado”, un símbolo donde
coinciden significante y significado. No está de más insistir en este alejamiento
radical de la psicología clásica y de la lingüística saussuriana: aquí no hay lugar
para la necesidad lógica, sólo para la espontaneidad biológica resultante de
una opción existencial.
Cabría esperar que la apuesta de Durand conllevara el acercamiento a
diversas corrientes que también propugnan el carácter motivado de los
símbolos, que los clasifican según diversos métodos: la mitología de Krappe, la
historia de las religiones de Eliade, la física simbólica de Bachelard, la
representación mítico-funcional de Dumézil o mítico-sociológica de Piganiol. No
es así. Todas estas propuestas, afirma, heredan el lastre del “positivismo
objetivo” ajeno a la conciencia imaginaria, en tanto que, según su opción
biológica, el símbolo sólo puede ser motivado por “los comportamientos
elementales del psiquismo humano” (35). No es de extrañar que el sociólogo
del imaginario se introduzca por los senderos del psicoanálisis, aunque siempre
con idéntica restricción de fondo: mientras que para Freud, Adler y Jung la
imaginación es el resultado de un conflicto entre las pulsiones y su represión,
para Durand resulta de un acuerdo entre los deseos y los objetos socionaturales: “lejos de ser un producto de la contención, […] la imaginación es
origen de un desahogo” (36). La imagen siempre es reina. Este principio
recluye todos los demás estudios al terreno de la metafísica: no sólo la
“ontología psicológica” o la “ontología cultural”, también los estudios
psicoanalíticos o sociológicos reductores del imaginario al resultado de
presiones exteriores a la conciencia; la antropología de Durand es el análisis
del intercambio dinámico, en igualdad de condiciones, entre las pulsiones
subjetivas y las intimaciones objetivas que emanan del medio cósmico y social
(38): todo lo que ocurre a su alrededor condiciona, sin duda, la imaginación,
pero la imaginación condiciona también el entorno, como dejan ver los
utensilios producidos por el hombre; el movimiento se da en ambos sentidos: el
“trayecto antropológico” es bidireccional. Esta dialéctica es de primera
importancia.
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En su intento por dibujar el universo imaginativo, Durand recurre a la
reflexología; las dominantes reflejas o gestuales constituyen un conjunto sensor
y motor particular, un sistema de adaptaciones ontogénicas a las que se refiere
toda nuestra representación simbólica: son las dominantes de posición, de
nutrición y el reflejo sexual o “rítmico” en sus diversos ciclos (46-51). Pero no
todo
se
reduce
a
las
dominantes
reflejas:
como
queda
dicho,
el
condicionamiento cultural también ejerce su influencia; así, a condición de
salvaguardar el principio fundamental, no es la censura cultural la que motiva la
imagen, sino que ésta surge del acuerdo entre las pulsiones reflejas del sujeto
y el entorno (52); no es la materia la que determina, por ejemplo, el utensilio,
sino que éste resulta de la combinación entre la fuerza (dominante refleja) y la
materia (55). El sociólogo del imaginario propone algunos ejemplos de esta
combinación entre reflexología y cultura (tecnológica): la dominante postural
“exige” materias luminosas o visuales y técnicas de purificación cuyo símbolo
son las armas, el mago, los útiles percutores; la dominante digestiva reclama
materias relativas a la oscuridad simbolizadas por recipientes y alimentos; los
gestos sexuales apelan a los ritmos estacionales y astrales, a cualquier ciclo
(55). La convergencia de la reflexología, la tecnología y la sociología interactúa
además con una bipartición fundamental: los dos regímenes del simbolismo,
diurno y nocturno; el primero compete a la dominante postural, el segundo a las
dominantes digestiva y cíclica o sexual (59). La exposición de la metodología
durandiana deja patente su “concepción simbólica de la imaginación” (60), su
convicción de que las imágenes no son signos, antes al contrario, los símbolos,
las imágenes, contienen el sentido de los signos: primero, la espontaneidad de
la imagen, la biología; después, el signo arbitrario, el discurso.
2. Mito, esencialismo y existencialismo
Paso ahora a considerar los acercamientos al mito según las principales
tendencias. Seré breve en lo relativo a la vertiente esencialista, la menos
beneficiada en la crítica contemporánea, si bien ha contado con mitólogos de
excepcional valía:
Para el homo religiosus, lo esencial precede a la existencia. Esto
afecta tanto al hombre de las sociedades primitivas y orientales como al
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judío, al cristiano y al musulmán. El hombre de hoy es así porque una serie
de acontecimientos han tenido lugar ab origine. Los mitos le cuentan
acontecimientos y, al hacerlo, le explican cómo y por qué ha sido
constituido de ese modo. Para el homo religiosus la existencia real,
auténtica, comienza en el momento en el que recibe la comunicación de
esta historia primordial y asume las consecuencias (Eliade 1963: 119).
En esta opción, el mito apunta al origen de la especie, al drama primordial
constitutivo del hombre. Esta crítica centra su atención no en el sexo, la
economía o la muerte, sino en la importancia que los hombres dan a la
aparición de la vida sexuada, económica o mortal; esta hermenéutica no se
limita a escrutar los actos de los hombres en el pasado, sino más bien los
modelos ejemplares de esos actos: todo lo que un ser humano hace ya ha sido
hecho desde el principio de los tiempos, in illo tempore (157). Más aún que las
críticas existencialistas, la crítica de corte esencialista presta especial
relevancia a la memoria, ejerce una labor de anamnesis, pero no para recordar
los acontecimientos de otros seres existentes que ya no son, sino para
encontrar en su reminiscencia las “verdades”: los mitos representan modelos
paradigmáticos fundados por seres sobrenaturales, no series de experiencias
personales de tal o cual individuo (158).
Traeré a colación un relato ejemplar, el del monte Etna y la ciudad que de
él toma su nombre. Al principio de la primera pítica de Píndaro nos
encontramos con una descripción del gigante Tifón y su castigo a manos de
Zeus. Su cuerpo gigantesco se extiende desde Cumas, en las costas de Italia,
hasta Sicilia; el Etna reposa como una columna celeste sobre su pecho; la lava
del volcán no es sino su vómito. Igual que en el Génesis se nos explicaba el
origen del cielo y la bóveda estrellada, aquí se nos explica el origen y la
sustancia de una montaña: “columna del cielo” allí plantada para inmovilizar al
gigante de las cien cabezas, enemigo hereditario de los dioses. El relato
aparecía ya en la Teogonía de Hesíodo para explicar el origen de los volcanes;
el mito tiene aquí una función etiológica. Pero en nuestra pítica se trata también
de una reorientación, de una aplicación del fenómeno a un acontecimiento
histórico. En efecto, Píndaro canta el paisaje siciliano donde Hierón, el rey de
Siracusa, ha fundado una colonia también llamada Etna; para reafirmar su
poder ha vencido a etruscos y cartagineses, reflejo de la victoria de Zeus sobre
el gigante; esta reorientación o conversión tiene un sentido concreto: los
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enemigos son otros Tifones y las guerras otras erupciones que realzan la gloria
de Hierón y su hijo Dinómenes. El mito adquiere así una función alegórica
(Jolles 1972: 86, Brunel 1992: 24). Tanto en Hesíodo como en Píndaro el mito
aparece como un relato; el primero da cuenta de una esencia y su causa (qué
sea una montaña y cómo se origina), el segundo plantea en virtud de su
significado una referencia a un significado distinto (no importa Zeus, sino
Hierón); Hesíodo recurre a la función etiológica del mito; Píndaro, a la
alegórica. En ambos casos el mito está restringido a la esfera del logos. El
ejemplo vale para comprender lo que sería una concepción esencialista del
mito, también la más común en el tratamiento de la mitología tradicional. Muy
diferente es el caso de la crítica existencialista.
2.1. Existencialismo
Es difícil hablar de mitocrítica a propósito de un pensamiento antimítico
como el existencialismo propiamente dicho. El mismo Sartre ha escrito su
propia autobiografía (Les Mots) para contradecir el mito de la literatura. Del
existencialismo quedan hoy sus mitos: Sartre arengando a las juventudes del
68, Camus con su cigarrillo a lo James Dean poco antes de que un accidente
de tráfico le segara la vida. No obstante, los existencialistas han revisitado los
mitos; Sartre en Les Mouches, Camus en Le Mythe de Sisyphe. El “trabajador
inútil de los infiernos” (1942: 165) no podía dejar de interesar a los
existencialistas. Para Camus la tragedia del rey de Corinto no consiste tanto en
el esfuerzo de subir eternamente una piedra como verlo regresar, tras una
pausa, ladera abajo hasta el abismo desde donde habrá de subirla de nuevo.
Sísifo, como Don Juan (102), es absurdo porque es consciente de su mal: este
“proletario de los dioses, impotente y rebelado, conoce todo el alcance de su
condición miserable”, lo único que acongoja su espíritu cuando baja,
apesadumbrado, la pendiente de su castigo. Sísifo mismo es existencialista: se
sabe dueño y señor de su destino, serie de acciones inconexas que
desaparecerá con su muerte angustiosa.
2.2. Marxismo
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Otro tanto cabe decir del marxismo, ideología desmitificadora de todos los
idealismos y detentora también de la máxima existencialista: la naturaleza es
previa al pensamiento; más aún, tal y como reza la célebre fórmula, “no es la
conciencia la que determina la vida, sino la vida la que determina la conciencia”
(Marx 1970: 26). La existencia humana resulta de los procesos económicos,
que son así definidos como la infraestructura social, causa de la
superestructura ideológica (la religión, la moral, la estética, el derecho). En la
mente de Marx todos los mitos deben ser destruidos en aras de la única
realidad superior, una sociedad sin clases o comunismo universal, único “mito”
que, sin denominarlo así, aceptaría el filósofo.
2.3. Estructuralismo
De los dos aspectos lingüísticos a los que se refería Saussure (habla y
lengua), el primero es estático, irreversible; el segundo, estructural, reversible.
Paralelamente, el mito también puede definirse como un sistema combinatorio
de dos niveles, uno histórico o irreversible (hechos del pasado), otro ahistórico
o permanente (pasado, presente y futuro). La tesis de Lévi-Strauss es que el
mito presenta además un tercer nivel, también lingüístico, superpuesto a los
enunciados por Saussure. De igual modo que por encima del habla se
encuentra el nivel de las unidades constitutivas de la lengua (fonemas,
morfemas, semantemas), el mito, entidad igualmente lingüística, está
constituido por unidades superiores y más complejas aún o mitemas que se
encuentran en el nivel tercero o de la frase (Lévi-Strauss 1958: 241). Pero no
se trata de frases sueltas sino de una naturaleza relacional; más precisamente,
los mitemas no son sólo relaciones, sino “paquetes de relaciones” que, por
razón de su estructura, adquieren una función significante. El análisis de estos
paquetes de relaciones conduce al crítico a unas reflexiones que aquí no podré
sino enunciar: la finalidad del mito es proveer un modelo lógico para resolver
una contradicción, de ahí un número teóricamente infinito de capas u hojas
estructurantes diferentes entre sí; es decir, la estructura sincrónico-diacrónica
del mito se manifiesta mediante un proceso repetitivo incesante: mientras su
estructura es discontinua, su crecimiento es continuo (264); dicho de otro
modo: cada mito está compuesto por todas sus versiones (249).
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2.4 Psicoanálisis
Los psicoanalistas reservan un lugar privilegiado a los sueños y a los
mitos: su interconexión desvela innumerables paralelismos gracias a las
asociaciones mitológicas de ideas (en las cuales se incluyen determinadas
creaciones poéticas caracterizadas por préstamos inconscientes de los mitos).
Para estos médicos es vital demostrar que dichos paralelismos no son fruto de
una tradición cultural, sino de la psique inconsciente de todos los individuos, es
decir, que son “reinstauraciones autóctonas”, que toda psique inconsciente
contiene elementos estructurales “formadores de mitos” (Jung 2002: 141). Más
que Freud, Jung concede un lugar privilegiado al estudio de los símbolos, de
los mitos, de los arquetipos. Frente al inconsciente personal existiría un
inconsciente colectivo que representa la prodigiosa herencia de la evolución del
género humano, herencia que renace (es su hipótesis del “segundo nacimiento”
en cada estructura individual). Estructurado por los arquetipos, este
inconsciente colectivo se enuncia a través de los símbolos culturales (folclore,
cuentos, religiones), así como en las obras de arte o en los sueños.
2.5. Mitocrítica
En la exposición metodológica durandiana el mito brilla por su ausencia;
cuando lo hace, desconcierta: “sistema dinámico de símbolos, arquetipos y
esquemas que […] tiende a componerse como relato” (64). En su aparente
tautología, esta definición esconde la concepción radicalmente existencialista
de la que vengo hablando. Coincide con el pensamiento antiguo sobre el
carácter discursivo del mito; diverge en el resto. Conforme a su presupuesto
fundacional, según Durand, cualquier manifestación racional es fruto de la
dinámica que en el interior del psiquismo humano entretienen las pulsiones y
las dominantes reflejas con las interferencias externas. En esas profundidades
se concitan arquetipos, esquemas y símbolos cuyas manifestaciones son,
respectivamente, ideas, mitos y nombres. El caso del mito es particular: a
diferencia de la idea (originada en el arquetipo) y del nombre (originado en el
símbolo), el mito se nutre simultáneamente de los tres dinamismos; aquí
subyace su mayor predisposición para el discurso, disponibilidad inexistente en
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la idea o en el nombre. Por eso el mito tiene esa capacidad de exteriorizarse
como discurso, como doctrina religiosa, sistema filosófico o relato legendario
(64). Dicho de otro modo, la forma del relato mítico es una disposición
diacrónica de símbolos (411). Esta definición del mito podría llamar a equívoco;
podría hacer pensar que Durand se interesa por el aspecto discursivo cuando
en realidad sólo hace hincapié en el simbólico; nada más ajeno a su
concepción de un pensamiento espontáneo y motivado. Lo demuestra su
recusación del énfasis de Lévi-Strauss, para quien el mito se encuentra en el
nivel superior al fonema y al morfema, esto es, en el nivel de la frase, en el
nivel, en definitiva, de los signos lingüísticos arbitrarios. Voluntariamente
ignorante de estas clasificaciones por niveles, Durand sostiene que el mito sólo
conoce el isomorfismo, la isotopía simbólica y arquetípica en el seno de las
constelaciones estructurales (412). En última instancia, Durand no entiende el
mito como una sintaxis formal porque considera que entonces quedaría
reducido a pura lógica estructural; sus reiteradas afirmaciones de que el mito
es intraducible son protestas a considerarlo como un producto de la lógica, de
la arbitrariedad.
Este intento por comprender lógicamente una entidad ilógica explica la
reflexión que el crítico hace en una de sus últimas producciones, Introduction à
la mythodologie (1996). Aquí deplora la progresiva separación que ha sufrido
Occidente entre el pensamiento y la fantasía, las ciencias puras de un lado y
los saberes empíricos y estéticos de otro, entre logos y mythos, hasta que a
comienzos del siglo XX una serie de acontecimientos, una comprensible
saturación de logicismo habría provocado el desmoronamiento de la
epistemología clásica, la apertura a una “antropología de las profundidades”, a
lo que él denomina, en clave paradójica, un “realismo” antropológico (75). En el
anterior pensamiento predominaba el dualismo: entre la res cogitans y la res
extensa (Descartes), entre el sujeto trascendental y la inasible “cosa en sí”
(Kant); se imponía esta antropología simbólica que, retomando los postulados
de Hölderlin, Bergson y Jung, recordara la unicidad del universo (unus
mundus), el universo de los arquetipos, de las grandes configuraciones que
rigen todos los fenómenos y su representación (74), de la única materia prima,
el mito, propenso a toda interpretación, pero inasequible a cualquier traducción
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o explicación.
3. Edipo según las corrientes existencialistas
La teoría, resultado de la abstracción de una práctica, siempre debe
permitir su verificación en otra práctica. Aquí he optado por el mito de Edipo,
que presenta la ventaja inigualable de ser ampliamente conocido en sus
elementos invariantes gracias al drama de Sófocles.
3.1. Psicoanálisis
La elección permite, casi exige, que comience por la crítica psicoanalítica.
En La interpretación de los sueños, Freud expone por vez primera de manera
sistemática lo que se ha dado en llamar el complejo de Edipo. El mismo
término de complejo, introducido por Breuer (conjunto de representaciones y
deseos inconscientes, de tipo conflictivo, que constituye una estructura
fundamental de la afectividad), indica ya que hemos dejado el campo de la
lógica y hemos pasado al de la psicología, que hemos entrado en el terreno de
las emociones, de la existencia. Freud se fija en el factor principal del mito en
cuestión: el destino, “la oposición entre la poderosa voluntad de los dioses y la
vana resistencia del hombre amenazado por la desgracia” (507); los dictados
de la divinidad se presentan como un designio que condiciona la biología del
hombre. Repetidas veces reincide el psiquiatra sobre este aspecto para
contraponerlo a la libertad del hombre, siempre incapaz de satisfacer sus
deseos. De hecho, Freud sostiene que los sueños relacionados con este
complejo son la realización de un deseo que todos, enfermos y aparentemente
sanos, tienen por su condición humana: “la leyenda del rey tebano entraña algo
que hiere en todo hombre una íntima esencia natural. […] Quizá nos estaba
reservado a todos dirigir hacia nuestra madre nuestro primer impulso sexual y
hacia nuestro padre el primer sentimiento de odio y el primer deseo destructor”.
Alguien podría conjeturar que la expresión “esencia” sea un lapsus; en
absoluto: para Freud, la esencia humana existe, pero sólo de manera posterior
a la existencia, como producto de su vertiente “natural”, como resultado de
puras reacciones físico-químicas que determinan su modo de querer y pensar.
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3.2. Marxismo
En Totem y tabú (1912) primero, en Moisés y el monoteísmo (1937)
después, Freud exponía su teoría central de la sociedad, fundada sobre el ciclo
recurrente “dominación ― rebelión ― dominación”: en una época arcana los
hombres vivían en pequeñas hordas bajo el dominio de un jefe vigoroso que
ejercía el poder con violencia, la posesión sobre las mujeres y la represión
sobre los hijos; cuando dicho dominio se tornó insoportable, los hombres se
rebelaron, asesinaron y devoraron al padre; como consecuencia, la conciencia
del crimen por la aniquilación del principio de orden amenazó con aniquilar la
vida del grupo, que decidió repetir la dominación mediante una represión
autoimpuesta: los tabúes generadores de la moral social (Freud 1945: 97). En
su interpretación freudomarxista de la sociedad, Marcuse se ha fijado en esta
“situación edipiana extrema” (1968: 65): un padre dominador del que es preciso
deshacerse (92), aunque en la práctica sólo sea de modo ilusorio, como el
Edipo mítico, condicionado por “circunstancias que desde el principio aseguran
el triunfo duradero del padre” (79). Sabedores de la incapacidad de corroborar
este relato mítico ideado por Freud, los freudomarxistas (lejos de limitarse a
una interpretación estrictamente psicoanalítica), lo consideran como una
proyección de la dialéctica histórica de la dominación, como una explicación de
aspectos de la civilización contemporánea, como una especulación de alto
“valor simbólico” (67): los conflictos entre las pulsiones del id, del ego y del
superego son sistemáticamente interpretados como conflictos entre deseos
individuales y constricciones sociales. En la sociedad actual, la represión
individual del “super yo” (“heredero del complejo de Edipo”, 63) se transmuta en
represión colectiva de los instintos mediante la organización social por todo un
sistema de agentes y agencias extrafamiliares (las pandillas, la radio, la
televisión, 98), mediante un trabajo enajenador: sometido a la mecánica y la
rutina, el trabajador se cosifica, el individuo se convierte en un nombre, sus
instintos e inhibiciones se osifican, las interacciones entre el ello, el yo y el
“super yo” se congelan como reacciones automáticas (103).
3.3. Existencialismo
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Así como la conciencia fraguaba el mito de Sísifo, la sabiduría precipita el
de Edipo. En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche evoca una antigua
“creencia popular, especialmente persa, según la cual un mago sabio sólo
puede nacer de un incesto” (1973: 93): el hijo de Layo resuelve el enigma de la
esfinge y se casa con Yocasta. La trasgresión de las leyes de la naturaleza
representa para el filósofo una catástrofe que arroja al héroe hacia el abismo
de su propia aniquilación, a “experimentar también en sí mismo la disolución de
la naturaleza” (94). Camus, igual que hiciera el autor del Ocaso de los dioses,
alude a Edipo en Colono, la pieza de Sófocles donde el incestuoso aparece en
compañía de su hija; para el novelista, Edipo se conforta con su hija, cuya
mano fresca le consuela de sus males y le hace encontrar, en su feliz
conformismo, la paradoja del absurdo (1942: 167). Hijo único, huérfano de
padre, Sartre se considera un “Edipo muy incompleto” (1964: 24): desde niño
ha gozado la presencia de su madre entregada a él sin condiciones, de modo
que no ha sufrido ninguna represión del “super yo”, ninguna agresividad,
ningunos celos; y esta misma situación le ha hecho consciente de la
inconsistencia de la vida, de la fatuidad de toda rebelión.
3.4. Estructuralismo
A diferencia de Freud, según Lévi-Strauss el mito de Edipo es sólo un
modelo instrumental para el análisis de otros mitos de diversos pueblos
primitivos de América. No por ello su estudio deja de ser profundo en lo que se
refiere a las relaciones que mantienen entre sí los grupos de personajes de
diversos relatos en los que fija su atención. Se resumen en cuatro: 1. El
parentesco sobrevalorado (el afecto desmedido de Cadmos por su hermana
Europa, el matrimonio de Edipo con Yocasta, la pasión de Antígona por
Polinices); 2. El parentesco devaluado (el autoexterminio de los espartanos, la
muerte de Layo y de Polinices a manos de su hijo y de Eteocles
respectivamente); 3. El origen autóctono del hombre (la inmolación del dragón
y de la esfinge por Cadmos y por Edipo respectivamente); 4. El origen
bisexuado, como se desprende de la etimología (Labdaco significa en griego
“cojo”, Layo “zurdo”, Edipo “pie hinchado”). Si bien es convincente su relación
de los grupos 1 y 2, por un lado, y de los grupos 3 y 4, por otro, no lo es tanto la
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curiosa operación por la que el etnólogo pone en relación los cuatro grupos en
dos series opuestas entre sí, oposición de la que deduce su interpretación del
mito: “expresaría la imposibilidad en la que se encuentra una sociedad que
profesa la creencia en la autoctonía del hombre […], para pasar, desde esta
teoría, a la aceptación del hecho de que cada uno de nosotros ha nacido
realmente de la unión de un hombre y de una mujer” (Lévi-Strauss 1958: 248).
La finalidad de este estudio no admite dudas: muestra cómo la vida social
verifica una visión cosmológica, unos afectos y convicciones en clara
contradicción con la verdad conocida por la experiencia; por encima de
creencias, para nuestro objetivo es aún más revelador que esta metodología
reincida en el elemento subyacente a todo mito: el determinismo al que todos,
griegos y aborígenes, obedecen de modo inconsciente en sus instituciones y
comportamientos.
No puede extrañar que Freud esté presente en la teoría de Lévi-Strauss.
El antropólogo sostiene que su interpretación no se aleja sobremanera de los
postulados freudianos, puesto que se propone “comprender cómo uno puede
nacer de dos: ¿cómo es posible que no tengamos más de un genitor sino una
madre y además un padre?” (249); otras referencias explícitas a Freud
remachan la consonancia entre antropología estructural y psicoanálisis.
3.5. Mitocrítica
Por fin, llegamos a la mitocrítica propiamente dicha. Rara vez se detiene
la reflexión académica a considerar el origen de Edipo; no su parto, sino su
primer lugar de reposo: su madre, aterrorizada por la predicción del oráculo de
Delfos, lo abandonó en el monte Citerión después de horadarle los tobillos con
una aguja y ligárselos con una cuerda. Es preciso observar que en este lugar,
la tierra-tumba, confluyen diversos criterios y referentes de la metodología
durandiana: el régimen nocturno de las imágenes, el esquema del descenso, la
dominante digestiva, la materia como continente, los símbolos de la intimidad.
En este caso concurre un complejo más, el del retorno al origen, a la madre
tierra, lo que convierte el pretendido sepulcro en una cuna mágica y
benefactora. Aún hay más: a este isomorfismo telúrico se ligan desde siempre
los rituales del abandono de los niños sobre el elemento primordial; el segundo
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“nacimiento” de Edipo comparte, en este sentido, el destino de héroes como
Rómulo y Remo (Durand 1960: 270).
Ha quedado claro que para Durand todo el universo del imaginario se
reduce a la dinámica de relaciones entre las dominantes reflejas, las pulsiones
y el medio. Entre los esquemas, uno de ellos es el afectivo, resultante de la
relación entre el individuo y su entorno primordial. En este marco tiene cabida
el esquema afectivo de la paternidad (Layo), correspondiente al reflejo postural
de la verticalidad, y el de la maternidad (Yocasta), correspondiente al reflejo
digestivo del hedonismo (56). Vengamos al padre. El esquema de la elevación
se identifica con el poder y la soberanía (Eliade 1968: 68); de esta sinonimia se
desprende el carácter monoteísta del culto del Cielo o del Altísimo que
Bachelard denomina “contemplación monárquica” (1948: 385), ligada a los
arquetipos de luz y dominio, ligada, por lo tanto, a la postura vertical y al
símbolo de la vara o del cetro. De ahí que Durand perciba en esta elevación
orgánica la noción edipiana de Dios Padre, de Dios como macho universal
(1960: 152); en fin, la mitocrítica durandiana coincide con Jung al ver en la
esfinge una síntesis de todos los símbolos sexuales: el monstruo egipcio,
feminizado en el mundo griego, no es sino una “masa de libido incestuosa” (la
frase es de Jung, Metamorfosis y símbolos de la libido) que se rinde a la
astucia del héroe (1960: 74).
Conclusión
No es baladí que el mito de Edipo interese sobremanera a los diversos
investigadores de corte existencialista: la progresiva pérdida de la noción de
padre y el cuestionamiento del significado de la madre pervierten las bases
sobre las que se asienta la “naturaleza” humana; el hombre sin origen y sin
causa ya no es tributario de una esencia inmutable.
Más allá de esta relevancia del mito edipiano, salta a la vista que todos los
existencialismos ―antimíticos desde la perspectiva esencialista― enfocan los
mitos como psicología íntima, como conjunto de relaciones de oposición e
impulsos (individuales, sociales), como expresión de un organismo biológico
llamado a la desaparición.
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Vocabulario (somero y testimonial)
Arquetipo: perífrasis explicativa del eidós platónico. Para nuestro
propósito esa denominación es precisa y útil, porque viene a decir que los
contenidos del inconsciente colectivo son tipos arcaicos o —mejor aún—
primigenios, imágenes generales existentes desde tiempos inmemoriales (Jung
2002: 4). Según Durand, el arquetipo es una “sustantificación del esquema”
(1960: 62) que pone en relación el imaginario y los procesos racionales (63); a
diferencia del símbolo, es constante y universal (la rueda es el gran arquetipo
del esquema cíclico).
Esquema (del concepto): “condición formal y pura de la sensibilidad que
incluye la condición universal sin la cual no se puede aplicar la categoría a
ningún objeto” (Kant, Crítica de la razón pura, 1998: 184); tiene una
equivalencia, relativa, con el tema. Según Durand, es una “generalización
dinámica y afectiva de la imagen; constituye la facticidad y la no sustancialidad
general del imaginario”; “símbolo funcional, motriz”, no relaciona la imagen y el
concepto (como en Kant), sino los gestos inconscientes de la sensorimotricidad, las dominantes reflejas y las representaciones (1960: 61).
Estructura: “protocolo normativo de las representaciones imaginarias
agrupadas en torno a esquemas originales” (Durand 1960: 65). Frente al
estatismo de la forma, la estructura implica una dinamicidad transformadora
(65); es una “forma transformable que juega el papel de protocolo motivador de
un grupo de imágenes; ella misma es susceptible de agrupamiento en una
estructura general, el régimen” (66).
Imagen: signo motivado, no arbitrario (Durand 1960: 25).
Mitema: “gran unidad constitutiva” (Lévi-Strauss 1958: 231).
Mito: “sistema dinámico de símbolos, arquetipos y esquemas que tiende a
componerse en relato” (Durand 1960: 64); bosquejo de racionalización (utiliza
el discurso) “en el que los símbolos se resuelven en palabras y los arquetipos
en ideas” (ibid.)
Mitoanálisis: “…creado por Denis de Rougemont (Les Mythes de l’amour,
1961), habla de psique colectiva, de la irrupción dramática de una fuerza del
alma en una sociedad antigua” (p. 25; en Brunel 1992: 44).
Mitologema: “variante del arquetipo” (Jung 2002: 234).
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Régimen: “agrupamiento de estructuras próximas” (Durand 1960: 66).
Símbolo: “ilustración concreta del arquetipo y del esquema”, relativo al
nombre (Durand 1960: 64): la serpiente es el símbolo del ciclo.
Tema: “principio concreto de organización […] alrededor del cual todo un
mundo tiene tendencia a constituirse y a desplegarse” (J.-P. Richard, L’Univers
imaginaire de Mallarmé, 1961: 24). Según Javier del Prado, el tema es una
“cristalización textual analógica de una relación del yo con algún elemento de la
realidad, motivada por algún incidente existencial, cuyo motor es una
determinada constante de la percepción y de la ensoñación (catálisis) y cuya
materia (sustancia) es elegida entre las múltiples ofertas de la arqueología
mítica”. Para Doubrovsky, el tema es una “coloración afectiva de toda
experiencia humana en la que entran en juego las relaciones fundamentales de
la existencia, es decir, la manera particular como cada hombre vive su relación
con el mundo, con los demás y con Dios” (1966: 103).
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Los mitos según René Girard
(José Antonio Millán Alba)
Introducción
La obra de Girard abarca diversos ámbitos que resultan confluyentes: la
filosofía, especialmente la que atañe a los siglos XIX y XX, existencialismo,
psicoanálisis freudiano y lacaniano, estructuralismo y postestructuralismo
deconstructivista (Lévi-Strauss, Foucault, Derrida, Deleuze; el ámbito de la
teoría y la crítica literaria, que es de donde parte; la antropología y las ciencias
de las religiones. A ello hay que añadir un conocimiento bastante profundo de
las Escrituras, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, pero sus análisis
de éstas, de gran riqueza, no pasan deliberadamente del intento de elucidación
de procesos y mecanismos antropológicos. Su obra se ha centrado en el
estudio de los mitos, así como en los llamados relatos de paso o de iniciación,
que no son propiamente mitológicos. En los primeros distingue la estructura del
deseo mimético, que nos lleva a querer precisamente lo que otros quieren, y
que conduce a la violencia generalizada, tanto en las sociedades tradicionales
como en las actuales; la estructura de la violencia y del homicidio fundador o
creador, en expresión de Mircea Eliade y en lo que coincide con Freud
―aunque no en el carácter pansexual que le otorga―; la aparente solución de
la violencia en la noción de sacrificio: la inmolación de algún individuo o grupo
que desempeña el papel de chivo expiatorio, noción procedente del Levítico, la
estructura de la sacralidad originada por la violencia sacrificial y su
perpetuación en el rito. Intentaré exponer cada uno de estos componentes en
lo fundamental, aunque, como es obvio, por razones de tiempo, no podré
desarrollar pormenorizadamente cada uno de ellos. Digamos que en EEUU, a
raíz del 11 de septiembre, sus análisis sobre la violencia y lo sagrado han
experimentado un auge que desborda con mucho los ámbitos estrictamente
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investigadores y universitarios. El año pasado fue elegido miembro de la
Academia de la lengua francesa.
Antes de acabar esta corta introducción, quiero señalar dos aspectos. El
primero se refiere al mito, término ambiguo donde los haya, que sirve para
designar
realidades
muy
diversas,
en
ocasiones
no
suficientemente
esclarecidas, o al menos no con la deseable precisión, de manera que puede
dar lugar a un magma semántico muy farragoso, hasta constituirse en una
calificación entusiasta o en fuente de recelos, y dar, así, lugar a un tipo de
crítica sumamente impresionista o imprecisa, que trata de salvar este escollo
merced al recurso a la tradición literaria y al historicismo filológico, o a vagos
conocimientos de antropología cultural. Como señala A. Llano 1 , el uso que
Girard hace del término es restringido y puede calificarse de técnico, en la
misma línea que Lévi-Strauss. Por de pronto, restringe la referencia del término
a las religiones arcaicas y a sus ecos en la literatura antigua, aunque no deje
de observar la pervivencia de la mentalidad mitológica en muchos aspectos de
la civilización contemporánea, que se precia de ser tan desmitificadora. El mito,
en su concepción, transmite un acontecimiento cultural y religioso, de acuerdo
con la intuición de Durkheim, de orden fundacional, al mismo tiempo que vela u
oculta su núcleo constitutivo: la violencia generalizada y la posterior crisis
sacrificial que provoca, de manera que enmascara su origen mediante el
recurso al chivo expiatorio, con su carácter arbitrario, cruel e injusto,
recurriendo, a su vez, a la divinización, o lo que Freud llamaría técnicamente
mecanismos de sublimación. El segundo aspecto que quiero señalar atañe a
sus planteamientos de epistemología crítica. Ya he reseñado que sus libros no
son propiamente filosóficos, ni estrictamente teológicos, pero tampoco cabe
calificarlos sin más de estudios de etnología o de sociología del conocimiento;
son, ciertamente, todo eso, pero desbordan con mucho esos ámbitos
gnoseológicos.
***
Desde un punto de vista antropológico, el punto de partida es su teoría del
deseo mimético, según la cual los deseos humanos más relevantes no
proceden de un mecanismo ni biológico ni psicológico; no son naturales ni
1
Deseo, violencia y sacrificio, Eunsa, 2004.
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espontáneos, sino aprendidos e imitados de otros. Ello pone en tela de juicio el
papel incuestionado que la filosofía post-moderna del estructuralismo tardío
otorga a una concepción unívoca y omnipresente del deseo. En esta dirección
se podría decir que la obra de Girard lleva a cabo una deconstrucción del
deseo, entendiendo por el término deconstrucción un cuestionamiento radical
del orden del mundo y del lenguaje que se da por sabida en una determinada
tradición 2 .
1. La estructura triangular del deseo
Como señalé al principio, Girard parte del análisis literario para formular
su teoría mimética, especialmente en Mentira romántica y verdad novelística,
quizá porque piense implícitamente —esto es afirmación mía y no de Girard—
que la propia vida humana presenta una estructura narrativa basada en su
naturaleza teleológica, lo que hace que, al final, toda vida humana pueda ser
leída. O tal vez porque distinga una identidad formal entre lo narrativo y lo
histórico —identidad formal en la que reside el principio mismo de la
historiografía romántica—, y lo antropológico y existencial, distinción sin la cual
narración e historia se confunden.
Girard comienza con un análisis del Quijote.
D. Quijote ha renunciado, a favor de Amadís, a la prerrogativa
fundamental del individuo: ha dejado escoger los objetos de su deseo, y es
Amadís quien escoge por él. El discípulo se precipita hacia los objetos que
le designa, o parece designarle, el modelo de toda caballería. Llamaremos
a este modelo el mediador del deseo. La existencia caballeresca es la
imitación de Amadís en el mismo sentido en que la existencia del cristiano
es la imitación de Jesucristo 3 .
Existe, sin duda, una línea recta que une al sujeto y al objeto del deseo, pero
no es lo esencial. Por encima de ella está el mediador, que irradia a la vez
hacia el sujeto y hacia el objeto: la metáfora espacial que expresa esta triple
relación es el triángulo. El objeto del deseo cambia en cada aventura, pero el
triángulo permanece. Ocurre lo mismo en el caso de Sancho, cuyos deseos de
2
Op. cit.
Las páginas que siguen están tomadas de la obra, ya citada, Mensonge romantique et
vérité romanesque, Grasset, 1961.
3
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ser gobernador de una ínsula y de convertirse en yerno de un duque no le han
venido espontáneamente, sino que le han sido sugeridos por D. Quijote, el cual
se convierte en el mediador de Sancho. Desde el momento en que la influencia
del mediador se hace sentir, el sentido de lo real se pierde, y el juicio se
paraliza. La pasión caballeresca define un deseo según el Otro, opuesto al
deseo según uno mismo, que la mayoría de nosotros se jacta de tener. D.
Quijote y Sancho toman prestados al Otro sus deseos en un movimiento tan
fundamental, tan original, que los confunde con la voluntad de ser uno mismo.
Este deseo según Otro como función seminal de la literatura se encuentra
asimismo en Flaubert. Emma Bovary desea a través de las heroínas
románticas de las que tiene llena la cabeza; las obras mediocres devoradas
durante su adolescencia han destruido en ella toda espontaneidad, y resulta
muy clara a este respecto su afirmación después del primer adulterio: “Por fin
tengo un amante, como las heroínas de mis novelas”. En su célebre ensayo
sobre el bovarysmo, fenómeno que descubre en casi todos los personajes de
Flaubert, J. Gautier afirma: “una misma ignorancia, una misma inconsistencia,
una misma ausencia de reacción individual parecen destinarles a obedecer a la
sugestión del medio exterior, a falta de una autosugestión procedente de su
interior”.
Stendhal, por su parte, insiste igualmente en el cometido de la sugestión y
la imitación en los personajes de sus obras. Mathilde de la Mole toma sus
modelos en la historia de su familia, a los que procura adaptarse. Julián Sorel
imita a Napoleón. El Memorial de Santa Elena y los Boletines de la Grande
Armée reemplazan aquí a las novelas de caballería. El príncipe de Parma imita
a Luis XIV. La historia sólo es aquí una forma de literatura. En el momento de
entrar al servicio de los Rênal, Julián Sorel toma prestado de las Confesiones
de Rousseau el deseo de sentarse en la mesa de los señores y no en la de los
criados. Stendhal designa con el nombre de “vanidad” todas estas formas de
copia, de imitación, por las que se sugiere a los personajes sentimientos y
deseos que no experimentarían por sí mismos. El vanidoso según Stendhal no
saca sus deseos de su propio fondo, sino que los toma prestados de otro, de
acuerdo con la estructura triangular reseñada, y el triángulo reaparece cada
vez que Stendhal hable de vanidad, ya se trate de comercio, de ambición, de
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política o de amor.
Para que un vanidoso desee un objeto basta con convencerle de que ese
objeto es igualmente deseado por un tercero que reviste cierto prestigio para
aquél. El mediador se convierte, así, en rival. Éste desea él mismo el objeto, o
podría desearlo, y ese mismo deseo, real o presumido, convierte al objeto en
algo infinitamente deseable para el sujeto. La estructura de la mediación
engendra en el sujeto un deseo perfectamente idéntico al del mediador, de
manera que nos situamos ante dos deseos en competencia. El mediador no
puede desempeñar su cometido de modelo sin desempeñar a la vez, o
parecerlo, su cometido de rival. Rivalidad que puede exasperarse.
2. Mediación externa e interna
Entre Cervantes y Stendhal hay una diferencia muy clara. En el primero,
el mediador no entra en disputa porque se sitúa en unas alturas inaccesibles
para el sujeto. En Stendhal el mediador ha descendido a tierra. Entre D. Quijote
y Sancho no hay rivalidad posible porque, aunque estén físicamente próximos,
la distancia intelectual y social entre ellos es inmensa. En el caso de Emma
Bovary se ha acortado, y ésta se encuentra algo menos alejada de su mediador
parisino (las últimas modas de París llegan a Yonville a través de la prensa), y
se acerca a él aún más en el baile de Vaubyessard, donde Emma penetra en el
sancta sanctorum y contempla al ídolo cara a cara). Pero esa cercanía es sólo
fugitiva. Emma no podrá alcanzar nunca las encarnaciones de su ideal, y nunca
partirá a París. En Stendhal, J. Sorel hace todo lo que Emma no puede hacer.
Al comienzo de El Rojo y el Negro, la distancia entre el héroe y su mediador es
la misma que en Mme. Bovary, pero Julián franquea esa distancia:
Hablaremos, señala Girard, de mediación externa cuando la distancia
sea suficiente para que las dos esferas de posibles, cuyo centro ocupan
respectivamente mediador y sujeto, no estén en contacto; y hablaremos de
mediación interna cuando esa misma distancia esté lo suficientemente
reducida como para que ambas esferas penetren más o menos
profundamente la una en la otra.
El héroe de la mediación externa proclama bien alto la naturaleza de su
deseo, venera abiertamente a su modelo y se declara discípulo, mientras que
el de la mediación interna disimula cuidadosamente su proyecto de imitación.
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El impuso hacia el objeto es en el fondo impulso hacia el mediador. Impulso
que queda roto por la presencia misma de ese mediador, que desea o que
posee ese objeto. Lejos de declararse vasallo leal, el imitador no piensa sino en
repudiar los vínculos de la mediación, que se hacen, así, más sólidos que
nunca, pues la hostilidad aparente del mediador convertido en rival, lejos de
aminorar su prestigio, no puede sino incrementarlo. El sujeto está persuadido
de que su modelo se considera muy superior a él, y experimenta, así, por el
modelo un sentimiento desgarrado formado por la unión de dos contrarios: la
más sumisa veneración y el más intenso rencor: “A este sentimiento le
llamamos odio”.
Sólo el ser que nos ha impedido, o nos impide satisfacer un deseo que él
mismo nos ha sugerido es verdaderamente objeto de odio. Y el que odia, se
odia primero a sí mismo en razón de la admiración secreta que su odio
descubre. Se trata entonces de velar, de esconder a los demás y a sí mismo
esa perdida admiración, de no ver en el mediador sino un obstáculo. El papel
secundario de ese mediador pasa a primer plano para disimular el cometido
fundamental del modelo religiosamente imitado. En este punto, los análisis de
Girard se unen y se distancian de los llevados a cabo por Max Scheller sobre el
resentimiento. En este punto, Girard profundiza asimismo sobre la estructura
de los celos y de la envidia, en los que observa el mismo carácter triangular y
los incluye dentro de los procesos generados por la mediación interna: la
estructura de la rivalidad no puede sino exasperar los procesos de mediación.
En las Memorias de un turista, Stendhal pone en guardia a sus lectores
contra lo que él llama “sentimientos modernos”, fruto de la universal vanidad:
“la envidia, los celos y el odio impotente”, que considera al margen de todo
objeto particular, y de los que el s. XIX está, a sus ojos, enteramente poseído.
Si los sentimientos modernos florecen, no es porque se hayan multiplicado las
“naturalezas envidiosas” y los “temperamentos celosos”, sino porque la
mediación interna triunfa en un universo en el que poco a poco se borran las
diferencias entre los hombres. El vanidoso romántico niega ser discípulo de
nadie. Está convencido de ser infinitamente original. En el XIX, como en el XX,
la espontaneidad se hace dogma, destronando a la imitación. No nos dejemos
engañar, afirma Stendhal. Las ruidosas profesiones de individualismo ocultan
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una nueva forma de copia, un morboso deseo del Otro.
El prestigio del mediador se comunica al objeto deseado y confiere a éste
un valor ilusorio. El deseo triangular es, por su propia naturaleza, un deseo que
transfigura su objeto. En este proceso de transfiguración se inscribe la doctrina
estética de Flaubert. Esta naturaleza imitativa del deseo es difícil de percibir en
nuestros días, pues la mimesis más ferviente es la más vigorosamente negada.
En Stendhal la pasión es lo contrario de la vanidad: el ser de pasión toma en sí
mismo, y no en otro, la fuerza de su deseo. La pasión no transfigura, y las
cualidades que ese amor descubre en su objeto no son ilusorias. El amorpasión va acompañado siempre de estima, en el sentido corneliano de este
término, fundado en un perfecto acuerdo entre la razón, la voluntad y la
sensibilidad, y se confunde con la serenidad que alcanzan los personajes en
los momentos supremos. En las grandes obras stendhalianas, el paso de la
vanidad a la pasión es inseparable del gozo estético; no cabe comprender la
pasión stendhaliana sin hacer intervenir las cuestiones relativas a los procesos
de creación.
La transfiguración del objeto deseado define la unidad de la mediación
externa y la interna. La metamorfosis del objeto es aún mucho mayor en la obra
de Proust que en la obra de Stendhal, al igual que los celos y la envidia son
también más frecuentes y más intensos. En todos los personajes de À la
Recherche el amor está estrechamente subordinado a los celos, a la presencia
de un rival que desempeña el papel de mediador en la estructura triangular
dominante en ésta, rival que está en la génesis misma del deseo:
En amor, nuestro rival feliz, o lo que es lo mismo, nuestro enemigo,
es nuestro bienhechor. A un ser que no excitaría en nosotros sino un
insignificante deseo físico, le añade inmediatamente un inmenso valor que
confundimos con él.
Si la estructura triangular se encuentra en el origen del deseo amoroso en la
obra de Proust, no lo está menos en el universo que rige las relaciones
sociales: el esnobismo. El punto de intersección entre éste y el amor-celos
permite acceder al lugar proustiano por excelencia, en el cual se afirma
constantemente la equivalencia de estas dos dimensiones. “El mundo, escribe,
no es sino un reflejo de lo que pasa en amor”. Con la diferencia de que el
esnobismo no decae, como los celos, sobre una categoría particular de deseos.
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Se puede ser esnob en estética, en la vida intelectual, en el vestido, en la
alimentación, etc. El esnob copia servilmente al ser cuyo nacimiento, fortuna o
encanto envidia. En À la Recherche, el mimetismo del deseo es tal, que los
personajes pasarán a formar parte de una u otra categoría según sea su
mediador. El deseo mimético es siempre un deseo prestado, en el cual, sobre
la impresión directa que produce la realidad, triunfa la sugestión procedente de
otro. Así, entre la infancia narrada en el primer libro y Sodoma y Gomorra hay
una perfecta continuidad. En el origen mismo del nacimiento de la subjetividad
encontramos siempre al Otro perfectamente instalado. La diferencia existente
entre las experiencias de infancia y el universo adulto consiste en que los seres
que el narrador admira e imita abiertamente no constituyen ninguna rivalidad,
son externos.
El conflicto angustioso entre experiencia personal y testimonio de otro se
resuelve siempre en favor del segundo. Pero escoger al Otro no es sino una
manera particular de escogerse a sí mismo; es creer en uno por la mediación
del Otro, lo cual no sería posible sin un olvido casi instantáneo de la impresión
verdadera. Este olvido interesado subsiste hasta El tiempo recobrado,
verdadero torrente de recuerdos vivos, verdadera resurrección de la verdad,
gracias a la cual resulta posible escribir todos los recuerdos anteriores.
Recuperar el tiempo es recuperar la impresión auténtica, descubrir las
vivencias de otro como ajenas, comprender que el proceso de la mediación nos
aporta una impresión muy viva de autonomía y espontaneidad justo en el
momento en que dejamos de ser autónomos y espontáneos. Proust no dejó de
afirmar que el planteamiento estético de Le temps retrouvé era ante todo un
asunto espiritual y moral. La experiencia tratada en él es fundamentalmente
una muerte al orgullo, un nacimiento a la humildad, que es, a la vez, un
nacimiento a la verdad de lo que nos constituye. Cuando Dostoyevsky celebra
“la fuerza terrible de la humildad”, es del proceso mismo de creación de lo que
nos habla.
En Proust, el nacimiento de la pasión se confunde con el nacimiento del
odio. Esta ambivalencia del deseo es muy clara ya desde el primer momento, y
no cabe separarla de los procesos de transfiguración y sublimación señalados.
En Jean Santeuil Proust da una definición triangular del odio que es a la vez
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una definición del deseo:
El odio… escribe cada día para nosotros la novela más falsa de la
vida de nuestros enemigos. Les supone, en lugar de una mediocre
felicidad humana, atravesada por penas comunes que removerían en
nosotros dulces simpatías, un gozo insolente que irrita nuestra rabia. El
odio transfigura tanto como el deseo y, como él, nos da sed de sangre
humana. Pero, por otra parte, como sólo puede calmarse con la
destrucción de ese gozo, lo supone, lo cree, lo ve perpetuamente
destruido. Al igual que el amor, no se cuida de la razón, sino que vive con
el ojo fijo en una esperanza invencible.
Esta ambivalencia del deseo propia de la mediación interna llega a su
paroxismo en el caso de Dostoyevsky. En El eterno marido, obra que guarda
una clara relación de identidad con El curioso impertinente de Cervantes, el
personaje principal, Pavel Pavlovitch, no puede desear sino por la mediación
de Veltchaninov, en Veltchaninov, dirían los místicos, antiguo amante de su
mujer ya fallecida. Ahora le arrastra a la casa de la nueva mujer que ha elegido
para que éste la desee y resulte, así, garante de su valor erótico.
Todos los héroes esperan de la posesión una metamorfosis radical de su
ser. Y en múltiples casos esta posesión del objeto no es sino un medio de
alcanzar al mediador. Proust compara a la sed ardiente ese deseo atroz de Ser
otro. La necesidad de absorberlo se presenta con frecuencia bajo la forma de
un deseo y un rito de iniciación a una vida nueva, a un modelo de existencia
desconocido para el narrador (vida deportiva, vida campestre, etc.), cuyo
prestigio aparece vinculado al encuentro con alguien que despierta el deseo. El
héroe de las Memorias del subsuelo es empujado por un oficial desconocido en
una sala de billar y resulta enseguida atormentado por una sed atroz de
venganza. En una carta le
suplicaba que se excusase. En el caso de que se negara, yo aludía
muy claramente al duelo. La carta estaba tan inteligentemente redactada,
que si el oficial hubiese tenido el menor sentimiento de lo bello, de lo
sublime, habría corrido indefectiblemente hacia mí para echárseme al
cuello y ofrecerme su amistad. ¡Qué conmovedor habría sido todo ello!
Habríamos vivido tan felices, tan felices… Su hermosa prestancia habría
servido para defenderme de mis enemigos, y yo, merced a mi inteligencia,
a mis ideas, habría tenido sobre él una influencia ennoblecedora. ¡Qué de
cosas habríamos podido hacer!
El héroe del subsuelo sueña con una perfecta síntesis entre la fuerza y la
belleza de ese mediador y su propia inteligencia. Quiere convertirse en el Otro
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sin dejar de ser él mismo. Para querer fundirse así en la substancia del Otro
hay que experimentar por la propia substancia una repugnancia invencible.
Girard observa aquí lo que denomina una dimensión metafísica del deseo que
lleva a ir de los casos particulares hacia la totalidad. Todos estos héroes
abdican de la cualidad más fundamental, la de desear según su propia
elección. Todos ellos se odian en un nivel más esencial que el de sus propias
cualidades, cosa que nos dice el narrador proustiano al comienzo de Du côté
de chez Swann: “Todo lo que no era yo, la tierra y los seres, me parecía más
precioso, más importante, dotado de una existencia más real”.
Esta maldición parece constituir el núcleo de la propia subjetividad.
Myshkin, el más puro de los héroes de Dostoyevsky, no escapa tampoco a esa
angustia de sentirse separado y ajeno a la fiesta universal, de percibirse como
un desecho, como escoria:
Ante él descubría un cielo centelleante, un lago a sus pies, a todo su
alrededor un horizonte luminoso y tan vasto que parecía no tener límites.
Contempló durante mucho tiempo aquel espectáculo con el corazón
oprimido por la angustia. Recordaba ahora haber tendido los brazos hacia
aquel océano de luz y de azur, y haber llorado. La idea de ser ajeno a todo
aquello le torturaba. ¿Qué era aquel banquete, aquella fiesta sin fin hacia
la que se sentía atraído desde hacía mucho tiempo, desde siempre, desde
su infancia, sin poder nunca tomar parte en ella?… Cada ser tiene su
camino y lo conoce; llega y parte cantando. Pero él es el único en no saber
nada, en no comprender nada, ni a los hombres, ni las voces de la
naturaleza, pues por doquier es un extraño y un desecho.
No es la sociedad la que hace de este héroe un extraño, sino que es él quien
se condena a sí mismo. ¿Por qué la subjetividad se odia hasta ese punto? “Un
hombre honesto y cultivado, observa el hombre del subsuelo, no puede ser
vanidoso sino a condición de ser infinitamente exigente consigo mismo y de
despreciarse a veces hasta el odio”.
¿De dónde puede venir esta exigencia que la subjetividad es incapaz de
satisfacer?, se pregunta Girard. No puede proceder de ella misma, pues una
exigencia que procediese de la subjetividad y recayese sobre ella no puede ser
una exigencia posible. Es preciso que esa subjetividad haya prestado fe a una
promesa engañosa procedente del exterior. Como en el caso de Kierkegaard, a
los ojos de Dostoyevsky esa promesa engañosa es esencialmente promesa de
autonomía metafísica.
En la soledad de su conciencia, todos los hombres descubren que la
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promesa de una subjetividad que proclama bien alto su omnipotencia radiante
es mentirosa. El orgullo sólo puede sobrevivir gracias a la mentira, y es
precisamente la mentira lo que alimenta el deseo triangular. El héroe se vuelve
apasionadamente hacia ese Otro que parece gozar de la herencia divina. Se
desvía, así, del presente y vive en un porvenir radiante. Nada le separa de la
divinidad, salvo el mediador mismo, cuyo deseo obstaculiza su propio deseo.
Elegir es siempre escoger un modelo, viene a decir Dostoyevsky, y la libertad
verdadera se sitúa en la alternativa fundamental entre modelo humano y
modelo divino.
El impulso del alma hacia Dios es inseparable del descenso en uno
mismo. Inversamente, el repliegue en el orgullo resulta inseparable de un
movimiento de idolatría hacia el Otro, lo que Chateaubriand llama al final de las
Memorias de Ultratumba la idolatría del hombre por el hombre. Cabría decir,
dándole la vuelta a la frase de san Agustín, que el orgullo nos es más exterior
que el propio mundo exterior. En Le temps retrouvé, Proust afirma que el amor
propio nos hace vivir “desviados de nosotros mismos” y en múltiples ocasiones
asocia ese amor propio con el deseo de imitación. En El eterno marido y en El
curioso impertinente hemos visto ofrecer al ser amado en sacrificio a la
divinidad idolatrada. Los personajes de Los poseídos ofrecen a Stravroguin,
verdadera alegoría de la mediación interna, a sí mismos y todo lo más precioso
que poseen. La transcendencia desviada, concluye Girard, es una caricatura
trágica de la transcendencia vertical. No hay un elemento de esta mística al
revés que no tenga su correspondiente luminoso en el cristianismo. La pasión,
señala Dostoyevsky, que ponen los seres humanos en disputarse y arrebatarse
cosas o, por el contrario, en multiplicarlas, no es un triunfo de la materia, sino
un triunfo del mediador con rostro humano. En el mundo del mañana, afirman
los falsos profetas, los hombres serán dioses unos para otros, y los seres
infelices exultan ante el pensamiento de una inmensa fraternidad, sin que
lleguen a captar la ironía de su propia fórmula.
La oposición y las analogías entre las dos transcendencias se encuentra
en todos los novelistas del deseo según el Otro, ya sean cristianos o no,
concluye Girard. El vaivén estéril del orgullo y la vergüenza constituye la
dinamicidad misma del esnobismo proustiano. Nunca se despreciará tanto al
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esnob como se desprecia él a sí mismo. Por lo demás, ser esnob no es tanto
ser abyecto como huir de la propia abyección en el nuevo ser que debe
producir el esnobismo. El esnob cree siempre estar a punto de adueñarse de
ese ser y se conduce como si ya lo poseyera, de ahí que dé muestras de una
altanería insufrible. El esnobismo es una mezcla inseparable de altanería y
bajeza a la vez. Esta mezcla define nuclearmente el deseo metafísico en
Proust.
3. Metamorfosis y topología del deseo
El deseo según el Otro es siempre deseo de ser otro. Sólo hay un deseo
metafísico, pero los deseos particulares que concretan ese deseo primordial
varían hasta el infinito. También la intensidad del mismo deseo es variable. Ello
depende del grado de “virtud metafísica” que se confiera al objeto, y esta última
depende de la distancia que separa al objeto del mediador. Mientras más
cercano esté el mediador, más intensa, por un lado, es la pasión, y más se
vacía, por otro, el objeto de un valor concreto. Pero la mengua, el
adelgazamiento progresivo de la realidad no se produce sin la exasperación
que engendra el deseo. Esta ley, de aplicación rigurosa, define perfectamente
las analogías y las diferencias entre el universo de Stendhal y el de Proust. En
ambos se desea el mismo objeto, el Faubourg Saint-Germain, pero el de uno
no es el mismo que el del otro. En la época de Proust, frecuentar la antigua
nobleza no procura ninguna ventaja tangible. Si la fuerza del deseo fuese
proporcional al valor concreto del objeto, el esnobismo proustiano sería menos
intenso que la vanidad stendhaliana. Pero ocurre precisamente lo contrario. Los
esnobs de À la Recherche son seres mucho más angustiados que los
vanidosos de Le Rouge et le Noir. El mismo Stendhal no ignora esta ley cuando
escribe: “Mientras más pequeña es una diferencia social, más afectación
engendra”. Esta observación de Stendhal resulta llevada al límite en Proust y
en Dostoyevsky. Las formas más extremas de mediación interna deben
definirse como una diferencia nula que engendra un máximo de afectación. El
hombre del subsuelo representa el último estadio de esta evolución hacia el
deseo abstracto. Su anhelo furioso de hacerse invitar al banquete de Zverkov
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no puede ni siquiera interpretarse en términos de provecho material o de
ventajas mundanas.
Lo físico y lo metafísico varían siempre, en el deseo, a expensas uno del
otro. Ello puede observarse, por ejemplo, en la progresiva desaparición del
placer sexual en los estados más agudos de esta dinámica. Emma Bovary
conoce aún el placer, pues su deseo no tiene una gran intensidad metafísica.
El placer es menor en los vanidosos de Stendhal. En Proust el placer ha
desaparecido casi completamente. En Dostoyevsky ni siquiera se trata de él. Y
no es la ausencia de gozo físico lo que decepciona al héroe stendhaliano o
proustiano cuando posee al fin el objeto de su deseo. La decepción es
propiamente metafísica. El sujeto comprueba que la posesión del objeto no ha
cambiado su ser, que no se ha producido la metamorfosis deseada. El objeto
súbitamente desacralizado por la posesión y reducido a sus cualidades
objetivas es lo que provoca la famosa exclamación stendhaliana: “¡Es sólo
eso!”.
Los mediadores pueden ser múltiples, así como la mediación doble o
triple, y cada mediación proyecta su espejismo que se sucede como otras
tantas verdades que suplantan a las anteriores. Proust denomina Moi a esos
“mundos” proyectados por las mediaciones sucesivas. Esta fragmentación en
yoes monádicos alcanza en su obra su paroxismo, en donde la existencia
pierde definitivamente la unidad y la estabilidad que todavía se conservaba,
aunque amenazada, en los autores anteriores. En Proust, la multiplicación de
mediadores
engendra
una
descomposición
de
la
personalidad,
una
imposibilidad de captar la unidad de los seres y de uno mismo, como si toda
realidad fuese necesariamente el resultado de un caleidoscopio.
Cuanto más breve sea el reinado del mediador más tiránico resulta. En el
hombre del subsuelo la sucesión de mediadores es tan rápida que ya no cabe
hablar de distintos yoes. A este respecto, los intervalos de relativa calma, o de
atonía espiritual que hay en Proust, dan lugar en Dostoyevsky a una crisis
perpetua. A ello se debe ese polimorfismo del ser dostoyevskiano que han
señalado todos los críticos. Según Stendhal, la sociedad se reparte entre cinco
o seis modelos. En Proust, esa cifra da lugar a múltiples yoes. En Dostoyevsky
el demonio de Los poseídos se llama legión y se refugia en una piara de
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cerdos. Es, a la vez, uno y múltiple. Esta atomización y fragmentación de la
persona no es otra que el resultado de la mediación interna, concluye Girard. Y
ésta, mientras más inestable resulte, más pesado hará su yugo. El eclecticismo
vacío, las admiraciones excesivas y pasajeras, las modas siempre fugitivas, la
rápida sucesión de las teorías, sistemas y escuelas, la “aceleración de la
historia”, son otros tantos aspectos convergentes, para un Dostoyevsky, del
trayecto que se acaba de trazar. El subsuelo es una desintegración del ser
individual y colectivo. Dostoyevsky es el único en describir este fenómeno
situado en la entraña misma de la Historia.
Resumiendo lo expuesto, cabe decir que puede pensarse que el deseo es
objetivo o subjetivo, pero, en realidad, reposa sobre otro que valoriza los
objetos: el prójimo es el modelo de nuestros deseos. “A esto es a lo que llamo
deseo mimético” 4 . Aunque el deseo mimético no conlleve necesariamente un
carácter conflictivo, lo es, sin embargo, con mucha frecuencia. Este carácter de
oposición entre el sujeto deseante y el rival, poseedor del objeto deseado,
genera un triángulo que exaspera cada uno de sus vértices en un movimiento
repetitivo. La oposición exaspera el deseo; la imitación del deseo del prójimo
engendra la rivalidad, y ésta, a su vez, refuerza la imitación. La existencia de
un rival parece confirmar el fundamento del deseo y el valor inmenso del objeto
deseado. La imitación se refuerza, así, en el seno mismo de la hostilidad, la
cual tiende a su ocultación para parte de cada uno de los dos rivales. A su vez,
el movimiento recíproco es igualmente verdadero: al imitar el deseo del otro,
doy a éste motivos para desear lo que desea, y la intensidad de su deseo se
redobla. Al dar un modelo a mi rival, le restituyo, en cierta forma, el modelo que
me presta. Doy, así, un modelo a mi propio modelo. Idolatría del prójimo, e
idolatría de nosotros mismos son los dos polos de un mismo movimiento
circular: estamos tanto más abocados a dirigir al prójimo una adoración que se
transforma en odio, cuanto más intentamos desesperadamente adorarnos a
nosotros mismos proclamando nuestra radiante autonomía. De aquí que, en el
planteamiento de Girard, la fuente principal de la violencia entre los hombres
sea la rivalidad mimética. Envidia, celos y odio uniformizan a los que oponen, a
la vez que rehúsan ser pensados en función de las semejanzas e identidades
4
Je vois Satan tomber comme l’éclair, Grasset, 1999.
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que no cesan de engendrar. La autonomía que pensamos estar siempre a
punto de conquistar, no es, al imitar los modelos de poder y prestigio, sino una
ilusión tanto menos consciente de su mimetismo cuanto más mimética es.
4. La violencia y lo sagrado
La observaciones hechas en el ámbito literario (paso por alto su trabajo
sobre Shakespeare) conducen a Girard a una confrontación con los
planteamientos de la etnología y de las ciencias de las religiones 5 . Edipo rey, el
drama de Sófocles analizado por Girard, presenta de entrada una ventaja
significativa: se trata de una tragedia, género que se añade al de la novela; la
tragedia implica una tematización del mito y, por lo tanto, una fisura en su
continuidad, porque el mito es lo que sucede siempre y, por consiguiente,
ahora.
Entre otros elementos del mito, Girard analiza de modo pormenorizado la
cólera, que afecta en diversos momentos a tres personajes que van
compareciendo en escena, Edipo, Creonte y Tiresias, cuyo enfrentamiento
acabará desembocando en una violencia generalizada. Tebas, ciudad en la
que reina Edipo, está aquejada por la peste. Edipo ha enviado a Delfos a su
cuñado Creonte para que interrogue al oráculo sobre las causas. El dictamen
del dios Apolo es el de ejecutar o expulsar de la ciudad al asesino de Layo, el
anterior rey de Tebas. Comparece, así, el adivino Tiresias, el ciego vidente
guiado por un niño, quien se lamentará de las terribles consecuencias que
tendrá para él y para Edipo. El conocimiento progresivo acompaña al desarrollo
de la tragedia. Ya había advertido Esquilo que existe una estrecha correlación
entre el conocimiento (mathos) y el dolor (pathos). La revelación de lo
escondido lleva consigo un daño recíproco. El drama presenta una pugna en la
que ambos rivales resultan heridos, porque el mal que les afecta es común a
todos. Todos padecen el mismo mal y, en cierto modo, todos son culpables de
su aparición y extensión. De aquí que Tiresias se resista a hablar: una vez
abierta la espita de la violencia ya no es posible cerrarla sin que haya víctimas.
Edipo, el más encolerizado y el más inconsciente, se irrita hasta el punto de
5
Las páginas que siguen repiten el análisis hecho por A. Llano, op. cit.
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acusar a Tiresias de que el motivo por el que calla es ser él mismo el
responsable del crimen, lo que encoleriza a su vez a Tiresias que finalmente
estalla: “Tú eres el azote impuro de esta tierra… Tu eres el asesino que se está
investigando”. Sigue una violenta confrontación verbal entre uno y otro, en la
que Edipo intenta implicar a Creonte, pero Tiresias, en un paso decisivo hacia
el fondo de la cuestión, le contesta: “Creonte no es ningún dolor para ti, sino tú
mismo”. Surge, así, la segunda oposición violenta, entre Edipo y Creonte, que
se constituyen en un nuevo par de rivales. Es el originario problema del doble,
que tampoco está ausente en Dostoyevsky, desdoblamiento que pertenece
desde la noche de los tiempos a la esencia de la violencia mitologizada en el
sacrificio. Calasso lo sintetiza así en sus estudios sobre la mitología hindú:
El fundamento del sacrificio está en lo siguiente: cada uno de
nosotros es dos, y no uno. No somos un ladrillo compacto, sino que cada
uno de nosotros es los dos pájaros de los Upanishad, en la misma rama
del árbol cósmico; uno come, el otro mira al que come. El engaño
sacrificatorio, que sacrificante y víctima sean dos personas y no una, es la
deslumbrante e insuperable revelación sobre nosotros mismos, sobre
nuestro doble ojo.
Edipo acusa de envidia y ambición a Creonte y a Tiresias, y éste revela la
segunda parte fatal de su secreto: que aquél es, a la vez, hermano y padre de
sus propios hijos, hijo y esposo de su mujer, así como asesino de su padre.
Girard señala que lo importante no es que comparezca en el centro del drama
un tema sexual. Parricidio e incesto no están vinculados por un misterioso
vínculo, sino que son formas de violencia que podrían ser sustituidas por otras.
Lo que ha sucedido es la oposición frontal entre dos personajes de sangre real,
Layo y Edipo, a la que se remiten todas las demás, que compiten por el poder y
que viene de muy atrás: se origina antes de que Edipo naciera y se perpetúa
después de la muerte de Layo. La mancha que Tiresias y el pueblo de Tebas
ven en Edipo es la indiferenciación, el gran enemigo de la paz y el orden de
una comunidad. Layo y Edipo tienden a indiferenciarse, componen un doble. El
infanticidio frustrado, el parricidio y el incesto son crímenes horribles
precisamente porque fomentan la confusión, que se expande como la peste y
constituye su última causa. La fatalidad no irrumpe súbitamente en la tragedia.
Ha estado soterrada desde el comienzo; Edipo se ve sometido al sino de una
culpabilidad de la que ni siquiera es consciente. Todas las miradas del pueblo
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de Tebas se dirigen a él exigiéndole que asuma la responsabilidad de la plaga
que padecen. Con independencia de los hechos concretos, ha sido elegido de
antemano como víctima propiciatoria. Culpabilidad que Edipo termina
asumiendo. Yocasta se suicida y Edipo se saca los ojos; pide a Creonte que se
le destierre de Tebas, con la seguridad de que no le matarán, porque él es una
víctima.
Girard señala a este respecto que la tragedia no sobreviene por causa de
hechos terribles, sino que tales hechos se relatan como acontecidos porque
nos encontramos dentro de un mito prefijado, en el que todos los males se
deben concentrar en la víctima propiciatoria:
Después de haber oscilado entre los tres protagonistas, la acusación
decisiva acaba por fijarse sobre uno de ellos. De igual manera habría
podido fijarse sobre otro, o no fijarse en ninguno… La acusación que a
partir de ahora pasará por verdadera no se diferenciará en nada de las que
pasarán por falsas, salvo que ninguna voz se levanta ya para contradecir
nada de lo dicho. Una versión especial de los acontecimientos acaba por
imponerse; pierde su carácter polémico para convertirse en la verdad del
mito, en el propio mito. La fijación mítica debe definirse como un fenómeno
de unanimidad. Allí donde dos, tres, mil acusaciones simétricas e
invertidas se cruzaban, predomina una sola de ellas, y en torno a ella todo
el resto calla. El antagonismo de cada cual contra cada cual es substituido
por la unión de todos contra uno.
Según Girard, lo que confiere un carácter modélico a este mito y un valor
antropológico perdurable es que en él se produce y se solventa una crisis
sacrificial:
En la crisis sacrificial, todos los antagonistas se creen separados por
una diferencia formidable. En realidad, todas las diferencias desaparecen
paulatinamente. En todas partes aparece el mismo deseo, el mismo odio,
la misma estrategia, la misma ilusión de formidable diferencia en una
uniformidad cada vez más total. A medida que la crisis se exaspera, todos
los miembros de la comunidad se convierten en gemelos de la violencia.
Podemos decir que unos son los dobles de otros. […] Si la violencia
uniforma a los hombres, si cada cual se convierte en el doble o en el
gemelo de su antagonista, si todos los dobles son idénticos, cualquiera de
ellos puede convertirse en cualquier momento en el doble de todos los
demás, es decir, en objeto de una fascinación y un odio universales. […]
Una sola víctima puede sustituir a todas las víctimas potenciales, a todos
los hermanos enemigos que cada cual se esfuerza en expulsar, esto es, a
todos los hombres sin excepción, en el interior de la comunidad.
El paso decisivo para que la violencia recíproca pase a convertirse en violencia
sagrada, lo que Girard denomina “crisis sacrificial”, consiste en que la violencia
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de todos se convierta en violencia de todos contra uno. Se trata,
aparentemente, de un mecanismo de sustitución, en virtud del cual, al
personificar en un solo individuo el malestar difuso, ya no es preciso mirar a
todas partes: un solo rostro concentra la atención. Pero se trata de algo más,
de un proceso inequívocamente religioso. Girard aplica aquí el axioma
fundamental de Durkheim, que el nexo social procede del ámbito religioso,
aunque el paso dado por Girard estriba en incorporar algunos datos
fundamentales como el paso del tiempo, la muerte, el hambre, la deseabilidad
en elementos del conflicto mimético que desemboca en la violencia del
sacrificio:
Para que la sospecha de cada cual contra todos se convierta en la
convicción de todos contra uno solo, no hace falta nada o muy poco. El
indicio más ridículo, la más ínfima presunción, se comunicará de unos a
otros (por el proceso mimético) a una velocidad vertiginosa y se convertirá
casi instantáneamente en una prueba irrefutable. La convicción tiene un
efecto acumulativo, y cada cual deduce la suya de la de los demás bajo el
efecto de una mímesis casi instantánea. La firme creencia de todos no
exige otra comprobación que la unanimidad irresistible de su propia
sinrazón.
Lo que inicialmente era una relación bilateral de dobles, se hace multilateral,
para después polarizarse en un solo foco. Un aspecto específico de este
proceso es la indiferenciación, una completa superación de las diferencias que,
por una parte, parece calmar los odios que estas diferencias generan, pero
que, por otra parte, las exasperan al hacerlas completamente intercambiables.
