GRACIOSO Es una de las figuras más características del teatro clásico español. Está presente en casi todas las comedias de la época y tiene una importancia decisiva en la organización y desarrollo de la fábula dramática. A título ilustrativo, bueno es recordar que los actores que encarnaban los papeles del gracioso en el Siglo de Oro figuran en la lista de los mejores pagados entre sus compañeros de escena. Es frecuente encontrar en las comedias figuras de gracioso, o «figuras del donaire», a las que se atribuye un alto número de parlamentos. El caso de El caballero de Olmedo, de Lope de Vega, es muy significativo. Tello, el gracioso, dice más parlamentos que don Alonso, el galán. La etiqueta genérica que llevan todos estos personajes está emparentada con la palabra [gracia]. En principio es el encargado de decir gracias, de hacer reír con sus chistes y juegos de palabras, de provocar la hilaridad del espectador con sus gestos, sus andanzas, y sus trapacerías. El gracioso forma parte de una cadena literaria a la que pertenecen el pastor grosero y rústico del primitivo teatro castellano, el simple de Lope de Rueda y el bobo del teatro del siglo XVI. Pero por debajo del gracioso y de las figuras indicadas, late el espíritu del loco del carnaval, con sus chocarrerías, groserías, gracias y espíritu burlesco. El gracioso utiliza, en muchas ocasiones, una lengua deformada o incomprensible; es amigo de jugar con ella y de retorcerla hasta sacarle el doble sentido por medio de la fantasía verbal. El ansia de liberación de toda norma anida en el alma del personaje. De ahí su tendencia a usar una lengua anormal, «no normalizada», en el espacio social donde convive con sus dueños. El gracioso, como el loco carnavalesco, es amigo de comer y beber en abundancia; se deja llevar por la tentación de la carne, como forma de asegurar la perpetuación de la especie; el uso de signos obscenos forma parte de su configuración básica, aunque dicha tendencia no se manifieste en todo momento; es personaje sometido a la ley de la degradación, del rebajamiento y de la animalización o cosificación carnavalescos; el gracioso se compara frecuentemente con los animales o las cosas y convive socialmente con ellos. Todos estos rasgos están al servicio de la construcción de una figura cuya misión fundamental es doble: 1) tiene que establecer un contacto sólido con el pueblo espectador por una vía no atada de modo absoluto a la fábula; el gracioso le permite al público crear una cierta complicidad con quien se burla de las normas habituales entre los que dominan la sociedad; por eso es el instrumento de una evidente distanciación necesaria en la comedia. Y 2) El gracioso ha de servir de contraste con el galán, representante del estamento social que controla y domina aquel a que pertenece el gracioso. Este asume con mucha frecuencia la función actoral de criado, aunque en ciertos casos esté al servicio de muchos dueños o no lo esté de ninguno. Por su cercanía frecuente al mundo de los señores y, en concreto, al galán, el gracioso es una duplicación de su amo hecha en clave fundamentalmente paródica. Forma con él la doble cara del héroe de la fábula. Apoya los hechos del galán y le secunda y ayuda en sus aventuras amorosas y caballerescas. Incluso le remplaza cuando aquel no puede estar presente. El Tello de El caballero de Olmedo toma la defensa de su señor asesinado y pide justicia al rey. Además de recibir esta misión, que puede considerarse como protagónica, el gracioso asume funciones ancilares y mecánicas. Realiza las órdenes que le da el señor, hace recados y lleva cartas, transmite noticias y cuenta lo que ha visto u oído, descubre y desvela al galán lo que este no ve ni oye, etc... En otras palabras, el gracioso es la boca, los oídos, los pies y las manos del señor. Y puesto que buena parte de sus hechos están realizados en clave paródica y burlesca, el gracioso viene a manifestar y poner de relieve la impotencia del señor, incapaz de decir, de oír, de andar y de coger con sus propias manos. Al galán le faltarían los contactos con el exterior si el gracioso no estuviera a su lado dispuesto a completar su imposible e ineficaz señoría. Pero ese remedio, ofrecido y realizado en tono burlesco, abre la puerta a la consideración de la relatividad que rodea el mundo de los que mandan. Esa es la maravilla del signo [gracioso] en la comedia clásica española. El espectador ve en él la luz capaz de alumbrar nuevos momentos de la historia. Por eso se manifesta el gracioso como un instrumento de distanciamiento entre los intereses que se ponen en tela de juicio dentro de la fábula y los intereses del espectador. Si la tragedia es catártica al estilo aristotélico, la comedia y el gracioso albergan distanciamientos al estilo de los que definen las teorías brechtianas. Y si en muchos casos el gracioso no llega a protagonizar ese distanciamiento, al menos es el agente sémico que hace patente esa otra noción tan anclada en el juego dramático, la denegación. Nuestro personaje es a menudo un vehículo de la metateatralidad, lo que le permite hacer un guiño al público para descubrirle el carácter lúdico de todo lo que está presenciando. La fábula que se desarrolla en el tablado es fingida, es «de papel», y, por lo tanto, resulta necesario considerarla como tal y no identificarse con ella como si fuera la realidad misma. El gracioso tiene conciencia del carácter teatral de las figuras y de la situación en que viven, lo que le permite arrastrar al público a tomar conciencia de su libertad para no identificarse con ella. La fuerza persuasiva y contaminadora del gracioso es tal que, con frecuencia, arrastra, en su fuerza parodiante y burlesca, a algunos personajes cuya estructura actoral -según el código de la época- no está elaborada siguiendo el código carnavelesco. Es el caso de El acero de Madrid, del mismo Lope de Vega, en que el caballero Riselo esta contagiado por la fuerza burlesca del gracioso y responde, en buena medida, a los criterios que determinan la imagen teatral de este último: abundancia en el comer y beber, lengua liberada de la norma, etc... La figura masculina del personaje adopta a veces las formas de la feminidad. Hay también graciosas en el teatro clásico, aunque su número es relativamente reducido en comparación con el de sus compañeros del otro sexo. En la última etapa del teatro barroco, cuando surge la comedia de figurón, ciertos rasgos característicos de la figura del donaire traspasan las fronteras que separan los espacios tradicionalmente atribuidos a las funciones actorales de señor y de gracioso. El caso de Un bobo hace ciento, de Antonio de Solís, es paradigmático. El galán que ocupa el lugar protagónico en la fábula ha asumido buena parte de los rasgos característicos del gracioso; el «señor figurón» se ha transformado en «gracioso no-criado» y no puede utilizar los servicios de la figura del donaire. El miembro de la clase dominante ha sido degradado, rebajado, y ya no necesita la presencia y la ayuda del servidor carnavalesco ni sus buenos oficios. Y si los necesita, no los puede utilizar porque el gracioso está ausente, desde el momento en que es el señor quien asume las funciones carnavalescas, paródicas, burlescas, grotescas, propias de la figura del donaire. Bibliografía: Alfredo Hermenegildo, Juegos dramáticos de la locura festiva. Pastores, simples, bobos y graciosos del teatro clásico español (Palma de Mallorca, 1995); Barbara Kinter, Die Figur des Gracioso im spanischen Theater des 17. Jahrhunderts (Munich, 1978); Charles David Ley, El gracioso en el teatro de la península (Madrid, 1954). A.H.