En Masa y poder, Elias Canetti señala este mismo fenómeno:
En el interior de la masa reina la igualdad. Se trata de una igualdad
absoluta e indiscutible y jamás puesta en duda por la masa misma. Posee
una importancia tan fundamental que se podría definir el estado de la masa
directamente como un estado de absoluta igualdad. Una cabeza es una
cabeza, un brazo es un brazo. Las diferencias entre ellos carecen de
importancia. Uno se convierte en masa buscando esta igualdad. Se pasa
por alto todo lo que puede alejarnos de este fin.
En el origen de los mitos, tanto en los más primitivos como en los
culturalmente elaborados según aparecen en la literatura griega, suele
registrarse un estado de confusión, tanto cósmica como social. La
indiferenciación típica de los gemelos (donde la identidad se lleva a cabo en el
odio de lo idéntico), instintivamente considerada como peligrosa, parece
transmitirse a la propia naturaleza. Hombres y animales no están tajantemente
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distinguidos entre sí, y proliferan los monstruos procedentes del injerto de unas
especies en otras. La indiferenciación reina por doquier, según advirtió LéviStrauss. Es la idea del caos original, presente en casi todas las teogonías y
cosmogonías. Los seres inicialmente indiferenciados luchan entre sí para
diferenciarse mutuamente. Como señala el mismo Girard, este tema se
encuentra especialmente desarrollado en los textos postvédicos de la India
brahmánica.
Cuando la indiferenciación mimética y el caos se establecen por doquier,
cuando impera el completo desorden, el mito introduce una reestructuración en
la cultura de un pueblo, reestructuración que supone el máximo de
desestructuración. En este punto se inserta el análisis de Girard al postular la
elección de una víctima propiciatoria como elemento clave en el análisis de una
crisis sacrificial. El ser que carga con las culpas de todos —ya sea persona,
animal o cosa— unifica de nuevo a la comunidad, le confiere la referencia
perdida. “Todos los rencores dispersos en mil individuos diferentes, todos los
odios divergentes, convergirán a partir de ahora en un individuo único, la
víctima propiciatoria”. Cualquier comunidad afectada por una grave desgracia
—real o presunta—activará una descarga que transfiera a otro la causa del mal
que la aqueja. De aquí que se entregue en una acción que pasa de la
desesperación al entusiasmo a la caza de un chivo expiatorio 6 , denominación
tomada del Levítico que Girard ha popularizado en el ámbito de las ciencias
sociales, aunque el sentido usual no parece presentar las connotaciones
sacrificiales que adquiere en la etnología, y tampoco las tiene en el texto del
Levítico, donde aparece descrita la figura por primera vez. La diferencia de los
textos bíblicos respecto de cualquier otro radica en la imposibilidad de trasladar
este esquema al judaísmo y al cristianismo, puesto que en ellos se rechaza
drásticamente esta injusticia primordial, consistente en descargar sobre una
víctima, seleccionada por algún motivo extrínseco, las culpas —presuntas o
reales— de los miembros de una colectividad.
La locución chivo expiatorio ha adquirido el doble sentido de institución
ritual y de mecanismo psicosociológico inconsciente y espontáneo. Conjunción
semántica que parece contener cierta paradoja, porque lo ritual y lo espontáneo
6
Des choses cachées depuis la fondation du monde, Grasset, 1978.
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suelen entenderse como incompatibles entre sí. La expresión chivo expiatorio
añade un matiz decisivo a la expresión víctima propiciatoria. Se trata de la
inocencia del elegido para cargar con el mal de la comunidad y de la injusticia,
al menos material, de esa elección, acompañada en muchas ocasiones por la
aceptación de esa atribución por parte de la víctima, incluso en los casos en los
que ella sabe que no es culpable de aquello de lo que se le acusa. No es
culpable, pero la han hecho culpable, y así acaba por considerarse.
La selección de los chivos expiatorios responde a una serie de rasgos
victimarios, de signos que sirven para identificar al transgresor y elegirle como
objeto de una especie de linchamiento, en el que suele procurarse que
participe toda la comunidad, al menos simbólicamente. De manera general,
cabe decir que las víctimas preferenciales proceden de cualquier ser de
excepción. Todos los pueblos tienen tendencia a rechazar, con uno u otro
pretexto, a los individuos que escapan a su concepción de lo normal y
aceptable. En la actualidad podríamos decir que resultan rasgos victimarios
todos aquéllos que indican la pertenencia a una minoría racial o religiosa; no
hace mucho, aquéllos que tuvieran alguna tara física. Pero es muy significativo
el papel que desempeña el extranjero en muchas narraciones míticas de todo
el mundo; a este respecto, Girard analiza tres mitos 7 , dos de ellos estudiados
ya por Lévi-Strauss (El totemismo en la actualidad), uno perteneciente a la
sociedad de los indios Ojibwa, en el norte de los grandes lagos
norteamericanos; el otro de la tribu de los Tikopa, en el océano Pacífico, y otro
de una tribu del norte de Brasil, en donde la indiferenciación desemboca en la
crisis sacrificial a partir de la presencia de un extranjero. Girard estudia este
mismo proceso a partir de los distintos ritos de paso, incluidos los del mundo
medieval, que no son propiamente mitos.
La concepción ilustrada de la sociedad considera absurdo que una
multitud de personas crean realmente que limpian su culpa, que restablecen el
orden y la justicia, si logran encontrar un responsable que cargue con la
responsabilidad de todos; sin embargo, eso es lo que los mitos nos están
diciendo de continuo. Ahora bien, resulta ingenuo ignorar que eso mismo
sucede en nuestros días. Como señala Llano, conviene recordar los casos de
7
La voix méconnue du réel, Grasset, 2002.
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violencia colectiva recientes que siguen desencadenándose espontáneamente
en comunidades en crisis, los pogroms, ajustes de cuentas, linchamientos,
procesos de limpieza y/o de depuración étnica, los procedimientos de justicia
expeditiva y sumarísima. Violencias colectivas que se justifican a sí mismas
con acusaciones de tipo edípico —parricidio, incesto, infanticidio— o de índole
revolucionaria —tiranía, esclavitud, robo, corrupción, colaboracionismo—.
Basten, sin ir más lejos, los bombardeos sobre ciudades alemanas llevados a
cabo por los Aliados durante los dos últimos meses de la Segunda Guerra
Mundial, incluso algún tiempo después de firmado el armisticio, con un total de
600.000 víctimas, sin que las operaciones del área bombardeada tuvieran
ningún valor estratégico: los calcinados por las bombas eran alemanes, por lo
tanto, culpables. Según indica Girard,
el mecanismo de la violencia recíproca puede describirse como un
círculo vicioso; una vez que la comunidad ha penetrado en él, ya resulta
imposible la salida. Cabe definir este círculo en términos de venganza y
represalias; cabe dar de él diferentes descripciones psicológicas. Mientras
exista en el seno de la sociedad un capital acumulado de odio y
desconfianza, los hombres no dejarán de vivir de él y de hacerlo fructificar.
[…] De manera más general, hay que reconocer a la violencia un carácter
mimético de tal intensidad que la violencia no puede morir por sí misma
una vez que se ha instalado en la comunidad.
De aquí que la violencia acabe siempre por remitirse a un origen sagrado como
forma presuntamente definitiva de desactivarla. A este respecto, von Balthasar
observa: “el sacrificio como sacer encarna lo sacral, que es esencialmente
ambiguo, aquella sustancia misteriosa que (como violencia) penetra todo, pero
que debe asimismo ser mantenido a distancia, proscrito y pacificado” 8 . Ahora
bien, esta operación, que constituye el fundamento mismo del rito, que
actualiza y perpetúa el desenlace sacrificial, tiene mucho de perverso, ya que,
en el mismo movimiento, lo sagrado se ha convertido en algo esencialmente
violento; en este esquema, que es propiamente el del mito, lo sagrado supera
la violencia conservándola, la elimina por asimilación, y produce, de esta
suerte, una especie de catarsis colectiva. Este es de nuevo el cometido del rito:
un mecanismo estereotipado de carácter mítico, en el que se pretende
reproducir lo más fielmente posible el sacrificio que, en su día, rodeado de un
8
Teodramática (vol. IV).
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aura fundacional, salvó a la ciudad del peligro de autodestrucción y le aportó
las características culturales que hoy la identifican. El rito no es, así, sino la
perpetuación y actualización del sacrificio fundador, la vigencia del propio mito.
A este respecto es muy ilustrativa la figura griega del pharmakos
ateniense, término sumamente ambiguo, pues en griego puede significar tanto
veneno como medicamento, asociada a elementos preferentemente extraños a
la comunidad, vagabundos o mendigos, a quienes la ciudad alimentaba para
utilizarlos cuando fuera necesario, y a quienes se les atribuía la mancha
infamante. La necesidad de externalizar la violencia sagrada responde al temor
de que, si se ejerce sobre algún miembro de la comunidad, dé lugar a un
proceso interminable de venganzas y revanchas. Como señala Girard, el
pharmakos, a quien se paseaba por toda la ciudad para que produjera como un
drenaje de todas las impurezas que pudieran ser raíz de violencia y de
desorden, al igual que el propio Edipo, tenía una doble connotación:
por una parte se le ve como un personaje lamentable, despreciable y
culpable; aparece condenado a todo tipo de burlas, de insultos y de
violencias. Por otra parte, se le rodea de una veneración casi religiosa:
desempeña el papel principal en una especie de culto. Esta dualidad refleja
la metamorfosis de la que la víctima ritual, a continuación de la víctima
originaria, debiera ser el instrumento; debe atraer sobre su cabeza toda la
violencia maléfica para transformarla, mediante su muerte, en violencia
benéfica, en paz y fecundidad.
Éste es el último paso de la estructura mítica en el análisis de Girard, la
divinización del chivo expiatorio y su culto actualizado mediante el rito. Von
Balthasar (op. cit.) sintetiza así esta dimensión nuclear de la teoría mimética
girardiana:
El esquema primitivo de la inmolación del chivo expiatorio se
encuentra en la base de todos los mitos, de forma más o menos velada,
pero también, lo que es más importante, en la base de todo ritual, pues,
efectivamente, el ritual es la regulación originaria de una “crisis sacrificial”
que se va repitiendo periódicamente cuando, en un grupo, tras una
temporada relativamente en calma, pugna por desembarazarse y salir a
flote un nuevo período de violencia mimética. Entonces el rito brinda la
solución siguiente: la elección unánime de una víctima para ofrecerla a la
divina violencia enojada (al principio fue una víctima humana,
posteriormente una víctima animal, adecuada en lo posible al hombre).
Todos los ritos, incluso todas las prohibiciones (incesto) y prescripciones
rituales, hasta el canibalismo, remiten a la repetición catártica del drama
del chivo expiatorio.
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Es la propia fuerza religiosa del rito lo que hace de un inocente un culpable,
para toda la comunidad y para sí mismo. De la atribución y aceptación de su
maldad, surge un gran bien para el pueblo. La índole sagrada del mito se
actualiza en el rito y revierte sobre la víctima sacrificada.
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Los mitos y Jung
(Rosario Scrimieri Martín)
Introducción
En su autobiografía Recuerdos, sueños, pensamientos, Jung, al explicar
la dinámica de su obra, señala el momento crucial en el que se le plantea como
exigencia ineludible el conocimiento y el estudio de los mitos. Se trata del
momento que precede y prepara la escritura de su obra Símbolos de
transformación, publicada en 1912. Es el momento en que su relación con
Freud entra en crisis, crisis que desemboca en ruptura precisamente con la
publicación de ese libro, cuyos contenidos se desmarcan claramente de la
doctrina de Freud. En ese tiempo que precede a 1912, la relación de Jung y de
Freud es muy intensa. Hacen juntos en 1909 un viaje a EE.UU., que duró siete
semanas y Jung narra cómo, estando juntos todos los días, analizaban
mutuamente sus sueños.
En ese tiempo, Jung tiene sueños de significado colectivo, con gran
material simbólico. Especialmente uno de ellos fue de gran importancia para él
pues le sugirió, según sus propias palabras, por vez primera, el concepto de
inconsciente colectivo al tiempo que constituyó una especie de introducción a
su libro Símbolos de transformación. Jung narra cómo lo que particularmente
interesó a Freud de ese sueño fueron los dos cráneos que aparecían en la
zona subterránea y más profunda de la casa, y cómo una y otra vez volvía a
hablar de ellos, insinuando a Jung que tratara de hallar un deseo en relación
con los mismos. “Naturalmente —escribe Jung— yo sabía exactamente por
dónde iba Freud: que en ellos se ocultaban deseos de muerte”. Pero Jung
narra cómo se opuso a tal interpretación aunque todavía no confiara
suficientemente en sus propias opiniones como para poder confrontarlas con
Freud; así que decidió contestarle con una mentira. Era plenamente consciente
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de que su proceder no era irreprochable pero todavía no estaba preparado
para confesar abiertamente a Freud sus ideas: el abismo que se abría entre
ambos era demasiado grande, dice Jung. A él, sin embargo, le interesaba
hallar el verdadero sentido del sueño (1994: 168).
Veamos cómo el sueño daba respuesta a las preguntas que en aquel
momento preocupaban a Jung. En primer lugar, le resultaba evidente que la
casa representaba su estado de conciencia en ese momento con sus
complementos hasta entonces ignorados. La consciencia estaba representada
por la sala de estar: se notaba que estaba habitada a pesar del estilo ya
pasado de sus muebles rococó. En la planta baja comenzaba lo inconsciente.
Todo era mucho más antiguo, con características del renacimiento y de la edad
media. Cuanto más descendía el soñante tanto más extraño y oscuro se volvía
todo, hasta finalmente llegar a una pequeña gruta donde halló huesos y vasijas
rotas, y dos cráneos semidestruidos: restos de una cultura primitiva, el mundo
de los primeros hombres que apenas puede ser iluminado por la consciencia, el
alma primitiva del hombre, lindante con la vida del alma animal. En el sueño,
por tanto, se retrocedía hasta los fundamentos de la historia de la cultura y
mostraba los estados de consciencia sucesivos. Representaba algo así como
un diagrama estructural del alma humana, una premisa de naturaleza
completamente impersonal. El sueño se convirtió para Jung en una imagen
directriz que en los siguientes años se confirmaría de un modo desconocido
para él. Tuvo el presentimiento de una psique colectiva, a priori de lo personal,
que al acrecentar su experiencia y conocimientos reconoció como las formas
instintivas, como los arquetipos (1994: 170).
Nos hallamos de este modo ante una de las primeras diferencias que
separan el pensamiento de Jung del de Freud. Para Freud —al que Jung
reconoce el gran mérito de haber demostrado empíricamente la existencia de la
psique inconsciente que anteriormente sólo existía como postulado filosófico,
concretamente en la filosofía de Carl Gustav Carus y Eduard von Hartmann—
lo inconsciente es sólo de naturaleza personal, es el lugar donde se reúnen
todos los contenidos reprimidos y olvidados por la consciencia, aunque, por
otra parte, observa Jung, Freud ya vio el carácter arcaico-mitológico de lo
inconsciente y a lo largo de sus trabajos posteriores fue matizando su concepto
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de lo inconsciente personal (2002: 3).
Según Jung, en cambio, la capa superficial de lo inconsciente personal
“descansa sobre otra más profunda que ya no procede de la experiencia
personal ni constituye una adquisición propia, sino que es innata. Esa capa
más profunda es lo llamado inconsciente colectivo” (2002: 4). Jung observa que
eligió el término “colectivo” porque tal inconsciente no es de naturaleza
individual sino general, es decir, a diferencia de la psique personal, tiene
contenidos y formas de comportamiento que son iguales cum grano salis en
todas partes y en todos los individuos. “Es, con otras palabras, idéntico a sí
mismo en todos los hombres y por eso constituye una base psíquica general de
naturaleza suprapersonal que se da en cada individuo” (ibid.).
Pero a la vez Jung era consciente de que la existencia de contenidos
psíquicos sólo se comprueba a partir de que esos contenidos sean susceptibles
de pasar a la consciencia, por lo que añade que solamente se puede hablar de
inconsciente en la medida en que resulte posible hacerlo patente. Desde la
perspectiva de lo inconsciente personal, se trataría de hacer patentes o
conscientes los contenidos que forman la intimidad personal de la vida anímica,
los llamados complejos sentimentalmente acentuados; y desde la perspectiva
de lo inconsciente colectivo, se trataría de hacer patentes o conscientes los
llamados arquetipos (ibid.). Es decir, para Jung el contenido de lo inconsciente
colectivo lo constituyen los arquetipos.
Retornando al sueño mencionado, Jung narra cómo ese sueño le produjo
un efecto especial: despertó su antigua afición por la arqueología. Al regresar a
Zurich lee de un modo apasionado diversas obras sobre los mitos, entre ellos,
el libro de Creuzer, Symbolik und Mythologie des alten Völker:
Leía como obsesionado y me abrí paso con apasionado interés por
entre montañas de cuestiones mitológicas y finalmente también de
cuestiones gnósticas. Terminé en una confusión total. […] Me sentí como
en un manicomio imaginario y comencé a analizar y “tratar” a los
centauros, ninfas, dioses y diosas como si fueran mis pacientes. En este
trabajo no pude menos de descubrir fácilmente la próxima relación de la
mitología antigua con la psicología de los primitivos, lo cual me exigió un
posterior estudio intensivo (1994: 171).
De estas palabras se deduce, entre otras cosas, que Jung no era un mitólogo
en el sentido estricto del término, sino que los mitos le interesaban desde la
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perspectiva del médico, del sanador de la psique, personal y colectiva: “la
múltiple repetición del relato mitológico significa la anamnesis terapéutica de
contenidos, que, por razones que en un principio no resultan evidentes, no
deben perderse” (2002: 248). No importa, en principio, que no se comprenda el
mito:
El hombre —observa Jung— pocas veces comprende sólo con la
cabeza, sobre todo el hombre primitivo. El mito, en virtud de su
numinosidad, produce un efecto directo en lo inconsciente, haya sido
comprendido conscientemente o no (2002: 252).
En este sentido, al hablar de la figura del trickster (el tramposo,
embaucador, truhán) —una figura presente en las tradiciones eclesiásticas
carnavalescas medievales de la Europa occidental, y que en sentido
psicológico representa el estado primitivo del ser humano, cuando comienza a
desprenderse de los signos de la más honda falta de consciencia (la brutalidad,
la crueldad, la estupidez)—, Jung observa que la pervivencia de ese mito y de
los relatos que le atañen puede explicarse por razones de utilidad pues el
trickster “pone de manifiesto la desvalorización del antiguo estado de
inconsciencia” (2002: 475):
Nada pertenece al pasado —observa Jung—, ni siquiera los pactos
de sangre con el diablo. Hacia fuera tal vez se haya olvidado pero hacia
dentro, no. […] Hacia fuera se es una especie de hombre civilizado, y por
dentro, primitivo. En el hombre hay una parte que no está dispuesta a
desprenderse realmente de los comienzos, y otra que cree haber superado
hace tiempo todo eso en todos los aspectos (2002: 253-254).
El trickster constituye un aspecto del arquetipo de la sombra colectiva, el
conjunto de todos los rasgos inferiores del carácter que se han refugiado en lo
inconsciente, y que están dispuestos a reaparecer a la mínima ocasión
favorable por lo menos en forma de proyección en el otro, volviendo a resurgir
ese mundo oscuro y primitivo en el que puede suceder —incluso en el más alto
grado de civilización— todo lo que caracteriza a dicha figura. Desde esta
perspectiva, explica Jung, se puede entender por qué este mito se ha
mantenido y ha continuado desarrollándose, frente a la obstinada tendencia a
olvidarlo e incluso frente a la tendencia que tiene el hombre a eufemizar sus
orígenes (recordar el mito de la edad de oro). Ese mito “pone a la vista del
individuo, en un estadio superior de desarrollo, el bajísimo nivel moral e
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intelectual de tiempos pretéritos para que no olvide cómo fue ayer” (2002: 251).
Su explicación —dice Jung— “es algo difícil por estar actuando sobre él mismo
dos tendencias opuestas: por un lado, la de salir del antiguo estado y, por otro,
la de no olvidarlo”, ya que “no olvidar significa lo mismo que mantener en la
consciencia. Si el enemigo desaparece de mi campo visual, entonces es
peligrosamente posible que lo encuentre detrás de mí” (ibid.).
Nada pertenece al pasado, dice Jung, y en este sentido, en el comienzo
de su libro Símbolos de transformación, de acuerdo con el camino trazado por
Freud, declara que Edipo sigue viviendo, haciendo la observación de cómo
desde la época de esplendor de la cultura griega hasta nosotros sólo han
transcurrido unas ochenta generaciones (1982: 52).
Las consideraciones e interpretaciones de Jung sobre los mitos aparecen,
por consiguiente, siempre inscritas en sus estudios e investigaciones sobre la
naturaleza de la psique, los arquetipos, los complejos, los casos y procesos
sufridos por sus pacientes, como ocurre en Símbolos de transformación, libro
escrito como un intento de comprensión e interpretación de las fantasías y
visiones de una joven norteamericana que se presenta bajo el pseudónimo de
Miss Miller. Justamente, en la situación mencionada de lectura apasionada de
los mitos llegó a manos de Jung el trabajo de esta joven, titulado Quelques faits
d’imagination créatice subconsciente (1906), material donde se recogen
fantasías generadas por una actividad exclusivamente inconsciente. Jung
enseguida quedó impresionado por el carácter mitológico de las mismas,
produciendo en él el efecto de un catalizador para sus ideas, todavía
estancadas y desordenadas, y narra cómo progresivamente surge de aquéllas
así como de su conocimiento de los mitos el libro Símbolos de transformación
(1994: 171).
1. El libro Símbolos de transformación
Detengámonos en este libro porque es decisivo para comprender, por lo
menos de una manera general, las diferencias que llevan a la ruptura entre
Freud y Jung, y también para comprender por qué, para qué y cómo Jung
estudia los mitos. Empezando por lo último, Jung en el prólogo a la segunda
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edición del libro deja claro que el copioso material comparativo mitológico que
aplica al análisis e interpretación de las fantasías de Miss Miller no responde al
propósito de formular hipótesis mitológicas: “no era esa mi intención; de lo
contrario habría acometido la tarea de analizar un mito o todo un sector de
mitos, digamos, por ejemplo, un ciclo hindú” (1982: 24), y aclara el carácter
auxiliar que el mito cumple en su investigación psicológica:
Si al llevar a cabo este trabajo coloqué toda suerte de mitologemas
bajo una luz que hace resaltar tangiblemente su sentido psicológico, ello
no es más que un resultado secundario, que en modo alguno pretende
constituirse en teoría general del mito. La verdadera intención de esta obra
se limita al estudio, lo más profundo posible, de todos los factores de la
historia del espíritu que confluyen en un producto involuntario de la
fantasía individual. Aparte de las fuentes evidentemente personales, la
fantasía creadora dispone del espíritu primitivo, olvidado y sepultado desde
hace mucho tiempo, con sus imágenes extrañas que se expresan en las
mitologías de todos los pueblos y épocas. El conjunto de esas imágenes
forma lo inconsciente colectivo, heredado in potentia por todo individuo
(ibid.).
En las Palabras finales del libro, Jung vuelve a plantear la necesidad de la
clase de conocimientos que debe poseer un médico que quiere practicar una
psicoterapia entendida no como una teoría, sino como una ciencia del alma. En
este sentido, Jung deja traslucir claramente su tristeza ante el caso de Miss
Miller, a la que nunca conoció ni trató personalmente, y que representa el
ejemplo clásico de una manifestación de lo inconsciente que se anticipa a una
grave perturbación psíquica, pero cuya existencia no demuestra que tal
perturbación debiera producirse necesariamente: “Si yo hubiera tratado a Miss
Miller —dice Jung— habría tenido que comunicarle algo de lo que figura en
este libro, para así educar su conciencia a fin de que hubiese podido captar los
contenidos de lo inconsciente colectivo”, pues “en ningún caso basta la
psicología orientada de modo personalista exclusivamente” (1982: 439). Ni
Miss Miller ni el médico que la trató supieron comprender el significado de las
fantasías y vivencias visionarias que ella tuvo. Como tendremos ocasión de
explicar cuando hablemos del símbolo, lo que quiere decir Jung con sus
palabras es que él hubiera mediado para suprimir la disociación incipiente entre
el yo consciente y los contenidos que a éste se le imponían procedentes de lo
inconsciente, ayudando así a la joven norteamericana a elaborar las imágenes
y fantasías para su transformación en símbolos, es decir, en imágenes
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integradas en la consciencia, y en imágenes integradoras de la conciencia.
Para ello habría sido de extrema utilidad el conocimiento del significado de los
mitos con los que se podían relacionar las imágenes de sus fantasías, verlas
como representaciones simbólicas de la dinámica del propio inconsciente,
urgiendo hacia la ampliación y al crecimiento de la conciencia.
El libro, hemos dicho, significó la ruptura entre Freud y Jung. Veamos los
puntos que el propio Jung recoge en el mismo como causantes de esa ruptura
y que tienen que ver también con el diferente modo que cada uno de ellos tenía
de relacionarse con el mito. Seguiré a este respecto las consideraciones que
hace el propio Jung en el prólogo de la cuarta edición, de 1948, es decir, treinta
y seis años después de su publicación. Precisamente Jung se da cuenta, con la
distancia del tiempo, de que la precipitación con la que escribió ese libro se
debió al apremio que en aquel momento ejercían “todos aquellos contenidos
psíquicos que no podían ser recogidos en la impetuosa estrechez de la
psicología y concepción del mundo freudianas” (1982: 15). “El marco
conceptual en que Freud tenía el fenómeno psíquico parecíame de una
estrechez inaceptable”; a este propósito, Jung alude al causalismo reductivo de
la postura general de Freud, a que este investigador hiciera caso omiso de la
tendencia finalista de todo acontecer psíquico, tendencia que Jung reconoce
inherente a los contenidos del símbolo y del mito; la actitud de Freud, Jung la
atribuye al racionalismo y materialismo científico de fines del siglo XIX.
Jung habla también del personalismo de la tendencia de Freud, paralela
al individualismo de esa misma época, una postura que no dejaba margen para
los datos objetivos e impersonales. Al ir examinando las fantasías de Miss
Miller, Jung se esfuerza por demostrar que los contenidos que afloran a la
consciencia de la joven son componentes que ya no pueden explicarse sólo en
razón de su experiencia personal, de sus vivencias subjetivo-personales,
almacenadas en la memoria de lo inconsciente personal, sino que obedecen a
una dinámica subyacente más profunda, de carácter impersonal propia de lo
inconsciente colectivo. En las fantasías de la joven, aparte de las fuentes
evidentemente
personales,
emergían
contenidos
del
espíritu
primitivo,
sepultado desde largo tiempo, que se expresan con imágenes que se pueden
relacionar con las mitologías de todos los pueblos. El contenido esencial del
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libro, por tanto, consiste en comparar esas fantasías con un copioso material
mitológico, especialmente relacionado, desde el punto de vista psicológico, con
la representación del tránsito de la edad indiferenciada infantil a la edad de la
consciencia adulta, lo que Jung denomina proceso de individuación, y que tanto
en las fantasías de la joven como en el material mitológico comparado tienen
en la figura del héroe y en los procesos de renacimiento su representación
ideal.
En todos los materiales míticos utilizados, directa o indirectamente
relacionados con las fantasías de Miss Miller, Jung hace resaltar el sentido
prospectivo de los mismos, su finalidad de representar la dinámica de la
energía de lo inconsciente hacia su canalización e integración con la
consciencia para producir el desarrollo y la ampliación de la conciencia y crear
una nueva personalidad y vida anímica. Este carácter finalista o prospectivo de
todo fenómeno psíquico y, por tanto, de las imágenes que conforman el
símbolo y el mito, lo pone en evidencia Jung desde el mismo comienzo de su
libro a través de la mención de la historia del abate Oegger, referida por A.
France en Jardin d’Epicure, un clérigo preocupado obsesivamente por el
destino de Judas. ¿Había sido éste realmente condenado al infierno para
siempre o Dios lo había perdonado? Oegger se apoyaba para defender la
segunda posibilidad en el hecho de que Judas había sido un instrumento
necesario de la redención, sin cuya ayuda la humanidad no se habría salvado,
y, por tanto, Dios de ningún modo podía haberlo condenado. Finalmente
Oegger logró una señal divina que le aseguró que Judas se había redimido y a
partir de ese momento se dedicó a predicar el evangelio de la infinita
misericordia de Dios.
Pero, se pregunta Jung, ¿por qué el abate se torturaba con la vieja
leyenda de Judas? La respuesta se comprenderá enseguida. En su recorrer el
mundo predicando el evangelio de la misericordia, al cabo de algún tiempo, el
abate abjuró del catolicismo y se convirtió a la doctrina de Swedenborg. Y aquí
hallamos no sólo el porqué de sus fantasías ―él mismo era el Judas que
traicionó a su señor―, sino también el para qué: mediante la solución del
problema del apóstol traidor quería abrirse paso hacia la libertad a la vez que
salvaguardaba su relación con Dios, gracias a las supremas misericordia y
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bondad divinas (1982: 57).
Mediante la utilización de materiales míticos, dice Jung, se nos revelan,
por tanto, tendencias de la propia personalidad todavía no reconocidas o que
en un momento dado dejan de serlo. Por lo común se tratará de tendencias
consideradas inmorales o prohibidas o imposibles, y frente a cuya entrada la
conciencia opone la más enérgica resistencia. El abate Oegger nunca habría
podido haber admitido que él terminaría desempeñando el papel de Judas. De
un modo consciente —y esto es muy importante pues la actividad con las
imágenes simbólicas y míticas ha de integrar el polo consciente de la psique—
reflexionaba sobre lo incompatible que era la condenación de Judas con la
bondad de Dios. Pero paralelamente a esa reflexión subyacía una finalidad,
una causa final de carácter inconsciente: dado que él quería o debía ser otro
Judas, se aseguraba de antemano la bondad de Dios. Para Oegger Judas se
había convertido en el símbolo de su propia tendencia inconsciente y se servía
de su imagen para reflexionar sobre su propio conflicto, ya que la
conciencialización de éste le habría resultado demasiado dolorosa. Jung afirma
y defiende, por tanto, la dinámica prospectiva y finalista del mito concluyendo
que, a nivel colectivo, tiene que haber mitos típicos, verdaderos instrumentos
que sirvan a los pueblos para elaborar sus complejos psicológicos y sus
conflictos (ibid.), y menciona, citando a Buckhard, el mito de Edipo para los
griegos y el de Fausto para el pueblo alemán.
En el caso de las fantasías de Miss Miller, Jung también descubre una
dinámica prospectiva, una finalidad que, sin embargo, y para su desgracia, ni
ella ni los médicos que la trataron supieron ver. A diferencia del abate Oegger,
sus fantasías debían su existencia a una actividad exclusivamente inconsciente
que no pudo ser integrada con la consciencia. De un modo muy sintético, se
podría decir que las fantasías de Miss Miller preparaban o anunciaban una
dinámica de crecimiento o ampliación de la conciencia que no fue
comprendida; en lo inconsciente de la joven se libraba una lucha por la
independencia, su mundo infantil quería desaparecer para ser sustituido por la
fase adulta y en esa lucha se manifiesta como imagen primordial la figura del
héroe que en la fantasía de la joven adopta la forma de un indio azteca, al que
llama Chivantopel, inspirado en Hiawatha, el héroe indio del poema de
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Longfellow, autor al que la joven cita expresamente y texto en el que Jung
encuentra un tesoro de temas mitológicos: Hiawatha es un redentor, marcado
por los rasgos de su nacimiento milagroso, precoces hazañas y el sacrificio en
aras de sus semejantes (1982: 321). El significado teleológico del héroe
responde pues a la necesidad de concentrar y canalizar la energía para
conducirla por los “puentes simbólicos del mito” a aplicaciones más elevadas.
Y en este punto es donde hallamos uno de los aspectos en que el
pensamiento de Jung y Freud se enfrentan, precisamente en el de la
superación de la lectura personalista y concreta de las imágenes:
Solemos tomar demasiado concretamente los símbolos mitológicos y
a cada paso nos extrañamos de las infinitas contradicciones de los mitos.
Y siempre olvidamos que es la energía inconscientemente activa la que se
viste con imágenes. Por lo tanto, si leemos: “su madre es una maga
perversa” es preciso traducir: el hijo es incapaz de apartar la energía de la
imago materna, de la madre; encuentra resistencia porque está fijado en la
madre (1982: 235).
El ejemplo de la figura de la madre puede servirnos para explicar la
diferencia, en este aspecto, entre la postura de Jung y la de Freud. En la
psicología personalista la figura de la madre personal sobresale tanto que tal
psicología, observa Jung, nunca ha ido más allá de la misma, ni siquiera en las
ideas o en la teoría. Mientras que la concepción junguiana se distingue
fundamentalmente de la teoría psicoanalítica en el hecho de que concede a la
madre personal una importancia sólo relativa, ya que considera que no es sólo
esta última la que produce todos los efectos que describe la literatura, sino que
es el arquetipo proyectado en la madre lo que le da a ésta el trasfondo
mitológico, prestándole así autoridad, numinosidad. Los efectos de la madre,
por tanto, hay que atribuirlos a aquellos rasgos existentes en la realidad de la
madre personal, pero también a aquellos otros que la madre posee sólo
aparentemente, por tratarse de proyecciones de carácter fantástico (es decir,
arquetípico) por parte del hijo o de la hija. Ya Freud —observa Jung—
reconoció que la neurosis no tiene sus raíces, como él supuso en un principio,
en efectos traumáticos, sino en una evolución especial de la imaginación
infantil. Los contenidos de las fantasías anómalas en torno a la madre, por
tanto, están relacionados con la madre personal sólo en parte pues muchas
veces hay en ellos, de un modo claro e inequívoco, afirmaciones que van
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mucho más allá de lo atribuible a una madre real; y muy en especial cuando se
trata de construcciones claramente mitológicas, como suele ocurrir en las
fobias infantiles, en que la madre aparece como animal, bruja, ogresa,
fantasma o similares (2002: 80-81). Lo mismo puede decirse respecto de la
figura paterna, donde se contienen de antemano ciertos elementos colectivos
que no proceden de las experiencias individuales.
1.1. El problema del incesto
Es en el ámbito de la problemática del incesto donde convergen todos los
rasgos anteriormente mencionados y donde cristaliza de modo flagrante la
divergencia entre la psicología de Freud y Jung. El modo de interpretar esta
figura: reduccionista, regresivo y causalista, concreto y personal en el primero,
en oposición al modo prospectivo finalista y simbólico en el segundo, constituyó
la piedra de toque que consumó la ruptura entre ambos. En su autobiografía
Jung dice al respecto:
Tenía que exponer en Simbolos de transformación mi propia noción
del incesto, la transformación decisiva del concepto de la libido, además de
otras ideas por las que me diferenciaba de Freud. Para mí el incesto
significaba sólo en muy raros casos una complicación personal. En la
mayoría de casos representaba algo de naturaleza altamente religiosa,
razón por la cual desempeña en casi todas las cosmogonías y en
numerosos mitos un papel decisivo. Pero Freud persistía en la
interpretación textual y no podía captar el significado espiritual del incesto
como símbolo. Yo sabía que él nunca podría aceptar esto (1994: 176).
Estas palabras nos permiten también considerar el tema más amplio sobre la
sexualidad al que el propio Jung alude aquí como un lugar común equivocado
que supuestamente, dicen, le diferenciaba de Freud :
Es un error muy frecuente pretender que no he sabido ver el valor de
la sexualidad. Por el contrario, desempeña un importante papel en mi
psicología, concretamente como expresión esencial —aunque no única—
de la integridad psíquica. Fue también mi objetivo principal investigar y
explicar su significado personal y su aspecto espiritual más allá de la
función biológica y su sentido numinoso: es decir, expresar lo que fascinó a
Freud, pero que no pudo comprender. […] En el fondo, este interés se me
despertó en mi primera conversación con Freud al comprobar la profunda
emoción que sentía él por la sexualidad, sin que pudiera yo explicármelo
(ibid.).
En Símbolos de transformación Jung aborda el tema del incesto
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relacionándolo con el mito del héroe y sus proezas, simbólicamente
relacionadas con la regresión de la energía a sus orígenes para generar una
transformación y el nacimiento de una nueva personalidad. En relación con la
prohibición del incesto, Jung observa “que éste no es en sí un fenómeno
primario sino que depende del primitivo sistema de clases de matrimonio,
mucho más importante, que a su vez constituye una necesidad vital de la
organización de la tribu”, destacando que “el mito solar prueba claramente que
la base fundamental del deseo «incestuoso» no es la cohabitación, sino la
peculiar idea de volver a ser niño, de volver a la protección de los padres, de
introducirse en la madre para ser parido de nuevo por ella” (1982: 236). Lo que
se busca no es la cohabitación incestuosa sino el renacimiento, algo que se
proyecta en las fantasías míticas creando múltiples posibilidades para que la
energía psíquica se abra caminos y pueda circular y activarse; el incesto
simboliza de este modo el anhelo de unión con la esencia de uno mismo, es
decir, la individuación, por ello constituye el privilegio de muchos dioses en las
mitologías.
Frente a la teoría freudiana del incesto que describe ciertas fantasías de
carácter infantil-sexual que acompañan a la regresión de la libido, Jung observa
que tanto en los mitos como en las elaboraciones individuales, esas imágenes
prosiguen y se retrotraen a etapas más profundas y anteriores, en el tiempo, a
la sexualidad. Se trata de imágenes que son metáfora de la función nutritiva y
digestiva de forma que el llamado complejo de Edipo, con su tendencia al
incesto, se trasforma en el complejo de la ballena de Jonás, que tiene muchas
variantes, como por ejemplo, la bruja que come niños, el lobo, el ogro, el
dragón, etc., y que en el mito solar del héroe se figurativiza con el viaje
nocturno por mar de occidente hacia oriente, el devoramiento por un monstruo
marino, el proceso de transformación que sufre en el vientre de aquél y
finalmente su liberación y renacimiento. El miedo al incesto, por tanto, se
trasforma en el temor de ser devorado por la madre, símbolo, a su vez, de lo
inconsciente; una imagen, por tanto, la de la madre, que en ningún modo,
insiste Jung, debe leerse en sentido personalista y concreto. Si este fuera el
caso, tropezaría indudablemente con la prohibición moral, de fundamento
religioso o convencional, o incluso con aquélla basada en la misma teoría de
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Freud. El concretismo, por tanto, se enfrenta con la condenación moral y trata
por todos los medios de impedir el retorno sacrílego a la madre para lo cual
también cuenta con el apoyo de la orientación unilateralmente “biológica” de la
psicología freudiana (1982: 337). La concepción de Jung, sin embargo,
aprueba el apoyo a la regresión pues
la “madre” es en realidad una imago, una mera imagen física […] que
personifica todo lo inconsciente. […] La regresión sólo en apariencia vuelve
a conducir a la madre; ésta es en realidad la puerta que se abre hacia lo
inconsciente, hacia el “Reino de las Madres”. Quien entra en él, somete su
consciente personalidad yoica a la dominante influencia de lo inconsciente
(1982: 337).
Jung, por consiguiente, insiste en el significado espiritual del incesto
cuando es interpretado de forma simbólica y vemos cómo en su concepción
esos dos términos, lo espiritual y lo simbólico, se identifican:
Las posibilidades de una vida y progreso “espirituales” o “simbólicos”
son lo que constituye el fin último pero inconsciente de la regresión. Al
expresarse, los símbolos sirven para que la libido regresiva no se quede
detenida en la corporeidad materna. Seguramente en ninguna parte se
formula con mayor claridad este dilema que en el coloquio evangélico entre
Jesús y Nicodemo: por una parte, la imposibilidad de volver al seno
materno, por otra, el renacimiento desde el “agua del espíritu” (1982: 338).
Jung se detiene en detalle en este pasaje en el capítulo que trata de los
símbolos de la madre y del renacimiento. Nicodemo no puede evitar considerar
el asunto en forma concreta y realista:
¿Cómo puede el hombre nacer siendo viejo? ¿Podrá acaso entrar
por segunda vez en el seno de su madre y nacer? Algo que se hallaría en
estricta oposición con la realidad empírica: un hijo puede pensar que su
padre lo engendró carnalmente pero no que él mismo fecunde a su madre
y se haga dar a luz, idéntico a sí mismo, para una nueva juventud. Jesús
procura elevar la concepción materialista de Nicodemo y le invita a pensar
simbólicamente; en esa invitación reconocemos esta exigencia: “no
pienses carnalmente, de lo contrario eres carne; piensa simbólicamente y
entonces eres espíritu”. Es evidente que esta imposición de lo simbólico
puede ser muy educativa y útil. Nicodemo permanecería en la más chata
trivialidad si mediante el símbolo no lograra elevarse sobre su concretismo.
Si hubiese sido un filisteo ilustrado no cabe duda de que se habría
escandalizado ante la irracionalidad e irrealismo de esa indicación, y
habría tomado la cosa al pie de la letra para acabar rechazándola como
incomprensible e imposible. Mas las palabras de Jesús tienen un poder de
sugestión tan grande porque formulan verdades fundadas en la estructura
psíquica del hombre. La verdad empírica no libera al hombre de sus
ataduras. […] En cambio, la verdad simbólica, que sustituye a la madre por
el agua de la vida o al padre por el espíritu o fuego, ofrece un nuevo
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camino a la libido ligada a la tendencia del incesto, es decir, ligada al
deseo de regresión al estado originario de protección y acogida que
representa para el niño la figura materna, y la libera y la encamina hacia
una forma espiritual. Así el hombre como ser espiritual vuelve a ser un niño
recién nacido en un círculo de hermanos; pero su madre es la “comunidad
de los santos”, la Iglesia; su círculo de hermanos, la humanidad, con la
cual se une de nuevo en la herencia común de la verdad simbólica (1982:
238-239).
El proceso de transmutación de la energía, inherente a la figura mítica del
incesto, es de radical importancia para el desarrollo de la consciencia: el hecho
de que las fantasías de Miss Miller tengan por objeto el problema del sacrificio
del héroe, figura que personificaba sus ensoñaciones regresivas infantiles,
constituye la llamada de su inconsciente para salir de la relación endogámica
con los progenitores, convertirse en adulta y constituirse, a su vez, en el centro
de un nuevo sistema, prodigando a la sociedad humana toda la libido que se
aferraba inconscientemente a vínculos familiares. Jung en este sentido también
recuerda cómo Cristo hablaba de la exigencia de la separación de los hombres
de su familia y cómo en el coloquio con Nicodemo se esfuerza en asignar
sentido simbólico a la regresión. El problema es de una gran envergadura,
observa Jung: los símbolos, como los que constituyen las fantasías de Miss
Miller (el héroe que se sacrifica voluntariamente, la serpiente que mata a su
caballo), son
figuras míticas que proceden de lo inconsciente y en la medida en
que el mundo y todo lo existente es directamente una creación de la
representación, del sacrificio de la energía regresiva —es decir, del
sacrificio de la energía apegada a su matriz originaria— resultará el
surgimiento de la personalidad adulta y con ello también “resultará la
creación del mundo” (1982: 412).
Jung amplifica esta explicación con el mito babilónico de la creación del
mundo a través del sacrificio de la madre originaria Tiamat, el dragón, símbolo
del caos original, cuyo cadáver sirvió para formar el cielo y la tierra.
Evidentemente, en el caso individual de Miss Miller, la cosmogonía no es física,
sino psicológica. “El mundo surge cuando el hombre lo descubre”; es decir, el
mundo se crea cuando uno se crea a sí mismo. “Y lo descubre, prosigue Jung,
cuando renuncia a permanecer envuelto en la madre originaria, esto es,
cuando sacrifica el estado inicial inconsciente” (1982: 414).
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1.2 La representación simbólica
Me he permitido extenderme en estas consideraciones del libro de Jung
porque muestran por un lado cómo procede en su trabajo, amplificando el
significado de las imágenes mediante las aportaciones de las más variadas
fuentes mitológicas, para determinar así el sentido de sus conexiones
arquetípicas. Y, por otro, porque el problema que trata a través del caso de
Miss Miller contiene en germen lo que va a ser el objeto de sus investigaciones
ulteriores sobre los contenidos de su psicología de lo profundo: el llamado
proceso de individuación y la dinámica de lo inconsciente hacia la totalidad de
la conciencia. Vemos cómo ya desde el lejano 1912 se le impone el medio, el
instrumento que permite y facilita esa dinámica de transformación: el símbolo y
el mito en cuanto que este último es un instrumento de ayuda para la
interpretación del significado de los símbolos individuales. Los símbolos se
convierten en figuras míticas cuando pasan a formar parte de una elaboración
colectiva, histórica y concreta, específicamente acuñada en las leyendas y
relatos míticos. El mito es la formulación colectiva de un proceso simbólico
arquetípico, que aparece adaptado a la visión del mundo y de la realidad de
cada pueblo.
La dinámica hacia la totalidad, que implica el reconocimiento y luego la
integración de los contenidos inconscientes en la consciencia, se puede
realizar sin dificultades especiales, dice Jung, cuando existen en la conciencia
representaciones de naturaleza simbólica —in habentibus symbolum facilis est
transitus—, dice un aforismo alquímico. Pero en el caso de Miss Miller no fue
así. Las imágenes que se le imponían, el autosacrificio del héroe, la muerte de
su caballo matado por una serpiente, no fueron asumidas por la consciencia ni
reconocidas como proyecciones de partes de sí misma que era necesario que
muriesen, es decir, que se transformaran simbólicamente. El acto de
importancia moral quedó delegado al héroe en tanto que ella, dice Jung, se
limitó a admitir y a aplaudir como espectadora sin sospechar que Chivantopel,
su héroe azteca, que representaba una parte de sí misma, era llevado a hacer
lo que ella estaba omitiendo. El progreso inherente al sacrificio de la energía
regresiva (representada por la muerte del caballo) existía sólo en la idea, y el
hecho de que la joven desempeñara el papel de devota espectadora en ese
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acto de inmolación imaginario carecía en ella de significación moral. Miss Miller
no fue capaz de transmutar las imágenes de sus fantasías en un símbolo de
transformación consciente, no supo adoptar una actitud adecuada en la fase
siguiente del proceso: la inevitable asimilación del héroe a su personalidad
consciente, con lo que el amenazador acto de sacrificio se aproximó
peligrosamente al sujeto, es decir, al yo personal de la joven. Al impulso
instintivo que podría haberla sacado de la penumbra de la infancia se oponía,
comenta Jung, un orgullo personal muy inoportuno y probablemente también
un horizonte moral correlativamente angosto. Se imponía en su caso el pensar
simbólico, la mediación del símbolo pero desde hace tiempo, observa Jung,
nuestra cultura se ha olvidado de pensar simbólicamente,
y ni siquiera los teólogos saben qué hacer con la hermenéutica de los
Padres de la Iglesia. […] ¿Quién habría de molestarse en extraer ideas
cristianas fundamentales de un montón de fantasías patológicas? Pero
para el paciente que se encuentra en tal situación puede significar la
salvación de su vida el hecho de que el médico se haga cargo de esos
productos y ponga a su alcance el sentido que en ellos se insinúa (1982:
439).
2. Arquetipo e imagen arquetípica
Jung no construyó su obra como un sistema cerrado, dado una vez por
todas. Su obra fluye en espiral, una imagen que él mismo utiliza para
representar el proceso dinámico de la psique, de modo que la idea de arquetipo
es una idea que se va elaborando paulatinamente en él, constantemente
reproponiéndose a lo largo del tiempo a medida que su investigación sobre la
psicología de lo profundo progresa. Al comienzo (en 1912) denominó a los
arquetipos Urbilder, “imágenes primordiales”, después, en 1917, “dominantes
del inconsciente colectivo” y sólo a partir de 1919, en la obra Instinto e
inconsciente, “arquetipos”. Extrajo este nombre del Corpus hermeticum (siglo
III), donde se designa a Dios como luz arquetípica para expresar de esa
manera la idea de que Dios es la “imagen primigenia”, el arquetipo de toda luz,
preexistente y superior al fenómeno “luz” (2002: 74). Pero fueron sobre todo las
“ideae principales” de San Agustín las que le impulsaron a la elección del
término pues éstas contienen de un modo claro y eficaz el significado y el
contenido de arquetipo. San Agustín dice:
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… efectivamente las ideae principales (ideas originarias) son formas
[…] estables e inmutables […] que no han sido creadas y por tanto son
eternas y se presentan siempre del mismo modo, y están contenidas en la
inteligencia divina. Y mientras ellas no perecen, se dice, en cambio, que
todo lo que puede nacer y perecer y todo lo que nace y perece se forma de
acuerdo o según ellas… (De diversis questionibus ad Simplicianum, Jacobi
1982: 58).
El arquetipo tal como lo concibe Jung es una idea difícil de definir, pues
aunque Jung reconoce la relación del término con la tradición platónica tiene
claro que él no es un filósofo y que al hablar, por ejemplo, del arquetipo de la
madre, no puede argumentar como lo haría un filósofo platónico:
En alguna parte, en “un lugar del cielo”, hay una imagen primigenia,
un arquetipo de la madre preexistente y superior al fenómeno de “lo
maternal” en el más alto sentido de la palabra (2002: 74).
Como hombre de ciencia, trata el problema desde una perspectiva empírica y
engarza sus investigaciones con las que se están realizando en su tiempo
sobre estas cuestiones.
En su trabajo sobre Los aspectos psicológicos del arquetipo de la madre,
cita a Adolf Bastian como al primero que, en el ámbito de la psicología de los
pueblos puso de relieve la existencia de ciertas “ideas primigenias”, comunes a
todos; menciona también a dos investigadores de la escuela de Durkheim,
Hubert y Mauss, quienes hablan de “categorías”, propiamente dichas, de la
imaginación, y reconoce que fue Hermann Usener quien vio por primera vez la
preformación inconsciente en forma de un “pensar inconsciente” (2002: 77).
Pero igualmente reconoce lo que constituye su propia aportación a estos
descubrimientos:
Haber aportado la prueba de que los arquetipos no se generalizan de
modo alguno sólo por tradición, por lengua y por la migración, sino que
pueden surgir en todo momento y en todas las partes de modo
espontáneo, y además de tal manera que quede excluida cualquier
influencia proveniente del exterior (2002: 77).
La consecuencia de esta constatación, dice Jung, es importante puesto que
significa nada menos que “existen en cada psique disposiciones, formas
―ideas en el sentido platónico— inconscientes, pero sin embargo activas, es
decir, vivas, que prefiguran instintivamente e influencian el pensar, el sentir y el
obrar” (2002: 77). Para Jung, como hemos dicho,
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los arquetipos constituyen el contenido de lo inconsciente colectivo;
son elementos estructurales y primordiales de la psique humana y no
pueden ser representados en sí mismos pero sus efectos son discernibles
a través de las imágenes en que se manifiestan. En sentido estricto
designan contenidos anímicos que nunca estuvieron sometidos a una
elaboración consciente y representan así un hecho anímico todavía
inmediato. De este modo, como hecho anímico inmediato, difieren de la
fórmula elaborada y manifestada históricamente, tal como aparecen en los
mitos o en los cuentos populares. En estos dos últimos casos, se trata ya
de formas específicamente acuñadas en las que el arquetipo se presenta
de un modo en que se percibe la influencia de la labor enjuiciadora y
valoradora de la consciencia. En cambio, su manifestación inmediata en
sueños, visiones o fantasías es mucho más individual, ingenua y también
incomprensible que la que aparece en el mito pues el contenido
inconsciente del arquetipo, al hacerse consciente y ser percibido,
experimenta una transformación adaptada a la conciencia individual en la
que aparece, lo mismo que le ocurre cuando lo encontramos en las formas
colectivas de los pueblos, en los mitos, cuentos o ritos, en que aparece
adaptado a la visión del mundo y realidad de esos pueblos. Por ello, hay
que distinguir entre arquetipo y representación o imagen arquetípica; el
arquetipo representa en sí un modelo hipotético, no evidente, como el
pattern of behaviour que se conoce en biología (2002: 5).
Desde esta última perspectiva, en el arquetipo se trataría para Jung
de un modo heredado del funcionamiento psíquico, correspondiendo
al sentido innato según el cual el pollo sale del huevo; el pájaro construye
su nido; una cierta clase de avispa aguijonea el centro de la oruga, y las
anguilas encuentran su camino hacia las Bermudas. En otras palabras es
un patrón de comportamiento. Éste es el aspecto biológico del arquetipo y
pertenece a la psicología científica. Pero el cuadro cambia de pronto
cuando se le mira desde el interior, esto es, dentro del campo de la psique
subjetiva. Aquí el arquetipo se presenta a sí mismo como una experiencia
de importancia fundamental, numinosa (E. Harding 1995: 8).
De cuanto acabamos de decir se desprenden los siguientes caracteres a
propósito del arquetipo:
Los arquetipos no son perceptibles por sí mismos sino a través de las
imágenes en que se proyectan. No vemos los arquetipos sino las imágenes
que los manifiestan; a nivel individual, en los sueños, visiones, o fantasías (o
hablando en términos psicológicos, en los llamados complejos: paterno,
materno etc.); y a nivel colectivo, en las elaboraciones culturales que
representan los mitos. Jung, por tanto, distingue entre el arquetipo inscrito
potencialmente en la psique, no perceptible, y el arquetipo actualizado,
perceptible, que ha entrado en el campo de la conciencia y que se presenta
como imagen arquetípica y sobre todo como proceso arquetípico pues el
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arquetipo no tiene un modo estático de manifestarse sino que esencialmente
posee una dimensión dinámica, es un proceso como, por ejemplo, el que rige el
devenir de la conciencia a lo largo del desarrollo vital. Jung insiste en la idea de
arquetipo como proceso, como energía que genera una acción, una conducta,
con un planteamiento inicial, un desarrollo y un desenlace.
Desde el comienzo de la especie el hombre ha proyectado procesos de
su desarrollo biológico, psicobiológico y espiritual en imágenes primordiales
arquetípicas. Cuando el hombre primitivo —dice Jung— observa al sol y su
transcurso diurno ve en estas imágenes el destino de un dios o de un héroe
que no es otro que su propio destino. Los motivos de las imágenes primordiales
se encuentran en todas las mitologías, cuentos y tradiciones religiosas. “¿Qué
otra cosa son los mitos de la travesía marítima nocturna, de la búsqueda del
héroe, del dragón-ballena, sino nuestro eterno conocimiento del acabamiento y
del renacimiento convertidos en imágenes?” (Jacobi 1982: 66); e igualmente, la
serpiente, el pez, el árbol, el niño, son imágenes inscritas en procesos
psíquicos subyacentes en lo inconsciente colectivo “que pueden activarse en
cada psique individual, produciendo su mágico efecto y condensándose, como
dice Kerényi, en una «mitología individual» que presenta un impresionante
paralelismo con las grandes mitologías tradicionales de todos los pueblos y de
todas las edades, y que en su devenir ilustra a la vez el origen, la esencia y el
sentido de aquéllas” (ibid.: 67-68).
Para explicar el modo de ser en potencia del arquetipo, no visible, Jung
acude a una explicación analógica. La estructura de los arquetipos, dice en
Símbolos de transformación, acaso sea comparable “al sistema axial de un
cristal, que predetermina la formación cristalina en el agua madre sin poseer él
mismo existencia material. Esta existencia se manifiesta primero en la manera
de cristalizar los iones y después las moléculas” (1982: 171; el subrayado es
mío). En la introducción al estudio del arquetipo de la madre, Jung utiliza la
misma analogía cuando, después de decir que “el arquetipo es un elemento
vacío en sí mismo, formal, un elemento que no es más que una facultas
praeformandi, una posibilidad a priori de la forma de representación” (2002:
78), añade que en cuanto a su forma concreta, es plausible la comparación con
la formación de los cristales por cuanto el sistema de coordenadas sólo
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determina la estructura estereométrica, pero no la forma concreta del cristal
individual. El cristal puede ser grande o pequeño, o variar en virtud de la
diferente configuración de su superficie o en virtud del entrecruzamiento
recíproco de los cristales. Constante es solamente el sistema de coordenadas
en sus, en principio, invariables relaciones geométricas. Por ejemplo, el modo
de pre-ordenarse los iones en el sistema de cristalización del cuarzo no es
perceptible, pero la ordenación de esos iones en el átomo es siempre la misma
aunque las manifestaciones concretas de los cristales de cuarzo sean de
diferentes clases, formas y colores. Lo mismo ocurre —observa Jung— con la
manifestación de un mismo arquetipo en diferente tiempo y espacio: “en
principio puede dársele un nombre, y posee un núcleo invariable de
significación que siempre determina, pero nunca concretamente, la forma bajo
la que se presenta” (ibid.). En este sentido, al iniciar el estudio sobre el
arquetipo de la madre, Jung enumera una serie de formas en que ese
arquetipo puede manifestarse.
El arquetipo puede ofrecer tanto un sentido positivo, favorable, como
negativo. En este aspecto, tiene cierta semejanza con la “idea” de Platón, pero
sin olvidar que la idea platónica se entiende exclusivamente como imagen
primordial de suma perfección en sentido luminoso, mientras que su opuesto
oscuro no pertenece ya al mundo de la eternidad, sino al de la caduca
naturaleza humana. Para la concepción de Jung, en cambio, el arquetipo en su
estructura bipolar lleva ínsito tanto el lado oscuro como el luminoso (Jacobi
1982: 61).
Es importante, para comprender lo que es el arquetipo, ponerlo en
relación con el instinto, como lo hace el propio Jung en sus escritos, donde se
refiere a veces al instinto como si fuera lo mismo que el arquetipo, y a veces
como si fuera algo diferente. Instinto y arquetipo están unidos como
correspondencias, están íntima y recíprocamente relacionados aunque no
pueden ser reducidos el uno al otro. Para entender esta relación hay que
considerar a la psique como un lugar intermedio entre dos opuestos, entre el
cuerpo y la mente, bipolaridad que se corresponde con la que existe entre
instinto y arquetipo como reflejos o manifestaciones de la energía psíquica.
Jung, para explicar esta interacción bipolar entre instinto y arquetipo, vistos
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como manifestaciones de la energía de la psique, compara a esta última con el
rayo de luz, cuyo espectro contiene todos los colores del arco iris. En un
extremo de la escala del espectro luminoso, el polo de los rayos infrarrojos, los
fenómenos de la psique se convierten lentamente en fenómenos físicos, se
manifiestan como instintos, relacionados con la estructura corporal; en el polo
opuesto del espectro luminoso, el de la luz violeta, se sitúa el mundo de los
arquetipos relacionados con la vida psíquica de la mente. La psique está, por
tanto, situada entre el instinto y el arquetipo, entre la materia y el espíritu. Es un
espacio abierto, que se desliza hacia abajo, hacia el cuerpo y sus instintos, y
hacia arriba, hacia las representaciones simbólicas arquetípicas. Con ello, lo
que quiere decirse es que
el arquetipo, si lo consideramos como opuesto al instinto, sería una
manera heredada e instintiva de tener emociones, ideas y
representaciones con símbolos, y el instinto sería la manera heredada de
actuar físicamente, cierta especie de acción física (M.L. von Franz 1991:
86-87).
INSTINTOS ARQUETIPOS
Experiencia
Infrarrojo--------------------------------------------------------------Ultravioleta
(Fisiológico: síntomas corporales, (Psicológico: ideas, conceptos, percepciones,
acciones instintivas, etc.) sueños, imágenes, fantasías, etc.)
M.L. von Franz da como ejemplo para expresar esta analogía de la
gradación del espectro de la luz del infrarrojo al violeta, es decir, del instinto al
arquetipo, el del monje medieval que tiene una visión de la Virgen María y
queda completamente extático ante ella y luego escribe un opúsculo sobre el
culto mariano y el significado de la madre de Dios. En este momento está
experimentando el arquetipo de la madre en su extremo espiritual, como un
arquetipo que le aporta experiencias emocionales y espirituales y proporciona
significado a su vida. Pero si el monje encuentra una mujer gorda y maternal,
se arroja a su regazo y se sienta allí por el resto de su vida, entonces estará
experimentando lo materno en el extremo instintivo; podríamos decir que el
monje ha caído en el patrón instinto madre-hijo. Reconoce la autora que ha
usado un caso extremo para ilustrar una oposición que representa, sin
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embargo, el viejo contraste que ha sido descrito por la filosofía como la
oposición entre cuerpo y espíritu (1978: 61-62).
Jung asegura no haber encontrado un solo arquetipo que no tuviera su
instinto correspondiente (ibid.: 64). Esto confirmaría la sospecha de que existe
una conexión entre ambas cosas. Si uno se mueve hacia el extremo simbólico
o espiritual —analógicamente hacia la luz ultravioleta—, experimenta el
significado emocional y anímico de las imágenes arquetípicas, y quedará
enriquecido por sus representaciones interiores; si uno se mueve hacia el otro
extremo —analógicamente hacia el rayo de luz infrarrojo—, entonces se
desplaza hacia la acción, la actividad instintiva, hacia el desarrollo de una
acción en el plano de la realidad física (ibid.: 64-65). La autora puntualiza que
normalmente la psique humana es oscilante, es como el rayo de luz que se
mueve a lo largo de la escala del espectro, aproximándose a veces a uno de
los extremos, otras veces, al otro, y otras, las más de las veces,
permaneciendo en el medio del espectro. La energía de la psique, por tanto,
puede manifestarse, unas veces, en una frecuencia más alta, la de la luz
ultravioleta, que representaría al arquetipo, y puede hacerlo, otras, en una
frecuencia más baja, la del infrarrojo, que representaría al instinto. La
frecuencia de las ondas no es inmóvil; diríamos que el instinto puede
“violetizarse” a veces y el arquetipo puede también, a veces, “enrojecerse”. Hay
una continua oscilación entre ambos.
3. Símbolo y mito
El símbolo es la misma imagen arquetípica en su proceso de
acercamiento y de integración en la consciencia. Las imágenes arquetípicas
son manifestaciones inmediatas de lo inconsciente colectivo, fragmentos de
naturaleza, dice Jung, que se imponen a la percepción inmediata de la
conciencia. Esta última en su labor de integración, de elaboración y asimilación
de esas imágenes eleva a las mismas a la categoría de símbolo. Las imágenes
arquetípicas devienen así imágenes simbólicas, devienen símbolos.
Para explicar, a través de un caso extremo, la confrontación de la
consciencia con la imagen bruta y su elaboración hasta su transformación en
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símbolo, Jung menciona el caso del místico suizo Nicolas de Flue (siglo XVI)
(2002: 10). Éste tuvo una visión de máxima intensidad y la experiencia fue tan
terrible que el propio rostro del fraile, dicen, sufrió una transformación de tal
género que infundía incluso miedo. Pero sabemos que fray Nicolas, sirviéndose
de un libro ilustrado de un místico alemán, indagó en la esencia de su visión y
se esforzó por plasmar de forma inteligible para él aquella imagen primigenia.
Esa actividad le tuvo atareado muchos años, labor que Jung considera
indispensable para la elaboración de un símbolo a partir de una imagen
arquetípica o primordial. El meditar del fraile sobre la esencia de su visión,
influido por los diagramas místicos, le llevó a integrar su imagen en la
consciencia sirviéndose de la ayuda del símbolo tradicional colectivo de la
Trinidad divina. Transformar su imagen aterradora en un símbolo que tenía su
paralelo en un símbolo colectivo, necesitó de un largo trabajo de asimilación,
labor que le permitió encontrar para su visión un lugar en la psique y para
reconstruir también su equilibrio interior. La imagen arquetípica deviene
símbolo, por tanto, cuando interviene sobre ella la acción de la consciencia que
trata de hallar en esa imagen un sentido. En este proceso de concienciación,
por el que las imágenes arquetípicas devienen símbolos, juega un papel muy
importante, como hemos dicho anteriormente, el método de la amplificación,
que consiste en relacionar esas imágenes con las de los símbolos y mitos
colectivos, como el propio Jung hizo en Símbolos de transformación donde
constantemente relacionaba las visiones y fantasías de Miss Miller con los
grandes mitos de formación del héroe, procedentes de diversas tradiciones
(indoamericana, egipcia, cristiana, hindú), o como hizo el propio Nicolas de
Flue, integrando su visión con el símbolo religioso colectivo de la Trinidad.
La transformación de la imagen en símbolo, es decir, en algo dotado de
un sentido para la conciencia individual, no significa que el núcleo inconsciente
de la imagen arquetípica quede agotado; ese núcleo permanecerá siempre
inaccesible pero el acercamiento al mismo que cada interpretación conlleva
significa “un progreso esencial en el conocimiento de la estructura
preconsciente de la psique” (ibid.: 144).
En ningún momento podemos dejarnos llevar por la ilusión de que un
arquetipo puede ser aclarado y, de ese modo, superado. Hasta el mejor de
todos los intentos de explicación no es otra cosa que una traducción, más
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o menos conseguida, a otro lenguaje de imágenes (el lenguaje no es sino
una imagen) (ibid.: 148).
Uno de los aspectos más importantes de la concepción junguiana de
símbolo es la de su consideración como “una máquina psicológica que
transforma la energía” pues sólo la fuerza atractiva del símbolo tiene el poder
de transferir la energía a un “objeto análogo al objeto instintivo” (1995: 53).
Aquí nos encontramos de nuevo con otra de las diferencias entre Jung y Freud,
ya presente en Símbolos de transformación, y que se refiere al significado que
para Freud tenía la idea de la transformación de la energía y su
desplazamiento del objeto instintivo al análogo simbólico. Para Jung la energía
sometida a la “máquina transformadora” del símbolo es capaz de transmutarse
y cambiar las sustancias de base para dar lugar al nacimiento de otra cosa.
Jung no aceptaba, por tanto, el concepto de sublimación en el sentido en que lo
explicaba Freud, que consideraba la desviación de la energía de su objeto
instintivo como una represión y sus efectos como la manifestación “impropia”
de una misma cosa, es decir, de la energía sexual. Para Jung se trata de una
auténtica transmutación de las sustancias —y aquí comprendemos la
fascinación que el mito de la alquimia ejercía sobre él— que, desde el punto de
vista energético, “son sistemas de energía dotados de variabilidad e
intercambiabilidad teóricamente ilimitadas” (1995: 33). En realidad, para Jung el
principio espiritual, en sentido estricto, no es antagónico al instinto en sí, sino
más bien a la instintividad, en el sentido de una injustificada supremacía de la
naturaleza instintiva frente a lo espiritual. También lo espiritual —dice Jung—
se manifiesta en el psiquismo como un instinto, más aún, como una verdadera
pasión; o como Nietzsche lo expresó cierta vez, “como un fuego consuntivo”.
“No es [lo espiritual] ningún derivado instintivo, como pretende la psicología de
los instintos, sino un principio sui generis: el de la forma imprescindible para la
energía instintiva” (ibid.: 68).
La capacidad movilizadora y transformadora de la energía psíquica
inherente al símbolo es extensible naturalmente al mito pues, siguiendo la
gradación que estamos estableciendo desde el arquetipo al mito, pasando por
la imagen arquetípica y el símbolo, el mito representa la formulación colectiva
de un proceso simbólico arquetípico, que aparece adaptado a la visión del
mundo y de la realidad de un pueblo. Los arquetipos, como factores de
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movilización y transformación de la psique, generan procesos dinámicos que
en su proyección colectiva se materializan en historias y relatos: lo que en las
grandes tradiciones culturales y religiosas constituyen los mitos. En el mito los
arquetipos aparecen en formas simbólicas específicamente acuñadas,
elaborados de acuerdo con la visión del mundo de una dada colectividad, y
transmitidos a través de largos periodos de tiempo. En el mito, por tanto, el
arquetipo se presenta como un símbolo colectivo, dotado de la fuerza dinámica
y de los rasgos caracterizadores que le son propios, que son siempre de
carácter contradictorio, luminoso y oscuro, fascinante y temible.
INCONSCIENTE
Arquetipo
no perceptible;
posibilidad a priori de las
formas de representación
CAMPO DE CONCIENCIA CONSCIENTE
Imagen arquetípica
proyección del arquetipo
en el campo de
conciencia;
percepción inmediata del
arquetipo
Símbolo
intervención del sujeto
consciente sobre imagen
arquetípica para hallar un
significado;
integración consciente
Mito
formulación colectiva del
símbolo típico en un
tiempo dado
Conclusión
Como hemos dicho en la primera parte de esta exposición, Jung no habla
directamente sobre los mitos, sino que lo hace en función de sus reflexiones e
investigaciones sobre los procesos de la psique y del dinamismo de
transformación de la conciencia. Los mitos, por tanto, le interesaban como
instrumentos de ayuda para la interpretación de esos procesos al constituir
proyecciones de lo inconsciente colectivo:
Toda la mitología sería una especie de proyección de lo inconsciente
colectivo. Lo vemos de la manera más clara en el cielo estrellado cuyas
formas caóticas han sido ordenadas por imágenes proyectadas. Es de ahí
de donde proceden los influjos astrales de los que habla la astrología. […]
Al igual que las imágenes de las constelaciones fueron proyectadas en el
cielo, figuras análogas y otras diferentes fueron proyectadas en las
leyendas, los cuentos o sobre personajes históricos. Podemos, en
consecuencia, explorar lo inconsciente colectivo de dos formas: en la
mitología o en el análisis individual (1960: 30; la traducción es mía).
A Jung le interesaba la investigación de los mitos porque representan
ante todo fenómenos psíquicos que ponen de manifiesto la esencia del alma:
El hombre primitivo tiene en principio poco interés en obtener una
explicación objetiva de las cosas evidentes, y en cambio siente una
imperiosa necesidad, mejor dicho, su alma inconsciente tiene una urgencia
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inaplazable por asimilar toda la experiencia sensorial exterior al acontecer
anímico. El hombre primitivo no se da por satisfecho con ver salir y
ponerse el sol, sino que esa observación exterior tiene que ser al mismo
tiempo un hecho anímico, es decir, el sol ha de representar en su recorrido
el destino de un dios o de un héroe que, en el fondo, no habita en otro
lugar que en la psique del hombre. Todos los fenómenos naturales
mitificados, como el invierno y el verano, las fases de la luna, los periodos
de lluvia, etc., están muy lejos de ser alegorías de esas experiencias
objetivas, sino que son, antes bien, expresiones simbólicas del drama
interior y consciente del alma, un drama que a través de la proyección, de
su reflejo en los fenómenos de la naturaleza, se vuelve aprehensible para
la conciencia humana (2002: 6).
Por lo tanto, lo esencial de la investigación junguiana sobre los mitos es la
puesta en evidencia de que sus contenidos están en relación con el acontecer
anímico inconsciente:
El hecho de que este acontecer sea inconsciente es la razón de por
qué, para explicar el mito, se haya pensado en todo menos en el alma.
Simplemente, no se sabía que el alma contiene todas esas imágenes de
las que surgieron los mitos y que nuestro inconsciente es un sujeto activo y
pasivo, cuyo drama lo reencuentra analógicamente en todos los
fenómenos de la naturaleza, grandes y pequeños (2002: 7).
Bibliografía
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Obelisco.
JACOBI, J. (1982): La psicologia di C.G. Jung, Torino, Boringhieri.
JUNG, C.G. (1960): La structure de l’ âme, en Problèmes de l’ âme moderne, I, Paris,
Buchet / Chastel.
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― (1994): Recuerdos, sueños, pensamientos, Barcelona, Seix Barral.
― (1995): Energética psíquica y esencia del sueño, Barcelona, Paidós.
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Acerca de la psicología del arquetipo del niño, Acerca de la psicología de la
figura del trickster, Los aspectos psicológicos del arquetipo de la madre, Sobre
los arquetipos de lo inconsciente colectivo.
― (2005): Psicología y alquimia, vol. 14, Madrid, Trotta, 2005.
― & KERÉNYI, CH. (1980): L’Essence de la mythologie, Paris, PBP.
VON FRANZ, M.L. (1978): Mitos de creación, Caracas, Monte Ávila.
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La tradición simbólica y mitológica que asume Paul
Ricœur (Daniel Vela)
Recientemente fallecido, Paul Ricœur (1913-2005) pasa por ser uno de
los grandes pensadores del siglo XX, al haber elaborado un sistema
hermenéutico completo válido para cualquier texto narrativo. Sin embargo,
comienza su andadura siguiendo las tesis fenomenológicas. En su primera
obra mayor —Le volontaire et l’involontaire (1950)― realizaba un análisis
fenomenológico de la voluntad y todavía continuaría esta línea en L’homme
faillible, que es la primera parte de su libro Finitude et culpabilité (1960) 1 . En la
segunda parte de este libro comienza su simbología. Pero vamos a verlo por
partes.
Desde sus primeras obras, Ricœur siempre ha expresado inquietud y
desconcierto ante las manifestaciones del mal en el mundo. Todavía en una
entrevista que se le hizo en 1998, seguía siendo un punto de referencia:
Personnellement, je crois de plus en plus que la grande question qui
doit travailler cette communauté de croyants, c’est: comment libérer le fond
de bonté de l’homme? Il y a tellement de malheur, de désespérance, de
violence, qu’il faut rassembler tous les petits bonheurs et tous les signes de
bonté. Contre une tradition de culpabilisation, ne faudrait-il pas essayer de
libérer la bonté? C’est peut-être là, dans un langage qui reste encore
kantien, la réplique au mal radical: sortir du mal radical, c’est découvrir le
fond de bonté qui n’a jamais été complètement effacé par le mal 2 .
1
2 vols., París, Aubier-Montaigne. Le volontaire et l’involontaire, su primera gran obra, se
concibió como una primera parte de lo que quería ser una filosofía completa de la voluntad
(Philosophie de la volonté) que quedó sin concluir. Esta primera parte, que sale a la luz en
1950, es una fenomenología de la voluntad. La segunda iba a consistir en una “empírica de la
voluntad sierva” y el análisis de la culpabilidad humana, que en parte se desarrollará por la
mítica de Finitude et culpabilité. Por último, tampoco ha llegado a realizar una poética de la
voluntad como imaginación creadora (Cfr. Ricœur, “Auto-compréhension et histoire”, en T.
Calvo y R. Ávila eds., Paul Ricœur: Los caminos de la interpretación, Barcelona, Anthropos,
1991, págs. 12 y 13). Al cabo de los años, se sorprende él mismo de su atrevimiento de
juventud: “Je l’ai dit, cette programmation de l’œuvre d’une vie par un philosophe débutant était
fort imprudente. Je la déplore aujourd’hui” (Ricœur, Réflexion fait, Paris, Esprit, 1995, pág. 26).
2
Entretien à Paul Ricœur en L’Express, 23/7/98, pág. 8. Paul Ricœur nació en Valence
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Es un tema que abordará directamente en su obra Finitude et culpabilité
(1960). Allí buscaba, por la reflexión pura, cómo el hombre es capaz de tener
mala voluntad. En la primera parte de esta obra analiza la voluntad humana,
siguiendo la senda de los filósofos de la reflexión pura: Descartes, Kant, Hegel
y Husserl. Entonces descubre que se llega a un callejón sin salida, porque la
vía de la filosofía reflexiva no ofrece los resultados requeridos. Después del
análisis, da por concluida esta aproximación y procede a adentrarse en el
símbolo y el mito: “La réflexion pure ne fait appel à aucun mythe, à aucun
symbole; en ce sens elle est un exercice direct de la rationalité; mais pour elle
la compréhension du mal est scellée” 3 . Cassirer lo expresa de la siguiente
manera:
La filosofía como tal no puede ir más lejos; ni tampoco puede
atreverse a presentarnos in concreto este gran proceso de sugerencia (el
símbolo y su presentación como mito) ni a diferenciarnos cada una de sus
fases. Pero si la filosofía pura debe limitarse a darnos la imagen general y
teórica de este desarrollo, es posible que la filología y la mitología
comparada puedan completar este nuevo esbozo y trazar con líneas firmes
y precisas lo que la especulación filosófica sólo es capaz de insinuar” 4 .
La hermenéutica que propone Ricœur ahora no es una hermenéutica
stricto sensu, es más una recolección del sentido posible 5 : partimos de que
el símbolo tiene dos términos, el literal y el simbólico, y de que existe una
analogía entre uno y otro; entonces, se descubre que el paso de uno a otro
es una intuición: el símbolo no es traducción, sino comunicación del
sentido por trasparencia. Y el objetivo último del símbolo será llegar hasta
donde no llega la filosofía, llegar a lo esencial, a lo trascendente 6 .
en una devota familia protestante que le inculcó el estudio de la Biblia desde pequeño. De
hecho, a lo largo de su vida uno de los objetivos de fondo de su labor filosófica es la
interpretación de las Sagradas Escrituras. Paralelamente a sus obras filosóficas y
hermenéuticas, Ricœur interpreta la Biblia en diversos estudios en los que aplica la teoría de
las otras obras.
3
Ricœur, Finitude et culpabilité, vol. II, Paris, Aubier-Montaigne, 1960, pág. 323.
4
Cassirer, E. (1940), Mito y lenguaje, Buenos Aires, Nueva Visión, 1973, pág. 20.
5
Cfr. Ricœur, De l’interprétation. Essai sur Freud, Paris, Seuil, 1965, pág. 36.
6
A muy temprana edad, los diecisiete años, aprendió de su maestro Roland Dalbiez,
neotomista, a desconfiar de la capacidad idealista de conocerse a sí mismo por la pura
reflexión, sin mediación del mundo: “Je suis persuadé aujourd’hui que je dois à mon premier
maître de philosophie la résistance que j’opposai à la prétention à l’immédiateté, à l’adéquation
et à l’apodicticité du cogito cartésien, et du «Je pense» kantien, lorsque la suite de mes études
universitaires m’eut conduit dans la mouvance des héritiers français de ces deux fondateurs de
la pensée moderne” (1995, op. cit., págs. 12 y 13).
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1. Desarrollo de la imaginación simbólica hasta Ricœur
En la década de los cincuenta, y principalmente en la segunda mitad,
en el ámbito francés la corriente filosófica más en alza era la corriente
estructuralista, y en su seno, en una de sus vertientes, aparece una serie
considerable de autores que no cesaban de tomar en consideración los
materiales axiomáticos de lo imaginario: Bachelard, Jung, Lévi-Strauss,
Gilbert Durand o Ricœur veían transparentarse detrás del orden de las
formas, las estructuras profundas que son los arquetipos dinámicos de los
sujetos creadores 7 .
En la tradición de occidente, desde antes de Descartes, pero sobre
todo después de él, había una creencia generalizada en la poca
consistencia de todo lo que se refiere al abandono de la razón: la
imaginación venía siendo considerada como la infancia de la conciencia.
Las conexiones imaginativas se explicaban frecuentemente desde el
asociacionismo. Bergson hace una de las primeras llamadas de atención
contra este prejuicio en Matière et mémoire 8 al estudiar la conciencia y la
memoria. De todas formas, no abandona la imagen de función subalterna
de la imaginación que tenía la psicología clásica por la que la memoria
albergaba a la imaginación 9 .
Si seguimos en el ámbito francés, que es el que atañe directamente a
Ricœur, se ve que es con Sartre con quien se da el salto cualitativo de
diferenciar claramente el campo de lo imaginado del campo de lo
rememorado. En L’imagination 10 , y como continuación de las tesis de
L’imaginaire 11 , Sartre parte de la fenomenología para fijar el cimiento de
una teoría de lo imaginario, de manera que establece tres características
7
Jung dirá que todo pensamiento reposa sobre las imágenes generales, esto es, los
arquetipos, que son esquemas o potencialidades funcionales que componen
inconscientemente el pensamiento (Types psychologiques, Ginebra, Georg, 1950). De
Bachelard, aparece en 1957 su Poétique de l’espace, y de Lévi-Strauss, entre otros títulos, la
Anthropologie Structurale (1958).
8
Paris, P.U.F., 1945.
9
Cfr. Durand, G. (1960), Les structures anthropologiques de l’imaginaire, Paris, Bordas,
1969, pág. 15 y 16.
10
Sartre, J. P., L’imagination, Paris, P.U.F., 1950.
11
Sartre, J. P. (1940), L’imaginaire. Psychologie phenoménologique de l’imagination,
Paris, Gallimard, 1948.
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de la imagen, y a partir de ellas deducimos acto seguido su repercusión en
el libro de Ricœur Finitude et culpabilité:
1ª La descripción fenomenológica revela una imagen que es
conciencia y, por tanto, que es trascendente 12 .
Ricœur, por su parte, asume este postulado a través de Kant y,
principalmente, de Husserl. Por un lado, “la cosa en sí” —el “noúmeno”—
es algo inalcanzable, incognoscible, como dirá Kant. Por otro lado, la
imagen que tenemos de la “cosa” es subjetiva, porque cada uno le añade
unas características particulares. Entonces, hay un abismo entre “la cosa
en sí” y la imagen de la “cosa” en mí. Husserl dice que ese hueco se
rellena por la denominación, ya que transmito no la visión, sino su alcance:
cuando yo significo digo más de lo que veo 13 . También dirá que algunos
procuran rellenar ese sentido con la imaginación, otros con lo sensible,
otros no lo rellenan en absoluto. La imagen es por tanto, un intento de
llegar a lo que es la “cosa”, es trascendente 14 .
2ª El objeto imaginado es dado inmediatamente como lo que es,
mientras que el saber perceptivo se forma lentamente por aproximaciones
sucesivas 15 .
En el primer libro de Finitude et culpabilité —L’homme faillible— Ricœur
entablaba un diálogo fructífero con los representantes de la reflexión pura —
Kant, Husserl y Hegel—. Allí descubre la importancia de su proceso racional
como vía para el resurgir de lo simbólico y así se marcan las dos fases de toda
la obra: “L’entendement sans intuition est vide, l’intuition sans concept est
12
Cfr. Sartre (1940), op. cit., págs.14-18.
Llega a decir Ricœur, siguiendo a Husserl: “Le comble de la signification, c’est celle qui
ne peut pas être remplie par principe, c’est la signification absurde” (1960, vol. I, op. cit., pág.
46).
14
Cfr. Ricœur, “De l’interprétation” (1983), en Du texte à l’action: Essais d’herméneutique
II (1986), pág. 30. Para Gilbert Durand, también formado en la escuela fenomenológica, la
imagen simbólica es transfiguración de una representación concreta por un sentido. El símbolo
es, entonces, una representación que hace aparecer un sentido secreto, es la epifanía de un
misterio. Cualquier objeto puede significar lo sagrado o la divinidad: una piedra elevada, un
árbol gigante, un águila, una serpiente. No es verdad que un solo símbolo sea tan significativo
como todos los demás, sin embargo, la unión de todos los símbolos unos con otros les añade
un poder simbólico suplementario (cfr. Durand, 1964, L’imagination symbolique, Paris, P.U.F.,
1993. Vers. esp. La imaginación simbólica, Buenos Aires, Amorrortu, 1968, por donde citamos,
págs. 14-16).
15
Cfr. Sartre, J. P. (1940), op. cit., pág. 18-22.
13
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aveugle. La lumière de l’imagination est leur synthèse” 16 . La reflexión pura no
recurre a ningún mito ni a ningún símbolo; en este sentido, constituye un
ejercicio directo de la racionalidad. El proceso racional que parte de la
percepción es lento en su desarrollo, pero su anclaje firme lo corrobora la
historia reciente; en cambio, le están cerradas las puertas que conducen a la
comprensión inmediata por la vía simbólica en la que la explicación del
desarrollo es lenta también, pero no así la comprensión del objetivo 17 .
3ª La conciencia que imagina ofrece su objeto como “algo que es
nada”. El “no ser” será la categoría de la imagen, según Sartre 18 .
A partir de estas afirmaciones se separa de la vía fenomenológica y
dejamos de ver el paralelismo con la obra de Ricœur. El intento de Sartre
por describir el funcionamiento específico de la imaginación y delimitar el
comportamiento perceptivo es digno de elogio. Sin embargo, la crítica le
recrimina haber destruido la imagen —lo que ocurre en los últimos
capítulos
del
libro
L’imaginaire.
Psychologie
phenoménologique
de
l’imagination— y haber hecho una teoría de la imaginación sin imágenes.
Entre los detractores, Gilbert Durand le achaca su psicologismo parcial,
porque una fenomenología de lo imaginario debe mirar con complacencia
la imagen y “suivre le poète jusqu’à l’extrémité de ses images sans réduire
jamais cet extrémisme qui est le phénomène même de l’élan poétique” 19 . En
definitiva, Sartre, lo mismo que ocurre con Bergson, minimiza la
imaginación
con
el
fin
de
privilegiar
los
elementos
formales
del
pensamiento. La imaginación se reduce a una ilustración didáctica de la
conciencia psicológica, quedándose en la sola percepción. En Bergson la
imagen era un remedo de la memoria 20 , en Sartre se reducía a su fase
sensorial que llevará, en último extremo, al nihilismo.
La madurez intelectual de las teorías sobre la imaginación simbólica
ha ido fraguándose progresivamente, como estamos viendo, a lo largo de
16
Ricœur (1960), vol. I, op. cit., págs. 29 y 30.
Cfr. Ricœur (1960), vol. II, op. cit., pág. 323.
18
Cfr. Sartre, J. P. (1940), op. cit., pág. 23-26.
19
Durand, G. (1960), op. cit., pág. 20.
20
Hasta tal punto esto es así que, para Bergson, la imaginación del poeta no se
diferenciaba de la imaginación del cronista (1945, op. cit., pág. 180). Sartre, por su parte, dirige
una diatriba contra la imagen-recuerdo de Bergson en favor del dinamismo de la conciencia y el
uso habitual de la imaginación (1950, op. cit.).
17
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la primera mitad del siglo XX. En los años cincuenta y sesenta, esta teoría
de la imaginación simbólica se presenta como uno de los brazos del
estructuralismo.
Mientras
en
Francia
caían
en
desprestigio
el
existencialismo y la filosofía del sujeto —reflexiva o fenomenológica— de
Sartre, Merleau-Ponty, Gabriel Marcel y Emmanuel Mounier, se erguía un
modelo de pensamiento poético como el de Claude Lévi-Strauss y sus
Tristes topiques (1955), La pensée sauvage (1962) y Mythologiques (1964)
que proponían una organización sistemática de los complejos míticos y,
así, un transcendentalismo sin sujeto 21 . En este estado de cosas, se
publican en 1960 dos estudios del simbolismo —ya mencionados— que
adquirirán
gran
repercusión;
nos
referimos
a
Les
structures
anthropologiques de l’imaginaire de Gilbert Durand y Finitude et culpabilité
de Ricœur.
Les structures anthropologiques de l’imaginaire posee en común con
la obra de Ricœur el intento de llegar a la complejidad comprensiva de los
problemas internos del comportamiento del hombre 22 . En Durand, el
objetivo es más vasto al procurar describir la estructura completa del
imaginario por los símbolos; mientras que en Ricœur, si el intento es más
selectivo, no por ello es menos ambicioso: su descripción es de un único
tipo de símbolos (que se enlazarán formando mitos), los relativos al origen
del mal en el mundo, pero que son el cimiento de todos los demás 23 .
2. Algunas clasificaciones míticas y simbólicas
Desde fines del siglo XIX se han sucedido innumerables intentos de
clasificación tanto simbólica como mítica. Las más, han pretendido
21
Cfr. Ricœur (1995), op.cit., págs. 32 y 33.
Cfr. Durand (1960), op. cit., pág. 12.
23
De la obra de Durand dice él mismo: “qui ne voulait être qu’un modeste répertoire
inventorié et classé des dynamismes imaginaires […] de l’état actuel des questions relatives
aux «Structures» et à «L’imaginaire»” (1960, op. cit., pág. 9). Durand dirá que el imaginario
es la unión de imágenes y de relaciones de imágenes que constituye el pensamiento
capital del homo sapiens (Cfr. 1960, op. cit., pág. 12.): es el gran denominador común en el
que vienen a ordenarse todos los procedimientos del pensamiento humano. Tal y como
se plantea ahora, la ampliación de esta facultad humana es drástica. Ha dejado de ser la
imaginación una parte de la memoria o de la psicología, para conformar con sus
estructuras todo el pensamiento.
22
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estructurar desde fuera del propio mito o desde fuera de la imaginación
creadora y, por tanto, han dejado de ser clasificaciones míticas o
simbólicas, para pasar a ser clasificaciones empíricas o positivistas,
utilitaristas o basadas en la percepción externa o en la psicología 24 .
Algunas
de
las
clasificaciones
“externas”,
aunque
profundas,
motivadas por dar cabida a los grandes centros de interés del
pensamiento, son las cosmológicas y astrales, o también las de la psique
primitiva y las oníricas. Aquí destaca A.H. Krappe 25 , quien subdivide los
mitos y los símbolos en dos grupos: mitos astrales (sol, luna, estrellas) y
mitos terrestres (volcánicos, acuáticos, etc.). Mircea Eliade 26 realiza un
plan similar de hierofanías con clasificaciones más pormenorizadas y
deducciones profundas, pues llega a los símbolos agrarios, a los de la
fecundidad y fertilidad, etc. Otro caso que también sirve de ejemplo es el
de Bachelard en L’Air et les songes 27 , donde supone que nuestra
sensibilidad actúa de medio entre el mundo de los objetos y el de los
sueños y establece un nuevo subjetivismo. Dirá que cuatro elementos de la
naturaleza
sirven
de
axiomas
clasificatorios
de
las
motivaciones
simbólicas: calor, frío, sequedad y humedad.
Podríamos seguir el elenco de clasificaciones del mismo corte con G.
Dumézil 28 y la tripartición funcional de la sociedad indoeuropea en tres
castas u órdenes: sacerdotal, guerrero y productor; o con J. Pryhiski 29 y su
evolucionismo de la conciencia humana desde el culto a la generación y a
la diosa madre hasta la contemplación de Dios Padre. Estas formas de
intentar clasificar, como hemos mencionado anteriormente, pecan de
racionalistas, ya que parten de un planteamiento viciado, pues son
inspiradas
por
las
normas
de
adaptación
al
mundo
objetivo
y,
paradójicamente, se vuelven así menos objetivas.
De entre las clasificaciones del mito y la imaginación creadora sin
presupuestos filosóficos, desde la mentalidad antigua; caben destacar,
24
Cfr. Cassirer (1940), op. cit., pág. 15; y también cfr. Durand (1960), op. cit., pág. 35.
La genèse des mythes, Paris, Payot, 1952.
26
Traité d’histoire des religions, Paris, Payot, 1949.
27
Paris, Corti, 1943.
28
L’héritage indo-européen à Rome, Gallimard, Paris, 1949.
29
La grande déesse, Payot, Paris, 1950.
25
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entre otras, las de Usener, Cassirer, Durand y Ricœur.
H.K. Usener 30 (1834-1905) fue predecesor de Cassirer y uno de los
primeros en revelar la inmediatez y espontaneidad del lenguaje mítico, que
debe escindirse por completo del filosófico. La perspectiva de sus
investigaciones es siempre la del estudioso de la antigüedad: histórica,
filosófica y, sobre todo, la del que procura no entrometerse ni desfigurar su
objeto, sino entenderlo desde dentro, para así poder explicarlo sin
anacronismos. De esta forma, parte de la imposibilidad de construir su
estudio desde una epistemología actual y apuesta por la lingüística y la
mitología como los instrumentos por los que puede llegar a descubrir los
procesos de la representación espontánea e inconsciente. El análisis
exacto de las palabras nos sumergirá en la historia de las religiones y los
mitos, y nos llevará a los últimos significados y funciones.
Cassirer, representante de la estética simbólica, mantiene que la
literatura ofrece la revelación de nuestra vida personal en las formas
simbólicas del lenguaje; es decir, todo arte proporciona un conocimiento de
nuestra vida interior frente al conocimiento de la vida externa que viene de
la ciencia 31 . Retoma las investigaciones de Usener por la profundización en
la formación y estructuración de los conceptos teológicos. Ambos autores
han decidido el enfoque por el que creen poder llegar a remontarse al
origen de lo divino en el hombre, a la comprensión del hombre de todos los
tiempos. Si Usener investiga en las culturas romana y griega, Cassirer
ampliará el círculo hasta la cultura egipcia, las tribus bantúes de África, los
aborígenes de Australia, diversas tribus de la polinesia y de las religiones
indias 32 . El campo de investigación será el de las religiones primitivas y los
mitos surgidos de sus civilizaciones.
Si Usener y Cassirer han penetrado en los mitos desde dentro, desde
30
Götternamen. Versuch einer Lehre von der religiösen Begriffsbildung, Bonn, 1896.
An essay on man, New Haven, Yale University Press, 1944; y también, otra
representante de la estética simbólica o semántica: S. Langer, Feeling and form, Nueva York,
Scribner’s Sons, 1957; cit. en Aguiar e Silva, V. M. (1967), Teoría de la literatura, vers. esp. de
V. García Yebra, Madrid, Gredos, 1993., pág. 70. El arte (y aquí, en particular, la literatura),
como medio de conocimiento propio, será una idea muy fructífera. A fin de cuentas, es la clave
de la hermenéutica, y así lo entiende Ricœur a lo largo de su trayectoria filosófica. Cassirer
aparece como un adelantado a su época, como un precursor de la tesis que desarrolla y aplica
Ricœur.
32
1940, op. cit., págs. 23-90.
31
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el estudio de su lenguaje, en Ricœur sucede lo mismo pero en los mitos
relativos al origen del mal en el mundo. Ellos buscaban el origen de la
divinidad en el lenguaje, en el pensamiento, Ricœur busca la primera
voluntad del hombre, para hallar los mecanismos por los que hay intención
de hacer el mal y descubrir detrás el funcionamiento de la culpa y la finitud
del hombre de todos los tiempos 33 .
3. El mito en Ricœur
Para Ricœur, mientras que el símbolo
analógicas
formadas
espontáneamente
y
aglutina
que
significaciones
nos
trasmiten
inmediatamente un sentido, el mito será el símbolo desarrollado en forma
de relato y articulado en un tiempo y un espacio imaginarios.
El mito nos aparece como relato tradicional referente a hechos
sucedidos al comienzo de los tiempos y destinado a establecer las
acciones rituales de los hombres de hoy. Es una manera de poder
comprenderse a sí mismo dentro de su mundo. Ricœur escoge el mito
como discurso no racional en cuanto que es una “proyección de la
existencia y una expresión de la condición humana” 34 , como decía su
maestro fenomenológico M. Merleau-Ponty.
El análisis que desarrolla Ricœur irá dirigido a las tres funciones de
los mitos:
a) Englobar a la humanidad en su conjunto en una historia ejemplar,
sirviéndose de un tiempo representativo de todos los tiempos y en un
hombre representativo de todos los hombres, que es “el hombre”: Adán.
b) La experiencia que transmite el mito no es sólo un presente, sino
que hay movimiento, un desarrollo, desde un comienzo hasta un final: en el
mito adámico va desde la perdición hasta la salvación del hombre.
c) El mito como narración aborda el paso del ser esencial del hombre
a su estado existencial histórico; y se presenta el corte, el salto de uno a
otro.
33
34
1960, vol. II, op. cit., págs. 166-321.
Phénoménologie de la perception, Paris, Gallimard, 1945, págs. 338-339.
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El hombre siente la necesidad de hacer y decir la unidad, la
perfección, precisamente porque no las posee. El mito nos puede aportar
uno de los aspectos de la totalidad a la que el hombre aspira: el carácter
simbólico de las relaciones entre el hombre y la totalidad: “L’Univers […] a
signifié bien avant qu’on ne commence à savoir ce qu’il signifiait…” 35 .
Esa totalidad se hace asequible cuando se encarna en ciertos seres y
objetos sagrados. Así, lugares y objetos sagrados, épocas y fiestas
aparecen en el relato. El mito, al escindirse en distintas significaciones,
puede tomar forma de cuento y drama.
Estudiamos tres mitos provenientes de cuatro tipos míticos de
representación:
1) La creación 36 . En el origen era el caos, contra el que se enfrenta el
acto creador de Dios. Esta creación se toma como donación de Dios al
hombre, como “salvación” de las fuerzas del caos.
En el principio de los tiempos existía un caos original, como cuentan
las teofanías de Homero y Hesíodo, y los mitos sumerio-acadios. Lo divino
surge a partir de ese caos y empieza a conformarse el cosmos. Según el
relato babilónico, Tiamat, madre original de todos, se une a Apsu y
engendra a Marduc, el dios más poderoso. Tiamat, por celos hacia su hijo,
engendra
monstruos
para
destruirle.
Al
morir
Apsu,
Marduc
—el
primogénito— derrota a Tiamat y muere. Del cadáver de Tiamat y sus
pedazos proceden las distintas partes del cosmos.
Si en el relato bíblico es con el hombre con quien entra el mal en el
mundo, aquí el hombre no es el causante del mal, sino que es de los
dioses de donde procede; es más, el orden se establece por la violencia.
Por lo tanto, el relato babilónico excluye la primera caída del hombre.
Ocurre lo mismo en el diluvio universal de la tradición sumeriobabilónica del Gilgamesh: no hay culpa en el hombre, sino que es un
capricho de los dioses que quieren volver al caos primitivo. En la tradición
hebrea de la Biblia, el diluvio es un castigo que vendría a cerrar las
maldades consecutivas de Caín, la torre de Babel, la generación de Noé,
35
36
1960, vol. II, op. cit., pág. 159.
Cfr. Ricœur, 1960, vol. II, op. cit., págs. 167-187.
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etc. 37 .
Por otro lado, y volviendo a la creación, en la tradición helénica, por el
mito órfico (postfilosófico) sabemos que Dioniso niño fue asesinado por los
astutos y crueles titanes que lo devoraron. Zeus, en castigo, los exterminó
y de sus cenizas salieron los hombres actuales. Los hombres participan así
de la naturaleza divina de Dioniso y de la naturaleza mala de los titanes.
De todas formas, como ya hemos dicho, es un mito de invención
neoplatónica que reinterpreta a partir de la filosofía.
2) La caída del hombre. Es un episodio irracional. Se trata del
segundo episodio de los mitos del origen del hombre 38 .
La historia de Adán no tiene tiempo histórico ni espacio geográfico, es
un mito. Y como mito tiene más sentido que si tuviera sentido histórico.
Para analizarlo, seguimos las dos primeras funciones de los mitos: la
universalidad de la experiencia y la tensión entre el principio y el fin de la
historia.
En primer lugar, en cuanto a la universalidad de la experiencia, el mito
adámico es considerado como el mito antropológico por antonomasia.
Adán significa hombre y comprende tres rasgos característicos:
a)
El mito etiológico atribuye el origen del mal a un antepasado de
la
humanidad
actual,
con
características
similares
a
las
nuestras 39 .
b)
En el mito de Adán, se separa el origen del bien del origen del
mal. El hombre es el causante del mal y Dios el origen del bien:
el hombre está destinado al bien —a lo divino— e inclinado al
mal.
c)
Al hombre primordial se subordinan otras figuras que hacen de
37
Mientras Ricœur se centra en el papel del hombre por su relación directa con la
aparición del mal en el mundo, Cassirer busca en el mito de la creación el poder de la palabra
creadora: la palabra divina crea, en la Biblia, las aguas y la tierra, los animales y las plantas, y
finalmente al hombre. Pero es el hombre, por facultad delegada, quien da nombre a las cosas y
a los animales, de forma que se apodera física e intelectualmente del mundo y lo domina
(Génesis, 2; Cassirer, 1940, op. cit., pág. 90).
38
Entre la creación y la caída hay un tipo intermedio: la tragedia. Un dios que tienta,
obceca y extravía: el hombre no evita la asechanza y, por tanto, es culpable.
39
Ricœur no acepta la existencia de unos dones preternaturales, de los que habla la
tradición católica, por considerar que son reinterpretaciones a posteriori del mito original (1960,
vol. II, op. cit., pág. 218-219).
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polo opuesto, aunque él sigue siendo el protagonista indiscutible.
Estas figuras son la serpiente —el diablo— y Eva: agentes
externos, del mundo creado, que seducen al hombre, que es
bueno por naturaleza. El pecado del hombre consiste, por tanto,
en ceder a la seducción, en dejarse llevar por los aspectos
externos y, posteriormente, en cargar la culpa a otros.
La segunda función de los mitos es el cambio de un estado de cosas
a otro, es decir, la evolución de la historia desde un principio hasta el final.
La falta del primer hombre marcó el principio y el fin: fin de la época de la
inocencia y principio de un tiempo de maldición con el descubrimiento de la
desnudez y la penalidad del hombre. Este mito se concentra en un hombre,
un acto y un instante: el “acontecimiento” de la caída. Lo reparte en varios
personajes: Adán, Eva y la serpiente; y lo desarrolla en varios episodios:
seducción de la mujer y caída del hombre.
El drama avanza hasta convertirse en tragedia: la serpiente, que es el
ejemplo de que es posible alcanzar el infinito malo, pervierte por la
interrogación. La serpiente engaña haciendo ver que más que un límite
como prueba, Dios impone una prohibición; es decir, que en Dios el móvil
no sería el amor, sino el temor. El hombre, entonces, cae ante la prueba al
hacer uso de la libertad, que es la que posibilita el mal. Esta caída se
produce por la concienciación del ansia de infinitud del hombre y el
rechazo a la subyugación 40 .
El mundo no colabora para la ética del hombre. Aquí se manifiesta en
el personaje de la serpiente; de igual manera ocurre en otras narraciones,
como con Job, Prometeo o Edipo, cuando se reconoce al mundo como una
fuerza contraria al querer del hombre 41 .
El relato de la creación y de la caída del hombre, se completa con el
de la salvación. Según san Pablo, el “Hijo del hombre” es el segundo Adán.
Jesús es precisamente el hombre por antonomasia, más aún, es la
identidad de todos los hombres tomados colectivamente en uno solo. El
40
La culpa y debilidad del hombre es común a todas las culturas. Sin embargo, en otras
tradiciones Dios alberga el bien y el mal; y como el origen del mal está en él mismo, esto lleva a
la obcecación divina y al abismo del hombre.
41
Cfr. Ricœur, 1960, vol. II, op. cit., págs. 228-243.
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perdón viene como relación interpersonal con “el hombre” inmolado. De
esta manera, aparecen dos nuevos símbolos: el perdón y la curación.
La historia del primer Adán, si se desliga del segundo Adán, configuraría
una tragedia; sin embargo, la caída de Adán se convirtió en “manantial de
gracia”, dicen los padres griegos y latinos. Felix culpa! exclaman san Juan
Crisóstomo y san Ireneo. Se ha acentuado el pesimismo de la primera caída
para realzar la salvación 42 .
3) El alma desterrada. Concentra su atención en el mismo destino del
alma. El alma se encuentra extraviada aquí en la tierra.
El mito nos cuenta que el hombre es divino por su alma y terreno por
su cuerpo; pero el hombre ha olvidado esta diferencia. En Fedro (245c247e), Platón habla de la inmortalidad del alma y del infortunio de su unión
con el cuerpo. El alma es desarmonía en el tiro: dos caballos que
representan fuerzas contrapuestas. El desequilibrio de las fuerzas y la
distracción —el hombre tiene parte de culpa— hacen caer al auriga. El
alma queda a oscuras, queda en una nebulosa llamada por Platón
“desgracia”, “olvido”, “perversión”.
Por otro lado, en El Cratilo (400a) se cuenta que el alma expía en el
cuerpo las faltas por las cuales le castigaron. El alma es la que cometió la
falta por la que debe pagar; el alma es también testigo del más allá: nos lo
revelan los sueños, el éxtasis, el amor y la muerte. El cuerpo es tan sólo
lugar de tentación, es un calabozo o prisión del alma hasta que pague sus
deudas, hasta la purificación. El cuerpo es el que sufre el castigo de forma
repetitiva; sin embargo, esta reiteración es la que purifica 43 .
En otro de sus diálogos — II República, 364b-365, critica Platón a los
sacerdotes que convencen a personas y estados de la posibilidad de
purificarse por juegos divertidos 44 ; ya que la purificación sólo puede
lograrse —dice Platón— al hacer de la filosofía la ocupación predilecta, es
decir, marchando sobre las huellas de lo divino, sobre las huellas del bien.
42
Cfr. Ricœur, 1995, op. cit., págs. 31 y 32. Sin embargo, comenta Ricœur que no se ha
hecho justicia al mito, porque más que ser el mito de la caída, es un mito de sabiduría, de
explicación del hombre en el mundo.
43
Ricœur, 1960, vol. II, op. cit., pág. 260-270.
44
Trata Platón, tanto en este diálogo como en el Ion y Fedro, los modos discursivos de
imitación verbal, la creación poética, así como la moralidad y utilidad social de la poesía.
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Ricœur ha buscado en los mitos de los diálogos platónicos la
explicación del mal en el mundo, y encuentra un complemento a los mitos
de la creación y primera caída de las culturas helénica, mesopotámica y
judeocristiana. De esta manera, cierra el ciclo de su investigación en
cuestiones míticas. Esta vía ha servido para esclarecer algunos aspectos
que le inquietaban.
Conclusión
Sartre y Bergson destacan en Francia, en los años cuarenta, por
haber abierto la investigación de un nuevo campo de estudio: la
imaginación simbólica; si bien es cierto que con prejuicios sobre sus
posibilidades: no aceptan la independencia de la imaginación con respecto
al raciocinio o la memoria. Al cabo de los años, surgirán los frutos de
aquella siembra; ya en 1960 ha madurado la investigación en este terreno
y salen a la luz dos obras emblemáticas: Finitude et culpabilité de Paul
Ricœur y Les structures anthropologiques de l’imaginaire de Gilbert
Durand. Desde entonces no han cesado las investigaciones sobre la
imaginación simbólica.
En Finitude et culpabilité, escoge Ricœur unos mitos con los que se
pretende englobar a la humanidad entera en una historia ejemplar, en
donde cada uno se vea reconocido 45 . El símbolo ha tomado forma de
cuento en el mito. Este símbolo convertido en cuento no tiene referente
externo, significa por sí mismo y transmite este significado de forma
inmediata, sin necesidad de acudir a la abstracción filosófica.
Todos los mitos tienen algo que decirnos. Ante los mitos no cabe la
indiferencia. Comprender la lección de los mitos en su conjunto, según
Ricœur, es proclamar la preeminencia de uno de esos mitos, el mito
adámico 46 . Esta preeminencia implica dar un nuevo sentido a los demás
mitos.
45
46
Cfr. 1960, vol. II, op. cit., pág. 154.
Cfr. 1960, vol. II, op. cit., pág. 285.
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APORTACIONES PRÁCTICAS
El mito de Ceres en la obra de Yves Bonnefoy
(Patricia Martínez)
De la hermenéutica a la creación poética
Yves Bonnefoy es autor de una obra poética y teórica unánimemente
reconocida como una de las más importantes de la literatura francesa del siglo
XX. En ella, la creación poética, la crítica hermenéutica y literaria y la
traducción se sustentan recíprocamente para dar cuerpo a un proyecto de
búsqueda ontológica que se propone restituir un sentido y un fundamento a
nuestra existencia.
Su poesía se define por su dimensión existencial y ontológica y por la
función que asigna a la experiencia poética como espacio de búsqueda y
cuestionamiento del ser. Sus primeros poemas se inscriben en el movimiento
surrealista, del que se distancia en 1947 para iniciar, a partir de su primer libro,
un itinerario singular que buscará arraigar la palabra en la existencia vivida y
reinstaurar una relación con el mundo que le confiera un sentido y un
fundamento en los que pueda reconocerse la comunidad humana. El
imperativo de romper con el orden de la representación conceptual y la
clausura de la imagen (Du mouvement et de l’immobilité de Douve, 1953) y el
reconocimiento de la ausencia y de la muerte como condiciones inherentes a
nuestro estar en el mundo (Hier régnant désert, 1958), conforman los vectores
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dominantes de una primera etapa poética en la que se dibuja un horizonte
siempre diferido designado como “Vrai Lieu”, “lugar verdadero” e inaccesible de
una existencia plenamente vivida. A partir de Pierre écrite (1965), la búsqueda
del lugar se transforma progresivamente en interpelación y reconocimiento del
otro, considerado como “el único lugar de una verdad decidida, nuestra única
razón de ser en el mundo” (2006: 83).
Desde la publicación en 1972 de L’Arrière-pays, los libros de poesía se
alternan con los relatos en prosa bautizados como “récits en rêve” —“relatos en
sueño”—, que inauguran una nueva modalidad genérica, y exploran el
potencial de revelación ontológica del pensamiento en los confines del sueño,
liberado del orden analítico y conceptual y de la lógica de la representación
mimética.
Su obra crítica, de una amplitud sin precedentes en el horizonte
contemporáneo, no ha cesado de ampliar sus frentes de reflexión sobre un
doble campo: el de la hermenéutica del arte y el de la interpretación de los
textos literarios. En ese diálogo continuo con artistas y poetas de diferentes
épocas, se va configurando una filosofía poética del imaginario artístico que
reconoce en las formulaciones del arte y de la poesía un lugar potencial de
revelación y de conocimiento ontológico.
Además de traducir a Shakespeare, Donne, Yeats, Keats, Leopardi y más
recientemente a Petrarca, Yves Bonnefoy ha reflexionado sobre la naturaleza y
el sentido de la traducción, concebida como una experiencia genuinamente
poética de encuentro e intercambio con el otro en el espacio de la escritura,
que adquiere una dimensión ética. “Traducir es la escuela del respeto” —
escribe el poeta—, por cuanto “la necesidad de saber respetar nos da la clave
de la comprensión de la cosa humana” (La Communauté des traducteurs,
1998: 61).
Ordenaré mi presentación sobre el mito de Ceres en la obra de Yves
Bonnefoy en sucesivas aproximaciones. Me detendré, en primer lugar, en
algunas consideraciones sobre la poética de este autor, íntimamente ligada a
una hermenéutica, y, posteriormente, definiré, en relación a ese pensamiento
metapoético y hermenéutico, el lugar que ocupa el mito, su naturaleza y el valor
heurístico que se le atribuye. En un segundo momento presentaré las líneas
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esenciales de la lectura hermenéutica que Yves Bonnefoy propone del mito de
Ceres en dos ensayos sobre una pintura de Adam Elsheimer, “La irrisión de
Ceres”, y analizaré, por último, la incorporación del mito, mediatizada por el
trabajo de lectura hermenéutica, en la propia creación poética del autor, y más
concretamente en un poema de su último libro, Les Planches courbes (2006),
en el que Ceres reaparece como mito estructurante y eje temático fundamental.
1. Poética
En 1987, Yves Bonnefoy recoge el testigo de Roland Barthes al ser
nombrado titular de la cátedra de Estudios comparados sobre la función poética
del Collège de France. El discurso que pronuncia en esa ocasión —“La
présence et l’image”— es sumamente significativo, pues condensa lo esencial
de su concepción de la poesía y, al mismo tiempo, establece sus distancias
respecto de su antecesor y de la generación post-estructuralista o
deconstructivista. Nuestra época —constata Yves Bonnefoy— ha sido un
tiempo de “negación”, que ha cuestionado obstinadamente toda pretensión del
espíritu a un conocimiento ontológico del mundo. A la deconstrucción del
fundamento teológico de la existencia se habrá sumado la desconfianza en la
capacidad referencial del lenguaje, que nuestra condición de modernos nos ha
revelado en su inanidad esencial, en el juego incesante de remisión de un
signo a otro, y el consiguiente descrédito del sujeto hablante, que antaño se
creyó “amo del sentido del mundo e incluso una emanación divina”, y que las
inferencias de una cierta crítica contemporánea nos llevan a considerar como
un simple “efecto” de voces que proceden de un lugar desconocido (el
inconsciente), o un “pliegue” en “una red de significantes fugitivamente
recluidos sobre unos significados irreales” (La Présence et l’image, Mercure de
France, 1983, p. 15).
Como sus contemporáneos, Yves Bonnefoy reconoce la ausencia de
fundamento que rige nuestra existencia, en un tiempo sin dioses, sometida a la
finitud, al azar, a las vertiginosas imposturas del lenguaje y del Yo. Pero no
renuncia por ello al proyecto de restituir una relación con el mundo que le
confiera un sentido y un fundamento en los que pueda reconocerse y
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construirse una comunidad humana. “El ser no es, excepto por nuestra
voluntad de que haya ser” (La Présence et l’image, op. cit., p. 10-11).
Devolver a la poesía su deber de responsabilidad ontológica y moral
supondrá, para Yves Bonnefoy, renunciar tanto al nihilismo desesperanzado
afirmador de la nada, como a los juegos formalistas que ahondan en las
vertiginosas
imposturas
de
la
ficción
o
producen
objetos
estéticos
autosuficientes, y retornar a la lucidez crítica, que es una herencia irrenunciable
de nuestra modernidad, para habilitar un espacio de búsqueda y esperanza.
Partiendo del reconocimiento de esa ausencia de fundamento, la poesía se
propondrá “transformar el espacio desierto en camino, en esperanza”.
Declaración programática y acto de fe poética explícitamente formulados en
“L’acte et le lieu de la poésie” (L’Improbable, Mercure de France, [1959], 1980,
p. 132), que Yves Bonnefoy mantiene obstinadamente a lo largo de toda su
obra poética y teórica: “una esperanza, es decir, una exigencia, que habrá de
someter a aquélla a una crítica”, escribía en 2005 (“L’Art”, Lumière et nuit des
images, Champ Vallon, 2005, p. 285). Decisión fundamental que aúna lo que
podría parecer contradictorio, la extrema lucidez y la esperanza, e inscribe en
el centro mismo de la palabra poética el acto crítico por el cual el lenguaje
puede convertirse en palabra, las representaciones en presencia y las
significaciones en sentido.
La lucidez crítica deviene así consubstancial al acto de la creación
poética, que deberá deshacer en el lenguaje aquello que lo deporta del mundo
real y lo convierte en un objeto estético autosuficiente, en una forma ideal o
fantasmática sin arraigo en la vida, sin vocación al conocimiento moral y
ontológico. Ya sea la representación por la imagen, cuando ésta sucumbe a la
tentación “gnóstica” y sustituye la perfección de la forma y la ensoñación
idealista a la imperfección de lo que es, ya sea la representación por el
concepto, que abstrae y generaliza, reifica a los seres y objetos del mundo,
privándonos de toda experiencia de participación auténtica con el valor
absoluto, irremplazable, de la realidad personal singular de cada ser, en el
seno de una condición que, a pesar de la incertidumbre y de la ausencia de
fundamento, constituye la única verdad en la que podemos reconocernos
solidariamente y reconocer nuestra libertad para decidirnos un cometido
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común, un sentido de todos compartido. “El ser es la consecuencia del querer
ser cuando ese querer se convierte en alianza”, escribe Yves Bonnefoy en
2007 (L’Alliance de la poésie et de la musique, Galilée, p. 33).
Y conviene precisar que si el poeta se siente capacitado para erigir su
obra sobre la determinación de preservar una confianza en la palabra, es
porque él mismo ha reencontrado esa confianza en la palabra de los otros, en
el arte, nuestra gran tradición de imágenes, en la que desde siempre habrá
discernido “el acto más obstinado de la esperanza” (“Deux souvenirs de
Georges Duthuit”, Le Nuage rouge, Mercure de France, 1977, p. 163). “El arte,
el gran arte, no tiene por qué estar encadenado al carro de la desesperación.
Es lo que da confianza”, escribía en 2005 (“L’Art”, Lumière et nuit des images,
op. cit., p. 283).
2. Hermenéutica
Se entiende así el sustento recíproco que la creación poética y la crítica
hermenéutica o la traducción (en la que necesariamente estas dos experiencias
van unidas) mantienen desde siempre en la obra de Yves Bonnefoy. Se
entiende así que crítica y traducción sean una experiencia genuinamente
poética para Yves Bonnefoy, en tanto que conformadoras y reveladoras de
sentido. Al cuestionamiento crítico de la poesía desde la poesía misma,
destinado a despojarla de aquello que la deporta de una relación auténtica con
lo vivido, se agrega el cuestionamiento crítico de las obras y de los textos de
toda una tradición de cultura, que sondea cómo esa búsqueda de sentido se ha
formulado en las obras de otros artistas, y cuáles han sido sus tanteos, sus
equívocos, sus iluminaciones. Se establece así una dinámica de recíproca
colaboración: la búsqueda de los demás se incorpora a la experiencia
existencial del poeta y a su práctica creadora, que se nutre de esa compañía,
de esa enseñanza, para ponerla a prueba.
En sus trabajos de hermenéutica del arte, Yves Bonnefoy se ha
interesado por distintas épocas y artistas. Si los ensayos sobre el arte se han
concentrado en el periodo que va del Quattrocento a Poussin, su amor
declarado por el románico o por Delacroix da cuenta de la amplitud de sus
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intereses. A los maestros antiguos se van sumando sus ensayos sobre artistas
contemporáneos: Morandi, Mondrian, Chillida, Edward Hopper, entre los cuales
Giacometti ocupa un lugar privilegiado. Algo parecido sucede con los ensayos
de poética: al núcleo originario constituido por sus estudios sobre el
“cuadrángulo de oro” fundador de la poesía moderna en lengua francesa
(Nerval, Baudelaire, Rimbaud, Mallarmé), se han ido agregando los textos
críticos que acompañan cada una de sus traducciones de Shakespeare, su
estudio sobre el Ariosto o La Chanson de Roland, o sus ensayos sobre autores
contemporáneos (Des Forêts, Beckett, Borges). Como él mismo ha confesado,
el poeta-crítico escribe según una afinidad personal, una filiación compartida
con poetas y artistas de distintas épocas en los que Bonnefoy encuentra una
comunidad de palabra: “todos ellos —apunta— se han interesado por el sentido
de la vida. La relación con la unidad, con el ser o lo que llamaré presencia”
(Écrits sur l’art et livres avec les artistes, Flammarion, 1993, p. 39).
Yves Bonnefoy concibe la historia de las formas del arte y de la poesía
como el despliegue de un discurso sobre el ser, en el que se entraña “simple y
fatalmente” nuestra relación con el lenguaje. El pensamiento metapoético de
Yves Bonnefoy se va decantando de esa exploración incesantemente
reconducida según un “método sin espíritu de sistema” que concita distintos
campos del saber: la aproximación erudita a la historia del arte y de la poética,
el análisis semiótico de las opciones técnicas de la “escritura” del poeta, del
pintor, del arquitecto, y la investigación propiamente filosófica, que, de manera
poco ortodoxa, se vale del instrumentario analítico de la fenomenología, la
ontología o el psicoanálisis, para adecuarse a las particularidades de cada
obra, de cada proyecto individual.
El trabajo crítico se despliega sobre un doble plano: el de la escucha en
uno mismo de lo que sucede en el encuentro con la obra de arte, experiencia
fenomenológica que quedará registrada en el poema, en la prosa poética o en
el ensayo crítico, y el de la escucha del otro y el desciframiento de la
formulación de sentido que se va conformando en una obra, que da lugar a un
trabajo propiamente hermenéutico.
Para el poeta-crítico, escuchar la palabra del otro supone responder a una
interpelación que es siempre “provocación a la poesía” y a la reflexión crítica. Y
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comprender en profundidad la naturaleza de esa interpelación supone
reconocer, más allá de las formulaciones y de los proyectos del pensamiento
consciente y de los intereses privados del Eros individual, la reclamación de un
deseo imbricado en las manifestaciones de los deseos ordinarios y de los
sueños de posesión, del poder que éstos originan: el deseo de “ser”. El deseo
propiamente ontológico “de encontrar un sentido a la situación en la que nos
sitúan los demás deseos” (“Écrire en rêve”, L’Imaginaire métaphysique, Galilée,
2006, p. 84). Siendo así que las invenciones de la arquitectura, de la pintura, de
la música o de la poesía pueden responder a esa reclamación a la manera de
un reactivo ontológico, de un signo que remite a la conciencia poética a su
verdadero cometido, a su finalidad originaria: “hacer que haya sentido a pesar
del enigma”, leemos en su último poemario (Les Planches courbes, Mercure de
France, 2006, p. 78).
De tal suerte que la búsqueda poética se verá enfocada hacia el sujeto
(ese “Yo” deslegitimado por el pensamiento contemporáneo), y encaminada a
desenmarañar, en la palabra, el cifrado enigmático del deseo, a rastrear,
imbricado en las manifestaciones de los deseos ordinarios, el deseo de sentido
o presencia en el mundo que el poeta reconoce “como más profundo y
originario que todo deseo del sujeto hablante” (ibid., p. 94). Se va esbozando
así una topología del inconsciente que restituye al funcionamiento onírico del
pensamiento su valor de revelador ontológico, de acuerdo con una
estratificación que se desmarca de la doxa freudiana: a un nivel más profundo
del deseo de tener —Eros—, puede aflorar el deseo de ontología o deseo de
ser —tener ser—, en la raíz del sueño revelador. Son los significantes de ese
deseo propiamente ontológico, los que interesan a la poesía, cuya “tarea más
íntima consistirá en prolongar su trabajo en el pensamiento consciente” (ibid. p.
96). Es también ese deseo de ser o de presencia el que habrá interesado al
crítico desde siempre en su lectura hermenéutica del arte y de la poesía,
abocada al desciframiento del sentido ontológico de los grandes significantes
que conservan la memoria de esa reclamación originaria. Se entiende así la
sorprendente declaración de un texto reciente, “Écrire en rêve”, donde el poeta
intenta descifrar la razón profunda de la conmoción que supuso para él el
descubrimiento del Renacimiento italiano: “Fue en Italia donde aprendí, no a
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soñar, eso viene con el lenguaje, sino a esperar del sueño lo que va a darme la
prueba de que la existencia tiene un sentido” (ibid., p. 93).
Pero atender a las reclamaciones de ese deseo de ontología, supone
reencontrarse con la ambigüedad de las formulaciones que propone y las
ensoñaciones que solicita. Por cuanto el arte, nuestra gran tradición de
imágenes, es a la vez lo que puede arraigarnos a nuestra realidad tal y como
es, pero también lo que puede despegarnos de ella, propiciar el sueño de una
realidad más alta, hacernos creer que podemos ser lo que no somos: “Soñar la
realidad en vez de vivirla, preferir la forma a la presencia, tal es esa otra
manera de escuchar hablar el deseo de ser” (L’Imaginaire métaphysique, op.
cit., p. 85). Examinar las formulaciones de ese deseo específicamente
ontológico en las imágenes de una civilización, en los sueños conscientes de la
humanidad en los que trabajan secretamente los deseos inconscientes, supone
reencontrar las líneas de fuerza del eterno debate entre la denegación de lo
que es y su reconocimiento, entre “el gran sueño metafísico y el acercamiento
a lo simple”. Dualidad que se entraña en el centro mismo de la experiencia
creativa del poeta, atraído desde siempre por “la intuición de un país de una
esencia más alta, en el que habría podido vivir y que [ha] perdido para siempre”
(L’Arrière-pays, Skira, 1972, p. 28). Tal sería la doble postulación en la que nos
emplaza el deseo ontológico de ser: soñar con tener más ser, soñar otra
realidad en vez de vivir —aceptar, amar— nuestra vida, tal y como es, con sus
condiciones de finitud y de azar, “que son nuestra desgracia, pero también
nuestra única verdad” (ibid.).
De la meditación de esa doble postulación y de las complejas dialécticas
que articula viene a proponerse una filosofía poética del imaginario que
reconoce en la palabra del arte un espacio de verdad existencial en potencia.
De esa exploración incansablemente reconducida se deducen las leyes de
funcionamiento del imaginario en su relación con la realidad, se desprenden las
dinámicas de opciones ejemplares de nuestra modernidad, que tienden a
organizarse en torno a figuras tutelares y a asumir un valor transhistórico. Así,
por ejemplo, Borromini, ante la intuición del vacío de las imágenes, busca
producir una belleza autónoma como un fin en sí mismo, se encierra en el
sueño o en la música de las formas y rechaza la realidad del lugar humano;
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Bernini acepta la realidad como tal (“branle” dirá Montaigne) y la ama en la
nada o el vacío que la constituye… Esa dialéctica se correspondería en el
plano de la poesía a la pareja formada por Baudelaire y Mallarmé, o vendría a
resolverse de manera dialéctica en las figuras de la síntesis: Piero della
Francesca, Poussin, Rimbaud (que saben conciliar un “empirismo naturalista” y
una geometría precisa, el formalismo y el apego a la realidad contingente, el
sentimiento del ser singular y el idealismo numérico o formalista).
De ahí se deduce también la concepción de la poesía tal y como la
entiende Yves Bonnefoy: como categoría trans-artística o trans-genérica,
determinada por la función específica que se le asigna, por el trabajo ontológico
que debe realizar en su acercamiento al ser por la palabra:
la crítica de los sueños, la exploración de los deseos y de las
necesidades que los promueven, el reconocimiento de lo que extravía al
deseo ontológico en las proyecciones imaginarias, en las representaciones
simbólicas que mediatizan el concepto y la imagen y nos deportan fuera de
nuestra realidad tal y como es (L’Imaginaire métaphysique, op. cit., p. 11).
3. El mito
En esa interrogación del sentido a través de las formas del arte y de la
poesía, el examen atento del mito ocupará un lugar relevante. Los mitos
transitan por los libros de poesía y de prosa de Yves Bonnefoy: el ciclo griálico
en Douve, Hier règnant désert o Pierre écrite, el Moisés salvado de las aguas
—tamizado por el cuadro de Poussin— en Dans le leurre du Seuil, Psyché en
Ce qui fut sans lumière, o Ceres, Marsias y Ulises en Les Planches courbes. En
1975, Yves Bonnefoy emprende la dirección y coordinación del Dictionnaire des
mythologies et des religions des sociétés traditionnelles et du monde antique
(Flammarion, 1981; traducido en Destino, 1996), en el que participan casi cien
investigadores, desde la voluntad de indagar la naturaleza y el porqué de los
mitos, y —tal y como desvelaba el poeta en una reciente entrevista— de
proporcionar a la poesía, en un momento de desconcierto e incertidumbre, un
cauce de revitalización, como La rama dorada de Frazer (1890) lo habría sido,
en su momento, para toda una generación de poetas. En el prólogo del
Diccionario, Yves Bonnefoy recuerda la importancia y el lugar cada vez más
privilegiado que la mitología ocupa en la investigación antropológica, en “la
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explicación y comprensión del fenómeno humano”:
Independientemente de que la consideremos imágenes o
proyecciones del sistema de comunicación entre los hombres, una
manifestación de los arquetipos de la psique, o bien como objeto
privilegiado de una fenomenología de la conciencia humana, para las
disciplinas y las escuelas más diversas, [la mitología se presenta como
uno] de los grandes aspectos de nuestra relación con nosotros mismos,
además de una idea del mundo y del entorno terrestre que seguramente
fue benéfica (p. 21).
Poco importa que no exista una definición consensuada para todas las
escuelas, el mito es abarcado en el nivel de las representaciones colectivas,
donde constituye “una forma de enunciación y de recepción de las verdades
esenciales de una sociedad determinada”. Para Yves Bonnefoy, la mitología ha
de ser considerada como una “totalidad simbólica nacida del deseo de
conocimiento” (p. 19).
En una entrevista de diciembre de 2005 1 , Yves Bonnefoy vuelve a
referirse a la naturaleza y a la función del mito. El mito se inscribe en lo que el
poeta ha denominado el “pensamiento figural”, un modo de pensamiento por
“figura” y no por “concepto”, que permite aprehender un objeto en su totalidad,
en lo que de él permanece irreductible a un significado, inasible para las
categorías del pensamiento conceptual o analítico. Un sentido que excede, que
obstinadamente se resiste a la reducción o a la traducción por el concepto. Ese
“pensamiento figural” manifiesta, a juicio del autor, lo que está en relación con
lo que podemos llamar lo “sagrado”.
En su creación poética, y particularmente en el libro al que se refiere la
entrevista, Les Planches courbes, el poeta ha privilegiado los mitos de la
antigüedad greco-romana, que pertenecen a “una época en la que prevalece la
aptitud para descifrar simbólicamente los aspectos del mundo y de la existencia
antes de la imposición del pensamiento analítico conceptual”, pero que, al
mismo tiempo, ya reconoce la realidad personal de la conciencia particular del
poeta, lo que supone “la afirmación de una conciencia personal autónoma” y,
con ello, el sentimiento de responsabilidad moral y espiritual que se otorga a la
persona, esa responsabilidad que “el cristianismo no hará sino comprender y
1
Disponible en:
http://www.presence-litterature.cndp.fr/bonnefoy/ressources/entretien_audio.asp
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revalorizar”.
Siendo la obra de una conciencia particular, los mitos están ampliamente
reconocidos y aceptados por una comunidad, y constituyen por ello “el
pensamiento figural de la conciencia colectiva”. “Los mitos son el fondo vivo de
nuestra palabra”, entrañan un sentido que “debemos escuchar”. Pero no se
trata —añade Yves Bonnefoy— de utilizarlos como una “decoración retórica”,
como un pensamiento ya constituido, ya formulado. Es necesario cuestionarlos,
interrogarlos, comprender “lo que tienen que decirnos, y también lo que nos
dicen erróneamente, acerca de lo que somos o lo que deseamos ser”. Sólo así
pueden actuar al modo de un reactivo ontológico, que nos incita al
desciframiento de ese sentido oscuro que entrañan y que nos atañe, y nos
encamina hacia el conocimiento que anhelamos. Sólo podemos aprender de
ellos “si nos imponemos la tarea de interrogarlos, de saber si no están
equivocados al pretender ciertas proposiciones sobre el ser en el mundo, en la
medida en que son fruto y reflejo de confusiones y errores en la apreciación de
las situaciones de la vida”.
3.1. Ceres en la obra de Y. Bonnefoy. La lectura hermenéutica
Veamos ahora cómo se articula la lectura del mito de Ceres en dos textos
críticos que Yves Bonnefoy escribe sobre una pintura de Adam Elsheimer, La
irrisión de Ceres: “Elsheimer y los suyos”, de 1968, y “Una Ceres de la noche”,
de 1992 (ambos ensayos están recogidos en La nube roja, Síntesis, 2003). Una
obra que, según confiesa el poeta, le procuró “una de las más grandes
conmociones que [debe] a la pintura”. En este pequeño cuadro, conservado en
el
museo
del
Prado,
este
pintor
precozmente
desaparecido
recrea
escrupulosamente una secuencia del mito de Ceres, tal y como lo relata Ovidio
en el libro V de las Metamorfosis: Ceres ha perdido a su hija Proserpina,
raptada por el dios de los muertos, y parte en su búsqueda. Agotada y
sedienta, la diosa errante llama a la puerta de una cabaña y pide que le den de
beber. Una vieja le ofrece un brebaje; Ceres bebe con avidez del cantarillo,
pero un niño “de cara huraña y agresiva” (“duri puer oris et audaz”) se burla de
ella. Como castigo, Ceres lo transforma en lagarto.
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La irrisión de Ceres, Adam Elsheimer, c. 1600.
Adam Elsheimer pintó esta singular escena en los inicios de su periodo
romano, hacia 1600. Estamos, por tanto, en el horizonte del primer barroco,
periodo privilegiado por Yves Bonnefoy, como demuestra su estudio
monumental Rome 1630. L’horizon du premier baroque (Flammarion, 1970).
Con la crisis de la Iglesia tradicional y los avances científicos, esta época ve
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desmoronarse la antiguas certezas metafísicas del mundo medieval,
trastocarse la visión de lo sagrado (los astros no son de naturaleza divina), y
registra la situación del hombre en los umbrales de la modernidad, que deberá
decidir qué sentido y qué valor confiere a esa realidad material, sensible, de la
que se retraen los signos de lo sagrado, donde las apariencias se repliegan
sobre su enigma, y el aparecer del mundo amenaza con reducirse a una
impresión de vacío:
[…] desde el momento en que no se dispone de algo sagrado, con
sus referentes, los dioses por ejemplo, explícitamente nombrados, se
puede aún, se debe incluso interrogar a los mitos, ineludibles, en los
relatos que de ellos encontramos, aquí o allá, pero no sin antes haberlos
sometido a la prueba de nuestra condición tal y como es, haberlos
escuchado a través de sus voces, equívocas, para rehacerlos con nuestra
sustancia, pues de lo contrario no serán sino imágenes demasiado bellas,
que dicen nuestra nostalgia pero en ningún caso nuestra verdad, y quedan,
por ello, fuera de la maduración, de la iluminación que anhelamos
(“Elsheimer y los suyos”, La nube roja, op. cit., p. 33).
Escuchar e interrogar al mito, rehacerlo con su propia sustancia para acceder a
una maduración, a una iluminación que nos ayude a darnos sentido, eso es lo
que hace Elsheimer, según su exegeta, al recrear este episodio de las
Metamorfosis. Y eso es lo que hace el poeta —como se verá más adelante—
cuando integra a la Ceres de Elsheimer en su propia experiencia existencial y
poética.
Comencemos por recorrer lo esencial de la lectura hermenéutica que el
poeta crítico propone de la obra del pintor. Observaremos, en primer término,
que esa interpretación va entretejiendo distintos planos de reflexión: una lectura
metapoética del cuadro (el cuadro como discurso sobre la representación, con
las consecuencias morales que tiene para Yves Bonnefoy toda opción formal),
una lectura ontológica (el cuadro como reflexión sobre el sentido, sobre el ser);
una lectura “psicológica o psicoanalítica” (el cuadro como escenificación y
exploración del sueño y de los deseos inconscientes).
En primer lugar, el crítico llama la atención sobre la singularidad de la
composición, de la “escritura del pintor”, que se distingue tanto del “naturalismo
musicalizado del Renacimiento”, como del “antinaturalismo trágico del arte
manierista”. Elsheimer se aparta del acercamiento al mundo por medio de la
forma propia del Primer Renacimiento, por cuanto se formula aquí una intuición
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oscura, equivalente a la escenificación o “el relato de un sueño” que transgrede
las formas de la representación tradicional (la perspectiva, la composición
renacentista). Y ello, infiere el crítico, porque se representa aquello que se
rebela contra las categorías del saber oficial, que excede el orden del
pensamiento cristiano tal y como lo establece la doxa religiosa. Reconocer ese
algo no integrable en los modos del pensamiento y de las representaciones
ortodoxas supondrá entonces transgredir la retórica renacentista, “rechazar la
tradición”.
Pero de igual modo, el arte de Elsheimer —nos dice Bonnefoy— “nace
como crítica del manierismo”, que sufre los efectos de esas fuerzas
inasumibles para el sistema de valores y de representaciones de la tradición
establecida, pero “sin llegar a conocerlas, a tomar conciencia de su existencia”.
El manierismo, “trabajado por los excesos del fantasma sobre el símbolo, sólo
había sufrido los efectos del inconsciente sin haber llegado a conocer su
existencia”, de tal suerte que deja aflorar los efectos de esa “profundidad
reprimida” que deforma las figuraciones de las cosas, y da como resultado
representaciones sin relación sustancial con la realidad natural. “Nada de ello,
en la pintura de Elsheimer”, afirma Bonnefoy.
Elsheimer ha conseguido que aflore y se manifieste lo que llamaríamos la
actividad onírica, algo que había sido negado o reprimido y censurado en todas
las manifestaciones conocidas de la experiencia espiritual, algo que desmiente
y excede las categorías del saber oficial, “que subvierte el pensamiento que se
creía asentado en Dios”. La modernidad de la escritura pictórica de Elsheimer
consistiría pues en “tomar conciencia de las manifestaciones de la vida
psíquica nunca vistas por ese arte que está sometido a la ortodoxia religiosa”.
“Lo que implica haber descubierto un continente”, dice Bonnefoy. Lo onírico
aflora
en
Elsheimer
no
a
la
manera
del
Bosco
mediante
figuras
pseudofantásticas, sino mediante un realismo bañado en la atmósfera
antinatural del sueño, en el que reconocemos nuestra realidad, aunque cerrada
y agresiva (como el niño de Ovidio: “duri pueri oris et audaz”) cuando ésta se
sustrae al sentido que creíamos poder darle. Lo que encontramos aquí es un
“algo enigmático” que se “clausura sobre sí mismo en las figuras” (p. 191), tal y
como nos desvela la lectura técnica o formal de la escritura del pintor.
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Observa el crítico que hay cuatro fuentes de luz, de uno y otro lado de la
figura central que, al enfocarla, la envuelven en una masa oscura y la impulsan
hacia arriba, poniendo de relieve su sombra: como “el negativo de una
fotografía, a la espera de que se despeje la figura”, de que se desprenda un
sentido (que está aquí por decidir, a la espera de ser reconocido). Esa
penumbra contrasta con la legibilidad de otras partes de la imagen que de tan
resplandecientes y definidas, a la vez que parciales y fragmentarias, se vuelven
extrañas (el yugo descoyuntado, el abdomen y las rodillas del niño). El mundo
aparece aquí inquietante, sin unidad ni sentido, “desconocido”. La luz de Dios
que hacía habitable nuestro mundo se disgrega, la luz antigua ha dado paso a
una noche, donde se propaga la extrañeza de lo familiar todavía indiscernible.
De ahí el sentimiento de exilio: “el universo está oscuro”.
Esto es lo que significa la escritura del pintor, advierte el crítico, pero
también lo que refiere el tema del cuadro, que representa a Ceres errante,
perdida en tierra extraña, sin puntos de referencia, en busca de su bien:
Proserpina raptada por el dios de los muertos.
Pasamos a la lectura del cuadro sobre el plano ontológico. Según la
interpretación tradicional del mito, el rapto de Proserpina simboliza la
fermentación de la semilla de trigo en la tierra, de tal suerte que el retorno de la
joven divinidad sería la expresión de la perennidad de la vida y de los ciclos
vitales. Pero advierte el poeta que Elsheimer se ha detenido en un momento
del relato rara vez tratado en la pintura, el que más se resiste a esa
interpretación tradicional del mito. Tal vez porque ese momento recreado por el
pintor contradice “la majestad que instintivamente conferimos a la imagen
divina”. La diosa griega sufriente y desposeída, recreada cuando ha triunfado el
cristianismo, destituyendo a los mitos paganos, bien puede significar aquí, nos
indica el poeta, la “precariedad de lo sagrado” en tiempos de crisis y de
incertidumbre, la fragilidad de lo divino, que está a punto de ser cuestionado
por un simple niño, que se burla de ella, de su humana y urgente avidez,
impropia de una divinidad. Esto es lo que recrea el pintor: la fragilidad
(humanidad) de esa figura hasta hace poco divina, despojada de su divinidad,
de la que se burla un niño.
Y apunta el intérprete: más que recrear la burla, Elsheimer parece revivir
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el instante originario, “cuando el espíritu vacila entre esas dos grandes
postulaciones”: la irrisión, la denegación del ser, o su aceptación, que es
testimonio de sentido y, por lo tanto, “registra todas las decisiones que atañen
al ser o no-ser del mundo”. Ceres sería “la sombra a la espera del sentido”, el
sentido a la espera de ser confirmado, en un universo del que se ha retirado lo
sagrado y las apariencias se cierran sobre su enigma. Y ese espacio dejado
vacante por lo divino es invadido por el sinsentido, la nada que parece ser “la
ley del mundo cuando se descubren las fuerzas en acto del inconsciente”.
El presentimiento del inconsciente da la mano, en la pintura de
Elsheimer, a la impresión de que la realidad rehúsa el sentido que uno cree
poder darle, ya no nos permite esa esperanza: ello se debe a que nos
revela, en el abismo del alma, gracias, simplemente, a ese sueño duro y
ciego, que es el deseo quien gobierna, un deseo sexual, egocéntrico, una
simple voracidad de materia. En este escenario por el que se exhibe el
fantasma tan sólo hay —y nos encontramos ya con el pesimismo de
Freud— materia muda, indiferente (La nube roja, op.cit., p. 193).
De tal suerte que esa escena, que es como un “récit de rêve” —el relato
de un sueño—, ausculta el momento decisivo en el que lo sagrado se ha
retirado de nuestro mundo, en el que se pone en juego el destino del ser, que
puede ser una “ausencia”, prefigurada por la figura del niño, que pronto va a
ser metamorfoseado en lagarto: pues esa “aridez pétrea del cuerpo brillante
como la superficie lunar”, ese “fulgor glacial”, enigmático, ya evoca “el afuera
del ser, del sentido”, esa “exterioridad que puede ser nuestro destino”. Pero,
observa el exegeta, en “esa superrealidad de las apariencias cerradas” apunta
no obstante una virtualidad de presencia, sugerida por una frondosidad vegetal
—en oposición a la esterilidad lunar de lo pétreo— que simboliza, en el mito
antiguo, el retorno de Proserpina, y que parece indicar “un presentimiento
oscuro pero tenaz de lo que podría ser una tierra”, una indicación de lo que
podría salvarnos de ese vacío (ibid., p. 34).
Tal es la situación del ser —Ceres—, figura antaño divina privada de su
divinidad —como el hombre barroco, el hombre moderno—, que yerra y busca,
llama a una puerta cerrada, en un universo que expone su condición
enigmática, y del que aún no sabemos si no es más que vacío o si se puede
abrir alguna vía para “que haya sentido a pesar del enigma”.
Pero conviene observar —nos dice el intérprete— que, en el centro de la
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imagen,
nos
encontramos
a
una
Ceres
“menos
enigmática
que
verdaderamente misteriosa” y aunque el muchacho se burle de ella, Elsheimer
se cuida mucho de hacerlo: “sobre ese trasfondo de la nada, la figura de Ceres
se destaca por el afecto y la admiración con la que el pintor la ha
representado”. Y surge entonces una pregunta que el pintor se habría
formulado: ¿no habría en ese universo del que lo sagrado se retrae, y en el que
se desatan las pulsiones, los deseos del inconsciente, la manifestación de algo
más que “la actividad de ese apetito egocéntrico”?, ¿no nos está indicando la
posibilidad de una “mirada de amor”?
Y la lectura de la escena se abre entonces a una interpretación sobre el
plano psicológico. Pues observemos que si el niño se burla, esa burla parece
recaer sobre el gesto de avidez de la diosa. Es posible que con su burla nos
esté diciendo su frustración, su falta de amor. Elsheimer —infiere el crítico— se
habría detenido ante este episodio de las Metamorfosis (que pinta al menos
tres veces) porque se habría identificado con el niño, el actor principal de la
escena: el niño “privado del bien materno”, “tal vez celoso de una Perséfone a
él preferida”, que será por ello incapaz de experimentar la compasión que
merece la diosa errante, la madre sufriente. Y el pintor adulto que se codea en
Roma con sabios y filósofos, que ha planteado en sus cuadros el problema de
la violencia, del sufrimiento (“Los Mártires”, “Judith y Holofernes”), se descubre
ahora, ante esa escena ambigua, “capaz de otro sentimiento que habría podido
aflorar si sobre ese deseo de posesión —Eros— se hubiese impuesto la
adhesión instintiva al ser del otro”, asentada en la comprensión, el
reconocimiento de la desposesión, de la carencia y del exilio.
Y consideremos ahora que, en la recreación del mito, Elsheimer ha
seleccionado un momento y un elemento —el niño burlón— que interfieren y
perturban uno de los aspectos fundamentales del mito, que es la búsqueda de
la niña perdida por la madre divina y el amor, la devoción materna que se le
supone. Esa madre amorosa y desesperada será capaz, no obstante, de
convertir al muchacho en lagarto, lo que hace de ella una figura ciertamente
ambigua, inclemente a su vez con el burlón y, como aquél, incapaz de
compasión.
El cuadro pone en escena la decisión fundamental ante la que todo artista
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es emplazado, que no solamente es “vivido, sino también comprendido y
explicitado, por medio de un pensamiento figural que tiene la misma
trascendencia que las palabras en la filosofía”, escribe Yves Bonnefoy en 2004
(“Le dessin et la voix”, Lumière et nuit des images, op. cit., p. 291). “No
sabemos, el propio Elsheimer ignora si podrá ser aquél que al ver a Ceres
confirma su ser, o solidario con la turbación y la irrisión del niño, se dejará
invadir por los temores, los fantasmas, las pulsiones denigratorias” (op. cit., p.
293).
3.2. De la escritura hermenéutica a la escritura poética: Ceres en “La casa
natal”
Veamos ahora cómo esta figura emblemática del exilio en un universo
enigmático reaparece en el último libro de poesía de Yves Bonnefoy, Les
Planches courbes (Mercure de France, 2006), precisamente para significar el
fin de la errancia. El sentido declinado en la escritura crítica pasa a la escritura
poética en una operación que trasciende la simple referencia intertextual y se
convierte en apropiación existencial que conduce a un esclarecimiento
personal. La palabra del otro se incorpora así a la propia palabra, marca la
voluntad de inscribir una búsqueda subjetiva en una tradición de cultura y
alcanzar así una palabra impersonal, unánime y anónima, capaz de donar
valores compartibles.
Ceres reaparece como hilo conductor en el poema La casa natal, retorno
a la memoria de la infancia, en los confines del sueño y del recuerdo, que
sostiene la búsqueda del lugar originario destinado a abolir la errancia, a
deshacer los señuelos del mito personal del “Vrai Lieu”. Los recuerdos de una
memoria personal y lo impersonal del mito se reúnen para conferir a esa
reviviscencia del origen “una cualidad de memoria en un sentido más profundo
y más fuerte: memoria de nuestra condición como tal, memoria de la tarea que
nos exige que hagamos en nosotros mismos” (Entretiens, Mercure de France,
1990, p. 336-337).
No debe sorprendernos que esa tarea de desciframiento ontológico se
vea mediatizada por el sueño, que el arranque anafórico del poema —“Me
desperté, estaba en la casa natal”— designa como lugar de un despertar. Se
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trataría, por tanto, de un sueño dentro de otro sueño: el sueño de un despertar
en la morada originaria. Ahí donde, liberándose del mandato del sueño
ordinario, gobernado por el deseo de posesión, puede advenir el sueño
revelador que respondería a la reclamación del deseo originario de “sentido”.
De acuerdo con la dinámica de prospección y de retrospección que
autoriza la lógica del sueño, la “casa natal” es presentada, desde los primeros
versos del poema, como lugar a la vez de rememoración del pasado y de
espera de un acontecimiento revelador, señalado por la presencia de una
misteriosa desconocida que viene a llamar a la puerta, y en la que adivinamos
a la Ceres de Elsheimer:
Me desperté, estaba en la casa natal,
la espuma se abatía sobre la roca,
ni un pájaro, sólo el viento abriendo y cerrando la ola,
el olor del horizonte en todas partes,
ceniza, como si las colinas escondieran un fuego
que en otra parte consumiera un universo.
Salí a la galería, la mesa estaba puesta,
el agua golpeaba las patas de la mesa,
pero debía entrar, no obstante, la que no tiene rostro
pues yo sabía que estaba llamando a la puerta
en el pasillo, por la escalera oscura, pero en vano,
giré el pomo, que se resistía,
casi oía el rumor de la otra orilla,
las risas de los niños en la hierba espesa.
los juegos de los otros, los otros para siempre, en su alegría.
Como en el cuadro de Elsheimer descrito por el poeta, el rostro de la diosa está
en la sombra: “Es la sombra en relieve, a la espera del sentido como en el
negativo de una fotografía en la que todo nos resulta familiar sin que podamos
todavía comprender”, escribía el exegeta en 1968. Ceres es pues evocada en
ese momento de ambigüedad que fijó el pintor, cuando la suerte del ser está
por decidir.
II
[…]
Y toqué, vacilante, en la imagen,
el cabello en desorden de la diosa,
descubrí bajo el velo del agua
su frente triste y distraída de niña pequeña.
extrañeza entre ser y no ser.
[…]
Resuena aquí el bien conocido dilema que formula Hamlet, contemporáneo de
Elsheimer, como recuerda el poeta al final de su ensayo de 1968 y que, a los
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ojos de Bonnefoy, plantea “el problema del ser en el mundo, del querer ser o
del odio del ser”. Ceres es pues evocada en ese momento vacilante, en el que
todo está por decidir, a la espera de una confirmación de su ser.
Por un efecto de puesta en abismo, la escena representada por Elsheimer
(podríamos decir la escena “onírica” de Elsheimer) es introducida en la tercera
secuencia del poema, como un sueño dentro de otro sueño. Y, lo mismo que
sucedía en el cuadro, en el que el pintor se habría identificado con la figura del
niño, según la lectura que propone Bonnefoy, el sujeto poético adopta la
perspectiva del niño, para darle la palabra. Esto permite enfocar el enigma del
deseo, sondear la ambigüedad en la que se juega la irrisión, con las palabras
de la poesía, y transferir así a la palabra poética “el trabajo inexplícito pero
lúcido de la escritura del pintor” (La nube roja, op. cit., p. 34).
He aquí pues al niño emplazado ante esa elección significada por las dos
figuras que se alzan por encima de él, tal y como Elsheimer las había dibujado:
“una vieja encorvada, malvada” que nos recuerda la nada del mundo cuando
no lo sustenta la esperanza de que nuestra vida pueda entrañar un sentido; “La
otra de pie, afuera, como una lámpara, / Bella, sosteniendo la copa que le
ofrecen, / Bebiendo ávidamente para calmar su sed”, que simboliza por la
dignidad de su porte y la humanidad de su gesto su vocación a lo divino y su
necesidad de esperanza.
III
Me desperté, estaba en la casa natal,
era de noche, los árboles se agolpaban
de todas partes en torno a nuestra puerta,
yo estaba solo en el umbral al viento frío,
no, no estaba solo, porque dos altos seres
se hablaban por encima de mí, a través de mí.
Uno, detrás, una vieja encorvada, malvada,
otro afuera de pie como una lámpara,
bella, sosteniendo la copa que le ofrecen,
bebiendo ávidamente para calmar su sed.
Y ahí donde el pintor no podía sino meditar sobre la ambigüedad indecidible de
la pregunta que se plantea, la naturaleza enigmática del deseo, la escritura
poética puede avanzar en su desciframiento y exponer claramente la razón por
la cual Ceres será burlada y el niño condenado a quedarse en el afuera del ser,
recluido sobre sí mismo, bajo una apariencia ciertamente enigmática:
¿Acaso pretendía burlarme? claro que no,
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más bien dejé escapar un grito de amor
pero con la extrañeza de la desesperación,
y el veneno corrió por mi cuerpo,
Ceres burlada rompió a quien la amaba.
Así habla hoy la vida recluida en la vida.
La irrisión no sería sino un grito de desesperación, el signo de una alienación
de la palabra, convertida en distorsión incomprensible (en violencia), que
irrumpe cuando, en nuestra experiencia del mundo, se impone el sentimiento
de que éste se cierra a todo sentido y, en ese vacío, la única realidad que
impera es la del fondo “duro y ciego” del deseo de posesión, de las pulsiones
del “Eros” (la avidez del niño privado del bien materno o la avidez de la figura
materna privada de su niño). Las pulsiones del deseo de posesión, que
acaparan y reifican el mundo, que reducen al otro a un simple objeto (de burla,
de castigo), que pueden ser reprimidas o denigradas, o simplemente aceptadas
y proyectadas en sus virtualidades inversas de conocimiento de uno mismo y
de reconocimiento del otro. Se trataría por tanto de invertir la desesperación y
el desistimiento ante el vacío en voluntad, en esperanza de presencia. Pues el
deseo de posesión, que contiene en germen la violencia, la denigración de la
burla, la agresión del escarnio (la denegación del ser del otro, en definitiva),
podría verse mediatizado por el otro deseo —el deseo de tener ser, el deseo de
presencia— y convertido en adhesión total a lo que es auténticamente lo real:
“la relación del Yo con el otro”, “el único fundamento concebible de una realidad
propiamente humana” (L’Imaginaire métaphysique, op. cit. p. 84). Indispensable
para nuestra habitación del mundo, el lenguaje es también lo que nos destierra
de él y nos encierra en el fatalismo de un exilio. Tal sería por tanto la pregunta
que plantea la irrisión de Ceres: cómo desenmarañar el cifrado enigmático del
deseo en la palabra, cómo encontrar en la oscuridad de los afectos “la voz que
espera”, que podría invertir la fatalidad del mito y “hacer que haya sentido a
pesar del enigma”.
Tal es la pregunta que formula el fragmento que abre la última parte del
poema, que demanda “un lugar natal” para aquél que, como Ceres, busca y
espera “afuera” a que la casa se abra “desde dentro”:
XII
Belleza y verdad, pero esas altas olas
sobre los gritos obstinados. ¿Cómo preservar
audible la esperanza en el tumulto,
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cómo lograr que hacerse viejo sea renacer,
que la casa se abra desde adentro,
para que no sea la muerte quien empuje afuera
al que pedía un lugar natal?
En respuesta a ese encadenamiento de preguntas se introduce el último
fragmento del poema, que despliega la iluminación final:
Comprendo ahora que fue Ceres
quien apareció de noche, buscando refugio
cuando llamaron a la puerta, y afuera
de pronto su belleza, su luz
y su deseo también, su necesidad de beber,
con avidez, del cántaro de la esperanza
porque estaba perdida pero no para siempre,
tal vez, aquella niña que ella,
aun siendo tan divina y orgullosa,
no supo alzar en la llama tierna del trigo
para hacerla reír, en la evidencia que da vida
antes de la codicia del dios de los muertos.
El sueño de un despertar es finalmente el sueño de una revelación: “Je
comprends maintenant”. La atención se desvía ahora del niño a la figura de
Ceres. Se tratará de esclarecer la ambigüedad del mito e, igualmente, de
invertir su fatalidad. El exilio de Ceres vendría a significar el exilio de la
conciencia poética de la modernidad, despojada de aquello que le daba
sentido: Proserpina, que sería, según el intérprete de Elsheimer, “la vida que
puede ser presencia, participación a un sentido, al ser, y que estaría alienada
de sí misma” (La nube roja, op. cit., p. 29). Se trataría por tanto de transformar
“el espacio desierto en camino, en esperanza”, escribía Yves Bonnefoy
refiriéndose a la poesía, en 1959 (“L’acte et le lieu de la poésie”, op. cit.); de
convertir la desesperación del exilio y de la pérdida en búsqueda, en voluntad
de reencontrar aquello que se ha perdido, “pero no para siempre, / tal vez”, dice
el poema. Lo que invierte la desesperación de la nada en esperanza es la
lucidez poética, llamada a desenmarañar las formulaciones enigmáticas del
deseo en la palabra, a nombrar la raíz, la razón de todo exilio.
De ahí el segundo movimiento de la secuencia, centrado en descifrar el
porqué de la zozobra de la diosa. Así, la sufriente Ceres no habría sabido
preservar a su hija del codicioso dios de los muertos por no haber sido capaz
de hacer don “de la evidencia que nos da la vida”, de la “risa” —que no
irrisión—, que es aceptación y participación en la vida. Nos remite aquí el poeta
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a esa experiencia originaria y, a su juicio, decisiva, que atañe a la relación entre
la madre y el hijo (como atestiguan sus estudios críticos sobre Nerval, Rimbaud
o Des Forêts), en la que el niño nace al lenguaje, y en la que se decide el
destino de aquél en su relación con el mundo. Mediatizada por la figura
materna, esa relación podrá sustentarse sobre la confianza, la adhesión a lo
que es, el deseo de presencia y de participación en la vida, o, por el contrario,
quedar marcada por la duda y la desconfianza que lo deportan hacia un exilio.
Exilio que vendrían a significar en el mito el rapto de Proserpina por el dios de
los muertos, o la metamorfosis del niño en lagarto. Ceres sería por tanto
culpable de no haber sabido preservar como madre la “divinidad” del niño.
Y al mismo tiempo, el desciframiento poético del mito permite desentrañar
una verdad existencial en la que el poeta se reconoce y que puede integrar en
su propia existencia. La exploración poética del mito conduce a un
esclarecimiento personal que atañe a su relación de filiación con su propia
madre, evocada —por vez primera— en este mismo poema como “la evasiva
presencia materna”, y le permite comprender la raíz de la carencia originaria
que le habría llevado a desear ese “Vrai Lieu” ausente, siempre diferido en el
horizonte de una incesante búsqueda vivida como exilio, que habrá constituido
un influyente polo de atracción en su universo poético. La obsesión de ese
lugar (“irreal”) perdido, que desvía al poeta de su verdadero cometido (el
encuentro con lo “real”), es reconocida y asumida como “mito personal”
enraizado en la relación materno-filial, como “legado” edípico, tal y como
desvela explícitamente el fragmento IX. El sueño de retorno a la “casa natal”
significa, por tanto, el “despertar” del sujeto poético a la carencia originaria que
sostiene su búsqueda poética, determinada por la ambigüedad afectiva de la
madre, asociada, en este mismo poema, a otra figura de la desposesión y el
exilio, la Ruth de Keats, marcada por la nostalgia de la tierra natal perdida:
IX
Y entonces llegó un día
en que escuché ese verso de Keats, extraordinario,
la evocación de Ruth “when, sick for home,
she stood in tears amid the alien corn”.
Y de aquellas palabras
no me era necesario penetrar el sentido
porque ya estaba en mí desde la infancia,
me bastó reconocerlo, y amarlo
cuando volvió desde el fondo de mi vida.
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¿Pues qué otra cosa pude recoger
de la evasiva presencia materna
sino su sentimiento de exilio y las lágrimas
que enturbiaban aquella mirada al querer ver
en las cosas de aquí el lugar perdido?
Ceres deviene así figura emblemática de la madre en su relación con el hijo.
Comprender la ambigüedad de Ceres es comprender —y redimir— la
ambigüedad de la propia madre.
El sueño de un despertar es, por tanto, el de la toma de conciencia de la
carencia originaria y, de igual modo, el de una anamnesis de la conciencia
poética reencontrada con su verdadero cometido, que consiste en reparar esa
carencia en un ejercicio de memoria y de comprensión del que pueda
decantarse una verdad que daría fundamento a nuestra vida, recordándole su
objetivo y su finalidad.
Conducida por la lucidez crítica, condición de la verdadera experiencia
moral, la palabra poética está ahora en condiciones de reconocer y expresar el
verdadero deseo humano que nos devuelve a la vida, que puede cambiar la
incertidumbre en confianza, la ignorancia en reconocimiento y el deseo de
posesión en deseo de participación:
Y piedad para Ceres y no burla,
encrucijadas en la noche profunda,
gritos que llaman en las palabras, aun sin respuesta,
palabra aun oscura mas que pueda
por fin amar a Ceres que busca y sufre.
Comprender poéticamente significa, por último, aceptar sin reservas la
desgracia de Ceres en un acto de reconocimiento y de compromiso que es
también una “devoción”. Y retomo la palabra que empleaba el poeta para
calificar la mirada de Elsheimer cuando pintó a su diosa ambigua, para
reconocerle, a pesar de todo, su belleza y su dignidad. Pues tal es el cometido
último de una palabra poética que no habrá renunciado a un conocimiento
moral y ontológico: comprender y redimir al otro en un acto de compasión que
constituye el gesto más auténticamente humano de donación de sentido.
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Eneas en la narrativa de Michel Butor
(Lourdes Carriedo)
El “Nouveau Roman” y la reescritura de los mitos
Consideraciones preliminares
Como otros escritores del Nouveau Roman 1 , Michel Butor recrea en su
obra, bajo el envoltorio narrativo propio de la modernidad experimental, unos
relatos fabulosos y ejemplares que vienen a expresar, según sus propias
palabras, “relaciones eternas y universales en medio del extraño mundo
contemporáneo”. Esos relatos fundamentales protagonizados por personajes
míticos se convierten así, de manera bastante explícita, en principios
dinamizadores de las novelas de su primera etapa narrativa 2 . Tal es el caso de
Teseo, el héroe ateniense que, unido a su inseparable decorado laberíntico,
irradia el espacio mítico de L’Emploi du temps (1956), una novela que ya ha
merecido interesantes estudios desde una perspectiva mitocrítica 3 . Tal es el
caso también de Eneas, el héroe troyano ensalzado por Virgilio como fundador
de Roma, que sustenta gran parte de la urdimbre mítica de La Modification
1
Con la perspectiva del tiempo, el Nouveau Roman aparece como una cesura en la
historia del relato según el título de Francine Dugast-Portes (2001), que se produce a lo largo
del tercer cuarto del siglo XX. En términos generales, los autores que pueden englobarse bajo
esta etiqueta ciertamente reduccionista practican la libertad narrativa, regida por una decidida
voluntad de subversión respecto a las estructuras novelescas tradicionales. Pero bajo esta
envoltura de modernidad, varios miembros del mal considerado grupo, como Robbe-Grillet y
Claude Simon, además de Butor, reescriben y readaptan mitos arcaicos, cuyo valor semiótico
varía muchísimo de una obra a otra y de un autor a otro.
2
La primera etapa narrativa de Butor se compone de novelas en las que se ha producido
una subversión de las formas tradicionales sin llegar a su completa desintegración. Passage de
Milan (1954), L’Emploi du temps (1956), La Modification (1957) y, ya en la frontera, Degrés
(1960), forman parte de lo que se ha denominado Romanesques I.
3
Son de reseñar, entre otros y por orden de publicación, los trabajos de Else Jogeneel
(1988), Michel Butor et le pacte romanesque, José Corti; André Siganos (1993), Le Minotaure
et son mythe, P.U.F.; Pierre Brunel (1995), L’Emploi du temps. Le texte et le labyrinthe, P.U.F.
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(1957). Es ésta una novela compleja y fragmentaria en la que se entrecruzan y
confluyen numerosos relatos fundamentales, que la convierten, como veremos,
en un auténtico “palimpsesto de carácter mítico” 4 .
La modificación presenta, en efecto, un evidente intertexto virgiliano, a
partir del cual quedó configurado el “mito literario” 5 de Eneas, pero es bueno
recordar que éste, a su vez, fue el resultante de una encrucijada de hipotextos 6
homéricos que, por su parte, supieron absorber relatos míticos de orígenes
remotos, como el de Orfeo y su bajada al Hades en busca de la bella Eurídice.
Este encadenamiento o, mejor dicho, esta estratificación de narraciones
míticas, resulta relativamente fácil de percibir en la novela de Butor por parte de
un lector mínimamente conocedor de los textos clásicos fundacionales de la
literatura europea 7 , un lector al que, además, se le lanzan algunos guiños, o
pistas interpretativas, desde la propia acción narrativa. No es casual, por
ejemplo, que el mecanismo rememorador de Delmont, el personaje principal de
la novela, le haga remontarse, durante las primeras horas de su largo viaje en
tren, a una tarde ociosa, en la cual, cómodamente instalado en su salón
parisino, había escogido releer el libro VI de La Eneida y escuchar el Orfeo de
Monteverdi.
A lo largo de La modificación, Butor deja sutilmente entrever al lector el
entramado de héroes míticos que cimientan el personaje de su ficción, mientras
ésta se reduplica por medio de un relato especular 8 , o “puesta en abismo” que,
en el caso concreto de esta novela, reenvía simbólicamente a una etapa de la
gesta mítica de Eneas. Estos dos procedimientos literarios de reescritura o
4
Utilizamos el título de Gérard Genette en su estudio clave sobre los procesos de
intertextualidad: Palimpsestes, Seuil, 1982.
5
Seguimos aquí la distinción que hace André Siganos en Le Minotaure et son mythe
(1993) entre el “mito literario”, que nace a partir de una obra literaria concreta, y el mito
“literarizado”, que actualiza en un texto relatos arcaicos preexistentes de origen remoto e
ilocalizable. Interesa también, a este respecto, el estudio de Juan Herrero “El mito como
intertexto: la reescritura de los mitos en las obras literarias” (2006).
6
Según la denominación de Gérard Genette, el “hipotexto” es el texto primero, o
subyacente, en un proceso intertextual, mientras que el “hipertexto” corresponde al texto
posterior que lo re-crea.
7
Es de señalar, a este respecto, el sugerente trabajo de Francisco García Jurado sobre
El arte de leer. Antología latina en los autores del siglo XX (Madrid, Liceus, 2007), en el que,
partiendo de una definición clara y operativa del concepto de “intertextualidad”, repasa
sintéticamente el eco de numerosos autores latinos en la literatura europea contemporánea.
8
El relato especular, también llamado por L. Dallenbach (1977) mecanismo de “puesta
en abismo”, supone la inclusión de un microrrelato en el interior del relato principal, con el que
establece una relación simbólica, metadiscursiva o intertextual.
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intertextualidad 9 , y de “puesta en abismo” o narración especular, se hallan en la
base de la escritura butoriana y se convierten, además, en dos poderosos
mecanismos de inserción de substancia mítica. La modificación ofrece un
ejemplo privilegiado de todo ello, al tiempo que plantea la función de este
elemento mítico. Como demuestra Javier del Prado en “Du mythe à
l’archéologie mythique” (1995), el poder de significación del mito resulta
fluctuante, ya que depende, en el proceso de su reformulación literaria, no sólo
de la estructura que lo acoge, sino también del momento en que aquélla se
produce.
Si bien el mito pone en escena, según Carlos García Gual (1997: 9),
“actuaciones memorables y paradigmáticas de figuras extraordinarias —héroes
y dioses― en un tiempo prestigioso y esencial”, como es el caso de la
actuación de Eneas en el texto de Virgilio 10 , en la novela de Butor el personaje
central, a través de su alter ego o reflejo especular en el microrrelato insertado,
dista mucho de ser extraordinario; no actúa de manera memorable, sino de
modo tremendamente pusilánime, y lo hace en un tiempo prosaico en el que la
civilización dista mucho de esa ejemplaridad cultural y artística de la antigua
Roma 11 . Es llamativo que, en La modificación, ese heroísmo que se desprende
de las figuras irradiantes de Eneas (fundador de Roma) y, en menor medida, de
Teseo (héroe ático, fundador de Atenas), figuras ambas politizadas y
magnanimizadas en la literatura clásica, se revela imposible en este caso, al
producirse una desmitificación sistemática de espacios y personajes. Del héroe
mítico, Butor nos desplaza, a través del anodino Léon Delmont, al antihéroe de
lo cotidiano, valiéndose de guiños intertextuales, juegos especulares,
estructuras invertidas y desarrollos metadiscursivos.
Sobre todo ello reflexionaremos en el presente trabajo, teniendo en
9
En términos generales, la intertextualidad supone la presencia, más o menos explícita,
de un texto en otro (Genette, 1992). Dentro de los cinco campos intertextuales que distingue
Marc Eigeldinger (1987:11), Butor desarrolla enormemente los campos literario, artístico y
mítico; en menor medida, los campos bíblico y filosófico.
10
Virgilio matizó y personalizó el heroísmo rudo y sin ambages de los personajes
homéricos, dándoles un perfil más humano. Eneas es, en un principio, un guerrero derrotado
que huye de una Troya devastada, para convertirse luego en un héroe con misión
trascendente, tanto política como religiosa.
11
Como demuestra Michel Leiris (1957), La modificación desarrolla un “mito romano”, a
través de la magnificación de la historia política y artística de la “ciudad eterna”, metonimizada
por Cécile, la amante italiana con la que Delmont sueña recuperar una nueva juventud.
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cuenta que el análisis de la arqueología mítica del texto, junto con el de la
intertextualidad que lo sustenta y el del metadiscurso que lo vertebra, no
responde sino a los diferentes niveles de su espesor paradigmático, o
topografía textual, que se resuelven en el desarrollo actancial y lógicocronológico de su particular estructura narrativa. Ello supone la necesaria
ubicación del análisis de la recreación mítica en el marco de una lectura
temático-estructural de La modificación, que pasamos a esbozar muy
sucintamente.
1. La modificación desde una perspectiva temático-estructural
Según la formulación de Javier del Prado (1999), el tematismo estructural
parte de la base de que en la dinámica sintagmática, que desarrolla una
determinada anecdótica, se articulan varios niveles de significación que
confieren al texto un espesor topográfico, o estratificación paradigmática. El
paradigma comprende así varios niveles significantes que van desde la
arqueología mítica o decorado mítico del texto ―ligado a las instancias del
preconsciente―, a la disposición cultural del intertexto y conceptual del
metadiscurso, pasando por las marcas enunciativas del yo que escribe o que
habla, la ensoñación material del mundo que revela su expresión analógica, la
descripción y creación del espacio de ficción que rigen las relaciones con el
cosmos. El engarce de dicha articulación entre el eje vertical del paradigma y el
desarrollo horizontal del sintagma, viene a resolverse por medio del campo
temático, que ejerce de motor de la estructuración anecdótica y actancial del
texto.
En La modificación, el campo temático rector que permitirá el engarce de
los niveles sintagmático y paradigmático del texto será, como anuncia el título,
el de “la modificación” o rectificación, en función de la cual un personaje
termina dando marcha atrás a sus proyectos iniciales, tras haber tomado
conciencia de su situación y de sus limitaciones. Esta toma de conciencia, que
implica también una revelación, sucede a una doble crisis, existencial y
sentimental, sutilmente reflejada por el trenzado narrativo, reflexivo y
descriptivo de la novela.
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La modificación se construye sobre una anecdótica aparentemente
tradicional y manida; se trata de un viaje en tren París-Roma, que realiza un
personaje, cuya identidad conocemos muy entrado el relato, Léon Delmont.
Salvo en contadísimas ocasiones, Delmont permanece en el compartimento
durante las 21 horas que dura el viaje, por lo que tenemos unas unidades
aparentes de lugar, tiempo y acción, que se ven trascendidas por múltiples
espacios e imágenes que manan de sus sensaciones, recuerdos y fantasías.
Múltiples tiempos se superponen y alternan en el hilo central del relato.
Delmont, quieto en su asiento, se entrega a una actividad mental desbordante,
dada su gran capacidad de observación, rememoración y ensoñación, que le
llevan a transitar por los caminos permanentemente bifurcados, y a veces
también cortocircuitados, de su complejo espacio interior 12 . Ello condiciona su
decisión final de no llevar a cabo el proyecto originario con el que subió al tren
—abandonar a su mujer y la monótona vida familiar en París, para instalarse
con su amante romana en París 13 ―, para invertir dicho plan casi por completo
—seguir cohabitando con su mujer en París, y continuar encontrándose con su
amante en Roma. A lo largo de la narración, el lector asiste al proceso de una
conciencia en situación, pudiendo tomarse el término “proceso” en su doble
sentido, cronológico y jurídico. Como se demostró en el artículo “Héroe pasivo
y conciencia activa en La modificación” (Carriedo, 2000), el devenir del texto,
que se construye de manera fragmentaria, corresponde a las diferentes etapas
de instrucción, o autoinstrucción, de un juicio o acusación: el que lleva a cabo
su propia conciencia.
La dinámica actancial obedece, de este modo, a la transformación
progresiva de la decisión de Delmont, a partir de una crisis que le hace
experimentar un verdadero infierno personal, en estrecha correspondencia
metonímica con el ambiente sofocante y recalentado del compartimento. El
lector vive con el personaje, arrastrado por el poder performativo de la segunda
12
Un espacio interior ciertamente laberíntico que el héroe recorre extraviado, cual Teseo
en el laberinto del Minotauro. En este caso, será la voz narrativa, de origen enunciativo incierto,
pero tremendamente próxima a la voz de la conciencia, la que se convertirá en un peculiar hilo
de Ariadna que le conducirá a la luz final.
13
Es precisamente esta voluntad de continuar viviendo en París lo que se revelará como
un gran error, desde el momento en que Cécile, metonimia de la luz romana, no resulta
trasplantable al escenario parisino. El radical cambio de vida requeriría, así pues, una
imprescindible ruptura espacial.
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persona, un proceso de metamorfosis que conlleva un auténtico y revelador
descensus ad inferos. El viaje de Delmont responde, así pues, al esquema
iniciático de la transmutación del destino 14 .
El nivel de la estructuración metafórica responde igualmente a un juego
metamórfico por el que determinados objetos y personajes del entorno de
Delmont son en un principio percibidos en su realidad fenomenológica (el
entramado romboidal del suelo del vagón por el que sale la calefacción, por
ejemplo) para ir adquiriendo, a través de una percepción deformada por el
cansancio y el sueño, nuevos valores y resonancias a partir de significativas
derivas imaginarias. Así, el suelo metálico del vagón conduce poco a poco a la
recreación fantasmagórica de ese infierno en el que el largo viaje se acaba
convirtiendo, en perfecta consonancia analógica con el decorado mítico que lo
sustenta, y que, además, se reduplica gracias al relato especular que se
engasta en el hilo narrativo principal. En efecto, a partir del comienzo de la
tercera y última parte de la novela, una serie de siete microsegmentos se
insertan entre la narración del viaje presente y la irrupción del pasado
recobrado por la memoria hiperactiva de Delmont, para construir, a pesar de la
intermitencia narrativa, un relato autónomo, con introducción, desarrollo y
desenlace propios. Dichos fragmentos se engastan en el hilo principal por
medio de bisagras que mantienen, tanto con el segmento anterior del
microrrelato, como con la narración central, una ilación temática y recurrente.
Se instaura así ese sistema de ecos y repeticiones, esa “prosodia
generalizada” tan característica de la escritura butoriana.
Existe una evidente correspondencia simbólica entre la aventura interior
de Delmont y la de ese personaje anónimo que se convierte en un alter ego
que absorbe, como veremos, una larga tradición mítica. Además, no parece
casual que, simultáneamente al punto álgido de su crisis personal, Delmont
comience a ensoñar la aventura fantasmagórica de un hombre perdido que
avanza penosamente por un paisaje espectral. Esta aventura por el mundo de
las sombras no es sino un relato especular experimentado por un doble en la
ficción onírica, que se introduce abruptamente en el texto por medio de un
14
Este aspecto se desarrolla en la introducción a la versión castellana de La modificación
que realizamos para la editorial Cátedra, en 1989.
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pronombre en tercera persona.
Antes de ver cómo se establecen las correspondencias entre la narración
principal y el microrrelato especular, y la relación de recreación y/o subversión
que éste mantiene con el relato mítico virgiliano, parece oportuno recordar
brevemente cuál ha sido el destino literario de Eneas, mito “literarizado” por
Homero, y definitivamente elevado por Virgilio al rango de “mito literario”.
2. El destino literario de Eneas, héroe mítico
La primera vez que Eneas aparece como personaje de una obra literaria
es en la IIíada de Homero (s. IX a.C.), donde se recogen antiguas leyendas y
queda configurado el escenario mítico primigenio. En la epopeya homérica,
Eneas aparece como un valiente guerrero, fruto de la unión de la diosa Afrodita
con el troyano Anquises, que logra escapar de Troya para exiliarse en el Lacio
tras muchas peripecias, y fundar lo que luego sería la ciudad de Roma.
Varios siglos más tarde, Virgilio (s. I a.C.) aprovecha esta figura literaria
para imprimirle en su Eneida el sello de héroe político que cumple una misión
trascendente dictada por la divinidad. El Eneas virgiliano será, en efecto,
político y piadoso al tiempo, una figura de grandeza acorde con las
expectativas del emperador Augusto, mecenas de la obra y deseoso de
engrandecer su propio linaje por medio de un antepasado heroico. Eneas
ofrecía un perfil mucho más adecuado para la glorificación de la dinastía Julia
que el que proporcionaba Rómulo, cuyo fratricidio podía recordar el reciente
asesinato político de Marco Antonio a manos de Octavio, futuro emperador
Augusto. Desdeñando la leyenda de Rómulo y Remo 15 , Virgilio contribuye, así
pues, a consolidar a Eneas como insigne fundador de Roma.
En la Eneida, Virgilio adapta la materia homérica y la reescribe a modo de
díptico en el que se absorben las dos obras del poeta épico griego. La Odisea
le ofrece materia más que atractiva para los seis primeros cantos de su Eneida,
mientras que la Ilíada se convierte en el substrato literario de los seis últimos. A
15
Rómulo consta en los textos de Tito Livio y de Plutarco como el fundador de Roma.
Pero esta gesta, que cumple con los auspicios divinos, se realiza sobre la base del asesinato
que él mismo comete contra la figura de su propio hermano. Esta fundación de la ciudad
basada en un fratricidio condicionaría su difícil destino, que contempló muchas guerras civiles.
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lo largo de los primeros cantos, la Eneida relata la devastación de Troya por los
aqueos y la huida precipitada de Eneas con su padre Anquises y su hijo
Ascanio, a los que perderá por el camino. Las peripecias de esta huida retoman
muchos elementos de la Odisea, incluyendo el descenso al mundo de
ultratumba, que en aquélla había efectuado Ulises. La recreación de la
catábasis órfica constituye un mitema ―o unidad narrativa mínima de
significado mítico― central de ambos relatos. Sin embargo, como señala
Carlos García Gual (1997), el tratamiento del mismo núcleo narrativo resulta
significativamente diferente en ambos textos. Ulises en la obra homérica y
Eneas en la obra virgiliana visitan el Hades con diferente intención. Mientras
Ulises aspira a que el adivino Tiresias le indique cómo conseguir un “dulce
regreso” a Ítaca, y éste le profetiza un camino de retorno largo y difícil, lleno de
obstáculos, Eneas ansía reencontrarse con su padre Anquises, quien a su vez
le anuncia un destino glorioso, íntimamente ligado al del pueblo romano. No
deja de ser curioso que Anquises le cuente a Eneas la futura y gloriosa historia
de Roma desde el reino de los Muertos, en un relato prospectivo plagado de
elementos oníricos 16 .
Por otra parte, mientras que en el canto XI de la Odisea, Ulises accede,
casi sin preámbulos descriptivos, a la fosa del Erebo donde se congregan las
almas de los difuntos, en la Eneida el tiempo de narración que se dedica a la
entrada de Eneas en el Averno es mayor y mucho más detallada la descripción
de los lugares fantasmagóricos que el héroe atraviesa antes de poder acceder
al mundo de ultratumba gracias a la mágica rama dorada 17 que, a modo de
salvoconducto, le proporciona la Sibila de Cumas.
En su texto, Butor recupera elementos de ambos relatos míticos, para
marcar la enorme distancia existente entre los héroes de aquéllos —Ulises y
Eneas, respectivamente― y el personaje pusilánime del microrrelato
intercalado que constituye el doble mítico de Delmont. En su personal
16
Es propio de los relatos iniciáticos que la revelación se efectúe tras una “muerte
simbólica”, que con frecuencia se logra a través del sueño. Cf. Simone Vierne (1987). De
hecho, el final del Libro VI de la Eneida se refiere explícitamente al “país del Sueño”.
17
Virgilio recoge la leyenda folclórica de la rama de oro, o rama dorada —ramus
aureus―, que crece en un árbol ubicado en el centro de un frondoso bosque para ser ofrecida
a Proserpina, reina del Hades. Sólo el elegido por los dioses podría hacerse con la rama y
adquirir, gracias a ella, poderes sobre los seres infernales.
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catábasis, éste no se hace merecedor de ramo alguno; tampoco se le augurará
la posibilidad de un regreso o de un destino glorioso por el cumplimiento de una
misión heroica. En este caso, la revelación habrá de ser necesariamente de
otro signo.
3. Relato especular e intertexto mítico. Eneas y Delmont: sus
respectivos descensi ad inferos
El microrrelato que se inserta fragmentariamente en el hilo narrativo
central del viaje, al comienzo de la tercera parte de La modificación (capítulo 7),
constituye el eje sobre el que pivota y gira la decisión de Léon Delmont. A
medida que se alarga el tiempo del extenuante viaje, a medida que el viajero da
vueltas a los recuerdos e impresiones de sus últimos años, y que reflexiona
sobre sus planes inmediatos, la firmeza de sus intenciones primeras se
desmorona para dar paso a la convicción de la imposibilidad de escapar de una
situación viciada. La rumia interior de la que Delmont es incapaz de liberarse,
amenaza con minar, a nivel psicológico, sus posibilidades de cambio vital y, a
nivel simbólico, sus opciones de acceder definitivamente a una amante, Cécile,
a la que ensueña como gloriosa y prometedora “puerta de Roma”.
La inserción del microrrelato coincide con el momento en que el personaje
comienza a dar marcha atrás en sus planes, y a concebir la idea de regresar a
un hogar “inhóspito”. Ello le llevará, por una parte, a considerar lo erróneo de
su proyecto inicial, por otra, a reconocer su propia incapacidad para dar un giro
definitivo a una existencia tediosa e insatisfactoria. Delmont comienza entonces
a proyectar, en unas divagaciones cada vez más delirantes, su propia
desorientación existencial en el nivel imaginario de la escritura 18 , para
conferirle después espesor significativo a través de ese mito, que el relato
intercalado recrea de manera especular bajo la enunciación encubridora de la
18
Delmont traslada al plano imaginario de un libro que no habrá de leer, sino escribir, su
propia situación de extravío: “en ese libro […] tiene que haber un hombre en dificultades que
quisiera salvarse, un hombre que mientras recorre un trayecto se da cuenta de que el camino
que ha tomado no conduce a donde pensaba, como si se hubiera perdido en un desierto, o en
la selva, o en un bosque que se cierra tras él sin que pueda llegar ni siquiera a encontrar el
camino que le ha llevado hasta allí, pues las ramas y lianas ocultan los rastros de su paso, la
hierba ha vuelto a crecer y el viento ha borrado sus huellas sobre la arena” (Butor, 1988: 240).
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tercera persona.
Los siete microsegmentos de los que se compone dicho relato intercalado
responden a las diferentes etapas de un trayecto iniciático, en las que
confluyen diferentes figuras míticas.
Microsegmento 1 (Butor, 1989: 247-248). Descenso a la sima infernal
Un personaje anónimo se arrastra por un paisaje crepuscular hasta llegar
a una sima, en cuyo fondo mana con estruendo un torrente amenazador. La
caída por la sima cobra tintes fantasmagóricos. Los elementos del paisaje
reenvían a un doble plano. Por un lado, al plano del viaje físico de Delmont,
dominado por el ruido del traqueteo del tren y la caída de la tarde 19 . Por otro, al
plano de lo que se anuncia como doble intertexto mítico: el descenso de Ulises
a la fosa del Erebo; el paisaje que atravesará Eneas en su bajada hacia el
Averno, cuya descripción por parte de la Sibila de Cumas resume los
componentes del paisaje que atraviesa el alter ego de Delmont y, al tiempo,
trasunto de Eneas:
Todo el trecho intermedio son boscajes,
Y resbala el Cocito retorciendo
En abrazo de muerte su onda negra (Virgilio, 2006: 326).
Microsegmento 2 (Butor: 252-253). Llegada ante la cueva de la Sibila
El personaje anónimo continúa su avance por un paisaje hostil, ya bañado
por la luz de la luna —en consonancia con el anochecer del plano real del
viaje―, y vadea un río de aguas turbulentas hasta que llega, trepando por unas
rocas, “a la entrada de una cueva de donde sale con un silbido una fuerte
corriente de aire” (253). Ha llegado ante la gruta de la Sibila de Cumas, cuya
presencia se impondrá en el microsegmento siguiente. Es curioso cómo, en
esta aproximación a la gruta, ubicada en el flanco de una peña, el personaje
oye un fuerte silbido. La fonética misma de la palabra prepara ya, con su
sibilancia, la aparición de la Sibila. Así, leemos en el texto virgiliano:
El flanco enorme de peñón euboico
19
La luz del atardecer permite establecer la correspondencia entre el plano real del viaje
y el plano del relato onírico; constituye la bisagra temática entre los dos hilos narrativos. Así, el
final del primer microsegmento alude a ese atardecer “cuando la cinta del cielo se vuelve
violeta”, mientras que el segmento siguiente, relativo al viaje real de Delmont, comienza con
una alusión a esa luz que poco a poco se disuelve en sombras: “Esa gran mancha de sol que
se había ido extendiendo lentamente frente a usted […] y que luego fue desapareciendo del
compartimiento”.
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Se abre en un antro inmenso, al que dan paso
Cien largas galerías con cien puertas:
A través de ellas sale, en son de oráculo,
La voz de la Sibila hecha cien voces (Virgilio: 321).
Paralizado en el umbral de la gruta, el personaje huele a humo, y este olor a
quemado constituirá la bisagra entre el segundo y el tercer microsegmento.
Microsegmento 3 (Butor: 255-257). Encuentro con la Sibila
El personaje errante se encuentra con una anciana 20 que, sosteniendo un
gran libro, le recibe con un susurro de palabras, en un principio ininteligibles. El
eco de las mismas se confunde con el eco del ruido que produce el silbato del
tren cuando pasa por el túnel, de ahí la aclaración del paréntesis, que supone
un nuevo cambio de planos narrativos: “(pero ese susurro considerablemente
ampliado se convierte en un ruido parecido al que hace el tren en el túnel, de
modo que resulta muy difícil entender lo que está diciendo)” (255).
Los tres planos —el del viaje que realiza Delmont, el del relato
fantasmagórico que ensueña en su estado de semiinconsciencia, el del relato
mítico reescrito― se entrecruzan de manera sutil, formando un complejo
entramado. En este microsegmento, los ecos virgilianos del heroísmo de Eneas
se multiplican. Pero, en un momento dado, la dinámica magnificadora cambia
de signo y aparecen subvertidos ciertos ecos, esta vez homéricos. Veamos
cuáles son los elementos que se recuperan de cada hipotexto, y cuáles son sus
respectivas funciones.
Tanto en el hipotexto virgiliano como en el hipertexto butoriano, la anciana
figura recibe a los personajes haciendo alusión a la dificultad del largo camino
por ellos recorrido. En el texto virgiliano, a la rememoración de los peligros
sorteados (“Oh tú que tantos riesgos en los mares has logrado evadir”, Virgilio:
315) sucede la predicción de otros múltiples peligros; de ahí el paréntesis
especificativo que sigue a la frase anterior —“(y otros peores en tierra habrás
20
Según cuenta la leyenda, la Sibila de Cumas tenía el don de emitir profecías que le
eran inspiradas por el dios Apolo. Éste le ofrece concederle un deseo, y la Sibila le pide vivir
largo tiempo, pero se olvida de solicitar la eterna juventud, por lo que, con el paso de los años,
se convierte en una anciana tremendamente consumida. Por ello se la representa siempre
como tal, sosteniendo habitualmente uno de sus libros proféticos o sibilinos. Butor superpone
esas imágenes con la de la anciana que Delmont percibe durante su viaje, que es
precisamente la que constituirá el fundamento real de su ensoñación: “El empleado se cruza
con una mujer de luto, una italiana encorvada y flaca como una Sibila de Cumas, como la
anciana señora da Ponte”.
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de ver)”. En el texto de Butor, la Sibila resalta las penurias del camino, al
tiempo que le inquiere acerca de los motivos que le han llevado a emprender
semejante aventura. Al no obtener respuesta inmediata, le espeta esa
pregunta-clave que reenvía directamente al texto de Virgilio. Reseñamos, por
su interés, el párrafo entero:
Estos bosques, esta selva estas piedras son agotadores, pero ahora
tienes derecho a descansar un poco para escucharme, para hacerme esas
preguntas que debes haber preparado larga y minuciosamente, porque
nadie emprende un viaje como éste tan peligroso, si no tiene unas razones
muy precisas, muy meditadas y de mucho peso […] ¿Por qué no me
hablas? ¿Te imaginas que no sé que tú también vas en busca de tu padre
para que te muestre el porvenir de tu raza? (255-256)
Esta pregunta es, en efecto, la que proporciona la clave de la intertextualidad
virgiliana, y reenvía directamente al héroe troyano quien, como se sabe,
desciende al Mundo de los Muertos con la intención de reencontrarse con su
padre. De él obtendrá la visión profética de un destino personal que alcanza
valor nacional.
Ante las indagadoras palabras de la Sibila de Cumas, Eneas pronuncia un
discurso digno de su valor, al tiempo que le pide, con las palabras adecuadas y
oportunas, que le permita acceder a la presencia en sombras de su padre:
Cuando cesó la furia y se aquietaron
Sus labios, dijo Eneas: “No suscitas,
oh virgen, ante mí visión alguna
de males no esperados; todos ellos
no sólo los preví, sino que el alma
les tengo ya ofrecida. Sólo aspiro
a una gracia: ésta dicen que es la puerta
hacia el rey infernal y el negro lago
en que vuelca su flujo el Aqueronte:
Oh, logre yo pasar a la presencia
De mi padre querido, y el camino
sé tú quien me lo muestres y me lo abras!… (Virgilio: 325).
El discurso valeroso de Eneas continúa con el recuerdo de sus propias
hazañas, que comprenden la huida de Troya devastada por los aqueos con su
anciano padre a hombros, así como las hazañas de otros héroes míticos que
fueron capaces de bajar al Averno y de salir de él: Orfeo, Pólux, Teseo y
Alcides. Eneas se sirve de estos nombres para incrementar su capacidad de
persuasión ante la Sibila, decidido como está a buscar a su padre por el reino
de ultratumba. La Sibila, tras advertirle de la dificultad de regresar al mundo de
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los vivos, le indica la manera de acceder al Averno. Para ello ha de hacerse
con la rama dorada, de hojas y tallo de oro, que crece de un árbol situado en
medio del denso bosque. Guiado por dos palomas, Eneas conseguirá la rama
y, una vez habiendo sepultado a Miseno, su compañero de armas
recientemente muerto, podrá acceder al reino de las sombras, que recorrerá
guiado y amparado por la Sibila.
Si nos centramos en el microrrelato intercalado de La Modificación, la
valentía del personaje virgiliano se torna en retraimiento y pusilanimidad, al
tiempo que recupera la temática del regreso al hogar, aquélla precisamente
que domina la dinámica actancial del Ulises homérico:
[…] no quiero nada, Sibila, tan sólo salir de aquí y regresar a casa,
volver al camino que había emprendido; y puesto que hablas mi lengua,
apiádate de mi sumisión, de mi incapacidad de honrarte, de pronunciar las
palabras que convendrían y que originarían tu respuesta (Butor: 256).
El héroe-antihéroe del relato butoriano invierte los términos del valor mostrado
por sus antecesores míticos, Eneas y Ulises. Intimidado, pronto renuncia a sus
proyectos iniciales, pretendiendo “volver a casa”, sin más, y se muestra,
además, incapaz de construir un discurso convincente para que la Sibila le
provea de los salvoconductos necesarios para acceder al inframundo 21 . Esta le
niega la rama dorada que en el relato virgiliano sí se le había entregado a
Eneas y que le habían servido de salvoconducto para atravesar la laguna
Estigia en la barca de Caronte. En el microrrelato de Butor, la Sibila acusa al
trasunto mítico de Delmont de “permanecer ajeno a sus propios deseos”, lo que
supone un nuevo entrecruzamiento entre dos hilos narrativos, el del plano real
de la situación de Delmont y el del plano imaginario y especular del relato que
su conciencia gesta en duermevela. Llegados a este punto, cabe deducir que el
personaje mítico de la Sibila funciona a nivel simbólico como la representación
de la propia conciencia desdoblada del personaje. Esta conciencia se erige en
juez y acusador, al tiempo que en reflejo especular de la terrible situación de
desorientación y extravío de aquel. Ello explica también la alusión, en el
21
En La Eneida, la Sibila de Cumas acompaña a Eneas durante todo su recorrido por el
Averno, intercediendo por él ante Caronte, y librándole del Can Cerbero. En el microrrelato de
La modificación, la Sibila se limita a negarle la rama dorada, poniendo en duda la capacidad del
personaje de salir por sí solo del reino de ultratumba. Sólo le da dos galletas horneadas, en
recuerdo quizás de las laminillas que se utilizaban en los misterios órficos.
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transcurso del mismo diálogo, a la “Guía azul de los descarriados”, cuya
referencia muestra un doble alcance. Por un lado, aparece como reflejo
imaginario de la “Carte bleue”, plano de carreteras muy conocido en la Francia
de los años cincuenta y guía de conductores. Por otro, como alusión indirecta a
la Guía de perplejos, también conocida como Guía de los descarriados, obra
del filósofo Maimónides (1135-1204). En este sentido, el relato de Butor se
convierte en una verdadera encrucijada de referencias intertextuales, en ese
“caballo de Troya” que, para él, constituye toda novela.
El tercer microsegmento se cierra con la alusión al fuego a punto de
extinguirse de la hoguera de la Sibila. El héroe del microrrelato mítico
reemprende su camino errante, recuperándose el escenario fantasmagórico del
primer microsegmento: piedras que, según se pisan, se van convirtiendo en
polvo, que se desprenden de las paredes para caer rodando al fondo de simas
abisales.
Microsegmento 4 (Butor: 260-261). Caronte y Cerbero
El comienzo del cuarto microsegmento retoma en eco la frase final del
anterior, con el mero cambio de tiempo verbal presente-pasado, lo que pone de
relieve el transcurso del tiempo y el cambio de perspectiva narrativa. El “se
vuelve a poner en marcha” pasa a ser en el microsegmento siguiente “se volvió
a poner en marcha”, revitalizándose así el sistema de ecos que entreteje la
narración butoriana, a base de anáforas y repeticiones.
El intertexto virgiliano recobra fuerza a través de la figura de Caronte, el
barquero infernal que, en La Eneida, acepta pasar a Eneas a la otra orilla de
ese río “que dos veces nadie cruza”, allí donde aguarda Cerbero, el temible
perro guardián de tres cabezas, encargado de dejar pasar sólo a los espíritus
de los muertos, y a no dejar salir a nadie. A éste, la Sibila le adormece
lanzándole un bollo “narcótico de miel, granos y drogas” (Virgilio: 332) para que
Eneas pueda proseguir el viaje de ultratumba y reencontrarse con aquéllos que
en su día fueron.
El microrrelato butoriano recupera la figura de Caronte que aparece
recurrentemente representada en los bajorrelieves atenienses. Esta figura de
gran
potencial
iconográfico
se
describe
aquí
con
mucha
minucia,
proporcionando el retrato terrorífico de un personaje cuyo germen literario
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mítico resulta de una claridad meridiana. Al igual que el Caronte de La Eneida,
el de Butor es un anciano escuálido de larga barba gris y ojos abrasadores, que
empuña firmemente un largo varal en actitud amenazadora. La descripción en
ambos textos resulta sorprendentemente próxima, mientras las palabras que
pronuncia el barquero del microrrelato no dejan lugar a dudas:
¿A qué esperas? ¿Me oyes? ¿Quién eres? He venido para llevarte a
la otra orilla. Ya veo que estás muerto; no tengas miedo de zozobrar, la
barca no se hundirá con tu peso (Butor: 260).
Si bien las fuentes míticas del microrrelato resultan claras, la fuente real
de la deriva onírica de Delmont se detecta un poco más adelante. Dos son las
pistas que permiten identificar al anciano —y así también ocurrirá con el Jano
bifronte del microsegmento siguiente― como proyección imaginaria de los
controladores que irrumpen en el compartimento. El entrecruzamiento de
planos —real, imaginario y mítico― se perfila aquí por medio de la figura de
analogía. La estruendosa voz del barquero resuena “como amplificada por uno
de esos altavoces que se utilizan en las estaciones, aullándole al oído”,
mientras pronuncia las palabras de resonancia mítica: “Tú querías ir a Roma, lo
sé muy bien, te conozco; ya no puedes dar marcha atrás, te voy a llevar”
(Butor: 261).
El final del microsegmento hace confluir los dos planos de la enunciación
(el del protagonista del microrrelato ensoñado, y el de Delmont, el viajero
protagonista de La modificación) en el juego coordinado de los pronombres
sujeto: “Luego (él) pasó por la Puerta Mayor y usted entró en Roma”. Ambas
identidades no constituyen sino el producto de un yo desdoblado en busca de
su verdad.
Microsegmento 5 (Butor: 260-261). Progresión hasta la Puerta Mayor de
Roma. Jano bifronte
En el quinto microsegmento, que recupera el enigmático tema de las dos
galletas entregadas por la Sibila, el anónimo protagonista continúa su
peregrinaje. Tras haber encallado en las infectas orillas de la Estigia, pierde el
conocimiento. Una pérdida de conciencia que puede equipararse a la “muerte
simbólica” que requiere todo proceso de iniciación.
Tras recuperar la conciencia, el infrahéroe llega a la Puerta Mayor de
Roma, donde se encuentra con una figura de doble rostro, en recreación
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imaginara del dios Jano bifronte. Este le vaticina con sorna que nunca podrá
regresar a donde pretende 22 , pero al mismo tiempo le indica el camino de
entrada a Roma. A Jano, dios romano de las puertas, símbolo de transición y
cambio, se le representa con doble rostro, el uno mirando hacia atrás y el otro
hacia adelante, por lo que puede sugerir la condición del tiempo presente,
atrapado entre el pasado y el futuro. No es necesario decir que, en esos
precisos momentos, Delmont atraviesa la frontera entre Francia e Italia,
llegando, al tiempo, al momento crítico de su decisión. Recorrido geográfico,
recorrido psicológico y ensoñación de carácter mítico alcanzan, así, una
perfecta consonancia.
Microsegmento 6 (Butor: 270-271). La loba Capitolina
El sexto microsegmento retoma el tema de la “respiración del muro” que
había cerrado el anterior. La figura metafórica que reenvía a esas paredes del
tren, vibrantes por el traqueteo, introduce el plano real del viaje. En la deriva
que éste produce en el personaje, cuya extenuación inclina al sueño y la
alucinación, el aduanero cobra los rasgos de un nuevo Jano bifronte que le
permite el acceso a la ciudad y le concede como guía a una loba de larga
tradición mítica, aquella que amamantó a Rómulo y Remo. Pero no nos
interesa tanto la introducción de ese nuevo elemento mítico, como la
contestación que el personaje anónimo da a la fantasmagórica figura del
aduanero. El arranque del discurso recuerda el texto virgiliano ―“he llegado
hasta aquí entre tantos peligros y errores”―, pero da un giro inesperado a la
dinámica prefigurada por los relatos míticos, para centrarse en lo que va a ser
la nueva misión del héroe de Butor: la búsqueda del libro, no sólo de aquél que
debería haber leído con detenimiento durante el viaje, ya que lo había
comprado antes de subir al tren, sino también de aquél que habrá de escribirse
con el contenido de su aventura. Es el momento preciso en el que la nueva
misión heroica comienza tomar forma, una misión literaria que cobra relieve en
el microsegmento 7. No es casual que, ahora sí, el héroe del relato intercalado
pueda responder con firmeza a las preguntas que el aduanero le formula
22
El “no podrás volver jamás” que le espeta uno de los rostros recuerda el recibimiento
que se le reserva a Dante ante las puertas del Infierno. La Divina Comedia es otro de los
hipotextos explícitos del texto de Butor, sobre todo el primer libro dedicado al Infierno, que
Dante recorre guiado por su maestro Virgilio.
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acerca de su identidad y situación existencial —“¿Quién eres?”, “¿Dónde estás,
qué haces, qué quieres?”―, preguntas que se han ido convirtiendo en leitmotiv del microrrelato, irradiando a la totalidad de la narración. La metamorfosis
del infrahéroe se ha producido, y el discurso del personaje se encuentra ya
muy lejos de aquel balbuceo con el que a duras penas había podido contestar
a la Sibila: “He llegado hasta aquí tras tantos peligros y errores porque busco
ese libro que perdí, que ni siquiera sabía que estaba en mi poder, porque ni
siquiera me preocupé de leer el título” (1998: 270).
Microsegmento 7 (Butor: 273-274): una nueva misión heroica
Los hilos narrativos del viaje real de Delmont y del viaje onírico de
“prégnance” mítica confluyen en este último microsegmento, que responde a la
revelación que suele suceder al proceso iniciático. Tanto Delmont como su alter
ego
mítico
del
relato
intercalado,
descubren
salidas
inesperadas,
fundamentalmente tangenciales, para un problema que, en realidad, queda sin
resolver.
En La modificación, Delmont reescribe, ensoñándola en su duermevela, la
aventura de un nuevo Eneas venido a menos, en el que contempla su propio
reflejo especular y antiheroico. Reescribe un “mito literario”, y no es casual que
se recupere el episodio del descenso a los infiernos, al que se había dedicado
prácticamente todo el Libro VI de La Eneida. Eneas desciende al Hades para
vivir una aventura iniciática de la que saldrá fortalecido, una vez habiéndose
encontrado con su padre y habiendo conocido su misión trascendente. Como
sus modelos míticos, Delmont ensoñará especularmente su propio descensus
ad inferos a través de un personaje gestado tanto por la imaginación y el
sueño, como por el peso de sus lecturas. Terminará tomando conciencia de
una nueva misión necesaria 23 , una revelación muy distinta de la que
inicialmente había concebido, que no es ni heroica, ni política, ni sagrada, ni
profesional, ni amorosa, sino literaria.
Así pues, la aventura recupera ciertos elementos de relatos anteriores
23
Toda aventura iniciática culmina con una revelación o el acceso a un nuevo
conocimiento. En el microrrelato especular, al igual que en La Eneida, el protagonista sortea
numerosos peligros y supera determinadas pruebas que le llevan a una “muerte iniciática”,
antes de resucitar a la vida. Cf. el estudio de Simone Vierne, Roman, rite, initiation, Presses
Universitaires de Grenoble, 1973.
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para transformarlos, subvirtiéndolos en ocasiones, e incorporarlos a una nueva
realización estética en la que ejercerán un insospechado poder de irradiación.
La sorpresa en La modificación es que esta nueva entidad ficcional no sólo la
constituye el macrorrelato en el que se engasta el microrrelato especular, es
decir, la novela que acabamos de leer, sino también la novela que el
protagonista concibe escribir, como salida ciertamente terapéutica a una
situación de desconcierto existencial. Esta futura novela es la que
precisamente contiene ya en germen el microrrelato especular.
4. Desmitificación del héroe mítico. Mitificación de la escritura
La recuperación del héroe mítico virgiliano por parte de Butor supone,
como acabamos de ver, una reescritura de su función narrativa y una alteración
de su función simbólica. La dinámica actancial de Eneas, a través de su
trasunto Delmont, deriva hacia un antiheroísmo flagrante que, sin embargo, no
excluye al final una revelación salvífica. La dinámica narrativa obedece a una
transformación
―o
“modificación”―
de
las
intenciones
iniciales
del
protagonista, así como al reconocimiento de una nueva misión trascendente, ya
no de carácter épico, o político, o sagrado, sino de carácter literario. Si a nivel
personal el cambio no parece posible, y, al final de ese viaje —que también es
un trayecto interior—, Delmont concibe dejar las cosas como estaban (volver a
París junto a Henriette, y mantener a Cécile en Roma, lo que implica continuar
viviendo a caballo entre las dos ciudades, París y Roma), sí se produce un
cambio sustancial a partir del descubrimiento de una futura misión de carácter
literario. Ello contribuye a proporcionar al personaje una nueva perspectiva
existencial, una nueva mirada sobre el mundo, sobre los demás y sobre sí
mismo. La escritura aparece como salida airosa a una aventura personal que
había desembocado en un callejón sin salida.
El tema del libro perdido aparece desde el principio de la novela, y, de
hecho, aparece como motivo recurrente al final de cada capítulo, pero hasta la
última parte no se desvela su importancia. El libro que le sirve físicamente a
Delmont para reservarse el asiento cuando sale del compartimento, y cuya
lectura nunca llega a emprender, a pesar del aburrimiento de las horas muertas
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del viaje, se convierte en anticipo metonímico de lo que será su futura misión:
rellenar la forma vacía de ese volumen plasmando la aventura interior recién
vivida, que es precisamente aquélla que el lector acaba de leer en La
modificación. Situándose en la estela de lo que Marcel Proust había construido
con inigualable destreza en À la recherche du temps perdu, la novela
constituye así el relato de su propia génesis, la historia de una vocación de
escritura que se presenta, al mismo tiempo, como actividad salvadora: “tengo
que escribir un libro; ése sería el modo de colmar el vacío que se ha producido
en mí” (1998: 310).
En esa vocación literaria, el intertexto mítico aparece entonces con vistas
a su subversión. La desmitificación del héroe mítico allana el camino a una
mitificación de la escritura. Se sabe que Virgilio quiso destruir el libro al que
había dedicado más de diez años de su vida, quizás porque considerase que
contribuía demasiado a la propaganda augústea, o tal vez porque, como novela
H. Broch 24 , pensase que la escritura no podía justificar por sí sola toda una
vida. En pleno siglo XX, y una vez asimilada la experiencia proustiana, la
escritura resulta susceptible de dar nuevas justificaciones a la existencia. Y con
mayor razón a una vida tan anodina como la de Léon Delmont. En realidad, La
modificación nos refleja la gestación de una vocación de escritura y, al tiempo,
la constitución de la anecdótica con función simbólica de la misma. Trasunto
del mítico Eneas, el personaje embrionario que protagoniza el microrrelato
especular intercalado, resulta a su vez un alter ego antiheroico del personaje
que se descubre a sí mismo, gracias al “proceso” del viaje, como futuro
escritor. El microrrelato especular de carácter mítico propicia, así pues, un
desarrollo metadiscursivo presente a lo largo de toda la novela, primero a
través del tema de la lectura, luego a través del tema de la escritura, y la
progresiva asunción de su función catártica de ambas. Delmont descubre que
la única vía de solución —y quizás de salvación— a un conflicto que resulta
incapaz de resolver por sí sólo, no es la de leer la historia supuestamente
narrada por el libro que ha llevado entre manos sin llegar nunca a abrir, sino la
de rellenar sus páginas en blanco con el relato de su propia aventura. La
24
Sobre ello fabula Hermann Broch en su novela La muerte de Virgilio (1946),
desarrollando al tiempo una honda reflexión sobre la función de la literatura.
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escritura se revela, así, la mejor manera de responder a esas preguntas
eternas que surcan La modificación a modo de leit-motiv — “¿Quién eres?, ¿A
dónde vas?, ¿Qué buscas?, ¿A quién amas?”—, a algunas de las cuales
Eneas habría podido responder sin titubeos, sobre todo tras esa aventura de
ultratumba que tan fuertemente impregna los sueños del personaje de Butor.
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Orfeo y Eurídice en un relato de Julio Cortázar
(Francisco Javier Capitán Gómez)
A mi querida esposa, Sol Galván Jerez, sin cuya cálida
inspiración estas barrocas palabras tal vez no existirían; a mis
padres, Ángel y Paquita, por tantas cosas; a José Ángel y Sara,
por su apoyo; a mis profesores: a José Manuel Losada Goya,
Magister, Colega, Amicus y a Ángel García Galiano, allá donde
esté, en la búsqueda del Nuevo Paradigma.
Resumen
El autor intenta acercarse, desde el análisis y la praxis mitocrítica, a una
singular versión (o subversión) del mito de Orfeo y Eurídice en el relato
Manuscrito hallado en un bolsillo, del escritor argentino Julio Cortázar. En estas
páginas se esbozan algunas constantes o mitemas del relato, las funciones,
temas y motivos órficos. Se comprueba si esos mitemas están presentes,
latentes o han sido transformados por Cortázar. Se intentan señalar, además,
las causas y efectos de esas posibles presencias, ausencias o modificaciones.
1. En torno a Orfeo, Eurídice, Cortázar y la mitocrítica
Este artículo versa sobre el mito de Orfeo y Eurídice desde la singular
óptica de Cortázar, pero antes de entrar de lleno en el tema debemos revisar la
elusiva definición de mito y lo que se escribió en torno a lo mítico. Partiremos
de ciertas teorías de críticos y autores que han desentrañado éste y otros
mitos.
Para la noción de mito y de varios rasgos de lo mítico, asumimos muchas
de las afirmaciones defendidas por Mircea Eliade en su libro Aspectos del mito
(2000). Afirma que un mito es, en esencia, un relato. Ahora bien, parte de los
rasgos del mito para llegar a ideas más trascendentes, a estructuras cuyo
alcance escapa a lo meramente textual o literario, ya que el autor rumano
Amaltea. Revista de mitocrítica http://www.ucm.es/info/amaltea/revista/revista.html U. Complutense (Madrid) nº 0 (2008)
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profundiza con destreza única en campos como la antropología, la etnología, el
folklore, la filosofía o la historia de las religiones. Muchas de sus ideas más
brillantes rebasan el tema de este análisis. En la obra de Eliade están las
nociones de los ritos primordiales o fundacionales de las culturas, del viaje
iniciático (la quête) como paso a una dimensión más profunda. Más adelante, el
lector podrá comprobar que estas ideas son utilísimas y aquí las usaremos
para captar con plenitud el mito de Orfeo y Eurídice 1 .
Completando los estudios de Eliade y otros, Claude Lévi-Strauss publicó
en 1969 su excelente Antropología estructural. En ella, el autor nos brinda
páginas dignas de ser citadas. Son aquéllas que recogen argumentos tan
fértiles como los siguientes: la poligénesis de los mitos (1969: 188); la
definición del arquetipo, en la estela de Jung, pero con el sorprendente
descubrimiento de que lo que más se parece a un mito es una ideología política
(189); la idea de mito como lenguaje, no sólo como relato, usando las
dicotomías entre lengua y habla, propias del más puro estructuralismo
saussuriano (190); por último, quizá su mejor contribución es la noción de
mitema, como estructura sintáctico-semántica o unidad mínima de significado
mítico, inserta en el decurso de un sintagma, de una oración, de un relato oral o
de todo texto literario. Éstas son algunas de las mejores ideas del libro de LéviStrauss, en cuanto a lo que a nuestro estudio se refiere 2 .
Uno de los fundadores de la mitocrítica, pero no el único ni el primero, ha
sido Gilbert Durand. Ha escrito un volumen de gran alcance en lo que respecta
al mito, Les Structures Anthropologiques de l’Imaginaire (1960, 1981),
especialmente atractivo para el análisis del mito de Orfeo: ofrece ideas tan
seductoras como la de los regímenes de lo diurno o postural, lo nocturno o
1
M. Eliade, Aspectos del mito, Barcelona: Paidós, 2000 (Aspects du mythe, 1963, París:
Gallimard). Hay otras obras de Eliade que nos gustaría citar, como por ejemplo, su estudio
sobre la religión europea y más en concreto la de los dacios, es decir, de los antiguos rumanos,
de su dios, Zalmoxis, y sus ritos. Al respecto, vid. De Zalmoxis à Gengis-Khan. Études
comparatives sur les religions et le folklore de la Dacie et de l’Europe Orientale: París, en
especial, pp. 31-80; Historia de las creencias y de las ideas religiosas. Tomo II: De Gautama
Buda al triunfo del cristianismo, Madrid: Cristiandad, 1979; Tratado de historia de las religiones.
Morfología y dinámica de lo sagrado, Madrid: Cristiandad, 1981 (Traité d’histoire des religions,
París: Payot, 1949).
2
Antropología estructural, Buenos Aires: Eudeba, 1969. En especial, las páginas del
capítulo XI, referidas a la “La estructura de los mitos” (186-210).
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digestivo y el Eros, o régimen de lo erótico 3 . Estos tres ejes son una buena
síntesis del mito, como veremos luego. Acogemos de esta obra otro argumento
muy sugestivo: el del estado de latencia de los mitos 4 .
Volveremos sobre éstas y otras ideas al hablar de Orfeo en Cortázar,
porque son importantes para nuestro análisis. No obstante, no quisiéramos
cerrar este breve apartado introductorio sin hacer alguna referencia a otras
obras. En el diccionario de mitología de P. Grimal 5 se lee un buen resumen del
mito. Es muy interesante leer la voz “Orfismo y pitagorismo” del Diccionario de
las religiones, dirigido por el cardenal Paul Poupard 6 . También merece una
mención el completo estudio de Robert Graves (2005), en el que se basa parte
de este artículo 7 . Sería igualmente injusto dejar de anotar el volumen más
citado por los estudiosos de Orfeo, el orfismo y el esoterismo órfico: nos
referimos al libro de W.K.C. Guthrie 8 . Los ensayos mitocríticos de Pierre
Brunel 9 son de gran utilidad; actualizan en buena medida el trabajo de Léon
Céllier sobre la epopeya francesa del humanitarismo en la Europa romántica 10 .
C.M. Bowra escribió sobre la importancia de la imaginación en el Romanticismo
inglés y, tangencialmente, en el europeo. Insiste en la imaginación romántica
como alma del Romanticismo, como uno de los puntos esenciales en los que
3
G. Durand, Les Structures anthropologiques de l’imaginaire. Introduction à
l’archétypologie générale, París: Bordas, 1981. Este libro es de 1960. Pero eso sería bueno y
aconsejable añadir aquí alguna de las obras de Jean-Pierre Richard, como Littérature et
sensation, prefacio de G. Poulet, París: Seuil, 1954; L’Univers imaginaire de Mallarmé, París:
Seuil, 1961; Poésie et profondeur, Paris: Seuil, 1976, etc. El conocimiento y disfrute de la obra
de J.P. Richard se lo debo al profesor Javier del Prado. Mi gratitud para él y sus estudios sobre
narrativa, tematismo y “arqueología mitocrítica”.
4
G. Durand, De la mitocrítica al mitoanálisis. Figuras míticas y aspectos de la obra,
Barcelona: Ánthropos / México: U.A.M.-Iztapalapa, 1993. Sobre todo las páginas que se
refieren a “Los mitos y símbolos de la intimidad en el siglo XIX” (pp. 247-270) y a la
“Conclusión: metodología, mitocrítica y mitoanálisis” (pp. 341-358).
5
Diccionario de mitología griega y romana, Barcelona: Paidós, 1982.
6
Barcelona: Herder, 1987, pp. 1328-1330.
7
Los mitos griegos, Madrid: RBA, 2005. Esta gran obra, usada por tantos mitólogos y
mitógrafos modernos, se titula, en el original inglés, The Greek Myths; fue publicada en 1955,
en dos volúmenes, Penguin Books.
8
Orfeo y la religión griega. Estudio sobre el “movimiento órfico”, Madrid: Siruela, 2003;
libro inicialmente publicado en 1934 y ampliamente revisado en 1952.
9
Mythocritique. Théorie et parcours, París: Presses Universitaires de France, 1992.
Contiene un precioso y para mí valiosísimo excurso sobre Orfeo en su relación con Hugo y el
Romanticismo francés y europeo.
10
L’Épopée humanitaire et les grands mythes romantiques, París: SEDES, 1971.
Inicialmente publicado como L’Épopée romantique, 1954, París: P.U.F. Dedica especial
atención al Orfeo del poeta y erudito P.S. Ballanche, tal vez el más raro y profundo de cuantos
se hayan escrito.
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basa su análisis de la poesía de autores como William Blake, P.B. Shelley
(autor de un hermoso Orpheus) o de Algernon Swinburne, entre otros poetas 11 .
Carlos García Gual, en su libro Mitos, viajes, héroes, nos resume esta
historia mítica con palabras que merecen ser reproducidas: “Figura extraña y
fascinante como ninguna otra es la del mítico Orfeo, el cantor tracio que, al son
de su lira y por la melodiosa magia de sus tonadas, hacía andar a los árboles,
detenía el soplar de los vientos, conmovía las duras peñas, convocaba
unánimes y mansas a las fieras del bosque, y, fiado en su poderosa música,
bajó al mundo de los muertos para rescatar, sin otras armas que el hechizo
poético de sus cantos, a su mujer, Eurídice. Esa figura ha ejercido una
seducción singular en la tradición mítica y en la literatura occidental, desde las
primeras menciones en los poetas arcaicos griegos hasta nuestros días” 12 . Por
otra parte, José Alsina Clota 13 hace un buen análisis de los mitos de Prometeo
y de Orfeo. Charles Segal 14 , en un gran trabajo, lee el mito desde un triángulo:
el formado por arte, amor y muerte. En la estela de Guthrie, Reynal Sorel 15 se
acerca a la intrahistoria de Orfeo y del orfismo, abordando esa faceta esotérica
que aquí sólo podemos bosquejar. Hay una actual y buena recopilación de
textos clásicos sobre Orfeo recogida en el libro de Annick Béague 16 . El más
reciente acercamiento al mito, desde la óptica de Víctor Hugo, está en un
artículo de Ludmila Charles-Wurtz 17 .
Por último, para el relato concreto de Julio Cortázar, tema de este trabajo,
hay que tener muy presentes dos obras que el narrador argentino había leído e
influyeron en sus ficciones: el clásico Homo ludens, de Huizinga (1938) y, sobre
todo, la Teoría de los juegos, de Roger Caillois (1958), sobre el juego y lo
lúdico como formador de la personalidad del ser humano. En fin, hemos leído
con atención el libro de J. Alazraki (1994) sobre Cortázar y la introducción de
11
La imaginación romántica, Madrid: Taurus, 1972. Ed. inglesa: 1969, Oxford University
Press.
12
Madrid: Taurus, 1981, p. 26.
Problemas y métodos de la literatura, Madrid: Espasa-Calpe, 1984.
14
Orpheus. The Myth of the Poet, Baltimore: The Johns Hopkins University Press, 1989.
15
Orphée et l’orphisme, París: P.U.F., 1995.
16
Les visages d’Orphée, Annick Béague et al. (coords.), Villeneuve d’Asq: Presses
Universitaires du Septentrion, 1998.
17
“L’éblouissant est ébloui: une réécriture du mythe d’Orphée”, Université de Tours:
2007.
13
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Andrés Amorós a su edición (1984) de Rayuela 18 .
2. Constantes o mitemas en el mito de Orfeo y Eurídice
Por sorprendente que parezca, hay versiones del mito en las que Orfeo
logra derrotar a la muerte, pero no a su destino final: salva a Eurídice y viven
felices, pero muere despedazado por las bacantes. En la mayoría, Orfeo es
derrotado por el olvido y la muerte. Le pudo la soberbia de creerse el mejor
poeta de Tracia, hijo de la Memoria, de Calíope, pero olvidó lo más importante:
que, tras subir del Infierno, no debía mirar a su esposa; se olvidó de ella.
En la introducción hemos visto la definición de mitema, en la que
seguimos las obras de Lévi-Strauss y Durand. Sabemos que los mitemas son
las “unidades mínimas del lenguaje que contienen un mínimo significado
mítico”. Al tratar de mitemas o constantes míticas, entendidas como las líneas
sintagmático-paradigmáticas o vectores que recorren cualquier manifestación
poética del mito, debemos anotar primeramente todos los mitemas que son
esenciales para abordar nuestra lectura de Orfeo en Cortázar. Nos limitaremos
a ocho mitemas imprescindibles o básicos en la estructuración de las versiones
del mito:
1) La identidad de Orfeo: cantor, músico, profeta y mago.
2) La identidad de Eurídice y la unión de Orfeo con ella.
3) Muerte de Eurídice y las consecuencias de su pérdida o ausencia.
4) Catábasis o descenso a los infiernos.
5) Suspensión o encanto mágico.
6) La ley de Hades y su condición.
7) Ascenso al exterior, ruptura de la ley de Hades.
8) Pérdida de Eurídice y desolación de Orfeo: muerte y destino de los
amantes.
Explicamos qué significan o simbolizan cada uno de estos ocho mitemas
18
R. Caillois, Teoría de los juegos, Barcelona, 1958; vid. p. 160 y ss; J. Alazraki, Hacia
Cortázar: aproximaciones a su obra, Barcelona: Ánthropos, 1994; J. Cortázar, Rayuela, Andrés
Amorós (ed.), Madrid: Cátedra, 1984; esta edición es realmente admirable, por muchas
razones, y entrañable: a D. Andrés Amorós, nuestra gratitud y la seguridad de que, aunque J.
Cortázar no pudiera verla terminada, “ya la había leído y seguro que antes de leerla le habrá
gustado ya”.
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básicos:
1) Mircea Eliade llama “chamán” a Orfeo, es decir, encantador, mago,
invocador de los espíritus de los muertos. Los rasgos de la identidad de Orfeo
simbolizan, al mismo tiempo, lo apolíneo y lo dionisíaco, lo solar y lo lunar,
memoria y olvido: el régimen de lo diurno o postural domina sobre lo nocturno:
horizontalidad.
2) Esa relación (matrimonial para los autores latinos y para algunos, como
los españoles Lope y Calderón) es expresión del régimen del Eros o de la
intimidad.
3) Las consecuencias de la trágica perdida de Eurídice son la lamentación
de Orfeo y la motivación de su célebre viaje o descenso al infierno. Es su
primera separación.
4) La muerte de Eurídice lleva a la catábasis de Orfeo. En ella se refleja,
en parte, lo que Durand llama régimen de lo nocturno o digestivo, que domina
sobre lo diurno: eje de la verticalidad, predominante en Orfeo.
5) En el Hades queda demostrado el poder seductor y encantador de
Orfeo, por medio de lo que hemos llamado “función órfica”. Esta función,
explícita en los rasgos identitarios del Orfeo poeta o creador, del Orfeo músico,
mago y profeta, aparecerá o será contada por los poetas de la Antigüedad,
emulada por los renacentistas y, en un arrebato de originalidad, intentará ser
superada por los románticos, siendo luego más valorada y puesta en tela de
juicio por los autores de la Posmodernidad.
6) La aceptación de la ley de Hades supone su cumplimiento por parte de
los amantes, pero como Orfeo incumple esa norma, debe ser castigado.
7) Al completar su ascenso, Orfeo incumple la condición del dios infernal y
se le castiga con la desaparición o evaporación del alma de Eurídice. El
quebrantamiento de las normas hace que el destino se vengue de los amantes;
es, tal vez, el mitema básico de esta historia, junto con el de la catábasis.
Segunda muerte de ella y segunda separación de los amantes.
8) Este mitema se subdivide en dos: castigo y muerte violenta de Orfeo, y
destino feliz de los amantes. La muerte de ella provoca que él no se relacione
con otras mujeres, desprecie la vida social, y por ello se vea de nuevo
condenado a una dolorosa expiación por haber roto las normas: muere
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despedazado por las bacantes. La pareja se vuelve a unir, ambos ya redimidos
de sus culpas y ajenos a los males del mundo. Según algunas versiones, como
la de Ovidio, reposan en el cielo pagano: en los Campos Elíseos.
2.1. Orfeo, poeta, músico, mago y profeta
Se refiere a la propia identidad del poeta, a su proteico o polifacético ser,
como poeta, músico y profeta. La Antigüedad nos dio de él una imagen de
seductor, mago que adivina el futuro y encanta a animales, hombres y dioses,
pero los atributos que más repite la iconografía de todas las épocas son la tiara
y la lira. El primero lo asimila simbólicamente a reyes o dioses como Asur, o
Brahma; el segundo (a veces, en lugar de lira, toca un arpa o una cítara) lo
asemeja a reyes y dioses como Anfión, Apolo o Eros. La tiara de rey le viene
de su linaje, pues Orfeo era hijo, según la tradición mitográfica que se tome, o
bien de Apolo, o bien del rey tracio Egeo. Si por nacimiento es príncipe, hijo del
rey Egeo, en su muerte debe ser considerado como un dios 19 . Por otra parte,
según la versión, se le hace hijo de la musa Calíope, la Inspiración, o de
Mnemosine, la Memoria, lo que lo convierte en hijo de la Luz (Apolo) o del fluir
vital (Egeo-rey fluvial), de la Inspiración (musa Calíope) o la Memoria (diosa
Mnemosine) 20 . No obstante, para delimitar plenamente la personalidad de este
rey-semidiós mítico, faltaría, cuando menos, un último y esencial elemento: su
relación con el héroe Jasón y el dios Baco, o Dionisos. La relación con Jasón
(en la aventura de los Argonautas) ha sido muy bien estudiada por García Gual
(1981); en cuanto al carácter dionisíaco de Orfeo, lo encontramos en dos
momentos de sus viajes y obras —vid. Ruiz de Elvira 21 . Según los mitógrafos
antiguos, el cantor tracio habría sido iniciado en los misterios del esoterismo
por el propio Dionisos o en un viaje a Egipto. Por adorar a Apolo y ofender a
Baco fue despedazado por las basárides o bacantes, mujeres del culto a Baco.
19
James George Frazer, La Rama Dorada, México-Madrid : FCE, 1984, p. 435: “…la
fábula del tracio Orfeo, que fue destrozado miembro a miembro por las bacantes (como
Dionisos), nos parece indicar que también pereció en el carácter de Dios” [Esta sugerente y
clásica obra es de 1922 y fue inicialmente publicada con el título de The Golden Bough].
20
José Luis Morales Martín, Diccionario de Iconología y Simbología, Madrid : Taurus,
1984 (Reimpr. 1986); vid. la voz “Orfeo”, pp. 248-249. Los atributos de Orfeo (la lira y la tiara)
están recogidos al final de esta obra.
21
Antonio Ruiz de Elvira, Mitología Clásica, Madrid : Gredos, 1982; en especial, pp. 45,
82, 95 y 275.
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Graves (2005: 128) ofrece ésta y otras explicaciones sobre la muerte de Orfeo:
su condena a la promiscuidad de las Ménades para luego predicar el amor
homosexual o la pederastia, lo que originaría también la cólera contra él de la
diosa Afrodita. No podemos detenernos aquí, pero es necesario que anotemos
esas dicotomías ya descritas en las obras de F. Nietzsche: lo apolíneo —
diurno, inspirado y solar— frente a lo dionisíaco —nocturno, mistérico, lunar—
en la figura de Orfeo son rasgos que recorren su vida, sus obras, su muerte,
igual que en la obra poética de Mihai Eminuescu. De nuevo, Graves (129)
apunta que, cuando el héroe fue desmembrado, sus restos se esparcieron por
las aguas de ríos y mares (Orfeo es también un héroe-rey-dios “río” o de la
naturaleza): la cabeza fue a parar al santuario de Dionisos, lugar de culto al
dios de los sentidos (lo que indicaría que, pese a su nacimiento apolíneo, su
cabeza fue a parar al centro de culto de Baco, y que era o había sido director
de ritos dionisíacos), mientras que su lira (valga decir sus cantos, su melodiosa
voz, las dos cuerdas que añadió a las siete de la cítara tradicional para con ello
homenajear a las nueve musas, su madre entre ellas) sería llevada al santuario
de Apolo, dios del intelecto, la luz, la razón y la poesía.
2.2. Encuentro y unión de Orfeo con Eurídice
Del personaje de Eurídice hay menos referencias literarias, sean
mitológicas o mitográficas; nos hablan de su relación amorosa con Orfeo, de su
muerte y del ascenso de ambos desde el submundo infernal. Ese aparente
descuido se ha de achacar no a los estudiosos, sino al propio mito, pues esta
“antigua leyenda”, según la denominación de L. Gil (1976), siempre se ha leído
focalizando la atención en Orfeo. De Eurídice sabemos poco: que era llamada
Agríope; que era una ninfa de río, una dríade; que se casó con el músico tracio
y un día, cerca de Tempe, en el valle del río Peneo, se encontró con Aristeo, el
cual quiso violarla y, en su desesperada huida, aquella ninfa de río pisó una
serpiente, lo que le produjo una muerte casi instantánea, a causa de la
mordedura. Esto resume lo que mitólogos como Ruiz de Elvira (1982: 95) o
Graves (2005: 127) anotan de la unión entre Eurídice y Orfeo, interrumpida por
el loco amor de Aristeo (sobre éste, vid. Virgilio, Geórgicas, IV, 453 y ss., y
Ovidio, Metamorfosis, lib. X, 8 y ss.).
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2.3. Separación
La muerte de Eurídice provocó una tremenda desolación en Orfeo. A tal
punto que, sin apenas solución de continuidad, los lamentos del poeta fueron
seguidos de su decidida búsqueda del alma de su amada en los reinos de
Hades o Plutón: bajó a sus dominios infernales, cruzó los desiertos y los ríos
del Infierno.
2.4. Descenso al Averno (Catábasis)
Mircea Eliade ha sido, en nuestra opinión, quien mejor y más hondamente
ha escrito sobre este auténtico misterio del orfismo, su descenso a los mundos
inferiores, por lo que toda repetición por nuestra parte sobra. Es interesante
recordar que Eliade habla de “viaje” en sentido general y que usa el término
“rito”, más preciso al tratarse de una religión como la órfica. Habla, en concreto,
de “ritos primordiales”, de “ritos de paso” y de “transmigración de las almas”
como algunos de los rasgos propios del orfismo anterior a Homero. Remito a
las obras sobre historia de las religiones escritas por el sabio rumano, parte de
las cuales se han citado ya (nota 1). Sobre la “Katábasis”, Carlos García Gual,
en su estudio de 1981, ha escrito páginas inmejorables en lo que él llama “viaje
al más allá”. Al referirnos a nuestro tema en clave mitocrítica, hemos de
apuntar que la referencia al mundo inferior, en los términos de Durand (1981:
232 y ss.), es aquélla en la que domina el régimen de lo nocturno o digestivo.
Lo peculiar del mito de Orfeo no es su viaje, o no es el viaje en sí: otros reyes y
héroes de la Antigüedad hicieron ese mismo trayecto a lo inferior, como el
babilónico Gilgamesh; o los griegos Teseo, Hércules, Eneas; o el Dios
cristiano, Jesús, entendido aquí como héroe de una Sagrada Escritura, la más
cercana a nuestra civilización; o el danés Ogier; también otros, como san
Brendán o san Patricio, en sus viajes a un lugar sin tiempo, al Purgatorio;
Dante, en viaje metafórico, en su Commedia; el Väinämöinen del Kalebala, etc.
No, lo propio del tracio Orfeo parece ser ese intento suyo de recuperación de la
amada a través, no de la palabra, sino de la música y el canto: esto es a lo que
llamamos “suspensión o encanto mágico”, término que, en clave mitocrítica,
acuñaremos de aquí en adelante bajo la denominación de “función órfica”.
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2.5. Suspensión mágica. Petición
Orfeo “encanta a los monstruos del Infierno” e incluso al propio dios
Hades, al que pide la resurrección de Eurídice. Antes, según el mitógrafo o la
versión literaria de que tratemos, ha debido pasar por ciertas pruebas y sortear
peligros. En presencia de Hades, logra lo que parecía imposible: el rey infernal
accede a su petición. La propia esposa de Hades, Proserpina, se halla
impresionada por la voz mágica y la música encantadora del príncipe tracio.
Ambos acceden a su petición y le entregan a Eurídice. En ese instante y, dado
que los tormentos del Infierno se han visto suspendidos momentáneamente,
Tántalo puede escuchar a Orfeo mientras come o bebe, e incluso Sísifo no
sube ya su roca, ni las Danaides tienen que llenar los insondables cántaros. Es
la magia seductora de Orfeo: suspende los castigos de Dite. Esa escena ha
sido pintada, esculpida o musicada por maestros como Rubens, P. Fris, Rodin,
Monteverdi o Glück.
2.6. Condición de Hades
El dios Plutón o Hades impone a los amantes, a Orfeo sobre todo, una
sola pero esencial condición: que no mire atrás. Ya Orfeo sube triunfante por
los riscos y escarpadas montañas que separan el horrendo mundo de los
muertos, ese reino inferior (vertical, nocturno, oscuro) tan distinto del exterior
(horizontal, diurno, solar), para que Eurídice y él puedan volver a amarse (Eros,
régimen de la intimidad erótica). Dante Alighieri supo resumir esos tres reinos
en su Commedia: Inferno, Purgatorio y Paradiso, y aunque coloca la figura
mítica de Orfeo en el Infierno, él mismo puede ser visto como un “Orfeo
cristiano” en pos de su Eurídice (o su Beatrice). En la condición de Hades, o
más bien en su incumplimiento, vemos un reflejo del poder del destino, del
fatum romano, del hado. La simbología (no mirar atrás) nos remite también al
origen del héroe, pero nos ofrece esta paradoja: que Orfeo, hijo de la
inspiración y de la memoria, olvida esa simple condición del dios infernal y
pierde a Eurídice por mirar al pasado, por su soberbia o su cobardía.
2.7. Ascenso, incumplimiento de la condición y pérdida de Eurídice
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Con el ascenso al exterior, Orfeo casi ha completado su viaje (ya escribí
que algunas versiones nos lo retratan como triunfante de su periplo por el
Tártaro y salvador de Eurídice; Ovidio casi se adhiere a esta idea, pero sólo en
el final de su fabulación del mito en las Metamorfosis, lib. X y XI). Orfeo, en la
mayoría de las versiones, sea por razones literarias o no, vitales o no (la
ansiedad por besar a su amada o su soberbia de poeta y cantor egocéntrico),
rompe la condición de Hades (el Fatum, el destino), mira a su amada y ésta se
desvanece. Esa ruptura de las reglas impuestas, ese incumplimiento de la
noma establecida por el dios infernal, ese instante supremo e irrepetible,
constituye una de las páginas más memorables de la historia de la literatura y
en ella, sin duda, la cota más alta la alcanzó Virgilio, no sólo en las Geórgicas,
sino también al describir los reinos inferiores en su inmortal Eneida 22 .
2.8. Destino final y muerte de Orfeo
Orfeo ha sido vencido, pero no del todo… Si de una película se tratase,
podríamos oír las carcajadas de los dioses, de Hades y Proserpina: el fracaso
del héroe parece haberse consumado. Sabemos que Eurídice se desvanece
cual fantasma y regresa al Infierno; el héroe, totalmente desolado, parece no
asumir su fracaso y se ocupa de otros menesteres. Al final, tras tantos viajes y
misterios esotéricos, el rey-río, el héroe-mago, el músico tracio muere
despedazado por las bacantes. Su muerte le hace ser una divinidad. Orfeo, rey
y dios, reposa junto a Eurídice en el lugar más placentero de la mitología
griega: en los elevados y gozosos Campos Elíseos.
3. Análisis temático y narratológico
“Manuscrito hallado en un bolsillo” (Mhb, en adelante) pertenece al grupo
de cuentos que Cortázar designó bajo el significativo nombre de Ritos. En la
intrahistoria del cuento está Rayuela, un “clásico”, como afirma A. Amorós,
desde 1984, año de la muerte de su autor.
22
Remito a los estudios de Vicente Cristóbal sobre Virgilio y su pervivencia. En especial,
un artículo suyo del año 2000: “Mitología clásica en la literatura española: consideraciones
generales y bibliografía”, Cuadernos de Filología Clásica. Estudios latinos, 18, pp. 29-76. Es
accesible en la Red de Internet: http://dialnet.unirioja.es.
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En la historia interna y externa a este relato están los ocios, juegos,
ocupaciones y preocupaciones del Cortázar de los 60 y 70. En Rayuela, pero
también en Mhb, podemos leer el mayo francés del 68, el metro de París,
Catherine Deneuve, la obra de Mondrian, los directores de cine y literatos de la
Nouvelle Vague; las calles de cualquier urbe metropolitana, las parejas de
enamorados, los ricos burgueses y los clochards… En Mhb están, sobre todo,
las teorías sobre probabilidad, azar y juego de Caillois; están el escritor y su/s
musa/s, al igual que en otros relatos suyos: el jazz afroamericano está en ese
Johnny de El perseguidor; una pareja de hermanos, aterrada ante lo
desconocido cotidiano, en Casa tomada; un hombre lee novelas policiacas y es
asesinado en Continuidad de los parques…
Cortázar todo está en todo Cortázar, como en esa historia suya de una
pareja: él mecanografía su relato en una vieja máquina de escribir, ella no sabe
lo que busca: es el cuento de Las babas del diablo, base de la célebre Blow-up,
de Antonioni 23 .
El contenido del texto nos presenta todos esos temas y motivos señalados
y que luego sistematizaremos en una lista. Trata de un hombre que viaja en
metro, allí juega a un juego cuyas reglas él mismo se ha impuesto, pero
indirectamente ha impuesto a los otros sujetos del juego: las mujeres, o la
mujer, que tropieza en sus “viajes” por el metro. En ese ir y venir por el
laberinto del metro, como Teseo en pos del Minotauro (vid. su primera obra,
Los Reyes, 1949), o mejor, al igual que Orfeo en busca de su/s Eurídice/s,
juega al juego, “su juego”, dentro y fuera del metro. Como en todos los juegos,
23
El mito de Orfeo ha sido adaptado o versionado muchas veces en la gran pantalla. De
las mejores, cito sólo éstas: las de Jean Cocteau, La sangre del poeta (1930), y El testamento
de Orfeo (1960), pues Orfeo recorre toda la trayectoria vital y artística de Cocteau; la de Alfred
Hitchcock, Vértigo o De entre los muertos (1958), basada en la novela de Daphne du Maurier
(D’entre les morts). El juicio que voy a emitir ahora es subjetivo, personal: me parece muy
superior en poder de sugerencia y encanto el largometraje del realizador inglés, porque
convierte a Orfeo en un expolicía, un detective cotidiano (James Stewart) que se ha enamorado
de una mujer (¿o dos?) a la que sigue (Kim Novak); el clímax de la historia no se refiere a un
descenso, sino al ascenso a un campanario, al vértigo que sufre el detective, y a la doble vida
de esa enigmática mujer. El film de Hitchcock no desdeña ninguno de los mitemas, pero sí los
cambia o subvierte. Se han realizado muchas películas y series basadas en las historias de
Cortázar: para ese tema, remito: República de las Letras, revista de la Asociación Colegial de
Escritores, nº 54, noviembre de 1997, passim; de nuevo, a las páginas introductorias de
Amorós en su excelente edición de Rayuela (1994: 18-107), y envío al lector interesado a una
de las últimas ediciones de las Obras Completas (tomos I y II) de Cortázar, Madrid: RBA, 2003,
cuya introducción es de Saúl Yúrkievich.
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éste tiene dos fallos o “defectos”: 1) es real, ocurre en espacio y tiempo
vivenciales, no sólo imaginarios; 2) tiene unos límites, un término: se acaba. No
sabemos ni el nombre del que escribe sentado en un andén del metro de París,
ni se nos dice cuál es su destino. Sólo sabemos que ama a una mujer, a
muchas: ama a Paula-Ofelia, a Ana-Margrit, a Marie-Claude… ¿Son la misma o
son distintas? Debemos responder a esas preguntas, porque, usando un
término de Umberto Eco, estamos ante una obra abierta, relato abierto desde
su íncipit hasta su final.
Dividimos los temas y motivos isotópicos usando el triángulo básico usado
en la obra de Charles Segal (1989): son temas y motivos isotópicos respecto al
arte, al amor y la muerte, que están en Orfeo. Hay que comprobar si se hallan o
no en Cortázar. Arte ha de ser entendido en sentido general (para Cortázar,
vale desde las pinturas de Altamira al jazz, el cómic o cualquier juego, sea
infantil, juvenil, de azar o por la pura necesidad vital de jugar un juego, igual
que se recita un poema o se huele una flor o se bebe un vaso de agua).
Proponemos al lector una breve lista, ampliable, con los tres vértices fijados y
el punto de vista del narrador de este relato, tema al que en seguida nos
referiremos:
1. Temas y motivos isotópicos en Mhb, respecto al arte, o a las artes:
a. Ruleta, real o metafórica, y jugar a ella.
b. El hipódromo, apostar en las carreras, verlas.
c. La seducción amorosa entre hombre y mujer.
d. Los juegos, “su juego” y “sus reglas” de juego.
e. La lectura de periódicos, de revistas, de la actualidad.
f. La pintura, la escultura, la música: el arte abstracto.
g. Las películas, el nuevo cine; los libros y la nueva literatura.
h. Los viajes: en metro, a pie, a otros países, reales o ficticios.
2. Temas y motivos isotópicos en Mhb, respecto al amor y sus estados:
a. Enamoramiento repentino, pasional, inconsciente y precipitado.
b. Encuentro casual, pero pensado en eterno: azar amoroso.
c. Posible amor humano entre hombre y mujer: ¿charla?
d. Desdoblamiento de los amantes: ¿conversación?
e. Reverberaciones del amor en los vidrios de una ventanilla del metro.
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f. Multiplicación de los amados, o de la amada: ¿ejes horizontales?
g. Probabilidades de amor consumado. Vida: ascenso, subida a la calle.
h. Consumación o no. Ausencia o presencia. Destino de los amantes.
3. Temas y motivos isotópicos en Mhb, respecto a la muerte y sus
estados:
a. Monstruos de lo cotidiano: las arañas, sus pinzas: el desasosiego.
b. Miedos: a la muerte, al desamor, a la inexistencia, al olvido.
c. Miedos: al vacío, a los túneles del metro, a las calles.
d. Miedo o muerte: a la vida, muerte en imágenes falsas de la vida, el
cine o los libros.
e. Muertes: en los pozos, en arañas, pinzas; en las caídas, en los
descensos.
f. Miedo al amor y a la incomunicación, en los ejes verticales.
g. Vida probable o improbable: ascenso, palabras, comunicación.
h. ¿Vida o muerte? Con éxito, arte y amor; con fracaso, muerte.
Para no agotar los temas, motivos e isotopías (Segre, 1994) sobre este
gran relato, esbozaremos su posible intención comunicativa. Nosotros
podemos entreverla a través de los temas, motivos e isotopías, lugares
comunes señalados en una lista, pero que podrían demostrar que el escritor
argentino expuso su propia idea del azar, del destino, de la sempiterna
necesidad del juego y la comunicación:
Tampoco podía llamarse Margrit la muchacha sentada frente a mí sin
mirarme, con los ojos perdidos en el hastío de ese interregno en el que
todo el mundo parece consultar una zona de visión que no es la
circundante, salvo los niños que miran fijo y de lleno en las cosas hasta el
día en que les enseñan a situarse también en los intersticios, a mirar sin
ver con esa ignorancia civil de toda apariencia vecina, de todo contacto
sensible, cada uno instalado en su burbuja, alineado entre paréntesis,
cuidando la vigencia del mínimo aire entre rodillas y codos ajenos,
refugiándose en France-Soir o en libros de bolsillo… 24
En definitiva, el dilema de este sugerente relato bien pudiera ser “el juego:
¿azar o necesidad?” Al lector corresponde juzgar lo acertado o no de nuestra
hipótesis.
Nos limitaremos a ofrecer una lista ordenada de los rasgos narrativos.
24
J. Cortázar, Los relatos. Ritos, Madrid: Alianza Editorial, 1995, p. 76.
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Para seguir un esquema de las implicaciones narratológicas de esta compleja
ficción, podríamos añadir algunos datos de teoría narratológica, y aquí es
donde intervienen los libros y manuales de algunos teóricos de la literatura o la
narratología como Antonio Garrido Domínguez (1993), Antonio García Berrio
(1994).
—Tiempo: en el relato de Mhb, el tiempo es circular; hay una suerte de
presente perpetuo, aunque se conjuguen las perífrasis —a las que Cortázar era
tan aficionado— con tiempos de pasado y futuro. El uso de ese tipo de
presente actual y atemporal otorga al relato esa misma cualidad: presencia y
abstracción. No obstante, hay breves y leves saltos en el tiempo, casi todos
retrospectivos (analepsis), aunque en otras obras de Cortázar son constantes
los saltos al futuro (prolepsis). Que el tiempo es circular en esta historia nos lo
demuestra el narrador comenzando así:
Ahora que lo escribo, para otros esto podría haber sido la ruleta o el
hipódromo, pero no era dinero lo que buscaba, en algún momento había
empezado a sentir, a decidir que un vidrio de ventanilla en el metro podría
traerme la respuesta, el encuentro con una felicidad, precisamente aquí
donde todo ocurre bajo el signo de la implacable ruptura, dentro de un
tiempo bajo tierra que un trayecto entre estaciones dibuja y limita así,
inapelablemente abajo 25 .
¿Puede haber mejor comienzo para una historia como la que Cortázar se
propone narrar? Mezcla tiempo y espacio, presente con pasado y futuro, un
estilo culto siempre, cortante e incisivo a veces, con uno conceptuoso, barroco.
El tiempo de Mhb es circular, especular:
Todavía espero en este banco de la estación de Chemin Vert, con
esta libreta en la que una mano escribe para inventarse un tiempo que no
sea esa interminable ráfaga que me lanza hacia el sábado en que acaso
todo habrá concluido. […] Pero es jueves, es la estación de Chemin Vert,
afuera cae la noche, todavía cabe imaginar cualquier cosa. […] Entonces
nos miramos, Marie-Claude ha alzado la cara para mirarme de lleno,
aferrado al barrote del asiento soy eso que ella mira, algo tan pálido como
lo que estoy mirando, la cara sin sangre de Marie-Claude que aprieta el
bolso rojo, que va a hacer el primer gesto para levantarse mientras el tren
entra en la estación de Daumesnil 26 .
El final es abierto: ¿qué ocurre con el autor de ese “manuscrito”? A esto se
puede responder fácilmente, pero ¿qué fue de Marie-Claude, de Margrit, de
25
26
Op. cit., p. 75.
Cortázar, Op. Cit., 1995: 86.
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Ana? El tiempo en Mhb es circular y hay que leerlo en la clave del juego: con
un espejo frente al rostro de la persona que miramos y nos mira.
—Espacio: en la historia de Cortázar aparecen muchos espacios reales.
El primero es un lugar romántico, pero triste y sucio: el metro de París. Está
también la cafetería donde se encuentran, beben, se comunican y se redimen
mutuamente Marie-Claude y ese desconocido hombre al que designaremos
con la letra “O” (de Orfeo, pero también de “Originador de la narración”). Están
también la casa de Marie-Claude: nuestro O se queda en el portal, en los
umbrales de un amor no consumado; están las estaciones del metro, y los
nombres de los transbordos y combinaciones, pero los lectores nos permitirán
que los omitamos. Hay, además, espacios ficticios o, si queremos, figurados,
“especulares”, que sólo están en la mente de nuestro narrador O; éste imagina,
se figura, especula con las imágenes y, por tanto, ya no son imágenes reales,
sino virtuales, especulares. En fin, están los espacios según las taxonomías y
axiologías que escojamos. Los resumimos en estas dicotomías, referidas a lo
interno o externo: el metro y su opuesto, la calle; el silencio y su opuesto, la
palabra; espacios cerrados y abiertos, estáticos y dinámicos. La horizontalidad
o la verticalidad, al modo en que Durand la estudia, es problemática para ser
aplicada a un texto como éste. En él domina el eje vertical, porque es imposible
la horizontalidad. Sólo en lo no escrito por Cortázar, en lo implícito, veríamos
atisbos del eje horizontal.
—Anonimia: una anonimia buscada por Cortázar y por su narrador. Pero
hay también una multiplicidad en el narrador: primero, el narrador es único, y a
la vez se trata de un personaje protagonista en primera persona, lo que dobla
sus
funciones
narrativas
(narrador
y
personaje).
Según
las
teorías
narratológicas, se trataría de un narrador homodiegético e intradiegético: único
—pese a su doble oficio, como contador de la historia y protagonista de la
misma―, pero a la vez, múltiple. Pese a ello, el pobre y apesadumbrado amigo
de las mujeres y los espejos se da a la escritura desde el anonimato. Es
claramente un escritor vergonzoso de lo que escribe, pero que se ve en la
necesidad de contárselo a otro. Por tanto, el relato de Cortázar hablaría de la
anonimia, de la incomunicación entre personas y de la cosificación: así termina
el pobre O, cosificado (“…soy eso que ella mira, ese algo pálido…”). Buscaba a
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su Eurídice, su “E”, y la vio multiplicada en los espejos del metro. Este O es
órfico y proteico, único y múltiple. Ella, esa E única, como veremos abajo, es
una y triple. No podemos ocultar más nuestra teoría sobre el final del texto: el
personaje de O pudo suicidarse —seguramente fue arrollado por un vagón de
metro en la estación de Chemin Vert, probablemente el jueves en que escribe
el manuscrito, antes de terminar el juego—. Pero, aunque hubiera sobrevivido,
al saber que no había logrado consumar su amor, habría intentado una nueva
partida de su juego, una tercera partida… Citamos:
En el portal de su casa le dije que no todo estaba perdido, que de los
dos dependía intentar un encuentro legítimo; ahora ella conocía las reglas
del juego, quizá nos fueran favorables puesto que no haríamos otra cosa
que buscarnos 27 .
En fin, aunque hubiera logrado ese amor y una comunicación más
permanente y amable con su Marie-Claude, aunque ella le hubiese querido a
él, precisamente ella, nuestra E, ya ha tomado otra opción, otro andén, otra
línea en dirección a otra calle de París. Cortázar deja abierto el final, pero no
deja abiertas muchas posibilidades de interpretación: la mente de O, desde el
jueves en que escribe sentado en un banco de la estación de Chemin Vert,
imagina, sueña con el encuentro legítimo con E, pero todo eso es su quimera.
O escribe que si E jugara (y la paradoja es que, en su mente, ella está
jugando), si se encontrara con ella esta vez, entonces quizá él no habría escrito
su historia en una libreta. Porque, una vez terminado el relato, no importa
demasiado saber si unos minutos después de escribir su manuscrito, o un día
después, se suicida.
Podríamos preguntarnos, por último: ¿existe un narratario final, aparte de
cada uno de los lectores? Nuestra respuesta es no, porque O no escribe para
E, sino desde su punto de vista, desde la contemplación de E. Escribe para sí
mismo, para desahogar sus miedos (su desasosiego, en la maravillosa imagen
de “las arañas” y “las pinzas”) y no escribe para ella ni para que E lea lo que él
ha escrito. E es su tema, su motivo y su finalidad, pero no el destinatario de su
narración, porque O es un caballero, triste, gris o apesadumbrado, pero
caballero, y no querría que E sintiese remordimientos al enterarse por Le
27
Cortázar, Op. Cit., 1995: 84.
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Figaro del día siguiente que ese hombre con el que habló, compartió cafés y
películas, se suicidó unos minutos, unos días más tarde. Además, no hay un
transmisor del manuscrito, del mensaje: ¿quién encontró la libreta en el bolsillo
de O? Todo eso, lo implícito, pertenece a la obra abierta. Lo demás, que O
muere porque E tal vez no jugase el juego, queda a la imaginación del lector.
—Conductas del O-narrador y de E: para nosotros no hay más personajes
que esos que llamamos E y O, ella y el “narrador-origen”. La mujer a la que
sigue o persigue no tiene nombre al principio, y el narrador, por intuición propia
u observación detenida de su bolso, ropa y actitudes vitales, le asigna uno
inventado, virtual o imaginario (Ana); luego, en un paso más, en un estadio más
avanzado de “su juego”, le asigna un nombre más concreto, el especular, el
reflejado en las ventanillas del metro (Margrit); finalmente, tras hablar con ella,
el narrador descubre que esa única y triple mujer posee un nombre real: MarieClaude. Los nombres de otras mujeres (Paula-Ofelia) se refieren a pasadas y
fallidas intentonas de ese juego del narrador de buscar y encontrar mujeres en
el metro para hablar con ellas fuera de su gris e incomunicada realidad.
—Los vidrios y las arañas en la trama del relato: la estructura narrativa en
Mhb no sólo es circular; resulta especular y con un discurso dirigido a un centro
desde la periferia, esto es, discurso en espiral. Los reflejos (espejos) o, en
palabras de Cortázar, los vidrios o ventanillas del metro, son esenciales. Si no
podemos darles la categoría de personaje, igual que a las arañas que
hormiguean en la vida y en la conciencia de O, nuestro tímido narrador, sí que
debemos hacer un pequeño comentario, porque estructuran el tejido que es
este texto, le confieren el espesor y la densidad narrativa propia de un cuento
bien tramado y añaden un nuevo rasgo de vanguardia y originalidad a la
escritura cortazariana. Los vidrios representan el reflejo de lo que somos, pero
para un personaje tímido y visionario como O, los espejos son la única ventana
al azar y al juego, su única vía de escape, su solitaria salida en busca del amor
y la comunicación. Como fracasa siempre, la imagen de sí mismo siempre es
vista como una cosa pálida, cobarde, ilegítima, azarosa. Ellas, las mujeres o la
mujer que anhela, son vistas en rojo, como la materialización viva y real de sus
deseos. Cada E que ve reflejada en un vidrio y que desea entrar en “su juego”
se convierte en una nueva oportunidad de apostar.
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Así, O es también ludópata: comienza hablando de apuestas, ruleta e
hipódromo; ahora se conforma con ser un observador, un voyeur. Su única y
triple Ana, Margrit y Marie-Claude (E), es real, pero él mismo la va modelando
en su mente. El joven O nos parece algo torpe, inseguro de sí mismo, un
hombre que asume su fracaso con obstinación; E es segura, honesta, amable,
le brinda no una sino varias oportunidades de verse y hablar. Pero los vidrios,
testigos de ese juego de miradas, aceptadas o rechazadas, seguirán ahí, fríos,
imperturbables, como las arañas del desasosiego, del miedo al vacío, a la
incomunicación, a la nada, esas arañas que son imagen de lo escrito aquí, pero
que están en todo hombre parecido al O de Mhb. Por eso decimos que todas
las imágenes cotidianas —vidrios y arañas— configuran y dan estructura a un
relato abierto, que parte de un aquí (estación de Chemin Vert, París), un ahora
(años 60-70) y una situación vivencial que sólo conoceremos al terminar de leer
el relato. El resto es obra abierta; pero si O se suicidó (evidentemente, se
suicida) y E se fue o no (en su mente), si jugó o no (en la realidad), si se fue
por Daumesnil en lugar de por Reuilly-Diderot, fue su elección, legítima, como
todas: la elección de jugar al juego con las reglas impuestas por ese extraño
personaje llamado “O”.
4. Constantes o mitemas del mito de Orfeo y Eurídice
4.1. Acción de las constantes en el texto actual
Llegamos a la médula de nuestro artículo: la aplicación de la exposición
teórica, mitocrítica, al original y vanguardista texto de Julio Cortázar, en la clave
del mito de Orfeo y Eurídice. Hemos buscado las correspondencias entre las
constantes o mitemas de la historia de Orfeo (las ocho esenciales ya
señaladas, vid. apartado 2) que aparecen en el relato del autor argentino. A
continuación, intentaremos ver las pervivencias de este mito en Cortázar, así
como cada una de las modificaciones, subversiones o innovaciones del autor
americano en la fábula clásica, como por ejemplo la introducción de las
nociones de “juego” o “azar” en lugar del “hado” o “destino” del mito clásico.
Ahora procuraremos completar esas nociones refiriéndonos a lo que
sabemos sobre Eurídice, Orfeo y el Mhb de Cortázar, aplicando los métodos y
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terminologías mitocríticas. Unas pocas preguntas nos aclararán las causas y
efectos de que el narrador argentino haya modificado el mito de Orfeo y
Eurídice, porque eso, creemos, es indudable: Cortázar cambia lo que desea de
ese mito, lo subvierte, lo modifica, pero lo conserva.
4.2. ¿El O-narrador, el O-protagonista es escritor?
Al menos desea dejar constancia por escrito de su forma de ver la vida y
el amor, de ese azaroso juego suyo de buscar y encontrar mujeres en el metro
de París. El personaje narrador de Mhb, al que llamamos O, debe ser un
hombre joven. Un observador pálido, muy vergonzoso en su relación con las
mujeres (de las que registra el color de su bolso, la tela de sus ropas o su
peinado), pues no les habla: las mira. Es un voyeur, en el buen sentido de la
palabra. Mira a través de las celosías de la vida, como el personaje de El gran
Gatsby, de Fitzgerald. Mira a través de los vidrios, pero con miedo: miedo al
vacío, a la incomunicación, a las arañas que le pinzan el estómago: tiene miedo
a la muerte, y a lo peor; tiene miedo a la vida, al arte, al amor.
Ante todo, es un hombre frustrado, deprimido. Escribe en una libreta, pero
escribe con tan buen estilo, que es imposible que sea un mero aficionado. La
realidad del genio de Cortázar choca con la verosimilitud de su relato. Cortázar
modifica, en parte, el rol, la constante del personaje que sería su Orfeo. No es
músico, pero le apasiona la música; no es director o actor de cine, pero le
encanta Catherine Deneuve; no es poeta, pero escribe admirablemente bien.
Por ello, los mitemas de Orfeo en el Mhb se han visto sabiamente difuminados,
pero están ahí: latentes, implícitos o, si queremos, sugeridos.
4.3. Las relaciones casuales con E-ella: ¿subversión del mito?
Parece que Cortázar modifica, y en ocasiones subvierte el mito en este
exquisito relato: en él se puede ver toda la diversidad de una, de dos, de varias
vidas entremezcladas en un tiempo imposible, eternamente presente,
irredimible y en un espacio muy limitado: el metro, las estaciones y andenes
son espacios cerrados, represivos, asfixiantes y constreñidores del yo, de la
alteridad y la comunicación entre ambos. El tema clave es el juego y, por
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extensión, el azar.
Ese azar está condicionado por las elecciones personales, o a la inversa,
que condiciona nuestras elecciones, es uno de los hallazgos del cuento. Así
como lo es también la noción de juego, eso que aquí hemos llamado “su
juego”: el juego de buscar y encontrar mujeres en el metro, de enamorarse de
ellas, de ofrecerles la mirada a través del espejo: recuérdense las obras de
Lewis Carroll, porque tienen mucho que ver con Orfeo, con Cortázar y con este
cuento suyo. En el mundo horizontal / vertical de la calle, se produce la
comunicación, la charla. Pero el buscado y final encuentro erótico es una
utopía. Para el jugador O y para la jugadora E el encuentro horizontal, último y
definitivo, el encuentro legítimo y no falso, el íntimo, amoroso y erótico, parece
improbable. Al menos, para E y O, los dos jugadores conocidos por nosotros,
es un encuentro totalmente imprevisible.
Por otra parte, hemos visto en algunas versiones del mito de Orfeo que
los mitemas de Eurídice nos la presentan siempre como una mujer, una sola
figura femenina, única, e insustituible. Insustituible es Eurídice para Orfeo en
Virgilio y Ovidio porque el héroe se arriesga a bajar a los infiernos para
buscarla, aunque después fracasa por su vanidad de artista o por lo
desmemoriado de su personalidad o para que el fatum, el destino, la venganza
de Hades, se cumpla. En los otros “Orfeos”, los orfeos renacentistas y
románticos, los nombres que se le atribuyen o que se adhieren al de Eurídice
(ninfa, esposa, amante, amada, herida, muerta) son estados, modos de
existencia, pero no son la esencia. Son meros estados, atributos, adjetivos…
Solamente en Novalis, en Hugo, en Leopardi, en Rilke, o en Antonio Colinas o
en poetas de ese tipo, podemos encontrar innovaciones “mitemáticas”, es
decir, que alteren o modifiquen lo esencial de los atributos de Orfeo, de
Eurídice o del mito en sí. Los demás (Dante, Petrarca, Garcilaso o Ronsard) se
limitan a seguir el mismo esquema: el amante artista se enamora de una
hermosa mujer, la pierde (por las razones que sean) y luego trata de recuperar
su memoria a través de sus artísticos cantos.
En Cortázar, Eurídice, si no se encuentra multiplicada, al menos sí es algo
divina: su unidad en el relato se vuelve trinidad. Ella (E) es llamada Ana,
cuando el O-narrador la contempla y ve su bolso rojo o la felpa de su traje o
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sus zapatos o el rouge de sus labios; luego pasan a las miradas a través del
cristal, de los vidrios del metro, y recibe entonces el nombre de Margrit; al fin,
ya en la calle, nuestro héroe descubre que Ana-Margrit se llama Marie-Claude,
lo que ya es un pequeño éxito, porque en otros intentos de su juego, otras
mujeres (Paula-Ofelia) se quedaron en la fase 2 del juego. En definitiva, para
ese O-narrador, todas sus amadas casuales son, en el fondo, una y la misma:
E.
4.4. ¿Búsqueda en el submundo o huida de él?
El problema interno del O-narrador y protagonista queda revelado en el
propio relato: si ella no comparte el juego falso de los espejos, no hay juego
exterior, íntimo, libre. Los problemas de ella no están del todo claros. Su
honestidad, tal vez, hace que otorgue varias oportunidades al empedernido
jugador. Éste la espera en el andén de la estación de Chemin Vert. La espera
de O por su amada E es, esta vez, vana: sólo aparece en su perturbada
imaginación, o en su quimérica fantasía. Y el manuscrito, ese manuscrito que él
ha ido componiendo trabajosamente en el duro papel de una libreta, esos
papeles tan originales y bien escritos, son hallados entre tickets de cine y
monedas. Los encuentran en los bolsillos de un muerto, tal vez entre el rojo de
su sangre y el blanco de su definitiva palidez. Es la muerte de un Robinsón
urbano, un héroe cotidiano como los de Antonio Muñoz Molina, un Orfeo que
se atrevió a jugar pero no quiso molestar a las jugadoras. El juego, el que él se
impuso y les impuso a ellas, terminó devorándolo. Nos quedan sus bellas
palabras. O las palabras de Cortázar.
La(s) amada(s) que el O-narrador busca no muere(n), para luego vivir un
happy end, como la Eurídice de Ovidio. Esa mujer de la que sí conocemos el
nombre, esa hermosa Marie-Claude que es amada por O y, al tiempo, llega a
amarle, sí que en un punto del relato se desvanece como un fantasma, como la
Eurídice de Virgilio y de tantos poetas, escritores y artistas que le siguieron.
Las mujeres que “persigue” el narrador desaparecen, como la desconocida
Paula-Ofelia, o la propia Marie-Claude. Ellas desaparecen, no desean volver a
jugar “el juego del metro” que, con su mirada triste, abajo, en el metro, y con
sus tiernas, cálidas palabras, les propuso el protagonista, ya arriba, en la calle,
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en la libertad de un café parisino de los años 70. Pero todas se desvanecen, en
virtud de las propias y férreas “reglas del juego”: para ellas, las miradas a
través del cristal, de los vidrios, del espejo, son demasiado vaporosas. La
mirada auténtica, la real, la de ese joven que las ama y las desea, sus
palabras, son las que pudieron conquistarlas. Pero no un juego sin sentido,
ilegítimo, deshonesto o falso. Un juego que las hace desvanecerse y a él,
deprimido y agobiado, le merma la razón y trastorna sus miradas en
quiméricas, imposibles fantasías de amores soñados pero no sucedidos, no
consumados. Por tanto, más que una búsqueda, en el fondo es una huida. Una
loca persecución; una huida, en ellas y en él.
4.5. ¿Por qué el O-narrador sólo desea ascender desde el metro?
He aquí otra de las claves: en el descenso sí podemos ver una clara
subversión, o mejor inversión del mito. El juego se impone incluso a Cortázar y
provoca que tenga que mover a su personaje en sentido contrario al de Orfeo,
siempre desde abajo hacia arriba. Orfeo se mueve primero de arriba abajo,
luego de abajo arriba y, por último, mueve la cabeza y pierde a Eurídice. La
catábasis de ese O-narrador es, desde el principio del relato, la inversa:
primero se mueve de abajo hacia arriba, a un mundo donde la gente parece
infeliz y lo es; luego, sale a la calle, respira la libertad, charla en un café con
una mujer, le explica las reglas de su loca fantasía, la implica en el juego, lo
juegan durante un tiempo, ella se cansa y él, ahora definitivamente, de arriba
abajo, escribe las últimas líneas de ese extraño diario que ha escrito en esos
días, lo guarda en su chaqueta o en su gabardina y… ¿qué le ocurre ese
jueves, o el sábado siguiente? ¿Se suicida o no? Y para seguirnos planteando
interrogantes: tras la última línea de este “manuscrito” de Cortázar, o de ese
personaje O-narrador, ¿qué pasa con Marie-Claude?
4.6. ¿Por qué la ausencia de la palabra en favor de la mirada?
En lugar de los monstruos del Hades (el Can Cerbero, la barca de
Caronte, etc.), los vidrios y las arañas: son las metáforas, las gráficas imágenes
del miedo que nos atenaza con sus pinzas; nos devuelven un rostro que no es
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el nuestro, una mirada no deseada o, al revés, no nos ofrecen la mirada que
deseábamos. Pensemos en la obra poética y pseudobiográfica de Fernando
Pessoa: aunque las arañas no estén en su Livro do Desassossego, sí fue un
hombre enamorado (Ofelia, se llamaba ella), compuso poemas para revistas (la
más célebre se llamó Orpheu). Como el narrador de Cortázar, Pessoa fue
infeliz. El escritor argentino, desde nuestra perspectiva y a través de los
mitemas enumerados, trata de mostrar o demostrar que un hombre, artista o
no, si no llega a comunicarse sincera y honestamente con una mujer, nunca la
alcanzará, siempre estará mirándola, sin llegar a ese encuentro legítimo que
buscan E (o Marie-Claude) y O (el narrador). La ausencia de palabra en lo más
infernal del mundo, en el metro, irremisiblemente abajo, es la muerte, el
desamor, el vacío.
4.7. ¿Por qué es trascendental el mitema de la regla del juego?
La condición de Hades era “no mirar atrás”, al pasado; la condición del Onarrador es la contraria: mirar y ver, o más exactamente mirar el reflejo de las
miradas. De nuevo, el juego, “su juego”, con “sus reglas” y, una vez más, el
azar que le pone a una mujer única y, en su mente, triple: Ana / Margrit / MarieClaude. Pero la necesidad de amarse legítimamente unida a la mala conciencia
o la timidez o la cobardía del O-personaje protagonista, fuerzan lo inevitable: la
ausencia de ella, su huida del juego, y la muerte de él, su escapada final de la
vida, del metro y de todas las mujeres que amó. Aquí hallamos otro punto de
alteración casi total entre el mito y el texto estudiado. En uno, la condición la
impone un dios, y el hado realiza la venganza del dios burlado por los encantos
del poeta tracio; en Cortázar, es el propio poeta quien cae en la tela de sus
arañas: impone las reglas a una mujer, juegan a esa loca aventura suya y, a
falta de sinceridad y palabras, no de miradas, de palabras, ambos sucumben al
juego. De ahí el desasosiego que produce leer este relato, compensado por su
belleza y su originalidad. Por eso, ambas condiciones, la de Hades (no mirar
atrás) y la del O-narrador protagonista (mirar y luego comunicar), son inversas,
pero en el fondo son la misma: no vuelvas tu mirada al pasado, vuélvela al
presente; vuelve tu palabra a tu esposa, no hables con la mujer amada. Ambas
tienen el mismo resultado fatídico: muerte tras un amor conseguido a través del
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arte. El azar no escapa al destino. La necesidad de la palabra o la ausencia de
una vuelta al pasado son, en nuestra opinión, caras de la misma moneda.
4.8. ¿Por qué es necesaria la trasgresión del juego?
Los temas, motivos y mitemas enumerados y estudiados responden a
esta pregunta, aunque los movimientos de Orfeo y de su contrafigura, el
narrador del cuento de Cortázar, sean en sentido inverso. La trasgresión es
necesaria porque, si no, no habría ni mito de Orfeo ni relato de Cortázar. El
motivo es claramente narrativo, de trama ficcional. Bien es cierto que en ambas
historias, aunque haya un ascenso al mundo exterior, el orden arriba-abajo o
abajo-arriba es opuesto. Pero eso no impide que los resultados finales sean
parecidos: por tanto, este mitema de “trasgresión de las reglas o condiciones”,
es un mitema narrativo en ambos relatos. Es justo lo contrario a un mitema
contingente, es necesario, no azaroso. Cortázar, o Rilke, o Garcilaso, o Virgilio
precisan
ese
mitema.
Sus
obras
lo
requieren.
Podríamos
llamarlo
“narrativamente necesario”. Si no, no habría ni relato, ni lírica, ni poema épico.
La ruptura (palabra que emplea el narrador cortazariano al inicio de su historia)
de la vida enclaustrada y asfixiante, de la vida constreñida y agobiada del Onarrador es la esencia del juego. Si ella o él se saltan las reglas, no son
honestos con el juego. Al pasar de las miradas a las palabras, sin romper el
juego, están pasando de lo contemplado a lo dicho. Y en ese terreno, el de la
comunicación, el héroe de Cortázar se ve indefenso. Su talón de Aquiles
justamente es ése: su miedo, su cobardía, sus arañas, su timidez a la hora de
comunicarse.
4.9. ¿Se suicida él? ¿Qué pasa con Marie-Claude?
Son dos preguntas cuya solución sólo puede dar el lector, porque la obra
de Cortázar es decididamente abierta, pero sólo en cierto sentido: deja al lector
que imagine a una Marie-Claude arrepentida o feliz, a una mujer libre de todo
juego o falsedad que ha logrado salir del laberinto suburbano; deja que
imaginemos la muerte de nuestro héroe, ese triste, pálido y tímido O, pero
podríamos pensar que nos ha vuelto a engañar: que el manuscrito se halló “en
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un bolsillo”, pero no el suyo. El bolsillo de un pobre, el de una chaqueta tirada
en el metro, el de un abrigo en una tienda de empeños… Contra la lógica del
relato cortazariano, cabe oponerle nuestra propia ruptura, la ruptura de “sus
reglas de juego”: contra lo improbable, cabe pensar que O sólo arrojó la
chaqueta y con ella su vida pasada. Pero eso es nuestra fantasía. En lo
verosímil, en lo real de este relato, en las declaraciones y entrevistas que hizo
Cortázar (para él mismo), el personaje de O murió y ella escapó.
5. Conclusiones: de papeles hallados en el suelo
A lo largo de este trabajo, hemos podido observar las modificaciones o
subversiones del mito a través de los cambios introducidos por Cortázar en su
relato, en especial por ese uso que él le otorga a la noción de juego y su
“escritura total”, en collage. En la introducción apuntamos nociones sobre el
mito y los rasgos propios de lo mítico, o mejor, de los rasgos que son
estudiados por los mitocríticos. Éstas son nuestras conclusiones:
1) ¿El relato de Cortázar es un mito o trata sobre un mito? No podemos
responder por Cortázar ni por Eliade, pero sí podemos decir que, si un mito, en
esencia, es el relato, la narración de una historia, el relato de Julio Cortázar
sería un “mito” (mythos), o si queremos, su propia versión de un mito, el de
Orfeo y Eurídice. Trata, pues, sobre un mito, pero lo modifica, subvierte sus
constantes, los vectores que lo articulan: conserva algunos mitemas, otros
desaparecen y muchos aparecen tan cambiados que resultan irreconocibles.
2) ¿Hay en este relato algún tipo de rito iniciático, hay alguna búsqueda o
alguna especie de rito de paso a lo incognoscible? No como tal, pero en la
peculiar versión del “juego del metro” de ese narrador cortazariano (O), en su
búsqueda de una mujer ideal (E), en las reglas del juego y en el hecho de que
el autor llamase a la serie que incluye este relato con el nombre de “ritos”, no
podemos ver sólo un cúmulo de casualidades. En las obras de Eliade, leemos
conceptos como los del viaje iniciático, de la búsqueda, o de los ritos de paso a
dimensiones más hondas del ser humano. Así, ese “O-narrador” no funda
ninguna religión: funda un juego, lo comparte con “E-ella” y, acabado el juego,
muere.
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3) El mito de Orfeo y Eurídice, en la versión de Cortázar, ¿contiene
arquetipos, habla de ideología política, es lenguaje mítico en la relación
sintagmático/paradigmática? Sí, desde nuestro punto de vista. Sobre todo,
seguiendo a Lévi-Strauss, como quedó expuesto en 1. Ese manuscrito contiene
dos arquetipos clarísimos; hay ideología, no sabemos si política o no, pero
posiblemente sí, ya que la definición de “político” es, según Aristóteles, la del
ser que se ocupa de su ciudad, de su gente… y, en ese sentido, el O-narrador
de Cortázar es, primero escritor, pero también “animal político”, social, aunque
él mismo sea un “asocial”; en la noción de mitema, como estructura sintácticosemántica o unidad mínima de significado mítico, inserta en el decurso de un
sintagma, de una oración, de un texto, queda aclarada esta cuestión. En
resumen, es un relato mítico, casi diríamos, o una “escritura total” en la que el
mito es ejemplarmente subvertido o alterado.
4) ¿Las ideas de Gilbert Durand (1960) sobre los regímenes de lo diurno o
postural, lo nocturno o digestivo y el Eros, o régimen de lo erótico, pueden
aplicarse sin problemas a este relato? Desde mi punto de vista, el primer eje,
vagamente; el segundo, sí, con total seguridad, porque es el eje de lo vertical;
el erótico o amoroso está más implicado que explícito, ya que hay en este
relato intimidad, erotismo, si queremos, pero no una clara y patente relación
amorosa, porque “el juego”, que debería facilitarla, la impide.
5) Sobre el estado de latencia de los mitos (Durand, 1993), ¿qué
podemos concluir respecto al relato de Cortázar? Que Orfeo no se halla en
estado patente (no se le da ese nombre), pero tampoco está en estado latente,
así que podríamos decir que, en lo explícito, el mito está latente; en lo implícito,
en los actos y pensamientos de los personajes, se encuentra en estado casi
patente; al menos es fácil de adivinar por un lector avisado.
Hemos tratado de escribir o esbozar las modificaciones, aportaciones o
enriquecimientos de Julio Cortázar a esa “antigua leyenda” de Eurídice y Orfeo.
Cortázar alteró el mito: en algunos mitemas lo modifica; en otros, lo invierte o
subvierte; en unos pocos, casi lo conserva intacto, por razones puramente
narrativas, de trama argumental. A todos sus lectores queda el juzgar lo
acertado o no de nuestra visión y si las herramientas aportadas han sido útiles
o no.
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La mitología del doble en Anfitrión 38 de Giraudoux
(Pilar Andrade Boué)
Cuentan Hesíodo (El escudo de Heracles, 11s., 79s.) y luego Apolodoro
(Biblioteca, II, 4, 6s.) que Anfitrión, habiendo dado muerte accidentalmente al
padre de Alcmena, marchó desterrado a Tebas, y que de allí salió en campaña
contra los tafios, cuyo rey había asesinado a los hermanos de la mujer. Durante
su ausencia el dios Júpiter le suplantó para yacer con la bella Alcmena, y a su
vuelta, al alba, ésta le acogió con frialdad y diciéndole que habían pasado la
noche juntos. Anfitrión reaccionó con ira, acusándole de adulterio, pero
intervino el adivino Tiresias aclarando el entuerto. De Alcmena nacieron dos
gemelos, Hércules (hijo de Júpiter) e Ificles (hijo de Anfitrión).
Plauto toma este argumento para componer una comedia en la que se
incorporan nuevos personajes y que constituirá el hipotexto de muchas otras
versiones posteriores, entre ellas, la del escritor francés Jean Giraudoux. En el
texto de Plauto la suplantación se inflaciona, puesto que también Mercurio
toma la apariencia del criado Sosia y despóticamente se burla tanto de su
original criado como de Anfitrión. Sin embargo, la parte central de la comedia
se perdió, y sólo se conservan la introducción de Mercurio y su conversación
con Sosia, dos conversaciones entre Alcmena y Júpiter, el enfado de Anfitrión
creyéndose burlado por otro hombre, y el momento final en que Júpiter desvela
a Anfitrión la verdad y apacigua a los esposos, enfrentados entre sí (no contra
el dios).
En realidad, el tema de los personajes idénticos que generan
malentendidos es muy rentable desde el punto de vista de la comedia. Esto
hace que muchos autores dramáticos se hayan interesado por él, empleándolo
con un provecho semejante al que procuraba el motivo de los hermanos
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gemelos 1 . Pero la riqueza del personaje no se agota evidentemente con esta
vis cómica, sino que se prolonga hacia la problemática más amplia que suscita
la existencia de un doble, es decir, de un individuo idéntico a uno mismo. La
presencia o aparición de un doble hace aflorar preguntas que ponen en
cuestión la identidad en primer lugar de este doble, desde luego (¿quién eres
tú?), pero también, y de rebote, sobre la propia identidad del original (¿quién
soy yo?) y de su percepción de la realidad (¿es real mi percepción, o se trata
de un sueño, de una alucinación?).
Por otra parte, la historia de Anfitrión, además de internarse en el laberinto
metafísico
del
Doppelgänger,
establece
una
relación
e
incluso
una
confrontación entre el hombre y los dioses, con lo cual la complejidad del
personaje se incrementa con una nueva dimensión: aflorarán también aspectos
vinculados a la vivencia e implicaciones de la presencia de lo sobrehumano o lo
sobrenatural en la existencia humana 2 .
En este trabajo querría proponer una reflexión y análisis del personaje o
mito de Anfitrión en su relación con la figura del doble, y a través sobre todo del
texto Amphitryon 38 del escritor francés del siglo XX Jean Giraudoux. Esta
última es una obra cuyo enfoque a modo de reescritura trágica de la historia
clásica 3 permite superar la vertiente cómica reabsorbiéndola en los temas más
omnicomprensivos antes citados, y se presta además a una lectura psicocrítica
que creo plausible apoyándome en la importante presencia del psicoanálisis en
las otras obras del autor, lectura que abre la perspectiva de análisis hacia la
mejor comprensión de la autoscopia 4 y su etiología.
Se ha dicho que la originalidad del Anfitrión de Giraudoux estriba en haber
dado verdadera voz diegética a Alcmena, esposa del protagonista masculino,
frente a las versiones anteriores que le concedían un papel muy secundario.
1
Las versiones de Anfitrión son abundantes, desde el siglo XII (comedia De Geta e Birra
de Vitalis Blesensis) hasta 1848 (Zweimal Amphitryon de G. Kaiser); infinita es, por su parte, la
bibliografía correspondiente a historias de hermanos gemelos.
2
De hecho, en las primeras grandes culturas la gemelidad se asocia a la mediación
entre dioses y hombres, cf. por ejemplo Lévi-Strauss, Antropología estructural, Buenos Aires,
Eudeba, 1968, pp. 203 ss.
3
A pesar de que Giraudoux indique que se trata de una “Comedia en tres actos”, el
propio Plauto había marcado la pauta al emplear personajes divinos y heroicos (propios de la
tragedia) en vez de personajes reales y de la vida cotidiana (propios de la comedia).
4
Autoscopia externa: visión de un doble; autoscopia interna: visión del interior de sí
mismo (órganos, tejidos…).
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Efectivamente, y como es habitual en las obras de este autor, el peso de la
acción y de la reflexión recae sobre la mujer, de modo distinto, sin embargo, al
que tenía en la versión de Kleist, su más inmediato e influyente predecesor 5 .
Lo primero que consagra la superioridad de Alcmena es que conoce los
planes de Júpiter antes que su esposo, e intenta evitar que se cumplan. Por el
contrario, en la versión de Plauto y en las que le son directamente deudoras,
Alcmena desconoce hasta el final el abuso del que ha sido objeto, y reacciona
con ira ante la estupefacción y celos del cónyuge. De este modo se esquiva la
dimensión trágica de la violación desde el punto de vista femenino y permite un
final, si no feliz, al menos aceptable, especialmente para el marido burlado.
Sin embargo, precisamente el hecho de que Alcmena conozca los planes
divinos en la versión de Giraudoux es lo que enriquece y complica el texto del
francés. Observemos que esto le permite a Alcmena intentar evitar que se
cumpla lo predicho, lo cual lleva además a la única escena de vodevil o de
fabliau del drama, en que ella misma, confundiendo a Anfitrión con Júpiter,
empuja al esposo al lecho de Leda. Más adelante veremos, sin embargo, que
esta escena de quiproquo (malentendido) tiene un significado profundo en el
seno de mi interpretación.
Alcmena es, por tanto, la que sabe y la que actúa en consecuencia.
Conoce las prepotentes intenciones del dios e intenta burlarlas. Una lectura
correcta de este elemento diegético que pone en contacto lo humano con lo
divino consiste en identificar planes jupiterinos y la noción de destino o
fatalidad. Pues, en efecto, uno de los temas importantes en el teatro de
Giraudoux es el conflicto entre la voluntad humana y la fuerza de la fatalidad,
que frustra esa voluntad casi invariablemente. Esto implica, en primer lugar,
que Alcmena, al oponerse a los planes del dios, está intentando contravenir al
destino. Sabemos que el primer desenlace del drama no permite que la
voluntad y la libertad de Alcmena triunfen, y que el dios poseerá con engaños a
la mujer. Por tanto, la violencia ejercida sobre el cuerpo femenino es, sobre
todo, una violencia sobre su espíritu y sobre lo más nuclear de su ser, implica
un vaciado de aquello sobre lo que se edifica su identidad. A Alcmena le
5
Las relaciones entre la obra de Kleist y la de Giraudoux han sido estudiadas por J.
Body: Giraudoux et l’Allemagne, París, Didier, 1975, pp. 307-321.
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arrebatan el libre albedrío y, como consecuencia, la primera tentación es
absoluta: el suicidio. Pero a esta tentación sigue otra, como mecanismo de
defensa generado por el propio personaje, que es el olvido. Mejor olvidar la
aniquilación inevitable y puntual de la identidad que optar por una aniquilación
evitable y permanente. Alcmena la que sabía será desde entonces Alcmena la
que no sabe, una segunda Alcmena que ha renunciado a sí misma.
Volveremos a esta reflexión más adelante.
Desde el punto de vista de Júpiter, sin embargo, la misma cuestión se
plantea de otro modo. El dios, después de poseerla, se enfrasca en una sesuda
conversación con la mujer que le mostrará la valentía y humildad de Alcmena,
la que no teme a la muerte, la que rechaza el ofrecimiento de inmortalidad de
Júpiter, quien, asombrado, declara que ella es “el verdadero Prometeo” (p.
150 6 ) o, en otras palabras, que es un ser humano libre —pues sólo quien no
teme morir es libre, como nos remachan infinidad de filosofías y ficciones
desde la antigüedad y hoy también el cine—. Este desarrollo no es
exactamente contradictorio con el anterior, sino más bien complementario.
Ambos desenlaces, el que sugiere la derrota de Alcmena y el que afirma su
victoria, dependen del punto de vista. Los acontecimientos, focalizados por la
protagonista, muestran como ganador al dios, cuyo retoño lleva ahora Alcmena
impotente en su seno; focalizados por Júpiter, le dan a ella la victoria (o a él
una victoria pírrica), pues por una parte ha vencido a la muerte aceptando el
destino común (“soy en efecto la que mejor acepta y ama su destino”, “je suis
en effet celle qui approuve et aime le mieux son destin”, p. 147), y por otra no
ha otorgado al dios ese “consentimiento” que él tanto anhelaba.
Esta doble lectura de los acontecimientos muestra, además, que la
protagonista femenina libra realmente dos combates. Uno, el primero, contra el
destino concretado en la muerte, y el segundo, contra el destino concretado en
los planes de Júpiter. Del primero saldrá vencedora; en el segundo perderá. En
los dos, sin embargo, acepta —aunque una y otra aquiescencia no tendrán la
misma repercusión en ella—. Lo que me interesa en este momento es ahondar
un poco más en esa lucha que emparenta al personaje femenino (en esta
6
Las citas del Amphitryon 38 y de las demás obras de teatro de Giraudoux reenvían a la
edición del Théâtre complet publicada en la colección de Bibliothèque de La Pléiade (París,
Gallimard, 1982). Las traducciones son mías.
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primera fase) con la raza de todos los héroes solares mitológicos. Los
antropólogos se han ocupado de hacer ver cómo los combates de este tipo
simbolizan el pugilato interno del ser humano frente a lo desconocido, lo que le
supera, etc., como en este caso las leyes irrefragables del universo, y también,
paralelamente, constituyen el transparente del proceso de individuación o
maduración de la psicología humana. Entonces y desde esta última óptica,
¿cómo se concreta la evolución psicológica para Alcmena?, ¿contra qué
exactamente está luchando, si lo hace contra algo más que el destino?
Partiré de la hipótesis siguiente: Alcmena es sólo una parte de un yo que
abarca todos y cada uno de los principales personajes del drama. Anfitrión,
Leda, Júpiter, Eclissé, Sosia e incluso el gentío de tebanos son los
protagonistas de ese proceso de individuación que constituye o se adivina en la
diégesis. Y que Alcmena se enfrente al destino significa, dentro de ese
proceso, encararse con los miedos que ella intuye y que las otras partes del yo
se esfuerzan por escamotear. Por tanto, el de Alcmena es un combate interno
contra el miedo… pero miedo, exactamente, ¿a qué?
La siguiente hipótesis que fijaré es que Alcmena y sobre todo la parte del
yo que viene encarnada en Anfitrión tiene miedo de su propia impotencia, en un
sentido lato. Aquí tomaré como referencia interpretativa cierto tipo de “historias
de dobles”, en las que el duplicado surge como proyección de la angustia del
sujeto. Desde esta perspectiva, el dios sería sobre todo la manifestación de un
doble de Anfitrión. Más aún: el dios es la manifestación del doble que el propio
Anfitrión genera, angustiado por su impotencia real o sólo posible, pero siempre
amenazadora. Júpiter es la figura creada por el mecanismo de defensa del
protagonista, a semejanza de lo que ocurre en otros relatos clásicos de dobles,
como (muy claramente) en El copartícipe secreto, de Joseph Conrad,
Desesperación de Vladimir Nabokov o incluso El horla de Guy de Maupassant.
No nos quedaremos aquí, sin embargo. Esto correspondería a lo que Carl
Jung llama interpretación analítica o causal-reductiva, que es correcta, pero no
completa 7 . Dicha interpretación podría continuar explicando, por ejemplo, que
la aparición del doble es producto de la angustia ante la muerte o de la
angustia ante la soledad: ambas son sugerencias de Otto Rank, en su libro El
7
Cf. “El método sintético o constructivo”, en Sobre la psicología de lo inconsciente.
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doble escrito en 1914 (última publicación en Orión, Buenos Aires, 1976).
También indica Rank que la presencia del doble debe vincularse con una falta
de maduración del sujeto, que ha permanecido en etapas narcisistas de la
formación de su yo. Ambas teorías se mezclan y se complementan: la
imposibilidad de aceptar la muerte provocaría simultánea o alternativamente en
el sujeto un amor desmesurado a sí mismo, o un miedo desmesurado a sí
mismo; en ambos casos la respuesta psíquica sería la generación de otro yo
idéntico, protector o enemigo.
Como es sabido, las ideas de Rank fueron desarrolladas por Freud
especialmente en su ensayo Lo ominoso, pero se englobarían también bajo el
etiquetado jungiano de “interpretación analítica”. La teoría de Freud es a su vez
muy rica y vincula la aparición del doble a varias etapas de la formación del yo.
El doble desdoblado una o varias veces está ligado a la compulsión de
repetición, defensiva y ofensiva simultáneamente, común a los niños y al adulto
neurótico. El doble como protección contra la muerte pertenece a la etapa
infantil en general, mientras que el doble como castración o mutilación se
ubicaría más concretamente en la etapa fálica. El doble como conciencia o
censura debe situarse en un estado adulto o joven en el que se produce un
exceso de superyo que ese doble manifiesta. También en el estado adulto
puede generarse el doble como expresión de deseos no cumplidos, y, en fin,
como autocastigo que se inflige el yo por la impotencia (explicación de la que
he partido antes). En los casos en los que el doble supone una regresión a la
infancia, está implícito el concepto de narcisismo al que Rank ya se refirió: el
narcisista se ve lastrado por un pasado del que no puede desprenderse, lo cual
a su vez generaría la aparición de espíritus antropomorfos entre los que se
cuenta ese otro yo mismo. El mito de Narciso ejemplifica perfectamente esta
explicación, y de hecho la novelística de Giraudoux ha sido ya estudiada desde
este punto de vista por André Job 8 . Por último, el doble puede ser la imagen
generada para proyectar la culpa que experimenta el yo: se descargaría la
culpa sobre él de forma que el individuo podrá realizar su deseo sin sentirse
responsable 9 .
8
9
Giraudoux/Narcisse. Genèse d’une écriture romanesque, Toulouse, PUM, 1998.
Cf. Rank, op. cit., p. 122 y Freud: La escisión del yo en el proceso defensivo.
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Todas estas teorías son, sin embargo y como sugerí, incompletas o al
menos insuficientes, desde mi punto de vista, para comprender a fondo el texto
que nos ocupa. Júpiter es, sí, un doble que manifiesta la impotencia del
original, pero una interpretación sintética (en la terminología jungiana) nos hará
bucear más en esa impotencia y, sobre todo, bucear en la actitud de Alcmena y
de los demás personajes ante esa impotencia. Sosia nos anima a ello cuando
afirma, al comienzo de la obra, que tiene que hacer una proclamación por un
objeto perdido… Lo perdido y olvidado sale por tanto a la luz a lo largo de esta
pieza teatral.
Mi tercera hipótesis será que la angustia y el miedo se han generado ante
las expectativas del grupo. El yo 10 se ha construido como “recorte de la psique
colectiva”, es decir, adaptándose a los deseos de la colectividad más que a los
suyos propios. Y en este momento del proceso de individuación, la parte
individual del yo ha entrado en conflicto con la parte del inconsciente colectivo.
Alcmena, como manifestación de esa parte individual, intentará desenmascarar
la presencia de los deseos colectivos en el seno de la psique. Cuando un
hamletiano Júpiter, al comienzo de la obra, afirma que Alcmena debe optar —
“Fiel al marido, o fiel a sí misma, ésa es la cuestión” (p. 117)— está expresando
la incompatibilidad de la fidelidad a sí misma, es decir, a la propia “misión”
(hacer aflorar y predominar el deseo individual) con la fidelidad al marido,
dominado por el deseo colectivo.
Esta hipótesis, por otra parte, se inscribe en la línea de una de las lecturas
más conocidas de la obra de Giraudoux, cerrando un poco el objetivo para
observar con más detalle algunas características del texto analizado. Me refiero
al estudio de R.M. Albérès, Esthétique et morale chez Jean Giraudoux 11 , que
subraya, en los textos dramáticos giralducianos, la contraposición frecuente
entre los anhelos individuales y las imposiciones de la vida o más
concretamente del entorno. Ya el prólogo lo expresa bajo la rimbombante
fórmula de “conflicto entre una estética cósmica y una moral humana” (p. 9),
pero después se retoma la tesis con términos más sencillos, aplicada a la
10
A partir de aquí me apoyo en el análisis jungiano y recurriré por tanto a su
terminología, con los significados concretos que atribuye C. Jung a términos como “persona”,
“máscara”, “ánima”, “sí-mismo”, etc.
11
París, Nizet, 1970.
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biografía del autor: “(…) los deberes de hombre entrarán en contradicción con
ese diletantismo, y concretamente después de 1920, el conflicto aparecerá en
la obra de Giraudoux” (p. 63). Ésa es la fecha aproximada en la que nuestro
dramaturgo, habiendo dejado atrás sus felices treinta y tantos años de
despreocupación juvenil, está aceptando ya misiones diplomáticas de
importancia y tiene una familia a la que atender (en 1921 nace su hijo JeanPierre). Desde 1926 se asienta en la capital y se sumerge en las liturgias
parisinas y la vida social. Anfitrión 38 está escrito en 1929. Albérès subraya
asimismo el rasgo tan importante de Giraudoux consistente en la “obsesión de
la despersonalización, marcada por cierta complacencia hacia los temas de la
evasión y la fuga” (p. 260). En mi perspectiva interpretativa yo diría que la
despersonalización equivale a una pérdida del yo que ha sido invadido por las
imposiciones colectivas, y la tentación (no la solución) ante esta amenaza es la
huida. Por eso también Giraudoux “se interesa sobre todo por el hombre ajeno
a las rutinas humanas, el hombre que conserva la pureza original, el ser
superior, en quien la serenidad libera de las preocupaciones humanas” (p.
261). Poco más tarde, Charles Mauron, en su estudio Le théâtre de Giraudoux.
Étude psychocritique 12 , profundizará en la contraposición yo creador/yo social,
proponiéndola como estructura básica de la obra giralduciana.
Debo dejar claro, en cualquier caso, que no trato de reducir la obra de
Giraudoux al “no es más que” un problema psicológico. Primero, porque el
conjunto de dicha obra no se explica evidentemente sólo por un conflicto
psicológico; muchos autores han destacado ya los peligros de las lecturas
reduccionistas. Y segundo, porque la psique humana no se reduce a un sólo
elemento de conflicto, ni siquiera a una neurosis, y menos aún la psique de
alguien con una riqueza interior y exterior como la de Giraudoux. Por tanto, la
aplicación de las teorías jungianas a la obra del dramaturgo francés pueden
verter alguna luz sobre los textos, pero no desplazan otras lecturas también
válidas y enriquecedoras. La lucha contra el inconsciente colectivo en Anfitrión
38 y otros textos no excluye, en mi opinión, ni explica enteramente (aunque
para Jung sí) la presencia de una ensoñación de un cosmos y un hombre
prístinos, como tampoco otros muchos aspectos de la poética giralduciana.
12
París, Corti, 1971.
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Volviendo a nuestro texto, recordemos que Alcmena representaba la
oposición del yo al deseo de la tribu. De ahí que constantemente manifieste su
falta de interés o de sensibilidad ante la brillantez (“l’éclat”) o la apariencia (p.
150). Brillar en sociedad y pavonearse o aparentar son actitudes para la galería
(y, por eso mismo, tan barrocas). Oigamos asimismo la respuesta que da la
protagonista a su cónyuge cuando éste manifiesta que tiene que irse a la
guerra:
ANFITRIÓN: Ahora sí que son ellos… tengo que irme.
ALCMENA: ¿Quiénes? ¿Tu ambición, tu orgullo de jefe, tu predilección por
la carnicería y la aventura?
ANFITRIÓN: No, sólo Elafocéfalo e Hipsipila, mis corceles (p. 130).
Dejemos aparte el detalle proléptico de que Elafocéfalo signifique “con cuernos
de ciervo” e Hipsipila “que pasa sólo por puertas altas”; son apostillas cómicas
que poco convienen a la gravedad del asunto, vestigios no depurados por el
minucioso Giradoux en las sucesivas redacciones de la obra. Lo que nos
interesa aquí es que efectivamente Alcmena se reafirma en la voluntad de
rechazar la “máscara” que Anfitrión se obstina en colocarse, máscara exigida
por la sociedad y que hace adoptar un rol de dominancia y autoridad, de,
precisamente, brillo y apariencia. Al preferir ese rol Anfitrión se autoproclama
“persona” y renuncia (al menos parcialmente) a Alcmena, es decir, a sus
propios deseos.
Inmediatamente, y dado que esos deseos son imposibles (al menos
parcialmente también) de conciliar con las imposiciones del grupo, surge lo
ominoso (unheimlich). Y lo ominoso es en este momento Júpiter, que además
de divino y, por tanto, temido, representará lo extraño en el seno de lo familiar.
En efecto, Júpiter transformado en Anfitrión indica, a través del tema del doble,
que lo angustioso se ha instalado en el corazón de lo conocido (heimlich). De
hecho, el dios despierta en Alcmena inmediatamente ciertos recelos: ella se
demora en abrir la puerta y, sobre todo, ante la seductora frase “Soy tu amante”
pronunciada por Júpiter, responde con una negativa firme: ella no tiene
amantes. La disociación amante/marido que pretende establecer el dios tiene
implicaciones interesantes. Júpiter pretende que la mujer entregue su cuerpo
no al marido (Anfitrión), sino al amante con quien él mismo se identifica.
Alcmena asegura no poder disociarlos y se niega rotundamente a llamarle de
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ese modo: “¿Pretendes quizá que te llame amante? ¡Jamás lo haré!” (p. 139).
La negativa significa la resistencia ante la seducción, es decir, siguiendo con mi
interpretación, ante el lado sombrío del arquetipo 13 . Ella sólo cederá al marido,
al yo que quiere convertirse en “sí mismo”, es decir, en meta de la
individuación.
La actitud de Alcmena manifiesta constantemente esta última intención de
oponerse a la fuerza del arquetipo. En la primera conversación larga que
mantiene con su esposo, por ejemplo, ella manifiesta que teme a las diosas y a
las extranjeras, es decir, que siente celos de ellas, del atractivo o de la
tentación que puedan suponer para Anfitrión. Desde luego, el hecho de temer a
las diosas podría interpretarse como una especie de prolepsis, puesto que la
propia Alcmena va a ser engañada por un dios. Pero ¿qué sentido darle a las
extranjeras? De nuevo podemos pensar que representan el “anima” del yo y,
de hecho, en la cita antes transcrita, la “aventura” está unida a la gloria y la
ambición. Eso explicaría que las extranjeras amen “a todo hombre casado, todo
hombre que pertenece a otra, ya fuese a la ciencia o a la gloria” (p. 129), pues,
efectivamente, la “persona” Anfitrión pertenece a la ciencia o a la gloria.
Alcmena añade además que “el gusto por lo foráneo actúa más poderosamente
sobre el hombre que el gusto por el hogar” (ibid.), pero aquí los términos se
alejan de la interpretación antropológica tradicional. Por “hogar” no debemos
entender el espacio de lo femenino que puede castrar al hombre e impedirle
madurar convenientemente. No olvidemos que ahora el hogar es Alcmena, y
frente a ella, lo foráneo es lo que no responde al deseo de Alcmena, lo extraño
a ella. Frente al deseo verdadero, individual, lo foráneo es el deseo impuesto
por el exterior, lo que obliga a Anfitrión a ser general victorioso de los tebanos,
pero también a adoptar el rol social del marido-amante-padre. Obligaciones que
13
En el texto se menciona una vez el arquetipo, en la conversación entre la juiciosa
Alcmena y la ignorante Leda: “El lenguaje abstracto no es tu fuerte, gracias a dios.
¿Comprenderías las palabras «arquetipo», las palabras «idea clave», la palabra «ombligo
[ombilic]»?” (p. 167). Parece más plausible que Giraudoux estuviera pensando en los
arquetipos neoplatónicos que en los de Jung, aunque este autor remite a su vez a la fuente
griega para explicar su propio concepto (cf. Los arquetipos y lo inconsciente colectivo, en Obra
completa, vol. 9/I, Madrid, Trotta, 2002, pp. 4-5). Giraudoux se interesó vivamente por las obras
de los neoplatónicos a través de la poesía renacentista francesa y León Hebreo; Sartre vincula
los arquetipos giralducianos con la filosofía aristotélica (cf. Situations I. Essais critiques, París,
Gallimard, 1947, pp. 79-90), mientras que C.E. Magny insiste en las fuentes platónicas y no
aristotélicas (en Précieux Giraudoux, París, Seuil, 1945, p. 31).
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son vividas con angustia menos por lo que en sí mismas implican que por ser
imposiciones de la colectividad enjuiciadora.
De este modo, Giraudoux reutiliza el consabido tema del héroe guerrero y
emprendedor vaciándolo de su primer sentido positivo y poniéndolo al servicio
de una explicación psicológica. Ese héroe que mira hacia fuera no es libre, sino
que al volcarse hacia el exterior está respondiendo a los patrones de
comportamiento indicados por el grupo. Se trata de la misma compulsión que
expresará el caballero de la obra Ondine:
Descubríamos palacios y volvíamos a vivir en nuestra casa.
Liberábamos a Andrómeda y ganábamos la jubilación a los sesenta.
Robábamos el tesoro de los gigantes y se nos dispensaba de la
abstinencia los viernes… ¡Todo esto se ha acabado para mí! La aventura
ya no va a ser ese stage en la caballería y la imaginación que también se
les impone a los futuros escribanos! (p. 779).
Esta actitud de volcado hacia fuera impide, simultáneamente, el conocimiento
del propio interior. La extranjeras (esa parte doblegada del yo) “se adoran a sí
mismas, porque permanecen extrañas para sí mismas” (p. 129). El
psicoanálisis nos diría que se niegan a que aflore el pasado en forma de
deseos infantiles (Freud) o en forma de arquetipos colectivos (Jung), lo cual
sería muy saludable como primer paso del análisis, pero el narcisista (Anfitrión
o Giraudoux) teme ese conocimiento interior.
Contra la voz de Alcmena se alzan por tanto las voces del ánima. El
pueblo tebano y su portavoz la nodriza Eclissé, que celebran la violación
programada (acto II, escena IV), y Leda, encarnan esas voces. Era previsible
que esta última considerase un honor la visita del dios, y que exclame con
sorpresa, ante el ruego de Alcmena: “¿Salvarte de la gloria?” (p. 165). Pues la
gloria es efectivamente el mayor deseo del ánima. Y no desoigamos tampoco
la voz de Mercurio, que incrementa la presión y amenaza a la acongojada
esposa: “¿Crees escapar a los dioses quitando todo lo noble y bello que
destaca en ti?” (p. 159). Alcmena quiere pasar inadvertida ante el dios
opresivo, insistiendo en sus limitaciones, sin éxito, hasta afirmar, desalentada,
que “ese papel no me conviene” (ibid.). Ni ése ni ninguno de los que la
transforman, a ella y a Anfitrión, en “persona”. Pero Mercurio insiste,
recurriendo incluso al chantaje: muchos morirán si ella no se entrega. Tal es la
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fuerza de la tribu. Ella responde con una frase magistral: “Mi marido puede ser
Júpiter para mí. Júpiter no puede ser mi marido” (p. 161).
Anfitrión, el yo que desea su propia felicidad y no se aliena en los otros,
puede ser objeto de amor; Júpiter, el yo alienado, no puede serlo. Mercurio,
escocido, acusa de cinismo a Alcmena y duda de que pueda resistirse a la
presión de la colectividad (“No me fuerces a hablarte crudamente, y a mostrarte
el fondo de lo que crees que es tu candor. Encuentro que ya eres lo bastante
cínica con tus palabras”, ibid.). Insistamos de paso en que esa alienación es
también querida de algún modo por el sujeto —en caso contrario no sería tan
difícil de combatir.
En fin, la confrontación de una parte del yo con su ánima se percibe
claramente cuando Alcmena hace jurar a Júpiter (que ella cree Anfitrión) en un
simulacro de nueva ceremonia matrimonial:
JÚPITER: ¡Yo, Anfitrión, hijo y nieto de generales pasados, padre y abuelo
de generales futuros, broche indispensable en el cinturón de la guerra y de
la gloria!
ALCMENA: ¡Yo, Alcmena, cuyos padres han desaparecido, cuyos hijos aún
no han nacido, pobre eslabón ahora aislado de la cadena humana!
JÚPITER: ¡Juro hacer que la dulzura del nombre de Alcmena sobreviva
tanto tiempo como el ruido del mío!
ALCMENA: ¡Juro ser fiel a Anfitrión, mi marido, o morir! (p. 139).
El contraste entre ambos respalda la interpretación dada hasta aquí. JúpiterAnfitrión se ha identificado completamente con su cargo público, y jura
proyectando su propio deseo: que el nombre de Alcmena sobreviva. Ella, en las
antípodas, se reconoce como sujeto único, individual, aislado de la comunidad,
y simplemente jura fidelidad a su esposo (deseo reprimido por el yo).
Si Anfitrión creía haber superado su angustia haciéndose reemplazar por
el doble que tendrá aquello de lo que él carece, se engañaba: la noche que
Alcmena pasa con Júpiter no fue la mejor ni la más placentera, sino
simplemente la “más conyugal” (p. 142). Alcmena la ha vivido como una
sensación de seguridad, es decir, sin aprehensión, sin angustia. Porque
efectivamente el doble proporciona seguridad al original, pero no la epifanía
que hubiera dado paso a la propia búsqueda de la felicidad.
Recordemos, por otra parte, que la obra teatral de redacción
inmediatamente anterior a ésta, y que lleva por título Sigfrido, parte
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exactamente de la misma estructura diegética. Un joven llamado Sigfrido,
soldado no identificado recogido en el frente de batalla, se ha convertido en
héroe político alemán. Pero la presencia de una antigua novia (Genoveva) que
le reconoce amenaza con sacar a la luz su verdadero origen francés y su
anodina condición de escritor. Se trata por tanto de una historia de dos
identidades, una pública gloriosa y otra privada humilde entre las que Sifgrido
deberá elegir, pues, como le indica la novia, no hay solución intermedia (p. 56).
Esta obra representa el momento en que la identidad pública, el ánima,
descubre sorprendida la presencia de otra identidad oculta (simbolizada por
Genoveva). Y le plantea la pregunta que en rigor se habría tenido que dirigir a
sí mismo: “¿Quién eres?” (p. 75). Sigfrido, que no sabe quién es él, pregunta a
su exnovia quién es ella. Ella es su deseo oculto, su verdadero deseo individual
que s-e le ofrece en una variante de la escena especular clásica (yo mirándose
al espejo).
A lo largo de esta obra la sociedad intentará impedir que el caso Sigfrido
se destape. Y se formará el mismo triángulo que para Anfitrión, colocado entre
Alcmena y Júpiter: Eva, novia actual de Sigfrido y voz de la tribu, hará de
contrapeso ante Genoveva, llamada del yo sofocado. Eva intentará que Sigfrido
opte por el colectivo, que “no se sacrifique a su sombra” (p. 59), sombra que
representa, como en el cuento de Andersen que lleva ese mismo título, al yo
hasta entonces oculto. Genoveva, por su parte, le recordará su primitivo y
sencillo origen, su perro que le espera en Francia. Ambas mujeres se enfrentan
en una pugna dialéctica muy semejante al acto de juramento antes trascrito:
GENOVEVA: El drama, Jacques, está hoy entre el gentío que te aclama y
ese perro, si quieres, y esa vida silenciosa que te espera (…). Sólo cuando
encuentres a tus animales, tus insectos, tus plantas, esos olores que son
diferentes para la misma flor en cada país, podrás vivir feliz, incluso con la
memoria vacía, porque ellos son su trama. Todo te espera en Francia,
excepto los hombres. Aquí, aparte de los hombres, nada te conoce, nada
te adivina.
EVA: Escoge, Sigfrido. No dejes que se ejerza sobre ti el chantaje de un
pasado que ya no conoces y de donde se sacarán todas las armas para
alcanzarte, todas las adulaciones y todas las denuncias. No es un perro lo
que esta mujer ha puesto como cebo en Francia. Eres tú mismo, tú mismo
como un desconocido, ignorado, perdido para siempre (pp. 58-59).
Y tiene razón Eva diciendo que lo que le espera a Sigfrido en Francia es él
mismo, que se descubrirá a sí mismo allí. Pero se equivoca cuando piensa que
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el protagonista elegirá quedarse en Alemania, cumpliendo con sus deberes
colectivos. Porque Sigfrido, que “nunca ha huido de la sombra ni de la luz” (p.
66), se decantará por el yo bueno, por la identidad francesa, por un pasado
irrenunciable 14 .
Otras obras de teatro se construyen sobre un triángulo multifrénico muy
semejante. Intermezzo, por ejemplo, escrita en 1933, pone en escena a una
joven atraída por un espectro y pretendida por un “controlador” 15 , palabra de
semantismo interesante en el marco de mi análisis. Isabel, como Alcmena, es
huérfana, aislada del conjunto de la humanidad, del arquetipo. El espectro, en
cuya descripción se inserta un intertexto explícito a la “Noche de diciembre” de
Musset 16 , está saboteando todos los principios sobre los cuales se asienta la
sociedad civilizada (p. 285), la moral burguesa (p. 289). El propio controlador lo
define como su rival (p. 332), reanudando con el tema del doble-competidor
latente en Anfitrión. Un cuarto personaje, el inspector, duplica a su vez la figura
del controlador; ambos representan el arquetipo colectivo y su misión consiste
en impedir que Isabel se acerque al espectro —es decir, asome al interior del
yo—. La amistad entre Isabel y el espectro es efectivamente peligrosa (cf. acto
II, escena 3). Separará a la joven del resto de la humanidad, alejándola del
“rebaño que gusta de vestidos y corbatas” (p. 319), sus intenciones no son
buenas (ibid.), engatusa a los incautos y les lleva a los límites de la vida; en
esa aventura, en fin, puede uno volverse loco: “El menor juego en la razón
humana, y se pierde” (p. 320). Jugar con las fuerzas del inconsciente,
buscando la luz en la sombra, puede alterar el delicado equilibrio de la psique.
A su vez, el boticario le dará la contrarréplica al controlador (acto II, escena 7),
poniéndose del lado de Isabel: las jóvenes (léase: la conciencia, el yo) tienen
14
Como se ve, en mi interpretación la vuelta a la patria no es una regresión, sino un paso
adelante en el proceso de individuación. Si, por el contrario, interpretamos el espacio francés
como lugar del narcisismo primario, entonces habría que pensar que Alcmena es también el
lugar del narcisismo primario, y que Júpiter, el violador, representa la madurez psicológica.
Anfitrión entonces habría superado su angustia mediante la proyección de esa divinidad
tiránica, símbolo de la ley de la necesidad (externa e interna al hombre). Es una lectura
plausible, pero molesta, que queda necesariamente implícita en la explicación de Charles
Mauron, op. cit.
15
El francés “contrôleur” se traduce mal: interventor, revisor, inspector…, y también
censor.
16
Poema en el que aparece un personaje, vestido de negro, que acompaña al yo lírico y
se le parece “como un hermano”: es su doble.
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derecho a elevarse por encima de la vida cotidiana y a dar “algo de uso a su
razón” (p. 330). Usar la razón significa, en este registro, bucear en el
inconsciente y comenzar el análisis.
Es, por tanto, fundamental para el controlador aislar a la protagonista del
“Cosmos” por medio de la Administración y la Instrucción obligatoria (p. 336).
La burocracia y una pedagogía adecuada son los instrumentos óptimos para
construir una personalidad obediente e integrada en la tribu. Y fijémonos bien
en la jugosa continuación del argumento; a esa burocracia que tanto le costó a
Giraudoux incorporar a su vida, le seguirá la Claridad obligatoria, “que limpiará
la tierra del sueño y del inconsciente” (p. 337). Porque se trataba de eso, de
evitar que el inconsciente aflorara y pusiera en cuestión la identidad construida
en una paciente vida de integración en el engranaje social.
Paradójicamente, pero dentro de la lógica de la contradicción que rige la
obra giralduciana y de la lógica de la ambivalencia que rige los procesos
psíquicos, el inspector y el controlador, en tanto que arquetipo colectivo,
describen ese engranaje social como el corsé que hace de la vida
una aventura lamentable, con, para los hombres, salarios de
aprendiz míseros, promociones de tortuga, jubilaciones inexistentes,
botones de cuello postizo como protesta, y para las simplonas como ellas,
cotorreo y poner cuernos, cacerola y aguardiente (p. 300).
Parece lógico pensar que sólo quien no ha sido devorado por la
maquinaria burocrática pueda mirar a la muerte a la cara, es decir, como
siempre, asomarse al inconsciente. Y aquí llega una de las paradojas quizá
más interesantes de Giraudoux: ese personaje que no puede ser un banquero
o un empresario sí puede ser… un funcionario, el propio controlador. Porque, y
en ello reside la explicación de la paradoja, “ha vivido, pero sin explotación a
ultranza de su personalidad” (p. 342). Como su sueldo llega regularmente y sin
esfuerzo especial por su parte (sigue diciendo Giraudoux), como si los árboles
echaran monedas de oro, se sitúa en el punto intermedio (véase el título de la
obra, Intermezzo) en el que puede semiintegrarse en el sistema pero
conservando su libertad. Puede obedecer al arquetipo a medias. Giraudoux ha
expresado sin complejos el sueño de cualquier francés: ser funcionario del
Estado. La cuestión es cómo seguir siendo diletante sin ser pobre. Y por ende,
como le explica persuasivamente el controlador a Isabel, en esa vida no falta
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una pizca de azar que le dé aliciente, sin caer, claro está, en la tiranía del azar
puro (p. 343) o, por decirlo de otro modo, del destino que se impone (como se
impuso a Alcmena), del inconsciente colectivo 17 .
A su vez, en Tessa, escrito un año más tarde que Intermezzo, el triángulo
se establece entre Charles, Tessa y Florence, que ocuparían respectivamente
los lugares de Isabelle, el espectro y el controlador. Charles optará primero por
Florence, cuya aspiración máxima es “casarse con un hombre verdaderamente
grande, ayudarle, inspirarle” (p. 397), es decir, ser la esposa de un hombre
glorioso y admirado por la sociedad —papel arquetípico tan cómodo, por cierto.
En Electra (1937) el argumento se enriquece notablemente y el triángulo,
aun siendo perceptible, pronto se difumina para centrarse la acción en pleno
combate dialéctico entre el primero y tercer vértice (Alcmena contra Júpiter).
Electra debe optar por la felicidad de la vida en un agradable jardín, obviando el
crimen cometido por el amante de su padre (“allí evitará la angustia, el
tormento, y quizá el drama”, p. 623), y la venganza que implicará renunciar a
esa felicidad. El dilema se engarza sobre el díptico mentira/verdad que recorre
la obra giralduciana y que es interpretable desde muchas perspectivas. En la
que aquí ofrezco, “mentira” es lo que para Alcmena representaba el olvido:
ignorar las constricciones grupales a las que se somete el individuo. “Verdad”
es atreverse a mirarlas. Escoger la verdad, para Electra, es analizarse por
dentro; de ahí que las euménides le reprochen que quiera “reencontrar su
propio rastro” (p. 648), tanto más cuanto que esa búsqueda conllevará una
masacre trágica para la familia de los átridas.
Ondina (1939) vuelve al mismo esquema con el caballero-Ondina-Berta,
adaptándolo a lo maravilloso del mundo germano. En Sodoma y Gomorra
(1943) triunfa la fatalidad del arquetipo, completamente embebido ahora del
pesimismo moral que acompaña al hecho de someterse al deseo colectivo. Las
ciudades bíblicas son el símbolo de esa humanidad mezquina y desgraciada,
que en Electra se describía acudiendo a una imagen muy schopenhaueriana y
también con ecos de la marioneta maeterlinkiana: los seres humanos son como
erizos que deben atravesar una carretera impulsados por una Voluntad ciega;
17
La institución del matrimonio forma parte de ese destino irrefragable. Ese inevitable
contrato encasilla en el sistema y con él, “el collar pierde su oriente” (p. 173), la estrella que le
guiaba, el deseo personal.
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muchos morirán en el intento (p. 612).
Por Lucrecia (1953), en fin, menciona explícitamente el contenido éticoontológico que está presente en el esquema del triángulo, y que tiene su sitio
igualmente en el proceso de individuación. La negativa a analizarse
interiormente es, también (como en muchas neurosis), negativa a admitir la
naturaleza humana tal cual es, como una mezcla de bondad y maldad. Y no
sólo se rechaza la maldad en el otro, sino sobre todo en sí mismo. El sujeto no
quiere contemplarse por dentro porque no es capaz de admitir la presencia del
mal ni en el mundo ni en sí mismo, como explica Lucile, “que juró (…) no
admitir el mal, que se juró a sí misma probar, y con la muerte si era necesario,
que el mundo era noble, los humanos puros” (p. 1112). El personaje opuesto,
Paola, representa la transigencia con el mal, la aceptación de la impureza y el
vicio; la existencia de una mujer como Lucile le resulta insoportable porque
pone su interior, la bestia, al descubierto: “Al verme denuncias al único ser que
puede despreciarte, condenarte, a ti misma” (p. 1087). En fin, Lucile morirá por
haber contemplado de golpe la estupidez, la maldad y la insensibilidad
humanas (p. 1116).
Otras obras teatrales de Giraudoux podrían examinarse desde esta
misma óptica. Volviendo a Anfitrión, también Alcmena pertenece al grupo de
héroes y sobre todo heroínas que rechazan la existencia del mal. Puede
comprobarse cuando exclama, creyendo que ha burlado a Júpiter —el
destino—: “Que no me vuelvan a hablar de la maldad del mundo (…), que no
me hablen de la fatalidad, existe sólo gracias a la cobardía de los seres” (p.
173). Más tarde, cuando compruebe lo equivocado de su afirmación, deberá
decidir si quiere aceptar el destino, el arquetipo, el mal; si quiere, en términos
de Jung, “pactar con el diablo”. Recogiendo lo dicho a propósito de Sigfrido,
Alcmena, y también Anfitrión, tendrán que determinar sus opciones. Sigfrido
prefirió volver atrás, descubrir lo que latía bajo la apariencia y la gloria del
presente; Alcmena, al final de su trayecto, ¿qué escoge?
Para ambos esposos, en tanto que símbolos de una psique, se trataría de
elucidar si lo ominoso ha surgido de lo reprimido o de lo superado (según Freud
puede provenir de ambas eventualidades) —si el doble Júpiter surge porque ha
sido superada la angustia, o porque existe aún esa angustia—. La ambigüedad
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de hecho está presente en el texto y, como han señalado los comentaristas
refiriéndose a otros aspectos 18 , focalizada en una de las frases finales de
Alcmena, en la que afirma besar a Júpiter por tercera vez. Si Alcmena se
refiere al beso nocturno con Júpiter-Anfitrión, significa que no ha olvidado el
episodio, y que no reprime los deseos personales frente al dios avasallador, el
ánima atenazadora. Si se refiere al ósculo de su marido al que tomó por
Júpiter, entonces ha olvidado lo sucedido, ha vuelto a reprimir su yo. La
construcción del individuo sería entonces y desde entonces regresiva.
Alcmena era consciente sin embargo desde un principio de que el
trayecto debía realizarse por encima del ánima (Júpiter), que les ha sumergido
(al crear el mundo y a ambos cónyuges) “en un terrible montón de estupores e
ilusiones, del que debemos salir solos, yo y mi querido marido” (p. 145).
Obsérvese la mención de las ilusiones (en el sentido platónico de “apariencias”
o “sombras”) como espacio propio de desenvolvimiento de la psique, que debe
progresar hacia su madurez. También Sigfrido adivinaba ese difícil camino por
recorrer, incluyendo en él no obstante un final feliz:
No hay sufrimientos tan contrarios, experiencias tan enemigas que
no puedan fundirse un día en una sola vida, pues el corazón del hombre
aún es el crisol más importante. Quizá en un momento no muy lejano esa
memoria que escapó, esas patrias encontradas y perdidas, esa
inconsciencia y esa consciencia que me hacen sufrir y gozar al mismo
tiempo formarán un tejido lógico y una existencia simple (p. 68).
No voy a dar, para Anfitrión 38 de Giraudoux, un final interpretativo
cerrado ni concreto. Creo además que el autor sugirió su preferencia por esta
apertura con la ambigüedad de los besos entre Júpiter y Alcmena a la que aludí
antes. Es cierto que Alcmena quizá ha triunfado, pero también ha decidido
olvidar… ¿Es el olvido aceptación y principio de cambio? Si lo es, entonces su
victoria es completa, a pesar de que haya sufrido, dentro de la anecdótica
textual, la coyunda divina y su embarazo. El otro triunfo, el triunfo
aparentemente total, hubiera sido el suicidio: la muerte para borrar la afrenta
absoluta recibida, y el testimonio futuro de esa afrenta (el niño Hércules que
nacerá). Pero Alcmena descarta este desenlace no sólo porque, como dije al
principio en este trabajo, es mejor olvidar la aniquilación inevitable y puntual de
18
Cf. el comentario de J. Body en la edición citada del Théâtre complet de Giraudoux, p.
1314.
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la identidad que optar por una aniquilación evitable y permanente, sino porque,
en definitiva, quizá “lo que aman los hombres (…) no es conocer, saber, sino
oscilar entre dos verdades o dos mentiras” (Intermezzo - Intermedio, p. 350) 19 .
19
A. Job (op. cit., p. 34) explica que la obra literaria es una “formación de compromiso”,
capaz de satisfacer simultáneamente el deseo inconsciente y las exigencias defensivas.
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La figura del ángel en Un cura casado de Barbey
d’Aurevilly
(Mª Luisa Guerrero Alonso)
A la hora de abordar la producción literaria de Jules Barbey d’Aurevilly,
resulta inevitable asociar ésta con el concepto de satanismo, relación que ya
sus contemporáneos fomentaron; de este modo, en vida del autor algún crítico
escribió que “el señor d’Aurevilly piensa como el señor de Maistre y escribe
como el señor marqués de Sade”, revelando esta opinión el desfase, por un
lado, entre las declaraciones teóricas de Jules Barbey d’Aurevilly, en las que se
afiliaba al legitimismo ultracatólico y, por otro, su práctica narrativa, que
configuraba un universo donde la acción del mal no conoce redención ni
perdón, de tal modo que el primero triunfaba plenamente en la realidad
humana.
A pesar de los continuos esfuerzos de nuestro autor por justificarse y
defender sus obras de los ataques de la jerarquía eclesiástica y del grueso de
la sociedad de su tiempo, Barbey d’Aurevilly era para sus coetáneos un
seguidor destacado de una literatura que se deleitaban aventurándose por los
caminos de las perversidades humanas en las que, además, veía reflejada la
acción del diablo en la Historia. Lo anterior, unido a la creación de personajes e
intrigas estrechamente relacionados con prácticas satánicas y la elección de
títulos como La hechizada o Las diabólicas, llevaron a la opinión pública de su
tiempo, y así ha seguido ocurriendo hasta hace poco, a singularizar a nuestro
autor por su satanismo haciendo de él un rasgo para “marcarlo” especialmente
y, en cierto modo, aislarlo dentro del panorama de la literatura francesa del
siglo XIX.
No obstante, la presente intervención quiere completar la imagen del
autor normando como “escritor satánico”, pues tiene la voluntad de introducir la
importancia que en su universo tienen las figuras angélicas. De este modo,
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desde su primer trabajo, la novela corta Léa (1832), hasta uno de sus últimos
relatos, Una historia sin nombre (1882), las narraciones de Barbey d’Aurevilly
pivotan sobre el enfrentamiento entre figuras diabólicas y angélicas, que no son
más que concreciones humanas de los dos principios en perpetuo
enfrentamiento, el Bien y el Mal, para él, Dios y el Diablo, los cuales, en la
ideología de este autor, escriben con su conflicto el guión de la historia
humana:
El Catolicismo es la ciencia del Bien y del Mal. Sondea las tripas y los
corazones, dos cloacas, llenas, como todas las cloacas, de un fósforo
inflamable; mira en el alma (Prólogo a la edición de Una antigua amante,
escrito en 1865).
Los comentarios precedentes exigen por tanto matizar esa etiqueta de
“satánico” con la que se ha hecho convivir al autor objeto de esta exposición.
En el mismo grado que “satánico”, Barbey d’Aurevilly sería “angélico” pues,
como ya he expuesto, sus figuras e intrigas “diabólicas” necesitaban de un
contrapunto de extrema bondad y adhesión a la ley de Dios, comportamientos
éstos seguidos por las presencias angélicas que transitan por las ficciones
aurevillianas.
Ahora bien, la particularidad del relato que he escogido, Un cura casado
(1865), es que en él ese combate entre el diablo y el ángel tiene un desarrollo y
una profundidad que sobrepasa lo que en otros textos es a veces un
planteamiento maniqueo sin más. En efecto, en la persona del sacerdote
apóstata Jean Gourgue, apodado Sombreval — “Valleoscuro”—, el lector está
lejos de encontrar una de esas figuras tópicas de sacerdotes libidinosos cuyo
pecado consiste en la transgresión sexual y que aportan uno de los pilares de
la novela gótica, manifestación literaria, no se olvide, omnipresente en la
literatura europea del siglo XIX.
Jean Sombreval encarna la voluntad de romper la comunicación con Dios,
propiciada por su condición sacerdotal, y sustituir esa relación sobrenatural por
dos objetos de adoración: primero la ciencia y luego el amor sin límites que
tiene por su hija, Calixte, a la que quiere salvar de una muerte segura debido a
una extraña enfermedad nerviosa que la muchacha padece. Y este segundo
objetivo renueva en nuestro autor la figura del cura apóstata, dotándole de una
complejidad emocional que se trasmite a la percepción lectora: por amor a su
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hija Sombreval se consagra a curarla con su ciencia y posteriormente a simular
una vuelta a la religión, lo que él piensa que podía conseguir acabar con el
terrible mal de la joven, de origen sobrenatural, como los narradores del texto
exponen en varios momentos.
A la caracterización satánica que asume Sombreval, siguiendo los tópicos
del código byroniano, se añade un comportamiento donde destaca una
inmensa ternura paterna, con gestos y palabras que hablan del desmedido
amor que profesa a su hija; de este modo, la caracterización satánica resulta
matizada por la atractiva paradoja de un padre cuyo amor acaba en suicidio.
El tratamiento transgresor que Jules Barbey d’Aurevilly aplica a la figura
satánica de Sombreval se extiende a la figura angélica de su hija, Calixte. Y
ello porque Calixte resulta algo más que una figura cuya morfología y actuación
en la dinámica textual sobrepasan los caracteres canónicos del prototipo
angélico para derivar hacia otro prototipo que tiene un especial protagonismo
en el imaginario aurevilliano: el redentor crístico. En la figura de nuestra
protagonista el ángel transita hacia el redentor, el serafín necesariamente se
convierte en Jesucristo al revestirse el primero de una función de expiación y
sacrificio existencial.
Después de exponer a grandes rasgos las líneas fundamentales de mi
exposición, pasaré a la ilustración textual de las mismas, concretada en dos
momentos:
—en el primero, realizaré una visión panorámica y caracterizadora de lo
que he llamado “figuras intercesoras” entre la esfera sobrenatural y la humana,
presentes en todas las civilizaciones y visiones antropológicas que aquéllas
desarrollan.
—en el segundo, me centraré en Un cura casado, para, como antes
adelanté, ver cómo la narración realiza la deriva de la figura del ángel a la del
redentor crístico en el personaje de Calixte Sombreval.
El breve recorrido por las distintas concreciones del arquetipo del
mensajero entre lo trascendente y lo humano que tiene en la figura del ángel su
representación más extendida, empieza, como casi toda operación de rastreo,
en Mesopotamia, en cuyas diversas regiones se adoraba a distintos dioses,
aunque algunos eran comunes, los cuales, a su vez, surgían como
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emanaciones de un “deus otiosum”, de un ser supremo que, por su sublimidad,
resultaba sólo accesible a los hombres a través de unos espíritus
intermediarios. Hacia el 3000 a.C. aparecieron en la zona mesopotámica las
primeras iconografías de genios alados que asumían distintas formas, desde la
antropomórfica, los karibú, que serán las protoformas de los querubines, hasta
las
morfologías
animales:
el
águila,
el
toro,
el
león,
todas
ellas
representaciones que serán introducidas en el libro bíblico del profeta Ezequiel.
En el primer capítulo, ante el mismo profeta se manifiesta la divinidad rodeada
de estos seres que se describen como seres refulgentes y alados, a la vez que
sus rostros reproducen las figuras del hombre, del león, del buey y del águila.
(Ezequeil 1,4-12). Dichos espíritus alados se presentaban como mensajeros
benéficos cuya misión era fundamentalmente comunicadora: llevaban a los
dioses los homenajes que los hombres les dedicaban y comunicaban a estos
últimos los favores divinos. Sin aún adoptar la morfología angélica tradicional,
ya unían a esta misión trasvasadora la de protección de los hombres, ayudados
por su invisibilidad cuando intervenían en la existencia de éstos. Junto a ellos,
las poblaciones mesopotámicas también creyeron en espíritus alados malignos
que perturbaban la existencia humana provocando enfermedades, inspirando
malas acciones y molestando a los hombres en su vida cotidiana.
La segunda figura mediadora viene representada por uno de los dioses
olímpicos más famosos y singulares, el dios Hermes, romanizado en Mercurio.
Hijo de Zeus y de la pléyade Maya, numerosas leyendas le atribuyen ya desde
pequeño una intensa actividad intelectual, una aguda astucia y un fuerte
encanto social. Sus funciones derivadas de estos caracteres coincidirán casi
una por una con las que el judaísmo y el cristianismo atribuyeron a los ángeles;
entre ellas citaremos su papel comunicador entre el cielo y la tierra, su cercanía
a los hombres —el dramaturgo Aristófanes lo definió como “el dios más amigo
de los hombres”—; a través de él la presencia divina se inserta cotidianamente
en el mundo. Su bonhomía le hace próximo a los hombres a quienes sirve de
guía y escolta hacia el Hades. También con él se asocia la prosperidad y la
fortuna y en función de esto es patrón de mercaderes y ladrones. Se
caracteriza por el movimiento continuo tanto espacialmente, pensemos que
lleva unas sandalias con alas, como sustancialmente, pues su caduceo permite
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que pueda trasmutar sustancias, poder que luego heredarán los alquimistas.
Pues bien, toda esta herencia tan densa de figuras comunicadoras,
móviles, trasmutadotas, llegará al pueblo judío. Durante su exilio en Babilonia
en el siglo VI a.C., los hebreos descubrieron estas figuras mensajeras y se
sintieron especialmente atraídos por ellas, fijándose especialmente en los
Caribú, quizás por su forma antropológica, que les hacía más cercanos a
nuestra condición humana; los judíos potenciaron en estas figuras el papel de
mensajeros al servicio de un único dios, el verdadero, a diferencia de la
pluralidad babilónica y helénica. Los testimonios textuales que dan carta de
naturaleza a estas figuras son dos: el libro de Ezequiel y el libro de Enoch. El
primero (del que ya he hablado y que en varios capítulos introduce apariciones
angélicas), les confiere un carácter ora benéfico (capítulos 8 y 10) ora maléfico
(véase la clara alusión a Satán en el capítulo 28). El segundo (hoy ausente del
canon bíblico ortodoxo e incluido en la lista de libros apócrifos) ofrece la
primera clasificación de los ángeles en las escalas de arcángeles, querubines y
serafines. En el Nuevo Testamento las alusiones a figuras angélicas recorren
los evangelios y los textos finales.
A la hora de hablar de la morfología y funciones de estas figuras, es
preciso decir que las representaciones más extendidas los asocian con
manifestaciones luminosas radiantes de las que la vestimenta de lino blanco es
la más extendida, tal y como aparecen en el libro de Ezequiel; sus voces
emiten un cántico de alabanza continuo con el que celebran la Creación, de la
que han sido testigos y cuyas maravillas difunden. En este sentido, a quienes
sienten su presencia, los orientan hacia la alabanza universal de tal modo que
su mente y corazón pasan a conectarse con el poder de la creación invisible
que los ángeles constituyen y a vivir una vida nueva:
Quienes experimentan la presencia de un ángel sufren un cambio,
pues pasan a formar parte de él. Adquieren su sabiduría y se integran en la
unidad que es la Fuente de la vida. El conocimiento que les proporcionan
los ángeles no se puede diferenciar del amor y la unidad (Barker, 2003:
20).
El hecho de haber formado parte los ángeles de la creación invisible y
haber asistido como testigos a la creación visible, que es la que describe
minuciosamente el Génesis, les confiere un estado de conocimiento
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sobrehumano por el que ven la unidad de las cosas, sin las divisiones que
caracterizan el conocimiento del estado visible. El conocimiento angélico
proporciona la visión de la Creación material como unidad a la vez que la del
Tiempo como globalidad simultánea y no como una realidad sucesiva; por eso
los ángeles han sido dotados de una visión profética que supone un dominio
sobre el tiempo de tipo sucesivo.
Por otro lado, la asociación del ángel con la morfología luminosa traduce
su conexión con Dios, luz suprema en la que están los ángeles. Su
participación en Dios fundamenta su función conectora entre el mundo
inmanente de la experiencia cotidiana y la Fuente de toda Vida, esto es, Dios:
Por medio de los ángeles podemos lograr una cierta percepción del
Ser Supremo, y por su mediación obtenemos un conocimiento completo de
la creación. Nos revelan todo lo que la mente humana es incapaz de
conocer por sus propios medios. Y nos guían en los diversos modos del
razonamiento humano (Barker: 10).
Junto a esta misión reveladora y comunicadora, el ángel tiene como
misión privilegiada la protección del ser privilegiado de la Creación, el hombre;
tal es la encomienda especial de los ángeles custodios; a ello se añade cómo
se han involucrado en el plan que la Providencia ha preparado para los
hombres así como su especial contento ante el rescate de un alma
descarriada, lo que ilustran las palabras de Jesús en el evangelio de san Lucas
“Así os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por un pecador que
se arrepiente” (15:10).
Tras este largo paréntesis, a mi juicio necesario en cuanto que resulta
imprescindible tener claros los rasgos morfológicos y funcionales del ángel para
ver cómo los asume y singulariza el texto aurevilliano, pasaré a ilustrar el
proceso por el que el escritor normando somete a metamorfosis la figura del
ángel convirtiéndola en la de Cristo, con las consecuencias ideológicas que de
ello se derivan y que en parte pueden argumentar la condena que el texto
sufrió en su momento por parte de la jerarquía eclesiástica.
El lector de Un cura casado no ha de esforzarse mucho para asociar a
Calixte Sombreval con la figura del ángel, tanto por sus rasgos físicos como por
su actuación a lo largo del relato; la luminosidad e hiperbólica blancura
centellean y deslumbran a los demás en cualquier espacio donde la joven se
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presente:
Calixte era menos una mujer que una visión —“una visión, decía
Jeanne Roussel, que casi consiguió que pudiera verla, a fuerza de
hablarme de ella, como Dios quería, en sus planes, que ese malvado de
Sombreval la tuviera siempre ante sus ojos”. Se diría que era el Ángel del
sufrimiento andando por la tierra del Señor y andando con su belleza de
ángel fulgurante y virginal, la cual no podía ser profanada por el dolor por
muy cruel que éste fuera. […] Poseía la belleza cristiana, la doble poesía,
la doble virtud de la Inocencia y la Expiación…La palidez de la cólera de
Néel no era más que rosas lavadas por las lluvias en comparación con la
palidez sobrenatural de Calixte. Como un recipiente de marfil humano,
demasiado puro para resistir ante las rudas embestidas de la vida, su
rostro, más que pálido, quedaba sencillamente enmarcado por unos
cabellos de un rubio oro claro, recogidos hacia arriba y que dejaban al
descubierto sus doloridas sienes (Barbey d’Aurevilly, 2005: 154) 1 .
La cita presenta a una Calixte de exacerbado angelismo, destinada al cielo, tal
y como irá demostrando a lo largo de la narración con su incapacidad de
generar una actuación integradora con el ámbito terrestre, como será, entre
otras, su negativa a responder a los proposiciones sentimentales de su único
amigo, el joven noble Néel de Nehou. Frente a otras ficciones de tradición
angélica en las que el conflicto central surge cuando el ángel es conquistado
por lo terrenal y quiere permanecer en esta esfera, mezclarse con lo humano,
participar de esta condición, renegando así de su naturaleza primera, Calixte
Sombreval, por el contrario, cumple escrupulosamente con su condición de
criatura del cielo y para el cielo, portadora de un mensaje para los humanos; y
es precisamente en esta función profética, con la que Barbey d’Aurevilly
enriquece a su personaje, donde se instala la heterodoxia del texto aurevilliano.
En la narración de Un cura casado, Calixte Sombreval trasmite de manera
singular especialmente a su padre y luego a todos los que la conocen, un
mensaje de carácter trascendente, pues no sólo se servirá de sus palabras
para hablar de la voluntad divina sino que su mismo físico evidencia esa
voluntad sobrenatural: a través de su enfermedad nerviosa, cuyo origen la
ciencia no ha podido determinar y cuyo recordatorio es la marca cutánea en
forma de cruz roja que aparece en su frente y que ella misma se encarga de
ocultar con un extraña banda roja. Las voces narradoras que confluyen en el
1
Las citas que ofrezco de Un cura casado pertenecen a la edición de la colección
Clásicos universales de la Editorial Cátedra, publicada en 2005, de cuya edición y traducción yo
misma soy autora.
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texto subrayan cómo dicha marca no hace más que recordarle a Sombreval su
pecado de apostasía y la necesidad de convertirse a través de la persona de su
hija, la cual es consciente de cómo Dios la ha marcado y elegido para tal
mediación, como le declara a Néel de Nehou: “Estoy marcada para la muerte y
para rescatar el alma de mi padre. ¡Usted lo sabe de sobra!”.
Sin embargo, el mensaje indeleble que lleva Calixte no fructificará a favor
de la voluntad divina, al contrario, originará la perversión de la misma puesto
que Sombreval decide simular una conversión al catolicismo y pedir su
reingreso en las funciones sacerdotales, con lo cual, a la postre, se repite el
acto de apostasía primero, esta vez encubierto y unido al sacrilegio. Cuando
Calixte conozca a través de su padre espiritual, Méautis, este simulacro,
desesperará y pondrá en duda el mensaje que ella misma estaba encargada de
trasmitir; respecto a esto último, es preciso apuntar que en los capítulos finales
del relato se potencia la capacidad profética de la joven, atributo propiamente
angélico, no se olvide. Su conocimiento del tiempo futuro se centra en anunciar
a quienes la rodean en su lecho de muerte, con su terrible grito “¡Estamos
condenados!”, que tanto su padre como ella no encontrarán la salvación, con lo
que la joven niega la confianza que tenía en lograr la conversión de su padre
ayudándose de sus insistentes plegarias y acatando su terrible enfermedad. Su
grito apunta a lo estéril de la expiación que ha protagonizado a lo largo de su
vida y produce un cortacircuito en el principio teológico que Barbey d’Aurevilly
quería encarnar en la joven: el de la Comunión de los Santos y la
Reversibilidad de los méritos del justo; ambos dogmas defienden que el
hombre santo puede salvar con su sacrificio el abismo instaurado por el pecado
original y subsanado por la Redención crística. En este contexto, el que un
creyente asuma las faltas ajenas supone un deseo de revivir la interacción
entre Dios y los hombres y reafirmar la acción humana como camino de
progreso hacia la trascendencia; por eso, para la teología cristiana, el
sufrimiento del justo es regenerador, ya que su expiación vuelve a comunicar al
hombre con la realidad divina. Éste es el aspecto que la conclusión de la
novela pone en entredicho y además en boca del que ha sido agente de
expiación, la propia Calixte Sombreval; su grito sume en las tinieblas su
vivencia espiritual y esboza la posible ineficacia de sus súplicas ante su
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creador, aspecto que recoge argumentos dados por su mismo padre a lo largo
de la novela. La Iglesia contemporánea de la novela vio el carácter
problemático de las preguntas que quedaban en el aire textual de la misma:
¿Acaso el ángel mediador había fracasado como agente trasmisor? ¿Acaso
Dios rechaza perdonar? Muy probablemente esto es lo que hacía problemático
el texto para la jerarquía católica, más que su posible satanismo, que a esas
alturas del siglo se había convertido en un tópico literario asumido y al que el
público estaba acostumbrado.
Pero, si problemática es la función profética de Calixte como mediadora
ante Dios, también su físico lo es, o mejor dicho, su morfología angélica
presenta más aristas de lo que parece. Su rostro angelical y la visión del mismo
resulta turbada por la presencia de esa extraña cinta escarlata que pretende
ocultar una cruz, esa extraña señal de nacimiento que el texto, recordemos,
presenta como la venganza divina a la apostasía de Sombreval. Ahora bien, en
esa cinta y en esa cruz ocultada se inscribe la morfología que completa —y
hace problemática— la del ángel: hablamos de la morfología crística que hace
que en la joven se unan dos arquetipos, el del mensajero y el del redentor, que
completan y se erigen como figura de llegada del enviado divino a la existencia
humana:
Demasiado ancha para considerarla un adorno, aquella cinta
escarlata que le ceñía la cabeza de un blanco tan mate y bajaba muy cerca
de las cejas, figuraba perfectamente la corona sangrante de una frente
mártir. Se diría que era un círculo de sangre coagulada —derramada allí
en sublimes torturas— y se podría pensar en las Medusas cristianas. De
cuya frente abierta mana realmente sangre bajo las espinas de la
coronación mística, como la que hemos visto derramarse en estos últimos
años de las desgarradas frentes de las estigmatizadas del Tirol (155)
La cinta de Calixte es presentada en varios momentos como corona de
espinas, y en el momento de la crisis nerviosa que será mortal, el mismo
cabello angélico se convierte en corona de sufrimiento, agentes, por tanto, cinta
y cabello, de martirio, rememorando la pasión del Señor:
Después de una hora de estar postrada durante la que Calixte se
mostró como absorta, sus dolores nerviosos, que podían adormecerse,
pero cuyo origen seguía estando en ella, se despertaron como tigres
dormidos y la devolvieron a la intensa vida de las sensaciones. Cada
cabello de la hermosa cabeza rubia se convirtió en una aguja de dolor.
Profundos estremecimientos sacudieron hasta romper su frágil cuerpo
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(437).
Según el texto avanza, Calixte, en su aspecto doliente, va asimilándose
más a Cristo, en un proceso que recuerda el Viacrucis; ella misma en su
discurso va a fundir las dos entidades, al compararse en sus sufrimientos con
Cristo, al que llama el ángel de los Olivos, el cual aceptó, como ella, beber del
cáliz que anunciaba su muerte por amor a los hombres. Es curioso que siempre
el personaje de la hija de Sombreval funcione con esa doble entidad, la de
ángel y la de redentor a través de la conjunción del agente enviado para
trasmitir el mensaje divino y del agente enviado para sufrir, verdadera esencia
de la figura de Cristo.
Esta asimilación crística encuentra su apogeo en las escenas de los
últimos momentos de Calixte en la tierra, verdadera Pasión hasta acabar
convirtiéndose la joven en Cristo en el lecho de dolor, su Gólgota particular; sin
embargo, Barbey d’Aurevilly hace una recreación problemática de este episodio
de la crucifixión, pues dota a la agonía de la joven, a pesar de repetir la
desolación de Cristo, de un contenido heterodoxo a partir de las palabras
finales que anulan el acto de redención:
Al acercarle la hostia, en la cual quizás percibía como santa Teresa,
a Jesucristo bajo la forma visible y sangrante de su pasión, ya no se veía
en ella una muchacha que iba a expirar, sino un ser humano que la
santidad divinizaba.
El rostro de Calixte se hizo totalmente celeste. Sus hermosos ojos
engrandecidos emitieron un resplandor desconocido. Su cabello se iluminó
como una aureola. La cruz de su frente lanzó destellos, y su palidez,
diáfana como el éter, y como si su alma, desde dentro, la hubiera
iluminado, transpiró un ligero efluvio de oro… Su cuerpo entero
fulguró…¡qué prodigiosa visión […].
Calixte, atraída por el divino imán de la Eucaristía, pareció alzarse
horizontalmente de su lecho, y, bajo la atracción del amor, acercarse a la
hostia… […].
Pero de pronto, como si hubiera tenido la intuición final, se deshizo
en llanto:
—¡No! —continuó hablando—. Mañana moriré. Cuando llegue, me
habré muerto… Me ama demasiado para encontrarme con vida —añadió
con una hondura católica que hizo que todos se estremecieran. Y
concentrada en su padre, sin separarse de él, exclamó:
—¡Estamos condenados! (447-448).
Es habitual en la narrativa aurevilliana la introducción de personajes
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antitéticos que desarrollan esa visión maniquea de la realidad que caracteriza
especialmente a este escritor. Ya hemos visto cómo, en un principio, la pareja
formada por Jean Sombreval y su hija así lo eran, con los matices
enriquecedores que el texto desarrollaba, que contribuían a complicar lo que
sería una oposición frontal entre ambos.
Esta pareja actancial no es la única que el lector encuentra; en efecto,
inmediatamente se le impone el dúo constituido por la prometida de Néel de
Nehou, Bernardine de Lieusaint y la propia Calixte Sombreval, que encarnan
los dos polos del imaginario femenino del autor. Para el objetivo de nuestra
exposición, señalaremos una nueva pareja en cuanto que ambos componentes
desarrollan la figura del ángel. Acerca de Calixte Sombreval ya hemos escrito
suficiente; ahora es el turno del otro “ángel” del universo de Un cura casado, el
padre espiritual de la hija de Sombreval, el padre Méautis. Por su físico y su
espiritualidad exacerbada desarrolla en las páginas de la novela una relación
gemela con Calixto; en efecto, el padre Méautis, en su extraordinaria pasión
religiosa, es comparado con los querubines, “los Ángeles adoradores de Dios”,
y será su inmenso amor al Creador lo que le lleve a denunciar ante Calixte la
impostura sacrílega de Jean Sombreval, provocando la crisis mortal de la joven
y la hecatombe en la que se resuelve la narración :
No omitió nada. Lo dijo todo. […] Y temiendo, más que volverse loco,
el ser cómplice por su silencio del sacrilegio que se estaba consumando, si
verdaderamente se consumaba, había pedido a Dios con tanta insistencia,
en el sacrificio de la misa, que le enviara un solo signo que lo sacara de
aquella tortura, que ese signo, Dios, conmovido por la miseria de su
servidor, se lo había enviado en los últimos tiempos —tres veces, y cada
vez más claro— y que a partir de entonces ¡se había propuesto contárselo
todo!, ¡pasara lo que pasara! (368).
Por esta razón, el sacerdote actúa como intermediario del mensaje de Dios
para Calixte, con el fin de que la muchacha adquiera conocimiento del horror
espiritual que su padre está cometiendo. Meáutis se erige pues en ángel
exterminador que, como ocurría en el Génesis, expulsa a Calixte, a su padre y
a su enamorado Néel del pequeño paraíso en el que la falsa conversión del
segundo los había introducido. Esta vez, el ángel sí comunica el mensaje de
Dios, en oposición a lo que había ocurrido con Calixte, cuya función mediadora
no sólo no había tenido fortuna, sino que se había vuelto contra ella misma.
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Así pues, en las ficciones aurevillianas sólo hay espacio para el
aniquilamiento, progresivo o instantáneo, poco importa; en este proceso, la
función mediadora del ángel sólo es productiva cuando se trata de trasmitir
destrucción y muerte, nunca misericordia y redención. El rostro de Dios, en el
universo del autor normando, es irascible y su brazo punitivo: el único ángel
que cumple con su misión comunicadora lo hace para anunciar la terrible
justicia divina, como lo hizo el arcángel del paraíso; frente a ello, el lector no
puede olvidar que la mistificación de Sombreval tiene su origen en el supremo
amor paterno y en el lógico deseo de salvar a su hija de la muerte. Por ello,
unas veces el texto mira hacia un Dios justiciero y otras hacia un Dios
misericordioso y, en este movimiento de alternancia, revela un autor
obsesionado con la imagen de un Dios castigador de la rebeldía pero a la vez
también atraído por la imagen de la posibilidad de que al final actúe un Dios
clemente: la intriga narrativa alimenta hasta el final el dilema, sin resolverlo en
los juicios de unos narradores que, en otros momentos textuales, han
trasmitido sus opiniones sin paliativos.
Por ello, el lector cierra este libro con la pregunta de si verdaderamente el
Dios de Calixte ha podido condenar eternamente el inmenso amor desplegado
en este torturado mundo afectivo tanto por parte del padre como de la hija.
Enfrentarse a esta novela excluyendo su dinámica de multiplicación de
propuestas teológicas, de imágenes de Dios y de funciones angélicas, no haría
más que mutilar la complejidad e inquietud de un texto que une la reflexión
teológica con el ejercicio literario; por eso, Un cura casado ha de leerse
panorámicamente, abarcando sus contradicciones y planteamientos, haciendo
del querubín el Cristo ineficaz de un abismo desolado, en el que sólo llega a
algún puerto la acción del padre Méautis, el particular ángel exterminador de
esta novela.
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VELASCO, J.-M. et al. (1984) Ángeles y demonios. Madrid. Fundación Santa María.
U. Complutense (Madrid) nº 0 (2008)
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De Dioniso a Maximin, el nuevo Cristo, en la obra de S.
George
(Carmen Gómez García)
Introducción
Partimos de la dimensión religiosa que griegos y románticos conferían a la
mitología, de tal forma que mitología aúna rasgos estéticos y éticos 1 . Los
románticos concebían al artista como sacerdote de una nueva religión que
pretendía vincular ser humano, divinidad y naturaleza mediante el lenguaje
poético. En particular Novalis y Hölderlin preparan el terreno a una nueva
mitología, abogan por el retorno de una poesía universal que devuelva al
hombre a su estado originario de connivencia con la naturaleza, con los dioses.
El testigo lo recoge Stefan George, quien vuelve a los griegos sobre todo
a través de Hölderlin, e intenta dar un paso más allá de Nietzsche: George
equipara no sólo mitología con poesía y religión, sino también con ritual,
confeccionado en torno a un nuevo dios, para cuya configuración escoge a uno
de sus discípulos. Con ello, George renueva el lenguaje del culto religioso y, en
calidad de Redentor, logra la vinculación absoluta de sí mismo con la poesía —
parte esencial del ritual y lenguaje de la nueva religión— y con su círculo de
acólitos —creyentes—, con los que funda una comunidad, un nuevo Estado, en
el que lo ético y lo estético son una misma cosa.
George hace uso de Dioniso, el “dios enigmático del nuevo mundo”, como
dijo Creuzer 2 , pero también de Cristo; es decir, funde las tradiciones mitológica
y cristiana con el propósito de instituir una nueva deidad a partir de un ser
humano de carne y hueso, y salvaguardar así su propia posición en calidad de
único profeta. Lo nuevo de George estriba, por un lado, en que, como él mismo
1
2
Seminario de Antropología Mítica Contemporánea: sesiones del 31/10/07.
Véase en este mismo número el artículo de Arno Gimber.
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dijo, no trazó falsos dioses de papel, como podía ser Zarathustra, sino que él
creaba, daba forma a seres humanos vivos… y muertos. Por otro, en que la
nueva religión de George tenía una finalidad formativa, educativa, cuyo último
objetivo residía en la instauración de un nuevo Estado, entendido en el sentido
platónico.
1. El cambio de siglo en Alemania y Stefan George
Stefan George (1868-1933) es el poeta de lengua alemana cuya
producción manifiesta con mayor claridad las necesidades míticas de una
época determinada, que se caracteriza entre otros rasgos por la creación de
nuevos movimientos religiosos y por una cierta predisposición a nuevas formas
de espiritualidad. En torno al cambio de siglo, George formó parte del grupo
muniqués de los Cósmicos, fanáticos de lo irracional, a quienes su aversión a
la civilización y a su época les condujo, entre otras fórmulas de búsqueda de
trascendencia, a la adoración de dioses paganos o al culto de las personas, así
como a la superación del principio espiritual de Apolo (que anticipa a Cristo) por
medio de Dioniso como principio vital. Todo ello era frecuente en un periodo
marcado por la muerte de Dios, ausencia que imposibilita toda revelación por
parte de la divinidad y, en consecuencia, favorece la construcción de mitos
propios, privados.
En este contexto aparece Stefan George, cuya repercusión fue
determinante para la vida cultural de la primera mitad del siglo XX. Es más:
durante los dos primeros decenios del siglo XX, no hubo gran autor en lengua
alemana que no manifestara su atracción o repulsa con respecto a la obra y
personalidad del poeta renano.
George se inició como representante de la poesía pura, absoluta,
hermética, con el esteticismo simbolista. A partir del cambio de siglo se insertó
en la tradición alemana del arte como religión. El poeta es ahora guía y el
poema, a la sazón, portador de una nueva fuerza transformadora. Ello se
radicaliza en El séptimo anillo (1907), ciclo en el que el poeta emerge como
juez de su tiempo, al que le contrapone un nuevo dios salvador: Maximin, figura
salvífica, dios de das schöne Leben, de la unidad perdida. Su siguiente
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poemario, Estrella de la alianza (1914), es en realidad un breviario para la
“Alemania secreta”, reunión de su círculo de acólitos con los que funda El
nuevo imperio (1928). Este imperio se realizará mediante el arte y tiene al
poeta, guía y profeta, como autoridad máxima.
La obra de George, en principio en la estela de Mallarmé, bien puede
asumirse como un capítulo más de la poesía pura, absoluta, y como respuesta
a la muerte de Dios. El razonamiento que adopta es el siguiente: la
racionalización política, jurídica y económica pone en tela de juicio el valor de lo
aurático, de lo divino (Frank, 2004: 287). Si a los seres humanos se les priva de
la divinidad, todo asume el mismo rango, el mismo valor. Todo es equivalente,
todo es indiferente (ibid.: 295); sólo el poeta mantiene aún vínculos con lo
sagrado. Por ello, George establece una distinción absoluta entre la lengua
habitual de comunicación y el lenguaje poético que, vetusto, hermético,
únicamente les es revelado a unos pocos a partir de su interpretación religiosa.
La poesía ha de conservar cuanto de enigmático y exclusivo es inherente al
misterio de lo sacro, necesario para creer en lo único que tiene trascendencia,
el hermoso paraíso que es el arte.
Así, el movimiento de George se presenta como un grupo social de
elegidos en contraposición a lo profano, al pueblo, a la burguesía, de la que él
mismo se aparta aun procediendo de ella. Este rechazo también remite al
hecho de que los intereses de la burguesía son económicos; sus valores se
establecen con relación al dinero, que todo lo nivela y transforma en valor de
cambio. En “La ciudad muerta”, del Séptimo anillo (1907), lo sagrado, lo
inconmensurable, permanece intocable con respecto a la masa:
[…]
“Nos siega una triste pena y nos pudrimos
Si vosotros no ayudáis —en la abundancia de dolor.
¡Concedednos hálito puro de vuestra elevación
Y claro manantial! Encontraremos reposo en el corral
Y en el establo y en cada cavidad de un portón.
Aquí tesoros como vosotros nunca ella vio —las piedras
Como carga de cien barcos exquisitas · hebilla
¡Y madura del valor de completas extensiones de tierra!”
Sin embargo llega respuesta severa: “Aquí no aprovecha compra
alguna.
Lo bueno que os valía ante todo es inmundicia.
Sólo se han salvado siete de los que en su momento vinieron
Y a ellos nuestros niños les han sonreído.
A vosotros os alcanza la muerte. Ya vuestro número es sacrilegio.
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¡Id con la falsa pompa que a nuestros muchachos
resulta asquerosa! Mirad cómo vuestro pie descalzo
la empuja al mar por encima del arrecife” 3 .
En este poema se manifiesta la crítica exacerbada a su época y a la burguesía,
cuya identidad le es conferida por los bienes materiales. La burguesía, en tanto
que ha usurpado el cielo, cuestiona la esencia de lo aurático: una ciudad, antes
fructífera, es abandonada por sus habitantes en aras del progreso. Se han
enriquecido, pero ahora vagabundean errabundos en espera de la muerte. Por
ello claman a los moradores de la antigua ciudad que, emplazada sobre una
alta roca, tiene sentido sagrado. De todos los suplicantes, cuyo número es
sacrilegio, sólo se salvan siete, a quienes los niños les han sonreído. Los
pobladores de la ciudad sagrada no muestran conmiseración alguna para con
los profanos.
Tamaña crítica sirve en último término para preparar a una nueva poesía
y a una nueva vida. Frente al pueblo, sumido en los valores caducos de lo
material, el poeta salvaguarda lo sagrado, tal como puede advertirse en los
últimos versos del poema “El poeta en tiempos convulsos”, de El nuevo imperio
(1928):
[…] divisa ya […]
El futuro más claro. Pero él creció ya
No manoseado por el mercado exuberante
Por delgado tejido cerebral y oropel venenoso
Reforzado en el encanto de los años perversos
Una estirpe joven que nuevamente mide hombre y cosa
Con auténticas medidas · lo bello y severo
Alegre por su ser único · orgulloso ante lo extraño
Se aleja a la vez de escollos de la más osada oscuridad
Como pantano poco profundo de fraternidad fingida
Que vomitó fuera lo blando y cobarde y tibio
Que del soñar bendecido hacen y soportan
Al único que ayuda al hombre alumbrado..
Éste rompe las cadenas barrido por ruinas
El orden · fustiga los lares extraviados
En el derecho eterno en el que lo grande vuelve a ser grande
El señor de nuevo señor · la disciplina de nuevo disciplina · une
El símbolo verdadero con el estandarte popular
Conduce a la obra a través de la tempestad y las señales espantosas
De la aurora temprana de su fiel tropa
Del día despierto y planta el Nuevo Imperio.
3
Tanto este como el resto de poemas de Stefan George que se adjuntan en este texto
son traducciones de Agustín González Ruiz (Frank, 2004).
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Esta función del poeta conduce inevitablemente a su concepción como guía,
como Führer de una nueva generación incompatible con la sociedad burguesa,
para la que rescata los viejos valores de dominio, disciplina, orden… Ya desde
los primeros escritos de George, este guía, este Führer, hace acto de presencia
en poemas de corte conservador, en los que se asiste al sacrificio de una masa
uniforme, mediocre, prescindible. Desde una perspectiva apolítica, George
utiliza el lenguaje religioso para criticar a la burguesía liberal. Él, el vate, el
elegido, vínculo de lo sagrado, se arroga el derecho de imitar a los profetas del
Antiguo Testamento y transmitir incluso advertencias apocalípticas (Frank,
2004: 295).
Se hace necesario, pues, el retorno de lo sagrado, lo cual no cabe en el
contexto de la burguesía, de lo profano. Por ello ha de delimitarse el espacio de
lo excepcional y minoritario y se vuelve al templo —palabra y concepto— al que
sólo el sacerdote tiene acceso (a lo que remite la raíz griega tem-, que significa
“cortar”; esto es, separado del resto).
Por otro lado, si lo que caracteriza al burgués es su desacralización,
George recupera lo sagrado y afirma a Dios, pero a su manera. Esto requiere
una comunidad, una nueva aristocracia, cuya nobleza provenga de su actitud
espiritual. Para sustentar la espiritualidad, la unión del grupo, para sustentar su
papel de guía, de profeta, George precisaba de un apoyo teológico, base de la
nueva mitología. Ésta, a su vez, parte de la muerte de los dioses, como
manifiesta el siguiente poema de El año del alma (1899):
Vosotros entrasteis en el hogar
En el que todo rescoldo se apagó ·
Luz había sólo en la tierra
Pálida cadavérica por la luna.
Introdujisteis en las cenizas
Los lívidos dedos
Con inquisitivo palpar buscando —
¡Se hace de nuevo la luz!
Mirad lo que con gesto de consuelo
Os aconseja la luna:
Apartaos del hogar ·
Se ha hecho tarde.
El fuego del hogar, los rescoldos, son símbolos del fuego divino que una vez
alumbró la tierra, ahora en tinieblas, débilmente iluminada por un astro que
emana un tenue resplandor de forma indirecta. El ser humano busca afanosa e
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inútilmente la luz, aquello que fue. Pero ante la oscuridad debe apartarse y
dirigirse a otro lado. Este vacío, esta necesidad de luz, se revela como el
trasfondo necesario a George para establecer una nueva religión y, en
consecuencia, crear un culto que confiera unidad a sus discípulos, todos ellos
varones.
2. Dioniso
Ya en los poemas tempranos de George se advierte la fantasía del dios
venidero en forma de un niño que muchas veces identifica con Dioniso, como
en el poema “La lucha”, de El séptimo anillo:
Ebrio de sol y sangre
Abandono precipitado la casa rocosa ·
Acecho en el campo perfumado
En el dios de bellos rizos
El de paso danzarín
El que con boca canora
Me ridiculiza en mi sepultura.
¡Hoy conoce la cólera
Que alumbra desde las profundidades!
Mi puño apresante
Ahoga su cuerpo rosáceo.
Mira cómo grita · ¡un niño!
Fuera con la maza — Un golpe
Hunde al odiado hasta el fondo.
¡Cuídate!.. Sufra yo · ¡cómo me alcanza
La luz que sale de su ojo!
Abajo en el combate cavernícola
Oscuro y humeante ardor
Fui yo el vencedor del grupo..
Detenga el cobarde el relámpago ·
¡Muestra con el brazo tu valor!
¡Ay! Ellos luchan con luz.
Agarra él al que cae.
Aprisionado pone el pie
Sobre mi pecho jadeante.
Sonriente canta su canción..
Ebrio de sol y de sangre
Me hundo en la muerte sin gloria ·
El niño de los rizos es Dioniso, que en George se trata de un dios de la luz,
como Apolo (luz como símbolo de lo sagrado, de lo divino). Dioniso aparece
como un dios combativo, como el mito según el cual destroza a sus adversarios
(Frank, 2004: 313 y ss.). Pero Dioniso vuelve como niño, topos antiquísimo,
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pues el niño está más próximo a lo divino y al origen, le es inherente la
realización de lo venidero, la esperanza de la llegada del Mesías. El mismo
Cristo aboga por la conversión de los adultos en niños, para quienes es el reino
de los cielos, la divinidad. La figura del niño como ser divino está ya presente a
lo largo de todo el Hiperión en clara relación con el “niño” del que Stefan
George hace uso:
Sí, el niño es un ser divino hasta que no se disfraza con los colores
de camaleón adulto.
Es totalmente lo que es, y por ello es tan hermoso.
La coerción de la ley y del destino no le andan manoseando; en el
niño sólo hay libertad.
En él hay paz; aún no se ha destrozado consigo mismo. Hay en él
riqueza; no conoce su corazón la mezquindad de la vida. Es inmortal,
pues nada sabe de la muerte (Hölderlin, 2007: 27).
En otro poema de La estrella de la alianza (1914), George aborda a
Dioniso de la siguiente forma:
Regresado de la tierra de la ebriedad
De las ricas playas de fruta y flor
Te encontré en la primavera del hogar..
Ésta es verde dorado, delicada y frágil.
Junto al blanco tronco de abedul
Reluciente y de toda corteza privado
Te hallas tú sólidamente sobre base florida
Pues tú eres un dios de la cercanía.
Ojo claro aún sin sombras
Fuerte la callosidad de tus manos —
Tienes del pastor pecho y rodilla..
Ciertamente eres un dios de la mañana.
Importantes son las características del dios (es el dios de la cercanía, de la
mañana), amén de la ebriedad, de la naturaleza, del culto floral que también
interviene en la fusión dioses-naturaleza. Todo ello está abocado a introducir
un advenimiento, un renacimiento religioso y, por lo tanto, una esperanza de
retorno al estadio primigenio del ser humano, a la naturaleza. Este niño Cristo o
niño Dioniso 4 es poderoso en el reino espiritual; su poder le es otorgado por
sus adeptos. Y Dioniso hace su aparición como niño dado que el niño es ajeno
al mundo desacralizado de los adultos, en el que todo es medido por valores de
cambio. La figura del niño, ya para los Cósmicos como para los románticos y
los griegos, equivale a territorio sagrado. Portador de la salvación, es una
4
Para la identificación Dioniso-Cristo, véase la obra de Manfred Frank: El dios venidero,
Barcelona: Serbal, 1994.
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representación habitual en la mitología, habitual en Hölderlin.
3. Hölderlin y Nietzsche
Al referirnos al Dioniso de George partimos de Hölderlin y de Nietzsche.
En el romanticismo, Dioniso se había convertido en el único dios que había
sobrevivido a la Ilustración en tanto implicaba la poesía en sí, la ebriedad y un
principio de esperanza religiosa. Dioniso representaba “al dios del futuro que
cuando llega al punto final de un proceso mítico, y bajo los condicionantes de
una orientación racionalista de la existencia, es capaz de preservar la
substancia de la esperanza religiosa para las generaciones futuras” (Frank,
1994: 18). Más aún: en la mitología del romanticismo, Cristo y Dioniso son los
únicos que perduran tras el alejamiento de los dioses. Dioniso es comprendido
como quintaesencia del proceso mitológico, como hermano carnal de Cristo
(ibid.: 22).
Además de esto, para George, y ya para los griegos, Dioniso reúne de
“forma sintética y superadora” la esencia de los demás dioses. Así, en el
poema de Hölderlin titulado “Pan y vino”, es el dios que, frente a la Ilustración,
salva lo sagrado. Es el dios venidero, el dios del adviento, que regresará
cuando retornen los dioses del Olimpo. Pero, además, Dioniso, Baco, es el dios
del vino y, con ello, el dios de la fraternidad, de la ebriedad espiritual en la que
los hombres se hacen uno. De este modo se constituye el fundamento de la
comunidad, contexto en el que Dioniso retorna, en clara anticipación a la figura
de Cristo.
También el poema “El único”, de Hölderlin, identifica a Dioniso con Cristo.
La sangre de Cristo es a la vez la sustancia del dios del vino. Tanto Cristo
como Dioniso dan a sus discípulos su carne y su sangre en un ritual que
garantiza la participación, la apropiación de lo sagrado. Asimismo, Cristo y
Dioniso, en la interpretación de Nietzsche, fueron torturados, descuartizados y
ambos volvieron a resucitar (Zagreo). A ello se le añade que se celebra la
venida de Dioniso al comienzo de la primavera.
George ve en Hölderlin al gran profeta del pueblo alemán 5 y, ante todo,
5
Véase el texto dedicado a Hölderlin en Tage und Taten. Aufzeichnungen und Skizzen
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“una especie de anticipación del descubrimiento nietzscheano del sustrato
dionisíaco en la cultura apolínea de los griegos y, también, la corriente de la
tradición órfica y su religión secreta como antecedente de la religión homérica”
(Gadamer, 2004: 39). George, como Hölderlin, creía que la renovación del
lamentable estado en el que se hallaba Alemania pasaba por la Antigüedad
clásica, lo cual está estrechamente vinculado con la concepción escatológica
de la historia que Hölderlin había tomado de Schiller. Por otro lado, el Hiperión
de Hölderlin introduce el esquema fundamental que estructura la vivencia de
George para con Maximin. En él, además, se muestra la atracción homoerótica
de una belleza juvenil ideal que se sublima en una literatura mediterránea,
patria de la pederastia helénica y del culto a la belleza corporal. Para George,
Hölderlin, además de predecesor de Maximin, es el único que había
vislumbrado el fondo dionisíaco de la religión griega oculto tras la lucidez
apolínea, y, más allá del filósofo, había comprendido a Platón en su fase de
formador de discípulos (George, 1933: 71), como puede observarse en el
Hiperión.
Hiperión atisbó lo superior en la separación de Diótima, en la
experimentación de la pérdida y privación de lo divino. Tras la muerte de
Diótima, su patria son los poemas, con los que revive la naturaleza, hogar de
los dioses y de los hombres. Hölderlin construye no una nueva religión, sino la
interpretación del mundo desde la certeza del alejamiento de los dioses, de lo
divino. También él había equiparado juventud y belleza, que identifica con el
bien, con lo que vincula ética y estética siguiendo preceptos de Schiller —y a
su vez de Kant y Platón—. No obstante, Hölderlin confía en el advenimiento
real de Dioniso. Por ello, a George, quien con Maximin en calidad de Diótima
va a secundar estas pautas, Hölderlin le ofrece una legitimación desde la
distancia temporal: es anunciador, no portador de la plenitud, de la divinidad.
Nietzsche parte de la poética de Aristóteles para instituir en Dioniso el
origen de la comedia y de la tragedia, que entiende como una síntesis
dialéctica de lo dionisíaco y lo apolíneo: de Dioniso, interpretado y transfigurado
por Apolo, Nietzsche acentúa la máscara animal (Frank, 2004: 51). A partir de
Schelling,
Nietzsche
afirma
que
el
despedazamiento
de
Dioniso,
el
(George, 1933: 68-71).
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padecimiento dionisíaco, concluye en su transformación en aire, agua, tierra y
fuego. Así, la individuación es algo en sí reprobable y fuente, principio de todo
padecimiento, y defiende una transformación en la máxima pluralidad (ibid.: 5657). El Dioniso de Nietzsche es el dios Zagreo que sufre, el que fue
despedazado
por
los
titanes,
aquel
que
renace
como
Baco,
pero
definitivamente como Yaco en los misterios eleusinos.
4. Maximin
Para ya acabar de sacralizar su poesía, para justificar sus primeros
poemas, con el fin de rematar el acto fundacional de su grupo y terminar de
ritualizar la literatura o bien literaturizar el ritual de una religión que haría no
sólo de la poesía, sino también de su vida, un acto religioso, George recurre a
la figura de un niño, de un adolescente poeta, y lo eleva a la categoría de
semidiós. No “valen” Dioniso o Cristo: se trata de inaugurar de forma sacrifical
una nueva religión de la que él sea único profeta y evangelista. Véase el
poema “Los signos”, dedicado a Maximin, y publicado en El nuevo imperio
(1928):
*
M
AHORA SE APROXIMA TRAS MILES DE AÑOS
UN ÚNICO INSTANTE LIBRE:
YA SE ROMPEN POR FIN TODAS LAS CADENAS
Y DE LA TIERRA AMPLIAMENTE AGRIETADA
ASCIENDE JOVEN Y BELLO UN NUEVO SEMIDIÓS
Uno vino procedente del campo hacia la puerta
Púrpura azul se inflamó la montaña ·
Cielo pálido · aire muerto cubría
Las murallas como ante el estruendo de la tierra..
Dentro yacían todos en el más profundo sueño.
Él se estremeció y tiembla todo el cuerpo:
¡Señor! ¿Reconozco correctamente tus signos?
La voz resonó apagándose: está tan lejos.
Tres se hallaban en la sala llenos de miedo
Se colocaron en círculo unidas las manos
Intercambiaron ardorosos la arrebatada mirada:
Tu hora · señor · nos encontró aquí..
Nos eliges para tu mensaje:
Entonces haznos soportable el sobreimpulso
De nuestra fortuna cuando desde la noche del mundo
Con vigor caminando vimos al niño eterno.
Siete oteaban desde la montaña de la tierra..
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Las ruinas humeaban, el mildéu golpeaba el campo:
Tu hálito lo enviamos a través del imperio
Tus semillas las colocamos en el suelo
¡Señor! Tú sacudes una vez más nuestro destino.
Mientras tú sigas cubriendo la larga roturación
Aguardaremos como guardianes de tu eminencia
Moriremos gustosos desde que hemos visto tu luz.
El semidiós, precedido por señales apocalípticas (tierra ampliamente agrietada,
cielo pálido, aire muerto, estruendo, mildéu, mundo sumido en las tinieblas de
la noche del mundo que, en definitiva, se consume, se agosta), ha venido ya.
Sólo tres justos, discípulos de George, han percibido a tiempo los signos de su
llegada. Y el joven y bello semidiós no es otro que un niño eterno. Unos pocos
—siete— que ya lo otean desde lo alto de la montaña, en un estadio superior a
la masa profana, esparcen las semillas para que en primavera, al igual que
Dioniso, llegue la luz con el nuevo fruto.
El niño eterno es la deificación de Maximilian Kronberger, joven escolar y
poeta de Múnich que George conoció en 1902, a la edad de 13 años, y que
murió el 15 de abril de 1904 de meningitis, al poco de haber cumplido los 16. El
joven Maximilian estaba dotado de atributos muy estimados por George: joven,
bello, con inquietudes poéticas… El maestro le tenía por un talento precoz y le
introdujo en su círculo.
A Maximilian le dedica el ciclo central de El séptimo anillo, que comienza
con los siguientes versos: “Para aquel, niño · para aquel, amigo. / Yo en ti veo
al dios”, esto es: Maximin es dios porque George ve en él al dios y así lo
describe. El ciclo de poemas se estructura según el modelo de un suceso
sagrado conducente a una resurrección en adviento. George pergeña a
Maximin, estilización poética de la persona Maximilian, como baremo
pedagógico, como modelo inalcanzable para la juventud. Y Maximin deviene en
centro de un ritual estético cuyo espacio poético controlaba George, en donde
se radicalizan sus teorías estéticas. Por consiguiente, es un dios “mitopoético”,
pero no Maximilian Kronberger. Maximin, “epifanía de lo divino” (Groppe, 1999:
123), sólo existe en el texto.
Por otro lado, la apoteosis de la juventud, clave en la literatura del cambio
de siglo, adquiere un tinte especial en el círculo de George en relación con una
imagen ideal de la Antigüedad, la cual respondía a la atmósfera de Schwabing
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y a los anhelos del Círculo Cósmico. Más aún: Maximin reconciliaba en uno lo
apolíneo y lo dionisíaco que Nietzsche había separado. Maximin es “un Cristo
griego” (Faber, 1994: 141).
Maximilian Kronberger murió y, con su muerte, a través de la experiencia
de la privación 6 y del dolor por el amor perdido, así como Hiperión-Diótima,
George apercibió la divinidad y proclamó a Maximin. Hölderlin, gracias a
Diótima, se elevó a una dimensión absolutamente nueva de su vida y obra;
Maximin y su culto, en cambio, son una consecuencia a la que la vida y obra de
George ya apuntaban, un nuevo acento (Gadamer, 2004: 44). Hölderlin advirtió
en la naturaleza la plétora de los dioses; George, por el contrario, se estiliza
tanto en su propio objeto de afirmación poética como en el de sus amigos. Su
poesía se convierte en la interpretación religiosa de sí mismo, como también se
infiere del verso final de un poema del Séptimo anillo: “Soy el tronar de la voz
sagrada”. La elaboración poética de la muerte y experiencia de Maximilian, el
nacimiento de Maximin, suponen la configuración de la existencia poética de
George como poeta y salvador, y de su círculo. A partir de Maximin, el peso de
su obra se desplazó hacia la formación de sus discípulos mediante el ritual de
la palabra. Veamos, a continuación, el proemio de La estrella de la alianza:
TÚ SIEMPRE AÚN PRINCIPIO PARA NOSOTROS Y FIN Y MEDIO
Por tu senda en este mundo · Señor del cambio ·
Empuja nuestra alabanza hacia tu estrella.
Entonces una vasta oscuridad se cernía sobre la tierra
El templo tembló y la llama del interior
No se elevó más para nosotros aún por otra fiebre
Debilitados que la de los padres: en pos de los serenos
De los fuertes fácilmente alcanzables tronos
Donde la mejor sangre nos absorbió el ansia de lejanía..
Entonces nos saliste al encuentro tú brote de nuestro propio tronco
Bello como ninguna imagen y palpable como sueño alguno
Con el esplendor desnudo de un dios:
Entonces rebosó consumación de benditas manos
Entonces se hizo la luz y calló todo anhelar.
Eres tú quien nos liberó del tormento de la dualidad
Nos trajiste la fusión hecha carne
De uno a la vez y del otro · ebriedad y lucidez:
Tú fuiste el devoto de los tronos de las nubes
Quién luchó con el espíritu hasta atraparlo
6
A tenor de esto, dice Gadamer: “Hablar es buscar la palabra. Encontrarla es siempre
una limitación. El que de verdad quiere hablar a alguien lo hace buscando la palabra, porque
cree en la infinitud de aquello que no consigue decir y que, precisamente porque no se
consigue, empieza a resonar en el otro” (Gadamer, 2004: 12).
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Y se ofreció como sacrificio en su día..
Y fuiste a la vez el amigo de la ola primaveral
Que se dio esbelto y reluciente a su lisonja
Y fuiste el que duerme dulcemente en los campos
A quien se le posó un celestial.
Te adornamos con palmeras y rosas
Y rendimos tributo a tu doble-belleza
Sin embargo no sabíamos que nos arrodillábamos por el amor
En el que se llevó a cabo el nacimiento del dios.
Aquí se habla de un “tú”, de un “nosotros” que da voz a la comunidad de culto.
Aparece una estrecha vinculación con la naturaleza, la dualidad dionisíaca, el
culto platónico a la belleza y el sacrificio cristiano; se expresa la necesidad del
cambio de los tiempos mediante el templo tembló, que alude a la oscuridad, a
la urgencia que se tenía de dios. Pero también el texto menciona que Maximin
ha surgido a partir de la propia comunidad, de aquéllos para los que es
sagrado. Y, sin embargo, no es sólo una idea, sino idea hecha carne, y dios
para los que le veneran. Con Maximin brota la luz sobre la que George escribía
desde sus comienzos; se supera el desgarro producido por la dicotomía ApoloDioniso, a lo que se suman los rasgos de la desnudez, la tensión sensiblesuprasensible, de nuevo la luz y la belleza, y la metáfora de adviento. Y este
dios, señor del cambio, ha salido de su propio tronco. Es el dios luminoso que
se ha encarnado. Por ello posee doble belleza: como muchacho y como ser
divino.
Es evidente que la Bildungsreligion, religión educativa instaurada por
George, acusa una gran influencia del catolicismo. George rechazaba la
teología cristiana al uso, pero valoraba el concepto de sacrificio y los rituales
católicos a tenor de su fuerza social vinculante (Braungart, 1997: 183). Maximin
corporiza el salvador hecho carne, la dulzura cristiana y la belleza griega. En
consecuencia, George emplea claves bíblicas, así como imágenes y metáforas
cristianas y mitológicas, con lo que sus poemas cobran la fuerza mistérica
procedente del catolicismo y del paganismo. Es el dios que aúna toda
espiritualidad. Y George, insistimos, su único profeta, aquél que le nombra, que
le dice “dios”.
A la imaginería religiosa se le añaden imágenes eróticas: el amor, el
homoerotismo, aquí como en toda la obra de George, está muy presente.
George creó el dios al que amaba, y él mismo es consciente del proceso de
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mitificación que ha llevado a efecto: en el ciclo a Maximin se lee el siguiente
verso: “Yo criatura de mi propio hijo”, esto es, verso escrito en boga con un
tiempo en el que, como bien sabía George, la religión ya no era la
consecuencia de una revelación de Dios, sino fruto de la comunidad que lo
crea (Frank, 2004: 330 y ss.). George es consciente de este proceso de
mitificación: se manifiesta a la vez como padre creador y como producto de su
propia mitología, a la que procuró dotar de todo un entramado ritual neopagano
de simultánea estructura dionisíaca y cristiana.
5. El círculo de George: el nuevo Estado a partir de la nueva
religión
El proceso educativo de los miembros del grupo consistía en alcanzar el
ideal, la belleza: Maximin. George diseñó todo un programa pedagógico que
incluía tanto modos de comportamiento (de vestirse, de escribir, de hablar, de
amar, de servir el té o trinchar la carne) como ejercicios de caligrafía y de
lectura de poemas, que, para George, conformaba parte esencial del rito de
iniciación en el círculo: es el ritual de la comunión de la palabra 7 . La verdad del
texto se revela en su lectura en voz alta, se realiza a consecuencia de su valor
performativo, en términos de Wolfgang Braungart. El cuerpo humano corporiza
la palabra mediante el ritmo y melodía, lo que constituía la ratificación y
socialización de la palabra.
Todo ello, sin embargo, a imagen y semejanza de los postulados poéticos
de George, dado que el concepto de “imitación” cobra cada vez más fuerza en
el círculo como valor pedagógico y religioso, a semejanza de la Imitatio Christi
(Nachahmung — Nachfolge [Braungart, 1996: 249]), al igual que “servicio” y
“apostolado”, nociones acuñadas por Friedrich Wolters y Friedrich Gundolf en
sendos ensayos titulados: “Dominio y servicio” (1909) y “Servidumbre y
apostolado” (1908).
Los rituales de George unen lo estético, lo ético y lo social (Braungart,
1996: 254), puesto que permiten reconstruir la unidad de vida y obra de George
7
Hay que tener en cuenta que, durante el cambio de siglo, vuelven a cobrar vigencia las
teorías de Aristóteles, en particular sobre el ritmo y la melodía, ambos constitutivos de la misma
naturaleza del cuerpo humano.
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y, a su vez, persiguen una vinculación más estrecha entre los miembros del
grupo. El ritual, en consecuencia, también obtiene un sentido pedagógico. Con
ello vuelven los ojos a Platón, pero no ya como filósofo, sino como educador,
como maestro que con su academia creó un estado, reino espiritual vivo, en el
que, de la misma forma que Sófocles 8 , se alude a la inspiración que produce la
observación de un cuerpo joven y hermoso. La mera contemplación provoca la
reflexión sobre el cosmos espiritual.
Para George, así como para sus acólitos, Eros es “el amor que da forma
al ser humano, creador de mundos, amor no para ser disfrutado; sólo germina
en los espíritus nobles, en iguales” (Gundolf, 1920: 42). Así, el amor, la belleza,
también tiene un sentido pedagógico, lo que remite de nuevo a la academia
platónica de la educación. El amor, procedente de dios y que actúa en los
hombres, incluye el retorno de valores como sacrificio, entrega, plenitud,
negación, todos ellos de corte religioso (ibid.: 257 y ss.).
La transubstanciación de Maximin, dios poético, en la poesía, materializa
la unión de sexualidad, literatura, ritual, mitología y religión. Se concreta lo que
George necesita para su círculo, así como la unidad de su obra, de su
quehacer poético y de su vida (Braungart, 2005: 10). George utiliza los mitos de
Dioniso y de Cristo con el fin último de criticar el liberalismo, la sociedad de su
época y, frente a ella, fundar una nueva sociedad de culto; recurre a una fusión
de valores espirituales como reacción ante la pérdida de los valores legitimados
religiosamente, éticamente, estéticamente, que es lo mismo. George hace que
retorne lo uno, lo Único, y a sí mismo se confiere el papel de creador.
Bajo estas premisas, George asume su rivalidad con Nietzsche desde un
sentimiento de superioridad porque, a diferencia del filósofo, él ha sido capaz
de crear personas nuevas y Nietzsche, en cambio, sólo ha proclamado por
medio de Zarathustra el advenimiento de un nuevo hombre (Raulff, 2005: 7879). Únicamente la palabra poética posee la fuerza mágica de conceder vida a
los seres humanos y hacer que los dioses aparezcan. El filósofo se queda en
su enunciado, en palabras de orador; George las llena de vida.
La diferencia entre ambos estriba entonces en la fuerza “plástica”. En una
8
Stefan George sobre Sófocles en “Eine Erinnerung des Sophokles”, en Tage und Taten
(George 1933: 42-43).
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carta fechada el 11 de junio de 1910, George escribe a Gundolf: “En Nietzsche
está casi todo. Ha entendido las cosas grandes, esenciales: pero él no tiene el
DIOS PLÁSTICO (den plastischen Gott), de ahí su interpretación errónea de los
griegos, en especial de Platón” (Raulff, 2005: 79). Pero su “fuerza plástica” no
sólo se sugiere en la capacidad de George de experimentar a dios en un ser de
carne y hueso, sino que se realiza en la capacidad de esculpir seres humanos
a su imagen y semejanza (Raulff, 2007: 9).
En otras palabras, Maximin era el dios plástico de George, más aún: el
círculo se entiende a sí mismo como encarnación de la palabra de George. A
partir de un dios mitopoético, George modela, esculpe a sus jóvenes discípulos
—jóvenes porque en ellos estaba el renacimiento de una nueva Alemania— en
consonancia con su concepción de la poesía como obra plástica —valga como
muestra, entre otros aspectos, el vocabulario que emplea, su forma de construir
los poemas o la arquitectura de sus libros—. Hacer literatura consiste, como él
mismo afirmó, en hacer que se manifieste un dios, el dios que habita en cada
hombre.
A partir de 1917, George encargó esculpir los bustos de sus discípulos a
imagen y semejanza del suyo. Estas esculturas obedecían tanto a un programa
pedagógico —acercarse a un ideal, al Maestro, al demiurgo— como al principio
plástico que George había aprendido de los griegos, de Platón, en calidad de
Formbildner y de adoradores de una religión asentada en el culto a lo bello.
Con estas esculturas, que no eran sino la concreción plástica de los hombres
nuevos, George quería recrear su estado en directa relación con el programa
de la política artística de Platón (ibid.: 28-29), quería poblar un nuevo templo
pagano para la formación de su Nuevo Imperio.
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Narciso y Dioniso en W. Pater y O. Wilde
(Luis Martínez Victorio)
Irradiaciones míticas en el Fin de Siglo
ABSTRACT
The Greek myths had a very significant presence in Victorian culture. The
dominant tendency was to integrate them as a part of a culture characterised by
a transcendent view of history, which was based on a synthesis of the
metanarratives of enlightened modernity and protestant/puritanical religion.
Myths were represented in accordance with the ethos emerging from such a
context. At the Fin de Siècle, this representation was challenged by new
ideological stances, partly aroused by an economic crisis which shook the
foundations of the Victorian paradigm. The mythical figures of Dionysus and
Narcissus played a very important role in the development of the Fin de Siècle
culture. In other words, the reinterpretation of these myths, carried out during
this period, underlies the challenging and postmodern patterns of the art and
literature of the last decades of the 19th century. In the following pages the
author discusses this process, and analyses a short-story by Walter Pater and
two tales by Oscar Wilde in order to illustrate it.
1.
Dioniso y Narciso pueden considerarse las dos grandes irradiaciones
míticas en el contexto cultural del Fin de Siglo, puesto que se trata de un
periodo caracterizado por el apogeo del esteticismo y del hedonismo. Esto
puede hacerse extensivo a muchos países europeos, aunque me ocuparé de la
presencia de estos mitos en la literatura inglesa del periodo. Dicha presencia
no significa que los autores ingleses del Fin de Siglo aborden directamente
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estas figuras míticas en muchas de sus obras, sino que lo narcisista y lo
dionisíaco impregnan esos textos a través de personajes y de peripecias
vinculables de manera bastante obvia a estos relatos míticos. Uno de las obras
que comentaré en este artículo es Denys L’ Auxerrois de Walter Pater, una de
las pocas en la que el protagonismo recae explícitamente en la figura de
Dioniso. En los cuentos de Oscar Wilde, El joven rey y El cumpleaños de la
Infanta, los otros textos objeto de análisis, lo dionisíaco y lo narcisista se
manifiestan sin la aparición explícita de las figuras míticas.
El Fin de Siglo inglés supuso una profunda ruptura con la episteme
dominante en la era victoriana. El modo en el que se produjo esa ruptura con
un periodo histórico moderno ofrece la posibilidad de considerar posmoderno al
Fin de Siglo. Éste vendría a encarnar por tanto la posmodernidad de la
modernidad victoriana. Sin duda, esto implica una visión de la posmodernidad
distinta de la que denota literalmente el prefijo, según el cual ésta sería una
fase histórica posterior y, en buena medida, superadora de la modernidad, una
fase cuyo nacimiento se situaría en torno al fin de la segunda guerra mundial.
Este concepto sugiere una visión teleológica de la historia que casa mal con los
planteamientos del neo-historicismo con los que me siento más identificado.
En línea con la teoría de Marshall (5), con cuya definición del “momento
posmoderno” estoy básicamente de acuerdo, la posmodernidad se identificaría
más bien con un contrapunto, una especie de sombra que acompaña a la
modernidad misma, ubicándose, por decirlo así, en los márgenes de la
episteme moderna, y que en determinados contextos histórico-culturales hace
su aparición de manera más o menos generalizada. El Fin de Siglo, al menos
tal y como se manifiesta en la cultura inglesa, presenta rasgos posmodernos,
los cuales a su vez resultan fácilmente vinculables a los mitos de Dioniso y
Narciso. En la interpretación que los autores más significados del periodo
hacen de estos relatos míticos radica el componente transgresor y posmoderno
del Fin de Siglo.
2.
Cualquier parámetro que se quiera utilizar como referencia —el científico,
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el tecnológico, el sanitario, el político, etc.— demuestra la modernidad de la
sociedad victoriana. Esta modernidad surgió de una síntesis de los valores de
la Ilustración, por un lado, y del protestantismo-puritanismo, por otro, síntesis
que generó ese modelo de sociedad liberal-capitalista y democrática con el que
todavía seguimos identificando a la modernidad. La Ilustración aportó el
protagonismo de la razón y de la ciencia, así como un concepto de sujeto
autosuficiente y nítidamente hegemónico respecto a la naturaleza. La religión
contribuyó con una serie de elementos perfectamente compatibles con el
proyecto moderno, a saber: la ética del trabajo protestante, el individualismo
puritano y la dimensión moral que éstos atribuyen a la riqueza, entendida como
signo de predestinación a la salvación. Si el individuo enriquecido es un
elegido, una sociedad caracterizada por el progreso y el crecimiento económico
sólo podía ser vista como una sociedad elegida. Por tanto, el sentimiento
religioso mayoritario en la sociedad victoriana podía convivir sin muchos
sobresaltos con la modernidad. En definitiva, se produjo una convivencia —y
connivencia— extraordinariamente fructífera entre dos visiones trascendentes
de la peripecia humana en este mundo, o, por remitirnos a Lyotard, entre dos
metanarraciones, una de corte histórico y otra de cariz metahistórico. Por
supuesto que hubo puntos de fricción. El caso más significativo fue quizá el
efecto producido por las tesis de Darwin. Eminentes victorianos como
Tennyson, Carlyle y Arnold sufrieron profundas crisis de fe a causa de la teoría
evolutiva, aunque todos recuperaron su fe, lo que muy bien puede explicarse
por la comprensión, más o menos consciente, de la compatibilidad de las dos
metanarraciones.
Este feliz maridaje entre Ilustración y religión podría haberse ido al traste
si el cuerpo —entendido como depositario de la sexualidad, de los instintos, de
lo irracional en el ser humano— hubiera tenido el protagonismo que en
principio cabía esperar en una era moderna. Una visión liberal por parte de los
modernos a este respecto hubiera entrado seriamente en conflicto con la visión
restrictiva propia de la religión. Pero esto no llegó a producirse, pues, como
advierten Horkheimer y Adorno en su Dialéctica de la Ilustración, el cuerpo fue
el gran olvidado en el proyecto ilustrado. Esto se explica precisamente por el
sentido trascendente del proyecto, por su entidad de metanarración y por el
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sustrato de jerarquización violenta, dicho al estilo derrideano, que caracteriza a
las estructuras binarias en estas concepciones de la historia. Si antes fue el
alma la clave de la trascendencia atribuida al ser humano y a su historia
colectiva, ahora era la razón la que venía a ocupar ese lugar, bien en
sustitución del alma, bien superpuesta a ella. El ambos casos, el cuerpo,
considerado “intrascendente”, quedaba lógicamente en un segundo plano, sólo
contemplado en el fondo como instrumento de afirmación de su opuesto.
El conflicto quedó aplazado y emergió con bastante virulencia
precisamente en el Fin de Siglo. Dioniso y Narciso trajeron consigo la
identificación del ser humano con su cuerpo, en un contexto de deconstrucción
de las estructuras binarias que habían articulado hasta ese momento a la
cultura victoriana.
En una cultura dominada por metanarraciones, cabía esperar que los
mitos tendieran a integrarse con un sentido de continuidad histórica. Cuanto
más profunda sea la historia, más verosímil resultará la atribución de un sentido
trascendente a la misma. Esta visión de continuum cultural e histórico es la que
impregna la aproximación a los mitos de los Apóstoles de Cambridge —Arthur
Hallam y Alfred Tennyson, fundamentalmente—, cuya poesía presenta
abundantes referencias míticas. Los mitógrafos en general también dejan
patente esta pauta de integración (Louis 338-339). En la vertiente religiosa, el
empeño es el de incorporarlos de la mejor manera posible a la historia del
cristianismo. Los victorianos no descartan a los mitos clásicos como meras
leyendas más o menos edificantes, afirmando, por contraste, la verdad del
cristianismo. Lo que hacen es considerar a los mitos como manifestaciones
primarias del verdadero sentido religioso de la humanidad que habría
culminado en la cristiandad.
Ahora bien, la pauta de integración siempre implica una manipulación en
función de los intereses que la inspiran. La manipulación victoriana se sustentó
en una división bastante radical entre los dioses olímpicos y los dioses
mistéricos —Dioniso, Deméter y Perséfone— para descartar a los primeros y
reivindicar a los segundos. Los victorianos despreciaron a los dioses olímpicos
por su indiferencia ante el sufrimiento humano, por su frivolidad y por su
hedonismo. Zeus, por ejemplo, que quizá podría haber sido interpretado como
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un anticipo del Dios padre cristiano, era demasiado proclive a la búsqueda del
placer sexual —convenientemente disfrazado— con ninfas y con mujeres
mortales. Por otra parte, para reivindicar a los dioses mistéricos, la
manipulación consistió, aunque resulte extraño, en la omisión del aspecto
dionisíaco de Dioniso. Los victorianos quisieron ver en estos dioses una cierta
dimensión crística, por ser fronterizos entre lo divino y lo humano, por estar
tocados por la mortalidad y por suscitar un culto y un sentido de comunidad
religiosa premonitorio de lo que más tarde traería el cristianismo. En el caso de
Dioniso, él mismo participaba en su culto e incorporaba a los marginados —las
mujeres, los esclavos, etc.— en un anticipo de actitudes características de
Jesús de Nazaret.
La reivindicación de los dioses mistéricos se mantendrá en el Fin de Siglo,
pero, como ya advertí, desde una pauta de deconstrucción de la versión
victoriana. Es decir, Dioniso se volverá dionisíaco.
Siempre resulta difícil situar las fechas de comienzo y finalización de un
periodo histórico, pero algunos acontecimientos de gran trascendencia social y
cultural permiten ubicar en la década de los 80 el nacimiento de lo que hemos
dado en llamar el Fin de Siglo. El continuado progreso y crecimiento de la
sociedad victoriana sufrió un frenazo importante justamente en esa década
(Ledger y Luckhurst 1-24). Esta inesperada crisis trajo consigo un periodo de
pesimismo histórico, opuesto al que en líneas generales había imperado hasta
ese momento. Como cabe suponer, este clima se vio agravado por la
proximidad del cambio de centuria, una frontera cronológica propiciatoria de
sentimientos y discursos apocalípticos.
La crisis de la promesa trascendente trajo al primer plano, por ejemplo, la
teoría de la regresión de Thomas Huxley: ¿por qué atribuirle a la humanidad un
proceso inexorablemente evolutivo?, ¿por qué no podríamos abocarnos en
algún punto de esa evolución a un proceso inverso, a una regresión?, ¿qué nos
garantiza que caminaremos siempre hacia delante? En una línea parecida,
aunque con una mayor carga ideológica, penetró en la cultura inglesa la teoría
de la degeneración de Max Nordeau, según la cual todos los elementos que
constituyen el marco cultural del Fin de Siglo, sus rasgos distintivos, son
traducidos a síntomas de degeneración individual y/o social. Con el agravante
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de una identificación casi absoluta entre los conceptos de degeneración y
feminización. Y no es de extrañar que H.G. Wells “inventase” precisamente el
género de la ciencia ficción en esta fase, y con una clara tendencia al mensaje
distópico, como lo demuestran los relatos que publicó en la última década del
siglo, dos de ellos claramente centrados en el tema de la regresión: La
máquina del tiempo (1895) y La isla del doctor Moreau (1896). La ciencia, santo
y seña de la religión del progreso, empezaba a ficcionalizarse, a relativizarse y
a entenderse incluso como posible causa de la regresión y de la destrucción
del mundo. Si el elemento clave de la metanarración de la modernidad podía
ser ya tan cuestionable, quedaba abierta la veda para la crisis de otros muchos
valores y referencias de la cultura victoriana. Y, como es lógico en medio de un
clima tan apocalíptico, se produjo la reivindicación del presente, del disfrute del
momento de vida disponible, en definitiva, del hedonismo característico del Fin
de Siglo. El Dioniso dionisíaco llamaba a las puertas de la ciudad moderna.
Estrechamente relacionado con la crisis económica está el cambio de
modelo económico que señala Regenia Gagnier (20-24): la transformación de
una economía de la producción en una economía de consumo. La economía en
recesión busca en el fomento del consumo su salvación. A la inevitable
producción de objetos útiles se añade la de objetos deseables. Todos los
bienes se consumen de un modo u otro, pero la economía de consumo —un
mero eufemismo del consumismo con el que tan familiarizados estamos hoy en
día— alude al consumo por el consumo, a la circulación de bienes orientados a
proporcionar placer al consumidor.
La economía de consumo tiene también mucho que ver con la crisis del
Fin de Siglo, pues dicha economía precisa la liberación del deseo como
condición sine qua non de su propia realización. Para que seamos consumistas
el deseo tiene que estar activado. Y liberar el deseo implicaba atraer al centro
de la episteme una alteridad, algo reprimido, negado u olvidado en la
metanarración de la modernidad, como ya he mencionado. Aunque el poder
político-económico pretendiese dar rienda suelta sólo al deseo de consumir, lo
cierto es que por esa rendija —o portal, según se mire— iban a liberarse otras
alteridades aparcadas en los márgenes de la episteme victoriana, necesarias
en el fondo para el funcionamiento de la economía emergente. Surgieron así,
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además del cuerpo como realidad esencial del ser humano, la new woman —la
feminización de la sociedad que espantaba a Nordeau y a sus seguidores—, el
esteta —la feminización del hombre más espantosa aún para los sectores
reaccionarios—, el arte por el arte —un enfoque “intrascendente” del arte para
los frívolos mecanismos del mercado— y un concepto de la realidad, vinculado
a esto último, que Wilde desarrolla en su ensayo La decadencia de la mentira y
que se resume en la célebre máxima “la vida imita al arte” (139). Si el arte
inventa la realidad nos situamos en un contexto anti-victoriano. La realidad y la
naturaleza, tal y como se conciben en el ensayo wildeano, no son más que el
fruto de nuestras fabulaciones y nuestros constructos. Desde este punto de
vista de reminiscencias nietzscheanas, todas las verdades se escriben con
minúscula, son relativas, puesto que igual que inventamos podemos revocar lo
inventado. En otras palabras, nos situamos en un escenario marcado por la
crisis de las metanarraciones, con sus esencialismos y sus verdades
mayúsculas. A esto Lyotard lo llama posmodernidad.
Es preciso aclarar que la crisis de las metanarraciones no conlleva ni
mucho menos su abolición, sino simplemente su devaluación en meras
narrativas, es decir, su caída desde el pedestal de la trascendencia. Esto no
conspira contra su presencia en una cultura determinada. Más bien al contrario.
Como la máxima wildeana indica, esas narraciones se consideran en la
posmodernidad como constitutivas de la realidad, o de nuestra visión de la
realidad. Desde esta perspectiva, la realidad no es más que un entramado de
relatos o ficciones que, por decirlo en términos nietzscheanos, favorecen o
perjudican a la vida. Una vez despojadas de su aura de trascendencia, todas
esas narraciones estarán más disponibles que nunca para ser manipuladas,
recreadas o deconstruidas, para ser tratadas con la creativa irreverencia que
caracteriza a la literatura del Fin de Siglo.
3.
La crisis de las metanarraciones durante el Fin de Siglo podrá apreciarse
en la relectura de los mitos de Narciso y de Dioniso, éste último en el sentido
ya señalado de contradicción con su presentación crística, así como en la
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irreverencia con la que será tratado el cristianismo y la propia figura de
Jesucristo. La mezcla de reivindicación y provocación en relación con los
elementos religiosos dará lugar al tan característico componente sacrílego del
esteticismo finisecular. Por supuesto, la metanarración descalificada sin
muchas contemplaciones será la de la modernidad, por radicar en ella muchos
factores incompatibles con la filosofía esteticista.
Empezaré abordando el mito de Narciso para recuperar luego la figura de
Dioniso. Parece poco discutible que en el relato mítico la figura de Narciso está
cargada de negatividad. Todo lo que se transmite convencionalmente en
relación con Narciso y con su conducta es negativo: su olvido del otro, su amor
onanista hacia sí mismo, su desprecio incluso de la propia vida… Esta
percepción vale para los victorianos y, en buena medida, para nosotros. Pero el
Fin de Siglo lo vio de otra manera. Ahora Narciso podía ser identificado con
rasgos positivos, incluso con una dimensión moral hasta entonces impensable.
Es significativo que del mito de Narciso haya al menos tres versiones,
todas ellas coincidentes en el castigo que recibe el personaje y en la moraleja
que se extrae de su peripecia. Ahora bien, en esa peripecia hay diferencias que
posibilitan la relativización del mensaje supuestamente unívoco del relato.
Según una leyenda beocia, Narciso era el objeto de deseo de otro joven,
Aminias. Narciso, supuestamente incapaz de conocer el amor, rechazó
repetidas veces a su pretendiente y acabó regalándole una espada. Aminias lo
interpretó —hay que subrayar este verbo— como una invitación al suicidio y se
quitó la vida, pero antes de morir maldijo a Narciso, y éste al pasar junto a una
fuente se vio reflejado en sus aguas, se enamoró de sí mismo, y, ante la
imposibilidad de satisfacer su pasión, decidió suicidarse también. Cuesta ver en
este relato la culpabilidad de Narciso. A fin de cuentas, lo único que hace es
rechazar una relación amorosa, y el regalo de la espada —un símbolo
claramente fálico— podría sugerir, por ejemplo, una explicación a su
pretendiente de la causa de su rechazo. Si los victorianos se hubieran detenido
en este relato, quizá podrían haber visto a Narciso como un modelo de virtud
masculina y haberlo convertido en una referencia moral.
Pero la versión más sugerente en relación con el Fin de Siglo es la de
Pausanias. Es decir, los estetas bien podían haber inspirado en él su
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recreación del mito de Narciso. En este relato, Narciso tiene una hermana
gemela con la que comparte su vida en plena naturaleza. Cuando ella muere,
Narciso se pasa la vida contemplándose en las aguas de un arroyo, pero no
para verse a sí mismo, sino para ver a su hermana muerta en el reflejo de su
propio rostro, dada la semejanza entre ambos. Presuntamente, ésta habría sido
la causa de que Narciso acabase enamorándose de sí mismo, de que Narciso
se volviera narcisista. Pero, como en la versión anterior, caben otras
interpretaciones de este relato. Para empezar, si nos atenemos a la literalidad
del relato, lo que se castiga aquí en todo caso es un amor incestuoso. Un amor
tabú en todas las culturas, y por tanto merecedor del castigo de los dioses,
pero un amor que representa un pecado muy distinto del que tradicionalmente
se le atribuye a Narciso, puesto que el personaje se enamora de otro, no de sí
mismo.
Hay incluso una posible lectura aún más profunda del relato de Pausanias
susceptible de vincularse al Fin de Siglo. No en vano el relato nos insinúa un
conflicto entre el yo y la alteridad, tanto interna como externa, que es un asunto
de gran interés filosófico y clave para entender la cultura finisecular. Narciso ve
a su hermana —idéntica a él— y se ve a sí mismo en el agua. Se abre así la
vía para la reinterpretación del mito. ¿No estará Narciso descubriendo a través
del otro —siempre igual y distinto a nosotros— una alteridad propia, en este
caso su lado femenino?, ¿el bello joven se ama frívolamente a sí mismo o
indaga en sí mismo en un proceso siempre arriesgado de autodescubrimiento?
Al fin y al cabo, debajo de la superficie del agua están las profundidades. El
esfuerzo de autodescubrimiento no puede considerarse reprobable, pero desde
luego es un acto potencialmente subversivo en toda sociedad, donde el sujeto
debe ser construido desde la episteme dominante. Autodescubrise implica la
posibilidad de la vida auténtica, por usar la expresión de Heidegger, la vida que
elegimos desde nuestra identidad más profunda. El sistema nos aboca siempre
a una vida a su servicio, en definitiva, a una vida inauténtica. El castigo de
Narciso sería así comprensible, pero no justificado en términos absolutos.
Supondría la represión de una diferencia de gran calado moral y filosófico.
La cuestión del autoconocimiento reaparece además de manera explícita
en la versión de Ovidio, en la que Tiresias precisamente le vaticina a su madre
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que el joven vivirá una larga vida si no llega a conocerse a sí mismo. Narciso
desprecia a la ninfa Eco, a la que Hera había castigado por su locuacidad a
repetir sólo los últimos sonidos de lo que escuchaba, y los dioses, irritados con
esta conducta de Narciso, le castigan como ya sabemos. Pero cómo va ser
Narciso culpable por despreciar a la insulsa Eco, ¡si la propia Hera estaba harta
de ella! En un sentido más general, ¿es culpable de despreciar el amor de los
hombres y mujeres que se le acercan? No cabe la culpabilidad si lo hace sólo
mientras se descubre a sí mismo. El énfasis quiere decir que estamos ante la
clave del narcisismo finisecular en su versión más sofisticada. En el proceso de
descubrir la identidad profunda el otro sería un estorbo. Luego, el narcisismo,
entendido como fase y dimensión de lo humano, daría paso a la fase/dimensión
ética en la que lógicamente se produciría el encuentro con el otro. Durante la
fase narcisista, el individuo bucea en las profundidades de su propio ser, no se
queda en la imagen de la superficie. En un proceso de goce y sufrimiento
descubre su identidad auténtica, imprescindible para un fructífero encuentro
con el otro. Como sostiene Tucker, refiriéndose a la filosofía de Pater, hay una
moral de la pasión y una moral de la compasión. Y lo que se deduce tanto de la
obra de Pater como de la Wilde es que la primera, imprescindible para la
realización del individuo, constituye la base de la segunda. Encuentros en la
segunda fase, podríamos decir. Pero los dioses nunca le dieron a Narciso la
oportunidad de transitar a la segunda fase.
Obviamente el Narciso del Fin de Siglo por excelencia es el dandi, uno de
los iconos centrales del periodo. El dandi, obsesionado con su propia imagen
hasta convertirla en una máscara, supuestamente desprecia al otro. Es
soberbiamente aristocrático y abomina del proceso de estandarización que
atribuye a la democracia. En realidad, odia todo lo que conspira contra la
singularidad individual. Y qué mejor referencia se nos puede ocurrir que
Baudelaire. El dandi francés afirma en sus Escritos sobre el dandismo: “el
dandi debe aspirar a ser sublime sin interrupción, debe vivir y morir delante de
un espejo” (247). Pero la cuestión es si la máscara y el espejo se identifican
con superficialidad o con profundidad. A mi juicio, Baudelaire, Pater y Wilde
manifiestan con su vida y/o con su obra que es posible asociarlos con
profundidad. Balzac en su ensayo De la vida elegante afirma algo que puede
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relacionarse con esto: “No olvidemos que cada persona debe parecer única y
exclusivamente quien es” (118). Claro, pero saber quién es uno no es tan fácil.
O es fácil sólo si la identidad nos es impuesta desde fuera. El sistema siempre
sabe muy bien quién quiere que seamos. Para que la identidad nos llegue
desde dentro, la fase narcisista, tal y como se ha explicado, es indispensable.
Siguiendo con Baudelaire se comprenderá mejor esta versión del
narcisismo. El dandi francés advierte que “El dandismo no es tampoco, como
tantas personas poco reflexivas parecen creer, un gusto inmoderado por el
tocador y la elegancia material. Tales cosas no son para el perfecto dandi más
que un símbolo de la superioridad aristocrática de su espíritu” (255). Si
Baudelaire habla del espíritu, habla en principio de la profundidad, puesto que
es ahí donde lo coloca nuestra tradición; si habla de la “superioridad
aristocrática de su espíritu”, a lo que alude es a la singularidad que emana de
su descubrimiento y de su cultivo. Y esta “suerte de culto a sí mismo”, prosigue
Baudelaire, “…puede sobrevivir en la búsqueda de la felicidad, en el encuentro
con otro…” (256). O sea, la fase y la dimensión narcisistas sobreviven en la
fase ética porque son de hecho la condición de posibilidad de esta última.
Sartre, en su célebre Baudelaire, arroja un poco más de luz sobre el Narciso
finisecular. Uno de los rasgos definitorios del dandismo baudelairiano es el
autocastigo. Es decir, este Narciso se castiga a sí mismo, no es castigado por
los dioses, y el castigo no consiste en inmolarse en una autocontemplación
superficial y suicida: “La primera y más constante de esas penas que se inflinge
es indiscutiblemente la lucidez. Ya vimos el origen de esta lucidez: Baudelaire
se situó de entrada en el plano de la reflexión porque quería comprender su
alteridad” (55-56). El autoconocimiento implica el descubrimiento de la propia
alteridad, o de las alteridades —mejor en plural— que lo constituyen y
enriquecen a uno frente a ese yo monolítico en el que el sistema pretende
fijarnos. El Baudelaire que inaugura la poesía moderna, que interpela al lector,
que se ocupa de la sociedad y del sujeto modernos, de sus complejidades, de
sus misterios, de sus deseos, de sus anónimas tragedias, etc., no puede ser
visto como un Narciso superficial suicidándose en la autocontemplación, sino
como un Narciso profundo desgarrándose en el encuentro con el otro desde la
“verdad” de su máscara —sí, ya sé que suena paradójico— en dramático
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contraste con la “mentira” del rostro construido por el sistema. Y si junto
“verdad” y “máscara” es porque en este caso la máscara es un yo autocreado,
un yo, en ese sentido, auténtico, en definitiva, un espíritu aflorado. La máscara
de este Narciso finisecular es su espíritu.
Y, por supuesto, si se menciona la alteridad, qué relato mítico podría
resultar más adecuado que el de Dioniso, la otra gran irradiación mítica en el
Fin de Siglo. Éste, como Baudelaire, acoge en sí mismo el estigma de la
alteridad y de la hibridez; es “un dios un tanto bajo sospecha” (García Gual
122), como el dandi es un ciudadano bajo sospecha. Nacido de la relación de
Zeus con una mortal, Sémele, Dioniso no debería haber superado el estatus
del héroe. Sin embargo, se convirtió en dios porque nació dos veces, una de su
madre mortal y otra de su padre divino, una de cuerpo de mujer, otra de cuerpo
de hombre. Los habituales, y por otra parte muy justificados, celos de Hera
habían hecho que la diosa instigara a Sémele para que le pidiera a Zeus que
se le presentara en todo su fulgor. Zeus accedió y Sémele murió fulminada
estando embarazada de Dioniso. Zeus extrajo entonces a Dioniso del vientre
de su madre y se lo introdujo en uno de sus muslos, de donde nacería a los
nueve meses. Este segundo nacimiento es por otra parte una magnífica
metáfora del acceso a la vida auténtica tras la fase narcisista. En ese sentido,
todos deberíamos nacer dos veces.
Las citas de M. Detienne sobre Dioniso que García Gual incluye en su
Diccionario de mitos son concluyentes respecto a la dimensión política y
revolucionaria de este extraño dios:
Su marginalidad atraviesa por completo el cuerpo político. Y es
necesario regresar de nuevo al Dioniso extranjero para poner de manifiesto
su naturaleza profunda: su extrañeza, que lo lleva a situar a los individuos
en un orden cambiante que los sobrepasa, no sólo al acoger a quienes
están excluidos de los cultos políticos, como los esclavos y las mujeres,
sino también imponiendo en la ciudad, y haciendo emerger entre los
olímpicos —de los que él mismo forma parte— la figura de la Alteridad. […]
Dioniso pone fuera de sí a esos hombres y mujeres, los hace extraños a su
condición eminentemente social y se apodera de ellos completamente, en
cuerpo y alma, no para provocar su huida del mundo, sino para hacerles
descubrir, a través de los mitos y las fiestas […] que la vida y la muerte
están anudadas y se entrecruzan, que la renovación de la primavera
estalla en la memoria de los muertos, que lo Mismo está necesariamente
habitado por lo Otro. El propio Dioniso no es sino una máscara
inconfundible de lo Otro (123-124).
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Resumiendo, Dioniso, mal visto en el Olimpo por su estigma de alteridad, se
reconocerá siempre a sí mismo como extranjero, como el otro, y desde esa
alteridad interna se abrirá al otro —los esclavos, las mujeres, etc.— y a lo otro,
la tierra, la carnalidad, la embriaguez… Lo otro, que se encarna en un régimen
de experiencia alternativo, en los márgenes, y ese desmedido afán de
experiencia en lo marginal, es la definición más profunda del hedonismo
finisecular, quedando la búsqueda obsesiva del placer sólo como su versión
más superficial, en el fondo un mero estereotipo que falsea la auténtica
identidad del Fin de Siglo. En el afán de experiencia dionisíaco aparece
también esa alteridad radical que es la violencia extrema: el descuartizamiento
del cuerpo y el canibalismo, presente en los ritos dionisíacos y algo de lo que el
mismo Dioniso fue víctima a manos de los titanes en la leyenda de Dioniso
Zagreo.
Este
Dioniso
complejo
y
transgresor
es
el
que
encontramos
fundamentalmente en la literatura del Fin de Siglo, el que se representa en las
obras de Pater y de Wilde. La dimensión crística del dios no desaparece por
completo, pero su tratamiento muestra el talante irreverente y deconstructivo
del Fin de Siglo respecto al tema religioso. En la recreación de Narciso
aparecerá el “Narciso profundo”, aunque en la obra de Wilde esta figura se
contrapone al “Narciso superficial” también presente. Seguiremos en el próximo
apartado con el análisis de los dos cuentos wildeanos citados al principio.
4.
La ficción de Oscar Wilde se puede dividir en dos grandes grupos. Las
ficciones en las que Wilde juega a ser trascendente y aquéllas en las que juega
a ser nihilista. Por simplificar las denominaré ficciones trascendentes y
ficciones nihilistas. En todas sus ficciones aparece un personaje joven ante el
desafío de un rito de paso, que de manera general se refiere al tránsito desde
la inmadurez a la madurez, pero que más específicamente se centra en la
transición desde la fase o dimensión narcisista a la fase o dimensión ética. En
las ficciones trascendentes, el personaje superará la prueba y se realizará el
tránsito; en las ficciones nihilistas, el personaje fracasará y quedará definitiva y
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claustrofóbicamente encerrado en la fase o dimensión narcisista. El espejo, así
como las relaciones y figuras especulares, es un elemento frecuente en estas
ficciones. En las trascendentes, el personaje suele enfrentarse con varios
espejos, lo que sugiere el viaje interior de Narciso en busca de su espíritu; en
las nihilistas basta con un espejo, ya que este Narciso fija su identidad en la
primera imagen, la que le ofrece la superficie del agua.
En El joven rey tenemos todos los ingredientes de un cuento
trascendente, con la figura de Jesucristo fusionándose con evidentes y
provocativos elementos dionisíacos y narcisistas. En el cuento, se narra la
peripecia de un príncipe que recién nacido había sido entregado a unos
pastores, por haber sido el fruto de los amores de la hija del rey con un
plebeyo, un músico o un artista italiano. El monarca, arrepentido o reacio a la
desaparición de su linaje, había ordenado que tras su muerte el príncipe fuera
traído a palacio y coronado finalmente rey. La incertidumbre del narrador
respecto al padre del príncipe y a los motivos del rey se explica porque el “flash
back” al inicio del cuento se basa en rumores. El protagonista, un bello efebo
de dieciséis años, se enfrenta por tanto al rito de paso que representa la
coronación.
Para empezar, nos hallamos ante el estigma dionisíaco de alteridad y de
hibridez, esa alteridad interna que, una vez reconocida y asumida en la fase
narcisista, impulsará al individuo a una vida de inspiración dionisíaca
compatible con la compasión, con el reconocimiento del otro. Si Dioniso es un
“dios bajo sospecha”, un extranjero en el Olimpo, el príncipe lo es en la Corte,
un “rey bajo sospecha”. La hibridez queda patente en la personalidad del
príncipe, en la que se reúnen lo aristocrático y lo plebeyo, la aristocracia
convencional de la madre y la aristocracia artística del padre, lo natural y lo
artificioso, la inocencia y el horror, e incluso se insinúa una mezcla racial en los
distintos orígenes de sus progenitores. En la presentación del personaje ya se
detecta el vínculo dionisíaco con la naturaleza:
El muchacho —pues era sólo un muchacho, teniendo no más de
dieciséis años— no sintió que se marcharan [sus cortesanos], y se había
arrojado con un hondo suspiro de alivio sobre los mullidos almohadones de
su diván bordado, y yacía allí reclinado, con los ojos agrestes y la boca
abierta, como un oscuro fauno de los bosques, o algún joven animal de la
selva recién atrapado por los cazadores (87).
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El efebo descrito, comparado con un fauno y con un animal, con sus “ojos
agrestes” y su “boca abierta” es una figura intensamente sexuada, un cuerpo
para la incitación carnal, un muy verosímil objeto de deseo para el propio autor.
Desde este componente dionisíaco se entiende bien la propensión del
personaje a vivir lo otro, en su caso, dada su vida anterior en la naturaleza, a
enamorarse de la belleza artificiosa del palacio. A continuación, se nos relata la
fase narcisista del príncipe, que vive como un culto solitario y extasiado su
relación con el lujo y el arte. En la superficie del agua Narciso se descubre
como esteta y se dota a sí mismo del rostro de Adonis, el primer espejo.
También, inexorablemente, descubre su sexualidad, por supuesto homoerótica,
como insinúa su beso a la estatua de Antino, el esclavo de Adriano. Y acto
seguido aparece otra imagen cargada de simbolismo. El príncipe contempla
durante toda una noche una estatuilla de Endimión bañado por la luz de la luna.
En el relato mítico el agraciado pastor sólo se despierta para satisfacer las
demandas sexuales de Selene. Tanto el episodio mítico como la actitud del
príncipe simbolizan el peligro de que la fase narcisista se cierre sobre sí misma,
de que el individuo se entregue exclusivamente al placer olvidándose del otro.
Para Wilde, la fase narcisista encierra tal carga de realización personal que la
tentación de perpetuarse en ella es difícil de resistir.
Por eso, a continuación se nos habla del egoísmo del príncipe, de su afán
por conseguir a toda costa los objetos más bellos y singulares para su
coronación. Por eso, el pasaje del príncipe en su dormitorio poco antes de
acostarse se centra tanto en la descripción de los objetos que le rodean:
De los muros pendían ricos tapices que representaban el triunfo de la
belleza. Un gran armario, con incrustaciones de ágata y lapislázuli,
ocupaba un ángulo, y frente a la ventana había una vitrina curiosamente
labrada con paneles de laca trabajada en pan de oro formando una
especie de mosaico, y en la que estaban colocados unos vasos delicados
de cristal de Venecia y una copa de ónice de vetas oscuras. En la colcha
de seda del lecho estaban bordadas amapolas pálidas, como si hubieran
caído de las manos cansadas del sueño, y esbeltas columnillas estriadas
de marfil sostenían el baldaquino de terciopelo, del que surgían grandes
penachos de plumas de avestruz, como espuma blanca de la pálida plata
del techo trabajado en calados. Una estatua de bronce verde de Narciso
riéndose sostenía sobre su cabeza un espejo bruñido. En la mesa había
una copa plana de amatista (91).
Este mundo de belleza objetual, junto con la presencia del Narciso sonriente,
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conforman un correlato del esteticismo deshumanizado del príncipe. Sin
embargo, antes de dormirse, el príncipe divisa la cúpula de la catedral y le
alcanza una ráfaga de perfume de jazmín desde la ventana entreabierta. Son
los símbolos de la posibilidad de que la fase narcisista desemboque en la fase
ética.
Una vez dormido, el príncipe tiene tres sueños que le revelan la realidad a
la que ha permanecido ajeno y en qué medida su placer se paga con la
moneda del sufrimiento ajeno. La paradoja está cargada de significado, pues
que la realidad se revele mediante la experiencia onírica, una manifestación
profunda del yo, enfatiza la trascendencia moral de la fase narcisista. Es
ahondando en sí mismo como el príncipe acabará por reconocer y comprender
al otro.
En el primer sueño, el príncipe visita el telar en el que se está tejiendo la
vestimenta que lucirá en su coronación. Aparecen ya referencias al capitalismo
vigente en la moderna sociedad victoriana: niños y mujeres enfermos
explotados en las fábricas, y uno de los obreros que denuncia su situación: la
apropiación por parte del empresario de la plusvalía de su trabajo y la
hipocresía del sistema: “somos esclavos, aunque los hombres nos llaman
libres” (92-93). Una denuncia, por otra parte, de lo más actual: el discurso
dominante de la libertad en las sociedades capitalistas y democráticas, la
propaganda que pretende convencernos de que somos libres, contrapuesta a
la realidad de la esclavitud de los menos favorecidos, sobre todo, aunque no
sólo de ellos. El príncipe se horroriza cuando el mismo personaje le menciona
el destinatario de su trabajo.
El segundo sueño es más enigmático, aunque el enigma se aclara
bastante atribuyéndole connotaciones sexuales. Aparece un barco frente a
alguna costa de Arabia. Unos hombres negros fustigan a unos remeros
blancos, condenados a galeras, señalando una sospechosa pauta de inversión.
Además, el escenario exótico tiende a relacionarse en la obra de Wilde con lo
prohibido. El más joven de los condenados —quizá una representación
especular del efebo del inicio— es obligado a sumergirse en el agua en busca
de una perla para el cetro del príncipe: lo hace en varias ocasiones hasta que
consigue su objetivo y muere reventado por la presión. El cetro, la perla, el
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cuerpo martirizado del joven sugieren una sexualidad homoerótica y
sadomasoquista, quizá aquélla que no pocos aristócratas vivían por los barrios
sórdidos de Londres o en otros lugares de la tierra, puesto que ya existía el
turismo sexual. El príncipe se asusta al saber para quién es la perla, pero
también ante el horror de un hedonismo para el que el otro es un mero objeto.
Aquí, como en toda la segunda parte del texto, el remordimiento de Wilde se
transparenta con bastante nitidez.
En el tercer sueño, nos encontramos un escenario infernal y una multitud
que escarba en el lecho seco buscando rubíes para la coronación. La Muerte y
la Avaricia se los disputan, hasta que la primera triunfa. Alguien le muestra un
espejo al príncipe cuando pregunta por el destinatario de los rubíes. El príncipe
grita sobrecogido ante su propia imagen. Parece que ha profundizado tanto que
el segundo espejo le ha descubierto su alma, y la imagen podría asemejarse a
la del célebre retrato de Dorian Gray. Esto sucede al borde del amanecer. La
aparición del alma justo antes de despertar es una metáfora del espíritu
aflorado, la fusión de la máscara y el espíritu.
En la mañana de su coronación, el príncipe pide sus ropas de pastor: su
cayado será el cetro y su corona será de espinas. Empieza su via crucis desde
al palacio hasta la catedral. Su paje le abandona y el pueblo le increpa, como
los judíos a Jesús, pero con el discurso del proletariado alienado de la sociedad
moderna: “Trabajar penosamente para un amo duro es amargo, pero no tener
un amo para quien trabajar es más amargo todavía. […] ¿Diréis al comprador:
«comprarás a tanto», y al vendedor: «Venderás a este precio»?” (100). ¿Eres
tú el verdadero socialista?, parecen preguntarle. El príncipe, inasequible al
desaliento, continúa y a las puertas de la catedral se enfrenta al Obispo, que
también le reprocha su actitud. El Obispo, encarnación del orden establecido,
describe el mundo como la ley de la jungla y le pregunta al príncipe: “¿El que
creó la miseria no es más sabio que sois vos?” (101). La ley de la jungla es una
metáfora típica al aludir al “capitalismo salvaje”; de ahí que, cuando el Obispo
defienda ese mundo como la obra incuestionable de Dios, nos hallemos ante la
fusión de las dos metanarraciones mencionadas al principio de este artículo: la
modernidad hegeliana y darwinista bendecida por la visión religiosa protestante
y puritana.
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Por fin, el príncipe llega a la catedral para mirarse en el tercer espejo: la
imagen de Jesucristo. Y se queda extasiado, mientras los nobles, enfurecidos,
se aprestan a ejecutarlo. En ese momento surge el milagro: un haz de luz
celestial lo inviste de una belleza sobrehumana compuesta de atributos
naturales. La belleza triunfa, pero la belleza redimida del hedonismo solipsista.
Todos caen de rodillas y ni se atreven a alzar la vista para mirarlo. Wilde le
ahorra el cáliz del descuartizamiento o la crucifixión a su dionisíaco anticristo,
pero en la lógica del relato estaba precisamente un desenlace cruel. Lo que
sucede es que Wilde siempre “perdona” a su protagonista en las ficciones
trascendentes; es el perdón que pide para sí mismo. Él, que también era
dionisíaco, esteta, mártir, socialista, homosexual y, por supuesto, divino, le dice
a la sociedad victoriana que no merece castigo. El descuartizamiento queda
para los relatos nihilistas.
El cumpleaños de la Infanta es un ejemplo de ficción nihilista. El
cumpleaños simboliza aquí el rito de paso. La Infanta, identificada con el
hedonismo y con lo artificioso tendrá la oportunidad de reconocer al otro, el
Enano, representante del mundo de la naturaleza, pero fracasará y quedará
definitivamente encerrada en la fase narcisista. El ambiente de palacio se
caracteriza por la morbidez que aportan el jardín decadente, el amor necrófilo
del rey, la crueldad de don Pedro, el componente siniestro que atraviesa lo
lúdico en los juegos de los niños y el fatal desenlace del Enano. En estos
elementos mórbidos se encarna la muerte propia del narcisismo claustrofóbico,
la muerte de lo que no ha nacido: el espíritu.
La Infanta tiene un espejo en el que mirarse y en el que queda fijada para
siempre: la reina muerta y embalsamada, objeto de la pasión enfermiza de su
padre. La reina también era una niña cuando se casó y el paralelismo refuerza
la relación especular. Por eso en la descripción de la Infanta resalta un aspecto
de muñeca fría, de puro objeto bello:
Su vestido era de raso gris, con la falda y las anchas mangas
abullonadas bordadas en plata, y el rígido corselete guarnecido de hileras
de perlas finas. Dos chapines diminutos con grandes escarapelas color de
rosa le asomaban debajo del vestido al andar. Rosa y perla era su gran
abanico de gasa, y en los cabellos, que como una aureola de oro desvaído
brotaban espesos en torno a su carita pálida, llevaba una hermosa rosa
blanca (106).
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La Infanta se encuentra ante el otro durante la actuación del Enano en la
fiesta. Dicha actuación se basa en la danza, un arte primitivo que aquí insinúa
una relación romántico-ecológica del personaje con la naturaleza. Lo otro
siempre produce extrañeza, y la risa de la Infanta es la reacción propia de
quien no se abre a la alteridad. No puede hacerlo porque le ha faltado el viaje
interior de autodescubrimiento, el acceso a su alteridad interna, lo que la
dispondría positivamente hacia la comprensión de la alteridad externa. La
Infanta representa el hedonismo de la búsqueda del placer, no el del afán de
experiencia dionisíaco que se asocia al narcisismo profundo. El desenlace del
cuento no es más que la confirmación de una muerte espiritual anunciada
desde el primer párrafo del cuento, desde la imagen de las granadas abiertas y
sangrantes (105). La frase que pronuncia la Infanta ante el cadáver del Enano
ratifica la imposibilidad de su tránsito hacia la fase ética: “En el futuro, que los
que vengan a jugar conmigo no tengan corazón” (127).
Pero no es sólo la Infanta la que no supera la prueba. El Enano es
también un Narciso incapaz de profundizar desde su imagen en la superficie
del agua. Él también tiene enfrente al otro y también fracasa a la hora de
reconocerlo. Interpreta la risa burlona de la Infanta, y la flor que ella le lanza,
como gestos de amor. De ahí que, tras una serie de ensoñaciones absurdas
sobre la dicha que compartiría con la Infanta en el bosque, decida entrar en el
palacio a la hora de la siesta para culminar su presunta seducción. En el
palacio, la naturaleza que el Enano simboliza esta reproducida en tapices,
anticipando su propia muerte por la transformación de lo vivo en objeto. El
Enano muere a causa de un infarto cuando descubre en un espejo su propia
imagen. El autodescubrimiento es demoledor porque este Narciso monstruoso
confunde su imagen con su ser, algo que sólo podría haber descubierto
sumergiéndose en el espejo, buscando las profundidades del arroyo. Ese ser
—ese espíritu— existe. Se da en la romántica relación del Enano con la
naturaleza, que el narrador ha descrito a conciencia, poniendo su voz al
servicio de los personajes que conviven y aman al personaje, como antes la ha
puesto al servicio de los que se mofan. El estilo indirecto libre juega en este
cuento un papel importante para subrayar los distintos puntos de vista, y
relativizar así un mensaje que debe ser más abierto que el de las ficciones
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trascendentes.
Lo curioso es que Wilde presenta la inocencia como otra forma de
narcisismo superficial, dejando al Enano en situación muy vulnerable. Si el
personaje hubiera sido dionisíaco, su creador lo habría adornado con el atributo
de la lucidez, el arma de la autocomprensión y de la comprensión del otro. Al
ser romántico, al encarnar una inocencia pastoril, el Enano se convierte
también en objeto de la “crueldad” de Wilde. Aquí sí pueden darse el
descuartizamiento o la crucifixión, o su equivalente: el infarto. La inocencia es
narcisista porque siempre se ve a sí misma en lo que mira. Viendo inocencia en
la Infanta, el Enano se está viendo exclusivamente a sí mismo. Como Narciso,
queda letalmente atrapado en su propia imagen. Su horror es perfectamente
equiparable a la fascinación del personaje mítico. Su monstruosidad lo es
también con la belleza de éste, aunque resulte paradójico.
Wilde, con este tratamiento de la inocencia —también presente en el
cuento El amigo abnegado—, anticipa un elemento fijo de muchas de sus obras
posteriores, en las que la mujer inocente, y por ello superficialmente narcisista
—en las comedias: el ángel doméstico—, es “maltratada” por el autor al
identificarla con la pesadilla del hombre lúcido y activo. En Salomé, sin
embargo, esta inocencia narcisista recae otra vez en un personaje masculino.
En sus ilustraciones para la edición inglesa del drama wildeano, Aubrey
Beardsley dibuja a Yokanaán y a Salomé como los dos hermanos gemelos del
relato de Pausanias (véase la ilustración). Todo el mundo tiene claro el
narcisismo de Salomé, pero la convención erige al Bautista en símbolo de lo
trascendente. El nihilismo del drama se sustentaría en el triunfo de la frivolidad
sobre la trascendencia, en el alma pisoteada por el cuerpo. Beardsley, en
cambio, interpreta que Yokanaán está tan enamorado de su santidad como
Salomé de su deseo, y desde ese narcisismo es tan incapaz como ella de
reconocer al otro. El Profeta mira a Salomé y ve su propio rostro, en exacta
reciprocidad con lo que le sucede a la princesa. Wilde se enfadó bastante con
las ilustraciones de su amigo. Debió de ser un ataque de celos ante el éxito de
los dibujos. No creo que pudiera quejarse de la asombrosa precisión con la que
Beardsley captó el “espíritu” de su texto.
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John and Salomé
5.
Pater es autor de tres relatos centrados en los mitos griegos: Denys
L’Auxerrois, Apolo en Picardy e Hipólito velado, así como de dos trabajos
ensayísticos: Un estudio de Dioniso y Deméter. Éstos se publicaron primero, en
la década de los setenta, y los relatos fueron apareciendo en pleno Fin de
Siglo. En los ensayos, Pater enfatiza la conexión de estos dioses con la tierra y
con lo carnal y hace mucho hincapié, sobre todo en el caso de Dioniso, en la
complejidad y riqueza tanto de su origen como de su experiencia, incluyendo la
ya mencionada leyenda de Dioniso Zagreo. Pater detecta en la peripecia de
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Dioniso un soporte de su filosofía hedonista —identificada con el afán de
experiencia, no con la exclusiva búsqueda del placer— y de su concepto
protomodernista del yo, señalado por Moran: el yo como un ente complejo y
contradictorio, lo que para Pater equivalía a una riqueza digna de ser
reivindicada.
Aunque sólo comentaré el texto sobre Dioniso, no quiero dejar de apuntar
los
paralelismos
con
el
texto
sobre
Apolo,
puesto
que
contrastan
significativamente con la pauta de contraposición que se ha consolidado en
nuestra cultura tras las aportaciones de Nietzsche. En ambos casos, Moran
acierta al percibir una aproximación de cariz posmoderno a los relatos míticos.
Según el estereotipo nietzscheano, Denys representaría el protagonismo de los
instintos, de lo sombrío y de la anarquía, mientras Apollyon encarnaría la luz, la
razón y el orden. Pero el plan de Pater es subrayar la dualidad interna de los
dos
dioses.
Tanto
Denys
como
Apollyon
son
duales,
internamente
contradictorios, con un lado luminoso, vitalista y positivo socialmente, y otro,
siniestro, melancólico, abocado a la crueldad, la violencia y la destrucción. La
contradicción interna es fundamental para Pater. Desde su perspectiva, una de
las virtudes de los mitos es precisamente esa dualidad irresoluble, la existencia
de una alteridad irreductible con la que siempre tiene que negociar —más o
menos exitosamente— la parte más presentable y superficial del yo.
A su vez, los dos dioses se nos presentan como exiliados en el contexto
histórico-cultural de la Edad Media, un contexto de crisis y transición que Denys
y Apollyon contribuyen a exacerbar. Ésta es la otra contraposición que Pater
pretende desarrollar. Pero, ¿por qué la Edad Media? En primer lugar, supongo,
para rebatir la idílica visión que de ella tenían los prerrafaelistas, quienes la
ensalzaban como una fase premoderna caracterizada por una mirífica armonía
social. En segundo lugar, aunque es lo más importante, para alejar las
referencias a un mundo moderno que en realidad se transparenta de manera
notoria en tan remoto escenario.
Los interlocutores de Denys y de Apollyon son los monjes, los
depositarios del saber. Tanto los monjes como la institución eclesiástica misma
son representados con rasgos propios de la modernidad: orden jerarquizado,
identificación con la razón y la disciplina, sentido de progreso, exclusión de la
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alteridad, etc. No en vano el monje más comprensivo con Denys se llama
Hermes, el nombre de un dios que simboliza el tipo de simbiosis de
metanarraciones propio de la modernidad victoriana. En el nombre está el
relato mítico, en las actividades del dios se percibe una conexión con las
industrias de la modernidad, y el componente religioso es obvio. Pater percibe
la compatibilidad de las metanarraciones constitutivas del orden victoriano y
sitúa el origen de la modernidad en la Edad Media, en la transición desde el
régimen feudal a la ciudad burguesa.
Denys aparece en plena Semana Santa en la ciudad de Auxerre e
interfiere con una ceremonia religiosa que se está celebrando en la catedral. A
partir de ahí, Denys transforma de manera vitalista y carnavalesca la ciudad
entera. Ésta prospera gracias a ese extraordinario impulso, pero también va
descubriendo una alteridad interna, en su propio ser —individual y colectivo—,
que deviene en fuente de inquietud. A la larga, el objetivo será exorcizar, no
liberar esa alteridad. Éste es el origen del carnaval, el régimen de experiencia
alternativo puesto entre paréntesis como estrategia de afirmación del orden
establecido.
La personalidad de Denys tiene muchas facetas vinculadas a su afán de
experiencia. Con la música de su órgano encarna, como sucede con el arpa de
Apollyon, otra dimensión del ser humano, su parte más sensual e instintiva. Su
desaparición temporal de la ciudad sugiere su deseo de ser siempre el
extranjero, el otro, lo que será tanto en los lugares que visite así como en
Auxerre cuando regrese. Su transformación de vegetariano en carnívoro
insinúa su deriva hacia la experiencia extrema. Finalmente, la fase melancólica
por la que se aísla del mundo tras su vuelta, convirtiéndose en un monje más,
muestra otro confín de su personalidad, desde el que hubiera acabado por
recuperar su vitalismo si la ciudad se lo hubiera permitido.
Durante la fase melancólica de Denys, la ciudad sufre una serie de
desgracias —¿una recesión?— y su antiguo líder es señalado como el culpable
de la crisis. Denys se perfila ahora como el chivo expiatorio. La ciudad decide
desenterrar a un santo y organizar una procesión, un gesto que no significa lo
que aparenta: no se trata de una regresión a la superstición medieval, sino un
intento de restablecimiento del orden. Denys quiere escapar a su melancolía y
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presidir la procesión, osadía que despierta la ira de la muchedumbre que se
abalanza sobre él y lo descuartiza. Con la violencia colectiva culmina el exceso
carnavalesco. El carnaval tiene sus fechas: Dioniso queda terminantemente
prohibido fuera de ellas.
El monje Hermes entierra los restos de Denys bajo una cruz, en un
desenlace ambiguo y abierto, pues cabe suponer que significa cosas distintas
para el monje y para el autor, dejando al lector también un margen para la
interpretación. El acto del monje significa el empeño por someter a Dioniso al
sentido de trascendencia. Pero Pater más bien propone la perpetuación de una
oposición capaz de inspirar la creatividad humana, de un continuo y
deconstructivo juego entre dos polos opuestos, sin que ninguno de los dos
llegue nunca a imponerse de manera definitiva.
Coincido con Moran en que lo que Pater plantea es la reticencia del
temperamento moderno a integrar la diferencia. El sujeto moderno, producto de
una visión trascendente de la historia, excluye, a veces muy traumáticamente,
su propia alteridad y eso genera una interacción muy conflictiva con el otro y
con lo otro. En realidad, sólo consiente su integración homeopática, lo que
representa el carnaval. Es el temperamento finisecular —Moran y yo mismo lo
haríamos extensivo a la posmodernidad— el que integra la diferencia, el que
comprende el extraordinario potencial de enriquecimiento que aporta a toda
sociedad y cultura. Ésta, creo, es la filosofía de Pater, un talante que impregna
en buena medida el Fin de Siglo inglés.
La estrategia narrativa de Denys L’Auxerrois no hace más que confirmar
el sello posmoderno de su contenido. El narrador es un unreliable narrator de
cariz homodiegético, es decir, su infiabilidad emana no sólo de su subjetividad
sino de otras fuentes de información cuya objetividad es también cuestionable
por definición. Cuando llega a la ciudad de Auxerre, el narrador se topa con la
imagen de Denys en un fragmento de una vidriera de la catedral y acomete la
reconstrucción de la peripecia del personaje. El fragmento le remite a unos
tapices, en poder de un sacerdote, donde se reproduce la historia que luego
resumirá para el lector. La traducción de las imágenes a palabras, la
información extraída de la biblioteca del sacerdote, la subjetividad del narrador,
mencionada por él mismo como posible causa de distorsión de los hechos,
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todo contribuye a la infiabilidad de la narración. Pero este rasgo, desde el punto
de vista posmoderno, no es negativo, sino todo lo contrario, por relativizar, por
subrayar el papel de la perspectiva individual y cultural en la interpretación de
cualquier episodio histórico o ente de la realidad. Justo porque la interpretación
está condicionada de esta manera existe la posibilidad de un proceso creativo y
hermenéutico ilimitado, la posibilidad de que la cruz y Denys, con su inacabable
conversación, sigan nutriendo indefinidamente nuestra imaginación.
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Penélope (y Ulises) en la dramaturgia femenina
contemporánea (Mar Mañas Martínez)
Resumen
El presente trabajo analiza la imagen de los personajes de Penélope y, de
modo
secundario,
Ulises,
en
la
dramaturgia
femenina
española
contemporánea, desde el último cuarto del siglo XX. Analizamos cuatro obras:
Ulises no vuelve, de Carmen Resino (1973-1981), Las voces de Penélope, de
Itzíar Pascual (1996), Polifonía, de Diana de Paco Serrano (2001), y Soy
Ulises, estoy llegando, de Ainhoa Amestoy (2007).
Introducción
La temática mítica proveniente de La Odisea ha sido recreada en
numerosas ocasiones en el teatro español contemporáneo desde los años de
la inmediata postguerra. Como expone Floeck:
En la segunda mitad del siglo XX los mitos masculinos tradicionales
parecen haber perdido importancia frente a los mitos femeninos. Esta
tendencia puede observarse también en la plasmación del mito de Ulises y
Penélope en el teatro español del siglo pasado. […] Frente a la
desmitificación de Ulises, podemos observar en el personaje de Penélope
una recodificación del modelo tradicional de la mujer que conduce a la
reafirmación tanto del poder exterior como de la fuerza interior de la
heroína femenina (2005: 53).
Esta tendencia se cumple en el tratamiento del tema de Ulises y Penélope en la
dramaturgia española ya desde una de sus primeras muestras: La tejedora de
sueños, de Antonio Buero Vallejo (1949-1952). Sin embargo, tenemos que
esperar hasta el último cuarto de siglo para que las dramaturgas empiecen a
recrear la mítica odiseica.
Me ceñiré a cuatro obras, que son:
—Ulises no vuelve, de Carmen Resino (1973-1981)
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—Las voces de Penélope, de Itzíar Pascual (1996)
—Polifonía, de Diana de Paco Serrano (2001)
—Soy Ulises, estoy llegando, de Ainhoa Amestoy (2007)
Encontramos unas diferencias formales entre la primera de ellas y las tres
siguientes porque generacionalmente sus autoras pertenecen a grupos
distintos. Mientras que la primera obra se organiza en una estructura dividida
en dos actos, divididos a su vez en dos cuadros cada uno, todas las demás se
organizan
en
estructuras
mucho
más
fragmentarias
constituidas
exclusivamente por escenas, lo que es común al teatro escrito a partir de los
años 90.
José C. Paulino, establece los siguientes grupos o tratamientos que recibe
el tema de Ulises y Penélope desde la postguerra en el teatro español.
—Grupo 1. Las que presentan al individuo frente a su mito.
—Grupo 2. Las que presentan a la mujer frente al vencedor (por la
fuerza).
―Grupo 3. Las que presentan el modelo odiseico como paradigma para
la interpretación de la realidad social o de la condición existencial humana.
—Grupo 4. Las que presentan el esquema del modelo odiseico para tratar
de unas patologías. (Paulino 1994: 333-334).
Las cuatro obras tratadas pertenecerían al primero de los grupos
expuestos: “Son aquellas que presenta(n) al individuo frente a su mito
contraponiendo los aspectos públicos oficiales construidos por la tradición
literaria del personaje a la realidad inmediata, privada del sujeto en su
particularidad histórica” (ibid.). De todos modos, también podemos encontrar
rasgos de los otros grupos, porque en todas ellas aparece la mujer frente al
vencedor, aunque veremos que este tratamiento se solucionará de modo
distinto según la obra. También podemos considerar que en buena parte del
teatro contemporáneo, se potencia la astucia de Ulises y su capacidad para la
mentira, por lo que el personaje puede rayar en la patología, y esto se ve de
modo acentuado con un tratamiento totalmente serio en la obra de Carmen
Resino, en la que la mentira convierte en cómplice a Penélope y de modo
indirecto a toda su familia, o de modo humorístico en la de Ainhoa Amestoy en
la que Ulises se convierte en un irresistible y mentiroso seductor.
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1. Ulises no vuelve, o los mitos no huyen su destino
Carmen Resino, dramaturga nacida en 1941, escribió esta obra en una
primera versión en 1973 y con ella quedó finalista del premio Lope de Vega en
1974. Sin embargo la obra que conocemos actualmente corresponde a una
segunda versión revisada entre 1980 y 1981, publicada en 1983 y estrenada en
el festival de teatro de Toledo por el grupo Tarantos en 1984. Para este trabajo
uso la edición de Virtudes Serrano; citaré la obra como Ulises no vuelve, 2001.
La obra de Carmen Resino resurge, tras un periodo de inactividad, a partir
de los años 80 coincidiendo con un florecimiento de la dramaturgia femenina,
ya que hasta entonces prácticamente solo había brillado la obra de Ana
Diosdado. En 1986 es nombrada presidenta de la Asociación de Dramaturgas.
Por la época de creación de la obra original, podríamos ponerla en
relación con ¿Por qué corres, Ulises? de Antonio Gala, que es del año 75. Del
mismo modo que Gala extrapola unos valores burgueses caducos, propios de
un tiempos que está acabando en su Ulises 1 , a mí me llama la atención el que
en la obra de Carmen Resino Ulises se comporta como un personaje también
propio de unos tiempos que estaban acabando, pues parece un “topo” huido de
la guerra civil.
Ulises es un desertor de la guerra, que vive en el piso superior de su
casa, escondido. Su padre, que aparece como “El abuelo”, es ferozmente
intransigente, y no aparece como el viejo e indefenso Laertes, que no puede
hacer nada para ayudar a Penélope a librarse de sus pretendientes. Espera su
vuelta y le tiene preparadas una bala por si ha sido un traidor y una corona de
laurel por si ha sido un héroe. Solo Penélope sabe la verdad porque es la que
le mantiene y pasa las noches con él. Todos los habitantes de la casa viven
como sacerdotes del culto odiseico del héroe ausente, y viven a la sombra una
existencia tan mermada e incompleta como sus nombres que están
apocopados pues se llaman, Pen y Tel. Hay una auténtica necesidad en ambos
de vivir por ellos mismos, de desarrollar su auténtica historia al margen de su
papel de “hijo de” y “esposa de”, pero todo esto será frustrado por un guiño final
1
Pueden verse al respecto las palabras preliminares del autor en la edición de Antonio
Gala (1977), Las cítaras colgadas de los árboles y ¿Por qué corres, Ulises?, Enrique Llovet
(pról.), Madrid, Espasa-Calpe: 124-125.
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del destino porque cuando finalmente Ulises sale de su escondite, aparece en
el periódico que el gobierno le ha declarado la guerra a Troya con lo que su
gesto es inútil ya que tendrá que volver a la guerra. Y como le dice a su padre:
ULISES.— (Riendo amargamente) ¡Tiene gracia!… ¡Salir justamente
ahora! Ahora (Breve pausa para sí). Por mucho que queramos torcerlo, el
destino nos espera en cada vuelta (Ulises no vuelve, 2001: 70).
Lo que demuestra que su padre estaba equivocado cuando poco antes le había
dicho a Penélope: “Cuando el destino parece enfilarse en una dirección,
acorralarnos en un sentido….se hace ¡zas!, se le asesta un golpe de muerte y
el destino queda torcido en nuestras manos” (ibid.: 65).
Esta actitud corresponde a las palabras de la autora, en su nota
preliminar:
En torno a Ulises, como ocurre con casi todos los mitos clásicos, se
ha escrito mucho: la posibilidad y el destino del héroe parecen necesitarlo
para su evidente realización universal. Por mi parte, no he podido
sustraerme a ello: ahondar en estos posibles, darles la vuelta, ocasionar el
giro de noventa grados de un comportamiento previamente conocido, una
tentación insostenible e insoslayable: porque jugar con el mito no es en
definitiva otra cosa que manejar las posibilidades vitales de cada hombre,
ya que aquel permanece en cada uno de nosotros.
Ulises no vuelve no ahonda en el tema clásico, sino que lo toma
como motivo de abstracción, en torno a una situación posible a partir de la
figura de Ulises. Este nuevo tratamiento nada tiene que ver con el clásico,
y sin embargo, acaba por ser el mismo. El equívoco temporal al que está
sometido, lo condiciona más a su esencia al proporcionarle el valor de todo
mito: el tiempo, ya que somos nosotros los auténticos artífices de toda
perennidad. Pero el Ulises clásico va en busca de su destino, un destino ya
encauzado para su consecución, este Ulises más cercano y palpable
intentará rebelarse, sustraerse a él, torcerlo, según sus palabras, para
finalmente, acabar mordiendo la cola de su propia tragedia, y no obstante,
recoger el guante de su propio reto (ibid.: 33).
Telémaco, que parece ajustarse a la imagen vehemente e impetuosa que
tienen los pretendientes de él en La Odisea, se rebela. Aunque su rebelión es
lógica, es fácil ver en él un germen de ese tirano que es su padre en su modo
de tratar a los más débiles, su madre, el ama y el abuelo:
TEL.— (con agresividad) ¡No intentes comerme el coco! Puedo
marcharme, quiero marcharme y me marcharé! (Breve pausa) ¡Estoy harto
de historias familiares! Desde que cumplí los quince, deseo marcharme,
vivir mi vida, sin estar a la sombra de unos padres perfectos… ¡Estoy hasta
los huevos de familias irrepetibles y magníficas! Quiero vivir como los de
mi generación, con mis propios problemas y sin injerencias de los
demás!… ¡No ser únicamente el hijo de Ulises, sino Tel, yo mismo…;
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quiero encontrarme mi propia experiencia, y luchar, y equivocarme y
joderme si es preciso! (ibid.: 61).
Resulta muy interesante que la autora relativice la importancia de este
parlamento cuando escribe: “El llamémosle discurso de TEL se interrumpe
cuando llaman a la puerta” (ibid.:61).
Un discurso similar de hartura, rebeldía y sublevación podemos encontrar
en PEN, pero Carmen Resino va un paso más allá, porque si la Penélope
convencional espera pacientemente, y en diversas recreaciones, como
veremos en algunas de las estudiadas, se cansa de esperar, ésta de lo que se
cansa es de fingir, porque Ulises la convierte en cómplice de su mentira. Es la
Penélope que se siente la más sucia de todas, porque su papel ha sido
cambiado en contra de sus principios. Cuando Ulises le reprocha que Tel no
tiene principios, y que tendría que habérselos inculcado, responde:
PEN.— ¿Yo? ¡Bastante hago con reajustar los míos! ¿Cómo puedo
inculcarle semejante cosa cuando me reprocho continuamente lo que estoy
haciendo? ¿Qué puedo decirle yo cuando cada noche deshago contigo
todos los que a mí me dieron? (Pausa. Está casi a punto de llorar.
Rehaciéndose) Me sacas de quicio. Ulises, con esa forma tuya de ver la
vida: mucho exigir a los demás y nada a ti (ibid.: 54).
Cuando Pen insta a Ulises a salir de su escondite, y éste le dice que su
padre es capaz de matarla a ella también por haberse prestado a ello, ella le
responde:
PEN.— Quizás lo merezca, que debería haberte denunciado. (Pausa)
¡Estoy harta de fingir, de decir cosas que no siento, de hacer la comedia
día a día…! Estoy harta, sí, de estar en esta horrible casa con goteras y
podredumbres, de alentar tu absurdo culto y de sentirme injustamente
culpable!… ¡Mañana volverás, Ulises, y responderás a todas las
preguntas, sean de quien sean y como sean. Y si alguna te coge en falso,
lo aguantas como un hombre! Es mi última palabra.
ULISES.— (Con resignación) Entonces así sea.
PEN.— Exacto: nunca mejor dicho (ibid.: 54).
La acción se desarrolla en un tiempo actual al que se escribe la obra, lo
sabemos porque hay un tocadiscos en escena, aunque hay una sensación de
intemporalidad y decrepitud (Interior de una casa por la que han pasado el
tiempo y las necesidades; ibid.:37). El tocadiscos, el único artefacto que remite
al tiempo contemporáneo, es vendido por Tel para sacar dinero y escapar de
casa. Pen piensa en vender la casa por la que ha recibido varias ofertas,
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instada por el sentido práctico del ama, que aparece en clara oposición al
abuelo, pues le recomienda que elija entre los pretendientes y que no espere,
lo mismo que hace Tel.
No hay más huellas del telar y del tejido que el uno de los pretendientes
sea el dueño de una mercería. Aparece un pretendiente llamado Quilón, que
volvió herido y cojo de la guerra de Troya, pero con ello está aceptando su
destino con gusto pues muchos quedaron muertos allí, y esta herida nos
recuerda de nuevo la cobardía de Ulises que permanece escondido en su casa.
2. Las voces de Penélope y Polifonía
2.1. Feminismo y sororidad
Todas las obras comentadas se centran en el motivo de la vuelta de
Ulises y la espera de Penélope. Este motivo aparece enunciado ya
explícitamente desde el título de dos de ellas: Ulises no vuelve y Soy Ulises,
estoy llegando. Sin embargo cuando nos enfrentamos a las obras de Itzíar
Pascual y Diana de Paco, inmediatamente nos llama la atención la identidad
entre sus títulos: “polifonía” y “voces”. Ambas obras tratan de dar voz a las
mujeres a las que la “historia oficial”, en este caso “el mito”, ha privado de voz.
La obra de Itzíar Pascual, es la que ha generado más bibliografía de
todas las estudiadas por su carácter feminista (González Delgado, 2005 II,
Harris, 2003 y Brizuela y Brignone, sin fecha). En ella hay discursos feministas
explícitos. En Las voces de Penélope y en Polifonía encontramos la idea
feminista de la “sororidad” o “hermandad entre mujeres”, al igualar los
caracteres de Penélope, “La mujer que espera” y “La amiga de Penélope” en la
primera, y los de Penélope, Clitemnestra, Fedra y Medea en la segunda.
Incluso Penélope y Clitemnestra son llamadas hermanas, a pesar de que son
primas.
Es curioso, porque Alicia Redondo Goicoechea, reivindica la “polifonía” al
hablar del feminismo; “polifonía” entendida en el sentido bajtiniano que admite
que en el texto (especialmente narrativo) hay una interacción de distintas
voces, puntos de vista y registros lingüísticos:
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Debo empezar aclarando que el concepto de feminismo que utilizo
tiene un sentido polifónico, a la manera bajtiniana, con objeto de poder
abrirlo en múltiples direcciones: hacia la inmensa pluralidad de los textos
literarios escritos por mujeres, hacia la variada teoría literaria feminista,
hacia los diferentes tipos de feminismo teórico, y también hacia las otras
diferencias sociales, marginadoras, además del sexo-género, como son las
de las clases sociales, razas, lenguas, culturas, y religiones.
En realidad propugno una epistemología polifónica que desde el
pensar-sentir de cada yo trate de integrar alguno de los múltiples y plurales
tús y enraizarse en ellos; un punto de vista con vocación plural y amorosa
(2001: 19).
Las protagonistas de estas obras, son mujeres que se ven obligadas a
ponerse continuamente unas en lugar de las otras. La figura de Penélope
aparece ligada al telar y a su labor de tejer y destejer. El campo semántico del
tejido es muy recurrente a la hora de establecer metáforas desde el “feminismo
de la diferencia”, aquél que lucha por la igualdad social de los sexos pero
reconociendo y enorgulleciéndose de los valores propios de la mujer. Como he
mostrado en otro lugar, Carmen Martín Gaite era una experta en este aspecto 2 .
No es de extrañar por ello, que las autoras se sientan tan atraídas por la labor
de Penélope.
Pero hablando de polifonía y textos, no deberíamos olvidar tampoco la
etimología que une a “texto” y “tejido”. “Texto” viene de “textus”, participio del
verbo “texo” (“tejer”), de modo que “texto” originariamente significa” tejido”. Del
mismo modo, hay que tener en cuenta dos acepciones de la palabras “trama”
según el DRAE: “conjunto de hilos que, cruzados y enlazados con los de la
urdimbre, forman una tela”, y “disposición interna, contextura, ligazón entre las
partes de un asunto u otra cosa, y en especial el enredo de una obra dramática
o novelesca”. Por lo tanto, es como si en el núcleo mismo del “tejido” estuviera
la clave del acto comunicativo o textual.
Según Alicia Redondo Goicoechea, de nuevo:
La mujer escritora suele preferir una estructura que le permita mayor
libertad, “que no sea lineal sino repetitiva, acumulativa, cíclica disyuntiva, lo
que remitiría a la fragmentación de sus vidas”. Una forma que no esté
férreamente definida, sino que va haciéndose a la vez que se va
produciendo el acto comunicativo, de forma que tenga cabida en ella lo
2
Veáse “Mis ataduras con Carmen Martín Gaite: una mirada personal a sus libros de
ensayo”, en Alicia Redondo Goicoechea (coord.), Carmen Martín Gaite, Madrid: Ediciones del
Orto, 2004: 33-52.
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fragmentario, lo inconcluso, la improvisación y el mundo inconsciente, lo
cual evidencia una clara preferencia por lo parcial frente a la totalidad; lo
que, en parte, también ha hecho suya la escritura de la postmodernidad:
una estructura unida al proceso discursivo, que le permita enlazar las
partes a la manera de un relato sarta, que ha metaforizado como rosario o
collar de perlas, y también como espiral, sin seguir una sola línea narrativa,
sino varias, con una gran libertad temporal y espacial y con finales abiertos
(2001: 27).
La cursiva es mía para señalar dos ideas:
—La forma se va creando a la vez que se va produciendo el acto
comunicativo. Es decir el proceso solo tiene sentido en cuanto está en
movimiento. Al igual que la tela de Penélope, el acto comunicativo sólo tiene
sentido mientras se está realizando, por lo que no puede ser nunca algo
perfecto, en el sentido de totalmente acabado.
—La estructura fragmentaria propia de la escritura femenina también se
puede aplicar para el postmodernismo.
Con todo lo hasta aquí expuesto, no es de extrañar que las autoras se
sientan tan atraídas por la figura y la labor de Penélope.
Dice Umberto Eco en su obra Apostillas al “Nombre de la rosa”, novela
biblia de la literatura postmoderna:
La respuesta postmoderna a lo moderno consiste en reconocer que
puesto que el pasado no puede destruirse —su destrucción conduce al
silencio—, lo que hay que hacer es volver a visitarlo; con ironía, sin
ingenuidad 3 (1984: 28-29).
Las voces de Penélope, Polifonía y Soy Ulises, estoy llegando, participan de
estas características. Las tres revisitan el pasado y las tres necesitan una
complicidad por parte del lector, que sea capaz de reconocer los textos
recreados.
2.2. Las voces de Penélope
Estrenada como primera “perfomance” en la Sala de Columnas del
Círculo de Bellas Artes en 1996, ganó el Accésit al premio Marqués de
Bradomín en 1997. De hecho Itzíar Pascual, nacida en 1967, podría
3
Eco, Umberto Apostillas al nombre de la Rosa, citado a
http://librosgratisweb.com/pdf/eco-umberto/apostillas-a-el-nombre-de-la-rosa.pdf
través
de
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considerarse perteneciente a la “Generación Bradomín” 4 y fue publicada por
esa colección que edita esos premios teatrales en 1998 5 . Yo la citaré por la
edición incluida en Ni Ariadnas ni Penélopes, de Carmen Estévez. Actualmente
hay dos ediciones de la obra en la red 6 .
La obra de Itzíar Pascual es la que presenta el tono más feministamente
reivindicativo de todas las estudiadas, de hecho Itzíar Pascual es miembro de
la Asociación de Mujeres de las Artes Escénicas de Madrid, Marías Guerreras
(AMAEM), una asociación que concibe el teatro como “una forma de pensar el
lugar de lo femenino”.
En Las voces de Penélope se produce una mezcla entre el tiempo mítico
y el actual, un tiempo urbano y contemporáneo en el que se usan teléfonos
móviles y tarjetas de crédito y que sin embargo presenta problemas de
comunicación. Según el concepto postmoderno revisita el mito mezclándolo
con cultura popular y mediática.
La cultura popular se aprecia en la música latina que acompaña las
escenas del presente. Son canciones del llamado “feeling cubano” (“Cómo fue”
o “Encantada de la vida”, de Benny Moré); boleros (“Somos novios”, de
Armando Manzanero); clásicos (“Mambo con puente”, de Tito Puente), incluso,
según avanza la tensión, se nos advierte que una de las canciones es “una
desgarrada ranchera contemporánea, por ejemplo “Mala Bestia” de Miguel
4
El premio Teatral Marqués de Bradomín fue instaurado en 1985 por el Instituto de la
Juventud para premiar a autores menores de 30 años. Desapareció en el año 1994 (como se
puede
ver
en
el
artículo
firmado
precisamente
por
Itzíar
Pascual
http://www.elmundo.es/papel/hemeroteca/1994/06/27/cultura/721276.html) y se reanudó al año
siguiente. De hecho la generación teatral que empieza a publicar en torno a estas fechas es
conocida entre otros nombres como “La Generación Bradomín” porque se aglutina en torno a
este premio y al Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas (1984-1993), situado en la
antigua Sala Olimpia y dirigido por Guillermo Heras.
5
Antonio López Morcillo (El carnicero), Eva Hibernia (El arponero herido por el tiempo) e
Itzíar Pascual (Las voces de Penélope), premios Marqués de Bradomín, INJUVE, Ministerio de
Trabajo y Asuntos Sociales, Madrid, 1998.
6
Hay una edición del texto en el portal Parnaseo de la Universidad de Valencia dentro de
la revista Stychomithya en su sección “Monografías de autores contemporáneos. Anexos
Stychomithya”. La dirección completa es:
http://parnaseo.uv.es/Ars/Autores/Pascual/obras/text_castepenelope.pdf
Además hay un dossier muy completo sobre la obra que incluye estudios y artículos, a los que
se aluden en la bibliografía: http://parnaseo.uv.es/Ars/Autores/Pascual/obras/penelope.html.
Hay otra edición en el portal www.cervantesvirtual.com, pero esta edición es un documento
modificado que no permite su impresión. La dirección completa es:
http://descargas.cervantesvirtual.com/servlet/SirveObras/12819418626703728987435/004740.
pdf?incr=1
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Comamala”, y aparece finalmente “La truhana” de la Lupe. A partir de ahí,
cuando hay una cierta toma de conciencia de los personajes, y una reflexión, la
música ya desaparece, o aparece el pop alternativo español más culto y de
culto, más reflexivo de “Esclarecidos” con “No hay nada como tú”.
La
actualidad
es
donde
encontramos
a
dos
mujeres
también
abandonadas: “La mujer que espera” y “La amiga de Penélope”. Esta
abstracción, en la que los personajes no tienen nombre (no sabemos si “La
mujer que espera” se llama Penélope también o es por derivación), es algo
muy común en las obras teatrales escritas a partir de los 90, como señala
Virtudes Serrano. En estos dramaturg@s hay un compromiso en clave realista
o simbólico; habla de que en “los espacios” hay “una carencia de todo signo
identificador concreto”, y que
Dicha carencia la padecen también sus habitantes que están sólo
superficialmente marcados con los signos genéricos: Hombre/Mujer;
El/Ella; Uno/Una, o incluso Uno/Dos /Tres; en algunas propuestas
interesan las relaciones domésticas (Marido/Mujer Padre/Hijo) o la
oposición por edad (Joven/Anciano) e incluso por alguna característica
física (Alto/Bajo) (2004: 22).
Podemos decir que los/as autores/as de los 90 retoman las vanguardias
de fines de los sesenta y de los setenta y algo de ese vanguardismo abstracto
podíamos reconocer en la estilización de la obra analizada de Carmen Resino.
Las voces de Penélope está constituida por 19 escenas numeradas y con
título y dos finales, que podríamos considerar una obra partida en dos: “Mucho
tiempo después” (I) y “Muchos años después”: Mi verdadera historia (2). En la
primera interviene “La mujer que espera” y en la segunda “la Penélope mítica”.
Aparecen en la obra tres mujeres abandonadas por los hombres, pues “La
amiga de Penélope” al principio se dedica a hacer de consejera con su amiga,
“La mujer que espera”, hasta que se encuentra a su novio que estaba
supuestamente enfermo con una rubia siliconada en un bar. Este personaje,
aparentemente más frívolo, va conociendo un proceso de concienciación, que
le lleva a responder cuando “La mujer que espera” le dice: “Parece que el
hombre es tu enemigo”:
LA AMIGA DE PENELOPE: No (sonriendo). Mi peor enemigo es la falta de
conciencia (Las voces de Penélope, 2002: 324).
Al final asistimos al paralelismo, en el que la Penélope mítica y “La mujer que
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espera” han aprendido a esperarse a sí mismas.
En la escena 19, llamada “Lejos”, “La mujer que espera”, pasa a ser “La
mujer que esperó”:
LA MUJER QUE ESPERÓ: Todo era suyo y para mal. Hay que joderse:
conquistar el mundo para despreciarlo. Entonces me vi encerrada y
pequeña en la foto de su mesilla. Mucho tiempo atrás, me había
enamorado de él. No de sus ojos, ni de la piel que le brillaba, ni de
aquellas piernas de atleta con las que podía volar. No. Me había
enamorado de su luz. De ese brillo generoso que lo tocaba todo. El mundo
era un lugar para respirarlo con plenitud. Yo aterrorizada por no ser, o por
ser tan poco, creí que él era la totalidad. (Pausa; se quita las gafas muy
despacio y las guarda)
[…]
Podía haberle hablado. Explicarle “Ya no soy la ingenuidad que puebla tu
mesilla”. (Pausa) Preferí dejarle ir. Entre quejas (ibid.: 328-329).
Es muy sintomático el que se quite las gafas de sol porque ya no hay
deslumbramiento posible en esa figura masculina.
En la última escena llamada “Mucho tiempo después… Mi verdadera
historia (2)”, asistimos al descubrimiento de la Penélope mítica:
PENÉLOPE: A veces me pregunto qué le hizo volver. No lo hizo por mí, la
vejez me ha hecho intuir que fue un acto de demostración. Había salido
triunfante de las batallas, nadie podía con su tenacidad. Un guerrero sin
oda, no es nadie.
Sentí un cierto malestar al reencontrarlo. Me había hecho conmigo misma
en un lugar en el que no tenía que dar explicaciones, en el que podía ver
crecer a Telémaco. Un lugar en el que me sentía bien siendo cómo era.
(Coloca el retrato sobre la silla de enea). La espera me hizo más fuerte,
más segura y descreída. Llegaban rumores constantes de regresos o de
tragedias. Y un día aprendí a esperar. A esperarme a mí misma. Y a
proteger un poco ese lado del corazón que se hace arena o fuente,
dependiendo de la luz que lo ilumina.
Aprendí a mirar a mi sombra paseando por la orilla con una tristeza que
construye futuro. Esa tristeza dio paso a la serenidad. Y la serenidad a la
calma. Y la calma a la inquietud de ser yo, no la espera de otro.
Me esperé a mí misma. Ésta es mi verdadera historia.
(PENÉLOPE invita a entrar en la escena a LA AMIGA DE PENÉLOPE.
Esta sonríe y enciende lentamente un cigarrillo (ibid.: 332).
Y este es el final de la obra, en el que se fusionan todas las Penélopes en una,
la mítica y “La mujer que esperó” pues ya no esperarán por nadie más que por
sí mismas.
Hay un contraste entre el tono coloquial presente en “La amiga de
Penélope” y el tono culto que intenta reproducir el mito clásico en Penélope y
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“La mujer que espera”. Se manifiesta un interesante contraste en este diálogo
en el que una mantiene un registro de teatro poético vanguardista lorquiano, o
albertiano (nos recuerda a obras como El hombre deshabitado, definida como
“Auto Sacramental sin Sacramento”) y la otra se mantiene en lo más prosaico y
práctico, donde se hace presente el tema del tejido. Es la escena 4, llamada
“Consejos Doy”:
LA MUJER QUE ESPERA: La mujer que espera lleva tallado en el pecho
un almendro en flor.
LA AMIGA DE PENÉLOPE: Un cursillo de macramé y se te quita la
tontería.
LA MUJER QUE ESPERA: La mujer que espera lava sus sabanas con cal
y ceniza.
LA AMIGA DE PENÉLOPE: Iniciación al punto de cruz, que relaja mucho.
LA MUJER QUE ESPERA: La mujer que espera sabe a deshielo en
eclipse de luna.
LA AMIGA DE PENÉLOPE: En esta revista lo explican todo. Y con el
primer fascículo gratis un telar y dos ovillos.
LA MUJER QUE ESPERA: La mujer que espera aprende tersura de los
cerezos.
LA AMIGA DE PENÉLOPE: Un licorcito, mejor dos, entonan el cuerpo.
LA MUJER QUE ESPERA: La mujer que espera se abraza a los mástiles
de los días célebres.
LA AMIGA DE PENÉLOPE: Te he traído un chocolate buenísimo y sin
almendras.
LA MUJER QUE ESPERA: La mujer que espera sorbe la tristeza en taza
de desayuno.
LA AMIGA DE PENÉLOPE: Una conversación telefónica, y ¡hala! A pasar
la tarde.
LA MUJER QUE ESPERA: La mujer que espera recorre los charcos de la
templanza.
LA AMIGA DE PENÉLOPE: La mujer que espera, desespera.
LA MUJER QUE ESPERA: Un poco.
LA AMIGA DE PENÉLOPE: ¿Y el macramé? ¿Y el punto de cruz? ¿Y la
revista? ¿Y los licores? ¿Y el chocolate? ¿Y el teléfono? ¿Y la frivolidad?
LA MUJER QUE ESPERA: ¿Frivolidad?
LA AMIGA DE PENÉLOPE: FRI-VO-LI-DAD.
LA MUJER QUE ESPERA: ¿Tú crees? No sé.
LA AMIGA DE PENÉLOPE: Sí, mujer.
LA MUJER QUE ESPERA: Bueno (ibid.: 305-306).
Escena en la que se atreve además con esa figura de pensamiento tan
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utilizada en el barroco de la “diseminación y recolección” 7 , enumerando de
modo disperso a lo largo del discurso y recogiendo finalmente toda la
enumeración anterior.
Según las palabras de Itzíar Pascual:
Las Voces de Penélope nació de ese lugar, literario vivencial; allí
donde lo público se cuestiona y lo oficial se escamotea. ¿Debemos creer
en Homero? ¿Penélope sólo pudo ser, vivir, existir, en función de Ulises y
Telémaco? ¿Esperó fielmente en el palacio de Itaca? ¿Que significa
esperar? ¿Qué significa acoger al que regresa? ¿Se vuelve igual? ¿Tiene
algún sentido esperar hoy? ¿Qué hacemos en el tiempo de espera, si
esperamos? 8 .
Hay en estas declaraciones muchas cosas que ya hemos traído a colación en
este trabajo: las esferas pública, privada y oficial, el papel dependiente o no
dependiente de Penélope. Y la autora dice también:
Antes de escribir Las voces de Penélope, yo leí todas las Penélopes
españolas de este siglo: La Tejedora de sueños de Buero Vallejo, por
ejemplo. Admiro profundamente a Buero… pero el punto de vista que da
es el de Ulises y el de Homero, por mucho que la Penélope que él perfila
sea de enorme interés. Yo no me encuentro con esa Penélope, que lo que
hace es estar al servicio de la histórica imagen de fidelidad, que Ulises
necesita (cit. Harris, 2003: 4).
Itzíar Pascual demuestra en su obra que las Penélopes son capaces de existir
sin los Ulises, porque, como bien señala Carolyn J. Harris,
The presentation of the stories of three Penelopes en Pascual’s work,
leads spectators to recognize that waiting on another is not a natural part of
female identity but a role that women have asummed (ibid.: 6) 9 .
Y ya que hablamos de roles y de papeles, pasemos a la obra en la que
los personajes tienen más conciencia de “su papel”.
2.3. Polifonía
Diana de Paco Serrano (1973), aparte de dramaturga es Doctora en
Filología Clásica y profesora de griego en la Universidad de Alicante, con lo
7
Véase por ejemplo el famoso soneto gongorino “Mientras por competir con tu cabello”.
Texto escrito para la puesta en escena de la obra con objeto de recibir la ayuda a la
producción de la CAM. Reproducido a través de
http://parnaseo.uv.es/Ars/Autores/Pascual/obras/itziar.pdf
9
“La presentación de las historias de las tres Penélopes en la obra de Pascual, lleva al
espectador a reconocer que esperar a otro no es una parte natural de la identidad femenina,
sino un rol que la mujer ha asumido.”
8
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que tiene muy en cuenta los modelos clásicos.
Polifonía quedó finalista del premio Calderón de la Barca en 2000,
convocado por el Ministerio de Cultura a través del INAEM para jóvenes
autores dramáticos. La obra no se ha representado. Fue publicada en Primer
Acto, 291, en diciembre de 2001, con un estudio introductorio de Domingo
Miras titulado “La tela de Penélope” y una entrevista realizada a la autora por
José Henríquez titulada “Diana de Paco y las heroínas de Polifonía”. En esta
entrevista Diana de Paco manifiesta su admiración por dos autores que han
tratado el tema de Penélope, aunque no los mencione por eso: Buero y el
mencionado Domingo Miras, que a su vez dedicó su Penélope (1971) “al autor
de La tejedora de sueños”. Como hemos visto, Miras realiza el estudio
introductorio de Polifonía, y es muy interesante ver que, en cierto modo, esto
convierte a la autora que nos ocupa en heredera de un legado del pasado,
como se ve muy claramente en su obra.
Declara Diana de Paco en la mencionada entrevista a José Henríquez:
Admiro la figura de Buero, que fue capaz de dar un giro tan
sustancial a la dramaturgia contemporánea de nuestro país. [..] Domingo
Miras ha sido para mí un descubrimiento y una referencia fundamental, y
por supuesto entre los cercanos a mí, aquellos que practican la renovación
de las formas teatrales sin abandonar ese compromiso que nuestros
mayores nos han mostrado que tenemos la responsabilidad de no olvidar
(Henríquez, 2001: 98).
Continúa Diana de Paco:
La figura de Penélope está dotada de una gran complejidad, se trata
de un carácter muy rico en matices, pese a lo que pueda parecer, por lo
que ha sido objeto a lo largo del tiempo de muy diversas interpretaciones.
Es cierto que la lectura de La Odisea parece mostrarnos ese paradigma de
la mujer sumisa, que desempeña las labores atribuidas al género femenino
tradicionalmente representadas por el tejer y destejer que ocupa a
Penélope. Pero esta acción aparentemente convencional es el arma de la
esposa de Odiseo, gracias a ella consigue evitar el enfrentamiento con los
príncipes que la pretenden solo para conseguir el reino y que mientras
tanto dilapidan sus riquezas. Más allá de la apariencia, Penélope es una
mujer astuta que consigue mantener a su alrededor a todos esos hombres
cobardes y que finalmente se reencuentra con el objeto de su deseo. Si
bien es la mujer virtuosa que tantas veces se contrapone con la de
Clitemnestra, trágica, la mujer que calla, y teje, y ama fielmente, paradigma
femenino de la sociedad heroica también es cierto que la riqueza de su
figura permite observar su espíritu desde el interior, interpretar su silencio,
y comprender su frustración, y el miedo que en ocasiones la atormenta, y
la hace reaccionar de determinada manera.
En Polifonía, Penélope parece la más serena y sensata, aquella que
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está al margen de todo y que constituye el apoyo moral de sus
compañeras, pero cuando finalmente reconoce su verdad y se descubre,
aparece un alma agitada no carente de inconformismo. Nada de esto es
nuevo, todo está explícita o implícitamente en la tradición griega o ha sido
interpretado desde las claves que ésta ofrece. Los caracteres de las
heroínas que aquí se reúnen son distintos y a la vez complementarios pero
los motivos que las han movido a actuar son muy parecidos y llegan a
identificarse al producirse la explosión de sentimientos, la ruptura del
aislamiento y la llamada a la acción, y a la solidaridad entre heroínas (ibid.:
99-100).
En Polifonía, no solamente aparece Penélope, sino que está acompañada
de otras tres mujeres míticas: Clitemnestra, Medea y Fedra. Asistimos también
a escenas del pasado en las que cada una de ellas dialoga con los hombres de
sus historias, Orestes, Agamenón, Jasón, Hipólito, Teseo, Telémaco y Ulises.
Todas ellas están encerradas en una habitación oscura en “un interior
tenebroso” (Polifonía, 2001: 105), aunque al fondo se ve un telar. Pero esta
escena aparece ya titulada como “La cárcel”. De hecho todas las escenas del
diálogo entre ellas llevan ese nombre, mientras que los diálogos del pasado
llevan los nombres de las mujeres y los de sus interlocutores masculinos.
Al comienzo parece que esta cárcel es la conciencia de las tres mujeres,
Penélope va ejerciendo como interlocutora y una especie de maestra de
ceremonias, ya que, en un principio, ella no es como las demás. Ella no ha
derramado sangre. Parece estar por encima del bien y del mal y tener
serenidad suficiente para juzgar a sus compañeras, que no entienden qué es lo
que ella hace ahí; sin embargo no las juzga, simplemente está ahí para
hacerles “un poco de compañía”. Finalmente comprendemos que ella es igual
que todas y que tampoco pudo escapar de su destino, en cierto modo es
responsable de la muerte de todos los pretendientes con el regreso de Ulises;
el manto que ha estado tejiendo durante todo ese tiempo, y que al final sirve
para cobijar a las cuatro, debía de ser la mortaja de Ulises, porque el Ulises
que ha regresado ya no es el que ella quería.
Dice al respecto Miras en la introducción a la obra:
¿Meter cuatro universos en una habitación? Bien pues ahí están. La
habitación se llama Polifonía, y en ella conviven Penélope, Fedra, Medea y
Clitemnestra. Cierto es que a veces parecen sentirse un poco incómodas,
pero gracias al talento de la autora, acaban por apañarse. Y, en fin ¿por
qué una estancia no puede contener cuatro Universos? ¿Cuántos mundos
caben en un cráneo? (2001: 90).
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Esta es la obra en la que hay una conciencia metaficcional y metateatral
más clara y se plantea de un modo más explicito el enfrentamiento de los
personajes con su mito literario. Penélope es consciente de su papel, y así lo
repite en diversas ocasiones, y se lo plantea a las demás:
PENÉLOPE: Mi papel es esperar a Ulises. ¿Sabes cuál es el tuyo? […]
¿Cuál fue tu papel? (Polifonia, 2001: 105-107).
Más tarde:
FEDRA: (Mira a su alrededor) ¿No es esto como una muerte?
PENÉLOPE: No para mí. Mi papel continúa intacto, mis manos limpias, mi
garganta sin cicatrices de dolor, y cualquier día llamaré al carcelero
pidiéndole que me saque de aquí, y vosotras comprenderéis que mi
camino ha sido diferente. Yo estoy tranquila (ibid.: 113).
Es difícil prescindir de las reflexiones de Miras, pues su estudio es
detallado y brillante. Habla en él del reparto de papeles, que nos remite al que
hace “El divino autor en El gran teatro del mundo” (2001: 91). La alusión al auto
sacramental trae a mi recuerdo, como ya hice en el caso de la escena de Las
voces de Penélope comentada, esa modernidad pre-vanguardista, de los autos
sacramentales que prefigura la autoconsciencia metateatral del teatro de
Pirandello o de Unamuno, y que está muy presente en esta obra.
Como sigue exponiendo, “El malentendido radica en que Penélope tiene
el doble papel de historiadora, y de personaje de la misma historia que escribe”
(ibid.: 97). Y poco antes, leemos:
Estamos ante la Penélope símbolo: la sabihonda, la omnisciente
Penélope, que teje en su tela las historias de las demás: ella es el erudito
investigador, el docto historiador que no duerme ni descansa (ibid.: 96).
Y yo, me atrevería a decir, estamos también ante la Penélope detective.
Polifonía es una especie de thriller psicológico e interior, como de J.B.
Priestley, por poner un caso, que constituye un buceo en las conciencias que
va in crescendo, hasta que las tres mujeres se dan cuenta de la verdad, y
entonces Penélope aparece ante las demás casi como una farsante, así se lo
hace ver Fedra:
FEDRA: Nos has obligado a narrar nuestro pasado, que es desagradable y
oscuro, peor también real, y nos haces creer que estás libre (Polifonia,
2001: 120).
Y poco después:
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MEDEA: (Coge la tela que Penélope teje) Esto, Penélope, no es una
túnica, es una mortaja.
(Penélope se la quita bruscamente de las manos)
FEDRA: Una mortaja, ¿para quién?
MEDEA: Eso ha de contestarlo Penélope.
PENÉLOPE: (Derrotada) Para nadie.
CLITEMNESTRA (Se acerca a Penélope. Y la ayuda a sentarse. Le habla
con compasiva ternura). Ahora lo entiendo hermana. Estás tejiendo y
destejiendo la mortaja de Ulises, mientras te debates entre la razón y tus
sentimientos. Durante el día animada por la lucidez recuerdas qué ha
pasado y reconoces con tal vez tristeza que tu historia también ha
terminado con una tragedia, entonces apresuras tu labor, para poder cubrir
los restos de Ulises con el manto fúnebre.
MEDEA: […] Cuando cae la noche, sin embargo se apodera de ti la locura,
olvidas que tu hombre cambió, que volvió y ya no te amaba. Pretendes
creer que todavía anda errante, fugitivo, con un solo pensamiento en su
mente “Penélope”.
[..]
PENÉLOPE: […] Vosotras habéis matado y se os ha castigado, yo sin
embargo sigo siendo pura hasta que vuelva mi esposo y entonces cuando
me encuentre aquí el cielo brillará para nosotros. Pero por ahora prefiero
que no me alcance, refugiada en esta gruta os protejo y conseguiré
finalmente terminar el manto. No le creáis, os lo suplico. Soy yo quien dice
la verdad (ibid.: 121).
Y sigue insistiendo hasta que en la siguiente escena de flash back con Ulises
conocemos la verdad:
PENÉLOPE: Tú no eres Ulises. Mi esposo era bueno, compasivo, sincero.
Tú eres un tirano que conoce su larga ausencia y que se ha querido
aprovechar. Has tardado poco en cambiar tus harapos por sus vestidos…
Pero dime ¿dónde lo encontraste? Te lo suplico, respóndeme ¿Te dijo él
que vinieras a Ítaca? ¿Te dio algún mensaje que me ocultas? ¿Tal vez fue
él movido por los celos, quien te animó a matar a mis pretendientes. Te
puedo asegurar, extranjero, que yo nunca le he sido infiel a Ulises. Nunca.
Me llegaron noticias de sus aventuras, bocas envidiosas hablaban de otras
mujeres, y a mí me consumía el dolor al escucharlas, por eso, solamente
por esa razón, quise mantener esta situación y engañé a los pretendientes
prometiéndoles una mentira… Pero día tras día me he ido marchitando, y
conmigo se ha desvanecido la ilusión, el recuerdo e incluso el amor que
por Ulises sentía entonces. Ulises ya no me importa, no quiero que vuelva,
no quiero terminar este manto nunca más, deseo seguir tejiendo y
destejiendo durante el resto de mi vida. Dibujo en las telas, según mi
voluntad con hilos de colores, la verdad de los otros, y, a la vez, cada día
borro mis sueños (ibid.: 120-121).
Ante lo que Ulises contesta: “Quedas desterrada de mi País por haber sido
infiel a Ulises, por haberme olvidado. Ningún túmulo ha de cubrir mi manto”
Incluso con esa separación de Penélope y Ulises, Diana de Paco parece
estar pensando en otros finales sobre La Odisea, en derivaciones posteriores,
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como la Telegonía 10 .
Pero tras los reproches iniciales, cuando Penélope cuenta su historia, sus
compañeras empatizan con ella y así Penélope, la que nunca dormía, puede
descansar:
CLITEMNESTRA: Cuando Penélope despierte, su manto seguirá aquí,
protegiéndonos a nosotras. En él está escrita nuestra historia, y por fin,
hasta el último de sus párrafos ha sido recreado en la tela.
[…]
CLITEMNESTRA, MEDEA Y FEDRA: […] Durmamos tranquilas, con el
espíritu aliviado, pues finalmente lo hemos conseguido, por fin en el manto
de Penélope ha quedado escrito el destino de la humanidad.
Se recuestan juntas abrazadas y se tapan por completo con el manto tejido
por Penélope. La escena se ilumina de un color rojizo que se mezcla con el
oscuro de la estancia. Después un azul intenso se sobrepone a ambos y
domina la escena. Poco a poco la luz se concentra sobre las cuatro
heroínas escondidas bajo la tela. Música. Oscuro (ibid.: 123).
Final en el que, al fin, el azul calmado, que veíamos en la obra de Itzíar
Pascual, predomina sobre el rojo.
En un momento de la obra, Fedra le reprocha:
FEDRA: Nos has sonreído compasiva y esperabas que te creyéramos, que
envidiáramos a la perfecta Penélope que ha podido tomar los riendas de
su destino ¿no? (ibid.: 120).
Pero, no, esta Penélope, no puede tomar las riendas del destino, a diferencia
de su homóloga de Itzíar Pascual. Refleja su destino y el de los demás, levanta
acta notarial de él, mediante el tapiz, pero no puede cambiarlo. Quizá la
Penélope “historiadora” de la que habla Miras, que se solidariza con el pasado,
a través de la autora, pueda hacerlo, pero no la Penélope “personaje”. Ésta se
hermana con sus hermanas en la desgracia, demostrando que “todas somos
iguales”, como reza la escena 3 de la obra Itzíar Pascual.
Según expuso Itzíar Pascual en una conferencia a la que pude asistir
hace poco 11 , en su dramaturgia hay un desafío que es buscar mujeres que
buscan la libertad y creen en ella y son capaces de conseguirlo (algo no común
en el teatro español contemporáneo, donde, por ejemplo, las mujeres
10
Atribuída a Eugamón de Cirene, de fecha incierta, en la que Ulises viaja al país de los
Tesprotos, donde se casa con la reina Calídice y a su vuelta es asesinado por el propio hijo
que tuvo con Circe, Telógono, que acaba casándose con Penélope, y Telémaco con Circe.
11
Jornada organizada por el Foro Computense y la Embajada Noruega: “Las hermanas
de Nora. Voces artísticas, académicas y políticas hablan sobre la igualdad de género”,
celebrada en la Facultad de Filología de la U. Complutense el 29 de noviembre de 2007.
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lorquianas buscan la libertad pero se ahogan sin conseguirla).
3. Soy Ulises, estoy llegando
La obra se estrenó el 23 de octubre 2007 y no ha sido publicada 12 . Ainhoa
Amestoy tiene una idea de recreación y de ludismo, de acercamiento del texto
al público pero respetando una fidelidad del texto y siendo consciente de que
los espectadores disfrutarán mucho más del texto si conocen todas las
referencias que en él se dan. Hay algo en esta obra del ¿Por qué corres,
Ulises? de Antonio Gala, pero despojado de cualquier crítica política o social
coyuntural.
Se trata de una actualización de La Odisea en la que asistimos a más
episodios de la misma que en ninguna de las obras anteriormente comentadas.
Todos ellos son episodios amorosos de Ulises. La obra vuelve a dirigir su
interés hacia la figura de Ulises, rodeado, eso sí, de un importante elenco
femenino en el que no podía faltar Penélope. Se deja ver claramente que
también Atenea ha probado sus favores amorosos. Atenea conduce la acción
desde un papel totalmente de “Dea ex machina”, congelando la imagen y
volviendo al pasado para ejercer de narradora. Asistimos a los episodios
amorosos de Ulises con Circe, convertida en una gran dama de discoteca que
hechiza a los hombres con drogas de diseño (los actores aparecen con
camisetas rosas y caretas de cerdo transportados a otra dimensión bailando
“techno”); con una Calipso obsesiva (empeñada por ejemplo en que se ponga
calcetines para dormir) que acaba colgada del Lexatín o con una Nausicaaa
colegiala pija de un colegio privado a la que no se le cae de la boca la
expresión “¡Qué fuerte!”.
Atenea va juzgando a Ulises, pero pierde credibilidad porque vemos que
lo hace movida por los celos. Por ejemplo en el episodio de Nausicaaa leemos:
ATENEA: Esta actitud me pareció por completo despreciable: encandilar a
un trío de jovencitas inmaduras e influenciables. Había caído muy bajo ¡Y
no crean ustedes que la cosa acabó con este breve encuentro! ¡No señor!
12
Agradezco a Ainhoa Amestoy que me haya proporcionado un ejemplar de la obra,
cuyas hojas he numerado yo, y un DVD con la representación teatral, y que me haya dedicado
amablemente un tiempo de conversación al respecto de la misma. Se puede acceder a un
completísimo dossier en la red en http://www.soyulisesestoyllegando.es/dossier.pdf.
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El muy vanidoso y engreído se dedicó durante varios días a enamorar a la
adolescente princesita a base de contarle películas en las cuales ¡como
no!, se presentaba a sí mismo como al mayor héroe que habían conocido
los tiempos. Observen, observen. Me parece deleznable, en extremo
deleznable. No lo puedo ni mirar (Atenea toma una revista “Muy
Interesante”) (Soy Ulises, 2007: 19).
Hay una cierta degradación sutil cuando Atenea, la diosa de la sabiduría, se
pone a leer una revista de divulgación científica de quiosco.
El cartel de la obra y carátula del DVD en el que vemos un hombre
corriendo entre el tráfico de Madrid, perseguido por varias mujeres, con el
fondo de las geométricas torres KIO de Plaza de Castilla (porque según Ainhoa
Amestoy tienen un cierto aspecto de construcción griega), a mí me remite a la
imagen de Buster Keaton, perseguido por la multitud de mujeres vestidas de
novia en Las siete oportunidades. Se puede apreciar en él un cierto carácter de
vaudeville o de “screwball comedy” alocada y hollywoodiense.
Ulises repite constantemente, a través del móvil, tanto a Penélope como a
las demás mujeres que requieren su presencia: “Soy Ulises, estoy llegando”.
Los textos postmodernos pueden tener muchos niveles de lectura y esto
se demuestra en la adaptación cinematográfica de uno de los textos
postmodernos por antonomasia, el citado El nombre de la rosa de Umberto
Eco, que en la versión cinematográfica de Jean-Jaques Annaud, es despojado
de todos los niveles metaliterarios y autoconscientes y se transforma en una
buena película policiaca. Del mismo modo, podríamos leer el texto de Ainhoa
Amestoy, como un mero divertimento si eso es lo que queremos: pero este
mero divertimento será mucho más ingenioso, si conocemos los textos sobre
los que la autora trabaja.
La obra, por lo tanto, no está lejos de la utilización paródica burlesca que
hacían en el pasado autores como Quevedo, o Góngora, cuando exigían de los
lectores el conocimiento del mito para mayor disfrute del mismo. Sólo sabiendo
que Dafne fue convertida en árbol de laurel, y que el laurel se utiliza en el
escabeche se podría entender el terceto final de “A Dafne huyendo de Apolo”:
Esto la dije, y en cortezas duras
De laurel se ingirió contra sus tretas,
Y en escabeche el Sol se quedó a oscuras 13 .
13
“A Dafne huyendo de Apolo”, en Francisco de Quevedo, Poesía Varia, edición de
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O los lectores tenían que conocer la desdichada muerte de Hero precipitada
desde una torre al enterarse de que Leandro se había ahogado, cuando
Góngora escribe en su romance primero dedicado a Hero y Leandro:
El Amor, como dos huevos,
quebrantó nuestras saludes:
él fue pasado por agua,
yo estrellada mi fin tuve 14 .
Ainhoa
Amestoy
es
muy
fiel
a
la
tradición,
a
pesar
de
las
(post)modernidades, porque trabaja no sólo con La Odisea homérica sino con
distintas recreaciones de La Odisea, en un ámbito literario clásico como el caso
de Las Heroidas de Ovidio o el de la oda “Las Serenas: a Querinto”, de Fray
Luis de León. También hace alusiones a las recreaciones de La Odisea en el
ámbito de cultura popular de masas: con el politono de la canción “Penélope”
de Serrat en el móvil de Ulises cada vez que es ella quien le llama o las
referencias al Ulises de la serie de dibujos animados franco-japonesa Ulises 31
(1981), porque Nausicaaa dice que se parece “A Ulises del de la serie de
televisión”, lo que su “amiga 1” asevera diciendo que se parece “mogollón” y
“canta la música de la serie de televisión”. No contenta con eso, la “amiga 2”
asegura: “Mi madre me contó que la serie está basada en un hecho real y que
el tal Ulises despareció hace unos quince años, cuando nosotras acabábamos
de nacer” (Soy Ulises…, 2007: 18).
Hay referencias a películas actuales que se han convertido en mitos y a la
vez parecen arrancar sus bases de la mitología como Mátrix, ya que Ulises y
Telémaco acaban con los pretendientes en una lucha al estilo Mátrix.
En cuanto a los textos clásicos referidos, en la escena 4, “Prohibido
escuchar”, “aparecen entre las olas tres sirenitas que cantan y bailan el
siguiente texto tomado de un poema de Fray Luis de León”:
SIRENAS: Todos de su camino
tuercen a nuestra voz, y satisfecho
con el cantar divino
el deseoso pecho,
a sus tierras se van con más provecho.
El e-mail que envía Penélope a Ulises en la escena 3, en el que incluso
James O. Crosby, Madrid, Cátedra, 2000: 365 (Apolo era el dios del sol).
14
Romances, ed. Antonio Carreira, Barcelona, 1998, nº 28: t. I: 487-488.
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vemos la dirección del correo electrónico [email protected], mantiene un
diálogo continuo con La Heroida de Ovidio dedicada a Penélope y Ulises.
Y si en la Heroida de Ovidio leemos
Esta carta, Ulises, la envía Penélope a tu tardanza. No me contestes:
sino mejor ven en persona 15 ,
En la obra de Ainhoa Amestoy leemos:
Mensaje nuevo. Asunto: “¿no estabas llegando?” “Este mail te lo
manda tu Penélope, insensible Ulises, pero nada de contestarla: ¡vuelve tú
en persona! (Soy Ulises…, 2007: 8).
En ambos textos se resume la situación de Troya y Penélope alude a sus
miedos por los peligros que puede padecer Ulises, de los que no están exentos
los celos:
…// Mientras pienso neciamente en esto, tal es vuestra lascivia, tú
puedes estar cautivado por el amor de una extranjera; quizá también le
cuentes cuán rústica esposa tienes, que se preocupa solo de que la lana
esté cardada. ¡Que me equivoque, y que esta acusación se desvanezca en
la ligera brisa, // y que, pudiendo volver, no quieras estar lejos (Heroidas
1986: 6).
Quizá hasta le estés contando a otra lo inútil que es tu mujer, que el
único entretenimiento que tiene es el de cardar lana. Ojalá me equivoque y
el viento se lleve este reproche y que no quieras, libre para volver,
quedarte lejos (Soy Ulises…, 2007: 8).
Se mencionan los
mismos pretendientes, acompañados de sus
respectivos epítetos épicos: Pisandro, Polibio, el cruel Medonte y “las
insaciables manos de Eurímaco y Antinóo” (Heroidas: 6) y “el codicioso
Eurímaco y Antinoo” (Soy Ulises…, 207: 8). Al final Penélope le pide que
vuelva porque su padre es muy viejo y su hijo muy joven para combatirlos.
Como era de prever, acaba de la misma manera que su modelo latino:
// Y es cierto, que yo, que al marcharte tú era una muchacha, por
pronto que vuelvas, pareceré una anciana (Heroidas,1986: 7).
Piensa también en mí, era una muchacha cuando me dejaste y ahora
por muy pronto que vuelvas pareceré que ya estoy hecha una vieja. Punto
final: Para [email protected]. Enviar. (Soy Ulises…, 2007: 8).
En cuanto a los guiños a la cultura popular, hemos mencionado que, en el
15
Cito la Heroida por la edición bilingüe de Ovidio, Heroidas, texto revisado y traducido
por Francisca Moya del Baño, “Colección Hispánica de Autores Griegos y Latinos”, Madrid:
CSIC, 1986; aquí, pág. 2.
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móvil de Ulises, cada vez que llama Penélope, suena (“con una melodía que
recuerda a la canción de Serrat”). La referencia a esta canción, que como
vemos está ya muy arraigada en nuestro imaginario colectivo, también aparece
en Las voces de Penélope, cuando con la frivolidad que la caracteriza al
comienzo de la obra, dice:
LA AMIGA DE PENÉLOPE: Pero si nadie espera a nadie, bonita. ¿Que tú
sí? Yo no me quiero meter en donde no me llaman, pero… Hasta en la
canción de Serrat termina mal. ¿Qué no sabes cuál es? Tiene nombre de
chica: Lucrecia, o algo así (Las voces de Penélope, 2002: 304).
Hay algo de la tradición sainetera castiza recuperada a partir de los años 80
por autores como Jose Luis Alonso de Santos o Fermín Cabal, como vemos en
este diálogo, poco antes del cual, Ulises acaba de exclamar, desautomatizando
un tópico: ¡Como fuera de casa en ningún sitio!:
ULISES: No te preocupes, churri, me levanté de la siesta, no tenía tabaco
y salí a comprar.
PENÉLOPE: Te despertaste hace cuatro horas. ¿Me puedes explicar
cuánto has tardado en llegar al estanco de la esquina?
ULISES: No, es que el estanco de la esquina estaba cerrado por
defunción. Resulta que el estanquero era familiar de uno de los
pretendientes, concretamente de Leócrito Everónida.
PENELOPE: ¡No me cuentes milongas! ¿Dónde estás?
ULISES: Entonces me tuve que ir al viejo estanco de las afueras de la
ciudad.
PENÉLOPE. En quince minutos te quiero aquí. Ya no estoy dispuesta a
soportar más tonterías ¿Me oyes? He aprendido mucho en todos estos
años. Y si no quieres estar conmigo nos separamos y punto.
ULISES: No digas tonterías, no te preocupes, si estoy llegando.
PENÉLOPE: Mas te vale (cuelga el teléfono). (Soy Ulises…, 2007: 31).
Ulises llama “cariño”, “corazón” o “churri” a sus amores, y al final hay un enredo
tribanda, y nunca mejor dicho, porque está hablando por el móvil con llamada
en espera con Penélope, Calipso y Nausicaaa, ante la desesperación de
Atenea, y para colmo la obra concluye cuando se oye una
VOZ FEMENINA CON ACENTO CUBANO DESDE FUERA: ¡Ulises!
¡Tigretón! ¿Qué pasa mi amor?
Ante lo que Ulises reacciona.
ULISES: Lo que sucede es que en esos momentos uno se lo piensa, lo
sopesa, y siempre encuentra alguna buena razón por la que no claudicar…
¡Voy enseguida, corazón!… (Aparece Atenea que observa a Ulises) Y, en
esa circunstancia es genial lo de apretar un botón. “¡Ups me quedé sin
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batería!”, “Vaya no hay cobertura”, “¡Qué lástima, no tengo saldo!” (Hace el
amago de irse a la dirección de dónde ha salido la voz) ¡Ah! Por cierto… Si
preguntan por mí, digan que me han visto y que no se inquieten… que
estoy llegando.
Oscuro Telón (Soy Ulises…, 2007: 38).
Y también hay un diálogo que muestra la desesperación y la rebelión de
Penélope en la mencionada escena 10, titulada: “Como fuera de casa en
ningún sitio”:
ATENEA: ¿Por qué iba yo a querer llevármelo a algún sitio?
PENÉLOPE: ¿Por qué? ¿Por qué? Quizá porque llevas la friolera de veinte
años apartándolo egoístamente de mi lado sin ninguna consideración, y
con unos celos rabiosos carcomiéndote el alma, porque en ninguno de
estos veinte años has conseguido, ni por un segundo que él te prefiera a
mí. Veinte años en los cuales ni por una vez te has puesto en mi piel como
para sentir la soledad por la que me has hecho pasar. Veinte años en los
que, indudablemente, has visto cómo Ulises, nuestro amado Ulises,
coqueteaba con millones de mujeres, y tú, teniéndolo al lado, no has
sabido ejercer ni el más mínimo encanto como para que se percatase de
los desplantes que te estaba haciendo y le has dejado que me fuese infiel
sin ningún cargo de conciencia ni arrepentimiento. Veinte años, Atenea,
¿Será por eso? ¿Quizá sea por eso? (Soy Ulises…, 2007: 30).
Y es que curiosamente en esta obra, que podría parecer la más lúdica de
todas, aparecen todos los grupos temáticos que enunciaba Paulino
mencionados al comienzo del artículo (1994: 333-334).
Aparece el individuo frente a su mito, como ya hemos visto a lo largo del
trabajo. Aparece la patología, pues Ulises es un mentiroso:
ATENEA: (Pegándole) Mentiroso impenitente, incansable embustero. ¿Ni
aún en tu patria habías de renunciar a los fraudes y a los engaños? Menos
mal que soy prudente y mucho más astuta que tú (Soy Ulises…, 2007: 27).
También aparecen la(s) mujer(es) sometidas al vencedor (incluso Atenea, por
muy diosa que sea y muchos superpoderes que tenga “como una heroína de
cómic”, es, digamos, “chuleada” por Ulises); finalmente la utilización del tema
odiseico sí pudiera servir aquí para explicar un comportamiento existencial,
como es el miedo al compromiso.
Conclusiones
En este recorrido, panorámico por un lado e individualizado por otro, a lo
largo de estas cuatro obras escritas desde 1973 hasta 2007, hemos
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comprobado cómo las obras de Carmen Resino, Itzíar Pascual y Diana de
Paco, someten a revisión a la figura mítica de Penélope, con una clara
intención feminista en el caso de Itzíar Pascual y Diana de Paco Serrano, y
desmitificadora de Ulises en el caso de Carmen Resino. La de Ainhoa Amestoy
ejerce una revisitación postmoderna y lúdica de La Odisea, de modo más
general, enfocando el interés por un Ulises ya desmitificado. Este tratamiento
postmoderno también está presente, pero de otra manera, en las obras de
Itzíar Pascual y Diana de Paco Serrano.
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Amaltea. nº 1 Petición de originales / Call for Papers
Español: http://www.ucm.es/info/amaltea/revista/revista.html
English: http://www.ucm.es/info/amaltea/revista/journal/journal.html
Amaltea. Revista de mitocrítica http://www.ucm.es/info/amaltea/revista/revista.html U. Complutense (Madrid) nº 0 (2008)
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